Violeta Paputsakis
Un
don lo llamaban, en cambio para Mariela había sido siempre una especie de
castigo divino. A diario pasaban por su casa requiriendo su ayuda más de
treinta personas, sus padres habían encontrado la forma de vivir a costas de
ella y toda la familia se organizaba a su alrededor. Proyectaban a futuro
construir una capilla en el terreno baldío al costado de la casa y hacer de las
curaciones de la joven un gran evento con show y coros incluidos. Su padre veía
dinero por todos lados y hasta se imaginaba merchandising con el rostro de su
hija. Mariela, en cambio, sólo soñaba que la pesadilla terminara y poder ser
una adolescente como cualquier otra, preocupada por la escuela, los amigos, la
televisión y nada más.
Hasta
los doce años nadie había advertido el don de curar que poseía la joven, era
una niña que se divertía con sus amigos, jugaba revolcándose en la tierra y
juntaba pececitos en canastas a la orilla del río. Vivía junto a sus padres y
su hermana mayor en un pequeño pueblo pesquero de Chubut, en el que la mayoría
de las ocupaciones estaban relacionadas con los animales escamosos, su compra,
venta, distribución y cocción.
Aunque
ya pasaron cinco años recuerdo ese día como si hubiese sido hoy, estaba
descalza en el río, caminaba acompañada por Jofi que iba y venía corriendo y
ladrando. En un momento se resbaló y cayó con un ruido sordo, se levantó
asustado y se arrastró hasta la tierra mientras aullaba dolorosamente. Me
asusté muchísimo, tenía miedo que mi perro se muriera, parecía sufrir tanto, me
tiré al lado de él y lo revisé, de su pata izquierda brotaba sangre, al parecer
se había cortado con un pedazo de vidrio o algo así y la herida era profunda.
Estaba
sola, no sabía qué hacer, en medio de la desesperación y sin encontrar nada con
que evitar que la sangre siguiera saliendo, apreté la herida con fuerza mientras
le pedía con voz suave que se tranquilice, que todo iba a estar bien y miraba
alrededor buscando ayuda. A los minutos lo noté mucho más sereno y levanté la
mano con cuidado para ver si la sangre había parado de fluir, me quedé helada
al ver que su piel estaba sana, como si nunca se hubiese abierto. Jofi se
levantó y comenzó a ladrar y saltar a mi alrededor alegremente, yo en cambio,
me asusté tanto que decidí no decirle nada a nadie. Llegué a casa como si nada
hubiese pasado y continué con mi rutina habitual.
Unas
semanas después, a excepción de mis padres, todo el mundo sabía lo que había
ocurrido en el río, supuse que alguien había visto la escena. Mis padres se
enteraron la tarde en que llegó una mujer desesperada a la puerta de casa
cargando su hijo en brazos, el chico tendría unos siete años y se había caído
del techo mientras jugaba. Estaba inconsciente y tenía la cabeza lastimada, su
madre decidió llevarlo conmigo antes de ir a un médico. Mirta y José no
entendían las suplicas de la mujer en la puerta de su casa, pidiendo que su
hija menor vea al pequeño mientras sacudía un montón de billetes en la mano. Yo
miraba escondida tras los barrotes de la escalera sin poder creer y
preguntándome cómo se había enterado. Esa fue la primera vez que curé a una
persona y desde ese día no pararon de llegar más y más.
Es
triste decirlo, pero la verdad es que mis padres encontraron la situación
provechosa, al tiempo mi papá dejó el trabajo de pescador con el que apenas
sobrevivíamos y se dedicó de lleno a coordinar las curaciones que yo realizaba.
A mí me daba vergüenza cobrar pero no tenía otra opción y José me explicaba una
y otra vez las razones por las que era conveniente hacerlo.
-Ayudás
a la gente mari, las curás y les quitás un problema que ni los médicos pueden
lograr. ¿No viste que la mayoría de los que vienen ya recorrieron especialistas
en la capital y no pudieron recuperarse? Es natural que paguen por ello,
además, cobrando tenemos esta cantidad de gente, imaginate si fuese gratis
hija, lo único que estamos haciendo con esto es cuidarte entre todos porque te
queremos y buscamos lo mejor para vos –le decía su padre intentando convencerla
mientras la joven lo miraba con cierta desconfianza.
En
una ocasión fue a visitarme un hombre con su hijita de cinco años, ella tenía
un problema en los huesos que le impedía caminar y tras una imposición mejoró
mucho, la recuperación completa requería más tiempo pero estas personas no
tenían el dinero para pagar las sucesivas sesiones. Le rogué a papá que me
permitiera seguir curándola, me dolía tanto ver sufrir a esa nena, sin embargo
él fue inflexible.
–Hija
esto no es caridad, debemos pagar las cuentas, la ropa, la comida diaria y si
no le cobramos a una persona pronto se va a llenar la casa de gente que mediante
la pena quiera convencerte de lo mismo. Es un no sin ningún tipo de discusión.
Mari
trató de buscar complicidad en su madre pero como siempre había sucedido, ella
se supeditó a lo dispuesto por su padre. Había sido criada así, a la vieja
usanza, con la idea de que la mujer debe obedecer y cuidar al marido por sobre
todas las cosas. Aunque le confesó a la joven que también le daba pena la niña,
reconoció que no se podía hacer más nada. –Si tu papá dice que es lo mejor mari
no sigas insistiendo, él está velando por la familia y nosotras debemos
apoyarlo.
Luego
de un intento de rebeldía que no pude mantener por mucho tiempo, decidí darme
por vencida a medias. No conseguí hacer las curaciones gratis pero sí gané la
complicidad de Laura, mi hermana, que le entregaba al padre de la niña el
dinero que posteriormente José les cobraba. Utilice gran parte de mis ahorros
en ello pero la satisfacción de ver a la pequeña finalmente curada valió más
que todos esos pesos.
De
esa primera época, recuerdo también que me costó mucho continuar yendo a la
escuela, tenía nuevas obligaciones y vivía agotada. Me ofrecieron rendir las
materias a fin de año pero insistí en seguir asistiendo a clases, era el único momento
de tranquilidad que conservaba. Después del primer año de imposiciones diarias comenzó
la perdida de la visión. Al principio mis padres y yo pensamos que era algo
simple, usar unos anteojos y nada más, pero mi vista fue deteriorándose cada
vez más y al cabo de tres años quedé completamente ciega, en ese momento no tuve
otra opción que dejar el colegio. Visitamos muchos especialistas y no logramos
una explicación al problema, la retina, cornea y demás partes de mis ojos
estaban en perfecto estado, sin embargo yo no veía. Muchas veces coloqué las
manos sobre ellos intentando curarlos, pero según parece mi don no funciona
así. Mis padres decidieron contratar una maestra particular que me enseñó el
sistema braile y me daba clases en distintas materias tres veces a la semana,
me sentía como un pajarito en una jaula, sin siquiera poder ver lo que hay
afuera de las rejas que le impiden volar. En mi vida todo es oscuridad.
Día
tras día me sientan en una habitación de la casa que en su momento hacía de
living y hoy es llamada espacio de curación, allí trato a los enfermos. Mi
hermana los recibe en el pequeño comedor, los acerca hasta el sitio, una vez
allí me explican su dolencia y con ayuda de Laura coloco mis manos donde está
el problema, el dolor o la enfermedad. En algunos casos es simple y con sólo
unos minutos ya está resuelto, en otras oportunidades no y hacen falta varias imposiciones.
Con el tiempo descubrí que no hay nada que pueda hacer con el cáncer, muchas
personas se acercaron hasta mí e intenté ayudarlas pero no hubo mejoras, las
heridas, en cambio, es lo que puedo resolver más rápidamente.
Así,
de ser una niña que le encantaba recorrer el pueblo, caminar por el río, trepar
árboles y jugar en la tierra me convertí en una adolescente que ayuda a los
otros por dinero. Pero por sobre todo en una joven ciega, tímida, retraída,
encerrada todo el día en su casa y con un profundo dolor creciendo dentro suyo.
Desde esos primeros años vengo diseñando en mi cabeza mil formas de escapar de
esto, sueño que mis padres se apiadan de su pobre hija ciega y deciden pedirle
que deje de hacer eso que tanto la entristece, que me levanto y mi don
simplemente ya no está o que toco a alguna de las personas que curo a diario y se
lo transmito, quedando otra vez libre. Sé que todos estos pensamientos son egoístas,
que debería darme alegría ayudar a las personas, pero aunque lo intento no
puedo alejar esas ideas. Hace un año atrás, decidí tomarme en serio mis
fantasías y comencé a trazar un plan que me permita huir de todo esto, creo que
ya estoy lista, en algún momento debo dar el gran paso y hoy es el día.
Planifiqué
todo minuciosamente, lograr la ayuda de mi hermana no fue nada fácil, pero no
puedo hacer esto sin unos ojos y los de ella eran los únicos disponibles. Mi
idea es viajar a Buenos Aires donde me contactaré con una tía que visitó a la
familia tiempo atrás, nos llevamos muy bien el tiempo que estuvo aquí y
comprendió lo difícil que es para mí continuar viviendo así. Si bien ella se
ofreció a darme cobijo el tiempo que haga falta yo quiero conseguir un trabajo,
sé que es difícil para alguien invidente pero estoy segura que voy a encontrar
algo, hay tanta gente en mis condiciones que vive con total independencia y yo
no tengo por qué ser la excepción.
Laura
ya compró los pasajes desde nuestro pueblo, Trevelín, hasta Buenos Aires, el
viaje en colectivo es largo pero es lo único que mis escasos ahorros pudieron
pagar. Mi mayor pena es saber que voy a tener que abandonar a Jofi, es mi amigo
desde la infancia y fue la mejor compañía a lo largo de estos duros años, sin
embargo no tengo otra opción.
A
las ocho se retira mi último visitante, por suerte Laura llevó la mochila con
mis pocas pertenencias a nuestro lugar secreto cerca del río, entre los
árboles, sólo queda cenar junto a mis padres y salir con la excusa de dar un
paseo para disfrutar las últimas noches del verano. Debemos partir de casa a
las nueve en punto, el colectivo sale a las diez de la noche y si todo va bien
llegaremos a la estación con el tiempo justo ya que el camino que debemos hacer
es largo.
Aunque
trato de ocultarlo, porque siento a mi hermana triste con mi huída y temerosa
por la reacción de mis padres, mi felicidad me supera. Sentados a la mesa,
mientras comemos un plato de sardinas con puré de papas, mi mamá me pregunta
por mi buen humor del día, están acostumbrados a mi amargura crónica, más
acentuada todavía desde que las tinieblas llenaron mi vida por completo. Me
excuso en el tiempo, en el paseo que daremos después de comer y trato de evitar
el tema. Intuitiva, como toda madre, Mirta nos dice –las acompaño entonces
chicas. Luego de esas palabras la comida comienza a aguijonear mi garganta.
Me
desespero en silencio, siento que todo está perdido y que será muy difícil
encontrar una nueva oportunidad como la de hoy, me lamentó por no poder ver la
mirada de mi hermana y acordar nuevas formas de escape, no queda otra opción
más que disimular que todo está bien.
Luego
de comer Laura y yo subimos a nuestra habitación con el pretexto de ponernos
ropa cómoda, en el descanso de las escaleras me dice al oído.
–Estoy
segura que mamá sabe lo que vamos a hacer, lo vi en sus ojos, igual no va a
haber otra oportunidad como ésta y después de hoy probablemente te controlen
mucho más, es ahora o nunca.
-¿Pero
cómo vamos a hacer? –le pregunto.
-Estuve
pensándolo, es arriesgado pero es la única opción. Vamos a ir caminando con
mamá hasta el lugar donde dejé tus cosas, tenemos que llevar también a Jofi, él
te ha guiado por el pueblo muchas veces y aunque te da miedo salir sola podés
llegar con su ayuda hasta la terminal. Cuando te dé la señal alejate de
nosotras como si pasearas con Jofi, busca tu bolso y avanzá entre los árboles
para que no pueda verte, yo voy a entretenerla.
Salimos
de casa, Jofi lleva el collar y la tira de lazarillo, le explicamos a mamá que
queremos aprovechar para entrenarlo y parece quedar conforme con la
justificación. Caminamos por las calles de ripio, dejamos atrás nuestra casa y
llegamos a la orilla del río, donde toda esta historia se inició. Yo voy
acompañada de Jofi como aquella vez, sin embargo hoy ya soy casi una mujer y no
queda nada de la niña inocente y alegre que fui en aquel tiempo. Mi perro me
guía por el sendero evitando que me tropiece con algún montículo de arena o que
me choque con un poste o árbol de los que abundan en el lugar. Siempre fue así,
cuidándome, mimándome, sé que los animales no tienen conciencia, pero cuantas
veces sentí su pena por haber sido el responsable de que se conociera eso que
llevaba dentro de mí y que tanto cambió mi destino.
El
viento cálido roza mi piel, siento su susurro entre las hojas y como mi pelo
vuela con una libertad que hasta ahora yo no pude tener. No veo la noche pero
estoy segura que mil estrellas pululan en un cielo inmenso, la luna me baña con
sus rayos y me da la fuerza y el coraje que necesito para afrontar este
momento. Con sólo diecisiete años y totalmente ciega voy a tener que
enfrentarme a un mundo que no conozco pero al que me aferro como única
esperanza.
Llegamos
a un espacio cercano al río, escucho su rugir firme y continuo, nos sentamos
las tres mientras Jofi olisquea la tierra a nuestro lado. De forma natural
Laura me invita a salir a caminar con nuestro perro. –Te va a servir para tomar
más confianza de su ayuda –me dice. Sé que esa es la señal y también percibo
que a escasos pasos está nuestro escondite, conozco el lugar y puedo
encontrarlo sin problemas. Mi mamá no dice nada y eso me tranquiliza. Llamo a
Jofi, acomodo el arnés sobre su lomo y tomo el asa para dejarme guiar por él. Caminamos
lentamente, el corazón quiere salirse de mi pecho, Laura me dijo que la
distraería así que no puedo dudar más, me acerco lentamente a nuestro espacio
tomo la mochila con cuidado y tiro del asa para pedirle a Jofi que avance, me
voy alejando del lugar escondiéndome tras la vegetación mientras gotas de sudor
caen por mi frente.
Cuando
considero que estoy a suficiente distancia quiero correr, la angustia me
invade, me tropiezo y caigo mientras siento a mi perro intentando ayudarme. Me
levanto y le grito corré Jofi, sin él no encuentro el camino pero necesito
salir del lugar lo antes posible, él me entiende y comienza a apresurarse, yo
voy detrás siguiéndole el paso, cruzamos calles, en algún momento escucho un
bocinazo y recuerdo la ruta que atraviesa el pueblo. Pero él no se detiene
parece haberse contagiado de mi desesperación, corre y corre y yo tomada del
asa también. Inesperadamente siento un impacto y un chirrido delante de mí,
sigo avanzando por inercia y choco con un vehículo frenado, la fuerza del golpe
me tira sobre el capot y siento todo mi cuerpo magullado, ruedo por el metal y
caigo al costado de mi amado Jofi. Comienzo a llorar sin siguiera poder verlo
pero adivinando que lo peor que podía pasar ocurrió. Toco su cuerpo y me
acuerdo de unos años atrás, cuando todo esto se inició, advierto como el calor
de la vida lo va abandonando, lo abrazo, paso mis manos sobre su figura una y
otra vez intentando revivirlo, es tarde o ya no tengo el don, no lo sé, Jofi
sigue tirado en el asfalto y no logro hacer nada por él.
Lloro
desconsoladamente mientras el hombre me pide disculpas y me explica que
apareció de la nada, se ofrece a llevarme a mi casa junto con mi perro. Aún
turbada agradezco que no me reconozca, de seguro no es alguien del pueblo, le
pido que me acerque a la terminal y le indico la dirección donde debe dejar a
mi perro en el camino de vuelta, sé que Laura sabrá qué hacer cuando su cuerpo
llegue a casa. En el trayecto el hombre se da cuenta de mi ceguera y se ofrece
a acompañarme hasta la plataforma del colectivo. Es la hora justa, estoy
destrozada, pero ahora más que nunca debo alejarme, ya no existe nada que me ate
a este pueblo y a mi hogar. Me despido de Jofi que está acostado en el asiento
trasero del auto, mis lagrimas caen sobre su cuerpo ya frío y siento que todo
el dolor se va con él, que dio su vida por mí y que no debo desperdiciarla,
estoy dispuesta a comenzar una nueva etapa, le agradezco al extraño su ayuda y
subo al colectivo.
Mientras
siento las ruedas avanzando en la ruta me despido de todo y todos, los perdono,
logro estar en paz. Duermo interminables horas y al abrir los ojos la oscuridad
ha disminuido, veo como nubarrones frente a mí que parecieran reducirse poco a
poco, kilómetro a kilómetro la claridad aumenta y al final del trayecto puedo
ver bastante mejor, aunque aún con cierta dificultad.
Me
pregunto si tendré todavía mi don y llego a la conclusión de que no, llegó con
Jofi y se fue con él, pero qué importa eso cuando la luz está de vuelta.
Precioso;lo triste es el egoísmo humano por el dinero; no importa aunque sea quitando la paz a una adolescente.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario Katiuska.
ResponderEliminarFelicidades, me atrapo desde el principio; esta escrito con fluidez y logra trasmitir los sentiminetos del personaje.
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