lunes, 2 de enero de 2023

Pequeño remolino

Rosario Sánchez Infantas


Tarde interminable de domingo. Busco encontrar una pepita de oro entre el pedregullo de las redes sociales y sus millones de eruditos. A veces hay suerte: una cita ad hoc al agujero existencial propio, un poema cuyo autor tiene el mismo trastorno psicológico que uno, algún mensaje interesante que puede servirle a alguien más, porque ya lo leí y no pasó nada conmigo. En ocasiones se encuentran obras de arte diverso y ensayos interesantes, sin embargo, cuando comienzan las discusiones chauvinistas sobre su origen, o asociaciones burdas como alemán-nazi, ruso-malo, justicia social-comunismo o ateo-inmoral, las redes sociales se hacen insufribles. Por suerte, recordé lo que disfruto, aunque suelo olvidar: ¡Google maps!

Mientras acerco la imagen y me dirijo a Perú me estremecen las figuras que observo sobre la superficie de los mares. Las hay azarosas y que sugieren la acción de fuerzas naturales descomunales y en parte desconocidas. Pero aquellas líneas rectas y las figuras geométricas, ¿qué fuerzas las han realizado? ¡Son más escalofriantes aún! ¡Desconocemos tanto! Fiel a mi estilo me evado de lo que me aterra y me adentro en el continente.

Por casualidad (¿o sincronía?) paso por Ayacucho, la tierra donde se definió el destino de América respecto a la dominación española a comienzos del siglo XIX. El papiro estrujado que es la cordillera de los Andes da para años de exploración, pues, en diferentes altitudes, florecen muchas regiones con flora, fauna, microclimas y culturas peculiares. Me cuesta no quedarme explorando la sierra y desplazo el cursor en línea recta hacia el este, hacia donde el verde empieza a predominar hasta ser totalidad. 

Todavía se aprecian montañas pardas y algunas, más altas, con nieves perpetuas, pero el follaje de la selva va ganando espacio y domina hacia el oriente, en la Amazonía. No puedo dejar de sentir una opresión en el pecho, la de cuando experimento algo muy intenso. ¡Aquello es otro planeta! Es el reino de la voluptuosidad: casi cuarenta grados de temperatura, ochenta y cinco por ciento de humedad, bosques nubosos palpitantes de voces de aves, insectos, mamíferos, réptiles, ciénagas y diluvios. Los genomas se despliegan en esta naturaleza feraz con helechos de tres metros de altura. Si la dejan la vegetación y sus seres reales y fantásticos desaparecerían la civilización en muy poco tiempo. Hacia el oriente paulatinamente las montañas son escasas y más pequeñas; entonces se extiende la llanura amazónica.

Me quedaré en la llamada «selva alta», donde el suelo aún es accidentado, porque siento profundo dolor empático por aquellos incas que, tras la conquista española, resistieron por cuarenta años en esta región. Tanto tiempo he pasado siguiendo el curso de los ríos, contrastando libros de historia con estos parajes de casi nula ocupación humana y que por lo tanto no todos están nombrados en los mapas. Sé que a la misma latitud que Ayacucho está Vitcos, el sitio en el cual se estableció Tupac Amaru I, el último inca de la resistencia frente a la invasión española.

Conforme voy ampliando las imágenes, como si alguna mano generosa me ayudara, surgen en medio de la cordillera selvática nombres de lugares que están próximos a Vitcos: Choquequirao, Aguas calientes, Vilcabamba y… ¡Vitcos! Amplío la imagen debajo de dicho nombre, veo un poblado pequeño y contemporáneo a la orilla de un río. ¡Nada que muestre restos incas! Alejo un poco la imagen y en la cima de un monte pequeño cercano al pueblo actual de Vitcos emerge la imagen de un conjunto de construcciones pétreas de clara hechura del siglo XVI. Se trata de una explanada cubierta por pasto silvestre, cuyos cerros aledaños presentan la densa vegetación típica de la selva.  

Imagino lo que habrán tenido que pasar estos habitantes del imperio incaico que, luego de su alianza con los conquistadores españoles, notaron su voracidad por los metales preciosos y el desprecio por los nativos. La elite gobernante tenía su sede en poblados alto andinos y tras la toma violenta del imperio por los conquistadores, debió adentrarse en la selva inaccesible para organizar desde ahí la resistencia. Ellos, sus servidores y los animales de carga debieron sufrir mucho en ese proceso. Me sentí en la explanada, escuché los sonidos de una variedad de animales, experimenté en mi propia piel el calor sofocante y húmedo de los inmigrantes arropados en sus túnicas de lana de auquénidos, el sudor rodando por sus cuerpos pegajosos. Miré los cerros aledaños, conjeturé por dónde ingresaban las cada vez más frecuentes intrusiones hostiles de las huestes españolas y experimenté la tensión de la situación.

Focalizo la parte más elevada de la explanada e imagino que los vigilantes pudieron detectar tempranamente, en 1572, la incursión de casi tres mil españoles y sus aliados nativos. Mirando hacia la espesa vegetación recuerdo que, a pesar de haberse internado en el bosque, Túpac Amaru I, sus familiares y colaboradores, un escuadrón los persiguió y tomó prisioneros en estas montañas. Imagino el lugar por el cual llevaron encadenado al último señor del imperio incaico, lo juzgaron y ejecutaron públicamente. Me conmuevo al evocar la exclamación indígena unánime que siguió a su muerte en la plaza principal del Cusco, cuando escucho, detrás de mí, que me saludan en la lengua quechua de la cual solo conozco algunas palabras. Con gran sorpresa entiendo a cabalidad el saludo. Me vuelvo y veo a un jovencito de aproximadamente unos catorce años vestido a la usanza inca. Estoy anonadada. Vivo sola en mi departamento y no escuché ingresar a nadie. Además, desde hace quinientos años ya no se emplea ropa nativa en Sud América, sino que se viste de acuerdo a los patrones europeos. 

Contesto el saludo en español y advierto que mi interlocutor me entiende. Me siento abrumada, creo que se trata de un muchacho contemporáneo disfrazado de habitante inca. ¿Cómo y para qué ingresó a mi vivienda? Mi joven y delgado interlocutor, de tez morena, cabellos negros y mirada vivaz, parece tener apuro y muy buena capacidad de síntesis. Sin preámbulos me dice que es un riwutu, es decir, alguien que murió de forma trágica y por lo tanto su alma permanece en este mundo. Fue lanceado por un español en 1566 en las inmediaciones del poblado de Lucma al pretender impedir el paso de unos negociadores españoles rumbo a Vitcos. Como muchos curacas, guardias y servidores del inca gobernante en su autoexilio selvático, él desconfiaba de alianzas con los españoles. En efecto, pese a la firma de un tratado de reconciliación, murió en circunstancias desconocidas Titu Cusi Yupanqui el penúltimo inca rebelde, y recrudecieron las hostilidades. Me explicó que su alma no tenía acceso al camino del retorno al principio y que estaba en este mundo para ayudar a los vivos en sus diversas necesidades. Podía hacerlo conmigo a cambio de que lo atendiera según las costumbres del imperio incaico. Tenía que hacer una miniatura de santuario en el lugar en el que había fallecido: el puente que cruza el río Vilcanota en Lucma, a unas seis horas de Vitcos. Debía colocar en ella un candil, flores y algunos alimentos como ofrendas.

Akapana, que significa «pequeño remolino», habla tan rápido, pasando de una idea a otra sin darme tiempo de procesar bien la información. Cuando me doy cuenta ya tengo trabajo pendiente para él. Suspira y me explica:

—Con todo lo que significó la conquista: ruptura de nuestra organización, degradación extrema de mi pueblo, mortandad por enfermedades desconocidasla resistencia y la migración obligatoria, ya no se nos despidió como era acostumbrado. Nuestros velatorios, eran momentos de diálogo amoroso y muy cercano de la comunidad con el alma del difunto. Se recordaba la vida del alma, en especial las situaciones de dificultades personales, familiares o comunitarias. Pues, se quería despedir el alma restaurada de sus deudas o faltas que pudiera haber cometido, perdonada, reconciliada, armonizada en sus relaciones con las personas y la comunidad. También quienes le hicieron daño en su vida se acercaban al difunto para pedirle perdón. Mi cuerpo se lo llevó el río. Nadie hizo, para mí, nuestros rituales que convencen con ternura y afecto, que morir no es el final de la persona; que la muerte es continuidad de cada uno dentro de la totalidad existencial y universal. ¿Te imaginas lo que son cuatrocientos cincuenta y seis años friéndose en sus propios rencores y culpas?

Muy de vez en cuando he sentido pavor ante la idea de desaparecer por toda la eternidad en medio de lo desconocido, cuando muera. Al escuchar a Akapana entendí de manera cabal sus sentimientos y yo misma encontré consuelo al imaginar hicieran para mí este ritual de despedida. Una gran paz me embargó, la disfrutaba cuando la sirena de una ambulancia me sobresaltó. Me había quedado dormida realizando una monografía de fin de curso acerca del sentido de la muerte en la cosmovisión andina.

Fue tan vívido e impresionante mi sueño que le propuse a un amigo realizar un viaje al Cusco en las vacaciones. Desde la capital del imperio llegamos en unas horas a Lucma. Contacté con un albañil del lugar que realizó, en la orilla del río Vilcabamba, esa especie de capillita que es muy frecuente al borde de las carreteras en el lugar de accidentes trágicos en el Perú. Coloqué flores, un par de velas y dos panecitos dulces. Profundamente conmovida le pedí perdón a Akapana por la soledad y el abandono. Le perdoné por las faltas que pudiera haber cometido en su vida, y disfruté un momento de plenitud, sintiéndome vinculada a alguien de mi comunidad ancestral. Comprobaba que, en la cosmovisión andina las almas contribuyen a la restauración de la armonía y el equilibrio de las relaciones existenciales.

A los diez días al regresar del Cusco, ya en el taxi, recordaba con mucha alegría haberle contado mi sueño al albañil y a su esposa, en el pueblo de Lucma. La joven señora se había ofrecido a atender la capillita de Akapana. Ya en casa, me siento a descansar en el sofá, ingreso a mi cuenta de una red social y veo que un amigo me ha reenviado un comunicado con los ganadores de unos Juegos florales universitarios en los que participé. Veo mi seudónimo: Akapana y mi nombre.

—¡Gracias, hermanito Akapana! ¡Eres un gran riwutu!

La muerte es la continuidad del ser dentro de la totalidad existencial y universal, recordé haber leído por ahí. Me una con la totalidad de espacios y tiempos.

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