Juan Carlos Camacho
Óscar
tuvo que viajar de urgencia para asistir a los funerales de su madre, quien
había fallecido después de una grave enfermedad. Viajó a La Paz desde Arequipa
un domingo por la noche, en bus,
haciendo un transbordo para atravesar la frontera en la madrugada del
lunes, bajo un frío otoñal que calaba los huesos. Luego del entierro, obligado
por un inminente bloqueo de caminos que
podía durar varios días, Óscar se dirigió a tomar una movilidad que lo llevara de
regreso al Desaguadero, pasando por El
Alto, ese dédalo de caos, para cruzar nuevamente la frontera en un recorrido de
casi ciento treinta kilómetros. El viaje
se hizo interminable por la lentitud del colectivo y la pesadez de las ideas que en Óscar agitaban
las emociones del día. Su cerebro era
como un panal de abejas dispuestas a atacar a un intruso que lo amenazara.
La
movilidad llegó a la frontera cerca de las nueve de la noche y la cruzó a pie
por el conocido puente binacional, sin encontrar ninguno de los dos puestos
migratorios abiertos; así, caminando rápido con su maletín en una mano, sintió
nuevamente el frío gélido del altiplano que le cortaba la piel de la cara al
cruzar al lado peruano. La altura, que sobrepasaba los tres mil ochocientos
metros sobre el nivel del mar, hizo que su respiración se agitara cada vez más
a medida que se acercaba a la terminal de autobuses. Abordó el primer bus que
salía y se arrellanó en un asiento vacío, agotado, sintiendo como si el tiempo
se replegara en sí mismo, adormitándose por algunos minutos. Cuando el ómnibus estaba por partir, entró
corriendo un hombrecillo con la cara quemada por el sol, cubierto con varias
chompas y una casaca para soportar el intenso frío y llevando una mochila de color
gris oscuro que no disimulaba, junto con varias manchas, los muchos años de
servicio a su propietario. Al ver el sitio libre a la izquierda de Óscar, en el
lado del pasillo, se sentó, no sin antes
colocar su mochila en el compartimiento superior, y hacer a éste un gesto de saludo, al que el
aludido respondió automáticamente. Unas mujeres, que vendían alimentos en
canastas de paja, subieron al autobús,
provocando la atención de todos al clamar a gritos:
-¡Trucha!, ¡trucha!, ¡trucha frita! -ofreciendo
su producto directamente en papel de bolsa de azúcar.
Óscar,
que nunca comía nada en los viajes por tierra, salvo quizás unas galletas de
soda y agua embotellada, vio con terror como aquel hombrecillo insignificante compraba
un envoltorio de trucha pringosa, que
empezó a dar curso a mano pelada y con voracidad. Al notar la inquietud de Óscar,
su vecino le sonrió e invitó hablando con
la boca llena:
-
Maestro, ¿no quiere un poco de pescadito?
Sorprendido, Óscar contestó secamente:
-No, gracias -tentado de regalarle un poco de
papel higiénico para que pueda limpiarse las manos, pero desestimando
inmediatamente esa idea.
Así,
Óscar empezó una nueva travesía de casi
cuatrocientos kilómetros hasta Arequipa, ora viendo a través de la ventana la
noche estrellada, que parecía el cielo raso del mundo, hora dormitando por el
agotamiento. Serían las tres o cuatro de la mañana, cuando Óscar habló algo sobre los varios
accidentes que, semanas atrás, por la misma ruta, habían enlutado a docenas de
familias por lo difícil de la geografía, las condiciones lamentables de los
vehículos de transporte de pasajeros, el cansancio, la deficiente preparación
de los choferes, o por todas esas razones juntas.
Antonio,
que así se presentó el hombrecillo, al sentir la disposición de Óscar a la
conversación sobre ese tema, se aventuró y le dijo:
-Hace
más de diez años yo mismo sufrí un accidente de carretera en la provincia de
Espinar, Cusco.
-No
te puedo creer. ¿Cómo fue el percance?
-respondió Óscar, notando un cambio en el tono de voz y la locuacidad de su
interlocutor, como si en la oscuridad del bus, esas características pertenecieran a otra persona,
cosa que no dejó de sorprenderle.
-“El
bus estaba lleno de gente, tanto, que habían acomodado una línea intermedia
donde yo me ubiqué –empezó a contar Antonio- y la gente que reclamaba al chofer que se
apure, que llegarían tarde, que todos eran comerciantes, que estaban retrasados.
Ante eso, el chofer quizás intimidado, pisó el acelerador a fondo hasta que, en
una curva, perdió el control del vehículo que derrapó a derecha e izquierda y
luego de un momento, que pareció un siglo, se volcó para después arrastrase por
varios metros y perder parte de la estructura del techo.
Me
sujeté de una barra metálica vertical con todas mis fuerzas y me golpeé el
costado con un asiento en el momento de la volcadura.
Los ayes de dolor y los lamentos de los heridos que clamaban en la
oscuridad parecían interminables, hasta que aparecieron, después de algún
tiempo, los conductores y pasajeros de
otros vehículos que nos empezaron a auxiliar. Nos llevaron al hospital de la
mina Tintaya, el más próximo a la zona
del incidente.
Yo
era uno de los más graves y, al quejarme por un dolor agudo en el pecho, me
hicieron una ecografía, descubriendo dos costillas fracturadas, una de las
cuales presionaba el pulmón causando una
hemorragia interna. El doctor dispuso la operación de emergencia, mi vida estaba
en serio peligro. Cuando me iban a ingresar a la sala de operaciones, todos se
quedaron lelos al escuchar voces de alarma y un movimiento general inusitado.
En ese instante hicieron su ingreso al servicio de emergencia del hospital los
accidentados y malheridos de otro accidente, aún más grave, ocurrido poco
después del mío. Con docenas de personas
en estado crítico, algunos de ellos agonizantes, entre ancianos, mujeres y niños, el cirujano
se olvidó de mi caso, dejándome de lado, para dar preferencia a los recién llegados.
Me
sentía morir de dolor, cuando me sobrevinieron unos escalofríos y una sensación
de desvanecimiento. En mi nublada consciencia, toda mi vida pasó condensada como
en una serie de flashes; me acordé de mi odio contenido contra todo el mundo
por ser huérfano, al haber perdido a mi madre a los tres años y a mi padre a
los ocho; por haber sido transferido, como un bulto sin valor, entre tíos y otros parientes que siempre me
vieron como una carga; sentí la rabia al sufrir la indefensión de niño pequeño, cuando una familia o,
aún peor extraños, me recibían, solo por caridad, haciéndome sentir la
vergüenza de ser un mantenido. Todo mi rencor contra la sociedad, contra Dios y
contra todos se me reveló en ese instante. Recién pude comprender el porqué de
mi conducta antisocial de negación a todo valor, a toda conformidad, el porqué de mi
resentimiento visceral. Al llegar a ese
punto y, ante la inminencia de la muerte,
sentí muy próxima la sensación de una
fuerza poderosa que me arrastraba hacia un vórtice. Aún de noche, hizo su entrada un pastor evangélico
al que yo anteriormente había conocido de vista y siempre rechazado. Él se
aparecía en el hospital siempre que se
producían accidentes de carretera, para
ayudar a bien morir a los accidentados graves. Se acercó a mi camilla, me tomó
de la mano y me dijo:
-Ten
fe en el salvador. Mientras tengas fe no te pasará nada. Ablanda tu corazón,
arrepiéntete de lo mal que has actuado y él te curará. Pero tienes que ser
sincero, tienes que creer en él con
todas las fuerzas de tu ser. ¿Estás
dispuesto a creer, hermano?
-Al
principio me resistí y mantuve mi corazón duro, pero tanto insistió y con tal
convencimiento que sus palabras empezaron a aplacar mi resentimiento y a
dulcificar mi corazón. La sensación de reconciliación y la fe que había
rechazado toda mi vida dieron paso a una promesa íntima. Era indescriptible la paz que me invadió en ese momento. Mis dolores
se disiparon. Le prometí al Señor, sinceramente,
que si me salvaba le dedicaría el resto de mi vida,
predicando la verdad, me confié totalmente en él, en su fuerza. Por primera vez sentí el poder de la fe sobrenatural. En ese momento me quedé profundamente
dormido.
El
día siguiente desperté, en momentos previos a la visita del mismo médico que había estado por operarme la víspera y al
reconocerme, éste me dijo:
-¿Es
que no te has muerto anoche? Eres un caso extraño, a ver tómele otra ecografía –ordenó al técnico.
Al ver la ecografía el médico no lo podría
creer. Mi costilla estaba en su sitio y
ya no había señales de la hemorragia interna. Es cuando, frenético, rompí en sollozos y alabanzas a Dios. Con gritos
que debieron haber perturbado a todo el hospital yo agradecía, con lágrimas en los ojos, mi salvación. Los otros heridos y enfermos,
sorprendidos y molestos, me ordenaban
callar, pero yo no les hice caso.
Clamaba aun más fuerte, hasta que las enfermeras me pusieron un sedante,
mientras mis vecinos me arrojaban cáscaras de frutas y decían al mismo tiempo:
-¡Saquen del hospital a ese loco!
Al día siguiente me dieron de alta. Desde ese
día, cumpliendo mi promesa, me dediqué a divulgar la palabra de Dios a través de mi nueva fe
evangélica.”
-Es
increíble - dijo Oscar, luego de escuchar su historia- realmente sorprendido del cambio del Antonio, banal
y hasta grotesco que vio en la primera impresión, a ese Antonio, que le recordaba a los
cristianos evangélicos, fanáticos y locuaces, que había conocido desde niño; pues él mismo se educó, en la primaria, en un colegio
de inglesas evangélicas.
Cuando
Oscar pensaba en ello, Antonio dijo de pronto:
-Cumpliendo
la promesa a la que había decidido dedicar mi vida, en otra ocasión tuve la
oportunidad de enfrentarme directamente al mal. ¿Quieres que te cuente la
historia?
-Antonio,
será en otra oportunidad-respondió Óscar- mira, ya hemos llegado a la terminal
de Arequipa y, gracias a tu conversación, el viaje me ha parecido rápido e
inspirador. Hasta pronto Antonio y buena suerte.
-Que
Dios te bendiga, hermano -contestó Antonio- tomó sus cosas y rápidamente bajó
del bus, perdiéndose en el trajín de pasajeros que a esa hora del amanecer ya
inundaban la terminal.
Muy interesante.....y para pensar
ResponderEliminarMuy bien narrado, de verdad que está muy bien narrado, pero el final te deja colgado, te deja esperando algo más.
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