Silvia Alatorre Orozco
El encanto de Jungapeo
es el espléndido sonido de la gran campana nombrada “Nuestra Señora de la
Asunción”. Sin embargo por muchísimos años permaneció muda colocada sobre unas
vigas de acero dentro del atrio de la parroquia; nadie conoce la fecha exacta
en que llegó procedente de Inglaterra. Es majestuosa y pesa varias toneladas
por lo que no había sido colocada en el lugar que le correspondía. Pero un buen
día el párroco pidió ayuda al arzobispado para encumbrarla al campanario y
tocarla con motivo de la beatificación de Bartolomé de Aparicio oriundo de esta
población, esa fue razón más que suficiente para que ascendiera a la alta torre
y su grave y bello tañido se escuchara para beneplácito y alegría de los
lugareños.
Este antiguo pueblo
minero fue esplendoroso en tiempos de la colonia, pero cuando las vetas de
plata se agotaron y cesó su extracción, se convirtió en un lugar enigmático y abandonado,
sin embargo algunos de sus pobladores continuaron habitándolo; las antiguas
edificaciones, algunas de ellas construidas en dos pisos, conservan la herrería forjada a mano por lo que todavía
lucen su señorío y la parroquia levantada en ese entonces aún permanece
intacta. Sus actuales residentes se dedican a la agricultura, sembrando
cacahuate y chile, de esa forma el pueblo mantiene una economía aceptable.
Desde que era un niño, el
viejo Simón se fascinó con el encanto de “Nuestra Señora de la Asunción”, como
hechizado se pasaba horas enteras frente a ella, observándola y acariciándola.
Ambicionaba ser párroco para estar siempre cerca de ella y algún día oírla
tañer, pero la pobreza de su familia y su notoria tartamudez le impidieron
estudiar en el seminario, por lo que se conformó con ser el acólito de la
iglesia, con la esperanza de llegar a ser el campanero.
La sociedad de Jungapeo
está regida por tradiciones y costumbres conservadoras y llenas de atavismos. Don
Nicandro, el boticario, es muy apreciado y respetado en la localidad, a él
recurren para aliviar enfermedades y dolores de muelas. Bonachón, mesurado, regordete
y chaparrito, vistiendo un desgastado traje de casimir y usando pesados lentes
que se deslizan por su nariz, se le ve preparando las pócimas curativas que le
solicitan los pacientes; su mujer, Elodia, mal encarada, flaca, escuálida, con
un alto chongo en su cabeza que pareciera peinado con engrudo y refunfuñando todo
el tiempo, ayuda a su marido atendiendo en el mostrador; Emiliano, ahijado de
ellos, se encarga de barrer y sacudir la
botica, así como de llevar a domicilio las medicinas a los pacientes encamados
y visitarlos por si algo se les ofrece; Don Nicandro quiere al muchacho como a
un hijo ya que Elodia solo parió dos hembras: Carmela, la mayor, con un
carácter igual al de su madre y la pequeña Clarita, menudita, dulce y querida
por todo mundo.
Por seis años Carmela fue
la adoración de sus padres, le permitían berrinches y rabietas por ser hija
única y sobre todo porque tenían perdidas las esperanzas de procrear más hijos.
Sin embargo a la llegada de Clarita ambos se volcaron en atenciones hacia la
recién nacida por lo que a Carmela se le despertó una gran rivalidad, rabia y
celos en contra de la pequeñita, más de una vez la mordió y la araño, cuando la
bebe lloraba de dolor, Elodia sin saber
cómo arreglar el asunto solo le daba dulces a Carmela y le suplicaba que no
volviera a dañar a su hermanita. En una ocasión con un cerillo le prendió fuego
a la cuna de la nenita, afortunadamente la madre la rescató ilesa; por lo que Nicandro
castigo a Carmela encerrándola durante varias horas en el cuarto oscuro donde
almacenaban triques; esta gritaba, moqueaba y se orinó de coraje, fue en ese entonces que
juró vengarse de su hermana ya que la consideraba una intrusa y haría hasta lo
imposible para que fuera infeliz.
Aunque las dos niñas
eran bonitas por igual, sus caritas reflejaban expresiones muy diferentes; a
Clara siempre se le veía alegre y risueña, en cambio Carmela tenía gesto de
amargura, nunca sonreía, mantenía tan cerrada la boca que se escuchaba el
chirriar de sus dientes como si tuviera la mandíbula trabada; y para su
desgracia al entrar a la adolescencia sufrió de acné, su cara se cubrió de fistulas
y en su desesperación por eliminar este mal, se embadurnaba de cuanto polvo o mejunje
encontraba en la botica, lo único que logró con esto fue que su rostro se
cubriera con unas terribles manchas oscuras.
Se deprimió tanto al ver su cara tan fea que se dedicó a comer y engordó como
marrano cebado.
Los domingos al
atardecer, se acostumbraba que los jovencitos se reunieran en la plaza del
pueblo y mientras la banda tocaba música en el quiosco, todos ellos paseaban
alrededor de los músicos, las muchachitas caminaban en un sentido y ellos en
otro y cuando alguno de los chicos se topaba con la joven de su agrado le
entregaba un ramillete de gardenias. Don Nicandro permitía que Carmela y
Clarita fueran a ese festejo siempre y cuando Emiliano las acompañara,
encomendaba el cuidado de sus hijas al
chico ya que este era responsable y muy correcto; generalmente el regreso a
casa era un drama, ya que mientras Clarita llevaba varios manojos de flores,
Carmela iba con las manos vacías, por lo que berreaba, maldecía su suerte, a su
hermana y decía:
- Maldita… ¿para que llegaste?... tan a
gusto que estábamos sin ti.
En su distorsionado
concepto de la justicia, Elodia creía que lo equitativo era que sus hijas
tuvieran todo por partes iguales por lo que obligaba a Clarita a cederle la
mitad de las flores a su Carmela.
- Clara, comparte con Carmela las flores,
tiene que ser todo “parejo” para las dos- decía Elodia, y acercándose al oído
de la pequeña y hablando en voz baja para que Carmela no escuchara, continuaba-
entiende, la vida te da todo a ti y nada a la pobre de tu hermana, compadécela.
Clara entregaba varios
ramilletes a su hermana pues de antemano sabía que podría disfrutar de su aroma
en cualquier lugar que los colocara Carmela, solo reservaba para sí misma las gardenias que
le había ofrecido Emiliano.
El viejo Simón era
padre de Emiliano, pero como este no trabajaba y se conformaba con las limosnas que recibía del
cura, la mujer lo abandonó por lo que el
niño creció desvinculado de su progenitor.
A Simón no le importó
gran cosa la ausencia de su familia pues decía que su lugar estaba al lado de
“Nuestra Señora de la Asunción”. Tal fue
la comunión que alcanzó con la gran campana que por medio de su sonido logró
comunicarse con la gente del pueblo.
Emiliano escuchaba con toda
atención el tañer de la campana y de esa manera llegó a sentir aprecio por
Simón, es más hasta pensó que lo quería.
En uno de sus
cumpleaños, el viejo le regalo un perro al que el niño llamó Canelo, era un can
muy alegre y risueño, se volvió su compañero inseparable.
Carmela no quería a
Canelo ya que cuando el animal la veía se alejaba de ella y le pelaba los
dientes por lo que esta preparó unas
albóndigas con raticida y se las arrojo al perro que enseguida se las comió.
El día que Canelo
murió, el muchacho lloraba inconsolablemente la pérdida de su amigo, fue cuando
Clarita al verlo tan triste lo abrazo y en ese momento se prendió la chispa del
deseo y el amor entre ellos.
Les resultaba muy
dificultoso platicar o verse a solas ya que Carmela no se separaba de ellos en
ningún momento pues presentía que entre los chicos había atracción; pero la
audacia de los enamorados los llevó a resolver esta dificultad.
Por las tardes a la
hora del rosario, con la ayuda del viejo Simón, se subían al campanario y desde
ahí conocieron las delicias del amor, sus
cuerpos desnudos eran bañados por los rayos del sol del atardecer y la suave
briza refrescaba su sudor. Idearon escribir en papelitos de diversos colores
frases amorosas y palabras en clave, que hacían referencia a las sensaciones
que les despertaban las caricias que iban descubriendo día a día; los lanzaban
desde lo alto de la torre a las cuatro direcciones y el viento se encargaba de
regarlos por las calles del pueblo, de esa manera cuando se encontraban con
alguno de estos coloridos mensajes, aun sin verse se sentían cerca y revivían
cada momento experimentado a escondidas de los ojos impertinentes de Carmela.
Carmela al perderlos de
vista recorría las calles en su búsqueda gritando sus nombres, y en cuanto
llegaba a la casa, llena de cólera les decía a sus padres:
- No sé por dónde se ocultan Clara y
Emiliano pues no los veo dentro de la iglesia, de seguro que están escondidos
cometiendo pecados… ¿Pero dónde?... quiero saber… ¿dónde?
Era tal la rabieta
histérica de Carmela que hasta perdía el conocimiento, su padre la reanimaba
dándole a oler sales esenciales. Cuando se recuperaba se arrepentía y cariñosamente
le decía a Clara:
- Perdóname hermanita, no sé lo que me
pasa, es algo que no puedo controlar.
Clara la abrazaba y
parecía sentir compasión por su hermana, pero era tanta las veces que decía y hacía
cosas en su contra, que Clara empezaba a divertirse de ver tan mal a Carmela,
es más hasta sutilmente la provocaba para enloquecerla.
Era tanta la pasión que
desbordaban Clara y Emiliano que ya querían amarse sin esconderse por lo que
hicieron planes para casarse.
Emiliano que era
bastante tímido, solicitó a sus padrinos aprobación para pedir la mano de una
de sus hijas; pero como había heredado la tartamudez de su padre, cuando se
ponía nervioso no hablaba con precisión por lo que no aclaro a cuál de las dos
pediría.
En casa del boticario
se preparó una cena para esta ocasión; al
enterarse Carmela de la confusión de sus padres, albergaba la esperanza de ser
la elegida ya que era la mayor, por lo que ese día se emperifolló y sentada en
el sofá, alternaba amablemente en la conversación. Al final de la merienda,
cuando comían el pastel que la misma Carmela había horneado para congraciarse
con “su futura suegra”, la madre de Emiliano habló:
- Querida y respetada doña Elodia, don
Nicandro, siempre nos hemos visto como familia, pero ahora, si ustedes nos
permiten pasaremos a ser “una misma familia”. Mi hijo Emiliano, que siempre ha
considerado a don Nicandro como un padre y quiere ser un apoyo para su vejez, desea
contraer nupcias con una de sus hijas.
Carmela abría los ojos
desorbitadamente esperando oír su nombre.
Don Nicandro que
ignoraba que Clara y Emiliano se querían casar, tomó la palabra y dijo:
- Para nosotros es un honor que Emiliano,
a pesar de ser pobre, anhele formar parte de esta familia, con gusto le
entregare en matrimonio a mi querida hija, sé que a su lado mi niña siempre
estará protegida. Yo por mi parte, a mi muerte, le dejare el manejo total de la
botica para que él sea el jefe y sustento de mi mujer y de mis dos hijas.
Todos contentos brindaron
con una copa de licor. Doña Elodia permanecía en silencio esperando oír las
palabras de Emiliano, y tartamudeando este dijo:
- ¡Yo pro… prometo ha… hacer fe… feliz a Clarita!
Al escuchar el nombre
de su hermana, Carmela enloqueció, salió precipitadamente de la casa y corría
por las calles, más bien galopaba llevando a cuestas su colosal gordura y
amenazaba con subirse al campanario para desde ahí tirarse, y gritaba:
- ¿Por qué todo para mi hermana?... la voy
a matar o me mato yo…
Tras ella salieron doña
Elodia y don Nicandro, cuando la alcanzaron, su madre la sujetó fuertemente y le
pidió que regresara, le prometió que arreglaría la situación. Don Nicandro
abrazaba a la desquiciada y quería consolarla, pero no encontraba las palabras
adecuadas para tranquilizarla por lo que solo decía:
- ¡Por Dios, no pasa nada… cálmate!
Dentro de la casa
Emiliano y su madre se encontraban desconcertados y no atinaban a quedarse o irse,
mientras Clarita se disculpaba por el mal momento por el que pasaban.
Ya nuevamente todos en
calma, Elodia soltó lo esperado para los enamorados.
- Emiliano, sabes que tanto mi marido como
yo te queremos como a un hijo, y nada nos haría más felices que verte casado
con nuestra hija.
Los jóvenes novios
soltaron un suspiro de tranquilidad.
- Pero… -añadió Elodia- no se puede casar la hija menor antes de la mayor, esas son las
reglas, y se cumplen.
Por lo que de inmediato
la madre del Emiliano dijo:
- Pues con la que ustedes decidan Emiliano
se casa, ustedes ordenan, yo pienso… - y de golpe fue interrumpida por Elodia.
- Lo que quiero decir… y que quede claro
para todos: es que Emiliano se casará con Carmela.
El muchacho palideció,
se quedó mudo, al igual que Clarita.
Y las palabras de doña
Elodia fueron “ley”.
Llegó el día en que se
desposaron Carmela y Emiliano. Por órdenes de doña Elodia, Clarita asistió a la
boda.
Por fin Carmela cumplió
aquel juramento: hacer a su hermana
totalmente infeliz y desdichada.
Muy a su pesar Emiliano
consumo su matrimonio con Carmela y enseguida la muchacha quedó embarazada.
Carmela gozaba su
venganza, caminando y sobándose la panza frente a Clarita esbozaba una
sórdida sonrisa. So pretexto del embarazo se zampaba cuanto alimento se cruzaba
ante sus ojos, llegó el momento que su sobrepeso la obligaba a permanecer
“echada” sobre la cama, pero se acicalaba, pintaba y colgaba tantos abalorios
en su cuello que parecía elefante en circo; y a gritos pedía la atención de su hermana:
-
Clara péiname que ya va a llegar mi “ma -ri -do”- se le llenaba la boca al
decir esto último.
Clarita la peinaba pero en cuanto sonaban los
campanazos llamando al rosario, a toda prisa se encaminaba rumbo a la iglesia, sabía que en
el campanario Emiliano la esperaba a pesar del helado viento que empezaba a
soplar en estos primeros días de invierno; mientras tanto Carmela se quedaba
dormida atiborrada de comida.
Carmela dio a luz a una nena y doña Elodia contrato
a una mujer llamada Natali, que venía de la capital, para que ayudara a su hija
en el cuidado de la criatura.
En realidad su nombre era Natalia pero como había
sido cómica en una carpa de “burlesque”, ahí la anunciaban como Natali. Ya
vieja, canosa y chimuela se vio obligada a abandonar esa vida.
Se dirigía a la frontera en busca de trabajo, pero
al pasar el tren por Jungapeo, le gustó el pueblo y se quedó ahí.
Natali atendía y cuidaba de la bebe con verdadera
diligencia; Carmela que nunca había tenido amigas se volcó en afecto por la
nana. Por su anterior oficio, Natali conocía todas las artes y mañas para tener
a los hombres contentos, por lo que le daba consejos a Carmela para conservar a
su marido siempre a su lado y la instruía sobre las caricias que lo volverían
loco de pasión; además se dedicó a embellecer a la muchacha; con concha nácar y
limón logró que desaparecieran de su cara las desagradables manchas negras, la
enseñó a lavarse los dientes con carbonato y a usarlo en axilas y pies para quitar el mal olor; por las noches
antes de que llegará Emiliano la ungía con aceites aromáticos egipcios que aún
conservaba desde el tiempo que había trabajado en la carpa.
Este año la temperatura invernal era glacial, al
anochecer la gente se resguardaba dentro de las casas, aun así Emiliano y Clarita se encontraban en el
campanario para amarse; ya Emiliano no quería quitarse los calzones pues sentía
que se le congelaban las nalgas, y por su parte Clarita evadía ser tocada por
las manos heladas de su enamorado por lo que se arropaba y buscaba un
rinconcito para protegerse del viento.
Cuando bajaban de la torre Emiliano rápidamente se
dirigía a su casa, llegaba amoratado, entumido y cascabeleando los dientes, se
metía en la cama con su mujer y el cuerpo gordo, cálido y perfumado de Carmela
lo arropaba, la abrazaba y así placenteramente entraba en calor. Poco a poco el
muchacho descubrió las delicias de sentirse amado y amar a su mujer. Fue olvidando
a Clara. Cuando se topaba con ella ni la saludaba. Decía que era “mujer huesuda
y sin gracia”.
Clara aguardaba la llegada de la primavera para volver
a reunirse con Emiliano, pero los días transcurrieron, llegó el verano, el
otoño, el invierno… y Emiliano no subió nunca más al campanario.
Los ardientes momentos vividos al lado de Emiliano
no los quería olvidar por lo que recorría
las calles, trepaba a los árboles recogiendo los papelitos de colores que aun
volaban con el viento y los guardaba dentro de un frasquito de cristal junto a
los pétalos secos de las gardenias.
Por las noches aullaba de pasión contenida; entre
tanto Elodia caminaba fuera de la habitación de Clara, con las bolsas del
vestido llenas de dulces sin atinar que hacer, mientras a lo lejos escuchaba
los gritos de su marido:
- ¡Elodia cierra las ventanas que los
coyotes no me dejan dormir!
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