martes, 28 de noviembre de 2023

El trato

Érika Ramírez Levín


Colgó el teléfono con mano temblorosa. Cuatro meses. Era imposible terminar en ese tiempo lo que no había logrado en año y medio. Y, además, la amenaza de rescindir su contrato si no cumplía. «¡Maldito seas, Abraham! Quiero saber cómo demonios un cincuentón como tú evitará que le embarguen el departamento por no pagar la hipoteca», se reprendió a sí mismo. Sacudió la cabeza para alejar los pensamientos que comenzaban a asfixiarlo. Aventó hacia atrás la silla donde estaba sentado y salió azotando la puerta… necesitaba aire. 

Cerca de ahí... 

—¡No entiendo en qué te estás gastando el dinero! ¿Tú crees que soy rica, que tengo un árbol de la abundancia en donde cosecho billetes?   

—Jamás he dicho eso —contestó con tono cansado—. Tú sabes que el medicamento es caro y lo necesito. El doctor te lo dijo, no sé qué más quieres para creerlo. ¡Estoy enferma! 

—Eso dices tú, yo te veo bien —dictaminó la señora que la escrutaba de arriba abajo con una mueca despectiva—. Enferma... ¡Ja! Enfermos los que tosen o les salen ronchas, o como a tu prima Mariana que se le hicieron esas llagas en las piernas. ¡Eso es «enfermo»! Tú, ¿qué? Ni pálida estás. Se me hace que no te tomas las pastillas y gastas lo que te doy en otras cosas. Como si el medicucho ese te viera a diario. Y ni me quieras chantajear con tus lloriqueos. 

—¿Chantanjear? ¡¿Chan-ta-jear?! —explotó Génesis, sollozando—. ¡Ni siquiera imaginas el infierno en el que vivo! Pero ¿sabes qué, «ma-má»? Se acabó. Si no eres capaz de ver más allá de tu podredumbre mental, yo tampoco tengo por qué seguir aguantando tu ignorancia. 

La mujer frente a ella, al no saber qué responder, le plantó una cachetada que retumbó en cada rincón de la estancia. La joven cubrió con la mano su mejilla enrojecida; su pecho se hinchaba y se hundía sin control, jadeando. Inhaló lo más profundo que pudo y se dio la vuelta en dirección a su habitación, donde metió en una pequeña maleta lo que consideró indispensable y salió de esa casa para nunca regresar. La madre, presa de una furia incontrolable, aventó a la puerta cuanto encontraba a su paso, gritando «¡Parásita! ¡Malagradecida! ¡Te vas a arrepentir de faltarme al respeto!».  

Caminó deprisa por las calles. Necesitaba pensar, decidir qué hacer pues llevaba cinco días sin medicarse y sabía que pronto se presentarían algunos de los síntomas. Podría buscar algún empleo. Meditó esta idea por un momento. ¿Qué contestaría cuando le hicieran las preguntas de rutina: ¿Referencias? No tengo. Mi madre no tenía familia, así es que solo éramos ella y yo. De milagro fui a la escuela, pero debía regresar tan pronto el horario terminara. ¿Fiestas? ¡Ni hablar! ¿Amistades? Imposible. Entre mi forma introvertida de ser y su control excesivo hacia mí, no quedaba espacio para socializar. ¿Dirección donde vive? No tengo. ¿Experiencia? Nula. Sacudió la cabeza. Además, el costo de la medicina era elevado. Si, a pesar de todo, lograba encontrar algún empleo, de seguro sería por una remuneración raquítica. No, no… no pintaba bien esa opción. Continuó cavilando otras opciones. ¡Eso! Podría ser que fuera a ver a su médico, él la ayudaría… sí, sonaba razonable.  

Inmersa en sus preocupaciones, notó que alguien la seguía. «¡Génesiiiiiis, esperaaaaaaaa!», decía una voz grave a sus espaldas, alargando las últimas vocales. Cada palabra iba acompañada de una especie de crujido discreto. Giró a la izquierda en un callejón. A unos pasos había unas cajas de cartón. Se sentó detrás de ellas, recargada en uno de los muros que formaba el corredor y descansó su cabeza sobre las rodillas mientras abrazaba sus piernas.  

—¿Quién es? ¡¿Por qué me sigue?! —exclamó levantando la vista.

La persona que la seguía la había alcanzado.

—Todo está bien, no tienes por qué huir —respondió el extraño con un tono de voz apacible y una sonrisa atenuada, sin dejar de mirarla tras unas gafas de pasta café gruesa, al tiempo que tapaba una mano con la otra y tronaba uno a uno sus dedos, emitiendo un chasquido sutil en cada ocasión. 

«¡Ese es el sonido de hace rato!», comprendió en cuanto lo escuchó. Comenzaba a relajarse al sentir que no corría peligro, cuando la sonrisa del desconocido se amplió desviando la mirada hacia su extremidad superior izquierda, con la cual comenzó a empujar la falange distal del índice derecho con fuerza hasta que un ruido seco dio cuenta de la fractura que él mismo se había provocado. 

—¡¿Qué fue eso?! —chilló estremecida. 

—¿Qué? ¿Esto? —ironizó el hombre viendo su falange desviada del resto de su dedo—. No es nada —respondió calmo mientras avanzaba sobre ese mismo dedo y repetía la acción sobre la falange media y la proximal, rompiendo así su propio índice en tres segmentos.  

—¡¿Está loco?! —gritó aterrada por la imagen grotesca del dedo deforme que se asomaba bajo la palma izquierda del tipo. Sin embargo, se sentía hipnotizada ante tal espectáculo y no podía apartar la vista de aquel sujeto que parecía no escucharla y ahora rompía, poco a poco, el dedo medio. Cada traquido resonaba profundo en el silencio del callejón, con un eco que perforaba la cordura de Génesis—. ¡Basta, por favor! ¡Deténgase! 

Abraham caminaba con las manos dentro de las bolsas del pantalón. Por más que pensaba, no encontraba solución a su predicamento, aun cuando el editor le había dicho que solo necesitaba ver un primer borrador. Sabía que Jorge, el editor, solo quería asegurar que la novela estuviera escrita. Pero en ese año y medio había intentado cuanto se recomendaba para lidiar con el famoso síndrome de la página en blanco. Aumentó la duración de sus lecturas, eligió palabras del diccionario al azar, rememoró anécdotas de familiares o amigos… cada situación le resultaba insulsa, aburrida. Nada era buen material para un best seller. De pronto, escuchó un bramido aterrador del callejón por el que pasaba. Corrió al interior y encontró a una chica, sentada detrás de unas cajas de cartón, con las piernas pegadas a su abdomen y una expresión de terror dibujada en sus facciones. Miraba hacia arriba. 

—Niña, ¿qué pasa? —le preguntó intrigado. 

—¡Dígale que pare, por favor, se lo suplico! —berreaba desesperada. 

Abraham volteó en todas direcciones. No había nadie.

—¿A quién? Que pare, ¿qué? —la cuestionó, poniéndose en cuclillas junto a ella.

Petrificada y sin desviar la mirada, describió con sumo detalle lo que el hombre parado frente a ella hacía con su mano izquierda, falange por falange, a los dedos de su mano derecha, logrando transmitirle de manera vívida lo tétrico y grotesco que resultaba. Abraham, impactado, aunque maravillado, escuchaba con atención cada palabra. Cuando el relato terminó, intentó ser sutil.

—Respira profundo, mira, tal vez sea difícil lo que voy a decirte… por favor, voltéame a ver —la joven logró zafarse del hilo invisible que la retenía y cruzó miradas con él—, no hay nadie más aquí. No sé cómo es que… no entiendo cómo… por qué…

—¿¡No hay nadie más?! ¿No ve al tipo frente a mí? —espetó Génesis y, sin esperar a que el hombre le respondiera, se tapó la cara con ambas manos—. No… no, ¡no puede ser! ¡Necesito mi medicina! ¿Qué voy a hacer?

—¿Medicina? No entiendo nada. Mira, vámonos de aquí y me platicas qué necesitas. Quizás yo pueda ayudarte —le dijo, emitiendo un leve pujido al levantarse con dificultad, recargándose sobre su rodilla para impulsarse y agarrando el brazo de la chica para que ella también se incorporara—. «Y quizás, tú puedas ayudarme», pensó.

Llegaron al departamento de donde él había partido quince minutos atrás. En cuanto Abraham empujó la puerta, Génesis percibió de sopetón el aire frío con olor a humedad que se había encerrado a falta de ventilación. No se le hizo extraño, aquel edificio parecía antiguo. El hombre prendió la luz de la sala y abrió, con ligeros golpes, las ventanas. Sorprendió lo nítido que se escuchó la pintura despegarse del marco de los vidrios. «¿Cuánto habrán estado cerradas?», se preguntó la invitada.

Una estancia sencilla con techo alto y paredes pintadas de un amarillo desvaído se iluminó tenue y triste. No había adornos ni cuadros colgados. Frente a la puerta, dos sillones no solo pálidos por la edad de la tela azul desgastada, sino sucios con diversas manchas amorfas de varios tamaños, rodeaban a una pequeña mesa baja de madera maltratada, ovalada, sosteniendo varios libros desacomodados y dos tazas con restos de lo que parecía café. A su derecha, frente a lo que supuso era la cocina, estaba otra mesa también de madera —parecía ser hermana de la anterior—, acompañada con dos sillas de plástico negro. En su superficie estaban más libros dispersos y un sinfín de hojas escritas con pluma y a máquina, muchas de ellas con salpicaduras de café. También había varias tazas sucias, algunas paradas y otras caídas, con restos de la bebida marrón.

Sosteniendo los muebles, bajo sus pies, tapizaba el piso una alfombra raída y deslucida, polvosa, de un tono azuloso con algún diseño de rombos y círculos dorados, al decir verdad, espantosa. Por aquí y por allá se veían tiradas envolturas de papas fritas y comida chatarra, servilletas usadas, botellas de plástico apachurradas y, al caminar, una sensación pegajosa bajo las suelas en uno que otro paso. Al fondo daba la impresión de haber otras dos habitaciones, mas la oscuridad generalizada solo permitía adivinar dos puertas más, una junto a la cocina y la otra haciéndole espejo a la primera. El baño debía de estar al final del pasillo.

 «De seguro vive solo, no creo que exista alguien que esté dispuesto a compartir este desorden», pensó Génesis mientras se acomodaba en uno de los sillones luego de la seña que Abraham le hizo para sentarse. Después de recibir un vaso de vidrio con agua, que de manera discreta dejó en la mesa porque varias partículas de algo blanquecino —quizás leche— flotaban en el cuerpo acuoso semitransparente, ella le resumió brevemente cómo desde niña comenzó a tener dificultad para diferenciar los sueños de la realidad, los problemas que su falta de concentración le había generado en la escuela y cómo un día, regresando de unas vacaciones, venía con sus padres en la carretera cuando ella gritó al ver a una persona aventarse hacia el carro. Su padre se sorprendió a tal grado que viró el volante con mucha fuerza. Lo último que recuerda es cobrar conciencia unos segundos y ver a sus progenitores ensangrentados en los asientos delanteros, inmóviles. 

Al no contar con más familia estuvo viviendo en una casa hogar por varios años. Ella sabía que conforme el tiempo pasaba sería más difícil que alguien la quisiera; la gente prefería bebés o niños chiquitos. Para su sorpresa, cuando cumplió dieciséis años, una señora estuvo indagando los requisitos, interesada por niños grandes pues ya no tenía la paciencia de cambiar pañales ni explicar cuánto eran dos más dos —sus palabras—, por lo que la mejor opción parecía ser alguien autosuficiente que no necesitara muchos cuidados —sus pensamientos—. Después de un año de trámites, la adopción se concretó.

—¿Nadie le comentó de tus, mmm, necesidades? —inquirió Abraham tratando de no sonar grosero.  

—Sí que sabía, hasta le presentaron al médico que me estuvo tratando desde que llegué al orfanato. Solo que yo creo que nunca se imaginó la carga —y al decir esta palabra se le contrajo el corazón, lo cual se reflejó en sus facciones y en el cambio de tono de su voz— que yo sería para ella. Debió de pensar que, por mi edad, se resolvería fácil, no sé.

—Y ahora ya eres mayor de edad… legalmente no puede retenerte —concluyó el escritor tras escuchar la historia de la muchacha que miraba de reojo, con horror, a la habitación alumbrada por la luz de la cocina.

—Ajá —contestó distraída hasta que pareció acordarse de lo importante y volteó a ver al hombre—. Sí me puede ayudar, ¿verdad? Me urgen mis medicinas. ¿Me dejaría llamar a mi médico? Él conoce mi historia, tiene mis recetas, solo que… no tengo dinero.

Sus ojos, quienes recorrieron el desastre y la suciedad que la rodeaba, irradiaron una idea.

—¿Y si me diera trabajo? Puedo ayudarle a limpiar, a cocinar, ¿a qué se dedica? Puedo organizar los libros, limpiarles el polvo, cuidar a…, ¿su hijo? —Su mirada regresó a la puerta—. Por favor, se lo pido.

Abraham, confundido, frunció el ceño y volteó la cabeza hacia donde ella miraba.

—Perdón que pregunte, pero ¿qué le pasó? ¿Algún tipo de ácido? Pobre criatura, ni salir a la calle, supongo —dijo sin poder quitar la vista de la puerta ni ocultar el morbo que le producía esa imagen—. Es que hasta se le ven los músculos, los huesos, ¡qué terrible! ¿Le duele? ¡Ay, perdón! Soy una insensible… es que parece que su carita se derrite y, pese a eso, sonríe.

No quiso alterarla más. Regresó la cabeza hacia ella.

—Niña, mírame. Ya había pensado en algo así, una especie de trato en el que ambos podamos salir beneficiados. Claro que te quiero ayudar, creo que eso es lo prioritario. Tu vida ha sido demasiado difícil y no mereces estar pasando por esto. ¿Qué te parece que primero buscamos a tu doctor y luego platicamos del resto?

La joven volteó a verlo y sonrió aliviada, agradecida por haber encontrado a alguien que estuviera dispuesto a ayudarla. Por su enfermedad, nunca había logrado concretar alguna amistad. ¿Familia? No tenía… ¿Quizás esa bruja insensible que la sacó del orfanato? No, ella no contaba. Siempre se había sentido tan sola, tan apartada de todo… por fin su vida parecía tomar un mejor rumbo. Ingenua como era, jamás imaginó la manera en que el escritor había elucubrado «cobrar» dicho apoyo.

En unos días, Génesis era otra. El efecto de los antipsicóticos lograba su cometido y las alucinaciones habían disminuido. Abraham le había acondicionado el sofá del estudio para dormir y, como lo habían platicado, ella le ayudaba en labores domésticas. Incluso comenzó a interesarse en leer algunos libros que el escritor le prestaba de su colección de novelas. A la par, su anfitrión mostraba tener mucho trabajo porque estaba entregado a escribir casi todo el día e, incluso, parte de la noche. Se escuchaban las teclas de la máquina de escribir surgir desde la mesa del comedor o de la habitación, sin descanso. Solo que cuando ella le preguntaba de qué trataba su nuevo proyecto, él encontraba la manera de cambiar el tema o evadirlo. No obstante, a ella no le importaba. Era mayor el agradecimiento hacia él.

Una mañana, cuando aún no salía el sol, Abraham entró al estudio cuidando de no hacer mucho ruido; buscó algo en el escritorio y anunció que tenía que salir. Génesis continuaba en el sillón y apenas logró balbucear «buenos días» cuando oyó la puerta de la entrada cerrarse. Luego de diez minutos, se desperezó, acomodó las cobijas, fue a la cocina a prepararse un té y regresó a buscar sus pastillas. «Qué raro», masculló, «estoy segura de que anoche las dejé aquí, junto a mi mochila». Revolvió el departamento sin éxito. Se dio por vencida. Sin embargo, estaba tranquila. Solo tenía que esperar a que el escritor regresara para preguntarle si las había visto; además, un día sin tomarlas no afectaba tanto. Incluso podía descansar de la somnolencia o los pequeños temblores que le producían.

A la hora de la comida, Abraham regresó al departamento con una pizza recién comprada; olía deliciosa y a Génesis se le abrió el apetito.

—Niña, ¿cómo te sientes? —le preguntó antes que cualquier cosa.

—Bien, gracias. De hecho, quería preguntarle si no habrá visto mis pastillas, no están donde las dejé —respondió despreocupada, sirviéndose un pedazo de pizza.

—No, no las he visto —se apresuró a contestar—. ¿Has sentido algo inusual o has visto, no sé, algo… extraño?

—¿A qué se refiere? —inquirió la muchacha sin comprender bien la pregunta.

—Sí, sí… que si no has tenido otra de tus visiones como el tipo que se fracturaba los dedos o el niño al que se le derretía la cara —le respondió nervioso.

—Mmmm, no, por el momento estoy tranquila. Por eso requiero mis pastillas, para evitar que vuelva todo eso o peor —comentó extrañada por el cambio de actitud.

—Quisiera hablar contigo —dijo el recién llegado, carraspeando—. No voy a poder seguirte ayudando, estoy en apuros económicos y pronto se definirá si conservo mi trabajo. No veo cómo terminar lo que estoy haciendo, no hay manera… a menos que…

Génesis, intrigada, bajó el pedazo triangular al plato y observó al escritor sin parpadear. Sentía que ella tenía que ver en ese «a menos que».

—Bueno, lo que quiero decir es… basta, ya, sin rodeos. Tú y yo podemos ayudarnos mucho, sí lo sabes, ¿verdad? Tu vida ha sido un caos y yo puedo ofrecerte techo y comida con gusto —calló y sacó de la bolsa de la chamarra la caja de los antipsicóticos que su huésped no encontraba—. Solo necesito que hagas algo por mí para lograrlo.

—No entiendo…

—Necesito… que dejes de tomar tu medicina para que tu «imaginación» fluya —dijo haciendo las señas de comillas con los dedos índice y medio de ambas manos— y así yo tenga más material para el libro que estoy escribiendo. Y mientras eso pasa, me puedes ir contando de experiencias anteriores. Es temporal, lo prometo, lo que menos quiero es hacerte daño o que la pases mal. Yo estaré contigo, no te dejaré sola.

Por más disparatada que sonara la idea, Génesis sabía que no podría negarse. No después de lo que él había hecho por ella, demostrando que su intención no era abandonarla o maltratarla, sino hasta la consentía con comida especial. Sin pensarlo mucho, aceptó, y el escritor sintió que un gran peso se le quitaba de encima. Al final, sí entregaría su novela de terror en el plazo acordado.

Los días transcurrieron lento, al menos para la chica, cuyas alucinaciones cada vez se presentaban más complejas. Era muy difícil conciliar el sueño, su apetito disminuyó, los gritos y ataques de ansiedad alimentaban vertiginosamente las páginas antes vacías que el escritor llenaba día tras día, noche tras noche. Unas enormes ojeras se iban ennegreciendo más y más bajo los ojos de la chica. «¿Cuánto más necesita?», se preguntaba en momentos en que la locura tomaba posesión de su ya casi nula sensatez. Le suplicaba que la dejara descansar, que le diera las pastillas para que recobrara la paz, prometiéndole que después lo ayudaría de nuevo. Solo necesitaba detenerse un poco, dejar de ver al tipo con la mueca absurda fracturándose los dedos una y otra vez, al niño sonreír mientras la piel de su rostro se derretía como la cera en una vela encendida, al señor en harapos presa de un estrés tan acentuado, que comenzaba mordiéndose las uñas para continuar con los dedos hasta terminar con la palma dejando a la vista un muñón sanguinolento, entre otros.

Con todo, Abraham exigía a diario los pormenores de cada personaje: vestimenta, color de piel, altura, complexión, gestos, señas particulares, actos y repercusiones. Tenía en Génesis a una fuente inagotable de material para su novela y era incapaz de darse cuenta del daño que de manera paulatina provocaba en la joven. Jamás había sido tan productivo. Sabía que no solo cumpliría con el plazo que tenía, sino que acumulaba ideas de sobra para sus próximos escritos.

A regañadientes le regresaba sus pastillas cuando tenía suficiente material para escribir, pero se las volvía a quitar en cuanto necesitaba más datos. En este tiempo él mismo se había transformado. Ingería con desenfreno café tras café, bebidas energéticas y unas pastillas de cafeína que había encontrado en una tienda naturista cerca de su casa… lo que fuera para mantenerse despierto. Se obligaba a aprovechar esta oportunidad al máximo. 

Por fin el día de la entrega llegó.

—Formamos un gran equipo y quiero que sepas que seguirás contando conmigo para tener techo y comida. Más tarde entregaré el escrito a mi editor; estoy seguro de que le fascinará y, en cuanto se convierta en el best seller que espero, habrá que ponerse a trabajar en los siguientes libros. Vuelvo en seguida, voy a comprar una botella de vino para celebrar y de paso algo para que comas porque estás muy flaca.

Génesis no estaba segura de qué sentir o pensar. Corrió a la cocina y se tomó la medicina, mojándose la barbilla y la playera por la desesperación. «Respira tranquila, tú puedes, vamos, con calma, ya vas a estar bien… ya vas a estar bien», se repetía una y otra vez, sentada en el piso de la cocina agarrándose la cabeza con ambas manos, mientras los dos hombres y el niño la observaban fijamente.

Debió de quedarse dormida un momento, porque el sonido de varias sirenas la sobresaltaron. Se asomó a la ventana de la estancia que daba a la calle y vio una ambulancia y dos patrullas rodear el cuerpo de una persona que al parecer había sido atropellada. Se talló los ojos para enfocar bien la imagen y, con un estremecimiento que le recorrió el cuerpo, reconoció al escritor tumbado en el pavimento. ¿Sería real? ¿Lo estaría imaginando?

Bajó presurosa las escaleras del edificio y salió a toda prisa hacia las patrullas.

—¡Señor Abraham! —gritaba mientras corría a su encuentro y se arrodillaba junto a él.

—Niña —susurró el escritor con esfuerzo—. No… no lo vi, ese carro… me distraje…

—¡Escuche, por favor, tengo más que contarle! ¡No me deje! Todavía hay mucho que escribir —gimoteaba asustada. Lo tomó de la mano y comenzó a platicarle sobre una anciana que veía cuando estaba en el orfanato, cuya risa le recordaba a esos payasos que soltaban una carcajada al salir de unas cajas sorpresa después de girar una manivela. Abraham sonrió.

—Dale la nov… novela al… editor y… dile que eres coautora. Pro… metí cuidarte. Te veo luego, niña —alcanzó a decirle en un suspiro antes de cerrar los ojos.

jueves, 16 de noviembre de 2023

Erick el Rojo

 Luis Orellana Díaz


—¿Te enteraste de que ha fallecido Janneth? —me preguntó Priscila, mi esposa.

Yo estaba concentrado en reparar una fuga de agua en la cocina. Ahora son estos los pocos momentos que disponemos para conversar. Después de veinte años de matrimonio ya solo compartimos las responsabilidades de la casa.

—¿A quién te refieres? —respondí.

Había perdido el rastro de sus amigas, y hace algunos años que no compartimos amistades.

—¡Janneth! —repitió—, la señora bonita, la entrenadora de ese gimnasio, ¿recuerdas? ese que quedaba frente al viejo hotel.

—Ah —contesté sin darle mucha importancia.

En realidad, no la recordé en ese momento, pero para el caso, pensé que era otra conversación más de aquellas intrascendentes que llevamos desde hace tiempo.

—¡Qué pena! —dije.

Le pedí que me alcanzara la llave inglesa para terminar de reparar el fregadero. Quizá ella quería relatarme la historia completa, pero supuse que era uno más de esos chismes que acostumbraban en su corrillo de amigas y cambié de tema. Terminamos hablando de cómo había subido el costo de las planillas del agua.

Ese mismo día por la tarde fui al Piso Tr3s a tomar unas cervezas con los amigos y a mirar el partido. Para el medio tiempo la selección ya perdía dos por cero y muchos de los espectadores comenzaron a marcharse.

—¿Has notado que todos los partidos de la selección son iguales? —dijo Paul—. ¡Juegan como nunca y pierden como siempre!

Entonces decidimos que ya tuvimos suficiente, nos despedimos de la concurrencia y nos marchamos.

—Vamos por un trago fuerte —sugerí.

Paul estuvo de acuerdo, salimos con destino a la Licoteca y dimos algunas vueltas buscando donde aparcar. Era viernes por la noche y el lugar estaba muy concurrido, a Paul se le ocurrió ir al Retro Bar, hace años que no regresábamos por allá.

Llegamos, el bar es amplio y tiene espacio para aparcar. El viejo rótulo de madera desconchada que pendía sobre la puerta había desaparecido, en su lugar una marquesina intermitente con luces de neón nos dio la bienvenida. Nos acercamos a la barra, Paul pidió un shot de vodka, yo un güisqui en las rocas. Pregunté a la dependiente por mi amigo Vladimir, el dueño del bar; la chica alta de ojos rasgados nos informó que Vladimir ya no era más el dueño.

—Pero es muy probable que aparezca más tarde —nos dice con expresión de familiaridad—, casi todos los viernes cae por acá.

En tiempo de eliminatorias el futbol es un fenómeno en todos los bares de la ciudad. Ahora la selección empataba y la emoción de los aficionados crecía. Frente a la barra el ambiente transcurría más calmado. Paul estaba despotricando contra su suegra, de un tiempo acá es su tema favorito. En septiembre se cumplen seis meses desde que se instaló en casa; llegó con el afán de cuidar a su hija —la esposa de Paul— mientras se recuperaba de una cirugía del manguito rotador; las dos semanas de posoperatorio pasaron hace seis meses y su suegra no piensa en marcharse, es más, su esposa ahora insiste en que necesitan comprar un colchón más confortable, pues su madre tiene muchos problemas para conciliar el sueño.

El partido se ponía cada vez más interesante y los gritos de los hinchas saturaban el ambiente. Sin darnos cuenta conversábamos casi gritando. Tomamos nuestras copas y salimos a las mesas que estaban en la vereda. En eso apareció Vladimir —con la cantinela de Paul me había olvidado de él—, no nos percatamos de su presencia hasta que estaba frente a nosotros; había cambiado de look: pelo largo hasta los hombros, barba un tanto gris, llevaba arete en el lóbulo izquierdo. Nos cuenta que se había unido a los Krishna desde que se divorció de Lorena.

Paul estaba impactado, el fruncimiento de su ceño le llegaba hasta la calva y sus ojos parecían dos pozos obscuros tras las lupas de sus lentes “Soy yo mismo” dijo Vladimir, riéndose del asombro de nuestro amigo.

—Ahora veo porque te has divorciado —dijo Paul, refiriéndose al nuevo aspecto de Vladimir—. Lorena y tú eran la pareja ideal, llevaban tantos años de casados.

 —Ya ves como son las cosas —sonrió Vladimir—, quince años y para ella fueron como si nada; se fue con la mitad de mis ahorros.

—Mal con ellas, peor sin ellas —sentenció Paul con la solemnidad de un sabio griego.

Nos enfrascamos sin querer en una tertulia antichicas. La verdad, no disfruto tanto de estos temas, suficiente tengo con vivir el hastío del matrimonio como para pasármelo recordando a toda hora. Tenía la impresión de que todos los hombres, a esta altura, habíamos extraviado nuestros caminos. Pensaba en Priscila, en el día a día juntos y en la distancia inmensa que separaba nuestras habitaciones cuando llegaba la noche. La soledad compartida es la peor soledad.

—Por cierto —dice Vladimir—, ¿supiste que ha muerto Janneth?

Era la segunda vez en el día que me hacían esa pregunta, así que esta vez me detuve a pensarlo, el nombre me sonaba, pero en verdad no la ubicaba.

—¡Janneth! —repitió como sorprendido de mi confusión—. ¡¿La madre de Erick, la recuerdas?! ¡Nuestro compañero de secundaria! ¡La señora bonita del gimnasio Body Care!

De pronto lo sentí venir, era como un recuerdo que llegaba de algún lugar remoto en mi memoria, más bien de alguna parte olvidada de mi cuerpo, como una ola antigua que pugnaba por romper desde hace tantos años. «Es verdad, así se llamaba, aunque yo siempre la recordé como la señora Rivera».

 —¡Qué pena! —exclamé—. Lo siento por Erick. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Son “siglos” que no los he visto, desde que mi padre vendió la casa de Las Pencas.  ¿Cuál fue la causa de su muerte?

—Un accidente de tránsito —dijo Vladimir y comenzó a abundar en detalles.

La señora Rivera viajaba a la capital a recibir a Erick que volvía de los Estados Unidos con su familia. El caso es que, el auto en que se transportaba se detuvo junto con otros autos en la carretera a la altura de Chunchi a esperar que las máquinas retiraran los escombros que obstruían la vía, y un gran deslave los arrasó. Van varios días y todavía no logran recuperar todos los cadáveres.

—¡No puedo creerlo! —dije—. ¿Ella es parte de la tragedia que está en todos los diarios?

—Ya ves —me respondió—, esas cosas que tiene la vida.

—Nada que hacer, a veces la realidad es más asombrosa que la ficción —dijo Paul, usando una de sus frases cliché a las que estábamos ya acostumbrados.

—¿Sabes algo de Erick? —pregunté—. No lo he vuelto a ver desde que terminamos el colegio. Lo último que supe fue que viajó a los Estados Unidos a vivir con su padre.

En cuestión de minutos Vladimir nos puso al tanto de todas las vicisitudes de nuestro antiguo amigo: Terminada la secundaria, su padre lo llevó a Norte América con el pretexto de que realizara estudios superiores, pero al mes de llegado —después de haberlo paseado por Disney World y por Miami— lo puso a confeccionar joyas para una compañía de judíos en la que él trabajaba. Resultó ser la mejor decisión, ahora Erick tiene su propia compañía.

Vladimir compartía las redes sociales con Erick y estaba al tanto de todo. En una navidad del dos mil diez, su círculo de amigos ofreció una fiesta para recibirlo —volvía a los quince años—. Erick arribó con una esposa de película y una pareja de mellizos. Llegó como todo un triunfador, traía regalos para amigos y parientes y un capital suficiente para comprar el gimnasio en el que su madre trabajaba como instructora y dárselo de regalo.

—Recuerdo que tú eras su mejor amigo —dijo Vladimir con una sonrisita cómplice.

Luego de meditarlo por unos segundos y notando quizá mi turbación, lo dejó así. Cambió de tema para relatarnos todos los problemas que estaban pasando los deudos, pues no había como arreglar las exequias mientras no se recuperara el cuerpo. Un gol a último minuto ponía adelante a nuestra selección. Era la apoteosis. Nos despedimos, mis amigos tomaron sus propios rumbos.

Estaba en un limbo mientras me dirigía al auto. El tiempo transcurría en cámara lenta. La imagen de la señora Rivera iba y venía como una ola que no terminaba de romper; para colmo, la llovizna no cesaba. Las imágenes de Erick y su madre cobraban vida en mi memoria, intenté evitarlas como las había evitado durante los primeros años de nuestra separación. Sin embargo, se sucedían en mi mente como proyecciones del pasado y bajo la luz inexorable de la muerte tenían otro significado. La lluvia se deslizaba como pequeños riachuelos de luz sobre el parabrisas.

Como abrir un álbum de fotografías las imágenes de la infancia iban desfilando: Erick y yo sobre los tejados de la escuela huyendo del aburrimiento de las clases de latín, Erick y yo en el río atrapando peces bajo las piedras en esos veranos tan largos, o trepados en los durazneros de los vecinos en esos abriles luminosos, Erick y su madre caminando a mi lado al regreso de la escuela. El viejo barrio donde todo eso fue posible. «El viejo barrio de Las Pencas rodeado de bosques»; el olor del eucalipto lo trajo de regreso. En el próximo redondel di la vuelta en busca del ayer.

Retorné al tráfico del centro abriéndome paso entre la caravana que se desplazaba hacia los valles. Sin pensarlo, me había contagiado de toda esa energía triunfalista que se vivía en la ciudad, además era viernes por la noche y pensé que ya era tiempo de asomarse al pasado sin esa carga de pecado. El barrio estaba cambiado. La calle de tierra que recorríamos de niños para ir hacia la escuela, ahora era una avenida de primer orden muy bien señalizada, llena de semáforos y con un paso a desnivel. A lo largo se levantaban grandes edificios de vivienda horizontal, locales comerciales, agencias bancarias y supermercados.

Tomé por una vía secundaria hasta la parte posterior del antiguo hotel que daba hacia el río, con suerte encontré un espacio libre para el auto. Se respiraba fútbol por todas las esquinas, un grupo de adolescentes bebía y fumaba en la zona de parqueo. La policía estaba más relajada que de costumbre. Bajé del auto por algo de güisqui y de paso compré un paquete pequeño de cigarrillos. Por cierto, iba a recaer con el tabaco luego de algunos años, pero ¿qué le iba a hacer? Tuve la certeza de que mi abstinencia no tenía nada de heroica a esas alturas.  

Di una profunda calada al cigarrillo. Los ojos se me llenaron de lágrimas, y una especie de ansiedad invadió mi cuerpo. Recordé la primera vez que fumamos uno: «Tendríamos talvez doce, sí, seguramente teníamos doce, recién habíamos comenzado la secundaria». Yo se lo ofrecí, Erick no lo quiso al principio, pero cuando me vio fumar y sobrevivir, él se animó. Era uno de esos que venían en paquete de papel y tenía la figura de un camello. Lo tomé del velador de mi padre, un paquete entero, lo guardé por mucho tiempo hasta asegurarme de que él no lo echara de menos”.   

—¡Pobre Erick, debe estar pasándolo terrible! —dije en voz alta.

Deambulaba tratando de orientarme en mi antiguo barrio. «Janneth siempre fue un pilar en la vida de Erick…y creo que también en la mía» reflexioné. Tenía la sensación de estar a la deriva. Miré el reloj, eran las diez. «Mi mujer estará en el segundo sueño» pensé. Recorriendo estas calles me sumerjo en mi infancia como en una niebla. El olor de la tierra mojada, el olor de los caramelos de fresa —que flotaban como peces atrapados en esos grandes pomos de cristal con tapa de latón—emergen como efluvios de la memoria; pero esta noche es el smog, es el olor de las frituras que emanan los restaurantes mezclado con el aroma de las perfumerías.   

Llegué a la esquina donde estaba la tienda de ultramarinos —hoy es una farmacia—. Solíamos asaltarla los sábados en la mañana con Erick a la cabeza cuando el dueño se ausentaba para ir al culto y su esposa quedaba a cargo de la tienda. Las golosinas eran nuestro botín; yo distraía a doña Cándida y Erick se llevaba canicas o caramelos, a veces frutas, lo que estaba a la mano. Solíamos alternarnos; un sábado en especial robé una caja de chocolates, de esos caros para la madre de Erick. Ahora que lo medito, me doy cuenta que para entonces ya pensaba en ella de forma diferente. Afuera de la tienda, cuando le mostré el botín, Erick se puso tan asustado que se confesó en la misa del día siguiente. Doña Cándida nos trataba con mucho afecto, nos tomaba por ángeles, sobre todo a Erick. «¿Qué será de doña Cándida?»: me pregunté. Era víctima del mal genio de su esposo, de seguro descansa en paz”.

Saliendo de la avenida hacia las calles transversales, el barrio no ha cambiado mucho, claro que hay nuevas construcciones, pero la mayoría se mantiene con uno que otro retoque. Tengo el presentimiento de que puedo encontrar a mi padre a la vuelta de la esquina. Juego a imaginar su pelo gris, su traje azul marino, volviendo de la fábrica con su libro de cuentas bajo el brazo. El barrio no me evoca ninguna imagen de mi madre, murió cuando yo era muy niño. Mi padre no hablaba mucho de ella, no hablaba mucho en general. Supe que mi madre contrajo nupcias siendo casi una niña con un hombre que podía ser su padre.

Seguí calle arriba por la Avenida de los Fresnos, iba fumando y dándole unos toques a una caminera de Jhony que llevaba camuflada en una funda de papel. «Ya no quedan fresnos en la avenida, solo el nombre» pensé. Esta calle se tapizaba de flores en noviembre, la recorríamos en las mañanas frías camino hacia la escuela. Ya más grandes, cuando la señora Rivera dejó de llevarnos, competíamos a las carreras hasta dar en la puerta del aula con los últimos tañidos de la campana.  

Llegué a la calle de las Grosellas, al fondo de la vía está la casa de mi padre, todavía en pie. Al frente se divisa la casa de Erick, desde aquí se puede distinguir su tejado asomándose entre las copas de los nogales. Los fines de semana su casa era algo especial, único; algo que no sabía darme mi padre —aunque nunca sufrí necesidades materiales—. Los juegos en el jardín en compañía de la señora Rivera, las zambullidas en la alberca, la buena mesa… el calor de una familia; el padre de Erick solo estaba presente a través de las remesas que llegaban puntualmente. En mi mundo, la ausencia de mi madre proyectaba una sombra constante sobre nosotros y sobre la casa.

—¡Súbete a la vereda! —me grita un taxista mientras me espanta con su claxon. «Esta noche no estoy para rencores» me digo hacia mis adentros. No me imaginaba sentirme así, no sé por qué había esperado tanto para volver al barrio.  Caminaba despacio, disfrutando el placer que me producía el recordar. No era el licor o el cigarrillo, o quizá sí. Era el barrio, era la noticia de su muerte, eran todos los eventos juntos; llegaban como una avalancha, así que los dejaba entrar.

Frente a mi antigua casa había un letrero que decía: Le Petit Jardin café bar. La casa mantenía aún la estructura principal, aunque tenía revoque nuevo, habían cambiado las barandas del balcón y del cerramiento que eran de madera por unas de hierro forjado. Los rostros de los amigos, las voces de los vecinos comenzaron a aflorar como fuegos artificiales entre la música que provenía del café. Al cruzar el jardín frontal reconocí algunas estructuras que se habían conservado. La pequeña fuente de talla rústica sobre granito; en esa piedra horadada a modo de recipiente, perdida entre culantrillos, abrevaban los pájaros cuando no estaban cerca perros o gatos. Sobre el muro de ladrillos donde se arrumaban cajas viejas y restos de materiales que mi padre traía de la fábrica, ahora crece vigorosa una hiedra de hojas brillantes.

Entré al café. El interior de la casa estaba transformado, habían tirado unas paredes por aquí y levantado otras por allá, lo encontré iluminado hasta el último rincón. Sentí como si de pronto también la casa se había liberado y me alegré. Subí a la segunda planta donde antes estaban los dormitorios, en su lugar hay un solo salón; quitaron el tabique que separaba mi habitación de la habitación de mi padre. Me puse cómodo frente a una mesa que daba a la ventana. Revisé mi celular… no tenía mensajes, de un tiempo acá Priscila no me deja mensajes cuando me hago tarde, vivo una libertad ambigua que tiene un tinte de soledad.

La carta sobre la mesa no me da mucho para elegir, lo más fuerte que me ofrece es un Cabernet Sauvignon. Pensé en un café para poder mezclarlo con el güisqui que traía de polizón en un bolsillo del abrigo. La mesera, una rubia pequeñita con sonrisa de conejo y voz meliflua, me toma el pedido. Le digo cortante:

—Solo café.  —Me mira con extrañeza y asiente con la cabeza.

Mientras espero, tengo a Erick dando vueltas en la mente. Le conocí en la primaria de la escuela Matovelle. Yo era lo que se dice: el nuevo en el aula. Habíamos llegado con mi padre de la capital unos meses antes de que iniciaran las clases para ubicarnos. Mi padre era de los pocos ingenieros químicos que había en ese entonces y venía contratado por una fábrica de llantas que se instalaba en la ciudad.

Erick era diferente, su tipo destacaba como un lunar en medio de nosotros, unos simples mortales de piel morena. Yo le llamaba Erick el Rojo por ese personaje que aparecía en las historietas, esas que circulaban bajo el nombre de: La saga de Erick el Rojo que mi padre coleccionaba. Aunque para decir la verdad, una vez que lo vi en el aula recitando unos versos de Bequer, esos de las golondrinas, me recordó a Loquillo, el personaje de las caricaturas creado por Walter Lantz: pelirrojo y de nariz aguzada, como la del pájaro, frágil pero vivaz. Yo nunca se lo dije, porque llegué a tomarle cariño, pero entre los amigos de la escuela era común que lo llamaran Loquillo. Para mí era Erick el Rojo el gran explorador en nuestras fantasías infantiles.

«Esta historia no se la he contado a Priscila, hasta hoy no la he confiado a nadie, la he dejado en el cajón del olvido para no llevarla como un estigma, pero tal vez ya es hora de liberarme»; lo voy meditando mientras bebo el café. Cuánto tiempo ha llovido sobre mi vida desde esa soleada mañana que descubrí a la señora Rivera. Estaba allí, parada en la puerta de la escuela al momento que sonaba la campana de salida, como suspendida en el tiempo. En mi ingenuidad, pensé que esa imagen era proyectada solo para mí —más tarde descubrí, que la sensación que sentí al ver a Erick correr hacia ella y tomar su mano, se llamaba envidia—. Fue mi padre, que siempre estaba ocupado, el que arregló con ella para que me trajera de vuelta a casa al final de las jornadas. Desde entonces crecí con ellos, me fui enredando en sus vidas como una frágil pero persistente trepadora y las manos de Janneth me cultivaron sin hacer distinción entre su hijo y yo.    

Éramos un equipo sui generis, Erick tenía un padre, pero era como no tenerlo; su padre habitaba en esas postales pobladas de edificios inmensos y en los álbumes de fotos. Yo había perdido a mi madre, pero había encontrado a la madre de mi amigo. Todo iba perfecto hasta esa noche en que mi mundo se detuvo frente a esa cortina entreabierta. No era más la señora Rivera, era Janneth desatando su brasier, deslizando su ropa interior hasta los tobillos e iluminando con el brillo de su piel desnuda el mundo de un chico de catorce años. Algo trascendente me pasó esa noche, y ese algo comenzó a crecer en mí, aunque intentaba detenerlo.

Comencé a afeitarme, mi cuerpo se transformaba de la noche a la mañana. Cogimos la costumbre de frecuentar las matinés de los viernes que organizaban las chicas del internado de los Sagrados Corazones. Erick seguía en su empaque de niño, pero ya estaba enamorado, íbamos por las tardes a la heladería del suizo con Matilde y Teresa. Matilde tenía sus mejillas moteadas, su pelo dorado y una sonrisa de ángel. Teresa era preciosa, trigueña de ojos verdes, pelo negro, lacio; peinado en una sola hebra y tenía una presencia que llenaba el ambiente. Erick se puso platónico con ella y Teresa “quería conmigo”. Empezamos a salir a solas, a ir al cine a espaldas de él, pero el tiempo tenía otros planes; Teresa no tardó en notar mi devoción por Janneth y cambió de parecer, además Erick se estaba convirtiendo en un adolescente espléndido.

Los fines de semana la casa de Erick nos abría sus puertas de par en par. Era un universo de olores: los postres, los asados, los jazmines en los jarrones y el olor de Janneth. ¡Ay el olor de Janneth! Las diversiones de niños quedaron olvidadas. La presencia femenina se multiplicó en la casa, Matilde y Teresa se sumaban con frecuencia. Los juegos de mesa se volvieron costumbre los sábados por la tarde, o las zambullidas en la alberca los domingos. Janneth nos preparaba bocados, pero nunca más volvió a compartir la alberca como cuando éramos niños.

El café con güisqui terminó. No quiero que estas imágenes se esfumen si abandono el bar. Me decido a ordenar el cabernet sauvignon. La camarera con aspecto de conejo me lo sirve en una copa de Burdeos. A través de la ventana de mi cuarto, ahora trasmutado en café bar, contemplo la antigua casa de Erick convertida en agencia de viajes. El cuarto que era de Janneth aún sigue allí, a obscuras, ya no tiene la cortina de encajes y en su lugar hay una moderna de piezas verticales.

Recuerdo que muchas noches, cuando la luz del cuarto de Janneth permanecía prendida, yo hacía guardia frente a su ventana. Si las cortinas estaban cerradas, me contentaba con seguir el movimiento de su silueta. Janneth practicaba las rutinas del gimnasio hasta las nueve, después tomaba una ducha de diez minutos, luego masajeaba su cuerpo con ungüentos frente al espejo. Era una lotería, algunas veces su cortina quedaba entreabierta, entonces acertaba. El deleite de mirar su cuerpo desnudo, de imaginar todas las formas en que quería poseerla, me llevaba al paroxismo. Entonces me entregaba a mi placer en solitario, mientras en la habitación contigua, mi padre roncaba vencido por la costumbre del deber. ¡Qué tiempos aquellos! ¿en realidad fuimos tan diferentes a los chicos de ahora?

Al fin dejé el bar y salí en busca del auto, los muchachos que festejaban en la vereda ahora estaban apoyados en mi coche. “Estaban en tragos”, pero fueron muy amables cuando les pedí que se retiraran. Abrí la puerta y subí. Encendí el suiche. En la radio sonaron vallenatos.

—¿Va usted alegre? —me dijo el alto de casaca de cuero, parecía el alfa, llevaba arete y tatuajes.

—Seguro —contesté—, y ¿quién no con este triunfo de la selección?

El triunfo ya no importaba, de verdad, pero no estar al tono en ocasiones como estas es de mala educación. Me estrecharon la mano y se pusieron amigables. Les compré una botella y me metí al ruedo. Se acercaba la media noche, el mayor de ellos tendría dieciocho; hablamos de fútbol, de música y mujeres.

Dieciocho años es una edad heroica, una edad como para comerse el mundo. Recuerdo ese día que Erick estaba cumpliendo la mayoría de edad. Su padre había enviado por fin los documentos para que fuera con su madre a la embajada. Erick estaba radiante, su aspecto infantil se había esfumado hace tiempo; era alto, delgado, un tanto frágil pero elegante y con el toque de distinción que heredó de su madre. Su tez era clara, poblada de una barba azafranada a medio crecer. Sus ojos azules flotando bajo unas cejas anaranjadas que evocaban un atardecer, le daban a su rostro un aire de misterio. Esa noche fuimos a ver a su madre en el Body Care. Yo manejaba mi auto, mi padre me lo había obsequiado unos meses antes por mi graduación.

Estaba un tanto fatalista, había crecido sabiendo que ese día iba a llegar, pero el día que tuve la certeza de que partirían definitivamente, comencé a sentirme vacío. Esa noche era la fiesta de Erick, hacíamos compras de última hora antes de pasar por el gimnasio recogiendo a su madre. Cuando llegamos, la vi transfigurada, tenía el rostro congestionado y los ojos lacrimosos. Un halo de soledad la envolvía, me recordó ese niño que fui la primera vez que la vi a la salida de la escuela.

—¡Vamos a casa! —lo dijo como quien da una orden.

Nosotros estábamos seguros que después de recogerla iríamos a la modista por su traje de noche, pero bajo estas circunstancias, no nos atrevimos a decir nada. El camino de regreso lo recorrimos en silencio, de vez en cuando cruzábamos una mirada, pero ni Erick ni yo teníamos las respuestas. Las luces de la casa estaban encendidas, algunos familiares y amigos se encontraban reunidos, Erick y su madre subieron y se encerraron en la recámara. Desde abajo se podían escuchar los gritos y las maldiciones. La gente comenzó a retirarse, la fiesta se había suspendido. Fui el último en la casa y estaba por marcharme cuando Janneth bajó. Se veía deshojada.

—¡Todos ustedes son una mierda! —dijo.

Nunca pensé escuchar esas palabras de su boca, me quedé aterrado, me sentí descubierto, lo único que atiné a responder fue:

—¿Qué?

Se quitó el collar y los aretes. Se quitó la sortija del dedo anular y los tiró al fregadero. Luego fue a la despensa y sacó una botella de licor. Puso dos copas en el desayunador y las llenó hasta el tope. Me quedó mirando y al verme paralizado me retó.

—¡Ya tienes edad para beber…, ¿no?!

—Sí, sí —respondí aliviado.

Se bebió toda la copa de un sorbo, yo la imité; luego sirvió otra, y luego otra, al final tomó la botella que iba por la mitad, tomó el abrigo del perchero de la sala, se lo puso al hombro y salió. Desde afuera me gritó: «¡Llévame!». Era tal el caos de la situación, que hasta me olvidé de Erick y salí tras sus pasos. En el auto, encendí la marcha y arranqué. No sabía hacia dónde dirigirme.

 —¿A dónde vamos? —pregunté.

—A donde quieras —dijo—, a donde llevas a tus amigas.

La noche se hizo eterna, fuimos como niños extraviados en el deseo y en la amargura. Pocas veces en mi vida sentí tanto miedo como aquella noche que toqué su piel como un hombre. Había bregado tanto para llegar hasta ella, y en el último minuto, ya a punto de perderla, la podía poseer. Primero lo hicimos en el auto, luego nos perdimos en el bosque. Le hablé de mis pecados y de la devoción que sentía por ella, eran palabras dichas por un niño más que por un hombre, pero era lo único que tenía. Ella embriagada por el odio y el licor las tomaba como un bálsamo y me poseía entre conjuros y maldiciones. A veces me golpeaba con violencia otras me amaba con la ternura que se ama a un hijo.

Había esperado tantos años en su vocación de esposa, pero el señor Rivera, ese fantasma que habitaba en las cartas y que se fotografiaba con renos sobre la nieve cada navidad: tenía otra vida, otra familia, otros hijos, y solo lo confesó hasta ese día, ante la inminencia del viaje de Erick. En el correo que tanto esperaron solo venían los papeles para Erick. Para ella… una carta redactada en tono formal. Regresamos en la madrugada. Erick nos esperaba en la puerta, no dijo ni una sola palabra. Miró impasible a su madre descender del auto, pasar por su lado y entrar en la casa, luego se quedó mirándome hasta que encendí mi máquina y me marché. Fue la última vez que lo vi.

Teníamos la edad de estos chicos con los que comparto ahora, era una edad heroica. Les compré otro trago y me marché a casa. Priscila se encontraba tan lejos que el viaje de regreso me pareció eterno.

jueves, 2 de noviembre de 2023

El engreído de las canas

Patricio Durán


Amanece en Santa Mónica, California. Se ve brotar a la ciudad fundada por los españoles; ignorada bajo la bruma, lejana, parecida a una quimera, similar a las sirenas de algunas almas que canturrean y convocan a lo imposible. El telón del firmamento empieza a descubrirse. Las sombras nocturnas se desperezan para huir despavoridas.

Un destello de luz crece con violencia impidiendo la visión, rebotando en el Pacífico antes de estrellarse contra los cristales del Loews Santa Monica Beach Hotel. El amanecer es la promesa de un renacimiento, una oportunidad de soñar, de dejar atrás la oscuridad y caminar hacia nuevas oportunidades. En la orilla del mar, las nubes semejan fragatas fantásticas navegando en un cielo azul celeste.

El corazón del Restaurante Tar & Roses, en el Loews Santa Monica Beach Hotel, es su cocina. Ofrece pescado del día; mariscos recién traídos del muelle de San Pedro y cortes de carne importados de Argentina. Los finos ingredientes, un cocinero experimentado y ofrecer un buen servicio de manera constante es una parte fundamental para alcanzar la satisfacción de los clientes. Un elemento principal es su decoración: moderna, cómoda e interesante. El administrador del Tar & Roses sabe que la música es esencial en una buena velada, por lo que ha creado un clima agradable para disfrutar de una buena comida con música tranquila y relajada en vivo. El olor escandaloso de camarones en brocheta inunda el restaurante. En este lujoso local se juega con el contraste de colores, olores y sabores, y los diferentes materiales utilizados en el diseño. La luz tenue y el color dan amplitud, limpieza y pureza al estilo. Dispone de una amplia carta de licores, vinos y cervezas.  Tiene una vista impresionante del océano Pacífico y su bahía.

El embajador Luis Alberto Fernández olfateó la vaharada de camarones al ingresar a la recepción que ofrece el Departamento de Estado en el marco de la conferencia: «La diversidad es una parte esencial del cuerpo diplomático de los Estados Unidos de América». Camilo José Mera, presidente constitucional del Ecuador, lo había nombrado como embajador en Washington. Una espesa y reluciente cabellera blanca adornaba la cabeza del flamante embajador; a veces se enfadaba con su peluquero por no hacer un buen corte y le dejaba un copete que siempre se lo estaba retocando. Enviudó hace diez años. La pérdida sufrida le llegó tan al fondo que algo desapareció en su interior; parte de sus emociones se esfumaron dejando un vacío de sentimientos.

Aquella mañana Luis Alberto lucía radiante. Llevaba un chaqué color azul marino, complementado con una camisa blanca de puño doble; corbata de seda gris y nudo Windsor pisada con un alfiler en forma de guitarra. El pantalón de estilo clásico, corte recto en cheviot negro; para complementar medias negras y calzado de piel, con cordones, negros sin detalles. No gustaba mucho de la vestimenta formal, sin embargo, su actividad diplomática exigía el uso de estas prendas.

El embajador era de aquellos nacidos para dirigir. Tenía el natural don de mando e iluminaba el camino de los demás. Se destacaba por ser un diplomático honesto, cosa muy difícil de encontrar en un campo dominado por la corrupción. Cuando ingresaba a un salón o auditorio su presencia se advertía de inmediato por su porte, carisma, afabilidad e inteligencia. Le gustaba la cocina, era muy hábil en el arte culinario. Procuraba siempre ser amable con todos, en especial con las mujeres a quienes saludaba con un beso en la mano y algún cumplido. Cuando alguna dama —de curvas privilegiadas— pasaba a su lado la regresaba a ver hasta que se perdía de vista. Su comida preferida se componía de frutos del mar, así que las brochetas de camarón le parecieron ambrosía de los dioses, acompañadas de una copa de vino blanco. Había en el evento servicio de buffet con una gran cantidad y variedad de platillos deliciosos: barra de ensaladas, comidas sin cocción como el sushi y los carpaccios y postres.

Luis Alberto asistió a la reunión y cena del Departamento de Estado acompañado de su novia, Tania Enríquez, veinte años menor. Llevaban un año de relaciones amorosas. Tania tenía el cabello castaño, un cuerpo armonioso, movimientos suaves, ojos grandes, y una voz tan dulce como delicada. Ella provenía de una familia de diplomáticos de carrera. Nació en París cuando su padre desempeñaba las funciones de embajador en Francia. Su madre era una culta dama de sociedad. Gozaba de una dilatada formación adquirida en las principales universidades europeas. Hablaba varios idiomas y no se dejaba intimidar ni por el arte ni por la política. Se sentía muy a gusto en debates sobre cuestiones políticas, filosóficas, sociológicas o artísticas.

Luis Alberto y Tania se conocieron en la recepción que realizó La Orquesta Filarmónica de Quito al famoso pianista austríaco Paul Badura-Skoda. El músico daba conciertos en las mejores salas del mundo acompañado de su representante Gerhild Baron. Participaba en los más importantes festivales internacionales, habiendo, así mismo, tocado con casi todas las orquestas de fama. El vasto repertorio de Badura-Skoda, concentrado sobre obras de los maestros vieneses de la época clásica, abarcaba también música romántica y moderna.

En la recepción y tras conversar por varios minutos sobre los temas del concierto y la técnica depurada del afamado músico, Luis Alberto le dijo a Tania:

 —Voy a enamorarme de ti.

—No lo creo —respondió Tania con énfasis—. Por la forma en que miras a otras mujeres veo que eres todo un «Don Juan».

—De ninguna manera. Solo trato de ser amable.

—La amabilidad se te desborda por los poros cuando ves a una mujer bonita.

—Oh, por favor, no malinterpretes. Me gustaría que saliéramos para conocernos más y borrar esa mala impresión que tienes de mí. Por favor, ¿me puedes dar tu número de teléfono?

A Tania, amante de la música clásica y ocasional intérprete de piano, no se le escapaba ningún detalle.  Este hombre elegante intentaba conquistarla de una manera audaz. En otras circunstancias, ella se habría disculpado y retirado, más él le resultaba muy interesante y apasionado; sus ojos daban la impresión de taladrarla y llegar hasta su alma. Aunque no era usual en ella —una mujer habitualmente sensata—, creyó en sus palabras y le dio su número de teléfono.

Al día siguiente la llamó para pedirle que aquella noche lo acompañara a otra recepción, esta vez en la embajada de España. Tania iba a realizar otras actividades, ante su insistencia aceptó. Ella nunca contrajo matrimonio ni tuvo una relación seria de pareja, se sentía abrumada por tanta atención, aunque su inquilino —esa vocecilla interior— le advertía que tuviera cuidado, que no fuera tan rápido, sin embargo, se abandonó por completo a ese hombre carismático y afable.

Tania nunca fue indiferente con su amor apasionado. Durante este período de arrobamiento, no escuchó ni una sola vez música clásica, prefería canciones románticas. Los temas «Te quiero, te amo», del cantante francés Frédéric François y «Rolling in the deep», de la intérprete británica Adele la trastornaban por su carga sentimental. Estaba segura de no ser la única mujer experimentando tal pasión. Las baladas acompañaban y justificaban sus sentimientos. En Netflix, la plataforma de streaming, vio varias veces la película Noches de tormenta, protagonizada por Richard Gere y Diane Lane; convencida de que mostraba sus vivencias.

Experimentó una atracción magnética y la sensación de una pasión eterna. Esta relación pasó a ser el centro de su vida. Lo puso en un pedestal. En la intimidad le decía: «Mi engreído de las canas», entre tanto él le enseñaba toda una nueva gama de placeres de alcoba. Ella quería recordar el cuerpo de su amante, desde el cabello hasta los dedos de los pies. Lograba ver con exactitud sus ojos claros, serenos; el movimiento cadencioso del copete canoso sobre la nuca mientras la poseía, la línea cuadrada de sus hombros, la forma de sus piernas y pecho peludo, la contextura de su epidermis. Alucinaba entre la memoria y la locura.

Luego de hacer el amor, Luis Alberto se vestía con tranquilidad. Tania observaba con atención como se abotonaba la camisa, se ponía las medias, la prenda interior, los pantalones, se miraba en el espejo para hacerse el nudo de la corbata. Cuando el diplomático se colocaba la chaqueta, Tania sabía que no volvería a verlo hasta dentro de varios días. Contemplaba con nostalgia las copas, los platos con resto de comida, el cenicero lleno. Luis Alberto había dejado de fumar, pero Tania no, lo que a él le molestaba sobremanera. 

—Tanía, por favor, ¿cuándo vas a dejar de fumar?

—¿Cuándo nos volveremos a ver?  —dijo ella con expresión melancólica y evadiendo su pregunta.

—No lo sé. Espero que lo más pronto posible. La próxima semana debo viajar a un compromiso en Los Ángeles, por lo que estimo que nos volveríamos a ver en unos quince días.

Esperar para Tania era una agonía que no soportaba.

—¡Llévame contigo! —suplicó.

 —Está bien —respondió Luis Alberto luego de pensar un poco.

Tanía saltó de alegría. Lo abrazó y besó. Admiraba su buena predisposición y agradecía al cielo el haberlo encontrado. Sentía la necesidad de hablar todos los días con él. Era importante para ella saber todo lo que pensaba y hacía; quería acompañarlo a todo compromiso social: viajes, conciertos, cenas, a visitar a los amigos, hasta el ir de compras. Tanta presencia de ella, al transcurrir de los días fue causando fastidio en el diplomático.

Para Tania enamorada, la existencia se convirtió en una montaña rusa. Nunca había sentido una pasión así por alguien y deseaba que Luis Alberto se suba con ella a dar una vueltecita. Deseaba experimentar y se lanzó con bríos a su nuevo amor y a un distinto estilo de vida sin mirar ni un instante atrás. Ningún hombre podría soportar los cambios emocionales de esta mujer, que no se tomaba nada a la ligera y se caracterizaba por su energía.

—Cásate conmigo para enseñarte a vivir y enseñarme a morir —le dijo él.

—No Luis Alberto, me casaré contigo para que me enseñes a madurar y yo te enseñaré a ser joven hasta el final —respondió ella.

Fue un matrimonio maravilloso, tuvieron dos hijos y vivieron juntos hasta que él murió a los noventa años.

Tania despertó sobresaltada de su sueño, lamentando que haya sido eso, solo un sueño. «¿Cuándo se decidirá a proponerme matrimonio?», pensó con inquietud, mientras se levantaba de la cama en busca de un vaso con agua.

Ella vivía alejada por completo del drama que vivía Luis Alberto con sus dos hijas, Clara Serena y Matilde del Rocío, quienes se oponían a su romance; no estaban tan contentas con el mismo por la intensidad —toxicidad— de Tania. Ellas estudiaban en la universidad y visitaban eventualmente a su padre en el departamento, quien solo les había puesto de manifiesto algunas cuestiones puntuales de su relación con Tania que le permitiera seguir con su galanteo sin dificultades, pero ellas, dotadas de la intuición femenina, que en definitiva es lo más valioso, se dieron cuenta de la pasión que envolvía a su progenitor.

—¿Cómo va tu relación con Tania? —preguntó Matilde del Rocío.

—Bien —respondió Luis Alberto un poco sorprendido.

—Papá, esta relación no tiene futuro —dijo Clara Serena.

—¿Por qué dices eso, hija?

—¿Acaso no te has dado cuenta que ella está desquiciada?

—No exageres, hija —dijo Luis Alberto y añadió a manera de disculpa—. Es un poco celosa, pero es porque me quiere.

—No es exageración, esa mujer está loca —añadió Matilde del Rocío con énfasis.

—Bueno, ustedes son mis hijas, las quiero mucho, pero este es un asunto que no les compete; así que por favor no intervengan —expresó molesto—. Ahora debo ir a trabajar.

Luis Alberto salió. Se sentía responsable por la muerte de su esposa, María del Carmen, por lo que no creía conveniente volver a casarse, a pesar de que habían transcurrido diez años de su deceso. Cuando desempeñaba el cargo de Viceministro de Relaciones Exteriores, tuvo un devaneo con una funcionaria de menor rango, de lo cual se enteró María del Carmen, agravando su enfermedad cardíaca, la que finalmente causó su muerte.

«Luis Alberto, Luis Alberto, mi engreído de las canas», suspiraba Tania. «Tú y yo somos de los pocos seres especiales de este mundo, de los que comprenden lo que es en verdad la vida: música, amor, belleza, conocimiento; somos, al fin y al cabo, tú y yo. ¿Por qué no soy todo para ti? ¿Por qué me haces sufrir? ¿Qué te he hecho para que me trates así? ¡Te amo!».

El embajador ya no era joven, pero distando todavía de llegar a viejo, miraba con seriedad las cosas con un prisma positivo y práctico. Realizó un recuento sobre su relación. A Tania la pretendió y conquistó con auténtico amor. Ya calmado su apasionamiento, podía examinar con precisión hasta qué punto la anhelaba y cuál pudiera ser su porvenir junto a ella. Reconoció un gran afecto, mezcla de ternura y embeleso, vigorosos lazos que atan para siempre, sin embargo, no soportaba su personalidad arrolladora y dominante.

Luis Alberto sintió un inmenso dolor al dar por terminada la experiencia más bella y apasionada de su vida, pero ya no la soportaba. Pretendía que el vínculo se consolidara una vez pasado el entusiasmo inicial y se cristalizara en un amor más plácido y perdurable. Tania no estaba para eso. Su actividad incesante, su forma como lo presionaba, su intensidad, por no hablar sobre sus humores cambiantes, comenzaron a agotarlo. Ella sentía necesidad por participar en todo cuanto él hacía. Muchas veces Luis Alberto intentó explicarle que él era otro ser humano, con sentimientos personales, y si no tratara de atraerlo tanto hacia ella, él no necesitaría distanciarse. Jamás había vivido momentos tan ardientes como cuando ambos sintonizaban por completo, pero fue imposible mantener en rieles a esa locomotora impetuosa antes de que se descarrilara. También aquí la diferencia de edad y la oposición de sus hijas tenían mucho que ver.

Luis Alberto se sintió abrumado; por un lado, la mujer a quien amaba y por otro su propia independencia. Necesitaba pasar cierto tiempo lejos de Tania a fin de ordenar las motivaciones interiores que precisaba para sus actividades diplomáticas. Ella buscaba el amor romántico perfecto con su «engreído de las canas»; él sabía que nadie más podría darle la clase de amor prodigado por Tania; más aún, nunca volvería a amar así.

El engreído de las canas prefirió la paz y tranquilidad a vivir dentro de las fraguas encendidas de un volcán.