miércoles, 22 de febrero de 2017

Encuentros fallidos

Eliana Argote Saavedra


Hay un recuerdo recurrente en la memoria de Ramiro: Ariana en la entrada del comedor de la pensión con sus mejillas coloradas, una tímida sonrisa, la mirada sorprendida y la frescura de sus diecisiete años. Han sido muchos meses de reflexión en ese lugar alejado de la ciudad, donde solo se escucha el canturrear de algunas aves en la copa de los árboles que rozan la ventana. Pareciera que su vida estuviese construida sobre un teclado, piensa, mientras acerca una copa de vino a la boca y su mirada grisácea se pierde en el horizonte; el sabor intenso del líquido inunda sus sentidos. Descubrir cada nota, repasar una y otra vez los sonidos, detenerse a veces, y con el pasar del tiempo sentir que se intensifican, para confluir luego en la melodía propia. «Así suena mi música ahora, pero ella puso la nota final».
  
Les contaré su historia. ¿El escenario?, el más común del mundo: un parque en una tarde de otoño, parejas conversando, hojas que caen, bullicio de niños, el gris eterno del cielo de Lima y ese frío húmedo y salado de la tarde que se pega en la piel, especialmente cuando se trata de un distrito costero. Ella, una chiquilla delgada, de cabello lacio cortado en capas y anteojos de contornos marrones y gruesos. Él, un metro sesenta y cinco, rostro angular, cabello azabache en suaves ondas, un asomo de bigote ensombreciendo el contorno de la boca, y aspecto juvenil a pesar del traje formal; pasaba algo apurado soltando el nudo de la corbata, una jornada larga se reflejaba en su aspecto cansado y el ceño fruncido. Este era su lugar preferido, el espacio donde se relajaba y descargaba el mal humor para llegar a casa, a hacerse cargo de su mundo. Jamás había estado en el parque a esa hora, prefería el silencio que se apostaba en aquel espacio cuando todos descansaban en sus casas frente al televisor o cenando, mas ese día había salido temprano intentando huir de sus propios temores.

Uno que otro escolar cruzaba rezagado y con apuro rumbo a casa. Se tumbó en uno de los bancos vacíos y dejó que su mirada se extraviara. ¿Cómo afrontaría los siguientes días?, ¿qué pasaría si se descubría su falta? Había regalado una caja de pastillas a un amigo que llegó al hospital a atenderse, fue realmente grato encontrarlo después de tanto tiempo, aun a pesar de su aspecto deplorable. Se veía ansioso e insistía en su falta de sueño, claro que «conseguirle» aquellos ansiolíticos fue ponerse en el papel de Dios, cosa que alimentó su ego, debía reconocerlo; pero no podía imaginar que aquel hecho fuera tan grave, además, no recibió dinero a cambio, solo hacía un favor a un amigo, no estaba familiarizado con aquel problema tan común de la manipulación de las medicinas controladas, cómo iba a estar enterado si apenas tenía una semana en el hospital. Y para empeorar las cosas, la jefa de enfermeras lo sabía, precisamente ella que lo recibió de mala gana el día que ingresó al hospital y que no dudó un segundo en recriminarle que solo estaba allí porque «su papito» era una eminencia, que él había usurpado el puesto de un médico calificado y que era una injusticia total.

Exponerse a que precisamente ella lo viera sustrayendo aquellas medicinas fue como «ponerse en bandeja». Y para colmo de males, la enfermera que hizo el inventario no solo notó que faltaba la medicina que él había sustraído, sino que el faltante ascendía a diez cajas. ¿Cómo saldría de esa? Sabía que la pérdida del trabajo no sería tan devastadora como tener que aceptar su delito ante el padre, quien siempre le había exigido excelencia y se la había inculcado con el ejemplo. Intentó poner la mente en blanco, no le hacía ningún bien estresarse. Así estaba cuando cruzó delante de él Ariana con su faldita a cuadros y aquellos botines que pedían a gritos algo de cuidado, no vio que ella lo observaba curiosa, y tampoco, que al sentarse en el banco contiguo sonrió intentando comprender qué podría estar sucediéndole a aquel muchacho, para que fuera incapaz de sentir que la fina garúa se estaba convirtiendo en una lluvia real, no vio el rostro de ella disfrutando como nunca por tener el cabello empapado y la placidez en sus facciones al sentirse acompañada aunque él no lo notara. 

Ariana no quería regresar a casa, últimamente buscaba pretextos para llegar tarde, así no tenía que exponerse a las miradas indiscretas o sonrisas compasivas de los demás habitantes de la pensión. Sí, estaba sola, su madre había muerto, no necesitaba que se lo recordaran, tenía apenas diecisiete años, sabía que le iría bien en la vida, pero encontrarse así de pronto, sin alguien que la espere, que entienda sus silencios o adivine de qué humor estaba tan solo al verla; lo que hacía mamá, eso jamás nadie lo haría.

Se propuso estudiar medicina y obtuvo el ingreso en la primera oportunidad. Estudió con gran dedicación, adelantando materias y buscando prácticas, llenando todos los espacios vacíos de su vida. No tenía amigos y jamás estuvo entre sus planes involucrarse en una relación sentimental, la cercanía afectiva era algo a lo que le huía instintivamente. Vivía en aquella pensión de estudiantes dirigida por una señora de edad mediana que había quedado sola luego de que sus hijos se casaran, la casera le tomó mucho afecto y aunque Ariana se resistió por largo tiempo a corresponder las atenciones de la señora Camila, terminó por rendirse y entregarse sin reservas, o al menos eso era lo que ella creía. La verdad, lo único que hacía era ayudar a la mujer en las labores de la cocina y extender un poco la sobremesa en su compañía, aunque se limitara a responder con monosílabos.

Ya llevaba casi un año en esas condiciones cuando llegó Ramiro, con su estatura mediana, un bigote escaso y ese don de iluminar los espacios donde se encontraba, gentil con todos y con un inacabable repertorio de temas para conversar; era hijo único y la razón por la que había ido a dar a aquella pensión era que quedaba cerca del hospital donde realizaba sus prácticas y su madre conocía a la señora Camila, sabía que su «retoño» estaría bien cuidado y rodeado de jóvenes de su edad con ganas de «devorarse el mundo», como él. Muy pronto Ramiro se convirtió en el adhesivo que logró unir a muchachos tan diferentes entre sí; luego de su llegada, comenzaron a estudiar juntos, salir de vez en cuando o simplemente quedarse en el comedor de la pensión jugando charada. Todos, excepto Ariana.

Pasaron un par de días desde su llegada para que coincidieran, y bastó que la joven apareciera en la puerta del comedor para que la atención de Ramiro se posara en ella; estaba algo acalorada por la temperatura de la cocina y sujetaba el cabello con las manos intentando recomponer el moño, los lentes colgaban del cuello de su overol y algo que había dicho la señora Camila la había hecho sonreír. Cuando volvió la cabeza y vio a Ramiro mirándola como si el mundo se concentrara en ella, se ruborizó, pero también se preguntó: «¿Qué hace él aquí?». La sorpresa hizo que se soltara el cabello que había sido lavado horas antes y que cayó tapándole un ojo. Con esas palabras habría descrito Ariana lo que ocurrió en ese momento; lo que pasó ante los ojos de Ramiro, eso era otra cosa, basta con decir que había palabras como «cascadas» y «soles» en su pensamiento, y que aquel instante transcurrió en cámara lenta, deteniéndose a perennizar formas y colores.

Casi de inmediato comenzó el acecho del joven. El resultado sin embargo tomó su tiempo y requirió la ayuda especializada de doña Camila, quien deseaba fervientemente que la vida de su «hija adoptada», como llamaba a Ariana, llegara a la realización, por supuesto, la única vía era el matrimonio «ante los ojos de Dios». Poco a poco la capa de roca que envolvía a la joven fue agrietándose ante el asedio de aquel mar poseso, disfrazado de calma que era Ramiro, mas cedió y Ariana llenó todos los vacíos de su vida con él.

Sin embargo, así como el conquistador que observa la tierra tomada luego de colocar su bandera, decide que es hora de ir por otra presa porque no puede resistirse a la adrenalina del proceso, así Ramiro se alejó, apenado pero seguro de que todo era parte de la vida, que le había proporcionado a la muchacha una época de felicidad que lejos de él tal vez no habría conocido. 

Habían pasado ocho años de aquella parte de la vida de Ramiro, se especializó en cirugía, lo que le permitió un estatus de vida bastante holgado, se casó con una mujer bellísima y muy fina, pendiente siempre de su aspecto, preocupada a tal grado que relegó en una de las empleadas la labor de criar a su hija, ella solo estaba para llenarla de besos «a larga distancia»; adoraba a su pequeña, prueba de ello eran las fotos que publicaba en sus redes sociales, el problema radicaba en que la niña no tenía acceso a esos medios y no podía poner «me gusta», solo tenía cerca a la nana, a quien por supuesto adoraba, lo que facilitaba las cosas porque entre viaje y viaje, mamá jamás estaba en casa.

Por su parte, con el paso de los años, Ramiro se volvió bastante hogareño, la pequeña Silvia lo secuestraba cuando estaba en casa, se prendía de la pierna de su pantalón mientras arrastraba con la otra mano su muñeca de trapo, regalo de la nana. Era una familia desordenada pero divertida de dos miembros: Silvia de tres años y él; todos completamente dependientes de las empleadas de la casa. Cuando llegaba la esposa todo cambiaba por supuesto: la solemnidad en la mesa, el correcto uso de los cubiertos, las reglas de etiqueta que no encajaban con la niñez, mas en medio de todo, cuando ella llegaba la familia se completaba.

Fue un día de verano mientras llevaba a su hija a la escuela cuando la vida lo hizo detenerse. Iba distraído haciendo caras que Silvia celebraba mirándolo por el espejo retrovisor cuando cruzó un perro, no supo de dónde salió y al notarlo, ya no había tiempo para detenerse. Intentó frenar y con la confusión, olvidó el rompemuelle que había a unos metros y que era bastante alto. Un golpe en seco lo hizo estremecer, mas nada comparable a esa sensación de angustia que experimentó cuando vio el cuerpo pequeño de su niña saliendo disparado por encima del asiento, en dirección a la luna delantera; duró un segundo apenas que para él fue eterno. Se estiró todo lo que pudo para atraparla, pero ya era tarde, salió despedida hacia afuera.

Sería inútil intentar describir lo que sintió al perder a su hija. Sin la niña, entendió que su matrimonio no tenía ningún sentido, aunque su esposa lo descubrió antes, por eso se marchó. Pasaba días enteros sentado frente a la piscina con el vino derramado sobre su ropa y un olor persistente a tabaco, al comienzo los empleados lo observaban con pena, sin embargo, al cabo de unas semanas, comenzaron a acosarlo por sus sueldos impagos; completamente ebrio y eufórico terminó despidiéndolos a todos mientras les lanzaba lo que tenía a mano. Sus padres se presentaron en casa con la intención de ayudarlo, también se peleó con ellos y los echó a empujones. Tampoco atendía a sus pacientes y poco a poco el dinero comenzó a hacerse escaso. Luego de unos meses, toda la vida que conocía había desaparecido, pasó hambre, aunque al comienzo lo ignoraba, el banco ejecutó deudas que ni siquiera sabía que tenía y pronto se vio en medio de la calle. Así estaba, como un pordiosero cuando vio por segunda vez a Ariana pasar por su lado sin mirarlo.

Por mucho tiempo Ramiro se había sentido solo pero aquel día todo cambió, sin darse cuenta se trasladó a una época donde todo parecía posible. Ella iba a pie, con un periódico bajo el brazo y un café humeante en la mano. No llevaba anteojos y su atuendo distaba mucho del que solía usar: vestido ceñido, tacones altos, el cabello largo y bien cuidado, anteojos discretos. Se había convertido en una mujer sexy de aire intelectual. Se sentó en una banca y relajó su cuerpo mientras disfrutaba el sabor amargo de la bebida. Miró a todos lados, un grupo de niños jugaba alegremente vigilado por sus nanas. Sacó un pañuelo de su cartera y limpió el respaldar de la banca. Él observaba curioso cómo parecía acariciar aquel espacio que acababa de limpiar, la vio sonreír y respirar hondo mientras cerraba los ojos, como si quisiera revivir un recuerdo, luego se marchó. De pronto se dio cuenta de que él también estaba sonriendo, se acercó a la banca, había un grabado algo torpe en la madera verde bastante gastada: otoño 2014. 

Por aquel tiempo, la jovencita parca y encerrada en sí misma, que llegó a la pensión de doña Camila, había cambiado mucho; aquella misma mañana había sostenido una discusión con su pareja, un médico casado, veinte años mayor que ella, porque el viaje que habían planeado se desvanecía ante la enfermedad de la esposa, lo había amenazado con dejarlo y quedarse con el departamento que fue registrado a su nombre. El médico estaba perdidamente enamorado de ella, de su juventud y de aquel aire intelectual del que se despojaba con estudiada sensualidad junto a las prendas que llevaba, cuando estaban solos. Ella se había construido un lugar en la vida de aquel hombre con uñas y dientes, haciendo trampa, sí, la vida también la había engañado a ella y no permitiría que nadie le arrebate lo que era suyo.

Luego de la pelea y con la confirmación de que el viaje se postergaría, salió dando un portazo, decidida a aceptar el encargo de redactar un artículo para la revista médica, lo hizo para olvidar el mal rato y para vengarse, sabía que el editor de la revista estaba interesado en ella y Ariana disfrutaba mucho sentirse deseada, tal vez podría “matar dos pájaros de un tiro”: pasar un buen rato con el editor y darle un escarmiento a su pareja; solo eso porque no estaba para desperdiciar el tiempo, no quería arriesgarse a perder a su amante y la seguridad económica que este le proporcionaba, tan solo por la posibilidad de tener una aventura sin importancia. Sin duda Ariana había cambiado, pero esa tarde en el parque, cuando cruzó la pista y vio a unos niños jugando en la simpleza de una tarde soleada, con la calma de la naturaleza y el sutil aroma del mar, que era una presencia constante en su vida, sintió nostalgia y recordó a Ramiro. 

El encuentro con Ariana encendió una llama en la vida de Ramiro, citó a su padre, quien estaba a cargo de la dirección médica en una clínica privada. A pesar de su aspecto desaliñado y cierto olor agrio desprendiéndose de su cuerpo mal aseado, el padre no pudo evitar conmoverse ante la mirada esperanzada de su hijo; lo recibió con los brazos abiertos, le propuso mudarse a la casa paterna para reponerse y luego de unos meses comenzó a trabajar con él. Su carácter extrovertido y la seguridad que le daba la presencia del padre hicieron que todo marchara bien. Al cabo de dos meses, sin embargo, su progenitor sufrió un derrame y debió retirarse. El apellido del padre, y su forma de ser desenfadada y alegre, les dieron un peso agregado a sus méritos profesionales, no fue una sorpresa para nadie que el nuevo director médico lo nombrara su asistente personal, volcando en él toda la responsabilidad, incluidas las decisiones que debían tomarse en el área.

Era octubre cuando se instaló un comité de auditoría en la clínica, al cabo de dos meses y en medio de la algarabía de las fiestas navideñas, con ritmos de villancicos y el olor penetrante de chocolate que llegaba desde la cafetería, se exponía ante los directivos de la clínica el resultado de la revisión. Se determinó entre otras cosas que se estaba comprando y suministrando medicina vencida a los pacientes. Se acusó al doctor Ramiro Cáceres y al gerente de logística Edmundo Barrios, de estar confabulados con ayuda de personal de la clínica. Se les exigió su renuncia, agregando en el grupo al director médico y al gerente administrativo por su falta de control. 

La investigación que hiciera Ariana en la época del segundo encuentro con Ramiro, le sirvió para despertar un interés genuino en esa área, tanto así que renunció a la vida de comodidades al lado de su amante, aceptó un rompimiento conciliado y se dedicó por entero a la investigación y a la cátedra universitaria. Habían pasado cuatro años cuando se topó con información que daba luces respecto a la existencia de una red corrupta de altos funcionarios del sector salud que había llenado los almacenes de los hospitales, de productos vencidos en algunos casos, y en otros, de medicina que había sido dada de baja por sus efectos secundarios nocivos.

Como en todas las grandes cosas, la madeja se rompe por el hilo más delgado, el primer eslabón en esa cadena era el doctor Ramiro Cáceres, aunque parecía claro que había alguien más fuerte detrás, alguien con el poder suficiente para torcer voluntades, Ramiro solo era el rostro visible ya que cualquier denuncia recaería sobre él por sus antecedentes en el caso de sustracción de medicinas de la clínica ABC. Al leer aquel nombre, el pecho comenzó a palpitarle fuertemente y sus dedos volaron sobre el teclado, aquel nombre era común, pero había demasiadas coincidencias, cuando por fin tuvo la fotografía en la pantalla, quedó anonadada: «¿Él?».

¿Debía renunciar a aquella investigación que sería como un disparador en su incipiente carrera por aquel hombre que la dejó?, ¿acaso él merecía eso de ella? «Tengo que saberlo todo», se dijo. Ya no sentía nada por él, ¿o sí?, apenas hacía unos años había acariciado el recuerdo de la época en que lo conoció. Buscó toda la información que pudo sobre Ramiro, la ira inicial fue cediendo a medida que se enteraba de cuanto había vivido. Al final quedó consternada y con sentimiento de culpa por tener la posibilidad de hundirlo, la información que existía respecto a la corrupción era concluyente, él iría a la cárcel a menos que ella entregara la información que tenía y que podría demostrar que Ramiro solo era parte de esa organización, todo dependía de ella.

Lo citó en el parque. Esta vez ambos se miraron de frente, allí estaba él con su cabello ondeado, salpicado de hilos grises y las facciones endurecidas, lucía taciturno e inseguro. Allí estaba ella sin los anteojos de marcos gruesos, con el cabello largo y bien cuidado. Se miraron como lo hacen dos extraños. Era una tarde de otoño con una ligera garúa cayendo de lado. A esa hora, el parque estaba vacío excepto por ellos. A lo lejos se escuchaba el mar estrellándose contra la roca. La noche llegó y las luces de los faroles se encendieron mientras ellos se alejaban en direcciones opuestas.


Dos semanas después de aquel encuentro, la fotografía de Ramiro aparecía en las portadas de los principales diarios de Lima. «La doctora y catedrática Ariana López Revilla, pone al descubierto una red de corrupción en el sector salud. El doctor Ramiro Cáceres, hijo del afamado doctor Rodrigo Cáceres Zapata es acusado de ser una de las cabezas de esta red… actualmente se encuentra prófugo». 

martes, 21 de febrero de 2017

Dos golpes

Leonardo Velasco


George estaba en el automóvil, era una mañana nublada y los goterones de lluvia se impactaban sin cesar en el parabrisas. El reloj de pulsera marcaba las cinco treinta y uno, ¿será un puntapié del destino o mera coincidencia? ¿Cómo era posible que todavía funcionara después del  golpe recibido con la cacha de la pistola de aquel policía, el cual terminó destrozando la carátula? Las calles estaban aún oscuras y desiertas, la patrulla donde viajaba pintaba de azul y rojo los edificios modernos de la ciudad mientras el sonido de la sirena era seguido por el aullido de los perros vigilantes a su paso. George tenía las manos esposadas en la espalda y en la frente se confundían las gotas de lluvia resbalantes desde el pelo con la sangre brotando de la herida en la sien. El olor dentro de la patrulla le parecía insoportable, ese olor a prostituta barata, aunado al de la adrenalina de un ladrón en fuga, casi lo hacían vomitar. Recargado en el asiento trasero donde los dedos buscaban orificios en la piel cuarteada bajo aquellos glúteos y con la mirada fija en el piso comenzó a perderse en sus pensamientos. Las burlas y amenazas proferidas por la pareja de policías ubicada al frente chocaban con aquel cristal de la patrulla, este dividía la ley de la escoria de la ciudad, solo dejando pasar un leve murmullo que George en estado de trance no llegaba a comprender.

George era un hombre de treinta y cinco años, alto y de piel trigueña, sus ojos verdes guardaban una mirada profunda, la cual en ciertos momentos mostraba un deje de depravación cuando se le miraba fijamente, el observador de esa mirada no la podría sostener sin percibir algo de miedo corriendo por los huesos, esto lo disimulaba con el pelo corto, el cual le daba a su semblante un aire de seriedad y refinamiento, era una persona amable, uno diría de confianza si se le topa en la calle y se conversa un rato con él. Vivía solo en una pequeña residencia con todos los lujos de una familia adinerada, bueno eso era antes del asesinato del padre en circunstancias no muy claras dentro del burdel de Lola la Adelita. Papito, como le decía, era un respetado hombre de negocios. De su madre sabía muy poco desde el incidente del abandono, cuando George tenía diez años. Solo una carta anónima cada primavera; esta incluía la foto  de una mujer que envejecía con el tiempo, sonriendo a la cámara junto a un «Te quiero» escrito en letra cursiva. Aun así siempre fue para él un recuerdo perfecto, lleno de pureza y cualidades celestiales. Desde el momento de la muerte del padre la fortuna heredada la fue despilfarrando en fiestas y viajes, dejando al final a George, el desempleado por antonomasia, en una situación precaria, y teniendo la casa como único bien restante buscó rentar el cuarto de huéspedes para sortear las dificultades monetarias. Desde muy chico siempre fue una persona muy aislada e introvertida, se refugiaba en lugares oscuros como el sótano o el ático para jugar con aquellas mascotas, animales cazados por él mismo cuando iba  a la casa de campo de los abuelos, el consentido era Robert el ciempiés, estos vivían en frascos o cajas de zapatos dependiendo del tamaño, la astucia y la peligrosidad; era menester tener cuidado con el séquito de víboras de varios tamaños y colores. En la pubertad comenzó a tener una propensión algo inusual por el sexo, una sinsentido dominante, el deseo siempre superando a la razón. Más de una vez trató de hacerle el amor a Georgy, el conejo, o a Paul, el pastor alemán, ya viejo en esos años, no perdía ocasión alguna para masturbarse con cremas, aceites, aderezos o cualquier cosa que creyera aumentaría el placer de una forma u otra. Su mayor orgullo era su colección de revistas y películas pornográficas, le encantaba presumirlas en el colegio; eso sí, en toda su vida no había tenido la oportunidad de tener una mujer desnuda y a mano para practicar lo aprendido con John Holmes, si algo dominaba a la lujuria guerrera era su timidez desenfrenada con el sexo femenino, preferiría morirse de hambre antes de solicitarle a una camarera un platillo en un restaurante, por eso siempre buscaba sitios donde por lo menos hubiera un hombre para atenderlo. Ese obstáculo nunca lo había podido superar.

Solo dentro del compartimento para delincuentes seguía George casi inmóvil, las frases sueltas y las ideas particionadas por el subconsciente, entraban y salían de su mente como recovecos de un laberinto, que la parte consciente debería ir articulando para darle sentido a lo sucedido desde la primera renta del cuarto de huéspedes al señor Tompson. ¿Cómo pudo haber desencadenado todo en este punto?, al principio era un negocio tan lucrativo y saciante de sus deseos, desde los más bajos hasta los más altruistas, ¿por qué si hacia feliz a los desahuciados del sexo era considerado un criminal tan temido? En ese momento los pensamientos comenzaron a configurarse en un orden cronológico, todo comenzó aquella tarde hace algunos meses.

El señor Tompson era un hombre de aproximadamente setenta años, vivía en el edificio de la esquina, de piel ya flácida que lo acompañaba a todas partes. George lo recordaba caminando frente a su jardín por las mañanas del brazo de su esposa, de la cual nunca supo el nombre; a primera vista parecía un hombre feliz. Esa tarde George estaba sentado en las escaleras del pórtico de su casa que daban a la calle, Andrew nombre de pila del señor Tompson se le acercó, esta vez iba solo, cuando estuvo lo suficientemente cerca y con una voz grave pero temblorosa le dijo:

⸺He oído que renta un cuarto, ¿es verdad?

⸺Sí es cierto. Lo rento por semana o por mes, tiene baño propio y vista a la calle, está amueblado con una cama matrimonial, un ropero y un escritorio, el precio lo trato personalmente con el interesado. ¿Es para algún familiar?

⸺No, es para mí ⸺En ese momento la cara de Andrew perdió su color y las manos le comenzaron a temblar, tomando aire prosiguió⸺. El problema es mi necesidad de rentarlo solo por unas horas, además requiero su completa discreción.

⸺Y es para usted solo, o también lo ocuparía su esposa.

Andrew secándose el sudor de la frente con un pequeño pañuelo blanco sacado de la bolsa del pantalón prosiguió:

⸺Esa es la cuestión, va a haber otra persona pero no es mi esposa, es una mujer con la que he querido estar a solas por algún tiempo y no he encontrado el lugar propicio, un lugar privado,  que nos permita hacer cosas no posibles en público⸺ pronunciado esto, el semblante de Andrew se suavizó y la calma volvió a su ser, lo dicho, dicho está.

⸺Entiendo, se lo voy a rentar si desea en cincuenta dólares la hora, ya sé, dirá, «es un precio muy alto», pero créame, lo vale. Como usted sabe es una de las casas más lujosas de la zona y no hace mucho fue remodelada por mi padre, justo antes de morir, será como estar en un palacio. Además será tratado como un rey,  así podrá deslumbrar a su conquista, porque supongo yo es su conquista. Todo estará dispuesto en el momento que cruce por el umbral del cuarto, es más si no resulta completamente complacido solo me pagará la mitad. Solo hay un pequeño inconveniente: el cuarto no tiene puerta, la mandé a arreglar; usted sabe cómo se hincha la madera con la humedad.

Estas palabras bastaron para que regresara el nerviosismo a la cara de Andrew, sonrojándolo como nunca antes, las manos comenzaron a temblarle de nuevo y en ese momento quiso decir algo, su voz se ahogó en la garganta, esto le sirvió para meditar unos minutos qué respuesta debía dar, mientras George al ver su reacción trató de calmarlo:

⸺No se preocupe, el cuarto da a un hall privado, dos ventanas con vista al jardín hay ahí, estas ventanas tienen unas cortinas que al cerrarse no dejan pasar la luz exterior y el hall queda completamente oscuro, eso permitirá su completa privacidad.

Tompson con una voz nerviosa contestó:

⸺Necesito hacer los preparativos, todo debe estar solucionado para el viernes después de las siete de la tarde, a esa hora llegaré disfrazado con una gabardina café y un sombrero de felpa azul marino, de mi brazo irá una mujer de setenta y nueve años con una bolsa de mano color vino, tocaremos dos veces en la puerta de su departamento y sin decir una palabra nos mostrará el camino a la habitación.

­⸺Es un trato.

Llegó el día viernes, por la mañana limpié el cuarto lo mejor posible, la cama tendida con unas sábanas de terciopelo azul le daban al lugar un aire de distinción, el buró y el escritorio de madera de pino claro se encontraban recién pulidos y el piso lucía un tapete con motivos árabes en colores grises, la luz entraba por la ventana y calentaba el lugar, en el baño las toallas recién lavadas y colgadas de los percheros. Antes de salir a comprar una botella de vino y dos copas prendí un incienso para eliminar el olor a encierro y perfumarlo con un toque de pasión y deseo, cerré al salir para encerrar el olor y fui al supermercado. Ya de regreso, entré en la habitación y coloqué sobre la mesa de noche una botella de vino tinto californiano y unas copas de cristal, estas aparentaban una delicadeza inexistente, como si hubieran costado diez veces más de lo pagado por ellas, cerré las cortinas de la ventana y me fui a la sala a esperar la hora indicada.

Cuando el reloj de pared marcó las siete y quince se oyeron dos golpes secos en la puerta principal, apagué el cigarro a medio consumir y abrí la puerta lentamente, ante mí se encontraba Andrew, tardé algunos segundos en reconocerlo, su cara casi cubierta por completo por un sombrero azul irradiaba una felicidad insospechada para una persona de tanta edad; me sonrió, depositó cien dólares en mi mano y con una voz segura y fuerte me pidió le indicara el camino a la habitación en renta. La acompañante era un poco más baja que él y caminaba con dificultad, llevaba puesta un cuerpo con una pequeña joroba mirando al cielo, su cara aunque arrugada a más no poder mostraba una felicidad casi comparable con carmesí se acentuaba en cada sonrisa. Los conduje al cuarto y abrí la puerta, un olor exquisito comenzó a inundar nuestros pulmones, Andrew y su acompañante me sonrieron por última vez al pasar a mi lado mientras caminaban a la cama donde se sentaron frente a frente. Yo ahí parado en el quicio de la puerta veía el movimiento de sus labios al hablar, solo alcanzaba a escuchar un casi silencioso ir y venir de palabras sin poder estructurar las frases resultantes. Así me perdí en el hall, escondido en la oscuridad contrastante a la poca luz de la lámpara de noche en la habitación y a aquella entrante desde el jardín por la ventana. Me quedé observando, en mi posición invisible a los inquilinos.

Sin dar tiempo a que el reloj siguiera su marcha en vano, comenzaron a besarse apasionadamente, Andrew, con la mano recorriendo lentamente la cara de su Afrodita, y ella a con las manos buscando algún botón de la camisa de su Apolo. Mientras aquellos cuerpos comenzaban a quitarse las cadenas de los ropajes callejeros en ese momento ya innecesarios, yo fui hasta el comedor por una silla y la dispuse en el centro del hall de cara al cuarto, donde me senté a observar cómo se amaban dos cuerpos casi putrefactos gimiendo de deseo y excitación. Mi mirada atónita ante aquel espectáculo, los besos buscando los cuerpos, las manos buscando los sexos, todavía se podía vislumbrar en ellos a dos adolescentes perdiéndose en la cama por primera vez. Hace mucho tiempo, no sé cuánto, no oía las voces que responden a lo sublime del acto sexual, esas voces imposibles de callar hacían mi excitación creciente, fue entonces cuando el clímax hizo su aparición, dos voces confundidas anunciaban el momento del orgasmo, en mi pantalón una mancha húmeda hizo presencia, toda mi vergüenza se concentró en mi faz. Viendo esas dos siluetas exhaustas descansando bajo las sábanas, tomé mi silla y la devolví al comedor, hui encerrándome en mi cuarto, dejando solo prendida la luz del hall para que los amantes pudieran regresar a su pesada realidad después de haber tocado un pedazo del paraíso.

Ese fue el inicio de mi negocio, rentar el elegante y acogedor cuarto por hora, eso sí, solo a personas cuya edad pudiera prever la existencia de nietos, hombres y mujeres testigos de los barcos de vapor y conocedores de las estufas de carbón. Siempre observando cómo se aman en la privacidad, huyendo de la realidad, con tantos parentescos y lazos que les prohíben revelarse ante las reglas sociales, definidas aún antes de su nacimiento. Al principio, pocas eran las personas solicitantes de este servicio, pero poco a poco derivado de charlas de dominó y confesiones de estéticas mis clientes fueron aumentando. Diferentes hombres con las mismas mujeres, diferentes mujeres con los mismos hombres. Antes de esto me hubiera sido imposible imaginar que los encuentros fortuitos entre personas con tantos inviernos encima pudieran siquiera equiparar aquellos entre jóvenes o adultos.

Solo existía un punto coincidente en estos encuentros, mi mirada como único testigo en tercera persona y la discreción siempre profesada a mis parroquianos. Todo esto confluía en el espacio y el tiempo dando como resultado momentos difíciles de olvidar; era yo un caballero con lo necesario preparado y en el lugar donde cada cosa debe estar justo antes que la pareja en turno diera los dos golpes secos en aquella madera hueca.

Así pasaron los meses, siempre el cuarto ocupado, desde que el reloj marcaba el principio del día, hasta el ingreso de la luna en el firmamento anunciando la hora de volver a la misma realidad, arrastrada desde hace más de diez lustros con la misma pareja. Eran de seis a siete visitas diarias, entre ellas el consiguiente acomodo de la habitación para la próxima aventura, la silla siempre colocada en el mismo lugar era testigo de cómo la piel, no importando su estado, puede pegarse a otra similar, anunciando el inicio de otro rito en el número treinta y nueve de la avenida Constituyentes en el centro de la ciudad.

Debo confesar que no todos los encuentros presenciados eran iguales, cada uno me despertaba emociones y sensaciones distintas, unos me excitaban con toda su fuerza, como si fuera yo el intruso haciendo el amor con alguno de los recuerdos de las mujeres amadas; otras veces la ternura me invadía y llegaba a ver en los amantes juegos de niños siempre fascinantes, entre pelotas y baleros, entre charcos y riachuelos, ver en ellos la inocencia de ser pillado al robar por primera vez un dulce de la tienda de la esquina; otras tantas el sentimiento era de asco, no sé la razón, si fueran los días, el calor o mi sentido del humor, pero en aquellas ocasiones me parecía estar viendo dos cerdos haciendo el amor en el chiquero de cualquier rastro, con las carnes flácidas y caídas listas para tocar el suelo separándose del cuerpo madre, y así, convertirse en un animal con vida propia, arrastrándose por el suelo hasta perderse bajo la puerta del baño. Cada testimonio enfrentado era una experiencia nueva, esta añadía a mi ser un nuevo significado e iba conformando la persona que ahora soy.

Todo transcurría en armonía, la paga nunca faltaba y la mayoría de las veces era merecedor de una muy buena propina que los clientes dejaban al salir en la mesita de noche, billetes o monedas recabadas solo hasta el momento de arreglar el cuarto para las siguientes visitas, esto debido a la decisión tomada cuando Andrew cruzó por la puerta la primera vez, esa decisión transformada en regla me obligaba a una vez consumado el rito yo me iría a mis aposentos para no ver cómo los amantes en turno se marchaban. Era un negocio del cual no podía pedir más, el dinero comenzó a sobrarme, mi cuenta de banco aumentaba día a día su balance, mis deseos carnales eran bien saciados, por fin lo había conseguido, después de tanto luchar tenía el negocio perfecto.

Las cosas cambiaron la semana pasada, en un día aparentemente como cualquier otro, el tiempo había pasado sin contratiempos, la hora de cerrar ya había llegado, al oír la última pareja abandonando el cuarto, lo limpié como todas las noches, cené una concha con un vaso de leche y me fui a dormir, esa noche estaba más cansado de lo usual, no tardé mucho tiempo en caer rendido, como es costumbre cuando estoy tan cansado esa noche no soñé, no tuve pesadillas ni sueños placenteros. En la madrugada dos golpes me despertaron súbitamente. Miré mi reloj, eran las cinco treinta y uno de la madrugada. «No puede ser, a estas horas nadie viene, debo haberlo imaginado». Dos nuevos golpes me persuadieron de no estar soñando. Me levanté, me puse mi bata y fui a la entrada. Contrariamente a la costumbre no abrí de inmediato y pregunté:

⸺¿Quién es, qué quiere a estas horas?

Una voz tímida, por mi experiencia auditiva de un señor rondando los ochenta años, contestó:

⸺Queremos rentar el cuarto, sé que es tarde pero en verdad lo necesitamos.

­⸺No son horas, vengan mañana y los atiendo con mucho gusto, en verdad no puedo.

La voz replicó de nuevo:

­⸺Se lo suplico, es nuestra única oportunidad de estar juntos, se lo ruego, le pago triple ⸺algo incomprensible tenía esa voz en el tono, me hizo recapacitar y pensar, en verdad esas dos almas necesitaban hacer el amor esa misma noche en esa misma cama.

­Abrí, sin darles tiempo a mirarme a la cara me volteé en tono de desaprobación, con una voz de hartazgo, no frecuente en mí, hablé mientras caminaba a mi cuarto ⸺Bueno pásenle, es el cuarto del fondo, y perdón por no ser cortés pero tengo mucho sueño, cuando terminen solo salgan sin hacer ruido, ah y dejen el dinero en la mesa de noche.

Ya de nuevo en mi cama comencé a dormirme, cuando estaba a punto de desprenderme de la realidad unos gemidos, como nunca había oído comenzaron a penetrar mi cerebro, me fueron separando del sueño, yo que tanta experiencia tenía nunca había oído unos gritos tan penetrantes expulsando desde lo más hondo de un cuerpo tanta pasión y euforia, nunca había sentido tanta excitación con dos viejos haciendo el amor. No me pude contener y con el sexo ya tieso me dirigí hacia la habitación en renta. Lo visto todavía no sé cómo explicarlo, lo sentido en ese momento me hace temblar incontrolablemente, mis lágrimas brotar y una tristeza absoluta invadir mi ser, solo pienso en morir y en no volver a tener consciencia de nada, quizá en vivir como un loco mendigando en las calles, solo viviendo al día sin causa o efecto, sin razón. La cara de mi madre asomaba de una espalda llena de manchas con vellos canosos cubriendo los omoplatos y las piernas abrazando unas nalgas caídas por el tiempo, su cara, aún recuerdo gemía de éxtasis mientras mi mano frotaba duramente aquel animal entre mis piernas. En ese momento todo se volvió oscuro, caí desmayado, el siguiente recuerdo es verme sentado en la silla de siempre con mi pistola calibre cuarenta y cinco todavía con el cañón caliente frente a dos cuerpos inmóviles mojando de sangre el tapete con motivos árabes.

⸺Hemos llegado a la comisaría ⸺se oyó una voz mientras dos policías bajaban a George de la patrulla a empujones, después caminando, uno delante de él trataba de dispersar a los medios de comunicación ansiosos por conseguir la mejor nota, era la noticia del año. Así, entraron poco a poco a la comisaría, George entre dos gendarmes, mientras se oían a lo lejos las preguntas de los reporteros.

⸺¿Cuánto tiempo duró encerrado con los cuerpos?

⸺Qué nos dice en relación a que lo encontraron desnudo sentado en una silla con la mirada perdida y el revólver en la mano. Cuántas veces disparó.

­⸺Es cierto lo del prostíbulo que manejaba, era proxeneta de mujeres de la tercera edad.


­⸺Qué nos puede decir de la contraseña, DOS GOLPES SECOS EN LA PUERTA.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Cuando arriban los recuerdos

Rosario Allpas


Habíamos convenido reunirnos el primer sábado de febrero. Todavía faltaba un mes y ya me sentía ansiosa. Diez años sin vernos se habían deslizado raudos como en un tobogán desde que nos graduamos allá por el año 1973. Algunas nos fuimos a trabajar a provincias; mientras otras, la mayoría, se quedaron en Lima.

Escogimos el Chifa Men Wha de Pueblo Libre por su tradicional comida cantonesa y su calidez, la alfombrada escalera vestida de rojo nos recibió. Las ventanas con sus cortinas majestuosas y las típicas lámparas chinas de borlas rojas colgaban del techo hacia las mesas redondas que invitaban a cimentar el concepto de igualdad y a compartir con armonía.

Arribaron casi juntas tres de las más puntuales: Julia, Anita y Lía. Luego llegamos Lupe y yo. Parecíamos cómplices del tiempo, pues, no habíamos cambiado nada. Abrazos y besos abundaron en nuestro saludo; luego ocupamos nuestras sillas. El mozo vino zigzagueando entre las mesas para preguntarnos qué deseábamos beber.

—Una jarra de sangría —pedimos a coro.       
                                 
Mientras el camarero llenaba los vasos con la refrescante bebida de suave olor a madera y manzana, nosotras escogimos qué comer.

—Una docena de wantán frito. —Me adelanté a pedir. Las demás asintieron.

Elegimos tres platos para compartir. Tintineamos los vasos y bebimos. Cinco minutos después nos estaban sirviendo el aperitivo chino acompañado de salsa de tamarindo; el aroma de esta mezcla agridulce cumplía fielmente el objetivo de abrir el apetito.

—¿Qué habrá pasado con Mirna? —manifestó Julia, preocupada—. Dijo que vendría.

—Ya estará viniendo, deja de preocuparte —acotó Anita, mientras probaba el manjar chino.

—Es que acabó con su enamorado. Ustedes saben, no es fácil adaptarse a estar sola de nuevo.

—Cierto y… ¿por qué terminaron? —pregunté curiosa.

—No lo sabemos, espero que nos cuente, si es que viene. Me aseguró que vendría, pues a la otra semana terminan sus vacaciones y se regresa a Iquitos.

Empezamos a hablar un poco de cada cosa, de política, de nuestros trabajos hasta que el recuerdo de los días de escuela surgió de la boca de Lupe:

—¿Se acuerdan de los termómetros calientes?

—Sí…, pero no recuerdo a quién le sucedió eso. Ja, ja, ja.

—Yo sé quién fue, pero no voy a decirles. Se rieron mucho de ella en ese entonces —dijo Julia.

—Yo no me acuerdo —comentó Anita—. No estuvo en mi rotación. ¿Cómo fue?

Julia con total seriedad empezó a referirnos:

—Eran las primeras prácticas que teníamos en el Hospital del Niño, nos mandaron al servicio de medicina. ¿Recuerdan?

—Sí. Tengo en mi mente cuando salíamos de la escuela por la puerta posterior y debíamos atravesar el pabellón seis y siete del hospital, parecíamos palomitas blancas en fila india con el uniforme impoluto y el cabello recogido dentro de la toca —dijo Lupe.

—Cierto. ¡Qué tiempos aquellos! Bueno…, les cuento. Nos repartieron de a tres en el pabellón y nos dieron la lista de seis niños a cada una para tomarles la temperatura —siguió Julia—. Charo y yo, luego que terminamos la labor con nuestros respectivos niños vimos que nuestra compañera se acercaba muy asustada para decirnos: «Todos están con fiebre». «¿Cómo? No puede ser. ¿Cuánto tienen?», le respondimos. «¡Cuarenta y uno, cuarenta y dos grados centígrados!», gritaba de espanto. «Algo anda mal, ¡no puede ser!». La seguimos hasta los niños, los palpamos, pero ninguno parecía acusar fiebre y es lo que le dijimos. Pero ella nos increpó alterada y nos demostró cómo había tomado la temperatura: sacó el termómetro que estaba sumergido en alcohol yodado, lo movió fuerte para bajar el mercurio, hundió el bulbo en el frasco de vaselina para que el medidor se lubrique. Luego, cogiendo al bebé de los tobillos elevó sus dos piernas, colocó el termómetro en el recto, esperó tres minutos y lo retiró. Se dirigió a las llaves del agua y abrió, el chorro limpió el termómetro, cogió la torunda de algodón para secarlo y realizó la lectura: «¡Cuarenta y dos grados centígrados!, ¡les dije que estaba con fiebre!», replicó con seguridad.

«Sí. Efectivamente», le dijimos, «el termómetro marcó cuarenta y dos, pero nos dimos cuenta de que el agua que utilizaste para limpiarlo era la del grifo del agua caliente. Los niños no están con fiebre. ¡Tú calentaste los termómetros!».

Nos reímos. Sabíamos que todo eso contaba para la experiencia. La letra con sangre entra, como decían nuestras madres y abuelas.

Las bandejas humeantes de arroz chaufa, pollo chi jau kay y chancho con salsa de tamarindo dejadas al medio de la mesa por el camarero desprendían un aroma delicioso, una mezcla de salado, dulce, agrio que invitaban a ser consumidas con satisfacción. Comenzamos a servirnos. De pronto vimos a Mirna a la entrada del restaurante. Lía la llamó.

—¡Hola, amiga! ¿Cómo estás? Tienes que ponerte al día con la comida —dijo Lupe y sirvió la sangría para brindar por el reencuentro.

Mirna era morena, con cara de niña, delgada, de mediana estatura y de fácil sonrisa. Había sido la mejor alumna de la promoción, muy competente como enfermera, dinámica y extrovertida. Chocamos nuestros vasos y probamos el vino frutado, suave, helado.

—¿Cómo vas, Mirna? —preguntó Julia, ávida por saber el estado anímico de la colega después del rompimiento con el novio.

—Bien. Dándole para adelante. Pero, ¿de qué hablaban? Las vi que festejaban sonrientes. ¿Qué chiste me perdí?

—¡Oh!, no. Eran reminiscencias de cuando fuimos cachimbas (*). Je, je. ¿Se acuerdan de las prácticas en Neoplásicas? —dijo Lupe.

—Por supuesto —asentimos todas.

—Yo recuerdo que los médicos eran todos guapos —dijo Anita.

—Sí, pero el hospital era deprimente, sus camas y veladores tenían la pintura gastada, las sábanas y colchas raídas, las sillas de ruedas casi inutilizables; muy poca ropa estaba en buenas condiciones y hasta la indumentaria de los enfermos era escasa y deslucida. Además, la propia enfermedad que padecían los pacientes perfilaba un cuadro desalentador. En las salas de hospitalización había un aire de desconsuelo y desesperanza. No sé si recuerdan que en ese tiempo casi siempre se les decía la verdad acerca del diagnóstico que tenían. No es como hoy, que la palabra «cáncer» es apenas mencionada y es sustituida por las palabras «quiste» o «tumor» y, en cada alusión a estas hay un efecto diferente, un aire de esperanza y de lucha —acotó Mirna.

—Cierto, lo único que permitía sonreír y animar a los pacientes eran los médicos que trabajaban allí. Ellos vestían de blanco, desde los zapatos, las medias, los pantalones, los mandiles y las chaquetas. Se trasladaban níveos por entre las camas de los enfermos, pasillos, escaleras y rincones del hospital y…, eran todos muy apuestos, parecían escogidos, como cuando se selecciona para un concurso de belleza. Entonces..., todas nos enamoramos de ellos —dijo Anita exhalando un suspiro.

—Ja, ja, ja. Era la época en que nosotras con diecisiete o dieciocho años estudiábamos internas, por lo tanto, no veíamos a chicos y muy pocas teníamos enamorado, quizás por eso, ellos nos deslumbraron. —Recordó Lía.

—O fue tal vez la absurda diferencia entre los pacientes y los médicos. Unos, doloridos y sin esperanza y los otros, llenos de vitalidad y hermosura. No lo sé —agregó Lupe.

—Bueno, Lupita, ¿a qué vino tu pregunta? —interrogó Julia, mientras saboreaba el arroz chaufa y el chancho con tamarindo.

—Es que tengo una anécdota chistosa y, como estamos comiendo…

—¡Cuenta! Somos enfermeras, ya nada nos amilana —aseguró Anita.

—Bien. Era una mañana, muy temprano, cuando nos juntamos con otras alumnas de distintas escuelas de enfermería en el cuidado de los pacientes. De pronto escuchamos el rechinar de las ruedas de los coches y el retintín de los utensilios de cocina que traían el desayuno de los pacientes; el fresco y suave olor a desinfectante de las salas de hospitalización fue transformado por el agradable aroma a leche, avena y panes calientes. Una de las alumnas apareció solícita y fue al encuentro de los carritos ofreciéndose de voluntaria para servir la leche a aquellos que ya bañados aguardaban con ansiedad el alimento mañanero. Repartió el líquido caliente a todos los pacientes, pero ninguno de estos quiso tomarla.

—Ahora recuerdo. Sé de lo que estás hablando. Ja, ja, ja —dijo Mirna, que en ese momento se apresuraba a comer un wantán frito—. Pero, sigue contando.

 —Los pacientes se levantaron, los que podían hacerlo, por supuesto, y se encaminaron al corredor y a voz en cuello pedían su desayuno. Fue tal el alboroto que hizo venir a la nutricionista quien les preguntó sorprendida: «¿Qué pasó?». Y ellos respondieron: «¡No nos han dado la leche!». «Pero, ¿cómo?, si ya pasaron con el coche repartiendo el desayuno». «Sí..., pero no podemos tomarla porque la pusieron en nuestros papagayos (**)», argumentaron molestos, los enfermos.

—Ja, ja, ja. ¿A quién le pasó eso? —preguntó Lía.

—A mí no.

—A mí tampoco.

—Je, je. Felizmente no fue a ninguna compañera nuestra.

—Es que los papagayos en Neoplásicas eran unas jarras que, una vez limpias las colocaban encima de los veladores de los pacientes, no sé por qué hacían aquello —señaló Julia.

—Sí. Quizás era más conveniente colocarlos allí por la inmediatez de su uso —argumentó Lupe—No sé. La dietista tuvo que calmarlos y enviar de nuevo la leche caliente.

—Aparentemente todas las alumnas de enfermería sabíamos qué eran los papagayos, pero nunca hay que darlo por sentado porque siempre habrá una estudiante inocente o despistada que quizá confunda un papagayo con una jarra; además, estando estos encima de la mesa de noche del paciente, ¿qué se podía esperar? —argumentó Lía, que hacía rato no hablaba por comer, y agregó—: Pero a las practicantes nos perdonaban semejantes desatinos. Además, para una persona que desconocía un papagayo era fácil confundirlo con una jarra de aluminio, sobre todo si estaba limpio y brillante. Ja, ja, ja.

—Bien, pero a veces sucede que la equivocación viene del lado del paciente o su acompañante. Les voy a contar algo que sucedió en el Hospital de Iquitos, pero antes brindemos —les dije.

Chocamos nuestras copas y bebimos. Luego llenamos otra vez los platos para seguir con la charla.

—Esto le sucedió al señor Tuanama —Empecé a contarles—. Para él la vida de su esposa era sagrada, por eso, cuando ella le dijo que le habían salido unos granitos por todo el cuerpo y que le producían un tremendo escozor, él se alarmó. Fue en busca de su motocicleta y llevó a su consorte al hospital.

—Esperen un momento, voy a pedir más servilletas al camarero, no quiero perderme la historia —dijo Lupe apresurándose a solicitarlas. El camarero volvió de inmediato con el pedido.

—Pues bien, allí estaban el señor Tuanama y su esposa, esperando al médico en el servicio de emergencia. Eran las cinco de la tarde y el galeno de guardia se encontraba prácticamente solo lidiando con los pacientes que aguardaban turno. En el estar había una enfermera que trataba de ordenar la llegada de estos y evaluar la urgencia de cada uno de ellos, además de atender el ambiente de inyectables y curaciones. Una técnica de enfermería le ayudaba. El señor Tuanama trajinaba el pasillo nervioso, mientras que su esposa, rascándose la cara, los brazos, las piernas esperaba impaciente. Sabía que su caso no era tan urgente como aquel que recién llegaba con la cara ensangrentada, a quien hicieron pasar al tópico para que se quitara la sangre con agua y jabón y así ver la gravedad de su herida. O como la mujer embarazada que se empequeñecía de dolor por las contracciones uterinas y que había que evaluarla pronto, para que pase a sala de partos si no querían ser partícipes de un alumbramiento allí mismo. Pero el señor Tuanama estaba preocupado por su esposa, y cada vez que la veía ella le exigía que reclamara atención. Y él insistía, protestaba con ahínco, hasta que, al fin, el médico atendió a su solicitud. Lo enviaron a farmacia para la compra de la ampolla milagrosa, esta iba a resolver de inmediato su tortura. Tortura que había hecho suya por la demora en la atención de su esposa. De vuelta al servicio de emergencia, ahora debía aguardar a la enfermera para la aplicación del tratamiento. Pero ella, en esos momentos estaba ocupada.

—Los servicios de emergencia son así —dijo Mirna—. Todos.

—El señor Tuanama iba y venía por el pasadizo con la ampolla en la mano y la preocupación en el rostro. De pronto, avistó a una enfermera que se aproximaba y le pidió por favor le aplicara la inyección. Ella solícita, al ver la desesperación del hombre, le aceptó: «Bien, deme la receta y el inyectable». Él se los dio afanoso. La enfermera le dijo: «Dese la vuelta y bájese un lado del pantalón», a lo cual el señor Tuanama obedeció sin demora.

—¡No vas a decir que le aplicaron a él la inyección! —preguntó Anita con cara de no creer tal situación.

—Déjame decirte que sí. El señor Tuanama gritó: «¡Ay!». Luego se quedó tranquilo, más bien, estupefacto. Mientras que la enfermera se fue con beneplácito a su servicio segura de haber hecho una buena acción. Ella no era del servicio de emergencia, si no de medicina.

—Y… ¿la esposa?

—La esposa del señor Tuanama le exigió a su marido: «¿A qué hora me van a poner la bendita inyección? ¡Maldita boa!».

—Ese acento charapa te salió bien, ¿eh?

—Recuerda que trabajé cinco años en Iquitos. Estos no pasaron en vano, algo queda —dije yo y agregué—. El señor Tuanama adolorido aún, le dijo a su esposa: «La enfermera se equivocó y la inyección me la puso a mí». «¿¡Y cómo te dejaste poner!?», gritó ella.

Los demás pacientes que estaban en emergencia esbozaron una sonrisa, que se fue convirtiendo en una sonora carcajada porque se dieron cuenta de la situación, mientras la esposa seguía rascándose el cuerpo, abatida; el señor Tuanama no sabía qué hacer por el bochorno.

—Ja, ja, ja. Menos mal que solo fue un antialérgico.

—El señor Tuanama tuvo gran parte de culpa y la esposa que lo apuraba; todo confluyó para terminar así. Ja, ja, ja. 

—Y tú, Mirna, ¿tienes alguna anécdota?

—Tengo muchas, pero les contaré la más reciente.

Pedimos otra jarra de sangría y ordenamos los postres, que enseguida vinieron, cambiando el aroma de salado a dulce. Luego inquirimos a nuestra compañera que nos cuente su historia.

—Ustedes saben que la anemia en los niños de la selva bordea lo sorprendente e inusual. Tener una hemoglobina (***) de dos gramos por decilitro es realmente extraordinario.

—¿Dos gramos? ¡Es bastante bajo!

—Sí. Bastante. Tal es así que los médicos y enfermeras de reciente llegada se asombraban ante tal hecho, pues en Lima los niños con anemia severa que orillan por los cinco o seis gramos, se ven sumamente pálidos, desganados y sin fuerza. En cambio, los niños en Iquitos, si bien anuncian palidez extrema, no están pasivos, juegan dentro del hospital y hasta pueden correr limitadamente. Otros desarrollan manías, como comerse las uñas o comer tierra, a veces hurgan en las paredes buscando animalitos, quizás para comerlos. 

—¡Pobres criaturas! —se compadeció Lía.

—Había una niña de seis años de edad, en particular, le decíamos Draculita. Se hacía heridas intencionalmente para luego chuparse la sangre. Cuando peleaba con algún niño de la sala de pediatría, en su desesperación por ganar la batalla lo mordía y al hacerlo, obtenía placer al absorber la sangre de su oponente.

—¡Increíble!

—De ahí el apodo, ¿eh?

—Sí. Nosotros, los que trabajamos en pediatría, muchas veces dimos sangre para niños; cuando se necesitaban hacer transfusiones directas de veinte o treinta centímetros cúbicos, el personal del hospital se compadecía de estas infortunadas criaturas y poníamos a disposición nuestros brazos para que nos extrajeran la necesaria y así aliviar la necesidad de estos pequeños anémicos.

—Sí. Yo lo hice —dijo Julia— en la sala de emergencias del Hospital del Niño sucedía con frecuencia.

—Yo también doné —dijo Lía.

—Bien —continuó Mirna—, un apuesto teniente del ejército peruano, ufanándose de ser deportista y estar en óptimo estado de salud se ofreció de voluntario compadeciéndose de la niña. ¡Cómo no iba a estar preparado para esas lides! Solo doscientos cincuenta centímetros cúbicos de sangre le iban a sacar. Informado de la cantidad, él muy orondo y sacando pecho dijo estar de acuerdo. Llegó puntual a la mañana siguiente. Mi amiga le había dicho que después de la transfusión sanguínea le esperaba un rico desayuno con plátano y cecina fritos, su plato preferido. Se le notaba nervioso, aunque trataba de disimularlo. Se echó en la camilla, le pusieron el torniquete, la aguja entró con facilidad y pinchó la vena, inmediatamente salió sangre y él al ver el fluido, lanzó un grito ahogado y se desmayó. No se terminó de realizar la transfusión porque cuando despertó estaba tan pálido como la niña anémica, la cual iba a ser su eventual receptora.

—Ja, ja, ja. —Rio Anita, quien se atoró con la comida.

La explosión de risas de todas hizo que los demás comensales nos miraran. Hasta las cortinas rojas de los privados se abrieron para vernos reír.

—¿Y? Mirna, ¿qué pasó después? —quiso saber Anita recuperada del atoro.

—Cuando me lo contaron, pues yo no estuve allí por estar trabajando, no lo podía creer. Se cerró el capítulo para él de ser donante y también para mí.

—¿Para ti? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Julia.

—Pues él era mi novio. Después de la experiencia desapareció por los pasillos del hospital como el viento que no deja huella.

Quedamos en silencio, sin poder emitir alguna palabra de consuelo.

—¿Y…, no supiste más de él? —preguntó Julia al fin.

—No, nunca más. Quedó desacreditado para siempre con la gente del hospital. Pero, si no fue capaz de reconocer sus limitaciones, cuales fueran, y revertirlas con aplomo y gran sentido del humor; entonces, para mí, no debe de tener importancia. ¿No creen? —dijo Mirna con entereza y luego añadió—: ¡Salud!

—¡Salud! —repetimos todas.

Chocamos nuestras copas una vez más. Habíamos terminado nuestra cena y nuestra charla por esta vez.





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(*) Cachimba (o): Nuevo ingresante a la universidad o escuela superior.
(**) Papagayo es una botella con asa, puede ser de vidrio o aluminio que es utilizada para que el hombre evacúe su orina.
(***) Hemoglobina (Hb, Hgb) es una proteína en los glóbulos rojos que transporta oxígeno. Un examen sanguíneo determinará qué tanta hemoglobina tiene uno en la sangre. Los resultados normales varían, pero en general son: Hombre: de 13.8 a 17.2 g/dL. Mujer: de 12.1 a 15.1 g/dL. Niños de 6 a 59 meses: de 11 g/dL a más. Niños de 5 a 11 años: de 11.5 g/dL a más.

Anemia grave: menos de 7 g/dL.