José Yupari Calderón
Los primeros días del cortejo sin declaración formal
fueron inolvidables para Cindy, quien por vez primera se había enamorado de un
chico peruano. Así es, de un compatriota mío; mas era el segundo en su lista
que provenía de tierras sudamericanas. Quizás ese ímpetu de haber aprendido
español en la escuela como curso electivo la hizo sentir atraída por la cultura
latinoamericana. De igual modo, le había dado la facilidad de interactuar con
los poquísimos hispanohablantes que inmigraban; y de ganarse algunos dólares
extras entre sus amigas del aula como traductora de composiciones. Actividades
de las que sacó provecho, y de a poco, supo encajar bien con los chicos latinos
cuando terminó la etapa escolar, sobre todo, con sus dos antiguos enamorados. A
ellos les había obsequiado artesanía de la cultura maorí para que se llevasen
un buen recuerdo de su país y sepan que fue ella la primera “kiwi” con la que
estuvieron (si es que no se le adelantaron antes).
Ese amor “incondicional” de adolescente expresado por
ambos bandos que culturalmente debieron adaptarse uno al otro, giraba alegre en
torno a diversos momentos congelados en fotos de: reuniones sociales, ferias,
espectáculos deportivos y musicales, y como no, las fiestas alocadas de fin de
verano frente al mar que finalizaban a la mañana siguiente. Fotografías que
después, ella subiría a la cuenta de su red social al medio año cuando se
terminó todo en un abrir y cerrar de ojos su amorío. A ella le quedaba sólo
tener como remembranzas esos pasajes frescos que estaban registrados en su
álbum, y recibir: “me gusta”; por ejemplo, de sus cientos de amigos, quienes
estaban hablando de eso, adjuntando comentarios escritos de toda índole.
Así estaban las cosas en resumen. Por los demás, ya me
era engorroso seguir husmeando en su vida íntima a través de su página abierta
de facebook: lo que escribía en los muros de sus amigas, la cantidad de
solicitudes de amistad en espera por ansiosos chicos, los mensajes triviales
recibidos, las invitaciones a eventos, etc., etc.; pero era una manera de
correr el tiempo hasta que ella salga de mi habitación y regrese a la suya. Mis
risas se confundían con sus gemidos descontrolados que se detuvieron en
seguida. Ella deslizó de par en par la puerta y con la ropa bañada en sudor y
ceñida; el cabello desordenado y en su sorpresa, se enfrentó a mí.
-¡Qué estas mirando! –dijo incómoda.- ¡¿Quién te dio
permiso para que husmees en mi laptop?!
Tan inesperada y violenta aparición hizo que por un
instante me quedara sin habla. Apenas forcé una sonrisa. En seguida, el sonido
del teléfono intercomunicador rompió la tensión, pidiendo tiempo fuera para que
sepa qué responder. Sin embargo, no le tomó mucho tiempo en levantar el
auricular y presionar la botonera para la apertura de la chapa eléctrica del
edificio, ya que se encontraba a tres pasos de donde estaba ella.
-¿Y bien?... ¿Qué estabas viendo que te hacía reír a
carcajadas? –dijo, retomando el tema; mientras se secaba el sudor de la cara
con un pañuelito que le alcanzó Lucas, mi compañero de dormitorio.
-¡No!… ¡no!… -trastabillé al inicio- No lo tomes mal;
pero a raíz de tu demora por salir de la habitación no tuve otra opción que…
que distraerme con tu facebook mientras tanto mi cuerpo se secase… sí, eso es,
eso es –dije, asentando mi cabeza asiduamente.
-¡Qué diablos estás diciendo!
-Discúlpame, pero recién acabo de salir de la ducha
–respondí, dejando a un lado su laptop y poniéndome de pie.
-¡¿Y por qué no probaste el secado al aire en el
balcón, entonces?! Con el calor que hace esta tarde, en vez de estar sentado y
humedeciendo el sofá. ¡Mira nomás!… ¡y dame eso! –dijo.
-¡Ey! ¡Ten cuidado con esa mano! –vociferé de súbito,
dando unos pasitos hacia atrás; al tiempo que ella recogía bruscamente su
laptop y que por poco, me arranca la toalla por lo disgustada que estaba.
Entretanto me reponía de la mala jugada, oí a alguien tocar la puerta.
-¡Ya voy Brooke! Un momento –mencionó Cindy, quien
dejó su laptop sobre la mesa de la sala y fue a abrir el pórtico.
-¡Me da gusto verte hoy! En buena hora que te encontré
–dijo Brooke, emocionada.- ¿Ya te habrás enterado de la noticia? Te envié un
mensaje de texto pasada la medianoche de hoy.
-Oye, Brooke –comenzó a decir Cindy.- ¿Es posible que
me haya enviado una solicitud de amistad?
-No lo sé… que yo sepa, el no contaba con facebook en
ese entonces. ¿Te acuerdas que te comentó eso? –dijo Brooke, quien pasó de
largo hacia la sala a tomar asiento junto con su amiga.
Ni bien notó mi presencia, me saludó con un sencillo
“hola”. A ella no le desagradó cómo me encontraba en ese momento.
-Sí, eso fue hace meses. Lo recuerdo bien… ¿qué pasa
si?... ¡oh no! –exclamó preocupada Cindy, llevándose una mano al pecho.
-¿Qué te sucede? ¡Dime!
-¡Esto no puedo ser!
Ella se puso de pie y volvió sobre sus pasos. Los dio
apresurados, para alcanzar su laptop y regresó a su asiento para conectarse al
internet. Yo me encaminé directamente hacia ellas sigilosamente. No quería
perderme de los pormenores que estaban por suscitarse. El movimiento violento
de su dedo índice como dispositivo apuntador: de arriba hacia abajo, y
viceversa, me atraía, principalmente, lo que ella repetiría constantemente
cuando chequeaba la lista de las solicitudes pendientes de amistad: “¿de qué
modo he de rogarte?”; “¿de qué modo, dímelo?”; “sólo quiero paz y tranquilidad,
sólo eso”.
-Tranquila, tómalo con calma… tranquila –dijo Brooke.- Con esa impaciencia no podrás ubicarlo.
-¡Es que son tantas solicitudes que tengo! ¡Sólo
mira!... gente que ni conozco me agregan a mi cuenta… ¡esto es desesperante!
-Oye, Cindy. Te veo jadeante. Tu cuerpo esta húmedo.
No creo que sea por eso, ¿no?
-¿Eh? ¡No!… no, digas eso Brooke ¿cómo crees? Lo que
pasa es que tuve hoy una pesadilla mientras descansaba, y expulsé el mal sueño
mediante el sudor… -dijo ella, sonriendo.
-Ah…
-Hubieses escuchado cuando pedía auxilio –dije,
haciendo sentir mi presencia en la conversación.
-¡Vete al diablo! –replicó Cindy, en voz alta.- Estoy
muy enfadada contigo, así es que ni me hables –concluyó con una mirada
amenazadora hacia mí.
Esa distracción que le había provocado hizo que
perdiera la concentración en un segundo.
-¡Para ahí! ¡Para! ¡Ese debe ser él! –dijo Brooke.-
¡Nooo! ¡Ya te pasaste!... ¡Regresa! ¡Regresa!...
-Ay, deslicé muy rápido el dedo. ¡Dime, dónde es!
-¡Ahí! ¡Pulsa, ahí!... es él, te lo garantizo.
-No ha cambiado en absoluto, salvo lo contento que
esta con esa chica que le acompaña en la foto de su perfil –dijo Cindy, a lo
que su amiga se pegó a ella para ver bien.
Me puse detrás de ellas y mirando por encima de sus
hombros, contemplé atentamente, y dije en voz baja:
-¿Fue ella con la que te engañó?
-No se sabe a ciencia a cierta, José –dijo Brooke, en
respuesta a la pregunta.- De la noche a la mañana cambió la actitud de Héctor,
tu paisano, y desapareció sin dejar rastro; hasta el día de ayer en la tarde
que me lo encontré en el supermercado de casualidad, después de tiempo.
-¡Bah!... fui un despistado al pasarme de largo y no
echarle un vistazo, siquiera a su facebook. ¿Y qué te dijo? –pregunté.
-El estaba buscando a Cindy desesperadamente hace días
y vio en mí la solución de su problema; pero no le entendí muy bien debido a su
pronunciación en ciertas palabras. Debería grabar su voz y escucharse a sí
mismo.
-Pero, lograste entenderle algo, ¿no?
-¡Basta de explicaciones! –imprecó Cindy, justo cuando
Brooke estaba por contarme el resto de la historia.- ¡Largo, José! ¡Largo de
aquí!
-Pero él nos puede ayudar. Piénsalo detenidamente,
Cindy. El habla español.
-Ajá, pero yo también lo hablo… no tan fluido, pero lo
hablo.
-¿Y si el busca palabras rebuscadas? No me digas que
entiendes el español que se habla en cada país de Latinoamérica. Además, ya
debe estar en camino.
-¡¿En camino?! –dijo exaltada ella.
-¿En serio? ¿El está en camino? –volví a preguntar.
-Así es.
Mi rostro delineó una discreta sonrisa, ya que la
última vez que había tenido contacto con gente de Perú fue hace dos meses y de manera
improvista, así como se daría hoy. No sabía que invitarle de comer. Ya había
hecho las compras únicamente para este día y no podía restarle una porción de
mis provisiones, ni mucho menos podía meterme con los suministros de los demás;
no obstante, no fue ningún problema para él ya que nos invitó al lugar donde
había empezado este romance: en “Florida Burritos”.
Algo que nos hermanaba a dicho establecimiento de
comida rápida, no sólo a los peruanos; sino también al resto de los
latinoamericanos, es que era el centro de congregación para los que solicitaban
trabajo y degustaban de un burrito al estilo norteño, debido a que el dueño era
del norte del Perú, junto con Héctor. Dicho comercio era como un oasis en medio
del “desierto” de Auckland, que estaba inundado de puro negocio asiático a sus
alrededores. Era un salvavidas para nosotros. Eso lo entendía Héctor, quien
arrastraba los estragos por haber dejado a su familia y a su natal Trujillo dos
años después de haber cumplido la mayoría de edad. Ya en Lima, tomó la decisión
de venirse para aquí e intentar suerte como los otros escasos peruanos.
Enfrentándose a la barrera del idioma con un inglés pasable. La caza de un
empleo digno que no le tomaría mucho tiempo, gracias a la manito que le ofreció
su paisano tras varias insistencias y hostigamientos en la puerta de su
establecimiento. El obtendría un trabajo asequible: bastaba con tomar el
pedido, pasarlo por el sistema, preguntar si deseaba algo más al cliente,
interinamente se tomaba la siguiente orden, y posteriormente de algunos minutos
se entregaba al consumidor su pedido deseándole un feliz día. Eso fue lo que
exactamente ellos hicieron con nosotros muy amablemente.
En seguida, los ex compañeros de trabajo de Héctor le
reconocieron cuando fue su turno de recoger su pedido. Ellos se congratularon
con su presencia y le aseguraron que no se encontraba el dueño, por lo que el
respiró tranquilo y llevó su orden sosegadamente a la mesita de afuera que daba
en dirección a la calle Commerce; mientras tanto no dejaba de saludar con una
leve inclinación de cabeza a cada persona que le rememoraba en el local. Brooke
y yo permanecimos adentro, sentados en un rincón a cierta distancia para no
perderlos de vista; de vez en cuando, estirábamos el cuello disimuladamente para
escuchar de lo que estaban conversando. Nos era posible ver a los dos ocupantes
entre la noche, porque la luz artificial daba sobre ellos. Veíamos de espalda a
Héctor, aunque por los movimientos de su cabeza constantemente hacia ambos
lados de la calle, distinguíamos su perfil romano. El abuso de sol en las
playas de su ciudad y de Auckland, le había jugado una mala pasada en su piel
clara por las manchas y sequedad expuestas en su cara, cuello y brazos. Sus
labios sentían el efecto, también, con pequeñas grietas.
Era la primera vez que se encontraban en muchos meses
y tenían temas de qué conversar. De eso yo estaba seguro, ya que la alboroza
expresión de ellos era imborrable. Apenas él cruzó la puerta del apartamento,
abrazó a Cindy en silencio; quiso llenarse nuevamente de esa suerte de tenerla
en su sentir, cuando cruzaron miradas por un largo espacio en reiteradas veces
en su centro de trabajo: minutos antes que el terminase su horario de la tarde,
se avecinó a su mesa, aprovechando la repentina soledad de ella. Él le preguntó
si era de Sudamérica por la similitud de sus rasgos físicos; y le congratuló
por lo bien que manejaba el español cuando le oía cantar en voz baja las
canciones de la agrupación musical Aventura en su ipod. Ella respondería con una
sonrisa.
Ese grabado, lo recordaban admisiblemente, cada vez
que él la apretaba contra su pecho firmemente, luego la besaría en la boca,
recordándole que el lenguaje universal era el amor.
-No te ubiqué en tu casa. ¿Dónde estabas?
-Ya no vivo con mi familia. Me he mudado recientemente
a un apartamento y convivo con tres chicos. Lo hice por mis estudios, ya que se
me hacía muy lejos para llegar al instituto desde mi casa… ah, cuento con nuevo
celular también –dijo Cindy, quien dio el primer mordisco a su taco. Se limpió
la comisura de sus labios con la servilleta y reanudó la palabra.- ¿No que te
ibas a Japón con una tal Natsumi?
Natsumi conoció a Héctor en el instituto donde
estudiaban inglés general. Tenía un leve conocimiento de español. Ella, mayor
que él por un año, solían estar juntos.
-No, terminamos la relación –respondió
escuetamente.
-Ajá. Y es por eso que regresaste a buscarme a mí.
-Escúchame… escúchame con atención –tuvo que
transcurrir como seis segundos para que traduzca su pensamiento a la lengua
natal de su ex pareja- Escúchame… fue muy… muy… arduo todo este tiempo para mí.
Debes comprenderme.
-¿Qué te pasa?
-Nada. No pasa nada. Mi vocabulario no es amplio, eso
es –alegó, por lo que Cindy se echó a reír de pronto.
-Sigues igual. Y eso que te di algunos consejos para
que tu aprendizaje no sea un suplicio en tu instituto. Cierto que ya
concluyeron tus clases allí, ¿no? –dijo ella pausadamente, de modo que el
pudiese captar palabra por palabra.
-¡Uf! Fue hace meses.
-Si gustas podemos hablar en inglés y en español al
mismo tiempo. Por mí, no hay problema.
Héctor movió la cabeza afirmativamente; mas era
consciente que debía ablandar sus oídos ya que los tenía medio duros.
-¿Por qué estas rastreándome de nuevo?
-Para que me ayudes casándote conmigo –dijo con
firmeza.
-¡¿Qué?! Si no lo recuerdas ese fue el tema por el que
rompimos, te marchaste y luego me enteré que conociste a la japonesa…
igualmente soy muy joven para esas cosas. Tengo diecinueve años. Eso sí
entiendes, ¿no?
-Yo tengo veinte y no me importa… mira, a mi madre le
hablé lo bien de ti…. mm… ella está de acuerdo en que me case contigo lo más
pronto posible…
-Pues, a mi madre no. Ella no me ve casada muy joven,
ni yo tampoco.
Con el transcurrir de los minutos, los comensales
crecían. Temía que un tropel de gente llegase de forma imprevisible y nos
impidiesen ver y escuchar lo poco que podíamos.
-¿Te has fijado que apenas han tocado sus burritos,
José? –preguntó Brooke.
“O era que la conversación estaba entretenida, o era
que los burritos dejaron de ser como antes con ese toquecito norteño que los
caracterizaba”, pensé. Sin embargo, me inclinaba más por la primera presunción
ya que los gestos de la pareja eran abiertos: Héctor apretaba sus manos
regularmente; en tanto ella apoyaba sus codos sobre la mesa, entrelazaba los
dedos y mordía sus nudillos.
-¿Qué es lo que me acabas de anotar en esta
servilleta? No logro entender del todo… –dijo Cindy.- Inténtalo en inglés.
Héctor respiró profundamente, como tratando de
calmarse.
-Te lo resumo: me queda sólo una semana.
-¿Una semana? ¿A qué te refieres?…
-La semana siguiente retorno a Perú… se acaba mi
estadía en Nueva Zelanda. Yo quiero quedarme sí o sí, por eso necesito… –se
detuvo Héctor, perplejo.
No pudo terminar su frase. A lo lejos había divisado a
su ex jefe en su reconocible vehículo: una furgoneta anaranjada que era
utilizada como medio publicitario para su empresa. El se levantó de la silla
raudamente por lo que Cindy vaciló si seguirle, alarmada por su actitud. Sin
mirar al resto de los comensales, solamente a ella, se despidió no sin antes
subrayarle que acepte la invitación de amistad en la red social para mantenerse
comunicados. Héctor salió del lugar. Solo e indefenso aceleraba la marcha,
expuesto a los múltiples improperios que se percibían en la vía por parte de su
ex jefe una vez que bajó de su vehículo: “¡¿tú, aquí otra vez, muchacho?!...
¡te he dicho ciento de veces que no vuelvas hasta que pidas disculpas por
extraer comida sin mi permiso y alterar el inventario!… ¡y aunque intentes
buscar trabajo nadie te dará esa oportunidad por tus referencias!”. El joven
trujillano cruzó presuroso la pista perdiéndose con facilidad entre los
abstraídos peatones.
Hacía una semana que había pasado el bochornoso
incidente en “Florida Burritos”. El sol de primavera filtraba por las puertas
correderas de cristal del balcón y llegaba hasta los rincones de la sala:
¿señal de un nuevo comenzar en nuestras jóvenes vidas?; no obstante, todo lucía
igual en el apartamento. Luego de salir de la ducha, se desprendía el barullo
provocado por una quejosa Cindy, acompañada de Lucas en mi habitación. En
tanto, un llamado a su descubierto laptop sobre la mesa del comedor, me empujó
a husmear entre sus cosas, esencialmente, si había aceptado a Héctor. Se
encontraba sentado sobre la arena, vestido con ropa de verano, abrazado a sus
rodillas, perdiendo su mirada junto con los recientes recuerdos y esa plegaria
suya de aquella noche que eran arrastrados por las olas del mar de Huanchaco.
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