Érika Ramírez Levín
Colgó el teléfono
con mano temblorosa. Cuatro meses. Era imposible terminar en ese tiempo lo que
no había logrado en año y medio. Y, además, la amenaza de rescindir su contrato
si no cumplía. «¡Maldito seas, Abraham! Quiero saber cómo demonios un
cincuentón como tú evitará que le embarguen el departamento por no pagar la
hipoteca», se reprendió a sí mismo. Sacudió la cabeza para alejar los
pensamientos que comenzaban a asfixiarlo. Aventó hacia atrás la silla donde
estaba sentado y salió azotando la puerta… necesitaba aire.
Cerca de ahí...
—¡No entiendo en
qué te estás gastando el dinero! ¿Tú crees que soy rica, que tengo un árbol de
la abundancia en donde cosecho billetes?
—Jamás he dicho eso
—contestó con tono cansado—. Tú sabes que el medicamento es caro y lo necesito.
El doctor te lo dijo, no sé qué más quieres para creerlo. ¡Estoy enferma!
—Eso dices tú, yo
te veo bien —dictaminó la señora que la escrutaba de arriba abajo con una mueca
despectiva—. Enferma... ¡Ja! Enfermos los que tosen o les salen ronchas, o como
a tu prima Mariana que se le hicieron esas llagas en las piernas. ¡Eso es «enfermo»!
Tú, ¿qué? Ni pálida estás. Se me hace que no te tomas las pastillas y gastas lo
que te doy en otras cosas. Como si el medicucho ese te viera a diario. Y ni me
quieras chantajear con tus lloriqueos.
—¿Chantanjear?
¡¿Chan-ta-jear?! —explotó Génesis, sollozando—. ¡Ni siquiera imaginas el
infierno en el que vivo! Pero ¿sabes qué, «ma-má»? Se acabó. Si no eres capaz
de ver más allá de tu podredumbre mental, yo tampoco tengo por qué seguir
aguantando tu ignorancia.
La mujer frente a
ella, al no saber qué responder, le plantó una cachetada que retumbó en cada
rincón de la estancia. La joven cubrió con la mano su mejilla enrojecida; su
pecho se hinchaba y se hundía sin control, jadeando. Inhaló lo más profundo que
pudo y se dio la vuelta en dirección a su habitación, donde metió en una
pequeña maleta lo que consideró indispensable y salió de esa casa para nunca
regresar. La madre, presa de una furia incontrolable, aventó a la puerta cuanto
encontraba a su paso, gritando «¡Parásita! ¡Malagradecida! ¡Te vas a arrepentir
de faltarme al respeto!».
Caminó deprisa por
las calles. Necesitaba pensar, decidir qué hacer pues llevaba cinco días sin
medicarse y sabía que pronto se presentarían algunos de los síntomas. Podría
buscar algún empleo. Meditó esta idea por un momento. ¿Qué contestaría cuando
le hicieran las preguntas de rutina: ¿Referencias? No tengo. Mi madre no tenía
familia, así es que solo éramos ella y yo. De milagro fui a la escuela, pero
debía regresar tan pronto el horario terminara. ¿Fiestas? ¡Ni hablar!
¿Amistades? Imposible. Entre mi forma introvertida de ser y su control excesivo
hacia mí, no quedaba espacio para socializar. ¿Dirección donde vive? No tengo.
¿Experiencia? Nula. Sacudió la cabeza. Además, el costo de la medicina era elevado.
Si, a pesar de todo, lograba encontrar algún empleo, de seguro sería por una
remuneración raquítica. No, no… no pintaba bien esa opción. Continuó cavilando
otras opciones. ¡Eso! Podría ser que fuera a ver a su médico, él la ayudaría…
sí, sonaba razonable.
Inmersa en sus preocupaciones,
notó que alguien la seguía. «¡Génesiiiiiis, esperaaaaaaaa!», decía una voz
grave a sus espaldas, alargando las últimas vocales. Cada palabra iba
acompañada de una especie de crujido discreto. Giró a la izquierda en un
callejón. A unos pasos había unas cajas de cartón. Se sentó detrás de ellas,
recargada en uno de los muros que formaba el corredor y descansó su cabeza
sobre las rodillas mientras abrazaba sus piernas.
—¿Quién es? ¡¿Por
qué me sigue?! —exclamó levantando la vista.
La persona que la
seguía la había alcanzado.
—Todo está bien, no
tienes por qué huir —respondió el extraño con un tono de voz apacible y una
sonrisa atenuada, sin dejar de mirarla tras unas gafas de pasta café gruesa, al
tiempo que tapaba una mano con la otra y tronaba uno a uno sus dedos, emitiendo
un chasquido sutil en cada ocasión.
«¡Ese es el sonido
de hace rato!», comprendió en cuanto lo escuchó. Comenzaba a relajarse al
sentir que no corría peligro, cuando la sonrisa del desconocido se amplió
desviando la mirada hacia su extremidad superior izquierda, con la cual comenzó
a empujar la falange distal del índice derecho con fuerza hasta que un ruido
seco dio cuenta de la fractura que él mismo se había provocado.
—¡¿Qué fue eso?! —chilló
estremecida.
—¿Qué? ¿Esto?
—ironizó el hombre viendo su falange desviada del resto de su dedo—. No es nada
—respondió calmo mientras avanzaba sobre ese mismo dedo y repetía la acción
sobre la falange media y la proximal, rompiendo así su propio índice en tres
segmentos.
—¡¿Está loco?!
—gritó aterrada por la imagen grotesca del dedo deforme que se asomaba bajo la
palma izquierda del tipo. Sin embargo, se sentía hipnotizada ante tal
espectáculo y no podía apartar la vista de aquel sujeto que parecía no
escucharla y ahora rompía, poco a poco, el dedo medio. Cada traquido resonaba
profundo en el silencio del callejón, con un eco que perforaba la cordura de
Génesis—. ¡Basta, por favor! ¡Deténgase!
Abraham caminaba
con las manos dentro de las bolsas del pantalón. Por más que pensaba, no
encontraba solución a su predicamento, aun cuando el editor le había dicho que
solo necesitaba ver un primer borrador. Sabía que Jorge, el editor, solo quería
asegurar que la novela estuviera escrita. Pero en ese año y medio había
intentado cuanto se recomendaba para lidiar con el famoso síndrome de la página
en blanco. Aumentó la duración de sus lecturas, eligió palabras del diccionario
al azar, rememoró anécdotas de familiares o amigos… cada situación le resultaba
insulsa, aburrida. Nada era buen material para un best seller. De
pronto, escuchó un bramido aterrador del callejón por el que pasaba. Corrió al
interior y encontró a una chica, sentada detrás de unas cajas de cartón, con las
piernas pegadas a su abdomen y una expresión de terror dibujada en sus
facciones. Miraba hacia arriba.
—Niña, ¿qué pasa?
—le preguntó intrigado.
—¡Dígale que pare,
por favor, se lo suplico! —berreaba desesperada.
Abraham volteó en
todas direcciones. No había nadie.
—¿A quién? Que
pare, ¿qué? —la cuestionó, poniéndose en cuclillas junto a ella.
Petrificada y sin
desviar la mirada, describió con sumo detalle lo que el hombre parado frente a
ella hacía con su mano izquierda, falange por falange, a los dedos de su mano
derecha, logrando transmitirle de manera vívida lo tétrico y grotesco que
resultaba. Abraham, impactado, aunque maravillado, escuchaba con atención cada
palabra. Cuando el relato terminó, intentó ser sutil.
—Respira profundo,
mira, tal vez sea difícil lo que voy a decirte… por favor, voltéame a ver —la joven
logró zafarse del hilo invisible que la retenía y cruzó miradas con él—, no hay
nadie más aquí. No sé cómo es que… no entiendo cómo… por qué…
—¿¡No hay nadie
más?! ¿No ve al tipo frente a mí? —espetó Génesis y, sin esperar a que el
hombre le respondiera, se tapó la cara con ambas manos—. No… no, ¡no puede ser!
¡Necesito mi medicina! ¿Qué voy a hacer?
—¿Medicina? No
entiendo nada. Mira, vámonos de aquí y me platicas qué necesitas. Quizás yo
pueda ayudarte —le dijo, emitiendo un leve pujido al levantarse con dificultad,
recargándose sobre su rodilla para impulsarse y agarrando el brazo de la chica
para que ella también se incorporara—. «Y quizás, tú puedas ayudarme», pensó.
Llegaron al
departamento de donde él había partido quince minutos atrás. En cuanto Abraham empujó
la puerta, Génesis percibió de sopetón el aire frío con olor a humedad que se
había encerrado a falta de ventilación. No se le hizo extraño, aquel edificio
parecía antiguo. El hombre prendió la luz de la sala y abrió, con ligeros
golpes, las ventanas. Sorprendió lo nítido que se escuchó la pintura despegarse
del marco de los vidrios. «¿Cuánto habrán estado cerradas?», se preguntó la
invitada.
Una estancia
sencilla con techo alto y paredes pintadas de un amarillo desvaído se iluminó
tenue y triste. No había adornos ni cuadros colgados. Frente a la puerta, dos
sillones no solo pálidos por la edad de la tela azul desgastada, sino sucios
con diversas manchas amorfas de varios tamaños, rodeaban a una pequeña mesa
baja de madera maltratada, ovalada, sosteniendo varios libros desacomodados y
dos tazas con restos de lo que parecía café. A su derecha, frente a lo que supuso
era la cocina, estaba otra mesa también de madera —parecía ser hermana de la
anterior—, acompañada con dos sillas de plástico negro. En su superficie estaban
más libros dispersos y un sinfín de hojas escritas con pluma y a máquina,
muchas de ellas con salpicaduras de café. También había varias tazas sucias,
algunas paradas y otras caídas, con restos de la bebida marrón.
Sosteniendo los
muebles, bajo sus pies, tapizaba el piso una alfombra raída y deslucida,
polvosa, de un tono azuloso con algún diseño de rombos y círculos dorados, al
decir verdad, espantosa. Por aquí y por allá se veían tiradas envolturas de
papas fritas y comida chatarra, servilletas usadas, botellas de plástico
apachurradas y, al caminar, una sensación pegajosa bajo las suelas en uno que
otro paso. Al fondo daba la impresión de haber otras dos habitaciones, mas la
oscuridad generalizada solo permitía adivinar dos puertas más, una junto a la
cocina y la otra haciéndole espejo a la primera. El baño debía de estar al
final del pasillo.
«De seguro vive solo, no creo que exista
alguien que esté dispuesto a compartir este desorden», pensó Génesis mientras se
acomodaba en uno de los sillones luego de la seña que Abraham le hizo para
sentarse. Después de recibir un vaso de vidrio con agua, que de manera discreta
dejó en la mesa porque varias partículas de algo blanquecino —quizás leche—
flotaban en el cuerpo acuoso semitransparente, ella le resumió brevemente cómo
desde niña comenzó a tener dificultad para diferenciar los sueños de la realidad,
los problemas que su falta de concentración le había generado en la escuela y
cómo un día, regresando de unas vacaciones, venía con sus padres en la
carretera cuando ella gritó al ver a una persona aventarse hacia el carro. Su
padre se sorprendió a tal grado que viró el volante con mucha fuerza. Lo último
que recuerda es cobrar conciencia unos segundos y ver a sus progenitores
ensangrentados en los asientos delanteros, inmóviles.
Al no contar con
más familia estuvo viviendo en una casa hogar por varios años. Ella sabía que
conforme el tiempo pasaba sería más difícil que alguien la quisiera; la gente
prefería bebés o niños chiquitos. Para su sorpresa, cuando cumplió dieciséis
años, una señora estuvo indagando los requisitos, interesada por niños grandes
pues ya no tenía la paciencia de cambiar pañales ni explicar cuánto eran dos
más dos —sus palabras—, por lo que la mejor opción parecía ser alguien
autosuficiente que no necesitara muchos cuidados —sus pensamientos—. Después de
un año de trámites, la adopción se concretó.
—¿Nadie le comentó
de tus, mmm, necesidades? —inquirió Abraham tratando de no sonar grosero.
—Sí que sabía,
hasta le presentaron al médico que me estuvo tratando desde que llegué al
orfanato. Solo que yo creo que nunca se imaginó la carga —y al decir esta
palabra se le contrajo el corazón, lo cual se reflejó en sus facciones y en el
cambio de tono de su voz— que yo sería para ella. Debió de pensar que, por mi
edad, se resolvería fácil, no sé.
—Y ahora ya eres
mayor de edad… legalmente no puede retenerte —concluyó el escritor tras
escuchar la historia de la muchacha que miraba de reojo, con horror, a la
habitación alumbrada por la luz de la cocina.
—Ajá —contestó
distraída hasta que pareció acordarse de lo importante y volteó a ver al
hombre—. Sí me puede ayudar, ¿verdad? Me urgen mis medicinas. ¿Me dejaría llamar
a mi médico? Él conoce mi historia, tiene mis recetas, solo que… no tengo dinero.
Sus ojos, quienes
recorrieron el desastre y la suciedad que la rodeaba, irradiaron una idea.
—¿Y si me diera
trabajo? Puedo ayudarle a limpiar, a cocinar, ¿a qué se dedica? Puedo organizar
los libros, limpiarles el polvo, cuidar a…, ¿su hijo? —Su mirada regresó a la
puerta—. Por favor, se lo pido.
Abraham,
confundido, frunció el ceño y volteó la cabeza hacia donde ella miraba.
—Perdón que
pregunte, pero ¿qué le pasó? ¿Algún tipo de ácido? Pobre criatura, ni salir a
la calle, supongo —dijo sin poder quitar la vista de la puerta ni ocultar el
morbo que le producía esa imagen—. Es que hasta se le ven los músculos, los
huesos, ¡qué terrible! ¿Le duele? ¡Ay, perdón! Soy una insensible… es que
parece que su carita se derrite y, pese a eso, sonríe.
No quiso alterarla
más. Regresó la cabeza hacia ella.
—Niña, mírame. Ya
había pensado en algo así, una especie de trato en el que ambos podamos salir
beneficiados. Claro que te quiero ayudar, creo que eso es lo prioritario. Tu
vida ha sido demasiado difícil y no mereces estar pasando por esto. ¿Qué te
parece que primero buscamos a tu doctor y luego platicamos del resto?
La joven volteó a
verlo y sonrió aliviada, agradecida por haber encontrado a alguien que
estuviera dispuesto a ayudarla. Por su enfermedad, nunca había logrado
concretar alguna amistad. ¿Familia? No tenía… ¿Quizás esa bruja insensible que
la sacó del orfanato? No, ella no contaba. Siempre se había sentido tan sola,
tan apartada de todo… por fin su vida parecía tomar un mejor rumbo. Ingenua
como era, jamás imaginó la manera en que el escritor había elucubrado «cobrar»
dicho apoyo.
En unos días, Génesis
era otra. El efecto de los antipsicóticos lograba su cometido y las
alucinaciones habían disminuido. Abraham le había acondicionado el sofá del
estudio para dormir y, como lo habían platicado, ella le ayudaba en labores
domésticas. Incluso comenzó a interesarse en leer algunos libros que el
escritor le prestaba de su colección de novelas. A la par, su anfitrión mostraba
tener mucho trabajo porque estaba entregado a escribir casi todo el día e,
incluso, parte de la noche. Se escuchaban las teclas de la máquina de escribir surgir
desde la mesa del comedor o de la habitación, sin descanso. Solo que cuando
ella le preguntaba de qué trataba su nuevo proyecto, él encontraba la manera de
cambiar el tema o evadirlo. No obstante, a ella no le importaba. Era mayor el
agradecimiento hacia él.
Una mañana, cuando
aún no salía el sol, Abraham entró al estudio cuidando de no hacer mucho ruido;
buscó algo en el escritorio y anunció que tenía que salir. Génesis continuaba
en el sillón y apenas logró balbucear «buenos días» cuando oyó la puerta de la
entrada cerrarse. Luego de diez minutos, se desperezó, acomodó las cobijas, fue
a la cocina a prepararse un té y regresó a buscar sus pastillas. «Qué raro»,
masculló, «estoy segura de que anoche las dejé aquí, junto a mi mochila».
Revolvió el departamento sin éxito. Se dio por vencida. Sin embargo, estaba
tranquila. Solo tenía que esperar a que el escritor regresara para preguntarle
si las había visto; además, un día sin tomarlas no afectaba tanto. Incluso
podía descansar de la somnolencia o los pequeños temblores que le producían.
A la hora de la
comida, Abraham regresó al departamento con una pizza recién comprada;
olía deliciosa y a Génesis se le abrió el apetito.
—Niña, ¿cómo te
sientes? —le preguntó antes que cualquier cosa.
—Bien, gracias. De
hecho, quería preguntarle si no habrá visto mis pastillas, no están donde las
dejé —respondió despreocupada, sirviéndose un pedazo de pizza.
—No, no las he
visto —se apresuró a contestar—. ¿Has sentido algo inusual o has visto, no sé,
algo… extraño?
—¿A qué se refiere?
—inquirió la muchacha sin comprender bien la pregunta.
—Sí, sí… que si no
has tenido otra de tus visiones como el tipo que se fracturaba los dedos o el
niño al que se le derretía la cara —le respondió nervioso.
—Mmmm, no, por el
momento estoy tranquila. Por eso requiero mis pastillas, para evitar que vuelva
todo eso o peor —comentó extrañada por el cambio de actitud.
—Quisiera hablar
contigo —dijo el recién llegado, carraspeando—. No voy a poder seguirte
ayudando, estoy en apuros económicos y pronto se definirá si conservo mi
trabajo. No veo cómo terminar lo que estoy haciendo, no hay manera… a menos
que…
Génesis, intrigada,
bajó el pedazo triangular al plato y observó al escritor sin parpadear. Sentía
que ella tenía que ver en ese «a menos que».
—Bueno, lo que
quiero decir es… basta, ya, sin rodeos. Tú y yo podemos ayudarnos mucho, sí lo
sabes, ¿verdad? Tu vida ha sido un caos y yo puedo ofrecerte techo y comida con
gusto —calló y sacó de la bolsa de la chamarra la caja de los antipsicóticos
que su huésped no encontraba—. Solo necesito que hagas algo por mí para
lograrlo.
—No entiendo…
—Necesito… que
dejes de tomar tu medicina para que tu «imaginación» fluya —dijo haciendo las
señas de comillas con los dedos índice y medio de ambas manos— y así yo tenga
más material para el libro que estoy escribiendo. Y mientras eso pasa, me
puedes ir contando de experiencias anteriores. Es temporal, lo prometo, lo que
menos quiero es hacerte daño o que la pases mal. Yo estaré contigo, no te
dejaré sola.
Por más disparatada
que sonara la idea, Génesis sabía que no podría negarse. No después de lo que
él había hecho por ella, demostrando que su intención no era abandonarla o
maltratarla, sino hasta la consentía con comida especial. Sin pensarlo mucho, aceptó,
y el escritor sintió que un gran peso se le quitaba de encima. Al final, sí
entregaría su novela de terror en el plazo acordado.
Los días transcurrieron
lento, al menos para la chica, cuyas alucinaciones cada vez se presentaban más complejas.
Era muy difícil conciliar el sueño, su apetito disminuyó, los gritos y ataques
de ansiedad alimentaban vertiginosamente las páginas antes vacías que el
escritor llenaba día tras día, noche tras noche. Unas enormes ojeras se iban
ennegreciendo más y más bajo los ojos de la chica. «¿Cuánto más necesita?», se
preguntaba en momentos en que la locura tomaba posesión de su ya casi nula
sensatez. Le suplicaba que la dejara descansar, que le diera las pastillas para
que recobrara la paz, prometiéndole que después lo ayudaría de nuevo. Solo
necesitaba detenerse un poco, dejar de ver al tipo con la mueca absurda
fracturándose los dedos una y otra vez, al niño sonreír mientras la piel de su
rostro se derretía como la cera en una vela encendida, al señor en harapos
presa de un estrés tan acentuado, que comenzaba mordiéndose las uñas para
continuar con los dedos hasta terminar con la palma dejando a la vista un muñón
sanguinolento, entre otros.
Con todo, Abraham
exigía a diario los pormenores de cada personaje: vestimenta, color de piel,
altura, complexión, gestos, señas particulares, actos y repercusiones. Tenía en
Génesis a una fuente inagotable de material para su novela y era incapaz de
darse cuenta del daño que de manera paulatina provocaba en la joven. Jamás
había sido tan productivo. Sabía que no solo cumpliría con el plazo que tenía,
sino que acumulaba ideas de sobra para sus próximos escritos.
A regañadientes le
regresaba sus pastillas cuando tenía suficiente material para escribir, pero se
las volvía a quitar en cuanto necesitaba más datos. En este tiempo él mismo se
había transformado. Ingería con desenfreno café tras café, bebidas energéticas
y unas pastillas de cafeína que había encontrado en una tienda naturista cerca
de su casa… lo que fuera para mantenerse despierto. Se obligaba a aprovechar
esta oportunidad al máximo.
Por fin el día de
la entrega llegó.
—Formamos un gran
equipo y quiero que sepas que seguirás contando conmigo para tener techo y
comida. Más tarde entregaré el escrito a mi editor; estoy seguro de que le
fascinará y, en cuanto se convierta en el best seller que espero, habrá
que ponerse a trabajar en los siguientes libros. Vuelvo en seguida, voy a
comprar una botella de vino para celebrar y de paso algo para que comas porque
estás muy flaca.
Génesis no estaba
segura de qué sentir o pensar. Corrió a la cocina y se tomó la medicina,
mojándose la barbilla y la playera por la desesperación. «Respira tranquila, tú
puedes, vamos, con calma, ya vas a estar bien… ya vas a estar bien», se repetía
una y otra vez, sentada en el piso de la cocina agarrándose la cabeza con ambas
manos, mientras los dos hombres y el niño la observaban fijamente.
Debió de quedarse
dormida un momento, porque el sonido de varias sirenas la sobresaltaron. Se
asomó a la ventana de la estancia que daba a la calle y vio una ambulancia y
dos patrullas rodear el cuerpo de una persona que al parecer había sido
atropellada. Se talló los ojos para enfocar bien la imagen y, con un
estremecimiento que le recorrió el cuerpo, reconoció al escritor tumbado en el
pavimento. ¿Sería real? ¿Lo estaría imaginando?
Bajó presurosa las
escaleras del edificio y salió a toda prisa hacia las patrullas.
—¡Señor Abraham!
—gritaba mientras corría a su encuentro y se arrodillaba junto a él.
—Niña —susurró el
escritor con esfuerzo—. No… no lo vi, ese carro… me distraje…
—¡Escuche, por
favor, tengo más que contarle! ¡No me deje! Todavía hay mucho que escribir
—gimoteaba asustada. Lo tomó de la mano y comenzó a platicarle sobre una
anciana que veía cuando estaba en el orfanato, cuya risa le recordaba a esos
payasos que soltaban una carcajada al salir de unas cajas sorpresa después de
girar una manivela. Abraham sonrió.
—Dale la nov…
novela al… editor y… dile que eres coautora. Pro… metí cuidarte. Te veo luego,
niña —alcanzó a decirle en un suspiro antes de cerrar los ojos.