Luis Orellana Díaz
No es que esté
pensando en volver a hacerlo, y aunque volviera a hacerlo, estoy seguro que
esta vez tampoco entenderías, como no me entendiste en aquella ocasión. Tú me
dirás: «¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurre repetir esa experiencia? ¿Cómo se te
puede, tan solo, pasar por la cabeza después de todo lo que nos obligaste a
vivir? No lo digo por mí, sino por tus hijas». No sé si es tozudez o es
simplemente el hecho de no vivir como un ratón escondido dentro de una madriguera,
sin saber que el gato que me espera es de verdad o un simple Maneki-Neko
de porcelana. Recuerdas lo que decía tu padre: «Si te bota el caballo vuelve a
montarlo so pena de no montar un caballo en tu vida».
En enero serán
cinco años desde aquella experiencia. ¿O no…? Tienes razón: fue un veintidós de
febrero, la fecha de tu cumpleaños. Recuerdo que casi logré que tomaras ese San
Pedro. Perdóname. «¡Eres la bestia!», siempre me lo repetías. Pero ya ves, tuve
mi merecido, no siempre se aprende por las buenas. Mira, Nancy, aunque pienses
que soy un inconsciente; aún ahora, después de todos los estragos, la sigo
valorando como una experiencia trascendental. Hofmann —el padre del LSD— no se
equivocó cuando dijo que todos deberíamos experimentar con los enteógenos;
pensaba que el único requisito era: «Un hígado sano y un ánimo sereno» —quizá
lo que yo carecía en aquella ocasión—. La psicosis en la que me sumergí, mi
enfermedad ficticia, y luego, ese diálogo constante con la muerte hasta llegar
a aceptarla, dejó en mí una enseñanza rotunda: Lo que no te mata te hace más
fuerte. Ya sé que es una frase trillada, lo que no es trillado, es vivirlo en
carne propia.
Sí, sí, lo sé:
volver en compañía de Xavier, no significa que —como tú de seguro estarás
pensando— vaya a tomar de nuevo aquel brebaje. Aún me revuelve el estómago de
solo imaginarlo, acaso se deba a que no estoy listo. Tal vez nunca esté listo,
entonces: ¿Por qué no solo hacerlo y ya?, y qué pase lo que pase. No quiero
seguir contemplando el borde del abismo. Si junté el coraje para buscarte
después de tanto tiempo, creo que ya puedo encontrar el coraje para otra toma.
No tienes que estar de acuerdo, pero para mí es importante. No, no es una
cuestión de orgullo… Por supuesto que ya no creo en brujos —en eso ahora
coincidimos—; es algo que me impele a liberarme de antiguas ataduras, no sé
cómo explicarte.
¿Qué si recuerdo
lo mucho que nos afectó?, seguro que sí, ¡fue tan real! Sé que en el fondo aún
piensas que fui el culpable de la muerte del pobre Samuel. Sé cuánto lo querías,
también yo lo amaba, pero estaba muy asustado por mí, por mis hijas, por ti;
era preferible que haya sido él. «Por suerte que fue él». No te enojes,
regresa, te lo repito: sé cuánto lo querías… termina tu café.
Lo raro, todo iba
bien hasta una semana después de la «bendita toma», nuestra vida seguía normal:
la casa, el trabajo, el supermercado, la rutina con el colegio de las niñas,
hasta parecía que en la cama nos iba mejor… ¿no lo crees?; bueno, pensé que
estábamos mejor en ese sentido. Aquella noche, la del sueño que marcó el inicio
de mi «enfermedad», veías las noticias en la televisión y me dijiste: «Hay una
epidemia de rabia en la ciudad, tienes que vacunar al Samuel». Samuel estaba
vacunado, no había por qué preocuparse. Recuerdo que cuando me fijé en la
pantalla de la Sony Trinitron mostraban a una niña que convulsionaba en la cama
de un hospital, había máquinas y sueros a su alrededor —escenas a las que estoy
acostumbrado dada mi profesión—. Para ti no será lo mismo un niño con rabia que
un perro con rabia, pero a mí me daba igual. Fíjate que no resultó así, uno
nunca debería dar por sentado las cosas; algo diferente debió habérseme grabado
en el inconsciente, de qué otra manera explicar los sucesos que se desataron en
los días siguientes.
¿Y el sueño… qué
significó?:
Tú y yo dormidos
en la segunda planta de la antigua casa de Sayausí, había un pequeño balconcito
en nuestro dormitorio, recuerdas: ¿no…? Ese no, el que daba hacia el patio
posterior donde solía hacer las ceremonias. Cuando desperté, en el sueño,
escuchaba voces de gente que llegaba a la casa. Parecía una multitud por todo
el ruido que se armaba en el patio. En medio del barullo reconocí la voz de
Renato. Pensé: «Es mi compadre que viene a la ceremonia del achuma».
Los escuché subir
las escaleras, intenté levantarme de la cama para salir a su encuentro; de
pronto estaban dentro del cuarto rodeando nuestro lecho. No era Renato, era mi
archi enemigo —no diré su nombre por obvias razones—, venía con una banda de
músicos. Cuando quise interpelarlo me faltó la voz. En vano hacía esfuerzos
guturales para pedir que se marcharan. No podía despegar la cabeza de la
almohada. Quería decirles que no estaban invitados, que nunca haría una
ceremonia de San Pedro con ellos. ¡Qué se marchen de nuestra casa! Abrí la boca
de forma descomunal para pronunciar un anatema; no tenía aire. Mi enemigo X
dijo: uno, dos, tres con un tenedor en la mano a modo de batuta.
Una música
estridente nos envolvió, las notas que flotaban visuales en colores neón
comenzaron a aletear como una miríada de polillas —de esas nocturnas, aquellas
que temes más que a las arañas— y se lanzaron sobre nosotros. Sentí como se
colaban por mi boca y se apretujaban en la garganta. Desperté con el corazón
hecho un puño. Tú te desperezaste a mi lado, estuviste a punto de despertar.
Algo dijiste, algo sobre las flores de los cactus y continuaste durmiendo.
¿Por qué te lo
cuento ahora después de tantos años? ¿Por qué no te lo conté al día siguiente?
Sabía que me lo reprocharías, que me saldrías con el típico: «Yo te dije. Te
dije que dejaras de andar con esas “dichosas” ceremonias, que nada bueno van a traerte».
Lo que pasó esa misma noche, más bien esa madrugada después de ese sueño tan
raro, terminaría por darte la razón definitivamente. Tardé más de una hora en volver a dormir y
cuando al fin lo logré: atravesó por mi brazo una descarga eléctrica que me
llegó hasta la cabeza despertándome en el acto.
¿Recuerdas esa
mordedura que tenía en la palma de la mano izquierda…? No la recuerdas, de
seguro. ¿Por qué habrías de recordar esa específicamente? Me la hizo un samoyedo
cuando le administraba unas pastillas; el paciente venía deprimido, como la
mayoría de los perros que llegan enfermos. Era una de tantas heridas que he
recibido, dada mi profesión, por ello no me preocupé hasta esa madrugada. Cuando
desperté sobresaltado estaba seguro de que la descarga se originó en aquella lesión;
segundos antes la sentí cruzar como una ráfaga, como un par de rayos que recorrieron
el radio y el cúbito antes de juntarse para ascender por mi húmero. Desde esa
noche, la sensación iba a regresar en los momentos más inoportunos a instalarse
sobre mi hombro izquierdo como una fatídica presencia. No soy aprensivo, tú
bien lo sabes, pero allí mismo comencé a naufragar en la sospecha de que podrían
ser síntomas de la rabia.
Me incorporé en el
lecho hasta quedar sentado de espaldas a la cabecera. La atmósfera del cuarto,
sumergida en un verdor, el verdor del cactus, me traía de regreso las
alucinaciones de la última toma. Era el verdor del achuma que impregnaba como
una lama las paredes; ciertos destellos de luz dorada en forma de escamas se
deslizaban por las cortinas. La sensación de que algún reptil descomunal había
pernoctado con nosotros esa noche se me revolvió como una larva dentro del
pecho, el olor del San Pedro lo impregnaba todo. Me quedé en silencio,
respirando profundo para evitar la náusea que me provocaba. ¡Cómo se agigantan
los problemas en la soledad de la madrugada! Todo parece trascendente. Tuve,
como nunca antes, la certeza de que mi muerte era inminente.
Tú respirabas
tranquila, semejabas una nave amarrada a la seguridad de un muelle. Cuando
levanté las mantas para abandonar el lecho contemplé por un instante tu cuerpo
desnudo; refulgía coruscante, con esa fosforescencia con que la naturaleza
viste a ciertas criaturas marinas. Nunca sentí más pena como aquella noche, viéndote
así: perfecta, con ese infinito poder que ejerces sobre mí y, aun así,
indefensa frente a la muerte. Lloré despacio para que no despertaras y seguí
así un rato hasta que el nudo de mi garganta se disolvió.
Salí al balconcito
y encendí un cigarrillo. Sí, un cigarrillo. Para ti había dejado de fumar hace
algún tiempo. ¿Por qué tenía que andar ocultándote cosas? La noche todavía
deambulaba por esos rumbos, la línea del horizonte no se pintaba aún con ese
rosa violáceo con el que solíamos amanecer en aquella casa. Las luces de la
ciudad iluminaban el firmamento allá a lo lejos. A mi derecha, la negra mole
del Cabogana daba la impresión de evaporarse con el humo del cigarrillo. Contemplé
el patio, Samuel estaba allí mirándome fijamente, agitando su cola. Era el
único ser que velaba conmigo, en el cuarto adyacente nuestras hijas navegaban
en un sueño sin oleajes.
Me fijé en la
herida de la mano, estaba seca, aunque la sentía inflamada. Pensé en la niña de
las noticias mientras hacía memoria de mis últimas inmunizaciones. Ese año no
me había vacunado aún. «Ni modo, razoné, venía vacunándome varios años de forma
consecutiva —era la regla en mi región» así que me tranquilicé. Terminé el
cigarrillo y me fijé en el perro. Estaba parado en el centro de un rectángulo
de luz que se marcaba sobre el césped, pero su cuerpo no proyectaba sombra.
Miré hacia arriba para identificar la fuente de luz y no logré localizarla.
¿Seguía alucinando? Bajé a la primera planta me lavé manos y boca para no dejar
rastros de cigarrillo.
Cuando salí al
patio, Samuel estaba esperándome en la puerta, me dirigí al rectángulo de luz ignorando
sus atenciones. La fuente no se divisaba por ningún lado. «¡Qué “alucine”!», me
dije y sonreí relajado, nunca me había pasado y no sabía de nadie a quién el
«vuelo» del San Pedro le regresara a la semana de haberlo tomado. Incluso reí
danzando como un chalado para exorcizar el miedo y devolverme la compostura. El
perro se contagió de mi energía y comenzó a retozar invitándome al juego.
Siempre tuvo la energía de un cachorro, ¿lo recuerdas? Lo agarré por su melena
de león y rodamos sobre el pasto humedecido por la brisa de la madrugada. Luego
nos sentamos en la banquita de troncos a esperar al lucero del amanecer. Samuel
apoyó en mis muslos su morro gordo de peluche y sus ojos de cocuyos
fluorescentes se fueron apagando hasta volverse opacos como el vidrio
esmerilado, su mirada verdecida se iba tornando hueca.
Estos eventos los
habría olvidado si a la mañana siguiente no hubiesen llegado a la clínica con
aquel samoyedo: tenía fiebre alta y estaba convulsionando. ¡Eran demasiadas
coincidencias! Cuando lo vi en la puerta de la consulta volví a sentir ese
tirón eléctrico en el brazo izquierdo, pero esta vez estaba completamente
despierto. Era como si la palabra HIDROFÓBIA se me dibujara en la frente. Ese
mismo día lo pusimos a dormir. En cuestión de horas su cabeza cercenada
reposaba en un laboratorio de salud pública a la espera de una confirmación por
rabia. Dio positivo. Así comenzó mi viacrucis.
Al regresar a casa
después de mi jornada me recibiste con la noticia: «¡Algo le pasa al Samuel!,
esta mañana no ha probado bocado y está escondido en un rincón». Ese tirón en el brazo volvió a paralizarme, me
contuve para evitar que te alarmaras. Me relajé, no quería perder la
objetividad, lo busqué en su casita de madera. Estaba triste, me saludó apenas,
movía levemente la cola. Lo examiné meticulosamente, no había signos de alarma
por el momento. Lo mantuve hidratado, lo manejé como un simple empacho; es
frecuente que los perros coman basura o animales muertos, nada que un poco de
ayuno no solucione.
Al día siguiente
Samuel amaneció más deprimido, lo llevé a la clínica y lo interné. Me apoyé en
imágenes y laboratorio, pero no descubrí algo que explicara su condición. Tú me
insistías, me presionabas por un diagnóstico, sobre todo por un pronóstico.
Apoyado en mi perspectiva científica te aseguraba que todo iba a estar bien. Los
días fueron pasando y la salud de nuestro perro se iba deteriorando
inexorablemente al igual que mi estado mental.
Poco a poco se fueron
apoderando de mí las supersticiones. Esas descargas eléctricas en mi mano
izquierda se volvieron frecuentes: dormido o despierto, leyendo o manejando, en
la cama o en la mesa; llegaban de súbito y se quedaban por más tiempo. Comencé
a sentirlas como una presencia constante sobre mi hombro izquierdo. Era la
personificación de la angustia, la psicosis de la muerte o la muerte misma que
comenzaba a hablarme al oído. Cambié los libros de medicina por los de
esoterismo. Mi escritorio se fue poblando otra vez con los textos de Carlos Castaneda:
Las Enseñanzas de don Juan. Relatos de Poder, Una Realidad Aparte, Viaje a
Ixtlán entre muchos otros.
Un viernes por la
noche, cuando llegué al cambio de turno, te encontré allí recostada al lado de
tu querido chow chow. No avisaste que lo visitarías, ¡me miraste de una manera!,
pocas veces vi en tus ojos tanto reproche. «¡Se muere —me dijiste—, el Samuel
se muere!». ¿Qué podía decirte? Yo mismo tenía a la muerte instalada sobre el
hombro susurrándome. Me sentí derrotado, ya no encontraba argumentos que pudiera
esgrimir para calmarte. Tampoco yo hallaba explicación a todo lo que estaba
viviendo en esa última semana. Estuve a punto de contártelo todo, habría podido
refugiarme en ti…, pero le temía más a la forma en que podías reaccionar; y
estaban las niñas, dependíamos de tu cordura.
¿Cómo podía decirte:
estoy en la segunda etapa de la rabia? Me recosté a tu lado en medio de los
sueros y los tubos de oxígeno, lloramos abrazados a nuestro viejo amigo. Tú
llorabas por Samuel y yo: lo hacía por ti, por las niñas, por mí mismo. Esa
noche, cuando todos se marcharon, salí en busca de rudas y de guantos para
limpiarlo de las «malas vibras». Tal era mi locura. Murió en la madrugada
acurrucado en mis brazos, no supimos que lo mató, de seguro no era rabia.
El lunes a primera
hora visitaba el consultorio de nuestro médico. Le confesé todo a René: la toma
del San Pedro, mis extraños sueños, esos síntomas en mi brazo y el temor de
estar sufriendo de rabia. Era un manojo de nervios. Cuando le relaté lo
sucedido con el perro, lloraba y me responsabilizaba por su muerte: «Descargué
toda mi mala energía sobre el perro cuando lo miré fijamente a los ojos, ¡ahora
estoy aterrado de ver los ojos de mis hijas!», le dije. El viejo médico me miró
sonriendo y me tranquilizó, luego de auscultarme concienzudamente recomendó
unas tabletas. Explicó que todo se debía a alteraciones en mis neuro
trasmisores: «Los alucinógenos pueden provocar esos desfases. Está viviendo un
proceso de psicosis». Le pregunté cómo explicar lo sucedido con el perro. «Posiblemente
es una nefasta coincidencia. Si usted no lo sabe como veterinario. ¿Qué podría
decirle yo?»; sonrió. Luego añadió: «Tómese unas vacaciones, vaya a la playa o
a la montaña, haga lo que más le guste, ¡pero por Dios, deje de leer esos
libros!».
Salí de la
consulta, me sentía más vivo que nunca; esa crisis reprogramó mi cabeza, entendí
que era vulnerable, que no era eterno y supe en carne propia cuán frágiles son
los seres que amaba. Estaba decidido a liberarme de esa angustia que me
inmovilizaba, que crecía dentro de mí como una nube cargada de tormentas. Hice
una llamada y me cité con Xavier en el bar El Dorado. Un poco antes del
mediodía nos despedimos, no sin antes ponerle al tanto de los pormenores de la
consulta con el médico. Evité a conciencia entrar en divagaciones sobre plantas
sagradas o filosofías de la New Edge. De vuelta en la clínica me integré
a mis labores en el turno de la tarde. El personal me reiteraba las
condolencias por la muerte de mi perro. No me presté a comentarios, quería
abandonar cuanto antes esos tópicos escabrosos. Esa tarde salí temprano, antes
que las niñas regresen del instituto. Cavé una tumba para Samuel en el mismo
sitio donde vi reflejado aquel rectángulo de luz.
Esa noche reunidos
en casa estaba exultante, había recuperado mi vida. Me enfrasqué en los
teoremas matemáticos que Dianita había traído de tarea, luego jugué con Sofía a
la rayuela, la que yo mismo dibujé con una tiza en el patio trasero, y a la que
me había resistido durante los días de mi psicosis. Caída la noche me metí en
tu cama, seguro que ya no lo recuerdas. No sé si dormías o fingías dormir.
Evité rozarte con las manos o con las palabras. Estaba feliz de escuchar tu
respiración, de flotar contigo sobre esa serena nave de nuestro lecho, amarrada
por fin al muelle de las certezas. Esa semana transcurrió sin sobresaltos: las
tabletas a sus horas, los turnos de la clínica, los viajes diarios a las
academias de las niñas inclusive el cine del viernes por la noche.
Ese fin de semana,
domingo, fuimos a la montaña, ¿recuerdas? El Cabogana lucía despejado desde el
amanecer, la claridad se escurría por el mínimo resquicio de puertas y ventanas
como apurándonos para la aventura. Las niñas estaban listas desde las seis. Xavier con sus hijos, Juan Pablo y Ricardo, llegaron
temprano. Renato y Hernán ya nos esperaban en la base de la montaña; la meta
era alcanzar la laguna Estrella que nos había sido esquiva en los ascensos
anteriores.
El viejo Trooper
traqueteaba por las laderas entre cantos de niños, adivinanzas y bromas. Tú ibas
a mi lado, un tanto reservada, demasiado ensimismada para una ocasión como
esta. Miré el retrovisor: la cajuela estaba huérfana, faltaba Samuel. Quizá
extrañabas a tu viejo compañero de caminatas sin siquiera darte cuenta. Xavier
comentaba sobre Las Huaringas: «¡Tenemos que ir! ¡Allí están los brujos más
poderosos del mundo!» Lo tenía todo planeado, incluso había sacado cuentas y
aseguraba que la aventura nos saldría barata, por aquello del cambio en
dólares. Mientras conducía por esos caminos serpenteantes y polvorientos iba meditando
en lo valiosos que eran los seres que poblaban mi vida y cómo esta crisis me
hizo reparar en ello, sobre todo valorar el milagro de tenerte a mi lado.
¿Recuerdas que al
mediodía nos detuvimos a almorzar y luego hicimos dos grupos de avanzada, que
Hernán y Renato tomaron una dirección y yo una alternativa? Sí, los niños se
quedaron jugando en el río a tu cuidado y al de Xavier. ¿Recuerdas que el plan
era seguir una hora más en diferentes direcciones para ver si divisábamos la
laguna y luego retornaríamos donde ustedes? Ya sabes que todo fue en vano. Cumplida la infructuosa
hora de avanzada, regresaba siguiendo la cañada del río y algo extraño me
sucedió: llevaba el torso desnudo y una rama de mora se me prendió en el pecho,
cuando me la quité, unas espinas se me incrustaron bajo la piel. Las arranqué
de prisa entre dolor y sangre y las arrojé al aire, las espinas se alejaron
volando como unas extrañas moscas verdes. Me acerqué al río para enjuagarme y
al mirarme en el agua transparente, descubrí que alguien más miraba a través de
mis ojos, yo le atribuí al cansancio, pero dentro de mí sabía que algo andaba
mal.
Cuando los divisé,
los niños comenzaron a gritar agitando los brazos: «¡Luis, Luis, papá, papá!». Los
alcancé y les di la noticia de que no había laguna, se desilusionaron; pero
enseguida reclamaron: «déjanos ver, déjanos ver». ¿A qué se refieren? les
pregunté. «ese animalito que brillaba en tu hombro» dijo Sofía. «¡Deja de
asustar a los niños!» Me recriminaste. No sabía a lo que se referían, quizá no
era el único que alucinaba en esa montaña. Esa noche de vuelta en casa las
visiones regresaron; ya no fueron suficientes las tabletas ni mi actitud serena
y positiva para detener esa avalancha de sensaciones. Volví a caer en la
ansiedad de la muerte. Ya no era el temor a la rabia, era algo más profundo,
una presencia ominosa, un parásito metafísico que me poseía.
¿Nunca te conté lo
del psicólogo? Sí, fui a dar en el diván de un psicólogo, aunque siempre hablé
pestes del psicoanálisis. Luego fui a mayores y pasé por las manos de los
psiquiatras. Nada que haya inventado la ciencia hasta ese momento surtiría
efecto. Fue la época en que abandoné la casa y me negué rotundamente a visitar
a las niñas, temía que si las miraba a los ojos sufrirían el mismo destino de
Samuel. Me encerraba en el cuarto de pensión y me negaba a recibir a los
amigos. Dejé de ir al cine, mi pasión de toda la vida, y encargué la dirección
de la clínica. Regresé a los libros de esoterismo andino en los momentos en los
que la ansiedad me daba tregua, que era casi siempre en las mañanas.
Lo más terrible:
el insomnio. Pasaba noches enteras contemplando la danza de serpientes
fractales que se escurrían por las paredes entre caimanes, lagartos, y toda una
fauna de reptiles; me bullían en la mente, aun cuando cerraba los ojos no
dejaba de verlos. Lo dantesco era la sensación que venía con ellos: el vértigo
de caer al vacío. Llegaban a cualquier hora, aunque en las noches era su
horario habitual; llegaban es un decir, podría entenderse mejor si digo que se
despertaban, que se agitaban dentro de mi ser en cualquier momento y que se
esparcían como una tinta verde y lamosa en la transparencia de mi mente. Fueron
meses así. Un buen día, Xavier me comentó que estabas preparando los papeles
del divorcio, que si me importaba mi familia tenía que sacudirme. Aún recuerdo
sus palabras: «Tienes que pararte fuerte —me dijo—, si sigues así, de aquí sales
en “estuche de peluche”». ¿A qué se refería?, obvio: a un ataúd.
Me armé de valor y
al día siguiente fui a esperar en tu consulta, quería contártelo todo. Tenías a
un paciente en el sillón, recostado con la boca abierta; el ruido de las
turbinas me ponía los pelos de punta, esperé estoicamente a que lo atendieras.
Yo sé que me viste sentado en la sala de espera. Me clavaste una mirada que por
poco triza el cristal de la ventana. Me imaginé lo que te preguntabas: «¿Con
qué cara viene a aparecerse aquí después de tanto tiempo!, ¡qué “conchudo”!»
era como oír tus palabras zumbando en mi cabeza, sin embargo, esperé. Te
quitaste el mandil y apagaste el equipo. El pecho se me desbordaba ideando la manera
de explicar mis razones. Un largo rato después, tu asistente me dijo que te
fuiste. Saliste por la puerta de servicio.
Nunca encontré el
valor para volver a buscarte, estaba al garete; el compadre Xavier se hizo
cargo de mis huesos. Leímos todo lo que había, consultamos con los tomadores de
San Pedro, probamos con diferentes brebajes; la terapia del Amaroli,
ayuno… Una noche, habría transcurrido algo más de medio año desde mi declive;
me encontraba leyendo un viejo manual, de un tal Tuno que mi compadre compró en
un puesto de libros usados. El ejemplar estaba en su mayor parte intonso, me
tocó desbarbarlo. Se mostraba plagado de dibujos a plumilla y sobre ellos caligrafiadas:
recetas de brebajes, pociones mágicas que más bien sonaban a poemas o mantras.
Nada en ello parecía coherente, no obstante, la labor de hojearlo me distrajo de
problemas. Me entretuve en los dibujos de flores y columnas de cactus que ilustraban
la mayoría de sus páginas, no sé el momento que caí rendido de cansancio,
llevaba muchas horas sin dormir. Tuve un sueño salvífico.
Clavado en la cama
de una pensión, inmóvil, entre despierto y dormido como un cataléptico; soportaba
las visiones de reptiles en procesión caleidoscópica, las mismas sensaciones de
ansiedad y ese sufrir por todo y por nada. De pronto las imágenes se iban precipitando
como una cascada que horadaba la tierra; esta la absorbía y absorbía mientras
emanaba un vapor amarillento, tibio y luminoso que se trasmutaba en pájaros y
flores conforme ascendía. Me concentré en él, me «subí» en él y comencé a flotar.
Desde esa posición observaba las estrellas, las veía estallar y caer en una
lluvia de vilanos, luego descendía suavemente hasta sumergirme en la arena. El secreto
estaba en la tierra. Esa secuencia se repetía una y otra vez como un juego de
vaivén. El bienestar era total. Desperté aliviado. Fue una revelación, no para
mi mente, sino para mi cuerpo. Entonces recordé a los guerreros que se
enterraban después de volver de las batallas en los Relatos de Poder.
Un sábado temprano ascendimos al Cabogana armados de pico y pala. Seguimos la cañada del río hasta esa poza grande donde solíamos bañarnos. ¿La recuerdas? En ese arenal contiguo me enterré de pie con la cabeza fuera. Xavier me cubrió con hojas grandes para protegerme del sol y vigiló mientras duró el proceso. Sí, como lo oyes: me enterré…, pero esa es otra historia. Solo te diré que fue el inicio de una larga recuperación, si prometes que nos volveremos a ver podría contártela con lujo de detalle. Por ahora pienso acompañar a Xavier en esta ceremonia. Rogó que me hiciera cargo del fuego. ¿Si voy a tomar el brebaje? Tal vez, ya te dije que no quiero vivir con miedos. Quizá lo tome, eso lo decidiré esta noche frente a la fogata.