jueves, 30 de mayo de 2013

La reconciliación

Juan Carlos Camacho



Óscar tuvo que viajar de urgencia para asistir a los funerales de su madre, quien había fallecido después de una grave enfermedad. Viajó a La Paz desde Arequipa un domingo por la noche, en bus,  haciendo un transbordo para atravesar la frontera en la madrugada del lunes, bajo un frío otoñal que calaba los huesos. Luego del entierro, obligado por un inminente bloqueo de caminos  que podía durar varios días, Óscar se dirigió a tomar una movilidad que lo llevara de regreso al Desaguadero, pasando por  El Alto, ese dédalo de caos, para cruzar nuevamente la frontera en un recorrido de casi ciento treinta kilómetros.  El viaje se hizo interminable por la lentitud del colectivo y  la pesadez de las ideas que en Óscar agitaban las emociones del día.  Su cerebro era como un panal de abejas dispuestas a atacar a un intruso que lo amenazara.

La movilidad llegó a la frontera cerca de las nueve de la noche y la cruzó a pie por el conocido puente binacional, sin encontrar ninguno de los dos puestos migratorios abiertos; así, caminando rápido con su maletín en una mano, sintió nuevamente el frío gélido del altiplano que le cortaba la piel de la cara al cruzar al lado peruano.  La altura,  que sobrepasaba los tres mil ochocientos metros sobre el nivel del mar, hizo que su respiración se agitara cada vez más a medida que se acercaba a la terminal de autobuses. Abordó el primer bus que salía y se arrellanó en un asiento vacío, agotado, sintiendo como si el tiempo se replegara en sí mismo, adormitándose por algunos minutos.  Cuando el ómnibus estaba por partir, entró corriendo un hombrecillo con la cara quemada por el sol, cubierto con varias chompas y una casaca para soportar el intenso frío y llevando una mochila de color gris oscuro que no disimulaba, junto con varias manchas, los muchos años de servicio a su propietario. Al ver el sitio libre a la izquierda de Óscar, en el lado del pasillo, se sentó,  no sin antes colocar su mochila en el compartimiento superior,  y hacer a éste un gesto de saludo, al que el aludido respondió automáticamente.   Unas mujeres, que vendían alimentos en canastas de paja,  subieron al autobús, provocando la atención de todos al clamar a gritos:

-¡Trucha!, ¡trucha!, ¡trucha frita! -ofreciendo su producto directamente en papel de bolsa de azúcar.

Óscar, que nunca comía nada en los viajes por tierra, salvo quizás unas galletas de soda y agua embotellada, vio con terror como aquel hombrecillo insignificante compraba un envoltorio de trucha pringosa,  que empezó a dar curso a mano pelada y con voracidad. Al notar la inquietud de Óscar, su vecino le sonrió e  invitó hablando con la boca llena:

- Maestro, ¿no quiere un poco de pescadito?

Sorprendido,  Óscar contestó secamente:

-No, gracias -tentado de regalarle un poco de papel higiénico para que pueda limpiarse las manos, pero desestimando inmediatamente esa idea.

Así,  Óscar empezó una nueva travesía de casi cuatrocientos kilómetros hasta Arequipa, ora viendo a través de la ventana la noche estrellada, que parecía el cielo raso del mundo, hora dormitando por el agotamiento. Serían las tres o cuatro de la mañana,  cuando Óscar habló algo sobre los varios accidentes que, semanas atrás, por la misma ruta, habían enlutado a docenas de familias por lo difícil de la geografía, las condiciones lamentables de los vehículos de transporte de pasajeros, el cansancio, la deficiente preparación de los choferes, o por todas esas razones juntas.

Antonio, que así se presentó el hombrecillo, al sentir la disposición de Óscar a la conversación sobre ese tema, se aventuró y le dijo:

-Hace más de diez años yo mismo sufrí un accidente de carretera en la provincia de Espinar, Cusco.

-No te puedo creer.  ¿Cómo fue el percance? -respondió Óscar, notando un cambio en el tono de voz y la locuacidad de su interlocutor, como si en la oscuridad del bus, esas  características pertenecieran a otra persona,  cosa que no dejó de sorprenderle.

-“El bus estaba lleno de gente, tanto, que habían acomodado una línea intermedia donde yo me ubiqué –empezó a contar Antonio-  y la gente que reclamaba al chofer que se apure, que llegarían tarde, que todos eran comerciantes, que estaban retrasados. Ante eso, el chofer quizás intimidado, pisó el acelerador a fondo hasta que, en una curva, perdió el control del vehículo que derrapó a derecha e izquierda y luego de un momento, que pareció un siglo, se volcó para después arrastrase por varios metros y perder parte de la estructura del techo.

Me sujeté de una barra metálica vertical con todas mis fuerzas y me golpeé el costado con un asiento en el momento de  la volcadura.  Los ayes de dolor y los lamentos de los heridos que clamaban en la oscuridad parecían interminables, hasta que aparecieron, después de algún tiempo,  los conductores y pasajeros de otros vehículos que nos empezaron a auxiliar. Nos llevaron al hospital de la mina Tintaya,  el más próximo a la zona del incidente.

Yo era uno de los más graves y, al quejarme por un dolor agudo en el pecho, me hicieron una ecografía, descubriendo dos costillas fracturadas, una de las cuales presionaba el pulmón  causando una hemorragia interna. El doctor dispuso la operación de emergencia, mi vida estaba en serio peligro. Cuando me iban a ingresar a la sala de operaciones, todos se quedaron lelos al escuchar voces de alarma y un movimiento general inusitado. En ese instante hicieron su ingreso al servicio de emergencia del hospital los accidentados y malheridos de otro accidente, aún más grave, ocurrido poco después del mío.  Con docenas de personas en estado crítico, algunos de ellos agonizantes,  entre ancianos, mujeres y niños, el cirujano se olvidó de mi caso, dejándome de lado,  para dar preferencia a los recién llegados.

Me sentía morir de dolor, cuando me sobrevinieron unos escalofríos y una sensación de desvanecimiento. En mi nublada consciencia, toda mi vida pasó condensada como en una serie de flashes; me acordé de mi odio contenido contra todo el mundo por ser huérfano, al haber perdido a mi madre a los tres años y a mi padre a los ocho; por haber sido transferido, como un bulto sin valor,  entre tíos y otros parientes que siempre me vieron como una carga; sentí la rabia al sufrir la indefensión de niño  pequeño, cuando una  familia o,  aún peor extraños, me recibían, solo por caridad, haciéndome sentir la vergüenza de ser un mantenido. Todo mi rencor contra la sociedad, contra Dios y contra todos se me reveló en ese instante. Recién pude comprender el porqué de mi conducta antisocial de negación a todo valor,  a toda conformidad, el porqué de mi resentimiento visceral.  Al llegar a ese punto y,  ante la inminencia de la muerte,  sentí muy próxima la sensación de una fuerza poderosa que me arrastraba hacia un vórtice.  Aún de noche, hizo su entrada un pastor evangélico al que yo anteriormente había conocido de vista y siempre rechazado. Él se aparecía en el hospital  siempre que se producían accidentes de carretera,  para ayudar a bien morir a los accidentados graves. Se acercó a mi camilla, me tomó de la mano y me dijo:

-Ten fe en el salvador. Mientras tengas fe no te pasará nada. Ablanda tu corazón, arrepiéntete de lo mal que has actuado y él te curará. Pero tienes que ser sincero, tienes que creer en él  con todas las fuerzas de tu ser.  ¿Estás dispuesto a creer, hermano?

-Al principio me resistí y mantuve mi corazón duro, pero tanto insistió y con tal convencimiento que sus palabras empezaron a aplacar mi resentimiento y a dulcificar mi corazón. La sensación de reconciliación y la fe que había rechazado toda mi vida dieron paso a una promesa íntima. Era indescriptible la  paz que me invadió en ese momento. Mis dolores se disiparon.  Le prometí al Señor, sinceramente,  que  si me salvaba le dedicaría el resto de mi vida, predicando la verdad, me confié totalmente en él, en su fuerza.  Por primera vez  sentí el poder de la fe sobrenatural.  En ese momento me quedé profundamente dormido.

El día siguiente desperté, en momentos previos a la visita del mismo médico  que había estado por operarme la víspera y al  reconocerme, éste me dijo:

-¿Es que no te has muerto anoche? Eres un caso extraño, a ver tómele  otra ecografía –ordenó al técnico.

 Al ver la ecografía el médico no lo podría creer.  Mi costilla estaba en su sitio y ya no había señales de la hemorragia interna. Es cuando, frenético,  rompí en sollozos y alabanzas a Dios. Con gritos que debieron haber perturbado a todo el hospital yo  agradecía,  con lágrimas en los ojos,  mi salvación. Los otros heridos y enfermos, sorprendidos y molestos,  me ordenaban callar, pero yo no les hice caso.  Clamaba aun más fuerte, hasta que las enfermeras me pusieron un sedante, mientras mis vecinos me arrojaban cáscaras de frutas y decían al mismo tiempo:

 -¡Saquen del hospital  a ese loco!

Al día siguiente me dieron de alta. Desde ese día, cumpliendo mi promesa, me dediqué a divulgar  la palabra de Dios a través de mi nueva fe evangélica.”

-Es increíble - dijo Oscar, luego de escuchar su historia-  realmente sorprendido del cambio del Antonio, banal y hasta grotesco que vio en la primera impresión,  a ese Antonio, que le recordaba a los cristianos evangélicos, fanáticos y locuaces,  que  había conocido desde niño;  pues él mismo se educó, en la primaria, en un colegio de inglesas evangélicas.

Cuando Oscar pensaba en ello, Antonio dijo de pronto:

-Cumpliendo la promesa a la que había decidido dedicar mi vida, en otra ocasión tuve la oportunidad de enfrentarme directamente al mal. ¿Quieres que te cuente la historia?

-Antonio, será en otra oportunidad-respondió Óscar- mira, ya hemos llegado a la terminal de Arequipa y, gracias a tu conversación, el viaje me ha parecido rápido e inspirador. Hasta pronto Antonio y buena suerte.

-Que Dios te bendiga, hermano -contestó Antonio- tomó sus cosas y rápidamente bajó del bus, perdiéndose en el trajín de pasajeros que a esa hora del amanecer ya inundaban la terminal.

martes, 28 de mayo de 2013

Nuestra Señora de la Asunción

Silvia Alatorre Orozco


El encanto de Jungapeo es el espléndido sonido de la gran campana nombrada “Nuestra Señora de la Asunción”. Sin embargo por muchísimos años permaneció muda colocada sobre unas vigas de acero dentro del atrio de la parroquia; nadie conoce la fecha exacta en que llegó procedente de Inglaterra. Es majestuosa y pesa varias toneladas por lo que no había sido colocada en el lugar que le correspondía. Pero un buen día el párroco pidió ayuda al arzobispado para encumbrarla al campanario y tocarla con motivo de la beatificación de Bartolomé de Aparicio oriundo de esta población, esa fue razón más que suficiente para que ascendiera a la alta torre y su grave y bello tañido se escuchara para beneplácito y alegría de los lugareños.

Este antiguo pueblo minero fue esplendoroso en tiempos de la colonia, pero cuando las vetas de plata se agotaron y cesó su extracción, se convirtió en un lugar enigmático y abandonado, sin embargo algunos de sus pobladores continuaron habitándolo; las antiguas edificaciones, algunas de ellas construidas en dos pisos, conservan la  herrería forjada a mano por lo que todavía lucen su señorío y la parroquia levantada en ese entonces aún permanece intacta. Sus actuales residentes se dedican a la agricultura, sembrando cacahuate y chile, de esa forma el pueblo mantiene una economía aceptable.

Desde que era un niño, el viejo Simón se fascinó con el encanto de “Nuestra Señora de la Asunción”, como hechizado se pasaba horas enteras frente a ella, observándola y acariciándola. Ambicionaba ser párroco para estar siempre cerca de ella y algún día oírla tañer, pero la pobreza de su familia y su notoria tartamudez le impidieron estudiar en el seminario, por lo que se conformó con ser el acólito de la iglesia, con la esperanza de llegar a ser el campanero.

La sociedad de Jungapeo está regida por tradiciones y costumbres conservadoras y llenas de atavismos. Don Nicandro, el boticario, es muy apreciado y respetado en la localidad, a él recurren para aliviar enfermedades y dolores de muelas. Bonachón, mesurado, regordete y chaparrito, vistiendo un desgastado traje de casimir y usando pesados lentes que se deslizan por su nariz, se le ve preparando las pócimas curativas que le solicitan los pacientes; su mujer, Elodia, mal encarada, flaca, escuálida, con un alto chongo en su cabeza que pareciera peinado con engrudo y refunfuñando todo el tiempo, ayuda a su marido atendiendo en el mostrador; Emiliano, ahijado de ellos,  se encarga de barrer y sacudir la botica, así como de llevar a domicilio las medicinas a los pacientes encamados y visitarlos por si algo se les ofrece; Don Nicandro quiere al muchacho como a un hijo ya que Elodia solo parió dos hembras: Carmela, la mayor, con un carácter igual al de su madre y la pequeña Clarita, menudita, dulce y querida por todo mundo.

Por seis años Carmela fue la adoración de sus padres, le permitían berrinches y rabietas por ser hija única y sobre todo porque tenían perdidas las esperanzas de procrear más hijos. Sin embargo a la llegada de Clarita ambos se volcaron en atenciones hacia la recién nacida por lo que a Carmela se le despertó una gran rivalidad, rabia y celos en contra de la pequeñita, más de una vez la mordió y la araño, cuando la bebe lloraba de dolor,  Elodia sin saber cómo arreglar el asunto solo le daba dulces a Carmela y le suplicaba que no volviera a dañar a su hermanita. En una ocasión con un cerillo le prendió fuego a la cuna de la nenita, afortunadamente la madre la rescató ilesa; por lo que Nicandro castigo a Carmela encerrándola durante varias horas en el cuarto oscuro donde almacenaban triques; esta gritaba, moqueaba y  se orinó de coraje, fue en ese entonces que juró vengarse de su hermana ya que la consideraba una intrusa y haría hasta lo imposible para que fuera infeliz.

Aunque las dos niñas eran bonitas por igual, sus caritas reflejaban expresiones muy diferentes; a Clara siempre se le veía alegre y risueña, en cambio Carmela tenía gesto de amargura, nunca sonreía, mantenía tan cerrada la boca que se escuchaba el chirriar de sus dientes como si tuviera la mandíbula trabada; y para su desgracia al entrar a la adolescencia sufrió de acné, su cara se cubrió de fistulas y en su desesperación por eliminar este mal, se embadurnaba de cuanto polvo o mejunje encontraba en la botica, lo único que logró con esto fue que su rostro se cubriera con unas  terribles manchas oscuras. Se deprimió tanto al ver su cara tan fea que se dedicó a comer y engordó como marrano cebado.

Los domingos al atardecer, se acostumbraba que los jovencitos se reunieran en la plaza del pueblo y mientras la banda tocaba música en el quiosco, todos ellos paseaban alrededor de los músicos, las muchachitas caminaban en un sentido y ellos en otro y cuando alguno de los chicos se topaba con la joven de su agrado le entregaba un ramillete de gardenias. Don Nicandro permitía que Carmela y Clarita fueran a ese festejo siempre y cuando Emiliano las acompañara, encomendaba  el cuidado de sus hijas al chico ya que este era responsable y muy correcto; generalmente el regreso a casa era un drama, ya que mientras Clarita llevaba varios manojos de flores, Carmela iba con las manos vacías, por lo que berreaba, maldecía su suerte, a su hermana y decía:

    - Maldita… ¿para que llegaste?... tan a gusto que estábamos sin ti.

En su distorsionado concepto de la justicia, Elodia creía que lo equitativo era que sus hijas tuvieran todo por partes iguales por lo que obligaba a Clarita a cederle la mitad de las flores a su Carmela.

    - Clara, comparte con Carmela las flores, tiene que ser todo “parejo” para las dos- decía Elodia, y acercándose al oído de la pequeña y hablando en voz baja para que Carmela no escuchara, continuaba- entiende, la vida te da todo a ti y nada a la pobre de tu hermana, compadécela.

Clara entregaba varios ramilletes a su hermana pues de antemano sabía que podría disfrutar de su aroma en cualquier lugar que los colocara Carmela,  solo reservaba para sí misma las gardenias que le había ofrecido Emiliano.

El viejo Simón era padre de Emiliano, pero como este no trabajaba y  se conformaba con las limosnas que recibía del cura, la mujer lo abandonó  por lo que el niño creció desvinculado de su progenitor.

A Simón no le importó gran cosa la ausencia de su familia pues decía que su lugar estaba al lado de “Nuestra Señora de la Asunción”.  Tal fue la comunión que alcanzó con la gran campana que por medio de su sonido logró comunicarse con la gente del pueblo.

Emiliano escuchaba con toda atención el tañer de la campana y de esa manera llegó a sentir aprecio por Simón, es más hasta pensó que lo quería.

En uno de sus cumpleaños, el viejo le regalo un perro al que el niño llamó Canelo, era un can muy alegre y risueño, se volvió su compañero inseparable.
Carmela no quería a Canelo ya que cuando el animal la veía se alejaba de ella y le pelaba los dientes por lo que esta  preparó unas albóndigas con raticida y se las arrojo al perro que enseguida se las comió.

El día que Canelo murió, el muchacho lloraba inconsolablemente la pérdida de su amigo, fue cuando Clarita al verlo tan triste lo abrazo y en ese momento se prendió la chispa del deseo y el amor entre ellos.

Les resultaba muy dificultoso platicar o verse a solas ya que Carmela no se separaba de ellos en ningún momento pues presentía que entre los chicos había atracción; pero la audacia de los enamorados los llevó a resolver esta dificultad.

Por las tardes a la hora del rosario, con la ayuda del viejo Simón, se subían al campanario y desde ahí conocieron las delicias del amor,  sus cuerpos desnudos eran bañados por los rayos del sol del atardecer y la suave briza refrescaba su sudor. Idearon escribir en papelitos de diversos colores frases amorosas y palabras en clave, que hacían referencia a las sensaciones que les despertaban las caricias que iban descubriendo día a día; los lanzaban desde lo alto de la torre a las cuatro direcciones y el viento se encargaba de regarlos por las calles del pueblo, de esa manera cuando se encontraban con alguno de estos coloridos mensajes, aun sin verse se sentían cerca y revivían cada momento experimentado a escondidas de los ojos impertinentes de Carmela.
Carmela al perderlos de vista recorría las calles en su búsqueda gritando sus nombres, y en cuanto llegaba a la casa, llena de cólera les decía a sus padres:

    - No sé por dónde se ocultan Clara y Emiliano pues no los veo dentro de la iglesia, de seguro que están escondidos cometiendo pecados… ¿Pero dónde?... quiero saber… ¿dónde?

Era tal la rabieta histérica de Carmela que hasta perdía el conocimiento, su padre la reanimaba dándole a oler sales esenciales. Cuando se recuperaba se arrepentía y cariñosamente le decía a Clara:

    - Perdóname hermanita, no sé lo que me pasa, es algo que no puedo controlar.

Clara la abrazaba y parecía sentir compasión por su hermana, pero era tanta las veces que decía y hacía cosas en su contra, que Clara empezaba a divertirse de ver tan mal a Carmela, es más hasta sutilmente la provocaba para enloquecerla.

Era tanta la pasión que desbordaban Clara y Emiliano que ya querían amarse sin esconderse por lo que hicieron planes para casarse.

Emiliano que era bastante tímido, solicitó a sus padrinos aprobación para pedir la mano de una de sus hijas; pero como había heredado la tartamudez de su padre, cuando se ponía nervioso no hablaba con precisión por lo que no aclaro a cuál de las dos pediría.

En casa del boticario se preparó una cena para esta ocasión;  al enterarse Carmela de la confusión de sus padres, albergaba la esperanza de ser la elegida ya que era la mayor, por lo que ese día se emperifolló y sentada en el sofá, alternaba amablemente en la conversación. Al final de la merienda, cuando comían el pastel que la misma Carmela había horneado para congraciarse con “su futura suegra”, la madre de Emiliano habló:

    - Querida y respetada doña Elodia, don Nicandro, siempre nos hemos visto como familia, pero ahora, si ustedes nos permiten pasaremos a ser “una misma familia”. Mi hijo Emiliano, que siempre ha considerado a don Nicandro como un padre y quiere ser un apoyo para su vejez, desea contraer nupcias con una de sus hijas.

Carmela abría los ojos desorbitadamente esperando oír su nombre.

Don Nicandro que ignoraba que Clara y Emiliano se querían casar, tomó la palabra y dijo:

    - Para nosotros es un honor que Emiliano, a pesar de ser pobre, anhele formar parte de esta familia, con gusto le entregare en matrimonio a mi querida hija, sé que a su lado mi niña siempre estará protegida. Yo por mi parte, a mi muerte, le dejare el manejo total de la botica para que él sea el jefe y sustento de mi mujer y de mis dos hijas.

Todos contentos brindaron con una copa de licor. Doña Elodia permanecía en silencio esperando oír las palabras de Emiliano, y tartamudeando este dijo:

    - ¡Yo pro… prometo ha… hacer fe… feliz a Clarita!

Al escuchar el nombre de su hermana, Carmela enloqueció, salió precipitadamente de la casa y corría por las calles, más bien galopaba llevando a cuestas su colosal gordura y amenazaba con subirse al campanario para desde ahí tirarse, y gritaba:

    - ¿Por qué todo para mi hermana?... la voy a matar o me mato yo…

Tras ella salieron doña Elodia y don Nicandro, cuando la alcanzaron, su madre la sujetó fuertemente y le pidió que regresara, le prometió que arreglaría la situación. Don Nicandro abrazaba a la desquiciada y quería consolarla, pero no encontraba las palabras adecuadas para tranquilizarla por lo que solo decía:

    - ¡Por Dios, no pasa nada… cálmate!

Dentro de la casa Emiliano y su madre se encontraban desconcertados y no atinaban a quedarse o irse, mientras Clarita se disculpaba por el mal momento por el que pasaban.

Ya nuevamente todos en calma, Elodia soltó lo esperado para los enamorados.

    - Emiliano, sabes que tanto mi marido como yo te queremos como a un hijo, y nada nos haría más felices que verte casado con nuestra hija.

Los jóvenes novios soltaron un suspiro de tranquilidad.

- Pero… -añadió Elodia- no se puede casar la hija menor antes de la mayor, esas son las reglas, y se cumplen.

Por lo que de inmediato la madre del Emiliano dijo:

   - Pues con la que ustedes decidan Emiliano se casa, ustedes ordenan, yo pienso… - y de golpe fue interrumpida por Elodia.

    - Lo que quiero decir… y que quede claro para todos: es que Emiliano se casará con Carmela.

El muchacho palideció, se quedó mudo, al igual que Clarita.

Y las palabras de doña Elodia fueron “ley”.

Llegó el día en que se desposaron Carmela y Emiliano. Por órdenes de doña Elodia, Clarita asistió a la boda.

Por fin Carmela cumplió aquel juramento: hacer  a su hermana totalmente infeliz y desdichada.

Muy a su pesar Emiliano consumo su matrimonio con Carmela y enseguida la muchacha quedó embarazada.

Carmela gozaba su venganza, caminando y sobándose la panza frente a Clarita esbozaba una sórdida sonrisa. So pretexto del embarazo se zampaba cuanto alimento se cruzaba ante sus ojos, llegó el momento que su sobrepeso la obligaba a permanecer “echada” sobre la cama, pero se acicalaba, pintaba y colgaba tantos abalorios en su cuello que parecía elefante en circo;  y a gritos pedía la atención de su hermana:

- Clara péiname que ya va a llegar mi “ma -ri -do”- se le llenaba la boca al decir esto último.

Clarita la peinaba pero en cuanto sonaban los campanazos llamando al rosario, a toda prisa  se encaminaba rumbo a la iglesia, sabía que en el campanario Emiliano la esperaba a pesar del helado viento que empezaba a soplar en estos primeros días de invierno; mientras tanto Carmela se quedaba dormida atiborrada de comida.

Carmela dio a luz a una nena y doña Elodia contrato a una mujer llamada Natali, que venía de la capital, para que ayudara a su hija en el cuidado de la criatura.

En realidad su nombre era Natalia pero como había sido cómica en una carpa de “burlesque”, ahí la anunciaban como Natali. Ya vieja, canosa y chimuela se vio obligada a abandonar esa vida.

Se dirigía a la frontera en busca de trabajo, pero al pasar el tren por Jungapeo, le gustó el pueblo  y se quedó ahí.

Natali atendía y cuidaba de la bebe con verdadera diligencia; Carmela que nunca había tenido amigas se volcó en afecto por la nana. Por su anterior oficio, Natali conocía todas las artes y mañas para tener a los hombres contentos, por lo que le daba consejos a Carmela para conservar a su marido siempre a su lado y la instruía sobre las caricias que lo volverían loco de pasión; además se dedicó a embellecer a la muchacha; con concha nácar y limón logró que desaparecieran de su cara las desagradables manchas negras, la enseñó a lavarse los dientes con carbonato y a usarlo en axilas y  pies para quitar el mal olor; por las noches antes de que llegará Emiliano la ungía con aceites aromáticos egipcios que aún conservaba desde el tiempo que había trabajado en la carpa.

Este año la temperatura invernal era glacial, al anochecer la gente se resguardaba dentro de las casas, aun así  Emiliano y Clarita se encontraban en el campanario para amarse; ya Emiliano no quería quitarse los calzones pues sentía que se le congelaban las nalgas, y por su parte Clarita evadía ser tocada por las manos heladas de su enamorado por lo que se arropaba y buscaba un rinconcito para protegerse del viento.

Cuando bajaban de la torre Emiliano rápidamente se dirigía a su casa, llegaba amoratado, entumido y cascabeleando los dientes, se metía en la cama con su mujer y el cuerpo gordo, cálido y perfumado de Carmela lo arropaba, la abrazaba y así placenteramente entraba en calor. Poco a poco el muchacho descubrió las delicias de sentirse amado y amar a su mujer. Fue olvidando a Clara. Cuando se topaba con ella ni la saludaba. Decía que era “mujer huesuda y sin gracia”.

Clara aguardaba la llegada de la primavera para volver a reunirse con Emiliano, pero los días transcurrieron, llegó el verano, el otoño, el invierno… y Emiliano no subió nunca más al campanario.

Los ardientes momentos vividos al lado de Emiliano no los quería olvidar  por lo que recorría las calles, trepaba a los árboles recogiendo los papelitos de colores que aun volaban con el viento y los guardaba dentro de un frasquito de cristal junto a los pétalos secos de las gardenias.

Por las noches aullaba de pasión contenida; entre tanto Elodia caminaba fuera de la habitación de Clara, con las bolsas del vestido llenas de dulces sin atinar que hacer, mientras a lo lejos escuchaba los gritos de su marido:

    - ¡Elodia cierra las ventanas que los coyotes no me dejan dormir!

lunes, 27 de mayo de 2013

Spanglish

José Yupari Calderón


Los primeros días del cortejo sin declaración formal fueron inolvidables para Cindy, quien por vez primera se había enamorado de un chico peruano. Así es, de un compatriota mío; mas era el segundo en su lista que provenía de tierras sudamericanas. Quizás ese ímpetu de haber aprendido español en la escuela como curso electivo la hizo sentir atraída por la cultura latinoamericana. De igual modo, le había dado la facilidad de interactuar con los poquísimos hispanohablantes que inmigraban; y de ganarse algunos dólares extras entre sus amigas del aula como traductora de composiciones. Actividades de las que sacó provecho, y de a poco, supo encajar bien con los chicos latinos cuando terminó la etapa escolar, sobre todo, con sus dos antiguos enamorados. A ellos les había obsequiado artesanía de la cultura maorí para que se llevasen un buen recuerdo de su país y sepan que fue ella la primera “kiwi” con la que estuvieron (si es que no se le adelantaron antes).

Ese amor “incondicional” de adolescente expresado por ambos bandos que culturalmente debieron adaptarse uno al otro, giraba alegre en torno a diversos momentos congelados en fotos de: reuniones sociales, ferias, espectáculos deportivos y musicales, y como no, las fiestas alocadas de fin de verano frente al mar que finalizaban a la mañana siguiente. Fotografías que después, ella subiría a la cuenta de su red social al medio año cuando se terminó todo en un abrir y cerrar de ojos su amorío. A ella le quedaba sólo tener como remembranzas esos pasajes frescos que estaban registrados en su álbum, y recibir: “me gusta”; por ejemplo, de sus cientos de amigos, quienes estaban hablando de eso, adjuntando comentarios escritos de toda índole.

Así estaban las cosas en resumen. Por los demás, ya me era engorroso seguir husmeando en su vida íntima a través de su página abierta de facebook: lo que escribía en los muros de sus amigas, la cantidad de solicitudes de amistad en espera por ansiosos chicos, los mensajes triviales recibidos, las invitaciones a eventos, etc., etc.; pero era una manera de correr el tiempo hasta que ella salga de mi habitación y regrese a la suya. Mis risas se confundían con sus gemidos descontrolados que se detuvieron en seguida. Ella deslizó de par en par la puerta y con la ropa bañada en sudor y ceñida; el cabello desordenado y en su sorpresa, se enfrentó a mí.

-¡Qué estas mirando! –dijo incómoda.- ¡¿Quién te dio permiso para que husmees en mi laptop?!

Tan inesperada y violenta aparición hizo que por un instante me quedara sin habla. Apenas forcé una sonrisa. En seguida, el sonido del teléfono intercomunicador rompió la tensión, pidiendo tiempo fuera para que sepa qué responder. Sin embargo, no le tomó mucho tiempo en levantar el auricular y presionar la botonera para la apertura de la chapa eléctrica del edificio, ya que se encontraba a tres pasos de donde estaba ella.

-¿Y bien?... ¿Qué estabas viendo que te hacía reír a carcajadas? –dijo, retomando el tema; mientras se secaba el sudor de la cara con un pañuelito que le alcanzó Lucas, mi compañero de dormitorio.

-¡No!… ¡no!… -trastabillé al inicio- No lo tomes mal; pero a raíz de tu demora por salir de la habitación no tuve otra opción que… que distraerme con tu facebook mientras tanto mi cuerpo se secase… sí, eso es, eso es –dije, asentando mi cabeza asiduamente.

-¡Qué diablos estás diciendo!

-Discúlpame, pero recién acabo de salir de la ducha –respondí, dejando a un lado su laptop y poniéndome de pie.

-¡¿Y por qué no probaste el secado al aire en el balcón, entonces?! Con el calor que hace esta tarde, en vez de estar sentado y humedeciendo el sofá. ¡Mira nomás!… ¡y dame eso! –dijo.

-¡Ey! ¡Ten cuidado con esa mano! –vociferé de súbito, dando unos pasitos hacia atrás; al tiempo que ella recogía bruscamente su laptop y que por poco, me arranca la toalla por lo disgustada que estaba.

Entretanto me reponía de la mala jugada, oí a alguien tocar la puerta.

-¡Ya voy Brooke! Un momento –mencionó Cindy, quien dejó su laptop sobre la mesa de la sala y fue a abrir el pórtico.

-¡Me da gusto verte hoy! En buena hora que te encontré –dijo Brooke, emocionada.- ¿Ya te habrás enterado de la noticia? Te envié un mensaje de texto pasada la medianoche de hoy.

-Oye, Brooke –comenzó a decir Cindy.- ¿Es posible que me haya enviado una solicitud de amistad?

-No lo sé… que yo sepa, el no contaba con facebook en ese entonces. ¿Te acuerdas que te comentó eso? –dijo Brooke, quien pasó de largo hacia la sala a tomar asiento junto con su amiga.

Ni bien notó mi presencia, me saludó con un sencillo “hola”. A ella no le desagradó cómo me encontraba en ese momento.

-Sí, eso fue hace meses. Lo recuerdo bien… ¿qué pasa si?... ¡oh no! –exclamó preocupada Cindy, llevándose una mano al pecho.

-¿Qué te sucede? ¡Dime!

-¡Esto no puedo ser!

Ella se puso de pie y volvió sobre sus pasos. Los dio apresurados, para alcanzar su laptop y regresó a su asiento para conectarse al internet. Yo me encaminé directamente hacia ellas sigilosamente. No quería perderme de los pormenores que estaban por suscitarse. El movimiento violento de su dedo índice como dispositivo apuntador: de arriba hacia abajo, y viceversa, me atraía, principalmente, lo que ella repetiría constantemente cuando chequeaba la lista de las solicitudes pendientes de amistad: “¿de qué modo he de rogarte?”; “¿de qué modo, dímelo?”; “sólo quiero paz y tranquilidad, sólo eso”.

-Tranquila, tómalo con calma… tranquila –dijo Brooke.- Con esa impaciencia no podrás ubicarlo.

-¡Es que son tantas solicitudes que tengo! ¡Sólo mira!... gente que ni conozco me agregan a mi cuenta… ¡esto es desesperante!

-Oye, Cindy. Te veo jadeante. Tu cuerpo esta húmedo. No creo que sea por eso, ¿no?

-¿Eh? ¡No!… no, digas eso Brooke ¿cómo crees? Lo que pasa es que tuve hoy una pesadilla mientras descansaba, y expulsé el mal sueño mediante el sudor… -dijo ella, sonriendo.

-Ah…

-Hubieses escuchado cuando pedía auxilio –dije, haciendo sentir mi presencia en la conversación.

-¡Vete al diablo! –replicó Cindy, en voz alta.- Estoy muy enfadada contigo, así es que ni me hables –concluyó con una mirada amenazadora hacia mí.

Esa distracción que le había provocado hizo que perdiera la concentración en un segundo.

-¡Para ahí! ¡Para! ¡Ese debe ser él! –dijo Brooke.- ¡Nooo! ¡Ya te pasaste!... ¡Regresa! ¡Regresa!...

-Ay, deslicé muy rápido el dedo. ¡Dime, dónde es!

-¡Ahí! ¡Pulsa, ahí!... es él, te lo garantizo.

-No ha cambiado en absoluto, salvo lo contento que esta con esa chica que le acompaña en la foto de su perfil –dijo Cindy, a lo que su amiga se pegó a ella para ver bien.

Me puse detrás de ellas y mirando por encima de sus hombros, contemplé atentamente, y dije en voz baja:

-¿Fue ella con la que te engañó?

-No se sabe a ciencia a cierta, José –dijo Brooke, en respuesta a la pregunta.- De la noche a la mañana cambió la actitud de Héctor, tu paisano, y desapareció sin dejar rastro; hasta el día de ayer en la tarde que me lo encontré en el supermercado de casualidad, después de tiempo.

-¡Bah!... fui un despistado al pasarme de largo y no echarle un vistazo, siquiera a su facebook. ¿Y qué te dijo? –pregunté.

-El estaba buscando a Cindy desesperadamente hace días y vio en mí la solución de su problema; pero no le entendí muy bien debido a su pronunciación en ciertas palabras. Debería grabar su voz y escucharse a sí mismo.

-Pero, lograste entenderle algo, ¿no?

-¡Basta de explicaciones! –imprecó Cindy, justo cuando Brooke estaba por contarme el resto de la historia.- ¡Largo, José! ¡Largo de aquí!

-Pero él nos puede ayudar. Piénsalo detenidamente, Cindy. El habla español.

-Ajá, pero yo también lo hablo… no tan fluido, pero lo hablo.

-¿Y si el busca palabras rebuscadas? No me digas que entiendes el español que se habla en cada país de Latinoamérica. Además, ya debe estar en camino.

-¡¿En camino?! –dijo exaltada ella.

-¿En serio? ¿El está en camino? –volví a preguntar.

-Así es.

Mi rostro delineó una discreta sonrisa, ya que la última vez que había tenido contacto con gente de Perú fue hace dos meses y de manera improvista, así como se daría hoy. No sabía que invitarle de comer. Ya había hecho las compras únicamente para este día y no podía restarle una porción de mis provisiones, ni mucho menos podía meterme con los suministros de los demás; no obstante, no fue ningún problema para él ya que nos invitó al lugar donde había empezado este romance: en “Florida Burritos”.

Algo que nos hermanaba a dicho establecimiento de comida rápida, no sólo a los peruanos; sino también al resto de los latinoamericanos, es que era el centro de congregación para los que solicitaban trabajo y degustaban de un burrito al estilo norteño, debido a que el dueño era del norte del Perú, junto con Héctor. Dicho comercio era como un oasis en medio del “desierto” de Auckland, que estaba inundado de puro negocio asiático a sus alrededores. Era un salvavidas para nosotros. Eso lo entendía Héctor, quien arrastraba los estragos por haber dejado a su familia y a su natal Trujillo dos años después de haber cumplido la mayoría de edad. Ya en Lima, tomó la decisión de venirse para aquí e intentar suerte como los otros escasos peruanos. Enfrentándose a la barrera del idioma con un inglés pasable. La caza de un empleo digno que no le tomaría mucho tiempo, gracias a la manito que le ofreció su paisano tras varias insistencias y hostigamientos en la puerta de su establecimiento. El obtendría un trabajo asequible: bastaba con tomar el pedido, pasarlo por el sistema, preguntar si deseaba algo más al cliente, interinamente se tomaba la siguiente orden, y posteriormente de algunos minutos se entregaba al consumidor su pedido deseándole un feliz día. Eso fue lo que exactamente ellos hicieron con nosotros muy amablemente.

En seguida, los ex compañeros de trabajo de Héctor le reconocieron cuando fue su turno de recoger su pedido. Ellos se congratularon con su presencia y le aseguraron que no se encontraba el dueño, por lo que el respiró tranquilo y llevó su orden sosegadamente a la mesita de afuera que daba en dirección a la calle Commerce; mientras tanto no dejaba de saludar con una leve inclinación de cabeza a cada persona que le rememoraba en el local. Brooke y yo permanecimos adentro, sentados en un rincón a cierta distancia para no perderlos de vista; de vez en cuando, estirábamos el cuello disimuladamente para escuchar de lo que estaban conversando. Nos era posible ver a los dos ocupantes entre la noche, porque la luz artificial daba sobre ellos. Veíamos de espalda a Héctor, aunque por los movimientos de su cabeza constantemente hacia ambos lados de la calle, distinguíamos su perfil romano. El abuso de sol en las playas de su ciudad y de Auckland, le había jugado una mala pasada en su piel clara por las manchas y sequedad expuestas en su cara, cuello y brazos. Sus labios sentían el efecto, también, con pequeñas grietas.

Era la primera vez que se encontraban en muchos meses y tenían temas de qué conversar. De eso yo estaba seguro, ya que la alboroza expresión de ellos era imborrable. Apenas él cruzó la puerta del apartamento, abrazó a Cindy en silencio; quiso llenarse nuevamente de esa suerte de tenerla en su sentir, cuando cruzaron miradas por un largo espacio en reiteradas veces en su centro de trabajo: minutos antes que el terminase su horario de la tarde, se avecinó a su mesa, aprovechando la repentina soledad de ella. Él le preguntó si era de Sudamérica por la similitud de sus rasgos físicos; y le congratuló por lo bien que manejaba el español cuando le oía cantar en voz baja las canciones de la agrupación musical Aventura en su ipod. Ella respondería con una sonrisa.

Ese grabado, lo recordaban admisiblemente, cada vez que él la apretaba contra su pecho firmemente, luego la besaría en la boca, recordándole que el lenguaje universal era el amor.

-No te ubiqué en tu casa. ¿Dónde estabas?

-Ya no vivo con mi familia. Me he mudado recientemente a un apartamento y convivo con tres chicos. Lo hice por mis estudios, ya que se me hacía muy lejos para llegar al instituto desde mi casa… ah, cuento con nuevo celular también –dijo Cindy, quien dio el primer mordisco a su taco. Se limpió la comisura de sus labios con la servilleta y reanudó la palabra.- ¿No que te ibas a Japón con una tal Natsumi?

Natsumi conoció a Héctor en el instituto donde estudiaban inglés general. Tenía un leve conocimiento de español. Ella, mayor que él por un año, solían estar juntos.

-No, terminamos la relación –respondió escuetamente. 

-Ajá. Y es por eso que regresaste a buscarme a mí.

-Escúchame… escúchame con atención –tuvo que transcurrir como seis segundos para que traduzca su pensamiento a la lengua natal de su ex pareja- Escúchame… fue muy… muy… arduo todo este tiempo para mí. Debes comprenderme.

-¿Qué te pasa?

-Nada. No pasa nada. Mi vocabulario no es amplio, eso es –alegó, por lo que Cindy se echó a reír de pronto.

-Sigues igual. Y eso que te di algunos consejos para que tu aprendizaje no sea un suplicio en tu instituto. Cierto que ya concluyeron tus clases allí, ¿no?  –dijo ella pausadamente, de modo que el pudiese captar palabra por palabra.

-¡Uf! Fue hace meses.

-Si gustas podemos hablar en inglés y en español al mismo tiempo. Por mí, no hay problema.

Héctor movió la cabeza afirmativamente; mas era consciente que debía ablandar sus oídos ya que los tenía medio duros.

-¿Por qué estas rastreándome de nuevo?

-Para que me ayudes casándote conmigo –dijo con firmeza.

-¡¿Qué?! Si no lo recuerdas ese fue el tema por el que rompimos, te marchaste y luego me enteré que conociste a la japonesa… igualmente soy muy joven para esas cosas. Tengo diecinueve años. Eso sí entiendes, ¿no?

-Yo tengo veinte y no me importa… mira, a mi madre le hablé lo bien de ti…. mm… ella está de acuerdo en que me case contigo lo más pronto posible…

-Pues, a mi madre no. Ella no me ve casada muy joven, ni yo tampoco.

Con el transcurrir de los minutos, los comensales crecían. Temía que un tropel de gente llegase de forma imprevisible y nos impidiesen ver y escuchar lo poco que podíamos.

-¿Te has fijado que apenas han tocado sus burritos, José? –preguntó Brooke.

“O era que la conversación estaba entretenida, o era que los burritos dejaron de ser como antes con ese toquecito norteño que los caracterizaba”, pensé. Sin embargo, me inclinaba más por la primera presunción ya que los gestos de la pareja eran abiertos: Héctor apretaba sus manos regularmente; en tanto ella apoyaba sus codos sobre la mesa, entrelazaba los dedos y mordía sus nudillos.

-¿Qué es lo que me acabas de anotar en esta servilleta? No logro entender del todo… –dijo Cindy.- Inténtalo en inglés.

Héctor respiró profundamente, como tratando de calmarse.

-Te lo resumo: me queda sólo una semana.

-¿Una semana? ¿A qué te refieres?…

-La semana siguiente retorno a Perú… se acaba mi estadía en Nueva Zelanda. Yo quiero quedarme sí o sí, por eso necesito… –se detuvo Héctor, perplejo.

No pudo terminar su frase. A lo lejos había divisado a su ex jefe en su reconocible vehículo: una furgoneta anaranjada que era utilizada como medio publicitario para su empresa. El se levantó de la silla raudamente por lo que Cindy vaciló si seguirle, alarmada por su actitud. Sin mirar al resto de los comensales, solamente a ella, se despidió no sin antes subrayarle que acepte la invitación de amistad en la red social para mantenerse comunicados. Héctor salió del lugar. Solo e indefenso aceleraba la marcha, expuesto a los múltiples improperios que se percibían en la vía por parte de su ex jefe una vez que bajó de su vehículo: “¡¿tú, aquí otra vez, muchacho?!... ¡te he dicho ciento de veces que no vuelvas hasta que pidas disculpas por extraer comida sin mi permiso y alterar el inventario!… ¡y aunque intentes buscar trabajo nadie te dará esa oportunidad por tus referencias!”. El joven trujillano cruzó presuroso la pista perdiéndose con facilidad entre los abstraídos peatones.

Hacía una semana que había pasado el bochornoso incidente en “Florida Burritos”. El sol de primavera filtraba por las puertas correderas de cristal del balcón y llegaba hasta los rincones de la sala: ¿señal de un nuevo comenzar en nuestras jóvenes vidas?; no obstante, todo lucía igual en el apartamento. Luego de salir de la ducha, se desprendía el barullo provocado por una quejosa Cindy, acompañada de Lucas en mi habitación. En tanto, un llamado a su descubierto laptop sobre la mesa del comedor, me empujó a husmear entre sus cosas, esencialmente, si había aceptado a Héctor. Se encontraba sentado sobre la arena, vestido con ropa de verano, abrazado a sus rodillas, perdiendo su mirada junto con los recientes recuerdos y esa plegaria suya de aquella noche que eran arrastrados por las olas del mar de Huanchaco.