viernes, 20 de diciembre de 2019

Los caminos de Dios


Diego Velásquez González

El viento frío de la mañana penetra por la ventana del cuarto, mueve las cortinas haciendo un suave ruido que saca a Gloria del estado intenso de recogimiento que genera en ella la oración diaria. Ella abre los ojos y fija su mirada a través de la ventana contemplando el cielo que presagia un día caluroso de enero. El sol empieza a asomarse entre las montañas y el viento empuja hacia el occidente de la ciudad las últimas nubes de la noche dejando expuesto el intenso azul en la bóveda celeste. «Es un hermoso día, alabado sea el Señor» expresa en voz alta mientras se levanta de la silla, toma las cortinas y las amarra con los cordones que se encuentran en el nochero junto a su cama. Afuera escucha ladrar la perra del vecino, una, dos, tres veces y a su dueño gritar al dichoso animalito, «Venga para acá». Y al instante, en un tono de voz más insistente, la llama de nuevo: «Duna, que venga. Obedezca» y remata con un fuerte silbido.
Se sienta de nuevo y toma la Biblia en sus manos. Localiza la lectura del día y la sigue atentamente, reflexionando en cada palabra e idea que el señor hoy expresa para ella de manera especial según su concepción de lo religioso. Termina con una nueva exaltación pidiendo al señor su compañía y protección, así como por la salud de Ana, la madre con quien vive desde hace cinco años, luego que regresara al hogar materno después de un complicado divorcio y los diez años de desencantos de vida matrimonial con un hombre que no la amó. Gloria ha visto cada vez más desmejorada y enferma a la madre. Cuando camina parece ahogarse y eso la inquieta. Sabe que debe poner todas sus angustias en las manos del Dios, pero a pesar de ello, no logra la distancia adecuada para hacerlo. Reconoce que se siente apegada a ella y no sabe qué haría si muriera, así tenga la certeza que el Padre la recibirá en su gloria eterna.
Se da la bendición y se mira el espejo. El olor de las rosas que hay en el balcón penetra en el cuarto y se siente reconfortada. Ha aprendido a ver en cada hecho cotidiano una manifestación del Dios objeto de todas sus búsquedas. Viste una blusa blanca de manga corta, una falda color negro que llega debajo de su rodilla y un hermoso chal color habano que resalta sus ojos verdes. Es una mujer poseedora de un hermoso cuerpo y ella lo sabe. Por eso su ropa tiene el ajuste adecuado a su talla resaltando sus atributos físicos. Su maquillaje es suave, apenas el necesario para resaltar algunas facciones o disimular otras imperfecciones en su rostro. A sus cuarenta y nueve años, considera tener claro su proyecto de vida: buscar a Dios y difundir con celo apostólico su palabra.
Va nuevamente a su baño personal. Se mira el maquillaje en el espejo. No quiere parecer una cualquiera y dar motivos para que sus superiores le llamen la atención.  Puede ver que el cable del calentador de agua de la ducha está empezando a derretirse y se da cuenta que en cualquier momento se va a quemar. Toma su bolso de la silla que hay cerca de su cama, en el que carga las revistas de la iglesia que distribuirá puerta a puerta. Siente su peso y por un momento hace el esfuerzo por equilibrarlo con el movimiento de su cuerpo. Abre la puerta de su cuarto y sale. Es domingo, el día del señor. Insiste en su oración personal, casi como un suave balbuceo: «Dame una señal. Sé que es atrevido de mi parte, pero la necesito. Siento desfallecer y la vida en soledad me da miedo».
Al llegar junto a la puerta del apartamento, vuelve su mirada tras de sí al escuchar abrir la puerta del cuarto de la anciana madre. Allí esta Ana apoyada en su bastón. Lleva una vieja camisa de dormir que en numerosas ocasiones le ha insistido que arroje a la basura. Ella dice que es muy cómoda, no como las otras que le compro y que son muy calurosas. Gloria la observa. Ya no dice nada respecto aquello. Sabe que hay cosas que en uno se van volviendo inamovibles y frente a las cuales solo queda cierta tolerancia. Gloria se da cuenta que luce tranquila y eso la reconforta. Ana habla. Empieza a relatar su sueño en una de las fincas donde vivió su infancia en Viterbo, Caldas. Gloria parece no prestar atención a sus palabras. Ana se acerca, la toma de su mano y le da la bendición. Mientras baja al primer piso, Ana se dirige al balcón. Quita algunas hojas de los geranios que ya se han secado y observa a Luisa María, la compañera de evangelización llegar y abrazarse con la hija. Sonríe para sí misma en actitud de satisfacción y da gracias por un nuevo día y poder contar con la compañía de aquella mujer fruto de sus entrañas. Desde allí las ve caminar rítmicamente calle abajo hacía el parque mientras sostienen una animada conversación.
John es un hombre que se acerca a la mediana edad de la vida. A sus treinta años se siente cansado de relaciones estériles con mujeres que no hacen el esfuerzo por tomarlo en serio, donde solo lo busquen para ir de rumba en rumba, actitud tan propia de sus amigas que son menores que él. En una actitud pasiva, simplemente se ha ido alejando de todo ese ambiente en el que una noche cualquiera, en una de las discotecas de la ciudad, mientras departía con sus amistades, empezó a sentirse fastidiado de todas las tonterías y ridiculeces en las cuales vivía inmerso. Hoy, prefiere la soledad de su casa y en especial de su cuarto, donde después de un día de trabajo simplemente se pone a escuchar música y dejar que el día termine. Con todo, siente que quiere encontrar una mujer, quizás mayor, que lo acepte, con quien tenga empatía y pueda crear una bella amistad. Ha ido encontrando cierto encanto en las mujeres mayores. Se les hacen más seguras, más estables, más experimentadas. Pero sabe que no lo tomarán en serio, que siempre lo verán como un plan de fin de semana, que de vez en cuando le darán algún regalo con cariño, tendrán sexo. John es un hombre delgado, de ojos negros, profundos y una mirada intensa. Vive con su madre desde que regreso de una breve estancia en Madrid buscando encontrar perspectivas a su vida. John es electricista de formación. Trabaja en una ferretería en el centro de la ciudad. Lo apodan Mac Giver haciendo relación al personaje de la serie de televisión, que se caracteriza por sus habilidades y recursividad para resolver cualquier problema.
Hace cinco años, John empezó a practicar calistenia, a una edad en la que para muchos ya era muy difícil vincularse a ese tipo de deporte porque al cuerpo se va haciendo pesado, en el parque del barrio haciendo uso de los juegos de los niños que por falta de mantenimiento se iban deteriorando de manera irremediable y por tanto, los padres de los niños no los dejan acercar por miedo a un accidente. Hoy la municipalidad ha puesto allí mismo todo un gimnasio para los fanáticos de dicho deporte. Poco a poco se ha vuelto diestro en aquello y lo disfruta. Incluso se hizo un tatuaje en su pecho, al lado del corazón. Es un tatuaje que luce con orgullo y junto al cuerpo que ha ido adquiriendo, ha hecho que se vuelva una persona que exhibe sin tapujos sus atributos físicos. Es una inusitada confianza que ha ido volviendo a tener en sí mismo. Y aunque sabe que no es feliz viviendo de esta manera, trabajo, casa y parque, siente que es lo mejor que puede hacer. A veces, en las noches, antes de dormir, como en la noche del sábado, luego de tomarse unas cervezas con algunos amigos, al regresar a casa, luego de desnudarse y acostarse a dormir, piensa en ese anhelo. «Qué bueno sería tener una mujer que me quiera y con quien pueda ser plenamente feliz». Y con ese pensamiento durmió sintiendo una leve excitación.
Ana sabe que su hija es una buena mujer. Su mayor alegría radica en que ha presenciado un cambio importante en la vida de ella desde que empezó a asistir a esa religión como solía llamarla de manera despectiva. Y aunque no comparte que se haya marchado de la iglesia católica, reconoce que, aquel lugar le ha hecho bien. Hoy es una mujer fuerte, tranquila y serena frente a las dificultades. Cada vez es más lejana la época en que a Gloria angustiada por no tener pareja, andaba buscando todos los días con quien salir, sufriendo por esos amores de un día a los que parecía acostumbrarse. Ana siente que sus oraciones han sido escuchadas. Sabe que está enferma. Y se esfuerza por no quejarse. Eso la turbaría y sería un motivo para ponerla triste. De una u otra manera, siente que ha cumplido y cree que esta lista para morir. Siempre en sus oraciones pide a Dios que se acuerde de ella a tiempo y no la deje quedarse reducida a una cama, sintiéndose limitada e incapaz de valerse por sí misma. Pero, sobre todo, que no se convierta en un peso para su propia hija
Gloria y Luisa María caminan alegremente hacia el parque El Triunfo donde se verían con otras personas. La ciudad va despertando. Algunas personas pasan a su lado hacia la tienda en chanclas y pijama.  Se siente el olor a las arepas asadas del puesto ubicado en la esquina del parque. Otros riegan las plantas de los antejardines o balcones. Algunos padres toman el bus con sus hijos para llevarlos a los entrenamientos de futbol o natación a las afueras de la ciudad y otros más salen a la ciclovía a pasar la mañana. Por las calles, los buses pasan lentos con pocos pasajeros. En el camino hablan de sus familias. Luisa María pregunta por Ana y ella a su vez por su esposo y sus hijos. Ambas se conocen hace cerca de tres años cuando Luisa María llego a la iglesia y pronto sintió en Gloria un referente. Siempre la ha visto tan segura de lo que cree. «Habla tan lindo de Dios y sus obras» son las palabras afirmativas con las que se refiere a su compañera Gloria en cualquier lugar. Dice que es una mujer hermosa, carismática, llena de Dios. Siente una profunda admiración por aquella mujer. Al llegar al parque, un grupo de señores, señoras, adolescentes y niños de ambos sexos se encuentran dispuestos a la jornada del día. Escuchan las orientaciones y toman la ruta asignada.
Tocan una puerta. Vuelven y tocan. Luisa María parece ver las cortinas del segundo piso moverse e insisten. Nadie abre. Una situación similar acontece en otras cinco puertas. Finalmente, su insistencia da frutos. Se acercan a una nueva casa. Allí abre las puertas un hombre joven de unos treinta años en pantaloneta y sin camisa. Es delgado con un cuerpo definido por el ejercicio. En su pecho luce un tatuaje que llama la atención y contrasta con el color de su piel trigueña y el cabello rapado. Su mirada es profunda y suspicaz. Por un momento Gloria no sabe qué decir, se siente fuera de lugar.
—Hola, buenos días —dice el joven.
—Hola… venimos a traerle la palabra de Dios —responde Gloria mientras baja la mirada buscando una de las revistas y observa de reojo el hilo de vellos que desde su ombligo descienden hasta perderse en el interior de la pantaloneta. Al levantar nuevamente la mirada no logra dejar de ver el tatuaje, así como sentirse observada por aquella mirada intensa y penetrante de aquel hombre que parece escrutar su propio interior y la perturba. Hace un esfuerzo por concentrarse y abre una de las revistas. Se dispone a empezar a hablar, pero es interrumpida.
—Les voy a ser sincero —señala el joven— cuando tocaron no pensaba abrirles, pero vi que son unas hermosas damas y me perdonan si se incomodan, quise conversar un rato.
Luisa María ve como los colores del rostro de Gloria resaltan. Sabe que esta abochornada y trata de ayudarla.
—No hay problema —expresa Luisa María—, ¿puedo seguir?, ¿podemos hablar mientras la compañera va a la casa de enseguida?
Un poco desconcertado, no sabe que decir mientras mira alejarse a Gloria.
—Espera me pongo una camiseta. Pero está bien, siga —responde y entra con Luisa María a la sala dejando la puerta abierta— Siéntese por favor.
Va en busca de una camiseta a los cuartos del fondo de la sala. Luisa María puede escuchar voces.  El joven habla con alguien más. Escucha fragmentos de sus diálogos ... ¿Quién es?... Unas evangélicas, creo… No sé… Tranquila que no demoro.
―Mucho gusto, me llamo John ―expresa al regresar a la sala con una camiseta gris de mangas cortas y de aspecto viejo. Extiende su mano hacía Luisa María con mirada de resignación. 
Gloria camina hasta la esquina.  Se apoya en la pared y allí espera. Piensa en el extraño tatuaje. Es un escarabajo, símbolo de protección en la cultura egipcia. Lo sabe por la lectura de libros sobre historia de las religiones que acostumbra a leer. Reconoce que ese tatuaje hace ver a aquel hombre excesivamente sexy. Por un momento cree sentirse tentada. «Es una prueba», se dice para sí. «Si, es una prueba». Considera que no puede sentir ese deseo, que no es legítimo para una mujer de su edad y de los propósitos que ha definido para su vida. Un día que prometía ser un buen día difundiendo la palabra, donde el amanecer fue despejado y claro, termina cruzado por nubarrones. —«¿Qué hacer? ¿Qué me quiere decir el señor con esta situación?» —se pregunta y ora a su Dios. Pero no responde. Se siente profundamente desencantada. Hoy está más silencioso que siempre. Ante esto se va para su casa dejando a Luisa María en aquel lugar. Al llegar al apartamento, se encierra en su cuarto. A Ana se le hace extraño que regresara tan pronto. No es ni siquiera medio día y aún no ha puesto la comida a calentar que la hija había dejado preparada la noche anterior. Llama a la puerta del cuarto de Gloria, pero ella no quiere abrir. Ana ya está inquieta. Gloría se da cuenta por su insistencia casi lastimera de la madre y abre por consideración, expresándole que es solo es un dolor de cabeza y que se le pasaría.
Dos días después, Luisa María llama por teléfono a Gloria. Ella está disgustada. Le dice que se llamaba John. — ¿Quién? —pregunta Gloría con cierta indiferencia. Le dijo que el muchacho que la puso a balbucear, que no se hiciera la pendeja, que ella se había dado cuenta de todo. Y qué él también, y que no estaba interesado en la palabra, sino en usted. Expresa todo esto en un tono cada vez más alto. Me preguntó su nombre, que dónde vivía y en qué trabajaba y si estaba casada. Lo peor fue que apenas pudo me sacó de allí cuando una señora en paños menores se asomó desde un cuarto y pregunto si demorábamos. Debería darle vergüenza. Puede ser su hijo. Por un momento hay silencio. Pero cuando creía que Luisa María se había cansado de hablar, su diatriba continúo con más vehemencia. Le recordó sus propósitos y unas cuantas citas bíblicas que llaman la atención sobre la tentación del diablo. Le insistió que no se dejará tentar, pues ella era una mujer de Dios y otras tantas cosas que Gloria dejo de oír de un momento a otro al recordar la imagen de John. Y no poder sacarlo de su mente. Gloria responde que todo aquello es mentira, que su plan de vida es claro, servir a Dios y colgó el teléfono. No vuelven a hablar.
Pasado un tiempo, la vida de Gloria empieza recuperar tranquilidad. Entre el almacén de ropa del que es propietaria y los fines de semana llevando la palabra de Dios, se siente nuevamente segura. Pidió cambio de compañera y una nueva ruta de atención evangélica. Un día de tantos, en casa finalmente se quemó la conexión del calentador. Gloria llama a una ferretería donde le prometen enviar el electricista hacía medio día de acuerdo a la misma solicitud de ella. No quiere que haya un hombre en casa con dos ancianas como son su madre y la señora del servicio. Se da cuenta que era John, el chico que la había trastornado hace cerca de dos meses. De un momento a otro se siente expuesta y no sabe qué hacer. Disimula sus recuerdos y lo envía al baño a revisar el calentador de manera inmediata.
John piensa en las paradojas de la vida y cuando ve a la anciana madre atenta a su labor, logra ganarse su confianza. Mientras hace el trabajo de reparación, pueden hablar de todo un poco. Ana está encantada por lo buen conversador y porque es capaz de explicar el problema con paciencia, así ella no entienda nada y termina invitándolo a almorzar. El hecho es recibido como una novedad en una casa habitada por tres mujeres. A medida que hacía el arreglo, John y Gloría que estaba en las afueras del baño cruzan miradas y luego hablan con tanta naturalidad y confianza que termina por derrumbar las prevenciones de aquella mujer. —«Puede ser un buen amigo»— piensa cuando John se marchó de la casa luego de almorzar, justificarse con la mamá y regresar desde allí al trabajo.
Desde ese momento, Gloria se empieza a dar una idea más clara de John y de sus intereses. Del mismo modo, él empezó a interesarse en ella. Ambos se comunican casi todas las noches, se cuentan sus cosas, sueños y esperanzas. Se ven una o dos veces por semana. Entre tanto, Ana observa una nueva faceta en su hija y no le molesta. Gloria procura no ser excesivamente amplia en detalles por miedo a sentirse enamorada y nuevamente engañada.  A su vez, John cree encontrar en Gloria, no tanto una mujer para tener sexo, sino una mujer que lo escucha, lo motiva y lo inspira a seguir adelante. Un día a la semana se dan una cita especial, donde John toca sus canciones en la guitarra y Gloría comparte algunas de sus recetas de los cursos de cocina. Desde entonces han seguido conversando, saliendo, conociéndose y se hacen buenos amigos. No son novios. No son simples amigos. Es un escenario que ninguno de los dos esperaba. Y eso parece que le hace sentir a gusto a ambos.
 Y aunque Gloria considera que John es muy joven para ella, Ana piensa que la amistad con ese muchacho ha traído alegría a su hija. En ese proceso de conocimiento, John adquiere ánimo suficiente para independizarse de nuevo y consigue un apartamento donde vive a gusto y se siente más confiado. Entre tanto, Gloria abandona aquel grupo religioso y asiste puntualmente en compañía de su madre a la misa dominical de las diez de la mañana. Y claro sigue siendo buena cristiana, no temerosa de Dios, sino que acepta las circunstancias que le ha correspondido vivir y la ha llevado a ser más flexible con sus expectativas. Ha aceptado lo que la vida le ha dado. Y sigue orando todos los días al amanecer, en la intimidad de su cuarto, pero su oración no es angustiante, de queja, de súplica como otras veces la podíamos escuchar, sino de gratitud y pidiendo a su Dios que le aclare sus enigmáticos caminos mientras el aire limpio de la mañana penetra en el cuarto y mueve las cortinas.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Secreto de la noche

Javier Oyarzun

Era una tranquila noche londinense caminábamos junto con mi compañero realizando la última ronda de nuestro patrullaje, el sueño y el cansancio iban haciendo mella después de una larga jornada. La luna llena solo dejaba ver a unos metros entre la densa neblina que cubría las calles. La luz de la farola comenzaba a titilar, signo inequívoco de que quedaba poco gas, pero qué importaba, ya terminaba nuestro turno.
Nos disponíamos a volver al cuartel cuando un grito angustioso de una mujer  nos despabila de nuestra modorra. Corrimos en dirección al ruido, cuando llegamos no encontramos a nadie, acerqué la lámpara al piso para encontrar algún rastro, un líquido viscoso que resultó ser sangre saltó a nuestra vista.
Apuramos el paso siguiendo el rastro de la sangre, al llegar a la siguiente esquina, vimos que una figura de unos dos metros arrastraba a una persona a toda velocidad en dirección a los alcantarillados. Gritamos: «¡Alto!», disparamos a la distancia, pero no obtuvimos ninguna respuesta.
La cloaca era un túnel amurallado con ladrillos por donde pasaban los líquidos de desecho provenientes de las casas cercanas, el olor era insoportable. Al alumbrar la entrada con la poca luz que nos quedaba cientos de ratas se escabulleron dejándonos el paso libre. Al menos eso creí yo, porque a una distancia prudente se observaban varios ojos rojos que nos seguían expectantes.
Avanzamos unos pocos metros más y nos encontramos con un bulto, al alumbrarlo pudimos notar que era una mujer de mediana edad que tenía su abdomen destrozado. Las ratas se acercaron a donde estábamos, en una rápida visualización pude calcular su número en varios cientos, no quedaba ningún espacio vacío, estaban sobre el cuerpo de la mujer y algunas comenzaban a encaramarse por nuestras piernas.
Mi compañero empezó a dispararles, pero fue inútil eran demasiadas, por suerte nunca les he tenido miedo, pero su número era francamente ridículo. Un chillido espeluznante se escuchó en el túnel, no podría decir exactamente de dónde venía, porque retumbó en todos lados, como si hubiera salido de las paredes.
Las ratas huyeron despavoridas, aprovechamos de tomar el cuerpo y salir por donde habíamos ingresado, mi compañero corrió al cuartel a buscar refuerzos, yo me quedé esperando mientras protegía el cadáver de la mujer.
Cuando llegaron mis compañeros, el cuerpo fue tapado y llevado a la morgue para su estudio, recorrimos la alcantarilla rincón por rincón, pero no encontramos ningún rastro del asesino. Debía ir a dormir para pensar con más claridad, me retiré a mi casa que estaba a unas cuadras del lugar.
No puedo decir que fue un sueño reparador, la imagen del cuerpo destrozado, las ratas y el extraño chillido me tenían intranquilo. Decidí entonces volver al cuartel a media mañana,  me dirigí al despacho del comandante y le dije:
―Señor, buenos días, ¿ha habido novedades en cuanto al caso de la mujer asesinada anoche?
―Regresó temprano, detective Johnson.
―No pude dormir mucho.
―Quién podría, lo entiendo.
―Gracias.
―Ante su pregunta, no, no hemos tenido novedades.
―Cualquier cosa, señor, estaré en mi escritorio.
―Me olvidaba, usted y Smith quedan a cargo de la investigación.
―Muchas gracias por la confianza, señor.
―Ahora puede retirarse, y si sabe algo no dude en informarme.
―Así lo haré.
Una vez sentado frente a mi escritorio ordené los papeles que tenía sobre la mesa y traté de recordar casos similares resueltos en el pasado que pudieran ayudarme, no se me vino nada a la mente en aquel instante. Como mi compañero no llegaba aún, decidí  hacer una visita al forense en solitario.
Llegué a la morgue del distrito, me encontré con el forense, un viejo regordete de bajo tamaño y abundante bigote, su cara siempre risueña y amabilidad a toda prueba, lo hacen un tipo de trato fácil. Apenas me ve en el pasillo me saluda con efusividad.
―Señor Smith, ¿qué lo trae por acá?
―Un muerto.
―Está hablando con el hombre correcto entonces ―contestó riendo de buena gana.
―Vengo a averiguar por la mujer que trajimos.
―La que tenía el abdomen destrozado ―indicó, mientras abría la puerta de una sala―. Pase usted por acá.
Sobre una camilla de metal estaba tendido el cuerpo blancuzco de la mujer que habíamos sacado dese el alcantarillado al amanecer, el doctor me pide que me acerque y me muestra unas heridas en ambos hombros.
―¿Qué significan esas heridas, doctor?
―Si te fijas bien, a la occisa la sostuvieron con mucha fuerza.
―Pero qué puede hacer un daño de esa magnitud.
―Buena pregunta, estas son heridas producidas por garras muy fuertes. Como las de los felinos de gran tamaño.
―No puede ser, lo que yo vi fue una figura que caminaba erguida en dos patas, no un animal salvaje.
―Pero eso no es todo, fíjese acá ―me dijo, mientras indicaba el estómago de la muchacha―. Esto es un desgarro, es un daño provocado por una mordida.
―Muchas gracias, doctor, es mucha información para procesar.
―Algo más, muchacho, ha desaparecido el hígado.
―¿Cómo?
―Todos los demás órganos se encuentran destrozados, pero el hígado fue arrancado de cuajo.
―¡Qué extraño!
―No lo es tanto.
―¿Hay más casos?
―Sí, recuerdo dos. Acompáñame.
Seguí al forense a su oficina, me mostró el registro de dos señoritas que habían muerto en circunstancias similares. Nadie reclamó sus cuerpos y fueron enterrados en una fosa común.
Regresé al cuartel y ahí estaba Smith bromeando con otros compañeros, al ver mi cara seria se acercó raudo.
―¿Cómo estás Johnson?
―No tan bien como tú.
―Nos asignaron el caso.
No pude evitar reírme, llevaba horas trabajando en el caso y este imbécil me avisaba ahora. Al menos logre relajarme.
―Vengo de donde el forense.
―¿Qué te dijo?
―No tan rápido, ya te contaré.
―¿En qué puedo ayudar?
―Busca los registros de dos mujeres asesinadas, cuyos cuerpos nunca fueron reclamados, y con toda seguridad nadie hizo una denuncia.
―Muy bien y tú, ¿qué harás?
―Iré al lugar donde encontramos la sangre e indagaré ahora con luz solar, cuando vuelva intercambiaremos información.
En la calles las señoras con sus vestidos ajustados y sombreros coloridos se pavonean atrayendo las miradas disimuladas de caballeros vestidos de trajes grises, sin sospechar siquiera los peligros que deparan las noches en esta ciudad; cuerpos mutilados enterrados en el más absoluto anonimato.
La acera donde encontramos los restos de sangre la noche anterior había sido lavada, mire alrededor y ya no había pistas en ese lugar, permanecí un momento en cuclillas absorto en mis pensamientos, cuando me di cuenta de que una mujer mayor que lucía un vestido floreado y cubría su cabeza con un pañuelo me miraba fijamente.
―Sé lo que buscas policía ―me dijo, al acercarse.
―Y ¿qué busco?
―Extrañas criaturas que esconde la noche.
―Te escucho.
―Entonces sígueme.
Después de un par de cuadras de estrechos callejones llegamos a una vivienda adornada por coloridas figuras religiosas, inciensos y piedras de todo tipo. Me senté en un sillón negro de felpa y la mujer hablo: «Mi nombre es María, soy una vieja adivina de origen gitano, nací en Europa oriental, lo que le voy a contar es difícil de creer, pero debe abrir su mente. La criatura que busca es un hombre condenado por una ancestral maldición, cada día de luna llena su cuerpo se transforma en algo parecido a un lobo, pero tiene  mucha más fuerza e inteligencia que el animal».
Permanecí en silencio varios minutos tratando de asumir lo que acababa de escuchar, no podía ser real, esta mujer me estaba tomando el pelo.
―¿No me cree?
―Es muy difícil de creer lo que me dice.
―Tome ―me dijo, cuando me entregó una bala plateada.
―¿Y esto por qué?
―Con esa bala de plata podrá matarlo, es la única forma.
―La guardaré.
―Recuerde, creer es lo único que lo salvará.
Me despedí y volví al cuartel, por supuesto no le dije a nadie de mi encuentro con la adivina. Smith me informó que ambos cuerpos eran de dos prostitutas nacidas en Rumanía, nadie había reclamado sus cadáveres porque no tenían familiares en Londres.
Luego de comparar las fechas en que murieron las chicas con el calendario lunar, descubrimos que ambos asesinatos fueron perpetrados en noches de luna llena, a pesar de mi racionalismo, estaba empezando a creer lo que decía la gitana,  había algo sobrenatural en todo esto.
Fueron pasando los días, entrevistamos gente, revisamos la alcantarilla una y otra vez, pero no lográbamos obtener pruebas para encontrar al asesino. Estuve tentado a contar lo que me había dicho la gitana a mi compañero y a mi superior, pero no lo hice para no parecer loco o un fantasioso, cómo les demostraría algo de lo cual no tenía pruebas.
Estábamos tranquilos cada uno sentado en su escritorio en el cuartel, no habíamos logrado ningún avance en el caso, ya tenía pensado no investigar más y archivar los antecedentes, decidí echar una última ojeada a las fichas para ver si se me había escapado algo, en ese instante volví a ver el calendario lunar entre los papeles, la luna llena aparecería ese día, de solo pensar en que podría morir alguien más me puso en acción.
Tomé los archivos y le demostré a mi jefe, sin nombrar al hombre lobo por supuesto, que el asesino actuaba en las noches de luna llena, ya con tres muertes ocurridas en esas fechas era un patrón innegable. Ante la evidencia el jefe decidió que todos los policías deberían hacer el turno de esta noche para tratar de detener al asesino. Mis compañeros al salir de la reunión me miraban con caras de odio, porque yo era el causante de su trabajo nocturno.
Los detectives salimos en parejas y nos dividimos por todo el distrito para patrullar las calles, con Smith nos dirigimos a las cloacas, ambos con algunas antorchas y suficiente aceite para encenderlas. Además nos pusimos un pañuelo que filtraba algo del mal olor del lugar.
Una vez ahí, encendimos una antorcha y comenzamos a caminar en la misma dirección hacia donde anteriormente habíamos encontrado el cuerpo. Tuvimos que repetir varias veces la operación, ya que el viento que entraba por varios orificios en el en las murallas del conducto nos la apagaba. Las ratas corrían alejándose de la luz y el calor que emitía el fuego, avanzamos unos metros hasta que salimos del canal amurallado a un zanjón a cielo abierto.
Saliendo del agua pudimos observar una casa patronal en medio de una plantación de cereales, apagamos la antorcha para evitar causar un incendio, y nos dirigimos a la casa para hablar con los residentes. Miré al cielo y puede notar que la luna llena se mostraba en todo su esplendor, recordé lo que me contó la adivina y saqué la bala de plata que llevaba en el bolsillo de mi chaqueta y la puse en el revólver de servicio.
Tocamos varias veces la puerta de la entrada principal como la puerta trasera de la casa y no salió nadie. Había un sótano en un costado de la casa, cuya entrada tenía dos puertas selladas con un candado. Vi en una muralla cercana troncos de madera, en uno de ellos estaba incrustada un hacha. Saque la herramienta y golpee el candado hasta que cedió y pude abrir las puertas del sótano, sentí un olor nauseabundo desde el interior, al alumbrar con un antorcha pudimos ver algunos huesos y un par de cráneos humanos desde la superficie. Cerramos el subterráneo trancando la entrada con un palo, para dirigirnos a la casa.
Rompí la cerradura de la puerta principal y recorrimos la casa tratando de encontrar algún habitante o alguna otra pista que incriminara al asesino, pero todo estaba en orden y no había nada. Volvimos al salón de entrada en momentos que sentimos un crujido de madera y un gran estruendo, la bestia a toda velocidad se abalanzó sobre mi compañero. Reaccioné rápido y disparé de inmediato, la bala se incrustó en la espalda del hombre lobo, el cual emitió un chillido espeluznante antes de morir.
Junto a mi compañero vimos cómo la bestia se iba transformando en un hombre delgado de piel blanca y cabello oscuro, Smith miraba anonadado el espectáculo, y ese fue el momento de contarle lo que había dicho la gitana.
―¿Cómo explicaremos esto?
―¿Qué cosa?
―Lo de la gitana, lo del hombre lobo, todo lo que paso aquí.
―Yo no veo ningún hombre lobo, solo a un asesino de mujeres.
Ese fue el secreto de ambos, nunca más volvimos a tocar el tema, pero cada vez que siento un aullido o veo la luna llena, no puedo dejar de pensar en los acontecimientos de aquel día o si en algún lugar oculto de la ciudad se estará gestando alguna otra criatura maligna.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Valiente

Constanza Aimola




Sus padres la bautizaron Rosa, pero si me pidieran definirla en una palabra esta sería «valiente». Su nombre fue elegido muy detenidamente, la rosa es una flor muy bella que se encuentra en cientos de colores, aunque también la más fuerte, que resiste el clima adverso y con un poco de cuidado se recupera y se pone fácilmente en pie. Sus padres sembraron en ella semillas, talentos que fueron esparcidos sobre terreno fértil, ya que con un poco de amor ha hecho florecer en terreno árido, le ha sacado provecho a las situaciones más adversas y ha podido dar fruto a cada una de sus acciones, cuidadosamente pensadas con la cabeza y ejecutadas con el corazón.
La conocí en una importante etapa de mi vida y creo que nos conectamos por el vicio del cigarrillo, construyendo desde entonces nuestra historia a través del humo, sentadas por largas horas, hablando, contando y planeando.
Cada encuentro ha tenido su nivel de magia, siempre me quedo pensando en lo mucho que me identifico con su historia, acerca de la que permanentemente la razón me dice que muchas cosas son de no creer y otras veces, la mayoría para decir la verdad, me maravillo con tantas aventuras asombrosas.
Para que entiendan cómo me siento, les voy a describir a Rosa y contar algunas de sus experiencias.
Rosita tiene ahora sesenta y cinco años, tenemos una diferencia de edad de veinte nueve. Es sencilla y creo que es porque ha sido exitosa, pero también ha fracasado, trabajó como empleada y empresaria independiente, vivió con lujos y ahora ahorra y puede ser austera. Cuando pudo ayudó a sus amigos y se rodeó de personas de la alta sociedad y también se ha desilusionó cuando no recibió la ayuda de los amigos que consiguió cuando pasaba por las vacas gordas.
Es amable y empática, tiene un tono de voz que cautiva y encanta. Sus ojos muestran un toque de melancolía, tal vez por tantos años de dolor, sobre todo en lo relacionado con el amor. Es sensible y de esas personas que sabe hacer casi de todo y todo le queda rico o le sale bien. Cocina platos deliciosos para toda ocasión especialmente de repostería, puede vender muchas cosas, organiza eventos, administra negocios, labra en madera, pinta, cuida niños, animales y ancianos, conduce carro, bus y camión, cultiva variedad de alimentos, da consejos y alivia el corazón de quien la consulta, esto solo por poner algunos ejemplos, porque seguro más de una cosa que alguno de ustedes se imagine ella no podrá hacer.
Rosa fue la menor de ocho hermanos, criada en una familia común y corriente, un papá que trabajaba y la mamá que se queda en casa cuidando los hijos, hasta ya grandes porque, en esa época no entraban a la guardería al cumplir un año o al jardín entre los dos y los cinco, a los siete o tal vez ocho entraban al colegio, por eso las madres debían echar mano de las personas que podían, los hijos mayores, hermanas menores, vecinas, amigas, para poder sacar adelante a todos sus hijos. Nada más contando esto me siento cansada, porque con toda la ayuda que tenemos ahora, no me imagino cómo era lavar en piedra la ropa incluidos los pañales con caca, planchar y cocinar con carbón y vivir con el sueldo mínimo de un papá ausente porque no le quedaba tiempo por tenerse que doblar en turnos para responder con el dinero que debía llevar a casa para el sustento de su familia.
Cuando Rosa cumplía veintiún años aún vivía en la pequeña ciudad en la que nació, era una mujer con cualidades de líder por lo que desde esa edad ya se proyectaba en la política. Recién empezaba a tener admiradores y sentía algo así como agradecimiento por los piropos de sus pretendientes, pero no le movían ni un pelo.














A los veinticinco, ingresó a estudiar economía y a conocer personas en la universidad que apoyaban sus pensamientos y reforzaban su rebeldía bien orientada a los logros que se había planteado a lo largo de su vida. Era socialmente exitosa y todo marchaba bien en parte gracias a su madurez.
Una inolvidable mañana para Rosita, sábado del mes de agosto, se corría el rumor de la llegada de una familia proveniente de la capital. Entre sus integrantes Clara, una de las cinco hijas mujeres de esta familia. Con ella empezaría una etapa en la vida de Rosa que le trae recuerdos de esos en los que no es fácil pensar, no es como otros que le producen risas, tal vez algunos la hagan fruncir el ceño y hasta dolor en el pecho o el estómago, esto le genera un leve cosquilleo en la entrepierna inmediatamente acompañado de un suspiro en seco, después del que se tapa la boca. Mueve apresuradamente la cabeza de un lado a otro como dándole la orden a su cerebro de que no piense más.
A los veinticinco años, pero los de esa época, cuando se vivía despacio, la virginidad se perdía con el novio de toda la vida o el que la familia imponía, pero siempre después del matrimonio, se conoció con Clarita y empezaron una linda amistad, tal vez algo más, una íntima amistad después de darse cuenta de todo lo que tenían en común y compartían aunque fueran de lugares distintos y de familias tan diferentes.
Rosa empezaba a vivir una adolescencia tardía en cambio, Clara era una mujer hecha y derecha que había tenido varias experiencias sexuales de las que le hablaba impulsándola a ponerse al día. Entre todo lo que le enseñaba apareció el trago y la vida nocturna, el cigarrillo y a inventar disculpas para camuflar el olor de la ropa y las llegadas tarde.
Una noche de tantas que se volvieron muy frecuentes y después de que recientemente falleciera el papá de Rosa y en la víspera de su cumpleaños, Clara la sorprendió con un ramo de rosas color salmón, un color extraño que casi no se encontraba por esa época, pero que según ella significaba sus deseos de suerte, así como la buena energía que le proyectaba. Esa noche, sentadas en el suelo de la habitación de Clara, un lugar mucho más fino y decorado que la casa de Rosa, escuchaban música en una grabadora que en la época era un lujo, tomaban aguardiente y fumaban decenas de cigarrillos de una marca muy fuerte sin filtro y que solían consumir los señores muy adultos.
Poco a poco Clara se fue acomodando al lado de Rosa, se recostó sobre sus piernas y mientras se reían de un chiste la tomó del cuello y la besó. Esto desató en Rosa sentimientos confusos, pero a la vez un maldito gusto que no había podido despertar nada en su vida.
Con la muerte de su padre ya no la gobernaba sino su mamá, por juiciosa le daban cierta libertad y tenía como cómplices a sus hermanos mayores que la adoraban, la más grande la quería como una hija y así había sido siempre, por lo que pudo seguir teniendo este tipo de encuentros con Clara sin que nadie se enterara aunque su conciencia la atacara permanentemente sobre todo cuando sola se recostaba en su almohada y pensaba en toda la información acerca de lo que le habían enseñado sus padres, conceptos de familia y la religión, aun así no podía evitar enamorarse cada día más.
Así todo pareciera tranquilo Rosa nunca pudo contar que había tenido una relación con una mujer, en este país y más importante aún en esa época, esto hubiera sido castigado con el destierro. Su mamá y sus hermanos vivieron siempre en la ignorancia al respecto.
En pleno idilio, Clara sorprendió a Rosa con la noticia de que a su papá lo habían trasladado de ciudad, de hecho al otro lado del país y que se irían en una semana. Rosa quedó devastada y recibió la atención y el consuelo de toda su familia. Ya habían pasado tres años desde que se conoció con Clara y no era fácil de superar y aunque en su familia no sabían de la existencia de esta relación sí tenían pautas para creer que eran muy cercanas por lo que entendían que era una dolorosa pérdida, una relación que empezaría a terminarse tras la mudanza de Rosa y su familia a la capital y moriría luego de algunos meses de cartas.




Fueron años duros, pero finalmente Rosa empezó a recordar sin dolor la separación con Clara. No tuvo novios ni otras relaciones, casi no salía de su casa, solo iba a la universidad en la que terminó su carrera y regresaba para pasar horas y horas leyendo encerrada en su habitación.
Tenía varios compañeros en la universidad con quienes no había logrado entrar en confianza ni crear fuertes relaciones de amistad, eran todos menores que ella, y los consideraba inmaduros, no la hacían sentirse cómoda y en nada le aportaban.
Aunque también fueron varios los maestros que pasaron por su vida, uno le dictaba una cátedra de filosofía que le encantaba, era Ernesto, un hombre al que le brotaba por los poros inteligencia y conocimiento de toda clase. Una persona interesante que se logró ganar un espacio en su vida, ya que así fuera mayor que ella veinte años compartían intereses y gustos.
Físicamente no le encantaba, además era un hombre con ciertos problemas de salud, más callado de lo que ella prefería y con una vida hecha, me refiero a separado con dos hijos de casi su edad. Pero como Cupido no tiene límite, por fin entre café y cigarrillo, largas tertulias y compartir aventuras que a Rosa le parecían maravillosas, se enamoraron y se casaron.
Bueno, Rosa no se enamoró como de Clara, no era una relación ni parecida, Ernesto no le movía el piso, ni le paraba los pelos de los brazos, era más bien como un sentimiento de admiración que le generaba ganas de aprender y caminar a su lado así tuviera que bajar el ritmo.
Si en la vida el tiempo pasa rápido, en los relatos de Rosa aún más. Pasó en su narración de su unión con Ernesto al parto de sus dos hijas. Yo la interrumpía para preguntarle qué más había pasado en ese tiempo y me decía que nada, meses más tarde, después de una botella de güisqui y fumar medio cartón o cinco paquetes de cigarrillo las dos solas me dijo, que las únicas oportunidades que había tenido de intimidar con Ernesto habían sido cuando quedó en embarazo de sus dos hijas.
Siguió narrando rápidamente que después de unos seis años de matrimonio y justo antes de quedar en embarazo de su hija mayor se reencontró con Clara a quien invitó a vivir a su casa y compartir su habitación que Ernesto cedió amablemente. Mis ojos se abrieron como huevos fritos y tartamudeando le preguntaba que cómo podía ser esto realidad, se reía a carcajadas con esa voz ronca y me lo confirmaba, había vivido casi todo su matrimonio, crianza de sus hijas, vida de empleada y luego independiente al lado de su Clarita.
Con ella pusieron un negocio de pasteles, ricas y esponjosas tortas, flanes, chocolates, todo con las recetas milenarias de las dos familias. Luchó con Clara hombro a hombro por sacar adelante esta familia que pasó de tener lujos y comodidades a la quiebra cuando a Rosa la despidieron de un alto cargo en una prestigiosa empresa del Gobierno.
Y ustedes se preguntarán qué era de Ernesto en todo esto, pues yo también, Clara siempre lo dejó muy bien en todo diciendo que era un inteligente y letrado hombre, profesor universitario, entendido acerca de todos los temas y que ayudaba a sus hijas a hacer tareas y con los proyectos de la universidad, pero nada más, nunca hizo mella en su vida, Rosa lo consentía y cuidaba, cumplía con las responsabilidades y gastos propios del mantenimiento de la casa y se encargaba de hacerle su vida más feliz, dejándolo ser él entre sus libros.
Ernesto enfermó gravemente y después de varios años murió. Ese día fue tétrico para Rosa quien no solo recibió el adiós de su esposo sino también el de Clara su compañera de vida, quien le contó sin haber ella tenido alguna sospecha que se iría con una amante que frecuentaba hacía algunos años para nunca más volver.
Al principio cuando Rosa me contaba esto, le pregunté si Clara no estaría enamorada de Ernesto y cuando murió no había por qué más quedarse, además esto explicaba que no tuvieran sexo, ya que podría ser que lo tuviera con Clara, pero me confirmó que creía que nunca la había amado y que más bien había permanecido con ella por gratitud y para ayudarla con la carga de sus hijas y su esposo enfermo.
Vivieron en la bulliciosa capital y tras algunos años se trasladaron a un pueblo algo alejado en donde tenían una modesta casa. Tras la muerte de su esposo, las hijas de Rosa se mudaron, vivían juntas, pero de nuevo en la capital, rentaban un apartamento que les quedaba cerca a todo y Rosa se quedó completamente sola.
Es una rebuscadora, como ella dice «La plata está hecha, solo hay que encontrarla» se ha inventado de todo, desde comida de toda clase que lleva a domicilio, pasando con ebanistería y trabajos hechos a mano, hasta administrar negocios de sus amigas dándoles los mejores consejos de su vida como empresaria. Después de narrarme todo esto se ríe y le quedan los ojos llorosos, le resbalan algunas lágrimas que limpia con su saco de lana azul oscuro lleno de motas y pelos de gato y ahí entiendo que aunque lo cuente de forma jocosa no ha sido fácil. Me imagino lo que será no dormir pensando o inventando qué hacer para ganarse unos pesos y poderse comprar un chicote como le dice de cariño al cigarrillo.
Hoy me puse a escribir esto recordándola, mientras la extrañaba, me envió unas fotos en las que aparecía muy feliz en un viaje que emprendió hace unos meses a México en donde por fin encontró el amor de su vida, María F., una mujer quince años menor que ella, amante de Frida Kahlo, que la ha invitado a pasear por todo el país y con quien ha podido por fin estar tranquila y ser absolutamente feliz, aun conociendo la realidad de su historia y familia mágicamente inusual.


viernes, 6 de diciembre de 2019

Galdós, el precoz


Víctor Purizaca

Era un día frío, frío y húmedo. La garúa nos había acompañado toda la mañana. El Loco Giraldo estaba más tedioso que de costumbre.
Tú, chanchito, continúa con el tema.
Colichón se había parado de improviso y atenazó la tiza rosada que reposaba sobre el pupitre. Se debía continuar con el tema asignado: Pizarro en la isla de Puná. Frotó la tiza sobre la pizarra y un chirrido nos trató de despertar. Sobre la pared, Giraldo apoyaba la cabeza. En Historia siempre nos hacía continuar el tema específico correspondiente luego que él diera la pauta magistral. El Guapo de disciplina percute la puerta de madera del segundo C del prestigioso colegio Champagnat de Miraflores con el puño izquierdo entrecerrado, pórtico vibrante encofrado en vidrios corrugados de distintos colores. El Guapo Ben del departamento de Normas Educativas espera acariciando su silbato que la puerta se entreabra. Me sentía seguro antes de la disertación: había ojeado el libro de Antonio Guevara Espinoza.
Los bostezos cesan por un instante, el pequeño Ortega raudo mueve su melena negra y sus ojos saltones acompañan la gestualidad del rostro agrietado del Guapo Ben en tanto abre la puerta. Se escuchan pasos presurosos sobre las losetas rojiamarillas. Entrecierra los pequeños ojos marrones don Artemio Hinojosa detrás de las lunas verdes cuando Ortega mueve la manija. Giraldo entreabre los ojos, la boca y se rasca la nariz. El Guapo Ben se acomoda.
—Buenos días don Artemio.
Buenos días, profesor Giraldo. A ver, a ver, esa gente del fondo.
Colichón se aproxima a la esquina del pizarrón y su espalda da a la puerta. Ortega se acomoda en su asiento y mira la hora por un momento.
Recordemos que deberán venir correctamente uniformados para el día de mañana. Aquel que incumpla será sancionado con papeleta.
Giraldo recalcó el valor y la importancia de las Fiestas Patrias. Con gallardía y firmeza debería ser el desfile. Ningún haragán estropearía estas festividades. Con la voz ronca y gruesa desafió al salón entero. El Guapo Ben se despidió con el pulgar levantado, mientras abandonaba el aula acelera el paso y se acomoda los lentes verdosos con marcos de carey negro y el vozarrón listo para el segundo B.
—Galdós, continúe con la clase —Conmina Giraldo. 
Abandono mi pupitre y detenido frente al salón, diserto.
Es cuando Pizarro trazó una línea y mirando fijamente a Sebastián de Benal…
Giraldo ya sentado nuevamente tose y se saca un moco, lo deposita bajo su silla y escruta mi exposición.
Galdós, Carlos Galdós, estás hasta las huevas. No has leído nada, como debe de ser. ¡Siéntate, carajo! ¡Pacheco! Lo que sigue.
Pacheco prosiguió con el relato, el salón olía delicioso, era la lonchera de Wong, su mamá era experta en jamón con queso cajamarquino y tostadas, qué rico. Me senté a esperar el cambio de hora, al fondo la murmuración de Pacheco. Las imágenes del verano volvían a mí. Era Omar, un piurano que volvía a mi mente. Era alto y grueso, blanco como la leche Enci, nariz regordeta, ojos avispados, dedos largos y rechonchos; solía acariciarse con la mano derecha el denario que rodeaba su dedo anular izquierdo. Era el calor, febrero, la casa de mi tía Lulú a dos cuadras del Parque de los Bomberos, lucía tranquila e inmutable. Omar vino a traer luz, alegría, jugábamos carnavales con los muchachos de la cuadra cinco de la avenida Canevaro.
Omar había venido a visitar a su tía Mary, sus padres eran estrictos y solo le permitían distraerse los veranos en Lima. Mary y Lulú eran vecinas. Estudiaba en el colegio San Ignacio de Loyola de Piura. Pedrito Slee había contado una vez en clase que jugando pelota había conocido dos zurdos del colegio La Inmaculada. Marcaban como el Panadero Díaz y salían jugando como Muñante. Un recogebolas los había visto haciendo sexo oral al entrenador de fútbol, luego de una práctica matutina. Fueron expulsados del torneo de interbarrios que transcurrió en Surquillo. Muy a pesar del director continuaron en el jesuítico colegio. No pasó de un rumor. En medio de la clase de religión Slee sentenció: Esos jesuitas son unos auténticos chupapingas. Todos reímos.
Bordeábamos el mes de marzo y mi mamá había tenido una reunión en la casa de una enfermera, jefa de servicio de enfermería del hospital Rebagliati. Omar aún no regresaba a su Piura natal.
Carlitos, ahí te dejo tacu tacu, me voy a la reunión de Meche.
Ya mamá.
Diez minutos y ya estaba en la morada de la tía Lulú. Abrí la reja blanca y golpeé la puerta. Omar Castro, imponente, rechoncho y con su bendito denario asomó por la ventana. Risueño y chino.
Charly, qué bien, mi tía ha salido a visitar a mi abuelita al Rímac, ¡juguemos cartas!
Casino, un, dos, un, dos. Repartía con vehemencia.
Ya me estoy aburriendo, Omarcito.
Charly, la mano nerviosa es la mejor.
A ver, dale.
Soltaba bromas y se acomodaba las gafas mientras golpeaba la mesa estruendosamente, vigorosamente, al coincidir las cartas con los números vociferados.
Fui a traer un vaso con Pasteurina que el jesuítico amigo me ofreciera minutos después que ingresara a la sala. Me aproximé al mesón y Omarcito se me abalanzó cogiéndome de la cintura con firmeza y delicadeza, sosteniendo con su mano izquierda mi cabellera castaña y deslizándola sobre mis rizos. Sentí su pachuli, inundaba el olor toda la habitación. Sin poder reaccionar me besó, me sentí desfallecer.
Me gustas mucho, mi colorada.
Posó su lengua sobre mi cuello y me estremecí, desabotonó tres botones de mi camisa, me condujo a su habitación. Mordisqueó mis hombros y me bajó mi pantaloncillo Wrangler. Embutió mi pene en su boca, sentí perderme por un momento. Entraba y salía con frenesí. Apoyé mi espalda en la pared donde sentí que mis venas iban a estallar. Acabé en su boca. Me lleno de besos tiernos que devolví. Briosos y apasionados a escondidas; el quince de marzo empezaban clases los del San Ignacio. Una llamada a la casa y un suspiro, fue la despedida.
Mi madre moriría de un paro, mi padre de un cólico. Siempre había sido un cagón. Médico antiguo en el hospital Rebagliati. Enano y pingaloca. Escribía una sección de recomendaciones médicas en El Comercio. Lo felicitaban, lo elogiaban, para mí era un pezuñento más. Carlitos maricón. Nunca. Ver a mi progenitora perdida, acabada, desilusionada, nones. Un machito respondón, eso era para ella. Mi madre había sido secretaria del Servicio de Medicina Interna del hospital Rebagliati, donde conoció a mi padre, el enano erótico.
Galdós, Galdós, ¿en qué carajo piensas, huevón?
Sí, profe, ¿cómo?
Andas más volado. Recoge las monografías que dejé la semana pasada.
Todos se observaron en silencio y Giraldo lanzó carajos.
¿Pensaban que me había olvidado? Me entregan la monografía ahorita, ya casi acaba la clase. Cojudos.
Sobre la fila levanté la mano, la mayoría no dejaban de hablar y de algún modo había que llamar la atención; Calderón y Zapata fueron los primeros en entregarme sus monografías. En menos de un minuto la ruma de monografías ya descansaban sobre el escritorio de Giraldo.
Restalla la campana y los mozalbetes salen al descanso. Varios niños ansiaban el pan con palta y los huevos sancochados que sus mamacitas les habían enviado. Algunos hacían círculos en el patio conversando y otros apresuraban el paso tras conseguir el balón para la pichanga fugaz.
Caminamos con Estrada cerca de los camerinos y nos detuvimos. Caleta, nomás una revista Playboy de su viejo. Súbitamente, alto, robusto, hombros anchos, tez blanca, ojos firmes. Me acomodé mis cabellos castaños y lo vi levitar sobre la cancha. Agitó la mano y saludó. Estrada movió sus ojos verdosos sobresalientes y gritó:
¡Cabredo, por acá!
Huevón, ¿cómo se llama tu pata?
Idiáquez… Cabredo, pues huevón, ¿cómo lo estoy llamando?, es de Piura, juega básquet como la putamadre, es del Colegio San Ignacio.
Mi cuerpo se estremeció de recordar los momentos que pasé con Omar, y volví en éxtasis al visualizar su cara llena de mi leche y como nos besábamos a escondidas.
¿Qué te parece?
Me parece bien, un poco llenito.
Me mira fijamente rascándose la nariz sin dejar de acomodarse el mechón colorado.
Oye, ¿qué hablas huevón?
Pero…
Él tiene una pornoteca huevón, hembras ricas, Dana Plato sin calzón, calatita.
Ah, claro pues, puta, qué creías. La de la serie Blanco y Negro, tiene cara de monse. Sale peladita, y su rajita, ¿qué tal?
Gabriel ya estaba a nuestro lado, agitó sus manos, en ademán de saludo. Estrada hablaba mucho, Carlitos disimula. Estoy salivando.
Ok, ok, entonces así quedamos.
Tosió Estrada y Gabriel se fue, restaba poco para regresar al aula.
Bien tartamudo el panzón este, tiene cara del Gordo Cassaretto, puta, casi, casi, necesitaba traductor.
Gordo de mierda.
Miré mi reloj.
El sábado a las diez para jugar básquet y ha prometido tres pornos, huevón.
Puta, ¿franco?
Calla, pajero de mierda. Franco.
Desfilamos al salón, Estrada siempre hablaba huevadas. Omar vino a mi mente, sus besos su respiración. Carne trémula mordisqueada.
La mañana devino en clases, fórmulas, Soria, el de Matemática y Carrasco, el de Lenguaje, ya los cuadernos bostezaban y nosotros con la panza como un tambor. Descanso y Botánica, tarea para el fin de semana. En el micro la gente atiborrada, sudorosa y maloliente. Eran tres y cuarto y ya se anunciaba el Parque de los Bomberos.
Baja chato, baja.
Pie derecho, pie derecho.
Me encuentro en la vereda carcomida. Marcho a mi aposento, calentaba la comida de lunes a viernes pues mi vieja trabajaba de ocho a cinco en el hospital. Sobre el felpudo de bienvenida de mi casa reposaba una carta con bordes rojos. Dejé mi mochila de jean sobre el piso y recogí la misiva. Sobre la esquina izquierda rotulado el nombre de Omar Castro. Qué hermoso. En la sala lancé la mochila sobre el sofá más ancho y me desplomé en la silla mecedora contigua al comedor. Leí todo, todito, me decía que me extrañaba, y que aún sentía mi leche en su boca. Me excité y de solo imaginarlo me pajeé en su nombre dos veces sobre la taza del baño de mi mamá, decorada con listones rosados. Harto lejía para limpiar. Guardé la carta debajo de mi muñeco de Mazinger Z que decoraba mi mesita de noche en mi habitación. Omar me anunciaba que estaba loco por viajar, pero solo lo podría hacer el próximo verano, ñami, ñami.
Estrada, Colichón llegaron a las nueve y treinta. Muñoz y yo estábamos en Pastoral desde más temprano. Era sábado. El Hermano Rafael nos registró por la pelota de básquet. Gabriel Cabredo deambulaba entre el quiosco y los juegos metálicos de la arena; miraba su reloj y acomodaba su cabello. Otros de la promoción ya lo habían saludado y acudían a la cancha de fútbol.
Cabredo, ven, ven.
Colichón, levantaba la mano desde las escalinatas que comunicaban al patio principal, donde jugaríamos básquet.
Gabriel se acomodó la panza en su polo y apuró el paso.
Hola, hola, qué tal.
Muñoz le hizo un ademán y con cinco muchachos más del segundo D completamos el cuadro.
Marcábamos fuertemente, la avanzada era Cabredo y Colichón, Muñoz y yo impedíamos sus anticipos. Sudábamos, cada vez que cogía el balón, sentía su panza en mi espalda, por momentos, mi corazón latía y mi culito también.
Ufff, qué cansancio. Tiempo y a tomar un poco de líquido. Cabredo se tomó una Inka Kola. Al otro lado, las prácticas de la selección del colegio en la cancha de fútbol ya habían comenzado. Estuvimos por los camerinos, Muñoz, Gabriel y yo. Arreciaba el sol, nos cubríamos con las gorras. Estrada ya no estaba, se había ido con Abusada a hablar huevadas a otra parte. Cinco minutos después el Gordo Muñoz se fue a comer pan con pollo al quiosco. Ese gil ya no regresa.
Lato Berenguel, encargado del curso de Educación Física, comenzaba la práctica, mientras con el índice señalaba el balón y once chiquillos apuraban el paso, zigzagueaban en diez conos desplegados por toda la cancha.
Nos quedamos solos, las pornos en los camerinos.
Qué tales hembras.
Qué rico.
Antes de que terminará la siguiente frase, le toqué su paquete. Por un momento sentí la mirada de los que realizaban ejercicios futbolísticos sobre el pasto. Lato Berenguel, no soltaba el silbato y daba órdenes sin cesar. Vi el rostro redondeado de Gabri e hizo un ademán de beso y ante mi sorpresa no tuvo más que lanzar un gemido y a empellones me lanzó dentro del camerino. Cerró los ojos y me besó profundamente, sabía a menta, probó mis labios y mi lengua. Lo atenacé lo que pude, acomodando mi pequeño cuerpo en su pecho y sus carnosos brazos. Siento un golpe detrás de mí. Un manotazo en mi nuca, es lo que continúa.
—¡Cabro de mierda!
Slee espetó. Arroja un escupitajo en la mayólica celeste del camerino, levanta el puño. Luigi Vergani y medio equipo de la selección de fútbol se desplegaban fuera de camerino.
Kiko Mongrut había estado con su hermanita de diez años sobre el pasto del lateral izquierdo viendo la práctica, tenía las retinas impregnadas de los besos de aquellos chiquillos.
Fueron dos puños que cruzaron la cara rosada y delicada de Carlos Galdós.
—¡Maricón de mierda!
Señalaba Mongrut, la furia era atroz, la hermanita impávida. Vergani los separó.
Calma, calma, muchachos, déjenlos respirar.
Lato calmó el tumulto y el griterío. Cabredo se acomodaba el pantalón y Galdós estaba rojo, fuego, trataba de acomodarse el cabello mientras la respiración se acortaba.
A ver, a ver, ¿qué ha pasado aquí?
Slee repitió todo lo visto. Pedrito no soportaba la imagen y en una cancha donde los bravos se miden. Si quieren ser locas que lo sean pero lejos de aquí.
Bueno, este tipo de cosas, bueno… no sé, sería bueno hablar con los hermanos. Arréglense que vamos para allá.
Cabros de mierda, que vayan a joder a su casa…
Mongrut estaba furioso y cuando Slee quiso continuar la frase, Berenguel interrumpió con dos aplausos.
Esto lo ven los Hermanos.
Ah, carajo, el Hermano Germán Garcés, era director del colegio Champagnat de Miraflores, había sido director del colegio Cristo Rey de Cajamarca tras una eficiente administración fue promovido a Lima. Risueño, colorado un metro sesenta y cinco centímetros de chispa castellana.
Pero, Lato, esto puede quedar entre nosotros.
No, no, Germán está en la Casa de los Hermanos, aquí nomás.
Carlos Galdós, colorado, avergonzado.
Cabredo lucía más tranquilo y pausado encargó sus revistas a Sarria.
El tumulto se había calmado, Vergani apaciguaba a los potros salvajes, Mongrut abrazaba su hermana mientras Lato marchaba con Charly y Gabriel directo a la Casa de los Hermanos, residencia y reposo de los maristas.
Mi vieja se muere, se muere. Cabredo, antes de ingresar, me guiñó el ojo derecho. Lato nos hizo ingresar. Una morena, embutida en un mandil blanco, nos condujo a una sala amplia donde Garcés leía un libro grueso de Calderón de la Barca. Vestía una camisa celeste y un pantalón blanco, unas sandalias franciscanas adornaban sus pies. Tomamos asiento y Lato con lujo de detalles relato los hechos y el conato de pleito que no pasó a mayores.
Vamos, vamos, vamos. A mí me parece que debéis tener asesoría especial y ante estos hechos les invitaría a que hablaran con sus padres para evaluar el asuntillo enrevesado, con un psicólogo… para calmar estos impulsos, que emanan férreamente en vuestra edad.
No a mi madre, no, hermano, Lato…
Bueno hijo, respira un poco, hay que llevar las cosas paso a paso, sin condenar.
Entré en llanto, yo que tenía facilidad de palabra, siempre tan risueño, sin una sílaba siquiera.
Lágrimas gruesas, moco largo y tendido. Lato me palmoteó la nuca y rogué a Dios que mi madre no se enterara. Cabredo inmutable. Me despedí y salí por la puerta de primaria, no quería ver a nadie, ni a Vergani, ni a Slee, ni a Mongrut. El comunicado y la letra de Garcés en mi bolsillo. Caminé hasta la avenida Pardo y tomé la línea diez, como sonámbulo me bajé en la avenida Salaverry y deambulé desde el hospital Rebagliatti. Rastrero y agusanado marché hasta mi casa por la avenida Canevaro. Y mi mamá me ofreció ají de gallina, no comí ni un bocado, ni la aceituna y subí al dormitorio.

Todo el día en silencio. Las ocho arreciaba y solía ver Crímenes sin Resolver por canal nueve.
Carlitos, voy a jugar canasta a la casa de la tía Monique.
Chau mamá.
El programa insípido, los ojos se me pegaron.
Suena mi alarma, programada entre sollozos para la medianoche, me acomodo la camisa y me rasco los ojos. Ojos rojos y casi nublados empiezan a despejar. Olía a pachuli y un gemido se escucha en el fondo. Camino sin zapatos y vislumbro a una mujer sentada junto a la mesa del comedor. En la mesa descansa una botella de pisco acholado y una copa a medio terminar. Mi madre lloraba desconsoladamente. En su mano derecha arrugada la carta de Omar y en la izquierda mi Mazinger Zeta, colgaba un brazo roto. El lamento inundó la habitación y solo atiné a quedarme parado y rascarme mi escroto sin disimulo.
El siguiente lunes, mi mamá y mi tío Paco me matriculaban en el José Olaya de Miraflores. La verdad, aunque muchos no me crean, es que siempre odié el himno marista.