miércoles, 31 de mayo de 2017

Escrúpulos

Eliana Argote Saavedra


Sensación de bochorno y congestión vehicular, «Qué fastidio», piensas. Te sientes abrumada y para rematar el asunto, al llegar deberás escuchar las sandeces de tu paciente. Estiras el brazo para encender la radio, el flujo de autos se ha detenido. Relajarte, poner la mente en blanco y permitir que la música despierte tus recuerdos, esos que provocan una sonrisa aunque marquen arrugas en la piel, añoranzas que te hacen olvidar que ya no eres una jovencita. Si alguien estuviese mirándote creería que estás loca, sí, loca, como cuando tenías quince y recorrías la plazoleta en sandalias, saboreando a lengüetadas el helado de crema que tanto te gustaba y que siempre se derretía sobre tu mano; sentada en una banca, protegida por la sombra de un árbol y con el mayor desenfado lo lamías directamente de la piel aunque estuvieras en medio de la calle, piernas estiradas en un minúsculo short rosa, tu preferido; en esa época no era tan importante la gente, ¿recuerdas?, claro que de pronto las cosas cambiaron y la seguridad que tenías al lado de tu familia en aquel bello puerto del norte, desapareció con la partida de tus padres al exterior por cuestiones de trabajo y su posterior muerte en un accidente de auto, apenas unos meses después. Vivías con unos tíos, pero al cumplir los dieciocho y luego de haber terminado el colegio viajaste a Lima sin avisar a nadie, con lo poco que conseguiste tras vender algunas cosas: fantasía fina, algunas carteras.

Una mirada persistente te hace girar la cabeza como si estuvieras regresando de otra dimensión, la señora que está al volante del auto contiguo te observa fijo, frunces el ceño reclamándole en tu pensamiento, «¡Qué tanto me mira!», al voltear tropiezas en el espejo con tus ojos aguados y enrojecidos y solo atinas a respirar hondo para recomponerte. Siempre te ocurre lo mismo cuando recuerdas, ¿verdad?, te sentías derrotada, sin fuerzas. Eras hija única y tus padres te adoraban, al faltar ellos parecías estar en un subibaja sin peso en uno de los lados, tú con aquella maldita sensación de abandono y al otro extremo: nada. Al comienzo casi te dejas vencer, pero luego estudiaste sicología, y aún ahora, después de tanto tiempo te preguntas, cómo curar estos brotes de angustia y aplicar las teorías que bien conoces a ese corazón astillado, sellado por fuera, cómo se hace, señora psicóloga, para curar a esa niña que aún permanece en ti.

Cuando llegó él a tu vida, atravesabas tu segunda gran crisis, «Demasiado», pensaste, habías trabajado duro para pagar la universidad y aún así tenías grandes deudas, vivías en un cuarto alquilado en el centro de Lima, apenas con los servicios básicos; para conseguir un ascenso y mejorar tu nivel de vida debías obtener tu licenciatura y para ello hacían falta, dinero y tiempo que no tenías. La angustia hizo presa de ti, pero desechaste la idea de buscar a tu familia porque ya no querías que el piso se te moviera, recordando lo que tuviste de pequeña: no solo la seguridad afectiva, también la tranquilidad económica. Fue en esas circunstancias que llegó Germán, «a hacerse cargo de tu viejo columpio, ponerle una mano de pintura, invitarte a sentar en la silleta y empujarte suavemente», fue como estar en el cielo. Muchas veces te preguntaste cómo fue que ese hombre te enamoró, y cada vez, sin siquiera haber concluido la pregunta, tus ojos se cerraban y tu cuerpo cedía, listo para el abrazo. Claro, solo habías conocido una forma de amor, relacionada íntimamente con la seguridad y él te la ofrecía. Sí, aquel hombre con veinte años más que tú y que en opinión de tus compañeras de trabajo no era para ti, «Es muy mayor —decían—, una chica como tú, podría conseguir al hombre que quisiera, solo mírate». Lo hacías y el espejo te devolvía la imagen de una mujer de rasgos y formas armoniosas, agradable a la vista, pero envuelta en un manto de tristeza, solo cuando aquel hombre de metro sesenta, cara redonda, risa contagiosa y manos tibias, te abrazaba, lo hacía desaparecer. Lo demás fue llegando de a pocos, él se convirtió en tu mundo y tú no tenías uno, así que fue muy fácil.

Lo amabas tanto que cuando comenzó a alejarse de ti, sentiste culpa. Cuán devastadora fue la noticia, que él se exhibía con una joven menor que tú y se deshacía en atenciones con ella. Te armaste de valor para merodear por los alrededores de su oficina, te dolió tanto verlos juntos, era evidente que se había enamorado. La muchacha, separada de su esposo, solo utilizaba a Germán, era obvia la razón: su dinero, las comodidades que obtenía de él, el pago del departamento. Él era feliz con sus migajas, parecía estar sujeto por una cuerda invisible que aquella mujer alejaba y contraía a su antojo para mantenerlo interesado. «No fue a propósito, no pude evitarlo, a ti solo te importaban tus estudios y el trabajo», fue su explicación al confrontarlo. «¿Estás enamorado?», quisiste saber, aun a pesar de estar consciente de que la respuesta te hundiría en la más profunda oscuridad, «ha vuelto con su esposo y está embarazada, no quiere saber nada de mí», expresó con tal pesar, que parecía tener sobre sí, todos los problemas del mundo.

Intentaron continuar, sin embargo él seguía tras ella cual perrito faldero, era demasiado humillante. Comenzó a vestir diferente, se compró un auto nuevo, vivía tan preocupado por su aspecto. «Déjame por favor, ya no puedo vivir así —dijiste—, te agradezco el tiempo de felicidad que me has dado, te debo todo lo que soy, siempre podrás contar conmigo». «Pues vaya que se lo tomó en serio», fue lo que se te ocurrió al verlo en tu puerta después de tantos años, casi no tenía cabello y estaba muy subido de peso; lo observaste distante y sin embargo, bastó que se acercara para que descubrieras el efecto que seguía teniendo en ti. Habías logrado un estatus de vida bastante confortable y convertido en una profesional exitosa pero aquella parte de ti, la más importante seguía tan endeble como cuando él llegó a tu vida, terminaste sumida en su abrazo, una vez más. «Estoy en la cuerda floja —te confió—, quieren deshacerse de mí, qué podría conseguir a esta edad, estoy viejo y achacoso, solo me faltan unos años para jubilarme, y, bueno… he hecho algunas cosas no muy santas, comisiones igual que todo el mundo, si me sacan del puesto y lo descubren, mi nombre quedaría embarrado, podría ir a la cárcel», concluyó mientras un sudor copioso humedecía su frente. «Te necesito», dijo tomando tus manos entre las suyas y con mirada suplicante. «Ahora necesito tu apoyo reiteró—, sé que solo tú lo harías, ayúdame, es tu turno, yo lo hice yo contigo», «qué es lo que quieres de mí preguntaste—, ¿qué quieres que haga?». Apenas una semana después, te convocaron para realizar un estudio de perfiles en la compañía de alimentos procesados, donde Germán era gerente.


Continúas en el auto, la avenida Arequipa con su interminable fila de palmeras y sus vendedores callejeros parece no tener fin, la temperatura ha subido, manipulas el botón del aire acondicionado que siempre falla cuando más lo necesitas. De pronto el celular vibra, miras la hora, es tarde, seguramente es Sandra, debe haber llegado ya a la consulta. No tienes ganas de escucharla, «haber pasado buena parte del día haciendo trámites fue suficiente por hoy» te dices, pero de pronto los autos comienzan a avanzar con fluidez. Por fin puedes girar y allí, a escasos metros ves el compacto azul de la muchacha. Estacionas de mala gana y subes al edificio. Al llegar, la secretaria te informa: «la señorita lleva esperando quince minutos», «sí, lo siento, el tráfico estaba intenso —respondes fingiendo preocupación—, qué pena». Te acercas a la joven que está leyendo: piernas cruzadas y al parecer algo impaciente, por el movimiento constante de un pie. «Hola, dame un minuto para refrescarme. —Le pides con una sonrisa gentil—. Enseguida te atiendo». Ingresas al consultorio, el ambiente está fresco, el expediente reposa sobre el escritorio y una suave melodía te traslada a la quietud de una playa de arena blanca. Estiras los brazos, mueves la cabeza, abres el legajo y al ver la foto, sin proponértelo, visualizas el movimiento zigzagueante de una serpiente; sonríes y activas el intercomunicador: «que pase la paciente». La puerta se abre e ingresa la joven. Es alta, bien proporcionada y de mirada intensa. El vestido con rayas verticales que trae puesto le aporta un toque de elegancia y los tacones altos al caminar complementan aquel aire de armonía en su figura, en tu cabeza aparece nuevamente la serpiente deslizándose. Aclaras la garganta y comienza la sesión. Horas más tarde, luego de haber cancelado el resto de tus citas, estás en el piso superior del consultorio: tu departamento, en bata y con un plato de uvas en la mano. En el televisor, la pantalla muestra la imagen congelada del rostro de Sandra. Qué es lo que tanto te molesta, te preguntas, ¿será su aire de autosuficiencia?, ¿que Germán quiera favorecerla? «a Sandra solo le importa ascender, no tiene nada contra mí —te dijo cuando le preguntaste, ¿por qué ella?». El jugo dulce de la uva explota en tu boca. «Podrían haberme impuesto a cualquiera, concéntrate, Celeste», piensas.


La labor que te encargaron, consistía en evaluar el perfil de algunos trabajadores, con la finalidad de encontrar un nuevo gerente que reemplace a Germán. Sostuviste largas charlas con ellos a fin de conocer y optimizar sus potencialidades, al final quedaron Martín Yáñez, jefe de auditoría, propuesto por los directivos debido a sus capacidades probadas; y Sandra, asistente administrativa de logística y calificada por el gerente saliente como un «diamante en bruto». Por aquellos días, el candidato masculino se encontraba de vacaciones, no era posible entrevistarlo así que te concentraste en la muchacha, quien tenía un gran conocimiento del área debido a su antigüedad y a que había reemplazado en repetidas oportunidades a Germán. En la primera entrevista, su enojo era visible, recuerdas, no se sentía reconocida y aunque era consciente de su capacidad, en aquel momento, el desánimo y la desconfianza la dominaban. «Este estudio solo es una pantalla —dijo—, todos sabemos que Germán Farías no va a salir de su cargo». Y así pareció ser, pues en esos días hubo un repentino cambio de directorio, por lo que las cosas quedaron en estado de espera.

La joven se interesó en el rápido análisis que le hiciste y te pidió llevar una terapia de forma particular. Al cabo de un mes, de aquella empática mujer, emergió una persona egoísta y manipuladora. Fue a través de ella que se hizo visible Martín Yáñez en tu vida, según la apreciación de la muchacha, era una persona agradable y preocupada por desarrollar un ambiente cordial en su área. La terapia le devolvió a Sandra la confianza en sí misma, «tú eres la persona idónea para asumir el cargo», fue tu dictamen. Curiosamente, a medida que la paciente se fortalecía, la opinión respecto a su oponente se transformaba, de pronto era descrito como un «jefe protector» reticente al cambio, quien intentaba por todos los medios mantener el estatus actual de las cosas haciendo girar las actividades en torno a él, el jefe «buena gente» del comienzo, se transformó en alguien falto de carácter, un incapaz.

Sandra aplicó religiosamente tus consejos, se sabía inteligente, capaz de analizar los conflictos como quien observa un tablero de ajedrez y con ayuda de la terapia, lo hizo. Martín era su único oponente válido, le caía bien, pero ella merecía tanto o más aquel ascenso. Logró disimular sus poses de superioridad y adormecer la ira que tenía tan a flor de piel, se acercó a él mostrando un interés lo más genuino posible. Su oponente se sentía a gusto, la hizo su confidente y se volvió dependiente de sus opiniones; a medida que el tiempo pasaba, la muchacha comenzó a frecuentar los mismos lugares que visitaba él, por lo que cada vez tenían más temas de conversación. Martín empezó a tomarla en cuenta, no solo en asuntos personales sino también en sus planes de trabajo. Sin proponérselo, la fue introduciendo a la cúpula que antes era reservada para él. La joven no perdió tiempo y exhibió sus mejores armas: «La sonrisa perenne en el rostro —le habías dicho—, todas las personas que ostentan cargos son importantes mientras los tengan, luego se convierten en nadie; son tiempos modernos, la escala de jerarquías es algo que ya quedó sepultado en el pasado, ahora se celebra la proactividad, muéstrate, cada plataforma es una excelente oportunidad para hacerte conocer; sonríe todo el tiempo, aun a aquellos que consideras odiosos, sé gentil y muestra una actitud conciliadora, ya luego podrás ir afinando tu círculo, aquello que dicen respecto a que toda persona tiene algo que enseñarnos, es cierto, aunque una vez aprendido hay que desecharla, si ya no tiene que darte es mejor que la pases de lado». Su actitud fue cobrando frutos, los directivos percibían que las propuestas de control interno que exponía Martín, se basaban en el trabajo de ella; saber que iba avanzando terreno le producía adrenalina y quería más, tenía que dejar en claro cuán capaz era. Fue uno los colaboradores del señor Yáñez quien le dijo: «estás poniéndote cabe tú mismo, compadre, ¿no te das cuenta de que ella te utiliza?, estás preparando a tu competencia»; el candidato masculino comenzó a prestar atención, la gente sonreía con sarcasmo cuando los veían andar juntos, era difícil creerlo, sin embargo, empezó a analizarla, la joven se ponía de su lado en cualquier circunstancia, siempre le daba la razón, decidió tomar distancia.

Al notar el cambio, Sandra optó por otra estrategia, a partir de ahora se convertiría en su aprendiz, socia, compinche y de ser necesario incluso recurriría a la seducción, pasando por alto el hecho de que le resultaba algo desagradable para esos menesteres por su edad, ya que era veinticinco años mayor, y ese fastidio solía dispararse a niveles estratosféricos, aunque bien valía la pena «tragarse ese sapo», debía ejecutar magistralmente un programa de actuación. Cuando estuviera completamente a su merced, lo hundiría. Las fichas comenzaron a acomodarse a favor de la muchacha gracias a sus propias habilidades expuestas y a la candidez de Martín, y claro, también a la anuencia de Germán, el gerente saliente; ya era un secreto a voces que la asistente obtendría el ascenso, aunque siempre se lamentaba ante el señor Yáñez de que las cosas se hubiesen desarrollado de esa forma, «pero yo voy a protegerte le decía—, no permitiré que se deshagan de ti», pensamiento que ella misma y con gran sutileza había sembrado en él.


Un nuevo directorio retomó la tarea de ejecutar los cambios. Dado que fuiste la autora de la evaluación, te convocaron nuevamente para exponer tu trabajo. La cita estaba fijada para el siguiente mes.


Faltaban aún quince días para reunirte con el directorio. Era una típica mañana limeña, gris y de garúa intensa. Te dirigías a realizar unas gestiones en pleno centro financiero de San Isidro. Luego de dar varias vueltas por la zona sin conseguir un estacionamiento, llena de enojo, decidiste aparcar en plena calle. Saliste de tu Honda plateado, menuda como eres, con el cabello teñido en las puntas y maquillaje discreto, el vestido que llevabas se adhería a la silueta estilizada que lucías luego de una sesión de lipoescultura realizada una semana atrás. El abrigo de alpaca impediría que te exhibas en aquel atuendo y que las miradas masculinas giren en torno a ti, alimentando tu ego recién descubierto, pero hacía frío. Habías caminado unos pasos cuando alguien dijo tu nombre. Allí estaba Martín. Lo conocías, claro, a través de Sandra y por las fotos de los legajos del personal, «¿qué quiere conmigo?», te preguntaste. «Conozco una cochera, licenciada Araujo, sígame», indicó con una gran sonrisa que dejó al descubierto su dentadura bien cuidada. «Gracias, ya aparqué», respondiste algo incómoda. «Vamos, Celeste, que esta calle no es segura», insistió él.

Luego de algunos minutos, salieron ambos del estacionamiento. Sus modales caballerosos, la sonrisa franca, mirada profunda y un leve coqueteo en su actitud, lograron cohibirte, no entendías por qué no podías dejar de sonreír. Sugirió desayunar juntos y aceptaste encantada. Allí, entre ejecutivos que intercalaban el café recién pasado con las noticias de los diarios y daban uno que otro mordisco al croissant, «especialidad de la casa», apareció ante tus ojos un hombre totalmente diferente al que conocías a través de tu paciente: divorciado luego de un penoso proceso legal, su familia residía en el extranjero, vivía solo, pero sobre todo era encantador, no te producía seguridad como Germán, no, este hombre era muy distinto, él avivaba en ti la inquietud, el deseo. Ya en casa, no podías dejar de pensarlo. Esa misma noche te llamó, «me contaste de tu gusto por el jazz —dijo—, si nos damos prisa podemos ir a un bar donde hay presentaciones en vivo, ¿vamos?». Debido a la gran química entre ustedes, comenzaron a salir frecuentemente. No podías resistirse a Martín y sus modos de caballero andante, era tan gentil y seductor, luego de marcharse podías saborear por horas su cercanía al ayudarte a bajar del auto, el beso cerca de tu boca; su mirada recorriéndote despacio de pies a cabeza, el aroma varonil impregnado en tu memoria, y junto a todo ese derroche de seguridad, su tristeza mientras te contaba los pormenores de los acontecimientos que lo afligían.


Continuaste tratando a Sandra, lo que te hacía sentir poco profesional, más ahora, que estabas enamorada de aquel hombre, no podías ser objetiva, la joven insistía en solicitar tu ayuda, era un momento crucial, había dicho, está por decidirse el ascenso. «¡Cómo ha podido cambiar tanto!», pensaste cuanto estuvo ante ti, después de algunas semanas, consciente de que esta mujer acabaría por hundir al hombre que querías. Tus ojos verdes la auscultaban por encima de las gafas. Si ella te hubiese visto en ese instante, habría notado cierto brillo extraño en tu mirada, el rictus en tu boca, el respiro que se extendía irreverente. La observabas con temor, era tu obra tomando posesión de los acontecimientos, ostentando su capacidad de manipulación, empujando a Martín a un inmenso y profundo hoyo.


El día de la reunión con el directorio, aparcaste en plena calle Dasso, era temprano; desde un pequeño pero primoroso restaurante observabas el discreto edificio con amplios ventanales donde ingresarías minutos más tarde, mientras repasabas tu estrategia. Era la oportunidad perfecta para dar un vuelco a las cosas. Una vez instalada en el salón de reuniones, ante una mesa larga y la mirada atenta de tres funcionarios, reafirmabas tu dictamen respecto a Sandra, «Es el perfil idóneo para el cargo, los felicito por su decisión», dijiste con la mirada fija en el mayor de ellos. Dos funcionarios sonrieron levemente, «son tan jóvenes —pensaste—. Debe de ser una de las primeras decisiones que toman». El otro tenía alrededor de sesenta años y claramente esperaba ese algo que quedó en el ambiente al expresar tu opinión y que solo alguien con experiencia sería capaz de percibir. No hubo entusiasmo en tus palabras, solo un «pero» flotando en el aire y él lo había notado. «Continúe por favor, licenciada, indicó haciendo desaparecer la sonrisa de los otros, qué más tiene que decirnos, usted la ha evaluado, y al resto del personal, «¿Es aplicable este cambio en el corto plazo? ¿El costo de esta decisión es algo que deba preocuparnos?» «Bueno, es mi obligación ética y moral señalarles todas las aristas que se desprenden de una decisión como esta», respondiste.

Te sentiste tan bien diciendo eso, licenciada, retrocediste por un instante a las aulas universitarias, cuando el profesor hablaba sobre ética y te prometías a ti misma que jamás te alejarías de esos preceptos. Nadie pudo percibir la sonrisa ilusionada que casi escapa a través de tu mirada, ni el vértigo, luego, al sujetarte de la mesa porque sentías que caías a un gran precipicio, porque así fue, ¿verdad?, luego de estar en la cumbre de tus recuerdos, apareció en tu cabeza el trato que Germán Farías te ofreciera y que aceptaste en silencio por sus migajas de cariño. Si ellos te conocieran habrían notado el sudor que comenzaba a formarse en tus sienes y el leve temblor en tu cabeza; sin embargo, los años te han enseñado a disimularlo todo y seguiste con la exposición sabiendo que los tenías en la palma de tu mano.

«Una cosa que estoy obligada a decirles —continuaste—, es que Sandra ha manifestado en reiteradas oportunidades su deseo de ejercer fuera del país, pues su nivel académico es bastante alto». Recorrías con la mirada cada uno de los rostros que escuchaban atentos tu exposición, «Está funcionando», pensaste y tomando de forma desapasionada el cuadernillo que contenía el plan sugerido por el directorio: «De acuerdo a la propuesta, se pretende invertir en formación académica en el nuevo puesto, una maestría, según dice el punto ocho del informe —agregaste acomodando los anteojos—,  aunque… no creo que ella dejaría el puesto luego de haber aprovechado la maestría que le ofrece la empresa, no, no, claro que no». Con una mirada disimulada al presidente del directorio, te levantaste, dando unos pasos con actitud reflexiva. «Otro punto que debe tenerse en cuenta es cuánto depende el funcionamiento de un área, de la química que hay entre los trabajadores, o de un óptimo liderazgo. Me refiero a cómo la percibe el resto del personal, a los cambios que deban hacerse, hay instituciones que optan por renovar toda el área para evitar conflictos, mmm —reflexionabas dándote pequeños golpes sobre la nariz con el índice—, y también está su escasa experiencia en el manejo de personal, pero estoy segura de que ustedes lo habrán considerado». Finalmente, dijiste regresando a tu asiento y cerrando el legajo que tenías en las manos: «Estoy convencida de que ella encajará perfectamente en el cargo con algo de apoyo de la dirección y del gerente actual, falta tan poco para que se jubile que tal vez deberían aprovechar ese tiempo para el entrenamiento de la muchacha. Con eso se ganaría mucho».

Una actuación magistral, licenciada, una deliciosa sutileza digna del mejor de los actores, guiaste al directorio por la ruta que deseabas: ella no será promovida y Germán seguirá en su cargo, tu deuda con él estará saldada, «dos pájaros de un tiro», luego te encargarás de preparar a Martín, sabes el modo. Ganaste, pero, claro, no puedes intuir que, «el lobo que está en la cima, no está tan hambriento como el que está escalando”.


Luego de dos semanas de aquella reunión, el director principal llamó al señor Yáñez a su oficina para comunicarle que a partir de la fecha se iba a hacer cargo de la gerencia de logística, este celebró con una sonrisa amplia y franca, esa fue al menos la impresión que se llevó el funcionario pues lo comentó con los otros miembros del directorio, «es un hombre de trato cálido y muy seguro de sí mismo», dijo.

Lo que no pudo percibir el directivo mientras daba la noticia a Martín, fue la celebración maliciosa de este: se sentía resarcido luego de lo mucho que trabajó para conseguirlo. Recordaba con satisfacción las dos horas que debió esperar a que apareciera Celeste en la zona financiera, la mirada de la sicóloga que iba turbándose mientras él exhibía su galantería, hasta hubo un instante en que casi se dejó llevar por aquel sentimiento tibio que generaba su presencia, pero ella solo era un elemento útil en su propósito así que disfrutó mientras pudo. «Las personas pueden ser lo que desees —le dijo alguien alguna vez—, pueden ser un lugar de cobijo, un referente del hilo que teje tu vida, pero también pueden ser obstáculos o piedras que puedes utilizar para construir tu edificio», y aunque sentía pena, primero estaba su objetivo así que no dudó en utilizarla, pero lo que le produjo mayor deleite fue el momento de la estocada final, cuando le contó a la secretaria del director lo que descubrió respecto a la colusión entre Germán y Celeste, «yo no puedo con esto, es demasiado —había dicho visiblemente consternado—, es un hombre que está a punto de jubilarse, no creo que pueda ponerlo en evidencia», el brillo en los ojos de la secretaria al nutrir su deseo de chisme con la noticia que cayó en tierra fértil. Las cosas comenzarían a andar solas.

Una vida inolvidable

Miguel Ángel Salabarría Cervera


Era un lunes, las rutinas comenzaban con normalidad en la colonia San Lucas, caracterizada por la tranquilidad de la «Ciudad Blanca», los habitantes se sentían seguros y confiados porque se conocían entre sí desde generaciones pasadas.

Minutos después de la una de la tarde, dos jóvenes con aspecto fuereño descendieron de un vehículo cuya conductora les indicó determinado domicilio. Ellos, después de observarlo, se dirigieron a la tienda de la esquina que desde donde se divisaba toda la calle, pidieron unos refrescos y se sentaron en el pórtico del comercio a esperar, con la mirada fija en una casa, solo cruzaban monosílabos que alternaban consultando la hora.

El sonido del celular de uno de ellos los sacó de su concentración; miró el mensaje y sonrió, para decirle a su compañero que todo estaba bien, que les enviaban la copia del depósito por el trabajo que debían realizar, así como la clave de su vuelo a la ciudad de México.

A las tres de la tarde, Mónica guardaba sus pendientes y cosas personales en la oficina donde trabajaba. Al salir se encontró con su mejor amiga, quien la saludó con afecto preguntándole sobre su situación familiar.

Ella le respondió:

—Me siento feliz, he recuperado a mis tres hijos después de varios juicios y el fallo del juez es definitivo, nada ni nadie me los podrá arrebatar.

—Me da alegría escucharte, has luchado contra la injusticia para lograr la posesión de tus pequeños.

—Por nada del mundo se los dejaré, ni tampoco accederé a sus propuestas de que regrese con él, ni por las buenas o las malas, además estamos divorciados.

—Admiro la entereza de tu carácter y valentía como mujer. —Al despedirse la amiga con afecto le dijo—: Tenemos mucho que platicar, te llamo en la noche.

Mónica se dirigió a su vehículo, se sentó al volante, en ese momento le vinieron a la mente vivencias que tenía desde que conoció al que fuera su esposo; repasó sin querer su relación tormentosa, al comienzo pensó que la violencia de su novio sería superable cuando contrajeran matrimonio; en este instante suspiró profundamente llenándosele los ojos de lágrimas, al recordar que sus ilusiones se desvanecieron porque su actitud se hizo más grave.

Miró su reloj y reparó en que debía ir a buscar a Ivonne, Sergio y Paula a la casa de su madre, sonrió al recordarlos porque habían sido la razón de sus querellas judiciales por años hasta lograr tenerlos consigo; ese pensamiento le dio ánimos para enfilar el auto por sus retoños.

Al llegar al domicilio de su progenitora, esta salió a recibirla mirando a ambos lados de la calle, Mónica le preguntó:

—¿Cómo están los niños?

—Están bien —respondió la madre— pero, hay algo que me alarma, porque Ivonne me dijo que ha visto un auto rojo que los ha seguido, ¿es verdad?

Mónica miró el cielo unos instantes y respondió:

—Así es, a pesar de que rentamos otra casa, creo que ya nos han encontrado; me ha parecido que es mi cuñada la que nos ha seguido. Carezco de pruebas, por esto no presento una denuncia —agregó—, acudiré al abogado que llevó el caso y que es lo conducente. Nos asignarán custodia policíaca.

—Cualquier cosa anormal que veas tú o los niños, avísanos por favor —le respondió la señora— recuerda que cuentas con nosotros.

Se despidieron de la abuela con muestras de cariño y abordaron el auto camino a la casa.

Entró y se dejó caer en un sillón, más por el peso de las penas de su hija, que por la edad y el cansancio.

No asimilaba llenándole de indignación e impotencia, cómo era posible que el padre de sus nietos, se atrevió a secuestrarlos quitándoselos a Mónica de sus manos, para llevarlos a otra ciudad y demandarla por delitos falsos que la recluyeron por tres meses en prisión; hasta que logró demostrar su inocencia e iniciar el largo juicio que le hizo recuperar la custodia definitiva de los niños.
Las meditaciones se interrumpieron cuando su esposo que llegaba del trabajo, preguntó por su hija y nietos.

—Están bien, ya se fueron a su casa, pero tengo mucho coraje y temor por la situación que vive Mónica.

—¿Por qué?

—Es que se me hace inaudita la maldad de ese hombre, que con sus relaciones políticas, puede comprar a los jueces y dañar tanto a mi hija.

—Ya sabes cómo son las autoridades en este país, —replicó el senecto—, pero está preso por lavado de dinero desde hace dos años, ¡ojalá se pudra en la cárcel!

—Sin embargo tengo preguntas que me traen preocupada.

—Dímelas para que encontremos una explicación.

La esposa le externó sus preocupaciones que eran: ¿Estará tramando algo? ¿Se atreverá a hacerles daño físico? ¿Por qué su hermana andará siguiendo a Mónica? ¿Cuál será su intención?

—¡Vieja, todos estamos nerviosos, sólo nos queda rezar, para que no suceda nada malo!

Los dos jóvenes consultaron su reloj eran treinta minutos después de las tres de la tarde, se miraron como repasando los pasos que tenía que dar, distinguieron un taxi color verde aparcado al final de la calle y un hombre parado a la puerta; sonrieron al comprobar que todo estaba resultando como lo habían planeado, se sintieron tranquilos y continuaron esperando.

Mónica conducía despacio mirando a través del retrovisor si era o no seguida, al no percibirlo se sintió tranquila y más lo estaba porque sus tres hijos iban con ella, continuó la ruta hacia su domicilio, del que únicamente salían por algo necesario e importante.

Llegó al crucero donde daba vuelta para dirigirse a su domicilio, se detuvo por el tránsito en el frente de la tienda de la esquina, para continuar luego a su casa.

En este instante los dos jóvenes al ver el vehículo blanco se miraron entre sí, caminaron con paso rápido a donde el auto se detuvo.

Al llegar a ella descendió abrió la reja de su garaje y la puerta de la casa, regresó al vehículo abriéndoles la puerta a sus hijos quienes entraron corriendo al domicilio, Mónica tomó su bolso para entrar.

Se sorprendió cuando fue abrazada por la espalda al tiempo que uno de ellos le propinaba cuatro puñaladas en diferentes partes del cuerpo, mientras el otro le cortaba la yugular y le penetraba en dos ocasiones el vientre con un cuchillo de carnicero; ella aun tenía fuerzas para defenderse sembrando sus uñas en uno de los brazos de los atacantes al tiempo de alcanzar a pedir auxilio, para finalmente desplomarse sin vida.

Sus hijos salieron al escuchar los gritos de su madre que estaba tirada en un charco de sangre,  alcanzaron ver a los asesinos correr hacia la calle, pidieron auxilio con voz entrecortada por el llanto y la desesperación; acudieron los vecinos al escuchar el escándalo, quienes por precaución y para evitar que presenciaran la dantesca escena se llevaron a los pequeños a una casa contigua, otros dieron parte a las autoridades y avisaron a la madre de Mónica.

Los asesinos llegaron al taxi verde en el que ya estaba la persona que habían visto, lo abordaron para emprender la huida; el que la degolló llamó y dijo:

—Jefe, hemos cumplido el encargo.

—¿A los niños les sucedió algo? —preguntó el que recibió la llamada.

—No, jefe, los niños están bien.

—Entonces ya saben lo que tienen que hacer —continuó dando órdenes— no me busquen ni me mencionen, no existo, porque si dicen mi nombre, ustedes dejarán de existir.

Llegaron los paramédicos, la revisaron y dictaminaron que Mónica había fallecido; arribaron los familiares de la agredida, al verla, la madre exclamó: «¡Dios mío…, asesinaron a mi hija!».

Fama

Bernardo Alonso de la Vega


Sonó el despertador como a diario en la madrugada. Ya tenía los ojos abiertos puestos en el techo de la pequeña habitación, escuchando el lento y tranquilo respirar de su esposa que dormía.

Agarrándose del buró se logró levantar; con la espalda encorvada suspiró en la orilla del viejo colchón, saboreando la saliva seca de las comisuras de la boca. Al cabo de un instante localizó las pantuflas en el piso frío y aún apoyado en el buró se alzó para dirigirse a la ducha. Sin entrar a esta giró el grifo del agua caliente que de la regadera expulsaba agua con intermitencias de aire.

Se golpeó la cabeza con el tubo del cortinero haciéndolo sentir mareado y retrocedió extrañado sobándose la frente; volvió a entrar con el sigilo de no volver a toparse de nuevo. Notó que la cabeza no se le mojaba y el chorro de agua llegaba a la espalda; sin mayor reflexión giró la ducha hacia arriba.

Al cabo de secarse con la agujereada toalla sintió el frío de la mañana otoñal y se apresuró a vestirse. La camiseta térmica que usaba en esas épocas la sintió estrecha pero lo confortó al interrumpir la frialdad del ambiente. Cuando llegó a los pantalones los subió por sus piernas hasta la cintura notando que la bastilla le llegaba a media pantorrilla, seguro su distraída esposa se los había encogido, pensaba con enojo. La pereza y la prisa por salir le impidieron despertarla para plantarle una queja, solo descosió y extendió el dobladillo.

Se sentía mareado culpando al golpe en la ducha, sus pasos eran complicados y torpes. Veía las cosas de otra forma. «No había sido tan fuerte el porrazo, quizás solo la torpeza de la edad». Pensaba tratando de explicarse la singular sensación de aquel día.

Bajó del autobús justo en la reja de la fábrica; el cielo comenzaba a alborear y el viento gélido se le colaba por el pantalón encogido. Al entrar a las instalaciones tomó la tarjeta de asistencia y se agachó de más para marcarla en el reloj checador. La extrañeza rondaba en sus sentidos aún, pero la volvió a ignorar ayudado por el vigilante, que terminaba el turno y le indicaba las novedades del puesto con premura para salir a descansar.

Tomó asiento y jaló la palanca de la silla para bajarla y poder alcanzar el escritorio, seguro el colega estuvo jugando con la silla como un niño.

Después de una aburrida y tediosa jornada regresó a casa sin que la rara sensación se le quitara de encima. La edad le pesaba y estaba exhausto, su jubilación se le había atrasado por su mala previsión; a sus setenta y siete años seguía trabajando turnos extras en un mediocre, fastidioso y barato puesto para poder sostener la casa a duras penas.

Estaba de mal humor y se quejó con su señora por los pantalones, tuvieron una breve discusión y ella se fue a ver la televisión mientras, él cansado y molesto, decidió irse a acostar después de veinticuatro horas de trabajo. Cayó en un profundo sueño y al sentir un rayo de sol que se le colaba por las pestañas abrió el ojo recordando que era el día de asueto tan añorado pero no sintió descanso. Se destapó para buscar las pantuflas, ir por un café y ver el noticiero en el televisor. La bata que usaba no le cubría las piernas y las mangas no alcanzaban la muñeca. Ahora sí echó un grito a su esposa: «¿Cómo es posible que toda la ropa me la haya encogido? Esta mujer sí que está senil», pensaba de forma histérica, «¿Le habrán afectado tanto las telenovelas?». Buscaba una explicación.

Al llegar a la cocina la mujer lo volteó a ver con una mueca de asombro, lo miraba de arriba abajo sin control parpadeando forzadamente ajustando las gafas en una completa sorpresa. Él con desagrado le preguntó qué sucedía. La esposa no le podía explicar mientras estiraba la mano hacia la cara de él en completa perplejidad. Nuestro extrañado protagonista se zafó de su cónyuge fastidiado.

Era certera la observación de la mujer, el singular sentimiento y molestia del día de ayer tenía sentido; el golpe en la cabeza, la camiseta, el pantalón, los torpes pasos y la silla del trabajo.

La mujer envuelta en histeria e incredulidad lo exhortaba a hablarle al médico mientras él se veía en el espejo del comedor; se observaba con la boca abierta viéndose de arriba abajo con detenimiento moviendo las piernas, girando la cadera en un profundo examen de su imagen sin escuchar los ruegos de su esposa.

El médico se mostraba escéptico y suspicaz ante la extravagancia del caso. Lo auscultó, tomó la presión, lo cuestionó, revisó el corazón, garganta, ojos, narices, etcétera. Se conocían desde hace décadas, revisó su expediente clínico con detenimiento y en silencio, mientras marido y mujer esperaban el diagnóstico, él encorvado y ella pegada al escritorio apurando al doctor con la congoja.

La cara del facultativo era de pasmo y a la vez de maravilla ante semejante situación. No les pudo dar ninguna respuesta; sugirió más análisis, consultar a otros colegas y estudiar los síntomas.

Regresaron enmudecidos a la casa, no había mayor dolencia en él, pero decidió hablar al trabajo para darse por enfermo y pedir una incapacidad; en años nunca había faltado, eso le restaba días para el anhelado retiro, pero esto lo ameritaba.

            Se sentó en su querido sillón sin encender el televisor, pero viéndolo y meditando deducía que quizás era solo un sueño o una alucinación, era algo increíble, inverosímil, no era real, se decía. Al fondo se oía a la angustiada mujer preguntándole y discutiendo, pero ante el profundo silencio de él se quedó callada y lo dejó en paz.

Todo el día quedó callado, no se dirigieron la palabra, él se acostó desde temprano sin ver su programa favorito del domingo ni ir a misa o al dominó. La mujer durante la noche se encargó de arreglar la ropa del señor con dedicación; los pantalones del uniforme, los del día de descanso, no sabía que tanto ampliarlos y los extendió al límite. Lo vio demasiado preocupado y quería darle una sorpresa.

Amaneció el día lunes y en cuanto él tomó conciencia se apuró a levantarse para mirarse en el espejo del baño, desilusionado de no haber soñado los sucesos del día de ayer, y con el desconcierto de que ya no cabía en el espejo del lavabo, tenía que inclinarse para ver su cara. Gritó a la mujer que dormida tardó en recordar la penuria, corrió al baño y confundida lo miró tapándose la boca para evitar soltar un chillido.

En pijamas ambos dos salieron disparados hacia casa del médico; era aterradora la imagen y más grotesco su caminar que recordaba a los dinosaurios, a los gigantes de las fábulas o a las animaciones de los primitivos efectos especiales del cine. Lento en apariencia, avanzaba sin embargo a la misma velocidad de la pequeña esposa; creaba una reacción atónita en los demás transeúntes.

En la casa del doctor, este lo volvió a analizar y con gran decepción concluyó que era un caso único sin antecedente en los anales y almanaques de medicina. Sugirió exámenes y estudios, pero los pacientes con vergüenza manifestaban su carencia económica. Y ahí fue cuando les insinuó que la condición era atractiva para espectáculos y podría ganarse la vida exhibiéndose al público. Les recordaba que su cuñado era dueño del circo local y que había estado en giras por la nación y el extranjero; no solo le interesaban los trapecistas, tragasables, hombres bala, domadores o acróbatas sino que las mayores atracciones eran los mentalistas, mujeres barbudas, animales bicéfalos y toda aquella rareza y excentricidad de la naturaleza. Se sintieron ofendidos por la oferta y decidieron retirarse.

  Recordaba cuando en la secundaria su padre lo impulsaba a aprender a operar los aburridos molinos donde trabajaba porque no le veía virtud alguna, era torpe para los deportes, desinteresado en la escuela, pésimo en las letras o artes; era un fracaso vislumbrado desde su juventud. En la reflexión desde su sillón veía una peculiar oportunidad para lograr vivir de un “talento” adquirido en los últimos años de su vida y por lo menos dejarle algo para sobrevivir a su mujer en la viudez, un patrimonio más abundante que la raquítica pensión por la que había luchado en empleos tan anodinos.

Al día siguiente las piernas le colgaban de la cama y la cabeza tocaba la cabecera incómodamente, se tuvo que agachar para entrar al baño, la cabeza de la mujer le llegaba a la cintura, alzando la mano sin mayor esfuerzo arañaba el techo y se tenía que poner de cuclillas para bañarse.

Salió del baño sin ropa que vestir y derivado de la meditación en la ducha en una fastidiosa posición le expresó a su mujer que estaba interesado en la oferta del doctor y en ir a entrevistarse con su cuñado; la señora con aflicción se negaba a que su esposo se exhibiera como fenómeno en la ciudad. Pero ante el argumento económico, la mujer se resignó.

El dueño del circo, un pequeño regordete con bigotes espesos de morsa que recordaba a Nietzsche, los recibió a un costado de la carpa de su circo entre animales, herramientas de malabaristas y un puñado de payasos a medio maquillar que no pudieron ocultar las risas ante semejante adefesio. Con acento extranjero los saludó apartando a los mirones; disimulando su fascinación, fue amable y lo analizó. Se permitió tocarlo, verificando lo real de la condición. Luego de una serie de halagos le hizo una generosa oferta para que acompañara al circo en exhibiciones por el país como atracción estelar.

Regresaron a su casa enmudecidos pero con entusiasmo; el ofrecimiento había sido aceptado, en unos meses tendrían más dinero del que podrían obtener de la jubilación. Los cuatro años que le restaban de laborar no los tendría que malgastar sentado en una silla viendo obreros entrar a la fábrica en medio de un tedio y con la preocupación de dejar a su viuda desamparada. Antes de entrar a la casa, decidió correr a la fábrica a plantar su renuncia.

Todo estaba en proceso: el merolico del circo preparaba la introducción del nuevo espectáculo diseñado por el dueño, se imprimieron ampliaciones fotográficas de su apariencia pasada e improvisaban una coreografía. Sería presentado después del escapista como última atracción. Los afiches con su silueta y la del empresario a su cadera se repartían por la ciudad para la inauguración de la gira, incluso fueron invitados el alcalde y su esposa.

Llegó la víspera, la señora ajustaba el traje que compraron con un adelanto del espectáculo a la exacta medida; reinaba el optimismo en la casa en un ambiente de esperanza y entusiasmo mientras ensayaba paso a paso su presentación. Ilusionada por el futuro la mujer preparó una cena de lujo que no habían tenido en años. Conocerían otras ciudades, especulaban que viajarían en avión como siempre lo había deseado. Él le recordaba con rencor a su padre y con soberbia lo descalificaba.

Estaba orgulloso de su condición y le costaba dormir en una cama ampliada con un catre viejo que a duras penas cabía en la habitación; al cabo de unos minutos de vigilia cayó en un profundo sueño.


Despertó con la luz del día y se estiró para desperezarse; las manos apenas alcanzaban la cabecera y abrió los ojos entre susto y asombro; por un momento todo era duda y desconcierto, estaba envuelto en una confusión y se resistía a mirarse. Levantó la cabeza y se irguió. Trató de tallarse los ojos pero la manga se lo impedía. Los pantalones se atoraron con las sábanas. A base de jalones salió de la cama y con los pies en el piso arrastrando el pijama en el suelo cayó en desesperación; la mujer se despertó viéndolo correr al baño recogiéndose el pantalón y con las mangas colgando. Un lamento callado por un golpe en el espejo le dio la certeza a su mujer de que todo había acabado; el dinero y la fama se les negaron.

jueves, 18 de mayo de 2017

Los menesterosos

Adrián González


Reunidos bajo un puente al amparo de la noche, entre cacharros y desperdicios, una mujer gorda y un hombre viejo se calientan alrededor de una fogata improvisada que apenas ilumina sus desfigurados rostros; ambos estiran y frotan sus manos frente al fuego: él, recostado en los restos de un sofá y ella, sentada sobre un antiguo cajón de madera. El molesto ruido proveniente del tráfico en la avenida sobre ellos, solo es superado por la pestilencia que despide algún animal muerto abandonado entre la basura.

A paso lento y con los brazos cruzados por el frío, Renato, sin decir palabra, se aproxima a cierta distancia del fuego y de ellos.

—Arrímate, no seas tímido —le invita ella.

—¡Cómo apesta el fuego! —se queja él, mientras se agacha en cuclillas junto a ellos.

—Aguanta, muchacho —comenta el viejo—, lo que ves, es lo único que hay para quemar.

—¿Qué te trae por acá? —le pregunta la mujer, mientras chupa una naranja medio podrida.

—Guarecerme del frío —responde Renato, en tanto agita la mano frente a su cara, para repeler el humo negro que produce la basura al quemarse—; me quedo donde me agarra la noche.

—¿No tienes familia o amigos? —lo cuestiona el viejo, dando un sorbo a una lata con restos de cerveza, procediendo a eructar.

—A Manchas, mi perro, lo atropellaron.

—¿Y no te juntas con los vagos del parque? —pregunta ella nuevamente.

—A esos solo les gusta asaltar y violar —indica Renato.

—A mí me han violado muchas veces —comenta la mujer.

—¡Ja, ja, ja! —Ríe el viejo, volteando a ver a Renato con cara de incredulidad.

—Aunque lo duden, hubo un tiempo en que fui muy hermosa —aclara ella, sonriendo y mostrando su grotesca dentadura.

—¡Ja, ja, ja! —continúa burlándose el hombre—. ¿Quién querría tocarte, mujer? ¡Mírate!

—¡Cállate, viejo borracho! ¿Es que no te has visto? ¡Ja, ja, ja!

Renato observa con cara de repulsión a ambos personajes maltratados y sucios, vestidos con harapos y oliendo a sudor rancio. El silencio se hace, en tanto el destello de las luces de una patrulla, delatan su aproximación al interior del puente.

—¡Escóndete, muchacho! Que no te vean, o lo vas a lamentar —insta con urgencia el viejo.

Rápidamente, Renato brinca al interior de un tambo roto y asoma el ojo por una rendija. El vehículo se acerca lentamente hasta detenerse y de él descienden dos oficiales que miran a su alrededor como buscando algo e ignorando a la pareja de desamparados.

—Ya puedes salir —avisa el viejo, poniéndose de pie y asomándose al tambo, una vez que el auto se ha puesto en marcha nuevamente—. ¿Qué, por qué esa cara? —pregunta—. Parece que viste a la mismísima muerte.

—Esos hombres mataron a mi madre —contesta Renato, saliendo del escondite—; no sabía que eran policías.

—Pues ahora que lo sabes, aléjate de ellos —le aconseja él—, levantan muchachos de las calles y nadie los vuelve a ver; si te encuentran, quién sabe qué harán contigo; son peores que la pandilla del parque.

Verificando que la patrulla se ha perdido en la distancia, ambos regresan a su lugar frente al fuego; Renato agachándose y el viejo dejándose caer sobre el sofá desgarrado, no sin antes soltar una flatulencia.

—Ellos también mataron a mi amiga hace años —comenta la mujer—. La Jenny los desafió una madrugada. A mí no me conocen, pero yo a ellos sí.

—La Jenny, como le decían, era mi madre. ¿Cómo sabes lo que pasó?

—¿Renato? No te reconocí, chiquillo. ¡Cómo has crecido! Yo era la Wendy; bueno, no me llamo así… ¿Te acuerdas de mí?

—¿Cómo conociste a su madre, mujer? —interrumpe el viejo.

—Las dos vivíamos del sudor de nuestro cuerpo. ¡Ja, ja, ja! —aclara ella, riéndose nuevamente—. Después de que mataron a Jenny, el bar donde trabajábamos cerró para siempre. ¿Sigues haciendo de payasito en los semáforos, muchacho?

Sin responder, ni voltearla a ver, Renato se encoge de hombros y avienta más basura a la fogata. Empieza a llover y los tres buscan a su alrededor unos cartones para protegerse del frío que arrecia, Renato aprovecha que encuentra una cubeta y la voltea para sentarse sobre ella. Vueltos a acomodarse junto al fuego, el viejo reanuda la plática.

—¿Y por qué mataron esos policías a la Jenny, perdón, a tu mamá, Renato?

—¡Ya no preguntes más, viejo! —lo increpa la mujer, mirándolo con reclamo a los ojos.

Renato no quita la vista del fuego, en tanto ambos menesterosos lo observan callados.

—Y a ti, ¿qué te pasó? —pregunta Renato, rompiendo el silencio momentos después y recorriéndola con la mirada de pies a cabeza.

—Sí, veo que sí te acuerdas de mí… No puedes creer que esta sea yo, ¿verdad? Pues, decidí dejar de ser bella y deseable. ¡Ja, ja, ja, ja! —responde con burla, mientras se pone de pie y da una vuelta contoneando sus gordas caderas; su enorme cuerpo proyecta largas sombras conforme rodea al fuego.

—¡Estás loca, mujer! —refunfuña el viejo.

—Es una maldición ser agraciada, créanme —se lamenta, cambiando de burla a tristeza el tono de su voz y regresando a sentarse con dificultad—. Apenas crecí, el esposo de mi hermana mayor abusó de mí en su propia casa; días después me lo topé al entrar a misa un domingo; yo iba con mis padres, él con mi hermana y mis sobrinos; sin poder callar más, le reclamé a gritos ahí mismo afuera de la iglesia, a la vista de todos; pero…, ni mis padres ni mi hermana quisieron creerme.

—¿Cuántos años tenías? —la cuestiona el viejo.

—Trece, y todos los hombres volteaban a mirarme —responde, cerrando los ojos como recordando.

—Sí, la gente del norte generalmente es alta —comenta el hombre—, tu acento te delata.

—Todo el pueblo se enteró de lo sucedido —continúa—; en la escuela murmuraban a mis espaldas y nadie se me acercaba; aguanté, hasta que un día tres compañeros entraron tras de mí al baño pretendiendo tener sexo conmigo. «Al fin y al cabo ya sabes de qué se trata», dijeron. La primera vez escasamente sabía lo que iba a suceder, pero esta segunda no, así que me defendí con uñas y dientes al punto que uno de ellos perdió un ojo, pues no dudé en usar un lápiz con el que me había recogido el cabello. 

—Y, ¿qué pasó después?

—Fui a dar al tutelar de menores por lesiones a los tres imbéciles; pasé ahí un tiempo que me pareció eterno, hasta que mis padres hicieron una especie de arreglo con un hombre mayor y pudiente, que me sacó de ese lugar para llevarme a vivir con él. Me hicieron creer que me casaban, pero en realidad me habían vendido; al caer en cuenta los odié y no quise saber más de ellos.

—¿A ti nunca te ha agarrado la justicia, chamaco? —pregunta a Renato, el hombre.

—Sí, pero para llevarme a un hospicio, no al reformatorio —responde—; me escapé en cuanto pude.

—Pero ahí tenías un techo y comida, ¿no? —lo cuestiona nuevamente.

—¿Qué tu nunca has estado encerrado? —interviene con ironía la mujer.

—No estamos hablando de mí ahora; síguenos contando, vieja gorda.

—Pues ese hombre, asqueroso y borracho —prosigue ella, mientras estira el cuello hacia el viejo y lo recorre con la mirada, sin que este se dé por aludido—,  literalmente me violaba si no a diario porque no podía, sí cada vez que se le pegaba la gana; y digo que así era, porque realmente me usaba a su antojo y placer sin la menor consideración mientras yo lo soportaba asqueada. —Por unos instantes los tres guardan silencio; ahora es la mujer quien no quita la vista del fuego. Renato y el viejo la observan—. Un día amaneció muerto como un perro en plena calle, a la puerta de la casa donde vivíamos —reanuda la historia—. Era invierno; al parecer venía tan borracho que no pudo abrir la puerta con su llave; tocó y tocó pero yo me hice la dormida hasta que el frío de la madrugada se encargó de él. Quedé desamparada, pero libre, viejo, libre —insiste, dirigiéndose a su compañero indigente—; empecé entonces a trabajar de… todo. 

La lluvia arrecia, al viejo perece vencerlo el sueño, pero el frío se lo impide, ronca y tose como ahogándose en sus propias secreciones, volviendo a abrir los ojos.

—¿Fue entonces que conociste a mi madre?

—Muchos años después, Renato —aclara—; tu madre era aún joven cuando yo ya tenía mis años de experiencia encima. Créeme que quería ayudarla, pues veía en ti al hijo que nunca tuve.

—¿No podías tener hijos? —interviene el viejo.

—Sí, pero el desgraciado de mi «marido» solo quería utilizarme para satisfacerse; me llevó casi arrastrada a abortar varias veces hasta que quedé inservible para siempre.

 —¿Qué hiciste después de aquella noche? —pregunta Renato, en tono serio y mirándola a los ojos mientras atiza el fuego, claramente refiriéndose a cuando mataron a su madre.

—Me junté con un hombre que acudía frecuentemente al bar donde trabajábamos Jenny y yo, siempre se había portado amable y nunca le faltaba dinero. Yo estaba cansada de coger, o mejor dicho, de que me cogieran; nunca disfruté en lo más mínimo mi trabajo de puta, así que cuando me lo propuso, pensé que al menos solo tendría que tolerarlo a él. —Hace una pausa y continúa, ante la expectación de ambos—. Resultó que el desgraciado era delincuente, traficaba narcóticos al menudeo, por supuesto sin que yo lo supiera; sin embargo, cuando lo agarró la policía fui llevada presa por complicidad. Al tiempo me soltaron, pues se dieron cuenta de que en realidad no tenía ninguna información que darles; pero mientras estuve presa, incluso otras mujeres me usaron para su placer. —Los tres callan nuevamente. Renato ha cambiado su mirada de repulsión; ahora la observa con compasión—. ¡Entonces decidí que nadie más me volvería a tocar! —exclama en voz alta—. Empecé a comer de más, a descuidar por completo mi apariencia y a vivir en las calles. Afortunadamente ahora nadie se me acerca ni me toca y así quiero seguir —concluye con seriedad.

Bajo ese puente solo se escucha la lluvia, como un eco los ladridos de unos perros y cada vez menos, el ruido del tráfico a lo lejos. Renato se descalza y acerca sus pies —callosos y sucios— al fuego.

—Y tú, viejo borracho, ¿cómo llegaste aquí? —lo cuestiona la mujer.

—Siempre me lo he preguntado. ¡Ja, ja, ja, ja! —confiesa él, burlándose de sí mismo, mientras tose y escupe entre carcajadas, sin poderse controlar.

—¡Te vas a ahogar, hombre! —exclama ella, levantándose y procediendo a golpearle con fuerza la espalda.

—Con calma mujer. ¡Cof, cof! ¿Es que no te das cuenta de tu tamaño? —se queja—. Vas a partirme en dos.

Renato sonríe divertido, observando como discuten y pelean a ambos personajes, en tanto arroja más basura a la fogata.

—Empezaré por aclarar que yo también estuve preso —explica el viejo.

—Ya decía yo… —murmura ella.

—¿Se dan cuenta de lo frágiles que son nuestras existencias? —prosigue el hombre—. Aún me acuerdo del tiempo en que era yo un chamaco —indica, volteando a ver a Renato—; también recuerdo que tuve entre mis brazos a una joven tan hermosa como lo eras tú, mujer; perdóname si me reí de ti, por favor.

El hombre empieza a llorar, primero en silencio, después con sollozos. Renato y la mujer  lo observan callados. La lluvia se convierte en aguacero y el viento sopla con fuerza casi apagando el fuego, pero trayendo aire fresco que se lleva por instantes la pestilencia del lugar.

—Piénsenlo un poco —continúa más tarde, cuando por fin logra contener el llanto—; tanto ustedes como yo, anhelamos una vida, tuvimos sueños, pero bastó un pestañeo para perderlo todo.

—Lo que perdiste, fue la cabeza; viejo chiflado. ¡Ja, ja, ja!

—Ahora eres tú quien se burla de mí, vieja gorda. Me lo merezco —reconoce—, en realidad, salvo quizás tú, chaval —señala, dirigiéndose a Renato—, aunque nos quejemos, tenemos lo que nos buscamos. Míranos bien, muchacho, escúchanos atentamente para que no acabes como nosotros; búscate un lugar en esta vida.

—¡Cuéntanos ya qué te pasó! —exclama con impaciencia la mujer—. Deja de sermonear a Renato, que no eres su padre.

—En algún lugar tengo un hijo —señala— y lo último que desearía, es verlo vagar por las calles buscando cobijo y un pan para llevarse a la boca. Tú misma dijiste que veías en este chico al hijo que nunca tuviste. ¿O es que ya lo olvidaste? —reprende a la mujer, quien voltea la cara como haciendo que no lo escucha.

—¿Cómo es que tienes un hijo? —pregunta Renato.

—Tuve una hermosa esposa, ¿saben? —comenta con brillo en los ojos y dibujando una suave sonrisa en su boca, como recordándola—. Aunque ya maduro, me casé con una joven que era todo para mí. En una ocasión, se me atravesó un tipo, que me buscó y me buscó, hasta que me encontró —relata, apretando sus mandíbulas con rabia—; se me pasó la mano y fui llevado preso por homicidio, dejando a mi esposa… embarazada. «¡Juro que no volverás a saber de mí!», gritó furiosa el día que me dictaron sentencia.

El hombre, antes recostado sobre el sofá, ahora se inclina hacia el frente y llora nuevamente observando con horror su puños apretados; sus lágrimas caen sobre cada nudillo; gira sus manos, las abre y las vuelve a cerrar temblando, como incrédulo de lo que fueron capaces de hacer.

—Desde que salí de prisión —continúa con voz entrecortada, tratando de controlar sus emociones—, he buscado a mi esposa para pedirle perdón, pero nadie me supo dar razón, nadie la volvió a ver. «Desapareció de un día a otro», me dijeron. He vagado por todas las calles de esta ciudad con la esperanza de encontrarla, a ella y a mi hijo…, que creo tendría más o menos tu edad, muchacho. ¿Cuántos años tienes? —pregunta, intrigado.

Abstraídos en la conversación y adormilados por la noche en vela, ninguno de los tres advierte que la patrulla ha regresado. Cuando alzan la cara, uno de los oficiales se ha lanzado sobre Renato, que sin pensarlo lo recibe con un puñetazo, forcejea, tira dos patadas y escapa dejando un trozo de su playera en las manos del hombre, quien inmediatamente regresa al volante.

—¡Corre, muchacho, corre! —gritan con desesperación ambos menesterosos puestos de pie, en tanto el vehículo arranca a toda velocidad.

Renato huye entre la lluvia, cruza sobre el puente la avenida brincando charcos y esquivando autos cuyas luces lo deslumbran, un claxon se escucha, sigue corriendo, voltea de un lado a otro buscando qué rumbo tomar, se paraliza un momento con indecisión mirando al frente mientras la lluvia escurre en su cara. Finalmente se interna en la oscuridad del parque; la patrulla tras de él se detiene unos segundos, da la vuelta y se aleja.

—Olvidó sus zapatos —comenta el viejo, señalándolos junto al fuego.