viernes, 13 de enero de 2023

Mis tenis no me dejan dormir

Graciela Martel Arroyo


¡Me encanta jugar basquetbol! A mi equipo le puse el nombre de, ¡Caballeros Águila! Porque soy un guerrero azteca.

Por años he visto a mi padre y madre practicarlo. Mi mamá dice que cuando yo estaba en su vientre jugaba con ella. Eso sucedió en los primeros meses del embarazo, cuando aún no sabía que yo venía en camino; pero en cuanto se enteró de mi existencia dejó de hacerlo para protegerme.

Durante esos meses ella se limitó a ver los entrenamientos, partidos y echarles porras a sus compañeras. Pero, en todo momento, le cosquilleaban y sudaban sus manos, porque quería jugar. Por lo tanto, cuando ellas realizaban los ejercicios aprovechaba para tocar el balón y botarlo un poco.

Con el paso del tiempo crecí tanto… que su panza enorme obstruía su visión. ¡Pero eso no fue un obstáculo!, porque disfrutaba al sentir cómo el balón pasaba entre sus piernas al rebotar. Ella incluso lo hacía cerrando sus ojos.

Mis padres siempre me han dicho: Cuando gozas lo que haces, ¡nada es imposible! Y pienso mucho en sus palabras, por ejemplo, cuando dicen que las personas embarazadas suelen ponerles a sus hijos música, porque mencionan que incluso estando en el vientre materno sus hijos pueden escucharla y les hace sentirse felices. Mamá considera que para mí la música se encontraba en el balón, porque durante todo el día no dejo de pensar en mi deporte.

Yo creo que desde que nací me empezaron a enseñar a amar el baloncesto. Porque, ¡soy un apasionado! Por eso, en el patio y en el interior de la casa me han colocado un aro. A veces, no dejo dormir a mi hermana menor, porque me la paso botando e intentando meter canastas durante todo el día.

Algo me sucede cada vez que boto, debido a que cada golpe de mis manos sobre el balón se convierte en una caricia. Siento que le doy vida a la pelota porque me obedece. Penetra entre mis piernas, a un costado y por la espalda ¡hace lo que yo quiero que haga!

Antes de los cinco años hice mis primeros ensayos por encestar en una canasta que se encontraba colocada a la altura de la que utilizan los jugadores profesionales. Al principio, ni siquiera rozaba el aro, pero después de mucho esfuerzo me he convertido en el mejor canastero del torneo, además soy, ¡el capitán del equipo!  

Cada vez que me encuentro en un partido siento que mis manos y pies quieren volar para meter la canasta. Es como si en ese instante tuvieran una fuerza poderosa, porque me salen jugadas estupendas y disfruto mucho al sentirme importante.

Además, el día de hoy me gusta ver mis pies con mis tenis nuevos, que son semejantes a los del mejor jugador de baloncesto. Los presumo a todos porque sé que soy, ¡un superdotado! Mis compañeros me ven con envidia, ya que quisieran estar en mis zapatos, eso hace que me sienta gigante. Por tal motivo, corro por toda la cancha con desplantes de grandeza. Deseo que los observen, son blancos con rojo y negro. Pienso que luzco ¡fantástico!

Después de un rato de estar jugando, doy otro paso y siento que se me salen los tenis. ¡Eso me sorprende!  Me causa extrañeza.  Fijo mi mirada en las patas y me doy cuenta de que en realidad no son de la medida que yo creía. ¡Sí! ¡Sí! ¡Mi calzado es demasiado grande! Vuelvo a colocármelos pensando que estoy en un error. ¡Qué horror, mis pies juegan dentro de los tenis…! Como si fueran el doble del tamaño del que yo debería de usar. Se salen y entran sin la necesidad de tener que desamarrarlos. Entonces, empiezo a pensar que voy a perder mi partido.

Me estoy desesperando, por mi frente se resbala el sudor. Esto sí que no lo voy a soportar ¡No! «¡A mí no me puede estar pasando esto!» ─grito fuertemente─, ¡creo que hasta bufo! «¡Buf… Buffff!».

Es tan importante ganar, mi enojo llega a tal grado que el aire no entra normalmente por mi nariz ¡Soplo, resoplo y vuelvo a resoplar…! Parezco, ¡un león enjaulado!, ¡un gorila hambriento!, ¡sí! Eso es, tengo tanta rabia porque por años he soñado con ser campeón y hoy por un par de tenis ¡no lo voy a lograr!

Mi frustración es tal, que grito tan fuerte que todo el gimnasio se queda sordo. Entonces… el entrenador me pide que salga y me sienta en la banca.

─¡No! ¡No! Usted no me puede hacerme esto, soy su jugador más valioso, el mejor canastero, ¿qué va a hacer usted sin mí… ? Vamos a perder.

Trato de moverme y no puedo. Quisiera poder golpearlo por tomar semejante decisión; pero mis manos al parecer están atadas con algo. Forcejeo con lo que las sujeta, pero no las puedo soltar. Para lograrlo, doy un grito, ¡ahhhhhhhhh...! Y a la vez suelto un puntapié, el cual golpea algo blando. Siento como si fuera un cuerpo que se dobla y de repente escucho sus quejidos.

Los gemidos de dolor penetran en ese momento en mis oídos, instante en el que abro los ojos:

«¡Ohhhhhh... qué he hecho...! ¡Mamá, perdóname! Es que soñé que mis tenis no me dejaban jugar».

jueves, 12 de enero de 2023

La gata y el cuarentón

Patricio Durán


Empecemos por la Gata. Se llamaba Matilde Salinas, tenía veinticinco años y en su rostro, un tanto regordete y con pecas, resplandecían unos vivaces ojos verdes que le habían ganado el sobrenombre de «Gata». Ingresó a la agencia de viajes Rumbo al Paraíso para realizar una pasantía en el departamento de contabilidad, lo cual era un requisito para poder titularse en la Universidad Técnica de Ambato como ingeniera en contabilidad y auditoría.

Fue reina de belleza, se imaginaba que el mundo era un escenario y por su alfombra roja debía pasear toda su belleza, donaire y frescura para que todos la admiren y caigan sumisos a sus pies de diva. Vivía con avidez y era propensa al romance y al melodrama. Los elogios y cumplidos –como el agua y el pan– eran elementos esenciales en su vida. Demostraba abiertamente sus sentimientos: era bondadosa, sentimental y efusiva. Le gustaba la intriga, los chismes y se emocionaba con facilidad.

Continuemos con el cuarentón. Roberto Rodríguez fungía de gerente general de la agencia de viajes Rumbo al Paraíso, frisaba los cuarenta y cinco años. Era de complexión atlética, medía un metro setenta centímetros. Le gustaba el ciclismo y la natación. No acudía a conciertos o partidos de fútbol para evitar interactuar con lo que consideraba una chusma vocinglera y maloliente; odiaba los apretujones y pisotones, aunque no siempre fue así. Cuando era niño su papá lo llevaba a partidos de fútbol y se sentía complacido, pero con el tiempo fue tomando aversión a las multitudes.  No entendía por qué muchas personas le temen a la soledad y no pueden hacer nada solas. En alguna ocasión, Galo Torres, un viejo amigo, le dijo que quería asistir a una función de cine e invitó a Roberto para que lo acompañe.

—Lo siento —dijo Roberto—. Ya vi esa película. ¿Por qué no vas solo?

—Porque no la voy a disfrutar si voy solo.

 Para Roberto, la actitud de Galo era ridícula. ¿Por qué hacía falta ir acompañado de alguien para disfrutar de una función de cine?

—Lo que pasa es que no lo entiendes —dijo Galo decepcionado.

Roberto tenía un fino sentido del humor. Para hacer mofa de los elogios que ciertos caballeros suelen prodigarse cuando se describen en medios de comunicación y redes sociales como: «Ejecutivo, de excelente posición económica, alto, atlético, sin vicios; busca dama sin compromisos, atractiva, profesional, para establecer una relación seria», Roberto subió a sus redes sociales el siguiente anuncio: «Atención, damitas: hombre trigueño, divorciado, de baja estatura, medio gordo, cuarentón, en regular estado de salud, mal dotado, pobre, casi siembre borracho; busca mujer soltera o divorciada, blanca, de ojos claros, atractiva e inteligente. Interesadas por favor comunicarse por interno». A pesar de tan disparatado mensaje recibió muchas comunicaciones de mujeres que querían conocer a tan singular personaje, pensaban que sería todo lo contrario a lo expresado.

Luego de su divorcio quedó devastado. No quería saber de romances ni relaciones afectivas; se refugió en la lectura y la escritura, eran sus únicas amantes, más impacientes que la más amorosa de todas las mujeres que no respetan nada, ni hambre, ni sueño, ni deseo. Luego de quince años de matrimonio vino la debacle. Tras todos esos años de vivir, amar, pelear y odiar a Carmen, su esposa, se separaron. Tenía una sensación de pérdida, aislamiento y fracaso. Se encontraba angustiado, sobre todo porque ella se había llevado a sus tres hijos pequeños a vivir en la ciudad de Quito sin su consentimiento y no sabía la dirección para poderlos visitar. No podía dormir tampoco tenía apetito. Veía un futuro aterrador. Le atormentaban terribles visiones que más de una vez lo llevaron a pensar en el suicidio como única salida a su desesperación.

Luego de algunos meses de tratamiento psicoterapéutico, Roberto empezó a recuperarse. Una mañana esplendorosa, despejada, el sol brillaba radiante en el firmamento, se despertó alegre, con los ánimos renovados. Acudió temprano a su oficina para despachar correspondencia acumulada, revisar mensajes de correo, de guasap y fisgonear un poco en redes sociales. No había reparado en Matilde Salinas hasta que esa mañana la encontró sumida en llanto. Al indagar sobre el motivo se enteró que la había tratado mal Ana, la contadora, quien debía indicarle y enseñarle el manual de procedimientos para el puesto de auxiliar contable; con poco tino y mucha brusquedad la había ofendido diciendo: «¡Eres una inepta! ¡Ya estoy cansada de enseñarte y no aprendes!».

Al mirar esa carita sufrida, esos ojos hermosos donde perderse, Roberto sintió ternura y desde ese momento quedó flechado. Quería volver a enamorarse. El tiempo cura y restaura todas las heridas del cuerpo y del alma. Habían transcurrido cinco años desde su divorcio, cinco años marcados por flirteos, aventuras esporádicas y poco satisfactorias antes de conocer a Matilde, a quien llevaba veinte años de diferencia, pero en ese momento no significó ningún obstáculo para entablar una amistad, que más adelante se convertiría en algo serio.

De acuerdo a la Teoría de la Correspondencia del doctor Guillermo Banderas, especialista en Psiquiatría, hombres y mujeres construyen, muchas veces sin darse cuenta, un mapa mental de su futura pareja ideal; elaboran un molde completo de circuitos cerebrales que determinan el «flechazo», por lo tanto, antes de que el verdadero amor haga su entrada triunfal ya se han elaborado sus características fundamentales.

Roberto sentía predilección por las mujeres de ojos claros, por lo que estaba fascinado con esta gatita. «Para mí es miel sobre hojuelas», pensó.  Además de los ojos prefería un rostro bonito, luego se fijaba en el cuerpo. Las prefería esbeltas, incluso flacas antes que rellenitas. Matilde cumplía estos requisitos, tenía un andar garboso y mundano que despertaba sus deseos lúbricos.

Roberto se enamoró de Matilde, su sonrisa lo hacía volver a vivir. Se sentía víctima de alguna extraña enfermedad, es más, el amor es una enfermedad, a veces contagiosa. A un enfermo de amor se lo reconoce a leguas: siente hormigueos, mariposas en el estómago –los celos vendrían a ser abejas africanas- zumbidos, sudoración excesiva y la necesidad de decir tonterías. En el amor no manda el intelecto ni la fuerza de voluntad. Es el reino del deseo, de las atracciones; el territorio donde la razón es una intrusa.

Para pasar el mal rato que Matilde había tenido con Ana, Roberto la invitó a comer en la marisquería Los frutos del mar. Ella ordenó una cazuela de mariscos, él un ceviche mixto de camarón, concha y pescado acompañados de dos cervezas bien frías. Ella, con su entusiasmo característico preguntó:  

—¿Qué tal está su ceviche?

—Excelente —contestó Roberto.

Roberto quería iniciar una relación amorosa, aunque en el fondo sentía cierta aprensión por la diferencia de edad, pero esto lo hacía más tentador.  Mientras disfrutaban de su comida, Roberto pidió dos cervezas más. Empezó a sentir un calorcito agradable en su interior, y ya un poco más desinhibido le dijo cariñosamente a Matilde.

—Matilde, vamos a cenar y a bailar el viernes por la noche.

—Está bien. Me gustaría hacer un «San Viernes». ¿A qué hora me pasa recogiendo? —respondió ella sin remilgos.

—A las ocho en punto.

—Me parece perfecto —dijo la Gata y se despidieron con un casto beso en la mejilla.

Aquel viernes por la noche fueron a cenar unas parrilladas en el restaurante Juanchos grill. Cuando terminaron de comer se dirigieron a la discoteca que había en el mismo restaurante, la misma que se encontraba sin gente. Aquello convenía a los planes de Roberto, quien tenía entre ceja y ceja confesarle su amor a la Gata, aunque la juventud actual ya no hace caso de esos formalismos. Si una pareja de jóvenes se gusta, simplemente empiezan el romance y listo. Roberto era más convencional. En la discoteca pidió media botella de whisky Grants y media cajetilla de cigarrillos Lark. Había dejado de fumar hace quince días, pero la ocasión ameritaba un cigarrillo.  

Aquella noche de farra, entre humo, alcohol y baile, Roberto le declaró su amor a Matilde. Al principio con cierto temor al rechazo por la diferencia de edad. Ella le tranquilizó al decir que su padre le llevaba treinta años a su madre. Su progenitor tenía ochenta y cinco años y su mamá cincuenta y cinco. Roberto se quedó meditando en lo que acababa de escuchar. A ella no le incomodaba la diferencia de edad, sin embargo, los tiempos han cambiado y las formas de demostrar el amor también. Una ola de inseguridad lo invadió al notar que no acudían a su mente las palabras correctas para expresar sus sentimientos y enamorar a Matilde; ella por su parte, esperaba que su pretendiente le diga los mejores requiebros. Roberto recordó que tenía una vena poética y ensayó.

—Matilde, estoy enamorado de usted desde que la conocí. Llegó a mi vida en el momento propicio para cambiar mi triste y solitario mundo. El brillo de sus ojos, su aliento, su calor hacen palpitar mi corazón. Sueño con su amor. Usted es una mujer bonita, pero lo que más me ha enamorado es su belleza interior. Por favor, deme la oportunidad de hacerla feliz. Quiero ser siempre esa luz que ilumine su andar y que nunca tenga miedo.

Matilde, delatándose con su picardía de niña a la que le han contado un cuento conocido, fingió sentirse abrumada con la declaración de amor.

—Roberto, ningún hombre me ha alagado de esta manera. Usted me cae bien. Es respetuoso, amable, generoso. Creo que cualquier mujer estaría encantada de corresponder a su amor. Lo voy a pensar unos días y luego le haré conocer mi decisión.

Roberto esperaba ser aceptado ese mismo momento por lo que no pudo disimular su frustración, pero tuvo que inclinarse ante lo inevitable. No podía forzar a que ella lo aceptara. Bailaron un poco más. Apuraron el licor que quedaba y se retiraron a sus domicilios.

Los días pasaban y la relación amorosa no se consolidaba. Roberto ansiaba estrecharla entre sus brazos y besarla apasionadamente; Matilde le decía que haga méritos si quería alcanzar su amor. Ella, como buena contadora, al ver que lo tenía rendido a sus pies, rápidamente hizo un inventario de la situación para sopesar el activo, el pasivo y el patrimonio. En el activo destacó la sensibilidad, modestia, el respeto, la educación, buena posición social, el sentido del humor. En el pasivo: divorciado, tres hijos, una calvicie incipiente, aunque eso no significaba ningún problema. El balance dio saldo positivo. «Voy a probar que tal amante es un “cuarentón” como Roberto», pensó.

Enamorarse de una chica linda, mucho más joven, es gozo y sufrimiento al mismo tiempo, esto lo tenía claro. Hay un refrán que reza: «Hombre mayor no debe buscar jovencita porque viene el diablo y se la quita». Si la beldad no tiene valores en su interior se convierte en un ser insoportable. Roberto podía correr el riesgo de convertirse en un pobre mortal que se enamora de una «mujer fatal» con la que sufrirá mucho; esta clase de mujeres no lo consideran su amante sino su lacayo.

Matilde invitó a Roberto a realizar un viaje a la ciudad de Cuenca —conocida como la Atenas del Ecuador por ser cuna de poetas y escritores—, y él aceptó inmediatamente. El viaje a Cuenca fue sin contratiempos. Se alojaron en un hotel tipo colonial. Solamente había disponible una habitación con dos camas. Cada quien se limitó a dormir en su lecho, aunque Roberto tuvo la idea de compartirlo con Matilde, pero apeló a toda su fuerza de voluntad para contenerse. Cansados por el viaje no tardaron en conciliar el sueño.

A la mañana siguiente hicieron encuestas para la tesis que Matilde debía entregar en la universidad. Entrada la noche se fueron a cenar y a bailar. Matilde se vistió de forma casual, odiaba los formalismos. Llevaba un pantalón vaquero, acompañado por una blusa escotada, y zapatos de tacón. Estrenó Passion, un perfume nuevo de Carolina Herrera. Sabía que el accesorio invisible para cualquier prenda es el perfume, y que a través del sentido del olfato se puede causar sensaciones intensas en un hombre.

Entre copa y copa, entre baile y baile, al ritmo cadencioso de un bolero de José José, el «Príncipe de la Canción», Matilde aceptó a Roberto como su enamorado. La música era apropiada para el momento, el título de la canción que bailaban era «Cuarenta y veinte». Roberto no era supersticioso, pero la coincidencia del bolero que bailaban le hacía sospechar que con Matilde su amor llegaría lejos. Desde aquel momento esa canción se convirtió en el himno de la pareja que acababa de nacer. Roberto tomó la cara de Matilde con las dos manos y la beso en los labios que sabían a fresa.

El romance iba sobre ruedas. Era un amor casto, puro, inocente, de «manita sudada», algo extraño en un hombre divorciado de quien se podría pensar que buscaba incesantemente gratificación sexual. Roberto deseaba poseer a Matilde, pero, haciendo un esfuerzo, se limitaba a besos y caricias, con temor de lastimarla, con ese miedo atávico que tiene el ser humano de perder lo que más quiere.

Roberto tenía un departamento de soltero, el mismo que estaba desordenado, con libros dispersos por todas partes o apilados en el suelo. Cierta noche invitó a Matilde a visitar su aposento. Ella aceptó enseguida. Ingresaron al domicilio que estaba ubicado en el centro de la ciudad. Inmediatamente Matilde empezó a inspeccionar las cosas del piso.

Mirando unos libros amontonados en el suelo como estalagmitas comentó.

—¿Le gusta Vargas Llosa?

—Sí, es mi escritor favorito. Tengo casi toda su obra. Solamente me falta su último libro, Tiempos recios.

—¿Lee mucho?

—Sí, le sienta bien a mi naturaleza solitaria.

—Aun así, debe sentirse muy solo en este lugar.

—No, es que Lunita, mi gata angora, me acompaña.

Matilde ojea el libro La fiesta del chivo.

—Me encanta este libro, toca el tema del asesinato de las hermanas Mirabal.

Vuelve a poner la obra en el sitio que lo encontró y continúa con su inspección.

—Está bastante desordenado su departamento —prosiguió con desaprobación—. Ese cuadro está mal colocado ahí. Mejor se vería en esta pared. Estos sillones están llenos de polvo. ¿Acaso no hay nadie que pase un trapo o una escoba? Hay desorden por todo lado.

Roberto no la había llevado para que hiciera una inspección sanitaria a su vivienda, sino para tener algo de intimidad, así que la estrechó tiernamente entre sus brazos y calló con un largo beso toda su perorata respecto a la higiene del lugar. Roberto acarició los senos de Matilde quien no protestó, por lo tanto, se sintió con licencia para seguir avanzando hasta que palpó la tibieza y humedad de sus genitales. Matilde pidió que se apaguen las luces. Roberto no estaba de acuerdo en hacer el amor a oscuras, pero aceptó de mal grado lo solicitado. Pensaba que la mejor manera para vencer el pudor de una mujer era ignorarlo. Creía con firmeza que el pudor de una mujer radicaba en la ropa que la cubría, y que una vez que se quitaba desaparecía también el pudor. Estos argumentos no convencieron a Matilde. Insistía en que se apaguen las luces. A Roberto también le asaltaron algunas dudas. «¿Será que he engordado por las cervezas que he bebido y ella no quiere ver mi panza?», dijo para sus adentros con preocupación. «¿Será que mi pene es demasiado pequeño para su gusto?», pensó aún más preocupado. «¿Se me pondrá dura sin problema?», rumió recordando la última vez en que no tuvo un buen desempeño. Roberto apagó la luz.

—¡Póngase un condón! —dijo Matilde con aire autoritario.

—No me gusta usar condón —protestó Roberto, mientras buscaba uno en el cajón de su velador—. Prefiero hacerlo pelo a pelo la primera vez.

Matilde le dio a entender que sin condón no habría sexo, por lo que a Roberto no le quedó otra alternativa que ponérselo. La silueta de ella se vislumbraba por los destellos de luz que provenía del alumbrado público que las cortinas mal cerradas dejaban pasar. Se acostó en la cama con las piernas abiertas. Roberto coloca una mano entre ellas. Ella gimió de placer, él empezó a besar su boca, poco a poco descendió por sus pechos hasta llegar a su monte de Venus. Allí se detuvo un momento acariciando el clítoris con la lengua hasta que finalmente la penetró. Matilde llegó al orgasmo inmediatamente. Roberto tuvo que aplicarse para lograr el suyo. Ella, agitada, abrió los ojos y se queda pensativa.

A medida que pasaba el tiempo, el cuarentón se iba enamorando más de su gata. Le compró lencería fina: unas bragas con abertura en la entrepierna, medias de seda negras, corpiños del mismo color para sus senos pequeños; una tanga para que presuma su tonificado cuerpo cuando acudiese a la piscina o a la playa, aretes y zapatos. Roberto estaba agradecido. La relación de «manita sudada» cambió. Entraron en otra dimensión, en la dimensión de amantes. Lo que todavía no estaba claro era quien iba a ser el amante y quien el amado. El amante es humilde, el que ama; el amado tiene el poder, el que se deja amar. Con el paso del tiempo quedó claro que Roberto era el amante y Matilde la amada.

viernes, 6 de enero de 2023

Regreso a casa

Roberto Cruz Murcia


Por la calzada que lleva a la costa puede observarse la vegetación de arbustos que extiende sus ramajes poblados de pájaros que dan la bienvenida a los visitantes. Las buganvilias púrpuras y rosadas cuelgan de las paredes níveas y resplandecientes de las pequeñas casas costeras. Ella conoce la vía desde hace mucho, pero algunos lugares han cambiado. Nuevas edificaciones, restaurantes que antes no existían, varios sitios no han envejecido bien. La hierba se torna más escasa en el terreno arenoso en la medida que su auto se acerca al mar. De pronto surge el hemisferio azul profundo en lontananza, con toda su infinitud.

Estaciona su carro y se baja para contemplar el paisaje. La playa se ilumina con el sol en una mañana de cielo limpio con diáfanas veladuras blancas, un tenue manto que se extiende sobre la bóveda celeste. El océano despliega sus limpias aguas que acarician la arena suavemente. Algunas palmeras ciernen las hojas de sus coronas y se inclinan desafiando el viento. Se dirige hacia donde se encuentran los demás bañistas y recorre el litoral. El paraje es visitado por una multitud de personas que viene a sucumbir a sus encantos desde diversas localidades. La mayoría se agrupan en los quioscos, colocan sus sombrillas y toallas sobre el suelo y danzan al ritmo de las olas. Los niños pequeños en la orilla, alcanzados por el oleaje sediento, son acompañados por adultos o juegan despreocupados.

Violeta Perasi retorna al lugar en que fue feliz como se regresa al hogar paterno después de mucho tiempo de añoranza. Se entretiene mirando el paisaje por unos minutos. Pareciera que nada ha cambiado a su alrededor. Sus sandalias se hunden en la superficie mientras camina. Puede sentir los granitos de arena que se cuelan entre los dedos de sus pies. Su cuerpo menudo se desplaza con la agilidad de una gacela. Luce bañador de una pieza de color degradado, rojo carmesí y celeste. Lleva el cabello negro recogido en una cola y sombrero playero. Se descalza, toma las sandalias en la mano izquierda y se aproxima al borde. Sus pies desnudos se confunden con las tibias olas que llegan hasta ellos haciendo un vaivén rítmico y constante. Un espíritu de calma la invade. Arriba el azul del cielo, a lo lejos, el de la mar infinita.

Solía venir con sus padres cuando era niña. Allí se sentía feliz, viva, más que en cualquier otro sitio. Los recuerdos acuden a su mente como si hubieran ocurrido ayer. Las tibias mañanas de verano en que iban a disfrutar del clima, los preparativos antes de salir de casa, la merienda que su madre preparaba consistente en huevos cocidos y emparedados de atún.  Su padre, Alberto, conducía su viejo auto Buick modelo 1954 siempre por la misma ruta. El aire cálido se colaba torrencial por las ventanas y le daba en el rostro. Podía observar el suelo cercano que se movía con mucha rapidez a diferencia del fondo de árboles que iban más despacio.

Al llegar aparcaban el vehículo y buscaban un espacio próximo a la playa donde dejaban sus pertenencias. Su mamá reposaba sobre el margen, en tanto su progenitor se adentraba en el agua y la levantaba en brazos para que sintiera el vaivén del oleaje. Luego, se sentaban bajo la sombra de una palmera. Recuerda el gusto salobre en sus labios. La fresca sensación de la brisa que recorría su torso húmedo. El cabello pegajoso producto de la sal. Las voces anónimas que se escuchaban en el ambiente. Caminaba por la orilla de la mano de su madre y hacían castillos de arena o jugaban a enterrarse cubriéndose el cuerpo con ella. Ahora todos se han marchado.

Hace mucho que no venía. Regresar, es volver a soñar, soñar, es vivir nuevamente. Sin nada más por qué existir, se vive de los recuerdos como del pan y el vino. Si bien juró retornar, no estaba consciente de todos los obstáculos que enfrentaría que le harían postergar su retorno por tanto tiempo. Allí conoció al amor de su vida. Elder Collado tenía diecinueve años, ella dieciocho. Fue una tarde de 1979. Sus amigos se habían ido, pero decidió quedarse unos momentos más, no sabe por qué razón. Los hechos cruciales de nuestra existencia llegan sin que nos demos cuenta. Él hacía trazos sobre papel, sentado en un banco, cuando lo vio por primera vez. La curiosidad la hizo acercarse y le preguntó:

—Hola. ¿Qué haces?

Él estaba ensimismado. La miró como quien acaba de despertar de un sueño profundo y respondió:

—Dibujo lo que considero interesante.

Ella se acercó y miró su dibujo, era precioso. Nunca había visto uno tan bonito.

—Me parece espectacular —dijo con sinceridad.

—Gracias. Tengo otros si quieres verlos. —Le mostró una carpeta que contenía sus dibujos. —También pinto. 

Ella se sentó a su lado y la tomó. Había representaciones de ramas multiformes desgajadas de árboles centenarios, espléndidas puestas de sol, olas rompientes sobre rocas magníficas, pájaros austeros en su vuelo, dibujados o coloreados con precisión y belleza. Estuvo un buen rato observándolo trabajar y hablando con él. Luego intercambiaron números telefónicos y acordaron reencontrarse la semana siguiente. Ese fue el inicio de una relación que los llevaría a lugares insospechados.

Se sienta a la sombra de una palmera a contemplar el oleaje. Unos chicos pasan a su lado con sus tablas de surfear, riendo despreocupados cual si no existiera el mañana. El tiempo les pertenece a aquellos que aman. Ella ama los momentos felices que pasó. Aun cuando sabe que no volverán, nadie puede arrebatárselos. Se aferra a sus memorias como los barcos se aferran al mar. Es lo único que le queda en el mundo.

Él le pidió que le sirviera de modelo, Violeta aceptó. Se reunían y la dibujaba en diferentes posiciones y diversos escenarios. Luego pintó varios cuadros. Al dibujar su figura, Elder se fue enamorando de las curvas de su cuerpo, la tonalidad y tersura de la piel, su maravillosa sonrisa que iluminaba el día. Ella percibía cómo su mirada la acariciaba. El paso de la admiración al contacto físico se realizó de manera espontánea cuando él se acercó para corregir su posición. Al aproximarse un impulso irresistible los hizo besarse. El amor surgió de forma natural y se volvieron inseparables. Recorrían las calles tomados de la mano, sin importarles lo que acontecía a su alrededor. Si se besaban el tiempo se detenía y su entorno se opacaba.

Ella sabía con anticipación lo que Elder iba a decirle y a él le ocurría lo mismo. Con frecuencia la llamaba por teléfono si se encontraba pensando en él. Otras veces, si ansiaba verlo, podía hallarlo sin que él le dijera con antelación donde encontrarlo. También percibía sus sentimientos mientras él no estaba presente, su tristeza, preocupación o alegría. Al ponerse el sol caminaban por las avenidas durmientes. Las luces de los faroles encendidos eran un collar de perlas que adornaba el firmamento del puerto. Por las ventanas iluminadas de las casas se adivinaban los múltiples dramas personales, alegrías y tristezas, historias de seres anónimos que las poblaban cual fantasmas. Amaban el estío igual que se aman las flores, sin vacilación, ni reservas. En cada rincón encontraban sorpresas, ilusiones, nuevos amaneceres, un fresco cielo, una tierra renovada.

Violeta camina durante media hora, sin prisa, por largo trecho, hasta que se aleja de la mirada de los bañistas. Sus huellas sobre el litoral son el único indicio de que ha deambulado por allí. Siente en su piel la brisa que alivia un poco el bochorno tropical. Regresa al emplazamiento que conocía tan bien, al que siempre soñó volver. Debe cruzar una zona rocosa que forma una barrera natural que ahuyenta a los curiosos. Más allá hay un remanso aislado por un acantilado monumental. Cuando llega, el pasado la golpea cual viento que la envuelve de manera inesperada. Todo está tal como lo recuerda: la playa de arena blanca, el sol, las paredes de arenisca milenaria horadadas por el oleaje rencoroso forman un arco que se interna en el mar, en cuyo recodo protector se amaron tantas veces. Era su refugio, un lugar que sentían propio, en el que podían ser ellos mismos sin limitaciones. El sitio del que no debió partir.

Él vivía en un apartamento situado cerca de la playa, por lo que alternaban el tiempo entre ambas ubicaciones. Juntos descubrieron y descifraron el abecedario del amor, despacio, sin planearlo, con naturalidad. Las manos de Elder la desnudaron con la prudencia de un cirujano, recorrieron con paciencia su figura como quien descubre un territorio inexplorado. Su hermoso y delicado talle, las caderas generosas, sus pompis perfectos, los senos vírgenes turgentes con aureolas rosadas que semejaban melocotones maduros. Ella amó aquellos cálidos labios que atesoraron cada centímetro de su humanidad, a los que se abrió cual si fuera un capullo floral cuyos pétalos se extienden por fin a la luz del sol.  Al consumar su unión sabían que habían esperado ese momento desde siempre.

Ella se dejó amar en un principio hasta que venció su natural timidez y se entregó con plenitud. Su respiración entrecortada se escuchaba en medio del silencio, los gemidos gentiles, el dulce lenguaje del amor sin palabras, la felicidad mutua al saberse unidos en cuerpo y alma se desbordaba, una copa rebosante cuya dorada espuma los envolvía. La penumbra de la habitación en la que se insinuaban los objetos era su cómplice, les susurraba frases tiernas al oído. Cada caricia era perfecta. Toda expresión salía del corazón. Fuera quedaban la incertidumbre, vanidad, confusión, ruido; dentro reinaban la calidez, paz, seguridad. Se tenían uno al otro y eso era todo lo que necesitaban.

Sin embargo, comprendían que no estarían así siempre, por lo que deseaban disfrutar su amor mientras podían. Los padres de ella se opusieron a la relación, pues lo consideraban un artista sin futuro. La enviaron a estudiar lejos para que no tuvieran contacto. Entonces creyeron que la separación sería temporal. Esperaban reunirse de nuevo cuando la situación se los permitiera. Recuerda sus lágrimas al despedirse, el último adiós. Al cerrarse la puerta de su apartamento, donde se vieron por última vez, no comprendió el abismo que se abría entre los dos en ese momento. Por la mañana sus progenitores la llevaron a la estación. A pesar de que sabía que no era bienvenido, Elder llegó corriendo al andén con el tren en movimiento. Ella lo observó desde la ventana de su vagón. Su figura se volvía más pequeña hasta perderse de vista.

Al arribar a la ciudad la esperaba su tía Luisa, quien la hospedó por esa noche y el día siguiente tomó un avión que la llevaría a su destino final. Luego los meses pasaron y los falsos de aquellos que intentaron separarlos hicieron efecto. A ella le dijeron que Elder tenía una mujer, a él otro tanto. El estrés de la vida cotidiana hizo su trabajo y el viento del tiempo avanzó inexorable. Este y la distancia se interpusieron en su camino. Se casó con un hombre del que salió embarazada, al cual no amaba y con el que fue infeliz. Tras dos años de un matrimonio en el que sufrió abuso físico y mental por parte de su marido, llegó la ruptura. Antes de que su separación él efectuó compras con la tarjeta de crédito de ella sin su consentimiento por una cantidad exorbitante que no pagó a propósito. Violeta estuvo abonando la deuda por varios años. Su hijo murió un año después de su divorcio y era todo lo que tenían en común. No volvieron a comunicarse. En ese momento vivía una existencia solitaria, vacía y anónima en una gran urbe en la que ejercía una ocupación monótona y sin futuro, luchando por alcanzar el fin de mes para pagar sus deudas.

Tiempo atrás publicó un anuncio en un diario de circulación nacional en el que solicitaba ayuda para encontrar a su perrita perdida, Bonnie. Como muchas personas a fines de los años ochenta Violeta no poseía un teléfono, por lo que solo consignó nombre y dirección postal junto a una fotografía en que sostenía a su mascota, para que si alguien la encontraba pudiera contactarla. Durante varias semanas la buscó en vano. Cuando al fin la localizó descubrió que había muerto atropellada por un auto. Aún sufría la pena de perderla. Un día, al revisar su buzón, encontró una carta de Elder. La tomó por sorpresa, pues creía que él la había olvidado.

Recuerdas cómo nos veíamos entonces. Tú llegabas a visitarme y comenzábamos a hablar de tantas cosas: lo sucedido ese día, nos reíamos de cualquier conocido, de lo dicho por él o ella, de mi respuesta, de la canción que te gustaba y a la cual yo le cambié el título para hacerte reír. Tú dijiste que habías conversado con el cantante en persona, cuando te ganaste el derecho de ir con tus amigas a su camerino al término de una presentación. Después la tarareaste con expresión de amor, lo que decías era tan dulce, te salía por los ojos, el tono de tu voz y el aroma de tu piel que no podían mentir.

Yo disfrutaba con serenidad la suerte de tenerte, la inmensa dicha de encontrarme en esos instantes mágicos que sabía no volverían a repetirse del mismo modo en toda la eternidad. Luego merendábamos comida comprada en algún restaurante que encontrábamos en el camino. Tú afirmabas que ibas a engordar si seguíamos así, pero no subiste un gramo. Yo miraba un diluvio de hamburguesas y gaseosas y nadaba en medio de ellas, tan solo era mi imaginación. Todo era una broma de la cual ambos éramos cómplices y que nadie más conocía. La pasión era un mar de expectativas que se veían cumplidas con plenitud. Los besos aparecían con espontaneidad cuando menos los esperábamos. Se escapaban de tus labios a los míos y de regreso a los tuyos. Nunca desesperaste ante las adversidades, eso es algo que siempre admiré en ti. En esa época no teníamos ninguna preocupación considerable. No había obstáculos que nos causaran sufrimiento. Vivíamos el momento sin pensar en el mañana.

Recuerdo la última vez que viniste como si fuera ayer. Llegaste y te fuiste. A veces pareciera que te imaginé. Un fantasma tuyo que se presenta por un segundo y desaparece de repente, una ilusión. Nada más quedó tu olor sobre las sábanas y la toalla mojada con la que te secaste después del baño. De otra manera, no podría afirmar con certeza que estuviste aquí. Aún puedo verte, con mis ojos llenos de pasado, en las imágenes que duermen en mis recuerdos casi perfectos, reclinada encima de la almohada. Hicimos el amor como si lo hiciéramos por primera vez, con ansia de tenernos, de poseernos sin reparos. Dos peces juntos en un acuario pequeño e íntimo que se acarician mutuamente.

Cual si estuviéramos dentro de una cápsula de tiempo, aquel aposento se transformó en santuario de sueños. Una torre de marfil donde nada lograba tocarnos, menos el barullo exterior. Voy descubriendo con calma, poco a poco, cada recodo de tu piel con mis manos y mi boca. El sudor cae en cámara lenta, por mi frente, por tu vientre, por todos los ángulos de nuestra humanidad; en un inicio son gotas, se van juntando y forman diminutos chorros, con posterioridad un manantial. Se escurre por la cama y el piso de la habitación. Me inunda, nos desborda. Afuera llueve, adentro también. Escucho mi corazón palpitar, tic, toc, tic, toc. Me parece que el tuyo y el mío están sincronizados, tic, toc, tic, toc, con lentitud al principio, pronto más rápido y fuerte. Nuestra respiración se acelera. Nadie más nos puede escuchar, solo somos nosotros dos en este lugar que nos pertenece. Tu espalda se arquea, tus dedos se aferran a la sábana con obstinación. Luego vienen los fuegos artificiales como mil estrellas multicolores que estallan en el cielo y un enjambre de pétalos de rosas caen sobre nosotros y nos cobijan.

Tú me esperaste, paciente, en ese silencio compartido que únicamente los amantes conocen, hasta que mi alma retornó a mi ser. A continuación, tomamos una ducha. Te colocaste una cinta en el cabello para mantenerlo fijo mientras te bañabas. Abriste la válvula del agua, comenzó a caer, fría primero, caliente después, la tanteaste con tu mano antes de decidirte a entrar. Yo te miré con los ojos incrédulos de un niño, celoso del caudal que te acariciaba. Tú te reías de mí, de mi curiosidad de impúber que mira una mujer desnuda por primera vez. Observaba la sombra que la cortina de baño dibujaba sobre tu cuerpo desnudo, la luz a medias, ese aire irreal que adquiría tu figura debido a la iluminación. El líquido corría y se dispersaba en pequeños hilos, se reunía a tus pies hasta desaparecer por el tragante. No podría decir que era feliz o más bien no me daba cuenta. En ocasiones la felicidad nos alcanza, pero no lo sabemos, al enterarnos, quizá sea demasiado tarde.

Como diría Neruda, nosotros los de entonces ya no somos los mismos, hemos cambiado. Nos equivocamos al creer que seríamos unos niños para siempre, que saldríamos impunes de nuestro reto al devenir. Ahora todo es diferente, de improviso despertamos de un largo sueño. No deseo reflexionar sobre las cosas que nos separan, en lo que no vamos a vivir de nuevo. Desearía poder decirte adiós, sin embargo, no me atrevo, no me resigno a perderte. Tu imagen me sigue a todas partes, sin que yo pueda ni quiera alejarla de mí. Hoy quiero revivir aquellos días en mi pensamiento para olvidar que ya no estás aquí.

Leyó su carta y experimentó una cascada de emociones. Era como si los años no hubieran pasado. Cual si todo el tiempo que los separaba desapareciera por completo y volvieran a ser de nuevo solo ellos dos. El sobre se había mojado y la parte donde aparecía el remitente era ilegible. Aún recordaba su antigua dirección postal y le escribió de inmediato, sin embargo, no recibió contestación. En vano esperó una respuesta, contando los días y las noches. Por las tardes llegaba de su empleo cansada, con el alma en vilo, esperando que él hubiera contestado a su mensaje. Su psique se sumió en un carrusel de sensaciones y remembranzas. Cada correspondencia que encontraba en su buzón era el despertar de una ilusión, un renacer, un volver a vivir. Intentó llamarlo por teléfono a su antiguo número, pero le contestó un extraño que afirmaba no conocerlo. Contactó a los pocos conocidos comunes. Nadie supo darle noticias suyas.

Hasta que una tarde, al retornar a casa, la embargó una tristeza insoslayable y profunda que la envolvía como nube negra de la que no lograba escapar por más que lo intentaba. Un frío recorría su espina dorsal al despertar por la madrugada. Su existencia actual, el trabajo, el estrés cotidiano le parecieron insoportables, una pesada carga que se negaba a tolerar más. Entonces decidió abandonarlo todo y regresar. Se marchó sin comunicárselo a nadie. Cuando llegó al pueblo fue a buscarlo al apartamento donde vivía en la época en que se conocieron. Con ansia tocó la puerta esperando encontrarlo, pero en su lugar apareció una desconocida que le dijo que no lo conocía ni tenía información acerca de él. Todos sus intentos por localizarlo fueron infructuosos.

Ahora está aquí de nuevo y los recuerdos la asaltan. Una marejada que inunda cada fibra de su ser. Sola consigo misma y con sus memorias. El resplandor del sol la ciega, por lo que tiene que entrecerrar sus ojos mientras una pléyade de colores calidoscópicos juegan con su psique. Recuerda la última vez en que estuvieron allí. El gusto de sus labios y la fragancia lavanda de su piel. La dulce sensación de total abandono. La naturaleza que conspiraba para hacerlos felices. El festival de tonalidades estivales en el firmamento.

Se sienta a observar el horizonte azul. Se quita el sombrero y lo acomoda junto a las sandalias en el piso. Se coloca las gafas de natación. Camina hacia el litoral hasta que las olas la alcanzan. Siente el cálido fluido que lame sus pies. Lee de nuevo la carta arrugada de tanto haber sido leída.  Reconoce la caligrafía de Elder sobre el fondo blanco del papel que se agita levemente con la brisa.  Él la escribió, es un lazo que la une al pasado. Se adentra en el mar y la deja ir mientras la observa alejarse.

Sus piernas perciben la tibieza de las aguas color turquesa que las acarician cual si fuera un tierno amante. Introduce el resto de su cuerpo y percibe el vaivén largamente añorado. Los caballos blancos que cabalgan las crestas rompientes la atraen como si se tratara de canto de sirenas. Atraviesa las primeras colinas de líquido que la embisten y pasan por encima de ella, lo que le permite contemplar el lecho marino. Luego sale a la superficie. Son dos mundos opuestos: la quietud del suelo oceánico congelado en el tiempo, y el exterior en que se debaten los anhelos cotidianos.

Comienza a nadar mar adentro como si regresara al seno materno. A medida que avanza, el fluido ingresa a su boca. Pequeñas gotas empañan sus gafas de natación y le impiden distinguir su entorno con claridad. Su rostro sale y se introduce alternativamente en el agua. Continúa sin pausa, pero sin prisa. Brazada a brazada, cual reloj que marcha de manera inexorable. A sus espaldas se observa la costa cada vez más lejana.  Abajo, se adivina un abismo insondable, un rumor ilimitado que la cobija. En la inmensidad oceánica le parece divisar la imagen de Elder que la llama. En su imaginación escucha su voz, una dulce melodía.

El fondo se torna más oscuro al alejarse de tierra firme. Después de largo rato, sus brazos y piernas se cansan. Ya no puede seguir y se deja llevar por la corriente que la sumerge y le permite apreciar la profundidad omnipresente que la envuelve. Arriba, la superficie se agita cual si fuera un espejismo lejano. Los momentos cruciales de su existencia pasan por su consciencia como una película. Su infancia en casa de sus padres, el encuentro con el amor, Elder cuando se despide, los sinsabores de la vida, la carta y su regreso. Incapaz de luchar se abandona a su suerte. No hay nada más que pueda hacer.

A la mañana siguiente una patrulla encontró su auto estacionado cerca de la playa, pero no se localizó a su propietaria. Con posterioridad se supo que la vieron llegar el día anterior, mas no abandonar el sitio, por lo que se inició una búsqueda en el litoral, la población cercana y mar adentro. Por la matrícula de su carro se determinó su nombre y domicilio. No tenía parientes cercanos, esposo o hijos. En su trabajo dijeron que se había ausentado sin dar ninguna explicación. Se tejieron hipótesis acerca de lo ocurrido, sin embargo, no hallaron una razón para su desaparición. ¿Por qué vino desde tan lejos a la ciudad y desapareció después? Finalmente, descubrieron su cuerpo enredado entre los corales y rocas de un arrecife coralino. Al colocarla sobre la superficie del bote de rescate, su yerma humanidad parecía un despojo vegetal que ansiaba retornar al fondo del mar. Sus ojos inertes miraban el vacío. El jefe de la expedición que la halló la observó con aire de desolación y expresó al tiempo que se acomodaba la gorra:

—Es la segunda víctima que fallece por ahogamiento en este mes.

—Sí, con el hombre de hace dos semanas. ¿Cuál era su nombre? —contestó su ayudante.

—Collado… Elder Collado. Había vivido en la ciudad en otra época.

—Curiosamente, ella también era oriunda del lugar, pero residía en otra localidad.

—Es una pena. Aún era joven y hermosa. Su expresión es extraña. Podría jurar que está sonriendo.

lunes, 2 de enero de 2023

Pequeño remolino

Rosario Sánchez Infantas


Tarde interminable de domingo. Busco encontrar una pepita de oro entre el pedregullo de las redes sociales y sus millones de eruditos. A veces hay suerte: una cita ad hoc al agujero existencial propio, un poema cuyo autor tiene el mismo trastorno psicológico que uno, algún mensaje interesante que puede servirle a alguien más, porque ya lo leí y no pasó nada conmigo. En ocasiones se encuentran obras de arte diverso y ensayos interesantes, sin embargo, cuando comienzan las discusiones chauvinistas sobre su origen, o asociaciones burdas como alemán-nazi, ruso-malo, justicia social-comunismo o ateo-inmoral, las redes sociales se hacen insufribles. Por suerte, recordé lo que disfruto, aunque suelo olvidar: ¡Google maps!

Mientras acerco la imagen y me dirijo a Perú me estremecen las figuras que observo sobre la superficie de los mares. Las hay azarosas y que sugieren la acción de fuerzas naturales descomunales y en parte desconocidas. Pero aquellas líneas rectas y las figuras geométricas, ¿qué fuerzas las han realizado? ¡Son más escalofriantes aún! ¡Desconocemos tanto! Fiel a mi estilo me evado de lo que me aterra y me adentro en el continente.

Por casualidad (¿o sincronía?) paso por Ayacucho, la tierra donde se definió el destino de América respecto a la dominación española a comienzos del siglo XIX. El papiro estrujado que es la cordillera de los Andes da para años de exploración, pues, en diferentes altitudes, florecen muchas regiones con flora, fauna, microclimas y culturas peculiares. Me cuesta no quedarme explorando la sierra y desplazo el cursor en línea recta hacia el este, hacia donde el verde empieza a predominar hasta ser totalidad. 

Todavía se aprecian montañas pardas y algunas, más altas, con nieves perpetuas, pero el follaje de la selva va ganando espacio y domina hacia el oriente, en la Amazonía. No puedo dejar de sentir una opresión en el pecho, la de cuando experimento algo muy intenso. ¡Aquello es otro planeta! Es el reino de la voluptuosidad: casi cuarenta grados de temperatura, ochenta y cinco por ciento de humedad, bosques nubosos palpitantes de voces de aves, insectos, mamíferos, réptiles, ciénagas y diluvios. Los genomas se despliegan en esta naturaleza feraz con helechos de tres metros de altura. Si la dejan la vegetación y sus seres reales y fantásticos desaparecerían la civilización en muy poco tiempo. Hacia el oriente paulatinamente las montañas son escasas y más pequeñas; entonces se extiende la llanura amazónica.

Me quedaré en la llamada «selva alta», donde el suelo aún es accidentado, porque siento profundo dolor empático por aquellos incas que, tras la conquista española, resistieron por cuarenta años en esta región. Tanto tiempo he pasado siguiendo el curso de los ríos, contrastando libros de historia con estos parajes de casi nula ocupación humana y que por lo tanto no todos están nombrados en los mapas. Sé que a la misma latitud que Ayacucho está Vitcos, el sitio en el cual se estableció Tupac Amaru I, el último inca de la resistencia frente a la invasión española.

Conforme voy ampliando las imágenes, como si alguna mano generosa me ayudara, surgen en medio de la cordillera selvática nombres de lugares que están próximos a Vitcos: Choquequirao, Aguas calientes, Vilcabamba y… ¡Vitcos! Amplío la imagen debajo de dicho nombre, veo un poblado pequeño y contemporáneo a la orilla de un río. ¡Nada que muestre restos incas! Alejo un poco la imagen y en la cima de un monte pequeño cercano al pueblo actual de Vitcos emerge la imagen de un conjunto de construcciones pétreas de clara hechura del siglo XVI. Se trata de una explanada cubierta por pasto silvestre, cuyos cerros aledaños presentan la densa vegetación típica de la selva.  

Imagino lo que habrán tenido que pasar estos habitantes del imperio incaico que, luego de su alianza con los conquistadores españoles, notaron su voracidad por los metales preciosos y el desprecio por los nativos. La elite gobernante tenía su sede en poblados alto andinos y tras la toma violenta del imperio por los conquistadores, debió adentrarse en la selva inaccesible para organizar desde ahí la resistencia. Ellos, sus servidores y los animales de carga debieron sufrir mucho en ese proceso. Me sentí en la explanada, escuché los sonidos de una variedad de animales, experimenté en mi propia piel el calor sofocante y húmedo de los inmigrantes arropados en sus túnicas de lana de auquénidos, el sudor rodando por sus cuerpos pegajosos. Miré los cerros aledaños, conjeturé por dónde ingresaban las cada vez más frecuentes intrusiones hostiles de las huestes españolas y experimenté la tensión de la situación.

Focalizo la parte más elevada de la explanada e imagino que los vigilantes pudieron detectar tempranamente, en 1572, la incursión de casi tres mil españoles y sus aliados nativos. Mirando hacia la espesa vegetación recuerdo que, a pesar de haberse internado en el bosque, Túpac Amaru I, sus familiares y colaboradores, un escuadrón los persiguió y tomó prisioneros en estas montañas. Imagino el lugar por el cual llevaron encadenado al último señor del imperio incaico, lo juzgaron y ejecutaron públicamente. Me conmuevo al evocar la exclamación indígena unánime que siguió a su muerte en la plaza principal del Cusco, cuando escucho, detrás de mí, que me saludan en la lengua quechua de la cual solo conozco algunas palabras. Con gran sorpresa entiendo a cabalidad el saludo. Me vuelvo y veo a un jovencito de aproximadamente unos catorce años vestido a la usanza inca. Estoy anonadada. Vivo sola en mi departamento y no escuché ingresar a nadie. Además, desde hace quinientos años ya no se emplea ropa nativa en Sud América, sino que se viste de acuerdo a los patrones europeos. 

Contesto el saludo en español y advierto que mi interlocutor me entiende. Me siento abrumada, creo que se trata de un muchacho contemporáneo disfrazado de habitante inca. ¿Cómo y para qué ingresó a mi vivienda? Mi joven y delgado interlocutor, de tez morena, cabellos negros y mirada vivaz, parece tener apuro y muy buena capacidad de síntesis. Sin preámbulos me dice que es un riwutu, es decir, alguien que murió de forma trágica y por lo tanto su alma permanece en este mundo. Fue lanceado por un español en 1566 en las inmediaciones del poblado de Lucma al pretender impedir el paso de unos negociadores españoles rumbo a Vitcos. Como muchos curacas, guardias y servidores del inca gobernante en su autoexilio selvático, él desconfiaba de alianzas con los españoles. En efecto, pese a la firma de un tratado de reconciliación, murió en circunstancias desconocidas Titu Cusi Yupanqui el penúltimo inca rebelde, y recrudecieron las hostilidades. Me explicó que su alma no tenía acceso al camino del retorno al principio y que estaba en este mundo para ayudar a los vivos en sus diversas necesidades. Podía hacerlo conmigo a cambio de que lo atendiera según las costumbres del imperio incaico. Tenía que hacer una miniatura de santuario en el lugar en el que había fallecido: el puente que cruza el río Vilcanota en Lucma, a unas seis horas de Vitcos. Debía colocar en ella un candil, flores y algunos alimentos como ofrendas.

Akapana, que significa «pequeño remolino», habla tan rápido, pasando de una idea a otra sin darme tiempo de procesar bien la información. Cuando me doy cuenta ya tengo trabajo pendiente para él. Suspira y me explica:

—Con todo lo que significó la conquista: ruptura de nuestra organización, degradación extrema de mi pueblo, mortandad por enfermedades desconocidasla resistencia y la migración obligatoria, ya no se nos despidió como era acostumbrado. Nuestros velatorios, eran momentos de diálogo amoroso y muy cercano de la comunidad con el alma del difunto. Se recordaba la vida del alma, en especial las situaciones de dificultades personales, familiares o comunitarias. Pues, se quería despedir el alma restaurada de sus deudas o faltas que pudiera haber cometido, perdonada, reconciliada, armonizada en sus relaciones con las personas y la comunidad. También quienes le hicieron daño en su vida se acercaban al difunto para pedirle perdón. Mi cuerpo se lo llevó el río. Nadie hizo, para mí, nuestros rituales que convencen con ternura y afecto, que morir no es el final de la persona; que la muerte es continuidad de cada uno dentro de la totalidad existencial y universal. ¿Te imaginas lo que son cuatrocientos cincuenta y seis años friéndose en sus propios rencores y culpas?

Muy de vez en cuando he sentido pavor ante la idea de desaparecer por toda la eternidad en medio de lo desconocido, cuando muera. Al escuchar a Akapana entendí de manera cabal sus sentimientos y yo misma encontré consuelo al imaginar hicieran para mí este ritual de despedida. Una gran paz me embargó, la disfrutaba cuando la sirena de una ambulancia me sobresaltó. Me había quedado dormida realizando una monografía de fin de curso acerca del sentido de la muerte en la cosmovisión andina.

Fue tan vívido e impresionante mi sueño que le propuse a un amigo realizar un viaje al Cusco en las vacaciones. Desde la capital del imperio llegamos en unas horas a Lucma. Contacté con un albañil del lugar que realizó, en la orilla del río Vilcabamba, esa especie de capillita que es muy frecuente al borde de las carreteras en el lugar de accidentes trágicos en el Perú. Coloqué flores, un par de velas y dos panecitos dulces. Profundamente conmovida le pedí perdón a Akapana por la soledad y el abandono. Le perdoné por las faltas que pudiera haber cometido en su vida, y disfruté un momento de plenitud, sintiéndome vinculada a alguien de mi comunidad ancestral. Comprobaba que, en la cosmovisión andina las almas contribuyen a la restauración de la armonía y el equilibrio de las relaciones existenciales.

A los diez días al regresar del Cusco, ya en el taxi, recordaba con mucha alegría haberle contado mi sueño al albañil y a su esposa, en el pueblo de Lucma. La joven señora se había ofrecido a atender la capillita de Akapana. Ya en casa, me siento a descansar en el sofá, ingreso a mi cuenta de una red social y veo que un amigo me ha reenviado un comunicado con los ganadores de unos Juegos florales universitarios en los que participé. Veo mi seudónimo: Akapana y mi nombre.

—¡Gracias, hermanito Akapana! ¡Eres un gran riwutu!

La muerte es la continuidad del ser dentro de la totalidad existencial y universal, recordé haber leído por ahí. Me una con la totalidad de espacios y tiempos.