viernes, 31 de marzo de 2017

Talento

Marcos Núñez Núñez


«Esa noche Elvira decidió largarse y fue lo mejor, yo no quería estar con ella. El que me interesaba era mi hijo Rodrigo, pero parecía claro que él se iría con su madre, como sucede comúnmente en estos casos. Estaba borracho, la decisión de Elvira vino después de una breve discusión en la que yo, ahora lo reconozco, no podía establecer ningún diálogo sensato ni razonable.

Todo comenzó cuando me surgió la idea de obligar a mi hijo a estudiar música. Hace diez años creía que él tenía mi talento y que, si se aplicaba en la práctica, llegaría a ser un artista famoso. Nosotros vivíamos en un departamento de la calle Uruguay, en el centro histórico. Elvira lavaba ropa ajena en la azotea, planchaba los domingos, con lo que ganaba mantenía a Rodrigo y de paso a mí. Por las tardes ella preparaba donas que luego salía a vender. Yo no hacía nada por ganar dinero, supuestamente ensayaba heavy metal en casa del greñudo Iván Partida, aunque en verdad nos drogábamos, nos emborrachábamos hasta más no poder. Ni siquiera pagaba la mariguana o las cervezas, era Partida quien ponía de su bolsa; el tipo tenía feria porque su viejo le mandaba desde Veracruz dinero para estudiar en una academia de música. Muchas noches no llegué a casa, por eso Elvira reprochaba mi falta de responsabilidad. Su odio creció cuando vio que a golpes hacía que Rodrigo, quien entonces tenía nueve años, tomara la guitarra para aprender a tocar. Supongo que estaba ebrio cuando comencé con las dichosas clasecitas. Le decía, «tienes que aprender, pa que llegues a ser alguien en la vida», pero mi niño no lo hacía, lloraba, respondía «ya, papá, ya» cuando le pegaba palmazos en la espalda. Eso pasó casi todas las veces que llegaba y así se nos fueron varios meses.

Elvira estaba desgastada por esa vida, había enflacado, ya no era la muchacha de ojos verdes y cara blanquita que me encantó en la Alameda, era una señora ojerosa, con olor a sudor, mal vestida, con manos callosas por tanta mal vivencia. Yo estaba entorpecido, no supuse que las cosas tendrían un límite, hasta que en el mero cumpleaños de Rodrigo, después de aquella breve discusión, ella me dijo: "Alejandro, tengo unos ahorros, iré a casa de mi familia en Chilpancingo, estoy harta de esta maldita vida contigo, ahí te quedas". Lo dijo así, firme, cansada, mientras yo hacía como que la escuchaba porque estaba pasado de mariguana. Solo me recosté en la cama y vi cómo salía con su maleta y con Rodrigo de la mano. Cuando comprendí el sentido de sus palabras me levanté deprisa con la intención de alcanzarla, pero no había nadie en el pasillo, ella tenía rato de haberse marchado.

El golpe de realidad me dio al otro día, tenía hambre, lamenté que Elvira no estuviera, ya que ella, aun odiándome, dejaba algo de frijoles, tortillas o huevo frito en la estufa. Ahora no había nada, ¿sí me escuchan?, nada, me había quedado solo. Salí del departamento con mi guitarra para no volver. Ahí dejé abandonado el que fuera por unos meses nuestro nido de amor. No sé cuánto debíamos de renta, ni me importaba, solo tenía en mi cabeza el hambre, así que fui a casa de Partida a ver si tenía algo que invitar. Como siempre hubo heavy metal, marihuana, cervezas; para comer tuvo Sabritas y esa chatarra se volvió mi alimento durante poco tiempo. Lo digo así porque el Partida me salió con su domingo siete. En mal momento se le ocurrió morirse de un infarto. Él no debió fumar tabaco, ni marihuana, ni tomar alcohol, pero todo eso hacíamos. La desgracia pasó un año después de que Elvira se fue de la casa; al Partida lo encontraron tirado en el suelo, de boca arriba y orinado. Yo estaba en el sillón, ni cuenta me di cuando se lo llevaron. Al despertar, un ataúd me descubrió con el reflejo de mi rostro soñoliento; era mediodía, se escuchaban los rezos de la gente que se había congregado. Recuerdo que el lugar se veía distinto, ya no era la sala de los humos de cigarro o mariguana, ya no estaban las botellas de cerveza que sonaban al tropezarnos, tampoco el estéreo que reproducía los discos de heavy metal. Es más, las ventanas me sorprendieron al estar abiertas sus cortinas. Me despabilé y me puse de pie. Un hombre, no recuerdo quién, me dijo que habían respetado mi sueño al ver los montoncitos de mariguana que delataban mi condición. Como era de esperar, no hice caso porque yo no sabía qué estaba pasando. Ese mismo hombre, con voz triste me informó que Ivancito murió quién sabe a qué hora. Con el tiempo recordé que habíamos jugado a hacer el churro más grande de la historia. Nos dimos una fumada de aquellas inolvidables. Después resultó que se murió, hasta la fecha no sé cómo fue que lo encontraron, ni qué pasó después, ya que yo nomás me asomé para ver al greñudo Partida en su ataúd, levanté mi guitarra y me salí de ese lugar sin decir nada.

No tuve a dónde ir, lo peor es que aún no tocaba fondo. Sí me escuchan, ¿verdad? Por ahí anduve divagando por las calles del centro histórico. Usé la guitarra para cantar en los camiones de pasajeros. Allí me gané, durante ocho años, lo suficiente para mal comer, eso sí, la bebida estaba a la orden. En la calle había muchas prostitutas, así que no faltó el modo de saciar mi necesidad de cariño. La mariguana y el cigarro los dejé porque no quería morirme de un infarto, como Partida. Cómo son las cosas, yo andaba por la vida echándome a perder, sin ganas de vivir, pero me cuidaba de no caer como mi amigo, la vida es una contradicción. Dormía donde podía, andaba sucio, con el cabello largo, la gente me decía Negro, no por mi color de piel, que es blanca, ni por la barba larga, sino por mi cabello ondulado que al estar largo parecía de afro. Hace tres años comencé a ir al tianguis del Chopo, allí fui con mi guitarra y me puse a tocar unas rolas de Bob Dylan en el escenario de artistas callejeros. A mucha gente le gustó mi manera de tocar,  no faltó quien propusiera la borrachera. A veces me invitaban mariguana, pero yo la despreciaba. La gente que se junta en ese tianguis es muy divertida, locochona como yo. Con Partida habíamos ido varias veces a mal tocar con nuestra banda de heavy metal, que se llamaba Motosierra, de allí salimos con mal sabor de boca, por eso nos poníamos bien briagos, diciendo pestes del público que allí se congregaba. A mi regreso en solitario, las cosas fueron distintas, hasta me invitaron el trago y yo pues era feliz. El problema que vino después fue que ya no solté la bebida o ella no me soltó a mí. Todos los días tomaba, solo comía alguna sobra que me daban en la calle. Fue en esos tiempos que me hice consciente de cómo la gente "bien portada" me despreciaba, me gritaba teporocho. Hace un año me di cuenta de que ya no tenía la guitarra, que me juntaba precisamente con teporochos, a quienes les decía que ellos eran los perdidos, que yo no lo era, que nomás estaba pasando por una mala racha. Algo en mí decía que debía salir de esa condición yendo a los Alcohólicos Anónimos, pero mi ansiedad me llevaba a tomar más y más. Llegué a llorar, a sentirme desesperado, la manera de curarme era tomando alcohol de noventa y seis grados, así, seco. Un día pasado de briago caí, pero al menos supe que estaba cerca del lugar a donde quería llegar. Cuando desperté, estaba en la puerta de este local de Alcohólicos Anónimos.

Aquí aprendí que eso que me mantenía en pie de lucha era la vida misma. Esa voz interior fue la que hizo que yo dejara la mariguana y fue la que me trajo hasta aquí, compañeros, ¿sí me escuchan? Todo esto se lo agradezco a ustedes, a su solidaridad, su comprensión. Si ahora tengo el valor de subir a este púlpito para hablar de mi experiencia es porque me he sentido bien acogido. En especial quiero agradecer a Sofía Benítez por ser ella la que me levantó de la banqueta y me curó la tremenda cruda que me aquejaba. Sí compañeros, la fundadora de nuestro grupo en la colonia me ayudó en ese momento difícil, ahora me tienen aquí, luchando por encontrar un nuevo sentido a la vida. Ella me ha pedido que aprenda a perdonarme, a quererme, a ofrecer disculpas a quienes hice daño. Me ha pedido que crea en Dios, pero ahí sí no la he podido obedecer, yo estoy convencido de que Él no existe, de que es una aberración inventada por los que tienen el poder. Más allá de eso, sin entrar de nuevo en discusiones que no llevan a nada, estoy muy feliz con ustedes, compañeros, porque me apoyan, me toleran aun cuando yo pienso distinto. Las cosas se irán dando, sé que llegará el momento en que iré a ver a mi hijo y a mi exesposa, quien me ha buscado para firmar el divorcio. De todo corazón la buscaré, firmaré lo que pide, de paso les pediré perdón, especialmente a Rodrigo, que a estas alturas debe de tener diecisiete años. Por su atención, compañeros, muchas gracias».

Sonaron los aplausos de las quince personas que escucharon el testimonio de Alejandro Cuéllar, quien miró al público sonriente. Tenía el cabello corto, la barba delineada con candado y vestía ropa limpia. Muy diferente a como lo encontré la primera vez, cuando estaba sucio, apestoso a licor y a excremento. Me sentía orgullosa de ser parte de su cambio, era como si él hubiera vuelto a nacer. Al bajar por los escalones me miró sonriente.

―Bien, Alex, fuiste breve y emotivo ―le dije.
           
―Todo es gracias a ti, Sofía, mira lo que soy ahora, en dos años no me había atrevido a subir, por fin me sentí con valor para hablar ―respondió.

En ese tiempo Alejandro no quería volver a tocar la guitarra, pero yo insistí para que lo hiciera con la intención de superar el trauma de su vida pasada. Él creía que la música lo pondría en riesgo de caer nuevamente en el vicio, pero le hice ver que si él tenía convicción no había qué temer. Para insistir le conté cómo superé mi alcoholismo, le dije que yo tenía problemas de ansiedad y que en las cervezas sentía satisfacción para los nervios que me ocasionaba, hasta que, sin darme cuenta, me había vuelto una alcohólica. En la universidad fui una vergüenza, yo, una niña bien, estaba enferma de alcoholismo, iba a fiestas donde mis compañeros notaron que desde muy temprano estaba completamente ebria, ellos me lo dijeron con toda franqueza. Así que después del tercer semestre, no volví a la escuela. Mis padres me ayudaron llevándome a un centro de rehabilitación de paga, fue así que con empeño y el apoyo monetario de ellos logré salir. Después fundé el grupo aquí en la colonia Doctores, mis padres compraron un local donde poco a poco el grupo se fue conformando; luego encontré a Alejandro tirado en la banqueta y lo levanté para que estuviera con nosotros. No sé, cosa rara, creo que desde aquella mañana que lo vi me enamoré de él. Mi historia inspiró a Alejandro, pero su reconciliación con la guitarra se daría después a partir de otro motivo más fuerte para él.

A mí me contó que Elvira lo buscaba para ver lo del divorcio, también me contó que él amaba mucho a su hijo Rodrigo. Yo no entendía cómo supo que su todavía esposa lo buscaba y eso lo tomé como pretexto, creo que sin darme cuenta, para estar más a su lado. Así que al final de varias reuniones del grupo terminamos conversando juntos, bromeando, contándonos nuestras cosas. Yo sentía el local de Alcohólicos Anónimos más alegre, más iluminado, lleno de sentido al tener la presencia de Alejandro. Una de tantas veces que lo vi me dijo que había pasado por la calle Uruguay y había visto a un antiguo vecino que le dio información de Elvira. Se enteró de que lo buscaba para firmar el divorcio porque ella quería volver a casarse. Agregó que la noticia no le incomodó, porque él de por sí ya no la quería, lo que le dolió fue no recibir información de su hijo. Fue allí cuando le dije que fuera a Chilpancingo a resolver este problema, porque de alguna manera creí que le estaba afectando. Alejandro había demostrado entereza para no volver a beber, pero yo notaba que en el fondo de él había una insatisfacción importante que lo angustiaba. Creí que era lo del divorcio, por eso le pedí que intentara ir. Cuando me dijo que se iría una semana yo me puse feliz, sabía que eso ayudaría mucho, Alejandro se veía decidido, entusiasta y yo lo llevé en mi coche a la central camionera deseándole la mejor de las suertes.

Alejandro no se tardó una semana, sino un mes allá en Chilpancingo. Dijo que pasó algunas dificultades económicas, que había trabajado como empleado de aseo en una tienda de instrumentos musicales. No sé si ese trabajo fue obra del destino, porque se juntó con la firma del divorcio y con la dicha de haber visto nuevamente a su hijo. Lo que sí puedo asegurar es que a Alejandro, al bajar del autobús, lo vi sonriente. Traía su maleta colgada en el hombro y en una mano sostenía un estuche de guitarra. Su rostro parecía otro, parecía decir «ahora sí, he vuelto, agárrense porque ahí les voy».

Yo lo escuché por primera vez en una posada navideña que organizamos. Tocó algunas canciones del roquero Rodrigo González y la gente lo ovacionó en el salón de Alcohólicos Anónimos. A partir de allí los compañeros lo invitaron a tocar en eventos culturales de la colonia, después él solo se aventuró en el Chopo, lugar en el que interpretó canciones de su autoría. El público de la plaza más rockera de México lo recibió bien y fue invitado por una disquera independiente, llamada Avanzada Rockera Records. Los medios de comunicación comenzaron a decir que, después de Rodrigo González, Alejandro Cuéllar era el cantautor solista más interesante de la escena. Alejandro se popularizó con su canción El rock no está muerto, anda de parranda. El éxito de su disco lo hizo vender cincuenta mil copias; luego le ofrecieron un trabajo en el bar Mictlán, donde cada sábado dio un recital que abarrotaba el lugar. Cuando se tomó unas vacaciones, salió de la capital y juntos fuimos a Chilpancingo para buscar a su hijo. Allí descubrió que Rodrigo era su fan, que tenía el disco de su padre. Sin embargo, al volver a verlo, el muchacho huyó de su presencia al no querer reprocharle todo lo que sufrió junto con su madre en el pasado. Alejandro se quedó muy triste, pero trató de entender la reacción de Rodrigo y decidió volver otro día. Con el paso del tiempo, Alejandro grabó su segundo disco, con el que se proyectó a nivel nacional, con ventas de doscientas mil copias. Su estilo rocanrolero, ingenioso, burlón, de protesta anti gobierno, anti religión y en contra de los clichés sociales, lo hicieron el preferido del público, aunque también el más repudiado de sector social más conservador. No sé, a veces trato de explicarme por qué hay gente que llega a odiar tanto a un artista solo porque dice en sus canciones cosas reales, cosas que tienen que ver con los problemas de todos. Después de lo que sucedió, me quedo convencida de que los fanáticos del odio son los más peligrosos. Alejandro se casó conmigo en esos años, tuvimos a Úrsula, nuestra única hija que tiene el cabello afro como él. Al poco tiempo Rodrigo lo buscó en el bar Mictlán, allí estaba en entre el público, me buscó y fue a través de mí que llegó al camerino donde Alejandro bebía un refresco. En ese lugar se reconciliaron, al dejarlos solos, alcancé a ver cómo Alejandro destapaba un refresco para su hijo. Al pasar los días, a mí me dio mucho gusto verlos llevándose como amigos. Incluso, dos meses después, Elvira asistió a uno de los recitales de Alejandro, juntos cenamos por única y última vez. Parecía ir todo bien, con Alejandro pleno de sí mismo y yo por fin comprendí que su angustia tenía que ver con Rodrigo pero mucho más con su talento musical.

El éxito de Alejandro continuó, parecía seguir en ascenso, yo lo acompañé con nuestra pequeña hija en sus presentaciones. Tuvo numerosos ofrecimientos para hacer presentaciones en provincia, pero él las rechazó aduciendo que no quería dejar sola a su familia. Los únicos lugares en los que se presentó fueron el Chopo, el bar Mictlán y el local de Alcohólicos Anónimos donde continuamos asistiendo. A mí, hasta la fecha, me parece sorprendente cómo su música atrajo la atención de jóvenes y adultos, la de cosas que uno puede lograr tan solo con una guitarra acústica, una armónica y buenas letras poéticas. Las reseñas que vi en internet destacaban no solo la calidad de los arreglos musicales, sino también el matiz literario de las composiciones, tan llenas de un vacío existencial, de inconformidad con la realidad, con la corrupción de los gobernantes, plenas en su molestia en contra de la doble moral religiosa. Todo eso, ahora que lo pienso, era lo que atraía al público, además del carisma de Alejandro, con su estilo despreocupado, dicharachero, bromista que se notaba a la hora de interpretar sus canciones. 


En su momento el éxito me nubló la vista, porque no hice caso a las críticas que lo tachaban de mala influencia para la juventud; mucho tiempo después vi que un grupo de ultraderecha tachaba a Alejandro de satanista por su canción El anticristo de Nietzsche, había todo un escándalo, peticiones de censura que a él emocionaban, porque le daban a entender que sus canciones estaban generando el efecto deseado de remover conciencias. Debo confesar que me dejé llevar por su convicción, por eso pasé por alto la preocupación de muchos padres de familia que evitaban que sus hijos escucharan las canciones de Alejandro. Yo, como él, me clavé en la historia maravillosa de nuestro bienestar. Fue así que al salir el tercer disco, después de la presentación oficial en el escenario callejero del Chopo, Alejandro fue balaceado al salir del escenario, tenía su guitarra en la mano y su armónica colgando con su armazón en el cuello. Allí rodó por los escalones y yo lo esperaba a diez metros de distancia. Nunca me di cuenta de que alguien pudiera tener esas intenciones. El asesino fue perseguido, después capturado por los staff y la gente, todos lo pusieron a disposición de las autoridades. Sin embargo, al mes, el tipo, que resultó llamarse Mario Crisanto Maciel, fue liberado por falta de pruebas. Vaya usted a creer, por falta de pruebas, válgame Dios.

viernes, 24 de marzo de 2017

El anillo

Rita Mabel Figueredo


El sol es apenas un reflejo anaranjado en el oeste. La oscuridad se arrastra hacia la estancia, y va engullendo de a poco las siluetas, hasta que hombres, animales, edificios y plantas, no son más que sombras movedizas e informes. Samuel escucha dos golpes suaves en la puerta de roble y levanta la cabeza:

—¿Sí? Pase.

—Buenas, patroncito —dice Eulogio sacándose el sombrero que estruja nervioso contra el regazo—, yo necesitaba unas palabritas con usté nomás.

—Pase, Eulogio, faltaba más, lo que necesite. Tome asiento, no se quede en la puerta que hace frío.

—Acá nomás, de parado. Un segundito y ya me voy pa´ el rancho. Rosa tiene el guiso listo... además a su padre de usté no le gusta nada que nos quedemos mucho en la casa.

—No se preocupe por mi padre, que está en la ciudad y dígame qué necesita Eulogio. ¿Todo bien en el tambo? Me comentó Jacinto que el toro nuevo no quiso hacer el servicio.

—¡Ja! Flor de haragán resultó ese toro... Ni para divertirse con nuestras vacas tenía juerza —contesta Eulogio risueño, olvidándose por un segundo lo que lo trajo hasta ahí—. Pero no es eso —agrega, volviendo a la actitud compungida—. Es la Clara.

—¿Su hija? —pregunta Samuel poniéndose de pie, nervioso de repente.

 —Sí..., mi hija... la menor... —y agrega bajando el tono—: la que por lo menos parecía que iba a servir para algo.

—¡¿Qué pasó?! ¡¿Está herida?! —exclama Samuel, levantándose del sillón que ocupaba y tirando a su paso papeles y una silla—.  ¡Vamos! ¿Por qué se queda ahí parado?

—No es eso patroncito... no le pasa nada... bueno... nada que no sea natural... Está bien. Preñada nomás.

—¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Embarazada mi... digo, Clara? No sabía nada —dice mientras vuelve a sentarse, pálido de pronto.

—Yo no quería molestarlo con estas pavadas, pero sabe patroncito, ella dice, bueno... repite y llora como descosida, que el bebe es de usté.

—Eulogio yo...

—¡Si, sí, yo sé que es un disparate! Ya le hablamos con la Rosa y la zarandeamos un poco también para que confiese quién fue el malnacido y ella dale que dale con que está enamorada de usté.

—Lo que pasa Eulogio...

—No, no patrón, no hace falta que diga nada, yo sé. Con tal de no ir a lo de su prima Aurelia al Chaco, es capaz de jurar que fue el Espíritu Santo. Pero sabe, me duele que siendo la más inteligente, se haya dejado engatusar y cargar con un crío. Y para colmo que le haya robado a usté patrón, que es tan bueno con la peonada. Se pasa con la cantilena de que se van a casar y todo eso. No lo molesto más, me voy yendo, quería dejarle esto nomás.

Samuel hace un esfuerzo por contener las lágrimas. Eulogio abre la mano y muestra un anillo de oro blanco, con una sola piedra transparente, que refleja la luz de la lámpara de pie y la replica hasta convertir toda la habitación en un carrusel brillante.

—Yo sé que este anillo era de la difunta, su madre, que en paz descanse —continúa Eulogio— lo único que yo le quería pedir es, que por favor no le cuente nada a su padre de usté, porque él no tiene paciencia y nos va poner de patitas en la calle si se llega a enterar.

—¿Si me entero de qué? —se elevó el vozarrón de Edmundo Pérez Sarratea por sobre el ruido de los grillos que poblaban la noche.

—¡Padre! Qué sorpresa... No lo esperábamos hasta el Día de Todos los Santos... —dice Samuel atragantándose.

—Ni me lo digas, esa ciudad llena de ineptos, flojos y pendencieros me cansó antes de tiempo. ¿De qué no me tengo que enterar?

—Patrón yo... —balbucea Eulogio.

—De que el toro que compramos no sirve padre —se adelanta Samuel, recuperado de su estupor— un gasto inútil.

—¡Pero qué inservibles vienen todos hoy en día! ¡Hasta los toros! —explota Edmundo golpeando la mesa. De pronto se hace consciente de la presencia de Eulogio— ¿Y se puede saber qué haces vos en mi estudio a esta hora? ¿No fui claro cuando dije que no vinieran para acá más de lo necesario? Mañana hablamos. Ahora desaparece de mi vista que quiero descansar. ¿Y a vos qué te pasa que tenés esa cara de alienado? Andá prepará un whisky y contame que pasó en mi ausencia.

—Sí, papá—contesta Samuel bajando la cabeza, alejándose hacia la cocina.

—¡¡Eulogio!! —grita con voz de trueno Edmundo—. Volvé, quiero preguntarte algo.

—Mande patrón —se apresura a contestar Eulogio.

—Tomá —Abre el cajón del escritorio y saca un fajo grande de billetes—. No quiero ni oír hablar del crío ese nunca más. Es solo para que a ningún nieto mío le falte de comer. Samuel es un romántico, pero ya se le va pasar. Dame el anillo. Va ser para la que en definitiva sea su mujer, como corresponde. Y ese hijo... mejor que lo lleves a otra parte. O mejor todavía si podés hacer "desaparecer" el problemita. Porque un bastardo es un bastardo para siempre, y eso vos, deberías saberlo mejor que nadie, hermano.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Humo

Bernardo Alonso


El humo vertical y gris ascendía en el espacio, tornándose en una espiral sin rumbo para luego expandirse y abarcar toda la habitación. La brasa incandescente del tabaco encendía con intensidad al ser aspirada; el ardiente papel se consumía seguido del silencio, luego la meditación y al final los recuerdos con el arrepentimiento.

Delia cruzaba sus delgadas piernas, sentada en el sillón café de cuero, la mirada perdida, el codo sobre el regazo y los labios con el cigarro sostenido por dos temblorosos dedos. Mecánicamente inhalaba mientras los pensamientos iban y venían al ritmo del fumar. No existía ruido en aquella fría sala, solo ella y su exhalación.

 El pasado arremetía contra el presente viendo cómo había comenzado todo; con la imagen de aquel primer momento en que conoció a Genaro. Aquel fue un flechazo de película romántica, un trillado amor a primera vista. A su núbil edad fue una fantasía ver al fornido y guapo millonario vestido de esmoquin, camisa desabotonada, cabellos revueltos y una apabullante personalidad impulsada por una mirada cautivadora de sus verdes ojos. Cayó rendida en aquel instante al verlo en la boda de su prima María Marta. Genaro regresaba de una larga estancia en Europa adoptando la vestimenta y el coqueteo de un playboy italiano. No había chica que no se derritiera ante el apuesto Genaro y él solo fijó su intención en Delia.

En el Alfa Romeo rojo descapotable la visitaba con el permiso de los padres de Delia que igualmente cayeron seducidos por el acaudalado y carismático casanova. Delia nunca sintió resistencia de su familia a la creciente relación con Genaro, al contrario, esta era alentada. Cada viernes en la tarde su casa se volcaba a la cita con el pretendiente, el vestido se planchaba, cambiaban las flores de los jarrones y sacaban al perro al patio de atrás en una forzada ceremonia que inútilmente se trataba de disimular para recibirlo y consentirlo.

Al cabo de unos meses de cortejo la tan anhelada propuesta de matrimonio llegó, la novia ilusionada y enamorada se consagró a la boda; sin duda sería el evento del año en la ciudad.  Las miradas de la sociedad estarían en todo el proceso. Genaro Terán Rubalcaba, el cotizado soltero, contraería matrimonio con Delia San Juan Avilés; una unión en la que ella escalaría social y económicamente. Por fin el doctor San Juan vería recompensada su persistente presencia en el Club de Rotarios y haber invertido en la imagen familiar y asistencia a toda ocasión festiva de la alta alcurnia local.

La boda fue un ensueño, todo brilló, era pura felicidad y dulzura apenas comparable con las de las princesas de un cuento. Los invitados se reverenciaban ante los novios manteniendo la envidia a una pareja tan perfecta. La joven novia recién salida del bachillerato, delgada y hermosa con ojos almendrados color miel, piel blanca y nariz fina, una verdadera muñeca; siempre abrazada o tomada de la mano del portentoso novio que con la sonrisa impecable saludaba a todos los invitados.

Enseguida de una majestuosa fiesta para la que el doctor San Juan empeñó hasta las cabras de su finca, su familia se encontraba en un estrato superior al que había estado toda la vida, ese matrimonio los catapultó en la ciudad como la familia política de los Terán, que siendo terratenientes e industriales se colocaban en la cúpula empresarial y también política del país. Y todo había surgido tan natural aparentemente; ver a esos dos jóvenes radiantes enamorados era para escribir no una novela sino un poema.

Roma fue el inicio de la luna de miel, con su sabor milenario, su encanto latino, y como la leyenda de ciudad que es abrazó a los novios en su primera noche a la que esperaron por petición de Delia para que fuera mágica y continuara el maravilloso romance.

Arribaron a la ciudad eterna después de varias horas de vuelo y una breve escala en Madrid al mediodía europeo. Genaro conocía la ciudad por sus múltiples viajes debido a su estancia mientras cursaba la maestría de economía en Salamanca. El augusto y señorial Hotel Edén -a escasos metros de la Vía Véneto, la escalera de la Plaza de España y de la Vía Condotti- asomaba la vista a la Basílica de San Pedro. Adornado con sus mármoles, muebles clásicos y exquisitas obras de arte provocaron en Delia que su fantasía se hiciera realidad. Después de un paseo por la tarde se dispusieron a cenar en la bella terraza del hotel con vista a la única y esplendorosa Villa Borghese, degustaron platillos desconocidos para ella mientras Genaro bebía copa tras copa del mejor chianti sin dejar que se vaciara ante la mirada de extrañeza de Delia.

Terminaron la deliciosa cena y la agradable plática de jóvenes enamorados. Por las entrañas de Delia se comenzaba a sentir un cosquilleo sabiendo que la hora había llegado, hasta este momento todo era perfecto. Subieron a la amplia y elegante habitación que se había preparado a petición de Genaro con pétalos de rosa por doquier, las velas dejaban la luz a medias, la cama abierta y una botella de champaña en hielo. Genaro trató de cargar a Delia en el umbral de la puerta, una tarea fácil para el atlético cónyuge pero un mareo repentino producto de tanto vino hizo que se tambaleara al agacharse por ella, una leve risa salió de la boca de Delia pareciéndole graciosa la escena. Genaro desistió de hacerlo y con una mirada de desagrado entró primero dejando a Delia detenida y esperando a la puerta.

¿No vas a entrar? ¿Ahí te vas a quedar? con mal humor y sarcasmo dijo Genaro mientras Delia percibía la extraña mirada de su marido.

Ella se introdujo sorprendida mientras veía como Genaro se desabotonaba torpemente la camisa dándole la espalda. Él tomó la botella de champaña de la hielera mientras esta goteaba en el piso de mármol.

¿Vas a seguir bebiendo? preguntó con voz firme Delia.

¿Hay algún problema? replicó fuertemente Genaro, que destapaba la botella y dejaba retumbar el sonido del descorche ante el silencio de Delia.

Genaro dio un largo trago directo de la botella dejando escapar la espuma por las comisuras de su boca, escurriendo la gaseosa bebida ante la mirada molesta de Delia, que solamente había tratado con borrachos en una fiesta familiar donde sus tíos paternos se embriagaron e hicieron escenas vergonzosas, pero en este momento no sabía cómo reaccionar al ver repentinamente enfadado a Genaro, quien se limpió la boca con el brazo derecho y volteó a ver a Delia con lujuria, una mirada a la que ella nunca se había enfrentado.

      Se aproximó a ella viéndole sus tiernos pechos que sobresalían al escote del entallado vestido rojo. La cara de Genaro se describiría con los labios abiertos y los dientes apretados, los ojos enrojecidos, la cabellera despeinada, el rostro sudado y el sonido de un bufar que escapaba de su boca. La tomó del delicado brazo abarcando toda su circunferencia y la jaló hacia su pecho comenzando a besarla descontroladamente, apretando con fuerza sus senos.

Delia trató de zafarse pero no lo logró, soltó una protesta.

¡¿Qué te pasa?! ¡Me lastimas! chilló cuando pudo despegar su boca de la de Genaro pero inmediatamente fue absorbida por los musculosos bíceps entretanto las manos de él la tocaban en todo el cuerpo.

El forcejeo continuó hasta que fue lanzada a la cama, lo que le hizo sentir verdadero pánico ante la impotencia de verse rebasada por el corpulento y ahora violento hombre que se abría los pantalones dejando al descubierto el miembro viril aterrando más a la virgen. Ya estaba inmovilizada por el peso completo de Genaro en sus piernas. Él se agachó hacia ella y con las dos manos como si de débil y frágil papel se tratara arrancó el vestido de Delia desnudándola en un instante entretanto le sujetaba los endebles brazos y admiraba entre sollozos de ella y gruñidos de él los rosados y redondos pezones de unos delicados y pequeños pechos. Al cabo de un momento de silencio en el que ella aflojó el cuerpo durante la calmada observación de él a sus partes, lo único que se le ocurrió hacer a la pobre joven fue soltar un grito de auxilio, acallado por una fuerte bofetada proveniente del anverso de la amplia mano derecha de Genaro, dejándola confundida y viendo luces hasta que en su virgen vagina sintió el desgarre completo de la penetración de Genaro, haciéndola chillar y gemir, un dolor absoluto dentro de ella sin que pudiera evitarlo.

El espacio de la sala se llenaba con el humo mientras en el cenicero de plata se empezaban a acumular las colillas. Eran testigos de los recuerdos el piano que sus suegros les regalaron y el candelabro de cristal que colgaba del elevado techo de madera fina sostenido por las paredes de piedra volcánica. Delia se lamentaba con la memoria del inicio, esa fue la vez que más le dolió, cada detalle de lo sucedido la primera vez jamás se le borró.

«Estúpida» dijo Delia en voz alta mientras negaba con la cabeza y expresaba aflicción con el semblante.

Interrumpiendo la fumada volteó a ver los retratos que en los muros de piedra estaban colgados, Genaro de manera meticulosa los colocaba cada vez que existía un evento relevante en su vida, desde su foto de graduación vestido con toga y birrete hasta otra en la que le colocaban una medalla en algún evento deportivo, o en la que sostenía la cornamenta de un venado cazado por él mismo.

Delia se levantó del sillón con el cigarrillo entre los dedos índice y medio a un costado de su cadera mientras este se consumía y acrecentaba el tamaño de la ceniza que se desplomaba en el parqué. Se dirigió a la fotografía del día de su boda, se veía alegre y feliz, realmente enamorada igual que él, nadie diría que los siguientes quince años se convertirían en un infierno, pero al recorrer las fotos de manera atenta se podía ver como el semblante de Delia decaía, de ser la joven radiante y envidia de toda una generación en la ciudad, envejeció con rapidez, los ojos almendrados se enmarcaron en oscuras ojeras y arrugas. En el nacimiento de su único hijo Juan Genaro no parecía la dichosa madre y ella podía ver en su propia cara cómo la condena de vivir con su esposo se hacía inevitable. Él sí parecía contento junto con los orgullosos padres de ella. Y así al transitar por cumpleaños, navidades, viajes etcétera todo contrastaba con la jubilosa boda.

En la sala saturada de humo ante la abúlica contemplación de Delia a su triste pasado se configuraba de las emanaciones de su fiel cigarro una figura antropomórfica y caprina color plomizo, con cuernos arqueados nacidos de la cabeza calva, un par de patas cubiertas de lana y pezuñas hendidas, el humano torso desnudo, el rostro adusto y arrugado enmarcado en una barba de cortina sin bigote, abultada en el mentón al más puro estilo Shenandoah de Abraham Lincoln, los ojos penetrantes y cejas tupidas daban potencia a su mirada. Era un fauno de imagen espectral que poco a poco conformaba su figura. Flotaba sobre el piano y contemplaba con los brazos cruzados a su alrededor.

 Delia de espaldas sintió la presencia de quien pensaba era Genaro, al intentar voltear recordaba que este estaba dormido y desistió, conocía su rutina después de la borrachera. La siguiente bocanada de cigarro fue seguida de una inspección de su antebrazo que pintado de morado denotaba las huellas y vestigios de la noche anterior. Delia continuaba sin percatarse de la aparición que completaba su efigie cuando detrás de ella escuchó con gran sorpresa una voz aguda y áspera.

Estúpida aquel ser no solo se veía y se movía sino que hablaba con claridad, suspendido en el aire contorneándose al ritmo de la humareda, mientras Delia volteaba sin creer lo que veía.

¿Quién eres? preguntó Delia retrocediendo a la pared.

¿Quién soy? Eso no importa, yo sé todo de ti respondió el ser mitológico con una sonrisa que mostraba los desalineados dientes perfilando la cabeza y sosteniéndole la mirada a Delia.

Delia aterrada en un primer momento guardó silencio y sintió la brasa del cigarrillo quemarle los dedos.

Piensas en cómo te convertiste en lo que eres hoy, ves cada foto en tu camino a la desgracia, nunca has querido salir de esto dejó retumbar su peculiar voz el extraño ser en aquella habitación. Delia se percataba de que en efecto sabía todo de ella. Se preguntaba en su interior si era perjudicada por una alucinaciónTu familia te vendió y lo sabes, tú te vendiste y lo sabes. No puedes lloriquear ahora, gozaste del dinero y de la fama, sabías del precio. Ahora no quieras hacerte la víctima. —Sonaba burlón y enterado de todo, juzgándola desde una parte de su conciencia que no conocía y que le parecía extraña pero a la vez propia.

¿Quién eres? Eres una alucinación. —Se resistía Delia—. ¿Qué me pasa? se cuestionaba tapándose los ojos con las manos aún con el cigarrillo entre los dedos. Se sentó en el piso recargada en la incómoda pared de piedra sollozando.

Al cabo de un momento todo era silencio, comenzó a descubrirse los ojos como si despertara de un mal sueño mirando al frente de ella misma y solo veía la neblina del cigarro ondear en el espacio de la sala.

—¿No te quieres dar cuenta? ¡Te engañas a ti misma! —A un lado de Delia reprendió aquella quimera con la sonrisa irónica mostrando su desagradable dentadura y con las manos en la cintura entre la piel humana y el pelaje de cabra de sus extremidades inferiores.

Delia se asustó al percatarse de que esa presencia continuaba ahí. No le contestaba, solo se mostraba atenta a sus irónicas pero certeras palabras. Le resultaba claro que aquello era real.

Nadie tiene más culpa que tú. Tú aceptaste estar con él, vivir con él. Pudiste haberte salido de este juego desde el principio, pero el peso de la opulencia te tiene aquí; joyas, vestidos, viajes, fiestas. Hoy puedes tener moretones en la cara, un labio cortado, limpiarás el vómito del borracho, ocultarás tus sentimientos, pero sabes que ese es el precio. La aleccionaba y la hacía ver la realidad sin que ella le quitara la mirada de encima. Mientras lo escuchaba analizaba la apariencia de este, sus pezuñas, los cuernos torcidos que salían de su frente, los profundos y extraños ojos, y ese gesto tan peculiar—. Y todos se beneficiaron: tu padre llegó a alcalde, tu hermano vive en Europa, tus amigas son las esposas de su círculo. Tú fuiste la llave de muchos que te sacrificaron. Aunque lo quieras ocultar ellos están enterados de todo esto, incluso tu hijo, y no hacen nada sentenció de forma categórica.

Delia se atrevió a contestarle:

Ya no puedo seguir pagando el precio, ya pagué mucho ya son quince años.

Seguirás pagando el resto de tu vida. —E hizo una pausa—. O el resto de su vida sugería el fauno.

Al cabo de serenarse y cavilar la insinuación le dijo:

Quince años de esto, me han quitado el miedo, esto es rutina, una rutina asquerosa pero ya no le temo mostrábase valiente y hasta altanera.

Pues ya sabes qué hacer. —El fauno dio media vuelta y comenzó a desplazarse flotando y ondeando como los espíritus y las figuras fantasmagóricas se mueven, dejando una estela a su paso dirigiéndose hacia el vestíbulo que conducía a las escaleras de la casa. Delia tuvo el instinto de seguirlo sin pensar a dónde le llevaba.

            Subieron las elegantes y estilizadas escaleras adornadas con un barandal tallado en madera fina, eran flanqueados por el candelabro de cristal cortado que colgaba del alto techo de aquella lujosa mansión y que alumbraba en la oscura y fría madrugada. Al seguirlo cruzaron un pasillo alfombrado, paredes adornadas con suntuosas obras de arte.  Llegaron a la habitación principal, Delia abrió la puerta en sigilo y ahí en la cama estilo Luis XVI yacía dormido y boca arriba Genaro, sobre la colcha y con la cabeza casi colgando de la cama, roncando con la camisa a medio desabotonar, el pantalón desabrochado y aún con el cinturón enrollado en la mano, el charco del fétido y amarillento vómito en el mismo lugar de siempre en la percudida alfombra.

Delia lo observaba y no veía al galán que un día la conquistó, no veía al carismático hombre que al día siguiente la saludaría como si nada y que arrepentido le mandaría los más bellos ramos de flores o le compraría un lujoso collar, no veía al temido hombre de negocios que todos reverenciaban y que era recibido en cualquier evento social, no veía a ese padre que llevaba los mejores juguetes a Juan Genaro traídos de Estados Unidos o Inglaterra y que se aventuraba a jugar y divertir como nadie a su hijo en entretenidos enfrentamientos de indios y vaqueros, no veía a ese gran orador y dueño de las comidas familiares que no daba fin a las anécdotas y chistes que cautivaban a todos. Solo veía al cruel borracho que arremetía contra ella cada borrachera, al que venía del burdel oliendo a perfume barato de ramera y que tambaleándose a la entrada de la grandiosa casa la correteaba sin más motivo con el cinturón en la fornida mano derecha y que erráticamente golpeaba en un rincón acusándola de cualquier ocurrencia de su embriaguez o si lograba una erección la violaba salvajemente en el piso. Para ella era un monstruo y como dijo el fauno, sabía qué hacer.

Ahí lo tienes, tu amado, tu verdugo, tu destino. Ya no le tienes miedo. Es todo tuyo. Hazlo ordenaba enardecido el astado y peludo ser señalándole a Delia el cojín verde con bordes dorados que hacía juego con la colcha.

Al despuntar el sol luego de una atribulada madrugada e hipnotizada con las palabras de aquella aparición se inclinó y tomó el cojín con ambas manos temblando, su gesto cambiaba de un rostro neutral a uno con ira y gozo. El odio la inundó. Estaba dispuesta y su sufrimiento estaría por acabar. Estaba segura. Nunca pensó en matar a una persona y sin embargo ahora no se cuestionaba. Al tener el cojín apuntando a la cara de su indefenso esposo giró la cabeza para ver al fauno en una última aprobación antes de ahogar y terminar con su calvario, en cuanto lo tuvo a la vista este con la voz decidida y en tono diabólico ordenó:

¡Hazlo!

Al tratar de accionar la venganza y asfixiar a aquel monstruo Delia se congeló contra su voluntad cuando Genaro despertó y con las miradas directas uno al otro se contemplaron, Delia soltó el cojín y sin hacer movimiento alguno escuchó:

Hola, hermosa, buenos días, ¿qué horas son? con la voz de adormilado y estirándose preguntaba Genaro en un claro episodio de intencional amnesia etílica.

Delia volteó en búsqueda de su cómplice, vio en la habitación, vio en el aire, en el espacio y no había más humo.

jueves, 16 de marzo de 2017

Jenny

Adrián González


Sentado en la banqueta junto a un semáforo, Renato cuenta una y otra vez sus monedas; su cara denota preocupación, mientras los autos que pasan rozando sus pies, arrojan humo en su cara haciéndolo toser. La lluvia ha empezado a caer y está anocheciendo, el tráfico empeora y se escuchan sonar con estridencia las bocinas de algunos camiones.

Con la nariz de bola y la peluca anaranjada en una mano, Renato inicia a caminar, tratando de limpiar con la manga de su camiseta, la pintura blanca que le escurre de la cara a causa de la lluvia; junto a él, un perro callejero lo sigue de cerca.

«¡Apúrate, Manchas! Vamos a la calle de los antros a ver qué sacamos», le grita, en tanto el animal se distrae hurgando en un bote de basura. «Si no llegamos a tiempo, tendremos que esperar hasta que los borrachos salgan», le advierte.

Cuando arriban a la zona de tolerancia en las afueras de la ciudad, la lluvia ha arreciado y se escucha música escapar del interior de un bar cuyas marquesinas iluminan con destellos la calle. De uno y otro taxi, mostrando las piernas al bajar, van llegando las «bailarinas», solas o en grupo, echando bromas sobre si la noche será buena o no y riéndose unas de otras; la mayoría lo saludan.

¡Qué haciendo tan temprano, Renato! grita una, cuando lo ve.

—Tráeme unos condones y a la salida te doy tu propina —le pide otra, dándole un billete.

—Buenas noches, mi chiquito —le dice una más, inclinándose para pellizcarlo entre las piernas y después soltar una carcajada.

—¡Ja, ja, ja, ja! —la secundan las demás.

Renato echa a correr por el encargo cuando rechinando sus llantas al frenar casi lo atropella otro taxi, provocando que resbale y caiga en un charco a media calle; Manchas ladra agresivamente, pero nadie más se ocupa de lo sucedido. A su alrededor, los hombres que por ahí pasan, muestran premura y entusiasmo por entrar al bar.

—¡Fíjate, chamaco tarugo! —vocifera el chofer, en tanto, aún tirado en el pavimento, Renato alza la cara, mirando con asombro a quien desciende del auto.

¿Qué haces aquí? le pregunta la mujer cuando lo ve, quitándose el cigarro de la boca.

Aquí también trabajo responde él, mientras se levanta y sacude el lodo de su pantalón.

¿Ah, sí? No sabía que aquí admitieran payasitos —dice ella con frialdad, procediendo a darle la espalda para cruzar la puerta del bar, sin voltearlo a ver.

Renato se aleja caminando lentamente, con la mirada puesta en sus zapatos viejos, las manos en los bolsillos y Manchas siguiéndolo de cerca.

Un paquete de condones pide, al llegar a la farmacia a unas cuantas cuadras.

¿Ya comiste, muchacho? pregunta la señora que lo atiende.

Nos echamos algo en la mañana. ¿Verdad, Manchas? contesta, dirigiéndose al animal.

Sin decir palabra, junto con los preservativos, la señora pone en la bolsa unas galletas y un refresco; él sonríe y le da el billete. De regreso, en la puerta del bar, Renato entrega el encargo al guardia.

¿Le das esto a la Wendy?

Sí, pero no te quiero ver aquí pegado a la puerta, no molestes a los clientes le advierte él, en tono autoritario—; por cierto, no sabía que conocías a la Jenny agrega, riéndose, apenas entró a trabajar aquí. ¡Está rebuena!

Renato no contesta, cruza la calle y se sienta en la banqueta frente al bar. El tráfico ha disminuido, uno que otro carro lo deslumbra con sus faros al pasar, pocos transeúntes circulan y la música ahora suena lejana.

«Es mi madre, Manchas, pero no se lo cuentes a nadie», confiesa, acariciando al perro.

La lluvia ha pasado, pero la noche enfría; una vez compartidas las galletas y el refresco, ambos se quedan dormidos uno sobre el otro, muy juntos, para darse calor.

En tanto, al interior del bar, en los vestidores, dos mujeres discuten mientras se preparan para trabajar:

—¡Te pasas con él! —reprocha Wendy—. Quién iba a pensar que Renato es tu hijo. Ojalá yo hubiera tenido uno —comenta, mientras saca de un maletín su ropa de trabajo.

—No sabes lo que dices —responde Jenny—; además, se tiene que hacer hombre —indica, empezando a desvestirse.

—Es un buen chico; de vez en cuando llega por aquí a ganarse lo que puede; todas pensábamos que era huérfano.

—Pues, al menos madre, sí tiene.

Ambas, frente al espejo, se visten, peinan y maquillan.

—¿Cuál me queda mejor? —pregunta una, sobreponiendo sobre su cuerpo varios atuendos.

—El rojo se te ve bien —recomienda la otra.

—¿Tú qué usarás hoy?

—El mismo negligé negro, no tengo otra cosa.

—Te prestaría algo, pero te llevo varios kilos. ¡Ja, ja, ja!

—¡Cómo apesta! —se quejan ambas, casi al mismo tiempo.

—¿Se vaciaron el frasco de perfume encima? —increpa una, mirando con reclamo a su alrededor.

—No te metas con esas, que son de cuidado —advierte la otra.

Las demás bailarinas no se dan por aludidas, se miran al espejo de frente y de perfil, unas dan los últimos retoques a sus pestañas, otras se colorean las mejillas y todas se acomodan el busto para que sobresalga del escote.

—Pero bueno, no me cambies la conversación —insiste de nuevo Wendy—. ¿Por qué tratas así a tu hijo?

—¿Así, cómo? —responde Jenny, con irritación—. Tiene que trabajar; yo ya traté hasta de sirvienta y no me alcanza. ¿Por qué crees que estoy aquí?

—Pues por dinero, como todas…, bueno, hay a quienes les encanta la putería. ¡Ja, ja, ja! —comenta con burla, cuando pasan junto a ellas las otras mujeres listas para salir del vestidor.

Cuando aquellas abren la puerta, la música y el bullicio de los clientes se escuchan con fuerza; el bar está casi repleto. En un ambiente a media luz y nubes de humo de tabaco que impiden reconocer los rostros, los meseros pasan con charolas llenas de botellas y las mujeres se contonean entre las mesas, mirando coquetamente a sus posibles clientes; una, acercándose por detrás a un hombre, se inclina y le dice algo al oído, ambos se voltean a ver y ríen vulgarmente; otra, pide a un joven fuego para encender su cigarrillo y se inclina mostrando su generoso escote, tomándose el tiempo necesario para que él se deleite.

—Mira, Wendy, o como te llames —reanuda Jenny la conversación, cuando la puerta del vestidor se cierra—, aún no me acostumbro a esto, aquí todo es mentira, desde nuestros nombres hasta la euforia que acabamos de observar por la puerta —continúa—, y para mí, una cosa es la putería y otra la prostitución; a mí me gusta coger, pero no venderme, me avergüenzo de mi misma, tuve que alejarme de familia y de todas las personas que conozco para dedicarme a esto.

—No te confundas —aclara Wendy—. Aquí la mayoría de los hombres son unos pobres infelices que vienen a consolarse de su soledad y a tirar el dinero que no tienen; nosotras nos aprovechamos de ellos, no ellos de nosotras, recuérdalo siempre, mientras tú y yo trabajamos, ellos fantasean.

—¡Ahora resulta —exclama Jenny— que ellos son víctimas de nosotras! ¡Ja, ja!

—Sin embargo —continúa Wendy, sin prestar atención a su comentario—, también vienen otros de los que hay que cuidarse; tú que vas empezando, ponte lista —le advierte, en tanto se retoca las uñas—, si no, puedes acabar alcohólica o drogadicta como la mayoría.

—Y debo comprar condones por paquete como tú, ¿no? —pregunta con burla Jenny, sin voltearla a ver, mientras se unta crema en brazos y piernas.

Se hace el silencio en el vestidor. Una vez que Jenny se ha trepado en unos tacones exageradamente altos, observa a Wendy sentada, con lágrimas en los ojos, arruinando su maquillaje.

—¿Y ahora, qué te pasa? —pregunta con sequedad y hasta con enfado.

—Te llevo al menos diez años de edad y no tienes idea por las que he pasado. Tú todavía eres joven, puedes ganar buen dinero y sacar de las calles a tu hijo.

—¡Ya déjame en paz con mi hijo! —le responde, alzando la voz con impaciencia—. Están por echarnos del cuartucho en el que vivimos. Sí, claro que vengo aquí por dinero; su padre me abandonó estando embarazada; yo no deseaba aún ser madre, pero el insistió para después largarse —reniega, volteando hacia el espejo para pintarse los labios entreabriendo su boca.

—¿Y por qué se fue? —pregunta Wendy, reiniciando a poner sombra en sus ojos.

—¡Se lo llevaron! —explica, gritando—. ¡Se lo cargó la chingada por violento! Pero el caso es que me dejó sola y con deudas. ¿Quieres saber algo más?, tú no conoces a Renato como yo que soy su madre; él también es violento, solo que aún no lo sabe.

La discusión se detiene. Wendy, callada, mira a los ojos a Jenny, quien no le puede sostener la mirada, y por fin aclara:

 —Me remuerde la conciencia, pero para mí, Renato no es más que una carga y un mal recuerdo de su padre; no espero que me entiendas.

En ese momento se abre la puerta del vestidor y un hombre fortachón, de traje negro y corbata roja, grita con furia:

—¡A trabajar, putas, que la casa pierde! Ya basta de tanta cháchara —ordena, y cierra de nuevo el vestidor con un portazo.

Ambas se voltean a ver y sueltan una carcajada. «¡Ja, ja, ja, ja!»

—Juntaré dinero y ya veré cómo hacer de Renato un hombre de bien —comenta con serenidad Jenny, reanudando la conversación—, te lo prometo, y pues…, gracias por preocuparte por nosotros, amiga —le dice, mirándola a los ojos.

—Gracias a ti por considerarme tu amiga —responde Wendy, dándole un abrazo—, además, yo ya tengo más tiempo en este trabajo, déjate aconsejar, ya verás que juntas podremos salir de aquí bien libradas; todo es cuestión de cuidarse, ahorrar y luego dedicarse a otra cosa.

—¡Claro, si este ambiente no me mata antes! —añade Jenny con ironía.

Separándose del abrazo y acomodándose el cabello para que caiga con libertad sobre sus hombros, se mira frente al espejo de cuerpo entero, para disponerse a salir del vestidor. El negligé negro y los tacones altos, realzan sus largas y bien torneadas piernas; su cadera es firme y su busto prominente; el rojo intenso de sus carnosos labios y la mirada profunda de sus grandes ojos almendrados, contrastan con su piel blanca, haciéndola ver hermosa.

—¿Cómo me veo? —pregunta, sonriendo.

—Encantadora, pero con el cabello recogido te verías más alta. ¡Sal y acábalos!

—Nunca tanto como tú —responde Jenny, haciéndose rápidamente el chongo.

Va a abrir la puerta, cuando…

—Una última cosa —dice Wendy, tras de ella, ataviada con un brillante y ajustado vestido rojo, que parece contener con dificultad su voluptuoso cuerpo.

—¿Y ahora qué? —pregunta, torciendo la boca.

—A mí, no me gusta coger.

—¡Ja, ja, ja, ja!

Con un profundo suspiro —como para darse valor— Jenny entra al interior del bar. La música es intensa, al igual que las carcajadas y el ruido de los vasos al chocar; en el ambiente se combina el olor a alcohol y tabaco, con el sudor agrio de los hombres y perfume barato de las mujeres. Wendy, saliendo tras de ella, va directamente a la mesa de un asiduo cliente, mientras que Jenny, con garbo, ronda entre las mesas; su hermosa figura, su cuello erguido y su fingida actitud de diva, hacen que los hombres volteen a mirarla de pies a cabeza. Una vez parada en la barra del bar, recorre con la mirada a su alrededor, unos beben y otros bailan; por fin observa a dos hombres frente a la pista que están gastando una buena cantidad de dinero; decidida, dibuja en su cara una enorme sonrisa y se dirige directamente a sentarse en las piernas de uno de ellos.

Jenny bebe y baila al ritmo de la música, con uno, con otro, con los dos; se deja llevar, cada vez más sensual y más frenética, sin control. Los hombres se ríen de ella, le pasan la mano, se hablan en secreto; ella continúa embriagándose y bailando con euforia, como flotando entre el humo y las sombras en el centro de la pista, en un ambiente orgiástico salpicado de escasas luces que prenden y apagan, donde cada quién y todos a la vez se pierden en sus excesos.

La noche transcurre.

«¿Por qué no me despertaste, Manchas?», reprocha Renato al animal, mientras se limpia las lagañas, cuando la primera luz de la alborada hace que abra los ojos. «Nos van a correr de la esquina por no pagar la cuota», le advierte.

La música ha callado, las marquesinas se han apagado y los hombres están saliendo del bar; algunos, sonrientes, todavía llevan su trago en la mano y hacen la seña como para llamar a un taxi; otros, tambaleándose al caminar, se aferran con una mano a la cintura de alguna mujer, en tanto con la otra se revisan los bolsillos de sus pantalones.

De forma apresurada, ambos se levantan de la banqueta y cruzan la calle para pedir una moneda —Renato, con la mano extendida y Manchas, moviendo la cola—. En ese momento, Jenny va saliendo del bar evidentemente ebria, sostenida del brazo de los dos hombres. Los tres se topan con él.

Dale una moneda al payasito, no seas tacaño le dice, a uno de ellos, cuando lo tienen de frente, mirándolos con la esperanza de obtener algo.

¿Cuál payasito? Este chamaco no me ha hecho reír contesta el individuo.

A ver, mocoso. ¿Qué sabes hacer? pregunta el otro.

Rápidamente, Renato se pone la nariz de pelota y la peluca, para luego hacer ojos de bizco y pararse de cabeza sobre sus manos, mientras Manchas da vueltas alrededor de él.

Bueno, bueno. ¿Y qué otra cosa sabes hacer? cuestiona nuevamente el primero.

Inmediatamente, Renato saca de su bolsillo tres pelotas de goma y hace malabares con ellas, en tanto el perro entra y sale de en medio de sus piernas abiertas, una y otra vez.

¡Ja, ja, ja! Ríen por fin ambos.

Pero el que me hizo reír fue el animal, no tú, escuincle, así que no te doy nada dice uno de ellos, disponiéndose a partir.

Renato está sudando; con cara de desesperación va a empezar a hacer otro truco, cuando su madre interviene, atravesándose entre él y los hombres:

¡Se me van los dos a la fregada, par de desgraciados! les grita, enfrentándolos.

¿Qué te traes, Jenny? ¿Qué te pasa? dicen ambos, casi al unísono.

¡Cada uno de ustedes le va a dar para un taco, cabrones! les dice, con voz quebrada, lágrimas en los ojos y una navaja en la mano.

Tranquila… ¿A ti qué te importa? contesta uno de ellos, con mirada retadora y sujetándole la mano.


Cuando llegó la patrulla, la calle estaba desierta y el bar había cerrado sus puertas; ambos hombres se habían ido y Jenny, con la navaja clavada en el vientre, ya no respiraba. A lo lejos, tras una esquina, Wendy llorando observaba a Renato, que permanecía callado, sentado en la banqueta con la mirada perdida, empapado por la lluvia que caía nuevamente, mientras Manchas lamía del charco de sangre, que rodeaba a la peluca anaranjada y a la nariz de payaso tiradas en el piso.