Roberto Cruz Murcia
Por la calzada que
lleva a la costa puede observarse la vegetación de arbustos que extiende sus
ramajes poblados de pájaros que dan la bienvenida a los visitantes. Las
buganvilias púrpuras y rosadas cuelgan de las paredes níveas y resplandecientes
de las pequeñas casas costeras. Ella conoce la vía desde hace mucho, pero
algunos lugares han cambiado. Nuevas edificaciones, restaurantes que antes no
existían, varios sitios no han envejecido bien. La hierba se torna más escasa en
el terreno arenoso en la medida que su auto se acerca al mar. De pronto surge
el hemisferio azul profundo en lontananza, con toda su infinitud.
Estaciona su carro
y se baja para contemplar el paisaje. La playa se ilumina con el sol en una
mañana de cielo limpio con diáfanas veladuras blancas, un tenue manto que se
extiende sobre la bóveda celeste. El océano despliega sus limpias aguas que
acarician la arena suavemente. Algunas palmeras ciernen las hojas de sus coronas
y se inclinan desafiando el viento. Se dirige hacia donde se encuentran los
demás bañistas y recorre el litoral. El paraje es visitado por una multitud de personas
que viene a sucumbir a sus encantos desde diversas localidades. La mayoría se
agrupan en los quioscos, colocan sus sombrillas y toallas sobre el suelo y
danzan al ritmo de las olas. Los niños pequeños en la orilla, alcanzados por el
oleaje sediento, son acompañados por adultos o juegan despreocupados.
Violeta Perasi retorna
al lugar en que fue feliz como se regresa al hogar paterno después de mucho
tiempo de añoranza. Se entretiene mirando el paisaje por unos minutos. Pareciera
que nada ha cambiado a su alrededor. Sus sandalias se hunden en la superficie mientras
camina. Puede sentir los granitos de arena que se cuelan entre los dedos de sus
pies. Su cuerpo menudo se desplaza con la agilidad de una gacela. Luce bañador
de una pieza de color degradado, rojo carmesí y celeste. Lleva el cabello negro
recogido en una cola y sombrero playero. Se descalza, toma las sandalias en la
mano izquierda y se aproxima al borde. Sus pies desnudos se confunden con las tibias
olas que llegan hasta ellos haciendo un vaivén rítmico y constante. Un espíritu
de calma la invade. Arriba el azul del cielo, a lo lejos, el de la mar
infinita.
Solía venir con
sus padres cuando era niña. Allí se sentía feliz, viva, más que en cualquier
otro sitio. Los recuerdos acuden a su mente como si hubieran ocurrido ayer. Las
tibias mañanas de verano en que iban a disfrutar del clima, los preparativos
antes de salir de casa, la merienda que su madre preparaba consistente en
huevos cocidos y emparedados de atún. Su
padre, Alberto, conducía su viejo auto Buick modelo 1954 siempre por la misma
ruta. El aire cálido se colaba torrencial por las ventanas y le daba en el
rostro. Podía observar el suelo cercano que se movía con mucha rapidez a
diferencia del fondo de árboles que iban más despacio.
Al llegar
aparcaban el vehículo y buscaban un espacio próximo a la playa donde dejaban
sus pertenencias. Su mamá reposaba sobre el margen, en tanto su progenitor se
adentraba en el agua y la levantaba en brazos para que sintiera el vaivén del
oleaje. Luego, se sentaban bajo la sombra de una palmera. Recuerda el gusto
salobre en sus labios. La fresca sensación de la brisa que recorría su torso
húmedo. El cabello pegajoso producto de la sal. Las voces anónimas que se
escuchaban en el ambiente. Caminaba por la orilla de la mano de su madre y
hacían castillos de arena o jugaban a enterrarse cubriéndose el cuerpo con
ella. Ahora todos se han marchado.
Hace mucho que no
venía. Regresar, es volver a soñar, soñar, es vivir nuevamente. Sin nada más
por qué existir, se vive de los recuerdos como del pan y el vino. Si bien juró
retornar, no estaba consciente de todos los obstáculos que enfrentaría que le
harían postergar su retorno por tanto tiempo. Allí conoció al amor de su vida. Elder
Collado tenía diecinueve años, ella dieciocho. Fue una tarde de 1979. Sus
amigos se habían ido, pero decidió quedarse unos momentos más, no sabe por qué
razón. Los hechos cruciales de nuestra existencia llegan sin que nos demos
cuenta. Él hacía trazos sobre papel, sentado en un banco, cuando lo vio por
primera vez. La curiosidad la hizo acercarse y le preguntó:
—Hola. ¿Qué haces?
Él estaba ensimismado.
La miró como quien acaba de despertar de un sueño profundo y respondió:
—Dibujo lo que considero interesante.
Ella se acercó y
miró su dibujo, era precioso. Nunca había visto uno tan bonito.
—Me parece espectacular —dijo con
sinceridad.
—Gracias. Tengo otros si quieres verlos.
—Le mostró una carpeta que contenía sus dibujos. —También pinto.
Ella se sentó a su lado y la tomó. Había
representaciones de ramas multiformes desgajadas de árboles centenarios, espléndidas
puestas de sol, olas rompientes sobre rocas magníficas, pájaros austeros en su
vuelo, dibujados o coloreados con precisión y belleza. Estuvo un buen rato
observándolo trabajar y hablando con él. Luego intercambiaron números
telefónicos y acordaron reencontrarse la semana siguiente. Ese fue el inicio de
una relación que los llevaría a lugares insospechados.
Se sienta a la
sombra de una palmera a contemplar el oleaje. Unos chicos pasan a su lado con
sus tablas de surfear, riendo despreocupados cual si no existiera el mañana. El
tiempo les pertenece a aquellos que aman. Ella ama los momentos felices que
pasó. Aun cuando sabe que no volverán, nadie puede arrebatárselos. Se aferra a
sus memorias como los barcos se aferran al mar. Es lo único que le queda en el
mundo.
Él le pidió que le
sirviera de modelo, Violeta aceptó. Se reunían y la dibujaba en diferentes
posiciones y diversos escenarios. Luego pintó varios cuadros. Al dibujar su
figura, Elder se fue enamorando de las curvas de su cuerpo, la tonalidad y
tersura de la piel, su maravillosa sonrisa que iluminaba el día. Ella percibía
cómo su mirada la acariciaba. El paso de la admiración al contacto físico se realizó
de manera espontánea cuando él se acercó para corregir su posición. Al aproximarse
un impulso irresistible los hizo besarse. El amor surgió de forma natural y se
volvieron inseparables. Recorrían las calles tomados de la mano, sin
importarles lo que acontecía a su alrededor. Si se besaban el tiempo se detenía
y su entorno se opacaba.
Ella sabía con
anticipación lo que Elder iba a decirle y a él le ocurría lo mismo. Con
frecuencia la llamaba por teléfono si se encontraba pensando en él. Otras veces,
si ansiaba verlo, podía hallarlo sin que él le dijera con antelación donde
encontrarlo. También percibía sus sentimientos mientras él no estaba presente,
su tristeza, preocupación o alegría. Al ponerse el sol caminaban por las avenidas
durmientes. Las luces de los faroles encendidos eran un collar de perlas que
adornaba el firmamento del puerto. Por las ventanas iluminadas de las casas se
adivinaban los múltiples dramas personales, alegrías y tristezas, historias de
seres anónimos que las poblaban cual fantasmas. Amaban el estío igual que se
aman las flores, sin vacilación, ni reservas. En cada rincón encontraban sorpresas,
ilusiones, nuevos amaneceres, un fresco cielo, una tierra renovada.
Violeta camina
durante media hora, sin prisa, por largo trecho, hasta que se aleja de la
mirada de los bañistas. Sus huellas sobre el litoral son el único indicio de
que ha deambulado por allí. Siente en su piel la brisa que alivia un poco el bochorno
tropical. Regresa al emplazamiento que conocía tan bien, al que siempre soñó
volver. Debe cruzar una zona rocosa que forma una barrera natural que ahuyenta
a los curiosos. Más allá hay un remanso aislado por un acantilado monumental. Cuando
llega, el pasado la golpea cual viento que la envuelve de manera inesperada.
Todo está tal como lo recuerda: la playa de arena blanca, el sol, las paredes de
arenisca milenaria horadadas por el oleaje rencoroso forman un arco que se
interna en el mar, en cuyo recodo protector se amaron tantas veces. Era su refugio,
un lugar que sentían propio, en el que podían ser ellos mismos sin limitaciones.
El sitio del que no debió partir.
Él vivía en un
apartamento situado cerca de la playa, por lo que alternaban el tiempo entre
ambas ubicaciones. Juntos descubrieron y descifraron el abecedario del amor, despacio,
sin planearlo, con naturalidad. Las manos de Elder la desnudaron con la
prudencia de un cirujano, recorrieron con paciencia su figura como quien
descubre un territorio inexplorado. Su hermoso y delicado talle, las caderas
generosas, sus pompis perfectos, los senos vírgenes turgentes con aureolas rosadas
que semejaban melocotones maduros. Ella amó aquellos cálidos labios que atesoraron
cada centímetro de su humanidad, a los que se abrió cual si fuera un capullo
floral cuyos pétalos se extienden por fin a la luz del sol. Al consumar su unión sabían que habían
esperado ese momento desde siempre.
Ella se dejó amar
en un principio hasta que venció su natural timidez y se entregó con plenitud. Su
respiración entrecortada se escuchaba en medio del silencio, los gemidos
gentiles, el dulce lenguaje del amor sin palabras, la felicidad mutua al
saberse unidos en cuerpo y alma se desbordaba, una copa rebosante cuya dorada
espuma los envolvía. La penumbra de la habitación en la que se insinuaban los
objetos era su cómplice, les susurraba frases tiernas al oído. Cada caricia era
perfecta. Toda expresión salía del corazón. Fuera quedaban la incertidumbre,
vanidad, confusión, ruido; dentro reinaban la calidez, paz, seguridad. Se
tenían uno al otro y eso era todo lo que necesitaban.
Sin embargo, comprendían
que no estarían así siempre, por lo que deseaban disfrutar su amor mientras
podían. Los padres de ella se opusieron a la relación, pues lo consideraban un
artista sin futuro. La enviaron a estudiar lejos para que no tuvieran contacto.
Entonces creyeron que la separación sería temporal. Esperaban reunirse de nuevo
cuando la situación se los permitiera. Recuerda sus lágrimas al despedirse, el
último adiós. Al cerrarse la puerta de su apartamento, donde se vieron por
última vez, no comprendió el abismo que se abría entre los dos en ese momento. Por la mañana sus
progenitores la llevaron a la
estación.
A pesar de que sabía que no era bienvenido, Elder llegó corriendo al andén con el
tren en movimiento. Ella lo observó desde la ventana de su vagón. Su figura se
volvía más pequeña hasta perderse de vista.
Al arribar a la
ciudad la esperaba su tía Luisa, quien la hospedó por esa noche y el día
siguiente tomó un avión que la llevaría a su destino final. Luego los meses pasaron
y los falsos de aquellos que intentaron separarlos hicieron efecto. A ella le dijeron
que Elder tenía una mujer, a él otro tanto. El estrés de la vida cotidiana hizo
su trabajo y el viento del tiempo avanzó inexorable. Este y la distancia se
interpusieron en su camino. Se casó con un hombre del que salió embarazada, al cual
no amaba y con el que fue infeliz. Tras dos años de un matrimonio en el que
sufrió abuso físico y mental por parte de su marido, llegó la ruptura. Antes de
que su separación él efectuó compras con la tarjeta de crédito de ella sin su
consentimiento por una cantidad exorbitante que no pagó a propósito. Violeta
estuvo abonando la deuda por varios años. Su hijo murió un año después de su
divorcio y era todo lo que tenían en común. No volvieron a comunicarse. En ese momento vivía
una existencia solitaria, vacía y anónima en una gran urbe en la que ejercía una
ocupación monótona y sin futuro, luchando por alcanzar el fin de mes para pagar
sus deudas.
Tiempo atrás
publicó un anuncio en un diario de circulación nacional en el que solicitaba
ayuda para encontrar a su perrita perdida, Bonnie. Como muchas personas a fines
de los años ochenta Violeta no poseía un teléfono, por lo que solo consignó
nombre y dirección postal junto a una fotografía en que sostenía a su mascota,
para que si alguien la encontraba pudiera contactarla. Durante varias semanas
la buscó en vano. Cuando al fin la localizó descubrió que había muerto
atropellada por un auto. Aún sufría la pena de perderla. Un día, al revisar su
buzón, encontró una carta de Elder. La tomó por sorpresa, pues creía que él la
había olvidado.
Recuerdas cómo nos
veíamos entonces. Tú llegabas a visitarme y comenzábamos a hablar de tantas
cosas: lo sucedido ese día, nos reíamos de cualquier conocido, de lo dicho por
él o ella, de mi respuesta, de la canción que te gustaba y a la cual yo le cambié
el título para hacerte reír. Tú dijiste que habías conversado con el cantante
en persona, cuando te ganaste el derecho de ir con tus amigas a su camerino al
término de una presentación. Después la tarareaste con expresión de amor, lo
que decías era tan dulce, te salía por los ojos, el tono de tu voz y el aroma
de tu piel que no podían mentir.
Yo disfrutaba con
serenidad la suerte de tenerte, la inmensa dicha de encontrarme en esos
instantes mágicos que sabía no volverían a repetirse del mismo modo en toda la
eternidad. Luego merendábamos comida comprada en algún restaurante que
encontrábamos en el camino. Tú afirmabas que ibas a engordar si seguíamos así,
pero no subiste un gramo. Yo miraba un diluvio de hamburguesas y gaseosas y
nadaba en medio de ellas, tan solo era mi imaginación. Todo era una broma de la
cual ambos éramos cómplices y que nadie más conocía. La pasión era un mar de
expectativas que se veían cumplidas con plenitud. Los besos aparecían con
espontaneidad cuando menos los esperábamos. Se escapaban de tus labios a los
míos y de regreso a los tuyos. Nunca desesperaste ante las adversidades, eso es
algo que siempre admiré en ti. En esa época no teníamos ninguna preocupación considerable.
No había obstáculos que nos causaran sufrimiento. Vivíamos el momento sin
pensar en el mañana.
Recuerdo la última
vez que viniste como si fuera ayer. Llegaste y te fuiste. A veces pareciera que
te imaginé. Un fantasma tuyo que se presenta por un segundo y desaparece de
repente, una ilusión. Nada más quedó tu olor sobre las sábanas y la toalla
mojada con la que te secaste después del baño. De otra manera, no podría
afirmar con certeza que estuviste aquí. Aún puedo verte, con mis ojos llenos de
pasado, en las imágenes que duermen en mis recuerdos casi perfectos, reclinada
encima de la almohada. Hicimos el amor como si lo hiciéramos por primera vez,
con ansia de tenernos, de poseernos sin reparos. Dos peces juntos en un acuario
pequeño e íntimo que se acarician mutuamente.
Cual si
estuviéramos dentro de una cápsula de tiempo, aquel aposento se transformó en
santuario de sueños. Una torre de marfil donde nada lograba tocarnos, menos el
barullo exterior. Voy descubriendo con calma, poco a poco, cada recodo de tu
piel con mis manos y mi boca. El sudor cae en cámara lenta, por mi frente, por
tu vientre, por todos los ángulos de nuestra humanidad; en un inicio son gotas,
se van juntando y forman diminutos chorros, con posterioridad un manantial. Se
escurre por la cama y el piso de la habitación. Me inunda, nos desborda. Afuera
llueve, adentro también. Escucho mi corazón palpitar, tic, toc, tic, toc. Me
parece que el tuyo y el mío están sincronizados, tic, toc, tic, toc, con
lentitud al principio, pronto más rápido y fuerte. Nuestra respiración se
acelera. Nadie más nos puede escuchar, solo somos nosotros dos en este lugar
que nos pertenece. Tu espalda se arquea, tus dedos se aferran a la sábana con
obstinación. Luego vienen los fuegos artificiales como mil estrellas multicolores
que estallan en el cielo y un enjambre de pétalos de rosas caen sobre nosotros
y nos cobijan.
Tú me esperaste,
paciente, en ese silencio compartido que únicamente los amantes conocen, hasta
que mi alma retornó a mi ser. A continuación, tomamos una ducha. Te colocaste una
cinta en el cabello para mantenerlo fijo mientras te bañabas. Abriste la
válvula del agua, comenzó a caer, fría primero, caliente después, la tanteaste
con tu mano antes de decidirte a entrar. Yo te miré con los ojos incrédulos de
un niño, celoso del caudal que te acariciaba. Tú te reías de mí, de mi curiosidad
de impúber que mira una mujer desnuda por primera vez. Observaba la sombra que
la cortina de baño dibujaba sobre tu cuerpo desnudo, la luz a medias, ese aire
irreal que adquiría tu figura debido a la iluminación. El líquido corría y se
dispersaba en pequeños hilos, se reunía a tus pies hasta desaparecer por el
tragante. No podría decir que era feliz o más bien no me daba cuenta. En
ocasiones la felicidad nos alcanza, pero no lo sabemos, al enterarnos, quizá
sea demasiado tarde.
Como diría Neruda,
nosotros los de entonces ya no somos los mismos, hemos cambiado. Nos
equivocamos al creer que seríamos unos niños para siempre, que saldríamos
impunes de nuestro reto al devenir. Ahora todo es diferente, de improviso despertamos
de un largo sueño. No deseo reflexionar sobre las cosas que nos separan, en lo
que no vamos a vivir de nuevo. Desearía poder decirte adiós, sin embargo, no me
atrevo, no me resigno a perderte. Tu imagen me sigue a todas partes, sin que yo
pueda ni quiera alejarla de mí. Hoy quiero revivir aquellos días en mi
pensamiento para olvidar que ya no estás aquí.
Leyó su carta y experimentó
una cascada de emociones. Era como si los años no hubieran pasado. Cual si todo
el tiempo que los separaba desapareciera por completo y volvieran a ser de
nuevo solo ellos dos. El sobre se había mojado y la parte donde aparecía el
remitente era ilegible. Aún recordaba su antigua dirección postal y le escribió
de inmediato, sin embargo, no recibió contestación. En vano esperó una
respuesta, contando los días y las noches. Por las tardes llegaba de su empleo
cansada, con el alma en vilo, esperando que él hubiera contestado a su mensaje.
Su psique se sumió en un carrusel de sensaciones y remembranzas. Cada
correspondencia que encontraba en su buzón era el despertar de una ilusión, un
renacer, un volver a vivir. Intentó llamarlo por teléfono a su antiguo número,
pero le contestó un extraño que afirmaba no conocerlo. Contactó a los pocos
conocidos comunes. Nadie supo darle noticias suyas.
Hasta que una
tarde, al retornar a casa, la embargó una tristeza insoslayable y profunda que
la envolvía como nube negra de la que no lograba escapar por más que lo intentaba.
Un frío recorría su espina dorsal al despertar por la madrugada. Su existencia
actual, el trabajo, el estrés cotidiano le parecieron insoportables, una pesada
carga que se negaba a tolerar más. Entonces decidió abandonarlo todo y
regresar. Se marchó sin comunicárselo a nadie. Cuando llegó al pueblo fue a
buscarlo al apartamento donde vivía en la época en que se conocieron. Con ansia
tocó la puerta esperando encontrarlo, pero en su lugar apareció una desconocida
que le dijo que no lo conocía ni tenía información acerca de él. Todos sus
intentos por localizarlo fueron infructuosos.
Ahora está aquí de
nuevo y los recuerdos la asaltan. Una marejada que inunda cada fibra de su ser.
Sola consigo misma y con sus memorias. El resplandor del sol la ciega, por lo
que tiene que entrecerrar sus ojos mientras una pléyade de colores
calidoscópicos juegan con su psique. Recuerda la última vez en que estuvieron
allí. El gusto de sus labios y la fragancia lavanda de su piel. La dulce
sensación de total abandono. La naturaleza que conspiraba para hacerlos
felices. El festival de tonalidades estivales en el firmamento.
Se sienta a
observar el horizonte azul. Se quita el sombrero y lo acomoda junto a las
sandalias en el piso. Se coloca las gafas de natación. Camina hacia el litoral
hasta que las olas la alcanzan. Siente el cálido fluido que lame sus pies. Lee de
nuevo la carta arrugada de tanto haber sido leída. Reconoce la caligrafía de Elder sobre el fondo
blanco del papel que se agita levemente con la brisa. Él la escribió, es un lazo que la une al
pasado. Se adentra en el mar y la deja ir mientras la observa alejarse.
Sus piernas
perciben la tibieza de las aguas color turquesa que las acarician cual si fuera
un tierno amante. Introduce el resto de su cuerpo y percibe el vaivén largamente
añorado. Los caballos blancos que cabalgan las crestas rompientes la atraen como
si se tratara de canto de sirenas. Atraviesa las primeras colinas de líquido
que la embisten y pasan por encima de ella, lo que le permite contemplar el lecho
marino. Luego sale a la superficie. Son dos mundos opuestos: la quietud del
suelo oceánico congelado en el tiempo, y el exterior en que se debaten los
anhelos cotidianos.
Comienza a nadar mar
adentro como si regresara al seno materno. A medida que avanza, el fluido ingresa
a su boca. Pequeñas gotas empañan sus gafas de natación y le impiden distinguir
su entorno con claridad. Su rostro sale y se introduce alternativamente en el
agua. Continúa sin pausa, pero sin prisa. Brazada a brazada, cual reloj que
marcha de manera inexorable. A sus espaldas se observa la costa cada vez más
lejana. Abajo, se adivina un abismo
insondable, un rumor ilimitado que la cobija. En la inmensidad oceánica le parece
divisar la imagen de Elder que la llama. En su imaginación escucha su voz, una
dulce melodía.
El fondo se torna más
oscuro al alejarse de tierra firme. Después de largo rato, sus brazos y piernas
se cansan. Ya no puede seguir y se deja llevar por la corriente que la sumerge
y le permite apreciar la profundidad omnipresente que la envuelve. Arriba, la
superficie se agita cual si fuera un espejismo lejano. Los momentos cruciales
de su existencia pasan por su consciencia como una película. Su infancia en
casa de sus padres, el encuentro con el amor, Elder cuando se despide, los sinsabores
de la vida, la carta y su regreso. Incapaz de luchar se abandona a su suerte.
No hay nada más que pueda hacer.
A la mañana
siguiente una patrulla encontró su auto estacionado cerca de la playa, pero no
se localizó a su propietaria. Con posterioridad se supo que la vieron llegar el
día anterior, mas no abandonar el sitio, por lo que se inició una búsqueda en
el litoral, la población cercana y mar adentro. Por la matrícula de su carro se
determinó su nombre y domicilio. No tenía parientes cercanos, esposo o hijos.
En su trabajo dijeron que se había ausentado sin dar ninguna explicación. Se
tejieron hipótesis acerca de lo ocurrido, sin embargo, no hallaron una razón
para su desaparición. ¿Por qué vino desde tan lejos a la ciudad y desapareció
después? Finalmente, descubrieron su cuerpo enredado entre los corales y rocas
de un arrecife coralino. Al colocarla sobre la superficie del bote de rescate,
su yerma humanidad parecía un despojo vegetal que ansiaba retornar al fondo del
mar. Sus ojos inertes miraban el vacío. El jefe de la expedición que la halló
la observó con aire de desolación y expresó al tiempo que se acomodaba la gorra:
—Es la segunda víctima que fallece por
ahogamiento en este mes.
—Sí, con el hombre de hace dos semanas.
¿Cuál era su nombre? —contestó su ayudante.
—Collado… Elder Collado. Había vivido en
la ciudad en otra época.
—Curiosamente, ella también era oriunda del
lugar, pero residía en otra localidad.
—Es una pena. Aún era joven y hermosa. Su
expresión es extraña. Podría jurar que está sonriendo.