jueves, 24 de diciembre de 2020

Verónica y la inmunidad

José Camarlinghi


Verónica se levantó temprano como todos los días. Puso la cafetera en la hornilla y se sentó pensativa frente a la ventana de su sala de estar. Eran ya tres meses que vivía sola. En una semana cumpliría treinta. Hace más de un año que había conseguido un buen trabajo y el sueldo que ganaba era superior al de sus padres. Le daba vergüenza contar a sus compañeros y amistades que todavía vivía con ellos. Por otro lado, no se animaba a decirle a su madre que se iría a vivir sola. Sabía que ella no lo entendería. No era que se sintiera incómoda en la casa paterna; es más, era muy conveniente, sin embargo, quería empezar su independencia. Entonces encontró el pretexto perfecto para que su madre no se enojara con ella: Cada día tenía que viajar casi tres horas entre ida y vuelta y eso no solamente le costaba un buen porcentaje de su sueldo, sino que también le afectaba emocionalmente. Con todo, la mamá la despidió con lágrimas al tiempo que le pedía que le telefoneara todos los días y que los visitara los fines de semana. 

El olor del café la sacó de sus pensamientos y terminó de preparar el desayuno. Se sentó y prendió el televisor. Las noticias la impactaron: tres personas, en lugares diferentes de la ciudad, se habían suicidado. Una mujer saltó de un puente, otra tomó veneno para ratas y, un policía se había pegado un tiro en la cabeza. Verónica se estremeció cuando empezaron a mostrar las imágenes y apagó el aparato. 

Terminó el desayuno y continuó con la rutina de todos los días. Se vistió y salió caminando. Llegó al edificio y subió a la oficina. Siempre era la primera y por eso se había ganado la confianza del dueño. Cuando llegaron sus colegas, todos se pusieron a comentar sobre los suicidios. La policía había declarado que el móvil en cada uno de los casos era diferente y que las muertes no tenían ninguna relación, sin embargo, en las redes ya circulaban varias teorías de conspiración. 

Entró de lleno en el trabajo y se perdió en el mundo de los documentos y correos electrónicos. A media mañana escuchó un rumor que poco a poco aumentó de volumen. Levantó la vista y observó que algunos de sus compañeros estaban en la ventana mirando a la calle. Una de sus amigas pegó un grito y se alejó del grupo agarrando su cabeza entre las manos, llorando.

—¿Qué pasa, Marielita? —preguntó sorprendida. Nunca antes había visto a su amiga en ese estado de crisis.

—¡Se están matando! —gritó angustiada y corrió hacia el baño.

Verónica se quedó en su escritorio mientras los que estaban en la ventana gritaban desesperados. Se levantó con la intención de acercarse, uno de sus compañeros que salía del grupo la retuvo.

—No vayas. No es algo que quieras ver.

El administrador, alarmado por los gritos, salió de su oficina y pidió que volvieran a sus puestos de trabajo. Todos retornaron a sus escritorios con expresiones de horror y angustia. El hombre miró por la ventana e inmediatamente dio un salto atrás con expresión aterrada. Con voz temblorosa les dijo.

—Será mejor que nos concentremos en nuestro trabajo. Lo que haya pasado es asunto de la policía.

Todos intentaron concentrarse en sus tareas. Nadie lo consiguió. De rato en rato sus miradas se encontraban y podían observar el estrés en los ceños fruncidos. A poco se escucharon las sirenas que llegaron y nuevamente se acercaron a la ventana. Verónica se quedó en su escritorio. Sentía curiosidad, pero al mismo tiempo recordaba el rostro descompuesto de su amiga y eso la mantenía en su asiento. Partieron las ambulancias y todos retornaron a sus puestos de trabajo. 

Verónica empezó a sentir una ansiedad que no conocía; ni siquiera cuando su papá sufrió de un infarto y tuvieron que llevarlo al hospital. Se mantuvo tan íntegra y segura que pudo tranquilizar a su madre. Ahora, sentía un vacío que se apoderaba de su pecho. Recorrió los alrededores con la  mirada y pudo percatarse de que nadie estaba haciendo su trabajo. Al menos no se trataba solo de ella. Había algo en el ambiente que no era normal. Intentó mirar por las ventanas. El paisaje de las montañas detrás de los edificios no le ofreció la tranquilidad que en ocasiones conseguía al observar la naturaleza. Entonces se dio cuenta. Eran las sirenas. No habían cesado de sonar. Eran muchas. Unas lejanas, casi imperceptibles en el rumor urbano, pero muy presentes en el entorno. Entonces se acercó a la ventana y se arrepintió de haber cedido a la curiosidad. Había grandes manchas de sangre en la acera de enfrente. Se quedó paralizada y unas lágrimas rodaron por su mejilla. Sus colegas le ayudaron a retornar a su escritorio y se quedaron a su alrededor, no tanto para intentar consolarla sino para sentir seguridad en el grupo. Todos estaban afectados por las noticias y por lo que habían presenciado. 

Intentaron hablar de otros temas para distraerse. Era evidente que nadie tenía la cabeza para volver a las labores. Los celulares empezaron a vibrar con la llegada de mensajes y llamadas. Tenían prohibido usarlos en el trabajo para asuntos personales y por lo tanto los silenciaban. Estaban vibrando todos de manera continua e insistente. Uno de ellos no pudo más y sacó el teléfono. Al tiempo que leía, la expresión de alarma en su rostro se hizo patente.

—¡Ya son diez los suicidios!

Todos sacaron sus celulares y empezaron a leer los mensajes.

—¡El presidente va a dar un mensaje a la nación! —dijo otro y conectaron una computadora a un canal de televisión.

El dignatario, con evidente rostro de inquietud pidió a la población que no se dejara llevar por rumores. Que se habían dado algunos hechos sorprendentes y que todo era probablemente una casualidad trágica. Desestimaba lo que decían las redes y el internet respecto a un ataque terrorista. Llamaba a la calma y reafirmaba que todo estaba controlado. 

En eso, Verónica recibió un llamado de su mamá. Estaba totalmente descontrolada y le pedía con llantos que deje el trabajo y retorne a casa.

  —No pasa nada, mami. —Intentó esconder el temblor en sus palabras—. El presidente ha dicho que no hay de qué preocuparse. Yo estoy bien. No te angusties. Ya que insistes, hoy iré a casa a dormir.  

Sin embargo, ella misma no podía tranquilizarse. Miró el reloj; era casi el medio día y normalmente cerraban la oficina por una hora para ir a almorzar. El administrador no respondió cuando le tocaron la puerta. Insistieron y nada. Asustados abrieron muy despacio la oficina. El hombre les daba la espalda y miraba algo entre las manos.

—Disculpe don Carlos… Nos vamos a almorzar.

Sin darse la vuelta les hizo una señal con la mano para que se fueran. Lo observaron unos segundos, cerraron la puerta tan despacio como la habían abierto y salieron todos a tomar el ascensor. El ruido del mecanismo evitó que escucharan el disparo que se dio el administrador. 

Llegaron a la calle que tenía mucho más movimiento que lo acostumbrado. Había un serio embotellamiento, se tocaban bocinas y los conductores gritaban. Verónica agradeció el tumulto porque así no se podían ver las manchas de sangre en la acera de enfrente. Acostumbraban comer juntos en un pequeño restaurante que servía un menú fijo. Cuando llegaron al mismo, lo encontraron cerrado. Estaban discutiendo las posibilidades de donde ir cuando un coche chocó a otro. Nada muy grave; sólo una abolladura. De uno de los vehículos salió un hombre joven que sin fijarse si había algún daño fue hasta la ventana del otro y le dio tal puñetazo a la mujer que lo conducía que la dejó inconsciente. Dos hombres que acompañaban a la mujer salieron y atacaron al agresor. Otra gente intervino y se inició una pelea en la que todos se golpeaban. Pronto se convirtió en una batalla en la que la gente se golpeaba con lo que hallaba a mano. Verónica no podía entender lo que estaba ocurriendo, solo gritaba. Mariel le jaló de la mano y empezaron a escapar juntas. Esquivaron gente enardecida que corría en dirección de la pelea. Corrieron hasta llegar a una calle desierta. Allí se detuvieron e intentaron recuperar el aliento sentándose en el suelo. Verónica tenía la garganta tan adolorida por el esfuerzo de la carrera que le parecía tener llagas abiertas. Después de varios minutos pudo hablar.

—¿Qué está pasando, Marielita? —dijo entre sollozos.

Mariel solamente movía su cabeza negativamente. No podía responder.

—¿Qué hacemos?

—Será mejor volver a nuestras casas —respondió Mariel apenas ganó algo de aire—. Te acompaño primero. Tu departamento está más cerca que el mío.

—¿Y cómo vas a irte tu? Mejor te quedas conmigo y llamas a Julio para que te recoja.

Abrazadas empezaron a caminar por calles que de pronto se vaciaron. Habían coches encendidos y abandonados con las puertas abiertas. Al dar vuelta una esquina encontraron un cuerpo destrozado en medio de un gran charco de sangre. Verónica no pudo contenerse y empezó a vomitar. Mariel la sostuvo y le obligó a seguir caminando. De tanto en tanto se escuchaban disparos y gritos. Caminaron rápidamente con la cabeza gacha y solo levantaban la vista para cruzar las calles y confirmar el rumbo. 

Ya en el departamento sacaron sus teléfonos y empezaron a responder mensajes y hacer llamadas. Verónica tenía más de treinta llamadas y un mensaje, todos de su madre. Devolvió la llamada y no obtuvo respuesta. Volvió a llamar varias veces mientras sus ojos se le llenaban de lágrimas. No respondía. Entonces se dio cuenta del mensaje de voz. Se puso a llorar cuando escuchó que había habido una pelea de vecinos frente a la casa de sus padres. Ellos habían cultivado una enemistad a partir de la sombra que producía una rama de un árbol en el jardín del otro. El afectado hizo un reclamo al dueño del árbol, y éste le dijo que él nada podía hacer, que era asunto de la naturaleza. Entonces el otro consiguió una escalera y cortó la rama que decía invadía su propiedad. Casi llegaron a los golpes si no hubiera sido por la intervención del papá de Verónica. Pequeños problemas sucedieron que aumentaron la enemistad entre los dos vecinos. El papá siempre salía como mediador y evitaba una confrontación peor. Esa mañana algo había disparado la discusión. Su padre había salido, como siempre, para conciliar, pero todo se salió de control. Uno de ellos lo había golpeado con un bate y ahora lo estaban llevando a un hospital. No le decía a cuál. Insistió nuevamente con las llamadas sin éxito.

—Voy a mi casa —dijo a Mariel tomando su cartera.

—No vayas sola —le rogó—. Julio viene en su coche a recogerme. Luego podemos llevarte.

Verónica le contó la urgencia. La amiga insistió en que era muy peligroso que intentara ir tan lejos sola.

—Julio no tarda. Me dijo que salía en este momento.

Entonces se dio cuenta que su ropa estaba toda sucia, manchada con vómito y tierra. Entró en su cuarto y se cambió. Al volver a la salita de estar se dio cuenta que Mariel estaba peor que ella. El pantalón rasgado y todo manchado. Le ofreció prestarle vestimenta.

—No te preocupes. Pronto estaré en casa. 

Prendieron el televisor y se sentaron en el sofá. Interrumpieron un programa musical para dar una conferencia urgente. Era un personero del Ministerio de Salud. Informaba que los últimos acontecimientos se debían, no se sabía con exactitud, a un gas inodoro e incoloro o a un nuevo virus que aparentemente afectaba a la producción de hormonas. Dependiendo de las personas provocaba profunda depresión en algunas y extrema violencia en otras. Las personas afectadas perdían toda capacidad de raciocinio y actuaban inconscientemente; algunas se suicidaban y otras perdían el control y peleaban hasta matarse. Se declaraba emergencia nacional, cuarentena rígida y se pedía a la población de quedarse donde estuvieren. 

Abrazadas y sollozando se preguntaron qué podían hacer. Mariel llamó otra vez a su novio. Julio contestó agitado y le contó que había tenido que dejar el coche a unas veinte cuadras del centro. Era imposible pasar. Que estaba a pie y que le tomaría al menos una hora llegar donde ellas. Verónica telefoneó nuevamente; en  casa no respondía nadie. Entonces se dieron cuenta que tenían hambre. No habían almorzado. Decidieron comer algo liviano y tomar un té. Luego se sentaron frente al televisor esperando más noticias. Estaban tan cansadas que se quedaron dormidas. 

Julio les llamó por el perífono del edificio y les pidió que bajen. Ya era tarde y tendrían que apurarse. Su voz era extrañamente calmada. Las dos salieron del departamento y esperaron el ascensor. Cuando se abrió la puerta las atacaron unas personas ensangrentadas. Verónica despertó del susto y se alarmó cuando cayó en cuenta que estaba ya llegando la noche.

—¡Despierta! ¡El Julio, no ha llegado!

Mariel abrió los ojos y la miró como si no entendiera lo que le decía. Luego se percató de la oscuridad naciente y de un salto agarró el teléfono y llamo a Julio. No consiguió ninguna respuesta. Miró el reloj; habían pasado tres horas desde la última comunicación. Hasta ese momento se había comportado con cierta firmeza y seguridad. Ahora, al no tener ninguna respuesta, empezó a derrumbarse; no paraba de llorar. Quiso salir a buscarlo y a duras penas Verónica la disuadió. Era ya de noche. Si Julio no llegaba hasta mañana, entonces tomarían una decisión. 

En la televisión seguían pasando videos musicales y de tanto en tanto repetían el anuncio del ministerio de salud. Cada diez o quince minutos llamaba a casa de sus padres con el mismo resultado. Mariel entró en un estado de sopor y ya no intentaba comunicarse con Julio. A eso de la diez de la noche Verónica llevó a su amiga hasta la habitación y se echaron en la cama. Pensaba en sus padres mientras escuchaba los sollozos intermitentes de su amiga. Ninguno de los dos habían querido recibir un teléfono celular que ella había comprado para ellos. No lo necesitamos, le habían dicho. Basta el teléfono de casa. Se arrepentía ahora de no haber insistido. Pensó en el plan del día siguiente. Primero iría a su casa. Si no encontraba a nadie allí, preguntaría a los vecinos; si nadie sabía del paradero de sus padres; iría al hospital más cercano. Ahí los encontraría. Se tranquilizó con ese pensamiento y se durmió. 

Abrió los ojos con la primera luz del amanecer. Medio dormida recordó lo sucedido el día anterior. Entonces se percató que su amiga no estaba en la cama. Se sentó, miró hacia fuera de la habitación y la llamó. Nadie le respondió. Se levantó y tocó la puerta del baño. Sin respuesta. Intentó abrirla y no pudo. Estaba cerrada por dentro.

—¿Mariel? ¿Estás bien? ¡Abre por favor!

Silencio.

Jaloneó la perilla y empezó a golpear la madera con los puños. Ninguna respuesta. Observó que había un pequeño orificio en la perilla. Sabía que podía abrirla y buscó un mondadientes en la cocina. Con eso  destrabó la chapa. Abrió la puerta; lo que vio le hizo perder fuerza en las piernas y cayó de rodillas al suelo frio. Mariel estaba pálida y fría en la tina, sumergida en agua  teñida por su propia sangre. Toda la tensión del último día se liberó en ese instante y empezó a llorar a gritos desconsolados. No supo cuánto tiempo estuvo gritando hasta que alguien posó una mano en su hombro. El susto le quitó la amargura y saltó dentro del baño. En la puerta estaba un hombre vestido como astronauta. Su aspecto la asustó aún más.

—¡No te asustes Vero! —dijo la voz detrás de la máscara.— Soy Julio.

Miró a su amiga muerta y luego se lanzó a los brazos del hombre. Julio la abrazó y cuando vio a su novia muerta, la acompañó con sollozos. Cuando se calmaron le contó todo por lo que habían pasado el día anterior.

—¿Por qué tardaste tanto?

—Primero fui a una tienda de seguridad industrial y adquirí este traje. Fue lo primero que pensé cuando en la tele dijeron que había un virus. Quería comprar al menos uno más, para Mariel, pero no tenían. Luego intenté venir con el coche; no se puede. Todo está colapsado. Empecé a caminar. En muchos lugares hay batallas campales. La gente ha enloquecido. Un tipo me atacó sin provocación alguna con sólo ver el traje. Tenía mucho miedo que lo rompiera. Por suerte era mucho más pequeño que yo; pude contenerlo y escapar. Entonces decidí no arriesgarme y avancé muy despacio, de puerta en puerta. Cuando llegó la noche decidí esconderme debajo de un puente.

—¿Qué hacemos ahora?

—Lo mejor sería quedarnos aquí.

Verónica le dijo que quería ir a su casa. Temía por sus padres. Julio le expuso las razones por la que eso no era buena idea. Le había tomado casi todo un día caminar las veinte cuadras desde donde dejó el coche. Lo que ella tendría que caminar hacían por lo menos veinte kilómetros. Eso era una locura. Discutieron hasta que Verónica amenazó con hacerlo sola.

—Está bien. Yo voy contigo. Sin embargo, esperemos un poco. Veamos que sucede en la calle. Me di cuenta de que en la noche se calman los ánimos. Tal vez nos conviene esperar la oscuridad.

Estuvo de acuerdo. Decidieron sacar a Mariel de la tina, la envolvieron como pudieron en varias bolsas de basura y las aseguraron con cinta adhesiva. Luego la dejaron en la cama. 

Prendieron la televisión y pasaron de un canal  a otro. Los nacionales no transmitían nada. Algunos internacionales daban noticias terribles de la nueva pandemia. Había empezado simultáneamente en varios países, lo que hacía suponer que el periodo de incubación y contagio era bastante largo. Por otro lado, las redes sociales decían que se trataba de un atentado terrorista internacional y que la enfermedad se declaraba en pocas horas. Verónica empezó a llorar.

—¡Ya debo estar contagiada!

Julio no supo qué decir. Solo atinó a sentarse a su lado y abrazarla. 

A mediodía, ella se puso a preparar algo que comer. Nunca había tenido mucho en su refrigerador. Comía siempre afuera o hacía un pedido. Lo único que preparaba era el desayuno. Se acercó a Julio que miraba las noticias, con un par de sándwiches. Puso el plato frente a él. La miró con una extraña sonrisa que en principio no pudo interpretar. Luego se dio cuenta que para comer o beber tendría que salir del traje.

—¡Qué tonta que soy! ¡Disculpa!

—No te preocupes. Estoy bien. No tengo hambre… —Y pensó: pero tengo sed. 

Casi todo el día habían escuchado el ulular de las sirenas. Terminando la tarde, el silencio se hizo en la ciudad. Un silencio tal que en vez de otorgar tranquilidad incrementó la tensión. Las calles estaban vacías. 

Verónica puso en una pequeña mochila una botella de agua, algo de fruta seca y unos chocolates y se prepararon para salir. No quisieron tomar el ascensor porque sonaba demasiado y bajaron por las escaleras intentando hacer el menor ruido posible. Al llegar al primer piso ya había caído la oscuridad. Miraron la calle desierta y empezaron a caminar. Julio adelante caminaba lentamente como si estuviera en un campo minado. Llegaba a las esquinas y antes de cruzar la calle se aseguraba que no hubiera nadie. Algunas calles estaban llenas de coches abandonados. Muchos chocados o con los vidrios rotos. Verónica le seguía de cerca e intentaba ver si había algo o alguien en los rincones oscuros. Estaba concentrada en eso cuando se dio cuenta que caminaba sobre una superficie pegajosa. No supo que era hasta que llegó a una parte iluminada. Apenas pudo controlar el arrebato, era sangre. Quiso llamar a Julio, pero la voz no le salía. Se apresuró para darle alcance y la sensación del suelo pegajoso se hizo más evidente. Sin darse cuenta se estrelló con la espalda de su amigo. Este, a pesar de trastabillar, no miró atrás. Estaba como hipnotizado, mirando algo fijamente. Ella estiró la cabeza con miedo. No era ningún peligro, eran muchos cuerpos, cadáveres, cubriendo el suelo. El olor le dio arcadas. Julio la tomó de la mano y empezó a correr jalándola como si fuera una muñeca. 

Se detuvieron sin aliento en una calle que estaba en penumbras. El alumbrado público funcionaba todavía hasta donde estaban, sin embargo, a partir de esa calle algo había dañado las luminarias. No había nadie ni nada frente a ellos. Se miraron para darse mutuamente algo de confianza y se adentraron en la oscuridad. 

Pasada la media noche llegaron al coche de Julio. Pudieron avanzar varios kilómetros hasta que llegaron a otro embotellamiento de vehículos abandonados. Buscaron otra ruta por calles secundarias que les condujo a un callejón en el que frenaron en seco. Había una gran fogata y gente alrededor de ella. Parecía que no los habían visto. Cuando intentaron retroceder se vieron rodeados de personas armadas de palos y picotas.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó el joven que estaba al lado de la ventanilla.

Julio bajó un poco la ventana.

—Queremos llegar a El Alto.

El joven en tono burlón se dirigió a los otros.

—¡Dice que quieren ir a El Alto!

Varios se rieron y se acercaron al vehículo.

—Mi amiga está preocupada por sus padres… Ellos viven allá y no contestan el teléfono.

El joven se agachó y miró el rostro asustado de Verónica.

—No hay paso por ningún lugar. Todo está bloqueado. Por aquí no dejamos pasar a nadie. Tenemos miedo que traigan la peste. Hay muchos lugares que se han organizado como nosotros. Si realmente quieren continuar, van a tener que ir por la autopista. Allí solo hay autos chocados y no vive nadie. 

Abandonaron el coche en una calle aledaña y empezaron a caminar. Eran ya las dos de la mañana y les quedaban todavía unos diez kilómetros para caminar. Como les había dicho el muchacho, pudieron caminar sin problemas en la autopista que unía ambas ciudades. El recorrido se les complicó un poco cuando tuvieron que entrar nuevamente por las calles. Verónica empezó a tomar la delantera. Julio la seguía, no solo porque él no conocía la ciudad, sino y sobre todo, porque se sentía muy débil; no había comido ni bebido nada en casi dos días. 

Con la primera luz del amanecer llegaron a la casa. La puerta de calle estaba abierta de par en par. Verónica empezó a llorar a tiempo que miraba los muebles en el suelo, la vajilla rota, el teléfono en el piso y las cortinas arrancadas.

—¿Mami? —llamó con voz temblorosa. No hubo respuesta.

Miró a Julio y éste la abrazó.

—Me siento muy mal —le dijo.

Ella lo miró con temor. El sacudió la cabeza.

—No estoy enfermo… tengo mucha hambre y sed.

—Tendrás que arriesgarte y salir del traje —le dijo firmemente y continuó—. Vamos a la cocina.

Mientras él comía, ella subió al segundo piso. Entró en el dormitorio de sus padres y se congeló al ver un cuerpo en la cama. Muy despacio se acercó y tuvo dudas para levantar la frazada. ¿Estaba su madre o su padre ahí? ¿Y si era otra persona? ¿Estaría viva? Se decidió y jaló la frazada con fuerza.

—¡Verito! —La señora se lanzó a los brazos de su hija y lloraron ambas haciéndose preguntas. Preguntó por su papá. La madre bajó la cabeza, la movió negativamente y lloró muy despacio.

En eso entró Julio en la habitación.

—¡Señora! Qué bueno haberla encontrado. Vero no estará sola —dijo en tono desconsolado y continuó—. Tienen que irse de aquí. Lejos de las ciudades. Vayan al lago. Allí la tierra es buena. Hay pesca.

—¿Porqué hablas así? ¡Tu vienes con nosotras!

Julio sacudió la cabeza.

—Creo que estoy infectado. ¡Tengo una tristeza tan inexplicablemente oscura! Nunca he sentido esto. Será mejor que me dejen.

Verónica abrazó a Julio e intentó disuadirlo. Él ya ni contestaba. Solo miraba el piso mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. La madre tomó el brazo de Verónica.

—No tiene salvación. Ya lo he visto en el hospital donde fuimos con tu papá. Vi como algunos se ponían así de tristes y luego se suicidaban; y otros tan violentos que se mataban a golpes. A mí no me pasó nada. Una doctora, que se estaba moribunda me dijo que yo probablemente era inmune. Y siendo mi hija, seguramente lo eres tú también. 

Dejaron a Julio echado en la cama. Tomaron algunas cosas personales, algo de comida, pusieron todo en dos maletas con rueditas y empezaron a caminar hacia el oeste, hacia las orillas del lago Titicaca.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Sobreviviendo

Constanza Aimola


Alexandra es uno de esos testimonios de vida que dan cuenta del significado de resiliencia. Aunque tiene que ver con mi vida pasada a la que poco volteo para recordar, hoy sentí la necesidad de contar su historia.

Me propongo escribir esto aprovechando algo de soledad, acompañada por un té de piña, quiero mantenerme tranquila y últimamente estoy tomando mucho café. Mi esposo me invitó junto con nuestros dos hijos y sus padres este fin de semana, a un lugar que a mí me encanta, una casa espectacular con piscina privada, en un clima templado maravilloso a unas tres horas de casa, salió a cumplir unas citas que hizo aprovechando este viaje, por lo que tengo tiempo mientras los niños están en la piscina, para concentrarme en la escritura.

La conocí mientras yo atravesaba mis trece años, ahora tengo cuarenta y uno, en esa época, ella y su hijo vivían en la casa de mi novio, el esposo y papá de los hijos tenía otro hogar.

Alexandra era la tía de mi novio de esa época y la primera imagen que tengo de ella es embarazada. Desde muy pequeña he tenido debilidad por los bebés, así que estuve presente durante el embarazo y me acerqué a su hija mayor, cuando estaba próximo a nacer le di varios regalos y estaba ansiosa por su nacimiento, sin embargo, me enfermé de varicela, por lo que tuve que esperar unos días para conocerlo después de que nació.

Una tarde de domingo recibí la llamada de mi novio, que me decía que el bebé había muerto, fue por una infección en su barriguita a pesar de los esfuerzos de la familia y los médicos por salvarlo. Yo no podía creerlo, era una historia muy triste, sabía que lo esperaba y amaba, me imaginaba que estaba deshecha y lloré muchísimo, ni siquiera lo alcancé a conocer.

Unos años después hablando de todo un poco en la cocina de la casa de mi mamá, Alexandra se quedó mirando unas ollas que ella organiza aún a la fecha de forma perfecta en la parte superior de los muebles de la cocina, son como diez ollitas azules con flores blancas, traídas de España cuenta ella, por unas primas que eran azafatas en esa época. Llorando nos contó que recordaba que mi mamá le había mandado una sopita de raviolis con albóndigas en una olla de esas cuando estaba en pleno duelo por su bebé.

Aproximadamente un año más tarde quedó nuevamente embarazada, todo era otra vez alegría en ese hogar, aunque una madre nunca se podrá olvidar de sus hijos que se regresaron al cielo antes de tiempo, este era un aliciente para seguir luchando. Este hijo nació, un niño hermoso, blanco y rubio, por supuesto lo cargué y consentí muchísimo, casi no me quería ir de esa casa, lo bañaba, cambiaba y lo poníamos al sol.

Vi pocas veces al papá de los niños, iba de visita y salía sin quedarse a dormir, cuando lo dejé de ver pregunté y me dijeron que se había ido de viaje a trabajar a Boyacá un departamento que queda como a seis horas de Bogotá. El señor manejaba un carro para transportar a unos empresarios que trabajaban en la electrificadora más grande del país. Estaba muy cansado, había trabajado todo el día, era de noche, llovía y se enredó con la ruana que traía puesta en una maniobra en una curva, perdió el control y se fue al precipicio perdiendo la vida.

Estoy tratando de concentrarme, pero los vecinos de la casa están subiendo cada vez más el volumen de la música, me distraigo y no puedo dejar de escuchar sus gritos jugando en la piscina, cantando y hablando, mejor hago una pausa para preparar unos refrigerios.

Retomo por fin cuando se está anocheciendo, más me vale terminar de escribir porque en la semana no tendré tiempo y no quiero incumplir con la entrega de este mi último cuento.

Ya se imaginarán la depresión de Alexandra, no paraba de llorar y quejarse, decía que literalmente el corazón le dolía, se preguntaba por qué Dios y la vida se habían empeñado en hacerla sufrir. Era muy fuerte verla así, no quería hacer nada y se volvió irascible, les gritaba a los niños, no le gustaba la comida, el clima le parecía o muy frío o muy caliente, no quería bañarse ni vestirse y criticaba todo de los demás.

Pasaron algunos años y aunque tuvo que educar y sostener económicamente sola a sus hijos, intentaba manejar el dolor, pudo alquilar un lugar para vivir los tres lejos de su familia extensa y tenía un novio que aunque no tomaba aún la decisión de pasarse del todo al apartamento, la ayudaba y compartían varios gastos.

Una mañana de domingo, cuando yo ya me había casado con su sobrino, recibimos su llamada pidiendo auxilio, me dijo que la niña había convulsionado y que estaba en un hospital que no quedaba muy lejos, así que de inmediato salimos para acompañarla. De nuevo volví a ver en su rostro la forma en que se la comía la tristeza, estaba pálida, despeinada, cambiada tal vez por la angustia. Tenía dolor del alma por ver a su hija enferma, pero sobre todo culpa, porque aseguraba que ella veía como la niña se distraía, tal vez podría tener déficit de atención, ella la agitaba de un brazo y le repetía que aterrizara, no se había percatado que eran unos vacíos que sentía como principio de la enfermedad de la epilepsia.

La niña tenía cinco años y los médicos le dijeron a Alexandra que cuando convulsionaban por primera vez no podían hacer nada y que tendrían que darle medicamentos de por vida. Estaba inconsolable y este doloroso proceso duró hasta que me separé de su sobrino y claro está de toda la familia.

Nunca me tocó verla en uno de esos ataques por las convulsiones, siempre por alguna razón me retiraba de su lado antes de que las sufriera y logré mantenerme alejada de aquello que seguro me hubiera roto el corazón. De todas formas, viví a su lado las demandas al gobierno para que le suministraran los costosos medicamentos que requería, escuché varias veces sus historias acerca de cuándo le daban ataques frente a sus compañeros de clase, que no podía ir al cine o ver televisión a oscuras, no conocía un parque de diversiones porque no se podía enfrentar a la adrenalina de los juegos, en fin era una pesadilla todo lo que siendo tan joven había pasado.

Parece que lo que sucedió anoche cuando los vecinos escucharon música a alto volumen hasta las tres de la madrugada se repetirá hoy y con más fuerza. Entre las cuatro y las siete apagaron la música y pensamos que se iban, sin embargo, ya regresó, esta vez acompañada por luces en destellos, mesas de comida y tragos. Están inflando y colgando bombas, ya se cambiaron y vistieron de fiesta, hasta aquí me llegó la escritura por hoy y lo peor de todo un animador con micrófono incorporado.

Mi esposo nos trajo pizza y gaseosa así que esa será la comida y rápidamente a dormir los niños para que no se queden despiertos hasta que los vecinos terminen la fiesta.

Después de una noche de pesadilla en donde tuvimos que llamar a la policía para que nos ayudara con los vecinos bulliciosos y hasta que por fin me venció el sueño, amanecí boca abajo, con la camisa de dormir trepada hasta la cintura, el pelo sobre la cara y una mano colgando por el borde de la cama, abro con dificultad los ojos que estaban irritados a más no poder y veo en el piso una cucaracha patas arriba. Estaba intentando voltearse luchando con todas sus patas que entre sueños parecían muchas.

En ese momento pensé en la forma en la que naturalmente los seres vivos luchamos para sobrevivir, recordé a Alexandra y la manera en que más que disfrutar la vida vivió una guerra diaria para permanecer aquí. La perdí de vista cuando me separé de su sobrino, no quise tener ninguna atadura que me uniera a esa vieja y dolorosa parte de mi vida, de vez en cuando la recuerdo y la bendigo, me imagino que ya ese bebé que cargue en mis brazos es un hombre, quiero pensar que estudió una carrera y que junto a su hermana son profesionales y ahora ayudarán a que la vida de su madre sea mejor. Espero que haya tenido una vida llena de momentos alegres, que haya conocido el amor y esté llena de salud y vida.

Cerré los ojos de nuevo y me quedé dormida no sé por cuanto tiempo, solo deseaba que los niños no despertaran aún, para descansar un poco más, me giré hacia el lado de la cucaracha y aunque les tengo pánico y asco, yo misma me convencía de que no podía hacerme nada. Cada vez se movía con menos fuerza, tendría que ser indiferente para mí, sin embargo, me estaba afectando que no la podía ayudar a seguir viva o morir de una sola vez pisada por mi sandalia. No lo pude evitar y me levanté, ayudándome con un papel le intenté dar vuelta, no se agarraba, parecía que ya no quería luchar más, así que partí una hoja en dos partes ayudándome para girarla y lo logré, permanecía más levantada de un lado que del otro y como pudo se volteó de nuevo. Movía las paticas y finalmente la dejé morir, quedándome por algunos minutos viéndola desde el borde de la cama.

Aquí estoy sentada en la sala, reincidente con el café servido en una taza enorme, intentando darle fin a este relato, viendo cómo los vecinos se despiertan para volver a la música y los juegos en la piscina, definitivamente me regreso a casa y volveré un fin de semana que no sea festivo para seguir produciendo historias inclusive, las que tiene que ver con cómo nacen o mueren los insectos.

martes, 15 de diciembre de 2020

Una pianista mimosa y un violinista valeroso

Rosita Herrera


Claudette era una solitaria y soñadora mujer a la que le gustaba convertir sus anhelos en realidad. Desde niña había jugado a manifestar lo que deseaba con vehemencia, situaciones tan favorables como que el clima se tornara de templado a frío y lluvioso para no levantarse e ir al colegio; que el chico que le quitaba el sueño no dejara de insistirle con invitaciones y chocolates; que suspendieran el examen para el cual no había logrado estudiar todo el contenido; que apareciera una tarántula en el pupitre de aquella compañera que no soportaba; que la manzana roja y jugosa que se encontraba en la cumbre del árbol más escabroso de la quinta de su abuelo cayera a sus pies tan solo con mirarla. Acontecía un sin número de veces en que el destino le regalaba lo que le había encargado con una leve insistencia de pensamientos.

Vivía con su madre, una mujer dulce y llena de sueños la que, llegado el verano, enviaba a Claudette al campo, por lo que pasó gran parte de su infancia en el gran fundo de su abuelo, un hombre de origen muy humilde, pero que a costa de mucho esfuerzo había logrado ser propietario de una gran extensión de tierra en el sur de Chile, en un lugar llamado Chelle, región de la Araucanía. Su casa estaba construida en la cima de un cerro desde donde podía observar con templanza el ir y venir de toda la gente que estaba a su cargo: inquilinos les llamaba, este apelativo siempre resonó en la cabeza de la pequeña, no sabiendo exactamente su significado, pero se imaginaba que eran personas que ocupaban partes de la tierra de su abuelo a cambio de ciertos trabajos que él requería. Era la consentida de aquel, quien acostumbraba a observarla desde lejos, haciendo como que arreglaba una cerca o buscaba en el horizonte algún rastro del lobo que en las noches asustaba a sus corderos, sin embargo, atisbaba a la pequeña recorriendo los gallineros y resguardándose a la sombra de los manzanos con sus vestiditos de gasa hecho jirones, sus piernas embadurnadas de barro y sus ojazos de un radiante color verde tras una cabellera salvajemente roja. Así se querían, de lejos, sin hablar ni empalagarse con arrumacos, la sola presencia cargada de cuidados y atención, bastaban. En el vasto horizonte que le ofrecía cada verano aquel anciano alto, de mirada alegre y aire protector, ella crecía embelesada por la formidable compañía de los árboles y el silencio profundo y melodioso que regala bondadosamente la naturaleza. Correteaba con el viento, subía a los troncos, miraba el cielo tumbada en el pasto respirando la suave brisa sobre los campos cálidos del sur. Cuando quería que lloviera, comenzaba a sentir el sabor del agua entre sus labios, imaginaba al sol siendo rodeado por un ejército de nubes espesamente negras que daban paso a una espantosa tormenta. Su abuelo reía desde lejos y la imaginaba como un colibrí dando tumbos buscando el calor del hogar y el olor al delicioso chocolate caliente que tanto la reconfortaba.

Cuando se hizo mayor, sabía que debía tener cuidado con lo que deseaba con pasión, puesto que de una u otra manera aquello se manifestaría.  Fue así como un día frente a su computador se encontró con un video de un violinista muy guapo, pese a que podía ver su silueta y rostro, no lo podía apreciar con la definición que ella deseaba, pues, era una grabación no profesional. Lo miraba, lo escuchaba, trataba de leer su fisonomía, la forma delicada de tomar el violín contrastaba con la fuerza de su energía expresada en cada movimiento de la melodía que interpretaba. Era un ser interesante, elegante, misterioso, como si estuviera en un mundo ajeno y desde allí regalara su arte. Las redes sociales no eran algo que embriagaran a la joven, pero desde que había aparecido aquel hombre lo seguía entusiasmada a través de una de ellas. Su figura delgada, pero a la vez fuerte y seductora; su cabellera larga y oscura que llevaba recogida en un moño; su barba crecida, pero no tanto como para verse descuidado, ni tan poco que le quitara ese aire de misticismo; su ropa bastante holgada no atisbaba ni una pisca de vanidad, pese a ello o, quizá, por ello, lograba llamar tan bien su atención, pues admiraba a quienes trascendían pasiones y su atractivo era genuino y armonioso.

Al verlo tocar sentía unas enormes ganas de conocerlo, de que sus ojos la buscaran a través de la pantalla, pero no había nada que los uniera hasta ese momento o que les hiciera tener alguna necesidad de hablarse, en fin, con un movimiento de cabeza sacudía su ansiedad dirigiéndose a su piano para olvidar cualquier tipo de pensamiento que le impidiera ser feliz.

Claudett había crecido sumergida en sus fantasías, la mayoría de sus conocimientos eran adquiridos de libros quienes, aparte de hacer las veces de instructores, se encargaban de darle ánimo y fortaleza cuando se encontraba acongojada por las vicisitudes de la vida. A sus treinta años había pasado por decepciones amorosas, pérdidas de personas queridas y mascotas. Aún tenía sueños pendientes como el viajar por todo el mundo y construir una casa en la playa para vivir ahí el resto de sus días. Siempre había soñado con ser una mujer libre y no depender de absolutamente nada ni nadie, por lo que una mañana se levantó y miró al espejo, se sacudió la pena de haber estado llorando toda la noche por la indiferencia de un hombre que le había demostrado que no todo lo que ella quería lo podría tener así tan fácil; le había contado sus secretos, aquellos que uno deja salir del alma cuando siente la extensión de la propia en el otro, por lo que le había entregado la llave de su corazón sin quererlo y, bueno,  aquel se vio como un simple objeto de sus caprichos y se fue, dejándola ahogada en sus penas sin más esperanza en el amor que la que le ofrecía su insistente fe en aquel ser carismático que rondaba sus pensamientos desde que había muerto su abuelo, quizá como una forma de suplir su ausencia.

Por otro lado, se había decretado a nivel mundial que las personas se mantuvieran en sus casas y que evitaran todo tipo de contacto físico como una forma de disminuir la propagación de un «virus» mortal que se había escapado de un laboratorio chino, lo que se ignoraba era que este sería el primero de un regimiento de otros que invadirían al planeta y que lo mantendrían recogido «voluntariamente» por medio del miedo. Era así como ya no salían, no hacían deporte, no se besaban ni abrazaban, solo aquellos que contaban con una mascota no habían dejado de caminar al aire libre, al menos por una hora al día.

Había un gran sector de la población que obedecía al pie de la letra lo que dictaminaban las autoridades sin cuestionar lo que constantemente se les imponía. Dentro de sus rutinas se establecían grandes períodos de tiempo para sus trabajos donde ejercían por lo general un rol de subordinación y el resto lo dedicaban a su familia y a las redes y plataformas virtuales; el otro sector, por el contrario, eran personas que, además de trabajar, dejaban tiempo para el ocio en el que ocupaba un papel preponderante la lectura y las artes por lo que se distinguían del resto por su sensibilidad, intuición y juicio. Esta dicotomía no permitía establecer una sociedad digna, porque mientras unos eran esclavos del sistema, los otros luchaban por no serlo, lo que resultaba extenuante y desmoralizador para aquellos que vivían con la esperanza que algún día todos entendieran que la libertad depende de la consciencia de cada cual frente a su entorno, del derecho a elegir cómo quiero vivir y no a acatar irreflexivamente la manipulación de gobiernos capitalistas de mercado, pero esto era difícil de entender para quienes no querían progresar intelectualmente por medio de la lectura y la investigación de la historia de pueblos que habían luchado y logrado ser libres, en consecuencia, cada día se iban sumando más adeptos a vivir cómodamente dirigidos y gobernados por los dictaminadores de leyes, formas de vida y de pensamientos que desde hacía un siglo habían logrado incorporar en las cabezas de sus gobernados a través de la educación estatal, las doctrinas religiosas y la publicidad que incentivaba el consumo por encima de todo criterio. Aquellos dictaminadores no pertenecían a ninguno de los dos grupos sociales, ellos eran un cinco por ciento de la población y provenían de castas extranjeras que luego de haber perdido credibilidad en sus propias naciones debido a sus gobiernos corruptos, buscaban oportunidad de gloria y riqueza en países lejanos y desconocidos incorporándose a través de empresas privadas con las que lograban apoderarse de la fuerza y capital de quienes gobernaban.

Los días pasaban entre salidas, obligaciones laborales, ensayos y clases con sus maestros que la preparaban en la perfección del instrumento. Llevaba varios meses en soledad y, la verdad, no lo estaba pasando tan mal, tenía miles de cosas que hacer, que arreglar, que leer, que bailar, que cocinar y, por supuesto, comer. Sus ingresos no habían disminuido puesto que seguía dando conciertos a través de plataformas virtuales, por lo que su espíritu se mantenía creativo y dichoso. Una mañana, muy temprano, estaba en el baño, frente a un enorme espejo preparándose para grabar una de sus presentaciones, trataba de arreglar su larga y cobriza cabellera, peinándola para un lado y para el otro, sin lograr el resultado desafiante que buscaba. Sus pensamientos divagaban para luego focalizarse en aquel violinista que había robado su atención y entre las sombras que circundaban la parte iluminada del espejo, vio la imagen de aquel, bailaba con cadencia al tiempo que tocaba una melodía. Quedó hechizada, era como si la dulzura y la pasión entretejieran su figura…, pero… era un espejismo, su mente había proyectado su deseo más latente y ya no estaba, quedó trémula frente al espejo sintiendo un extraño aroma cálido y protector que asociaba con los brazos fuertes de su abuelo y presintió que algo sucedería.

Aquella mañana los algoritmos de la redes sociales habían hecho de las suyas, el tiempo que había destinado Claudette a observar y escuchar a aquel músico hizo que apareciera ella como sugerencia de artista destacada para Rigzin, por lo que este se percató de su existencia y sintió ansias de observar y escuchar los videos de sus conciertos, la destreza y disciplina que proyectaba en su obra, así como la delicadeza y belleza de su rostro y figura, sin medir consecuencias, llamó su atención dejándole la imagen de una flor roja en el sector de mensajes de una de las redes sociales más visitadas por Claudette y, precisamente, donde lo había visto desplegar su arte.

«¿Será verdad?, ¿me habla a mí?, es decir, esa flor, ¿es para mí?».

Le parecía increíble aquella maravillosa sensación de flotar entre algodones, de ver el mundo a través de un cristal lleno de lucecitas doradas, de sentir un cosquilleo en sus pies y unas ganas de abrazar y besar a todo el mundo… esto del amor es como un tónico para recuperar nuestros súper poderes psíquicos, aquellos que la vida nos fue quitando de a poco desde el primer momento que vimos la fría luz de un mundo hostil que venía disfrazado de bienestar, salud y amor incondicional. En fin, en estas milésimas de segundos, se sentía plena y llena de magia y no quería pensar en lo que podría pasar después.

Dejándose llevar por las maravillas que le proporcionaba tal sentimiento, una voz le susurró «y… si no es real, si tan solo es una artimaña para hacerte caer y extraer información sobre quién eres, cuánta capacidad de consumo tienes y así sin darte cuenta ya se habrán metido en tus fondos bancarios…, hmm, tengo que buscar una forma de saber quién es y si es real o un espejismo de manipulación».

Mirándose al espejo, pensaba «Dios, cómo me ha crecido la barba… y mi pelo se está cayendo, tendré que cortarlo un poco, observaba sus manos resecas y un tanto entorpecidas por lo mismo, estaba tenso, sentía frío se paraba de su escritorio, tomaba un libro, se sentaba en su cama y trataba de ocupar su mente en la lectura, solo podía tocar el violín a ciertas horas del día, generalmente en las madrugadas, pues su guarida se encontraba en un pueblo pesquero donde hombres y mujeres salían muy temprano a trabajar y los encargados del resguardo público comenzaban sus rondas al faltar unas horas para que el sol se guardara.

Hijo de una mujer tibetana, a la que no había vuelto a ver desde los siete años de edad, cuando lo habían dejado en el monasterio de Ganden, a cuarenta kilómetros de Lhasa.

Ahí desarrolló su amor por la música y por la ciencia. Cuando cumplió la mayoría de edad, fue enviado a América con la misión de perfeccionarse y entregar sus conocimientos con la noble misión de evitar la deshumanización en cualquier ámbito en que se encontrara, fue así como, luego de titularse de médico cirujano, lo invitaron a trabajar en un gran proyecto de inseminación artificial, que ayudaría a miles de personas con dificultad para procrear, lo único malo es que de a poco y sin darse cuenta, los objetivos se fueron desvirtuando y adquirieron otros fines.

―Solo nos falta la autorización del ministerio de salud y podremos proceder con la investigación y así llevar a cabo el proyecto de la reproducción en serie sin necesidad de depender de la pareja hombre-mujer, ni tampoco de la familia que, en el fondo, solo encarecen el sistema.

―¿Quieres concretar las profecías de Huxley? No estoy tan seguro de querer hacerlo, ¿por qué intervenir en un proceso que es exclusivamente humano y fruto del amor? No sé si te suena esa palabra. Además, el objetivo era ayudar a personas que no pudieran concebir, no el evitar que lo hicieran en forma natural y espontánea.

―Años atrás tenía mucho sentido para mí, pero desde que mi familia fue torturada y asesinada por agentes del gobierno que buscaban información acerca de mi paradero porque, aunque te resulte paradójico, tenía los mismos buenos sentimientos que tú y no quise ser partícipe de los proyectos de inseminación artificial en ese entonces, tengo la convicción que mientras más deshumanizados estemos, mejor y más productivo será nuestro pasar por la vida.

―Es lamentable lo que te ocurrió, ¡claro que sí!, pero ahora estás del lado de ellos, no lo puedo entender, ¿qué te sucedió?, ¿qué te hicieron?, habíamos jurado proteger a la humanidad de cualquier resonancia de maldad e intento de deshumanización… lo siento, no cuentes conmigo, aunque no le he dado tiempo al amor y a la felicidad de compartir, espero hacerlo algún día.

―¡Hey!, detente, no puedes abandonar el proyecto, hay una parte importante que solo tú sabes llevar a cabo, si te retiras tendré que dar aviso a las autoridades y…

―¿Y?, perdón, ¿te has convertido en un torturador?, ¿la misma calaña de aquellos que asesinaron a tu familia?, ¿qué está pasando contigo?, ¿estás loco? ―Perturbado e irritado, toma su chaqueta y algunos documentos y sale del laboratorio dejando la puerta abierta.

«¡Diablos! ¡Qué desgracia! No quisiera encontrármelo nunca más en mi vida, todavía hay personas que sentimos, que amamos, que queremos despertar a los demás de este letargo en que viven y que permite que otros estén jugando con sus vidas, reprogramando sus cerebros, mientras los mantienen entretenidos e intoxicados con voladores de luces en aquellas plataformas virtuales que manejan sus pensamientos, quitándoles tiempo para la reflexión a partir de extenuantes jornadas de trabajo donde vuelcan toda su energía y se convierten en seres inermes, desposeídos de sueños y sentido, productores y consumidores voraces de esclavitud y apegos que cuando requieren descargar sus frustraciones e infelicidad se vuelcan en la inconsciencia apagando sus sentidos con más apegos y esclavitud, no obstante, los que nos damos cuenta podemos esquivar la mayoría de las trampas sociales, aún así, me veo involucrado, la comunicación está intervenida, tus acciones son leídas, tus pensamientos predeterminados, es imposible mantenerse al margen…  hmmm, debo poner cuidado con no dar preferencia a nada de lo que aparezca en la pantalla y, por supuesto, obviar cualquier tentación de detenerme más del tiempo necesario. Hay celadores conectados y expectantes a toda posibilidad de información y no es buena idea exponerme a que me encuentren, pese a ello, debo adherir de alguna forma, necesito encontrar a mi maestro, necesito su luz, en algún minuto me escuchará en pantalla y sabrá que lo estoy buscando, todos los años de estoica preparación en mi amado Tibet, resurgen hoy con fuerza… Aquella mujer, sus ojos, su mirada, ella no pertenece al mundo de los dormidos, lo que escribe, lo que lee, lo que toca, sí, lo que toca, además, hay algo en ella que me cautiva, algo que no puedo describir con palabras».

Claudette se preparaba para una de sus clases de piano, pero no pudo contener las ganas de revisar sus mensajes en aquella plataforma que cumplía, además, las veces de correo virtual.

Escribió en respuesta a la flor dejada con anterioridad:

 ―¿Quién eres? Me gustaría saber tu nombre, ¿podemos hablar en algún momento?

Miró con esperanza aquella galantería y su imaginación la hizo ruborizarse de la emoción que estaba sintiendo al poder contactar con aquel hombre reservado y seductor.

Esperó un momento y, luego, tomó la conexión con su profesor, tratando de dominar sus ansias de estar al pendiente.

Los días transcurrían, la dosis de soma recibida tras haber conectado con el violinista estaba a punto de caducar y comenzaba a creer que sus suposiciones tenían asidero, así que continuaba siendo feliz, pero no extremadamente.

Se paseaba por su casa chequeando todo lo pendiente para no colapsar con la cantidad de actividades que desencadenaban sus propósitos de vida, no podía soltar de sus pensamientos el mensaje que no había recibido por lo que su atención anduvo dispersa varios días, de pronto, sintió como un chasquido en su computadora que le notificaba sobre los nuevos videos musicales de aquellos que consideraba sus favoritos, se volvió para comprobar y una elegante figura desplegaba con pasión en su violín una de las melodías más preciadas de Claudette, El invierno, de Vivaldi. Si esta melodía le inspiraba sobredosis de endorfinas, oírla interpretada por él hacía que su cerebro segregara más y más hormonas de la felicidad. Sabía que era una grabación, pero intuía que estaba dedicada a ella. La forma de sostener el violín era tan delicada, su mirada era tranquila, taciturna, profunda…

«…Es fácil darse cuenta de mis gustos musicales, he publicado algunas obras que los hace entrever, pero debo crear una estrategia para saber que él es real y no un celador que pretende robar información. Sé que las energías se pueden transferir a través de las pantallas, hay muchos estudiosos realizando decodificaciones biológicas en línea y otros trabajando con registros akáshicos, aquellos que nos ayudan a leer nuestras almas a partir de la información que guardamos en ella durante todas nuestras vidas, por lo tanto, sí puedo sentir sus energías y saber si él pertenece al mundo de los conscientes a través de algunas preguntas sobre literatura y espiritualidad, si no lo fuera, me respondería en forma técnica y algorítmica, sí, eso es».

En las mañanas salía a recorrer los bosques y playas de la región austral, le gustaba sentir el poder y la fuerza ancestral de aquellas tierras, penetrar los bosques era para él como acudir a una cita con el infinito proyectado en la tierra, así como mirar la inmensidad de un cielo estrellado alejado de toda urbanidad le producía un respeto enorme. Recordando su niñez caminaba meditabundo, la imagen de su madre aparecía en forma difusa para luego precisarla en unos grandes y expresivos ojos color miel, su diminuta y grácil figura era escurridiza y de una energía muy sutil que iluminaba cada rincón por donde pasaba. En las frías noches de invierno junto a un brasero que lograba entibiar la rústica cabaña en que vivían, tomaba un violín y le dedicaba una amorosa melodía, cuando estuvo listo, ella le enseñó a tocarlo, desde ese momento su vida cobró el mayor de los sentidos convirtiéndose aquel instrumento en el timón de su vida.

«Ser o no ser, ése es el dilema. ¿Qué es mejor para el alma, soportar los golpes y castigos de la Fortuna, o enfrentarse contra un mar de dificultades y así darles fin? Morir, dormir… nada más; ¿y decir que con un sueño dimos fin a las aflicciones del corazón, a los miles de males naturales que nuestra condición nos ha dado por herencia? Esta es una consumación que deseamos devotamente. Morir, dormir… Dormir, tal vez soñar».

Shakespeare siempre tan certero, sensible y a la vez agudo, si tan solo pudiera comentar con alguien su gran obra y reflexionar sobre la grandeza humana de sus personajes sobrellevados por la miseria y pequeñez de sus adversarios a tal punto que muchos buscaron en la muerte la salida a tales congojas. ¿Será ella un espejismo de mi mente?, ¿cómo saberlo? Supondré que no pertenece al mundo de los dormidos y que, al igual que yo, solo utiliza las redes sociales para comunicarse y no para acelerar la producción de serotonina y endorfinas, pero de una forma absolutamente falsa y perecedera… tal cual como lo describía Huxley a través del soma que llenaba de gozo a personas a las que se les había quitado el albedrío y las posibilidades de sentir aún antes de nacer… y ¿cuál es la diferencia con lo que está ocurriendo ahora?, ¿no venimos a este mundo ya determinados?

―Hoy, a las siete… ¿estás de acuerdo? No dispongo de mucho tiempo, pero quiero conocerte, te hablaré por acá, te haré una llamada con visualizador, ¡nos vemos!

Ella salía del cuarto de baño, el agua de su cabello recorría sus hombros y espalda, la toalla de un albo exquisito ceñía su delicada cintura para caer en dos pendientes certeras a la altura de sus caderas, sus rosados pies corrieron hacia el computador al escuchar la campanilla del mensaje y ¡Oh, cielos! su cuerpo comenzó a temblar, solo faltaban treinta minutos para la hora señalada.

«¡Qué viejo me veo, esta barba no me favorece, ¿qué le puedo decir?, ¿qué me gusta?, ¿qué quiero conocerla?, ¿qué quiero tocar para ella? Oh, qué ridículo me siento, pero no encuentro manera de acercarme si no de esta forma, la vida nos está enseñando a querer desde lejos, a sentir a kilómetros de distancia, a penetrar en las energías del otro de una forma sutil y acompasada, de a poco, despacio… como la música, como la vida, como el amor.»

Había llegado la hora, suena la llamada, sus corazones estallan, sus torrentes sanguíneos están en llamas, se enfrentan, una delicada sensación de visitar el cielo los cubre y una sonrisa inunda sus rostros, si es que se puede describir con palabras tal gozo de alteraciones orgánicas. Si había alguna duda sobre las energías y vibraciones del otro, ya no era tema. Tal encuentro era un baile, una fiesta que se manifestaba en la agitación de sus células y sobre todo de su corazón.

―¿Cómo estás? ―dijo el violinista con la voz segura y un esbozo de coqueta sonrisa.

―Bien, bien, esperaba este momento. ¿Quién eres?, bueno, quien quiera que seas, me hace muy feliz conocerte.

―No tengo mucho tiempo para estar conectado, tengo enemigos que quieren saber dónde me encuentro, pero quiero que sepas que desde el primer momento en que te vi me cautivó tu dulzura. Eres energía, pasión y bondad, solo Shakespeare podría encontrar las palabras exactas, el amor es magia y no quiero mancharlo con vagas especulaciones, todo llegará en su momento, solo espera el tiempo divino de nuestro encuentro y podremos conocernos.

No terminó de decir la última palabra y la conexión se esfumó, no podía darle chance a sus perseguidores para que lo rastrearan, por lo que tuvo que suspender la conexión.

―Pero… cómo… cuándo… por qué…

Apenas rozaba la felicidad y esta se diluía en la nada, Claudette no entendía, su curiosidad estallaba en mil preguntas, pero algo le quedaba claro, era real, lo sintió en lo más profundo de su ser, su mirada la colmó de una dorada locura de amor y felicidad, sus células cantaban, su alma danzaba, ¡qué maravillosa sensación!

Era tarde y las calles del puerto estaban silenciosas y oscuras, el violinista se durmió con una sonrisa en los labios, vio aparecer por la puerta una figura llena de luz con un atuendo color naranjo, la dulzura de su rostro y la paz de su semblante eran inconfundibles.

―¡Maestro! ¿Eres tú?

―Descansa, pequeño Rigzin, todo está bien, has actuado con rectitud. Mañana saldrás antes de la primera luz del alba, el enemigo está al acecho y ya sabe dónde encontrarte, te espero en mi hogar que también es el tuyo. Ya tendrás tiempo de conocer a aquella que ha encandilado tu alma, todo a su tiempo, cuando el mar se calme y el tiempo, que es divino, nos avise de esto.

Su descanso fue un regalo del cielo, Rigzin cumplió el mandato y se dirigió al Tibet, no sin antes enviarle una hermosa flor de loto a Claudette y algunos versos de aquel que todo entendía del amor:


«El fulgor de su rostro empañaría

la luz de las estrellas, como el sol

apaga las antorchas. Si sus ojos

viajaran por el cielo brillarían

haciendo que los pájaros cantaran

como si fuera el día y la noche.

¡Ved como su mejilla está en su mano!

¡Ay, si yo fuera el guante de esa mano

y pudiera tocar esa mejilla!».

viernes, 11 de diciembre de 2020

Soledad infinita

Diego Velásquez González


Llegas al amanecer a tu hogar en compañía de Edna, una de esas amigas con la que se tiene la certeza que siempre estará en las buenas y en las malas. Ya has tenido señas que es alguien de confiar, pero la verdadera medida de su lealtad solo se hizo evidente al intuir los nubarrones que se acercaban consiguió un lugar dos pisos más abajo del bloque de apartamentos donde habitas para poder estar cerca de ti y tu compañera. Apenas has podido descansar. Te sientes agotado de vivir. Has llorado todo lo que podías y una sensación de soledad nubla todo a tu alrededor, quieres estar solo, acostarte y cerrar los ojos sin esperar o pensar. Son demasiadas cosas para procesar, para comprender. Tal vez pasado un tiempo, al abrirlos de nuevo sepas que todo fue solo un sueño.

Después de estar contigo, escucharte y prepararte un té de hierbas que te debe ayudar a dormir, Edna se ha ido. Como madre soltera tiene un hijo menor por cuyo bienestar velar. Te quitas las medias, el pantalón, la camisa. Te acuestas y por un momento piensas en lo paradójico de todo. Duermes, pero es un sueño disperso. Constantemente despiertas, vas al baño, tomas agua, das una vuelta por la sala y vuelves al cuarto. Pones música suave para dormir y programas el equipo de música para que se apague en treinta minutos. Te quedas quieto en tu cama escuchando la música y al fijar tu atención en el entrecejo como te habían enseñado a meditar, todo se apaga y sientes que eres arrebatado de esta realidad tan apabullante en la cual tienes muchas cosas que procesar y poner en su justo lugar.

De pronto despiertas. No sabes cuánto has dormido. Te levantas y al abrir la puerta del cuarto, un chorro de aire fresco golpea tu cara. Las ventanas de la sala estaban abiertas y al asomarte al balcón, un sol inclemente cubre la ciudad. El cielo despejado de nubes deja ver un azul intenso y profundo. En el fondo los cerros con los diversos contrastes desde el verde hasta el color tierra ofrecen la perspectiva de un día de esos que tanto te han gustado para salir y dejar que el sol nutra tu piel y te abrace en un calor reconfortante. Entre tanto, en la calle, a doce pisos de distancia, los vehículos y las personas como hormigas se mueven de un lado hacia el otro con rapidez ausentes a tu desgracia.

De pronto sientes que has perdido el sentido del esfuerzo porque aquellas cosas que todos los días te llenaban y te daban la sensación de bienestar y sentido parecen perder todo propósito. Deberías estar más tranquilo, las cosas han sido como deben ser, pero te resistes a esto. Te preguntas acerca de la manera que deberías empezar a abordar las cosas. Recuerdas que tu madre afirmaba que «cada día trae su afán» Pero, ahora, ¿cuál podría ser el afán, si todo aquello por lo que habías apostado parecía ser nada y al final empiezas a entender que todo se funde en la nada? Observas el reloj en la pared de la cocina. Son las 3:33 p.m. Es tarde, has dormido más de doce horas.  

Suena el teléfono que te saca de tus recurrentes pensamientos que parecen caballos desbocados y bailan de manera incesante en tu mente.

—Henry.

—¿Edna?

—Sí, soy yo —te dice y agrega―, ¿pudiste dormir?

—Sí. Al principio fue difícil, no dejaba de pensar, pero finalmente lo pude hacer.  

Te dice que estuvo allí hacía las diez de la mañana y abrió las ventanas ya que el aire del departamento se sentía pesado por el encierro de tantos días. Si deseas, te dice, puedo ir más tarde.

—Creo que estaré bien ―respondes en un intento de seguir en soledad. Tal vez no desees hablar con nadie.

—No importa, más tarde iré, recuerda que tengo llave.

Guardas silencio, aunque no sabes si pensando en sus palabras o dejándote llevar por tu mente en fuga hacía otros tiempos y lugares respondiendo casi de manera automática:

—Te espero.

Al colgar, observas la foto junto a la mesa de entrada. Allí están Carolina, Edna, Carlos y tú. En aquella ocasión, habían ido al Nevado del Ruíz en Manizales. Ese día hacía un frío tenaz. La noche anterior había llovido mucho y todo estaba despejado reflejando la belleza propia de las altas montañas andinas siempre imponentes y misteriosas. Recuerdas que te sentías entumido por el frio, aunque habían tomado agua panela caliente con queso. Carolina se negaba a salir de El Refugio, el centro de visitantes. Te decía que allí estaría bien, que desde allí podía mirar y que era un sitio realmente hermoso, y que sí, que se sentía un poco ahogada, quizás por la altura, pero no iba a pasar nada, que salieras con tus amigos. La observas en silencio. Todo te dice que la felicidad de contar con ella pronto se esfumará. Y aunque Carolina te ha dicho que tal cosa como la felicidad solo es posible cuando nos hacemos conscientes de nosotros mismos y entonces según sus palabras, todo empieza a brillar y esa vida oscura y extraña que creemos percibir se ilumina de manera inusitada, y que eso es la verdadera felicidad. Pero creo que no has entendido sus palabras.

A veces creías ser amado y eso te bastaba, pero no podías tener plena seguridad de aquello. Sabías que no debías pedir pruebas de su amor porque no la encontrarías. Ya has creído que a su lado encontraste la verdad del amor, o más bien a través de ella se hizo posible. Y entonces no era necesario buscarla en predicciones o en oraciones a los dioses. Has procurado que aquella idea de amar en libertad se hiciera tangible. Jamás caíste en aquella postura de querer tenerla solo para ti como se tiene un carro o una casa dejándote llevar por infames y egoístas intereses. Si de verdad hay amor, ese amor solo es posible en libertad te decías una y otra vez. Pero hoy piensas que tal vez eso fue solo un deseo.  

Vas a la cocina y abres la nevera. Leche, yogurt de melocotón, huevos, queso, arepas, manzanas. El apartamento poco a poco vuelve a tener el carácter y los rasgos propios de un lugar habitado por un hombre soltero. Tomas una manzana, la lavas y te sientas en la sala a comerla mientras observas las cosas a tu alrededor. Piensas, siempre piensas, y por más esfuerzo que Carolina hacía nunca pudo sacarte de tus ilusiones para que vivieras en el presente, en el aquí y en el ahora que se despliega con todos sus vericuetos, pero no logras dejar de pensar, de tejer sueños o simplemente angustiarte por una realidad frente a la que quizás no puedas hacer nada. Todo esto te hace ser lo que eres, un pensador. En ese proceso quizás encuentras un poco de gozo y dolor. Siempre te ha gustado jugar con las palabras y alguna vez consideraste que son ellas las que nos hacen humanos. «Somos seres de palabras» es algo que por lo general dices a tus alumnos.

Observas una tenue capa de polvo que empieza a cubrir las cosas. Carolina y tú siempre consideraron que la vida era demasiado corta para quedarse limpiando una casa. Ya habían pasado muchos días desde que todo había empezado, pero solo cinco días para que todo se resolviera y ahora el tiempo reclamaba su lugar. Sino haces limpiar todo, las cosas se harán cada vez más difíciles y eso incluye tu mente. Fijas tu mirada en el cuadro abstracto que habían adquirido en un viaje a New York y que al regreso tuvieron tantas dificultades para ingresarlo al país porque la dichosa factura no aparecía por ningún lado. Había tocado desempacar prácticamente todo. Para completar, al llegar a casa, Carolina empezó a odiarlo y eso se volvió un punto de discordia entre ambos, quizás uno de los pocos que tuvieron. Reconoces que te gastaste más dinero que el que te hubiera gustado, entre tanto para ella aquello era una compra inocua. Ahora para ser sincero, no entiendes porque lo adquiriste. Y piensas que puede ser una de las primeras cosas que debes tirar.

La conociste un viernes santo en la noche, en la procesión del Santo Sepulcro. Era un típico día de aquellos con mucha gente en la calle, una buena oportunidad para encontrarse con amistades y familiares con los que uno no se ve a menudo, ponerse al día en cuanto chisme sea posible, tomar algún café, hacer las fotos de rigor para el registro en el Facebook o el Instagram, y finalmente mirar y dejarse ver. Aquel día estabas con Carlos Duarte, tu mejor amigo desde hace cerca de doce años cuando se graduaron con honores de la universidad. Tu amistad con él ha sido cada vez más profunda y se parece a una relación de hermanos, además de tener juntos un grupo de teatro que ha adquirido prestancia no solo en la ciudad, sino en el país. Llevan cerca de una hora hablando de futbol, incluida la desgracia del equipo local que solo genera frustraciones. Finalmente, la procesión empezó a acercarse y la gente a apretujarse a los lados de las aceras.

—Hola —dijo Carolina mientras se acercó a tu lado—. Disculpe, ¿puedo ocupar ese puesto delante de usted para ver la procesión? Usted está muy alto. No tendrías problemas si te haces atrás.  

—Claro. Dale, no hay problema —respondiste y le brindaste tu espacio ubicándote a una distancia prudencial de su espalda para que no se sintiera insegura.

Carlos comienza a lanzarte codazos y te hace gestos indicando que observaras el trasero de aquella mujer, redondo y bien formado. Por un momento te sientes nervioso. Solo se te ocurre decir: «Hola». Entonces Carlos te mira con una sonrisa sarcástica como queriendo decirte que eres un tonto. Entre tanto te quedas en silencio mientras ella mira de reojo esperando que hablarás, pero no dices nada más. Entonces te preguntas en tu interior: «¿Es acaso la manera más inteligente de iniciar una conversación? Parezco un adolescente» y solo te dices a ti mismo que eres un idiota. De pronto, como si se conocieran desde siempre y fueran viejos amigos que se encontraban de nuevo, empiezan a hablar de lo divino y lo humano. Y entonces una cosa llevó a otra, y poco a poco fueron descubriendo sus esperanzas para tener la certeza que podían compartir un proyecto en común.

Todavía te preguntas cómo fue que te enamoraste cuando habías sido esquivo a tal posibilidad. Te daba miedo, lo reconoces. Preferías dedicarte a estudiar cuanto curso aparecía en el camino. Carlos te decía que «estás más preparado que un kumis y que dejarás de estudiar» dándote a entender que debías vivir más y pensar menos. A veces en charlas con amigos decías que, si te encontrabas el amor, así como uno se encuentra un billete en la calle, lo recibirías con los brazos abiertos, porque era el destino que venía a tu encuentro. Pero eso era algo que solo pasaba por tu mente ya que pronto abandonabas la idea al empezar a considerar el tema de los hijos, la casa, los viajes en familia, la salud de todos y que podía ser una limitante a tus sueños y más, puesto que dejarías de ser un hombre libre y dueño de sí mismo, no para ser un padre, sino sobre todo ser solo un proveedor.

Pero con Carolina las cosas cambiaron. Ella evadía como tú esa idea de procrear para ser felices. Y ese fue un buen punto de encuentro porque te sentiste seguro. Ella quería un compañero, un amigo con derechos para decirlo de cierto modo, pero sobre todo alguien con quien solo vivir, así y de manera tajante. Quería un espacio donde pintar, pero al tiempo tener la certeza que no estaba sola en la vida. Y la vida juntos fue un reto en muchos sentidos. Cada atardecer al volver a casa, encontraban la oportunidad de compartir, descubrir la mutualidad, alegría y el gusto de encontrar alguien de carne y hueso a su lado. Incluso cuando ella te vinculó a la meditación, algo que hasta el momento solo manejabas como tema académico y lo consideraste algo maravilloso, aunque te ha generado dudas. Todo aquello se te hace más una programación neurolingüística que otra cosa. Y entonces te diste cuenta que ya no podías seguir con tu rutina de soltero después del trabajo en la universidad como maestro.

Poco a poco empezaste a asumir que la vida al lado de aquella mujer un poco mayor que tú, era quizás lo más cercano a la felicidad. Te diste cuenta que te obligó a ceder, a sacar y tirar muchas cosas, no solo de ti, sino de tu espacio personal para que ella tuviera su propio lugar físico, mental y espiritual. A veces se entusiasmaban con discusiones de política. Tú tan de izquierdas por tu formación académica en Ciencias Sociales y Carolina tan apolítica por su propia experiencia que guardaba con tanto celo y de la cual apenas sabías algunas cosas lo cual hacía que para ti siguiera siendo una mujer misteriosa. No solo se le hacía difícil decir «te amo» y eso te molestaba, aunque procurabas no poner atención a ese detalle, puesto que tú tampoco has sido afecto a tales palabras.

Pero, ahora después de cuatro años las cosas empezaron a cambiar. Un día Carolina se despertó con un dolor bajito y con el tiempo su semblante se fue transformando, adelgazó terriblemente, ya no comía y fue perdiendo esa vitalidad que tanto le caracterizaba. Y empiezas a temer, más que por la misma muerte de ella, que haya dejado de amarte porque ponía una distancia sutil entre los dos cada vez más amplia. Se volvió una mujer más reservada. Hablaba más por teléfono, casi en secreto y cuando te acercabas se despedía con un «te cuidas» o «estamos hablando», «tengo algo que hacer». Así mismo los viajes al hospital, cuando las cosas se empezaron a poner complicadas, siempre estaba rodeada de sus amigas que la acompañaban hasta su regreso a casa, una señal inequívoca que no te quería allí. Sin embargo, aquello te ofrecía cierta tranquilidad a disgusto, pues sabías que, ella no estaba completamente sola en ese trance. A tu lado, Edna te acompañaba en las noches, te visitaba, escuchaba tus quejas, te acompañaba, invitaba a escuchar música o ver una película. Entre tanto, te sentías cada vez más inútil intuyendo lo que ya sabías, tratando de hacer tu trabajo y de controlar aquello que no podías controlar.  

Carolina siempre te recordaba que no dejaras de levantarte cada mañana, poner tu mejor sonrisa, vestirte de la mejor manera y dejar que la vida nos sorprendiera, pero, sobre todo, que no dejarás de salir al mundo, con el deseo de hacer que ese día valiera la pena. «Vivir momento a momento» era su mantra. Y ella siempre fue coherente entre lo que pensaba, decía y hacía. No dejaba que pareciera enferma. Se arreglaba, se ponía bonita y estaba siempre dispuesta para recibir lo que se diera. Siguió pintando durante algún tiempo, sonreía, disfrutaba la música o de una buena conversación a tu lado. Decía que a pesar de la soledad infinita en la que creemos vivir, la vida está llena de momentos en los que podemos compartir lo que somos, una parte de un todo.

Siempre dicen que no hay muerto malo, y es común escuchar en las funerarias a conocidos y desconocidos, a familiares y amigos exaltar las virtudes del difunto. Qué era una persona tierna, agradecida y otras tantas cosas por el estilo. En el velorio, una de las amigas de Carolina te presentó un hombre que estaba sentado en un sofá y no hablaba con nadie. Se veía bastante afectado y por momentos te miraba de reojo. Era Enrique te dijeron y que Carolina lo había conocido en Medellín. Después de las presentaciones de rigor, lo invitas a sentarte a tu lado.

Observas que, para ser un hombre entrado en años, quizás cercano a los sesenta, seguía irradiando una vitalidad inusitada. Tenía una energía extra, una especie de halo luminoso que lo envolvía, aunque no sabes cómo es que puedes ver aquello. Era un hombre de vestir casual, pero acorde a su edad, y un agradable aroma de su loción, muy suave, nada extravagante, con un ligero olor a romero y madera. Piensas que, a tus treinta y cuatro años, debió ser un tipo atractivo, pero, ¿Quién era?, te preguntas. Incluso te das cuenta que los conocidos de Carolina miraban con cierta suspicacia, quizás esperando que algo pasará. Y sin esperarlo, los silencios fueron dando lugar a las palabras y estas transmitieron la historia oculta de aquella mujer que has amado en libertad, que fue tu pareja, que fue tu amor, pero nunca tuviste una declaración de amor de su parte. Y ese es tu verdadero dolor, un problema del ego. Enrique decía que era un escritor y que empezó a pintar con Carolina durante sus años de estudio de artes en Medellín.

―Creo que Dios nos bendijo a los dos al darnos una mujer maravillosa ―te dice―. El mejor ser que haya habido sobre la tierra. Yo la conocí cuando tenía veintidós años, hace más de quince. Nunca pensé que ella pudiera amarme, pero creo que fuimos felices, o al menos yo. Nos encantaba cocinar, tomar un buen vino y charlar hasta altas horas de la noche. A veces lo hacíamos en compañía de otras personas. Nunca fue de fiestas, y eso tú lo sabes, tampoco de muchas amigas o amigos. Cuando terminamos se marchó. Siempre he tratado de pensar que no quería huir, sino buscar nuevos horizontes porque seguimos en contacto. Tal vez yo terminé siendo algo así como su padre. Todas esas conversaciones de arte, política, filosofía, literatura despertaban en ella gran interés, así como el hecho que respetaras, aunque poco entendieras, sus tendencias espirituales. Me hablaba mucho de ti y admiraba tu inteligencia, pero que te faltaba confianza en ti mismo afirmaba continuamente.

Henry ―te dice―, una de las razones por las cuales estoy aquí es por usted. Ella tenía un dinero destinado para ti. Cuando firmó su última voluntad así lo dispuso. Por tu cara, creo que nunca supiste de esto. Antes de que su padre muriera fue reclamante de tierras en Antioquía. El abuelo tenía unas fincas por el río magdalena y los grupos armados los obligaron a salir de allí. Por eso al morir el padre, y ella al no saber nada de esas cosas y tampoco interesarle, las vendió y el dinero lo colocó en los bancos desentendiéndose casi por completo de este. Para ella, lo fundamental era el conocimiento de quien era. Es por eso que, al abrirte a ella en cuerpo y alma, supo que la habías amado, que siempre estuviste para ella y que le diste el espacio que ella necesitaba. Ella te amo Henry, debes estar seguro de ello. Y como sabía que tu deseo siempre ha sido ir por el mundo allende los mares, y no lo habías hecho por tu trabajo, compromisos y limitados ingresos decidió que ese dinero era tuyo si moría. Pero debes estar tranquilo pues ella no tiene familia, de ahí que no hay problema con ello. Podrás hacer aquello que siempre has querido.  

―Sus padres sufrieron por las dolencias que vivió desde pequeña. La mamá casi se vuelve loca cuando supo que quería estudiar Artes Plásticas en Medellín. Se va a morir allá, afirmaba, puesto que sabían que desde su nacimiento tenía la marca de la muerte. Una extraña enfermedad huérfana que terminó volviéndose leucemia. Los padres le negaron su apoyo como un intento de no dejar ir a su preciada hija, pero ella logró encontrar quien la ayudara y terminó fugándose de Cáceres, Antioquía, su pueblo natal ―se detiene un momento, ya se escuchaba ahogado, espira profundamente y continúa―, ahí fue cuando entro a mi vida. A mi lado pudo estabilizarse y vivir de manera relativamente normal. Se volvió una buscadora espiritual, hizo las paces con sus padres ya muertos y eso le permitió vivir con una consciencia clara de su muerte, pero siempre inmersa en su presente, nada más. Siempre supe que era un espíritu libre y que cuando menos lo esperará, se iría. Vivía momento a momento. Creo que lo sabes.

Hoy, recordando sus palabras, te das cuenta que tu vida con Carolina fue el compartir de dos seres que aprendieron el verdadero significado de la libertad. Y aunque te incomoda, no tanto haberte dado cuenta que compartías el amor de ella con aquel hombre, sino sus secretos, su enfermedad y dolor permanente. Pero recuerdas que esa sensación es otra manifestación del ego que siempre se resiste y busca la autocomplacencia y entonces sabes que tendrás que seguir trabajado en ti mismo. Ella se lleva un poco de ti, eso lo tienes claro, pero ahora sabes que te amaba y además te deja los medios para cumplir tus sueños. De pronto tu soledad tiene una nueva perspectiva, y ahora entiendes lo que te decía del fluir incesante de la vida, que ella se encargue y solo podemos es entregarnos. Has aprendido que vale la pena seguir viviendo porque puedes hacer de tu vida un acto de amor cotidiano. Y saber y tener la experiencia de todo esto te da paz.

De pronto, escuchas la llave de la puerta. Es Edna, te saluda y dice que trajo el almuerzo. Y mientras la observas disponer de todo comprendes que el amor, no es tanto algo mental, es ante todo una experiencia y una bendición.