miércoles, 19 de diciembre de 2018

La expedición


Yadira Sandoval Rodríguez


Una pareja de espeleólogos ha decidido que su única hija los acompañe a la primera expedición de ella. Cristina tiene catorce años y está emocionada; sus padres, Marcos y Laura, le han pedido que los acompañe a explorar unas cavernas.

Desde que tiene uso de razón Cristina lleva en su mente las historias de sus papás sobre las cavernas, esperando que un día ellos pudieran llevarla a conocer esos magníficos lugares. Con motivo de los quince años de su hija, Marcos y Laura prepararon un campamento de fin de semana al parque nacional de las Cavernas de Carlsbad, en el sureste de Nuevo México, de fama mundial debido a que contiene algunas de las cámaras subterráneas más profundas del mundo. Marcos están encargados de un proyecto de investigación en el lugar y decidieron llevar a su hija a otros sitios de las cavernas no abiertos al público. Anteriormente, no lo habían hecho porque su hija había desarrollado una enfermedad en la sangre; los médicos le diagnosticaron leucemia, pero con dudas, debido a que los leucocitos están incompletos, es decir, los linfocitos encargados de eliminar las células cancerosas se encuentran en la médula ósea, pero sí un 1.5 % en los ganglios linfáticos de Cristina, arrojando los estudios un conteo bajo de glóbulos blancos, prescribiendo cáncer en la sangre. Lo anterior, es como empezaron a estudiar el caso de la adolescente. Los papás fueron apoyados por los abuelos maternos mientras ellos se iban a sus investigaciones para después contárselas a su hija en cuentos. En un mes dejará el medicamento. Los médicos aprobaron el permiso para que acompañara a sus papás de campamento con motivo de sus quince años. Los especialistas la van a tener en observación un año sin medicamentos después de haber estado medicada dos años y medio.

La familia planea salir muy temprano el sábado de Arizona a Nuevo México, la duración del trayecto es de cuatro horas y treinta minutos; aprovecharán el fin de semana para mostrarle a la hija algunos lugares de la caverna. Cristina organiza sus cosas, desea llevar sus libros de espeleología que sus padres le han regalado en el trascurso de los años. Antes de ir a la cama agarra uno, se le queda mirando por buen rato, es un libro de cavernas en Europa, observó las imágenes en él hasta quedarse dormida. Constantemente expresa su curiosidad sobre las estalactitas y estalagmitas, de qué color son y su textura; siempre tiene presente las explicaciones de sus papás sobre los espeleotemas. Por la información adquirida desde pequeña, aunado a su enfermedad desarrolló una personalidad ensimismada, por no tener con quien compartir sus pensamientos, tal actitud era criticada por sus compañeros quienes le decían, freak. A ella nunca le afectó eso, ya que su seguridad era reafirmada por sus familiares.    

Lo médicos no saben por qué razón al momento de hacerle el trasplante de células madre a Cristina, el cabello cambió de color verde. Los papás al no tener una explicación de los médicos, le dijeron que era un hada de las cavernas que ellos estudiaban, con el fin de que no se sintiera mal, y que tarde o temprano tendría que regresar a su reino, por lo pronto, debía vivir en el mundo de ellos. La historia era algo fantástica para la hija. Los médicos no podían explicar lo que pasó, pero un joven internista del área de oncología investigó la causa de la pigmentación en el cabello de la adolescente y encontró una transmutación genética en su sangre, en vez de comunicarlo a los médicos hizo todo lo posible por esconder la evidencia. En el laboratorio siempre cambiaba los resultados de Cristina por otros, como era un médico considerado una gran promesa médica, le confiaron el caso. La ambición del joven por vender la información a científicos fue más grande que su ética profesional, ya que tiene cinco años relacionado con esta red de especialistas encargados de buscar seres quiméricos en la Tierra, su obsesión desde que es un niño. Los contactos deseaban a Cristina para futuros experimentos, tenían tiempo siguiendo a la adolescente. Fernando solo estaba esperando el momento para entregar a la joven a cambio de participar en las investigaciones de estos seres. Se enteró de que la familia iría de paseo a las cavernas de Nuevo México y planeó el secuestro, el lugar lo vio ideal para sus planes. La información la obtuvo de la adolescente en unas de las citas médicas al hospital.

—Hola, Cristina. ¿Cómo has estado?

—Excelente, doctor Fernando. 

—¿Cómo te has sentido?

—Bien. Estoy muy feliz.

—¿Por qué?, Cristina. Haber platícame, mientras preparo el medicamento para aplicártelo.

—Este será mi último medicamento y el próximo mes cumpliré quince años, como regalo, mis papás me llevarán a una expedición a las Cavernas de Carlsbad. Ese es mi sueño desde que era pequeñita.

—Qué bien, Cristina. Me alegro mucho por ti. Lo triste es que ya no te veremos tan seguido por estos rumbos, te extrañaremos, eres una joven especial, todos te queremos en este hospital.

—Gracias, doctor. Los vendré a visitar.

—Siempre serás bienvenida.

Con actitud de malicia, Fernando le entrega un caramelo y le dice: «Tu último caramelo, Cristina». Ella sonriendo le da las gracias y se retira.

Inmediatamente, Fernando se comunica con los contactos, les dice que él se encargará del secuestro.   

Llegó el día esperado por Cristina, en el camino sintió una clase de emoción nunca antes experimentada. Cuando llegaron a la caverna su corazón empezó a palpitar de forma acelerada, al verla agitada la mamá le comenta al padre: «Está emocionada por estar aquí, no hay por qué preocuparnos». Laura abraza a su hija y le dice: «Cristina, has llegado a tu reino». Al escuchar esas palabras, ella se desmaya, los papás se asustan y la suben al carro. A los minutos le dice que está bien, que solo se mareó un poco. La mamá saca de la mochila la comida para prepararle algo a su hija, ya que la adolescente no quiso desayunar temprano. El padre sacó del maletín los primeros auxilios, le tomó la presión y checó que todo andaba bien, presión arterial 97/58 mmHg. Ellos nunca imaginaron que esa experiencia podría provocar esas emociones en ella.

Cuando despierta Cristina los padres estaban terminando de montar la casa de acampar, dejaron todo bien organizado, y le preguntan a ella cómo se encuentra. Cristina dijo que estaba bien, y que deseaba entrar a la cueva, los padres le dijeron que por su condición de salud habían decidido ingresar al día siguiente. Cristina les dices a sus papás que desea entrar, los dos se miraron, Laura le dice a su esposo: «Tiene mi aprobación». La adolescente sonríe de emoción. Agarran las mochilas y entran a la caverna.  

Al entrar a la cueva se alcanza a percibir el olor a amoniaco proveniente de los orines y guano de los murciélagos, aunado con el hedor a húmedo. Cristina empieza a visualizar de lejos las estalactitas y las estalagmitas, los ve de color crema, blanco y amarillo. Los padres se miran uno al otro con extrañez, porque aún no han prendido las lámparas, el cambio de batería lleva su tiempo, a la mamá se le olvidó a hacer el cambio por el desmayo de su hija y los ojos tardan tiempo en imponerse a la visibilidad en la oscuridad de la cueva. Cuando las linternas prenden, la adolescente iba unos veinte metros adelante de ellos, por un camino con pendiente hacia abajo. Extrañados los padres le dijeron a Cristina que no se alejara mucho. Ella impaciente no los escucha, corren los papás y Cristina desaparece. Laura y Marcos empiezan a gritar fuerte, están preocupados, y ella no responde. El padre trata de tranquilizar a su esposa: «En estas cavernas solo hay un camino que nos lleva a diferentes cámaras, y en ellas hay luz, así que será fácil encontrar a Cristina».  

Fernando quien estaba a unos metros delante de ellos escondido junto con otros hombres atrás de unas rocas, observó cuando Cristina se apartó de sus padres y aprovechó para seguirla.

Más adelante, los papás encuentran a su hija en la sala de los fantasmas, la cual se había cerrado al público porque habían encontrado nuevos hallazgos en el lugar. Ella estaba sentada en unas de las rocas con su cabello de color verde hasta la cintura. Cristina se había convertido en otra persona, sus pies se alargaron, las orejas también, de forma puntiaguda y salían de su cuerpo unas alas muy grandes de color azul. Los padres no lo podían creer, estaban asombrados y a la vez con miedo, porque no sabían qué había pasado con su hija. 

Cristina les habló con voz serena y les dice que no se preocuparan, les deja en claro que no pertenece a su mundo: «He regresado a mi reino». Los padres, consternados con la nueva identidad de su hija, se miran y se dicen: «¿Qué va a pasar con nuestra hija?». Cristina reafirma que estará bien. Les da las gracias por todo lo que hicieron por ella. «Son los mejores padres que pude haber tenido y me hicieron muy feliz». En eso, Fernando sorprende a la familia, dos hombres agarran por atrás a los padres, les inyectan un químico en el cuello y caen muertos. Cristina suelta el grito. Fernando le dispara un sedante, los otros dos la encierran en una jaula. A los minutos, Fernando se comunica con sus contactos y les dice: «La tenemos».   

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Amistad equivocada


Rosario Allpas


Eran las nueve y media de la mañana cuando saliste de casa camino al hospital de enfermedades crónicas donde habías pedido ser voluntaria. Hacía frío, aun así, te propusiste ir caminando hasta el paradero del ómnibus. Mientras avanzabas, tu respiración formaba pequeñas volutas de humo blanco. Ibas bien arropada, metiste las manos en los bolsillos de tu abrigo y apuraste el paso. Los árboles se movían al compás del viento suave, fuiste capaz de oír el susurro de estos acompañando tus pasos. Respiraste profundo. Te hallabas como antes, como hacía veinte años atrás, cuando te sentías segura de ti misma ayudando a los demás, sobre todo a los más necesitados. No estabas yendo a atenderlos como enfermera; tu labor como profesional de salud había terminado luego de cumplir veinticinco años de trabajo en diferentes hospitales de tu país y de haberte jubilado. Entonces, ¿qué buscabas en aquellos pacientes? Oh, sí, tú lo sabías, lo habías dicho muchas veces. Querías consolidar el idioma inglés, el que siempre te había sido esquivo. Deseabas aprender a hablarlo de manera fluida, pues hasta hoy entendías a medias y no eras capaz de «soltar la lengua», pues vivías sola en casa, tu hija se había casado y volado a Dallas. Tú deseabas socializar con los que siempre te habían hecho sentir cómoda: tus pacientes. Pensaste que era más fácil hablar con ellos en inglés, que encontrarte con amigas en el supermercado o en la iglesia donde por comodidad todas hablaban en español.

Esa mañana te acogieron bien las otras voluntarias. Eran personas de la misma edad que la tuya, unas tal vez más jóvenes, otras mayores, pero en general, todas pasaban los cincuenta años. Ibas a quedarte tres horas entre las paredes de aquel hospital. Si deseabas permanecer más tiempo podías hacerlo. Así te lo hicieron saber.

Recorriste el pequeño lugar. Tus compañeras, que llevaban más tiempo en el nosocomio, te explicaron dónde estaban los principales ambientes y demás servicios, esto era muy importante; era preciso conocer todas las dependencias y el funcionamiento de tu centro de labor porque también serías un tanto recepcionista y otro poco, colaboradora del personal que atendía directamente al paciente.

Te comprometiste a ir dos veces por semana: los martes y los jueves. Te hubiese gustado escoger la sala de infantes porque toda tu vida profesional atendiste a niños, pero estos enanos eran bastante sinceros y si te hubiesen escuchado hablar el inglés que utilizabas, te habrían dicho que pronunciabas muy mal y hasta se hubiesen reído de ti. Así son los niños. No todos. Algunos, sí. Recordaste a tu amiga que tiene dos hijos en elementary school. Aquellos escuincles se pasaban el día corrigiéndole y para no sentirse mal, Enemery se había matriculado en la iglesia próxima a su casa, donde tú y ella coincidían en las clases de inglés. Las dos estaban en el mismo nivel.

Cuando cada una de tus compañeras voluntarias empezaron a desaparecer en las distintas habitaciones, tú también recorriste aquellas salas en busca de algún paciente a quien pudieses proporcionar un poco de compañía. Encontraste a uno y de inmediato reconociste en él la necesidad de conversar con alguien. Estaba solo. Nadie lo visitaba, te lo hicieron saber. No sé por qué te atrajo aquella piel cetrina pegada a los huesos, su frente amplia y pómulos acentuados. Aquellos brazos y manos peculiarmente largos. Su mirada extraviada se posó en tu identificación de plástico que colgaba de tu suéter, y decía VOLUNTEER. Lo saludaste con tu inglés fallido y él te contestó en español. De alguna manera te sentiste identificada. Quizás el acento que tenía, tal vez lo notaste familiar; lo cierto es que, al terminar el turno supiste que era peruano.

Sonreíste. Muchas veces habías bromeado con Gladys, una amiga tuya que se fue al Brasil; cuando esta te contaba que estaba enamorada, tú pensaste que su novio podía ser un moreno carioca y no, era un blanco huanuqueño. «¡No puede ser! Irte tan lejos para encontrar un novio peruano. Ja, ja, ja», le habías dicho riéndote. Ahora te estaba pasando lo mismo a ti y peor todavía en tu caso, pues el objetivo de consolidar el idioma inglés se estaba diluyendo.

El siguiente día previsto era el jueves. Llegaste al hospital y pensaste por un momento ir a conversar con otro paciente, pero cuando pasaste a saludar a Efraín, sus pequeños ojos negros te miraron con complacencia, te había reconocido. Entonces te quedaste con él. Habías llevado un libro para leerle, pero él alargó sus brazos para señalarte que deseaba mostrarte algo. Eran unas galletas dulces que las habían escondido para que se olvidara de ellas. «¿Por qué no se las llevarían si no deseaban dárselas?», te preguntaste. En otro tiempo tú serías una de las que no le hubiese permitido ni probar; mas ahora, pensabas que bastante tenía el pobre con estar enfermo como para agobiarlo evitando un pequeño gustito. De todas maneras, fuiste a preguntarle a la enfermera si podrías darle una, solo una. Esta dudó unos segundos y te permitió darle, por tus ojos de ruego, te lo hizo saber.

Al revisar su cajón te percataste de que tenía muy poca ropa, apenas un pantalón de mezclilla de verano y un polo de algodón, zapatos de lona y un par de medias. No quisiste abrir el otro cajón porque pensaste que allí estaba su ropa interior. De alguna manera no querías intimar con alguien de quien no sabías nada y no podía decirte muchas cosas ya que solo balbuceaba algunas palabras. Él se sentía complacido mientras tú le conversabas. ¿Quién era él?, quisiste saber. Te dijeron que había sido profesor y que había venido hacía treinta años a Miami. Que tenía familiares en Perú, que una de sus hijas venía cada tres meses a visitarlo, pagaba la clínica y se iba hasta dentro de tres meses más. Parecía que había venido a visitarlo, por lo de las galletas. También había una caja pequeña que simulaba ser un cofre. Él te lo quería mostrar, lo abriste y viste que había fotografías, empero, el tiempo había pasado, le prometiste que la siguiente visita verían las instantáneas. Él asintió. Te dio la mano. Aquello te desconcertó. El contacto con su mano huesuda, su piel seca y tibia, «demasiado tibia», pensaste e hizo que te inquietara, quizás estuviera con fiebre. Una mueca amistosa hacía ver sus escasos dientes y un delgado líquido viscoso se escapaba de su boca sin poderlo controlar. Sentiste compasión, sí, por aquel hombre que se hallaba solo con su soledad y quizás por mucho tiempo no habría sentido una mano amiga. Estrechaste su mano para infundirle calor, amistad, cariño. De inmediato pensaste que ese debía ser tu objetivo, darle ese trato profesional y humano que a ti te gustaría que te diesen si estuvieras al otro lado de la valla. Sobre el aprendizaje del inglés, ya habría tiempo.

Para la otra fecha, fuiste de prisa a verlo, estabas muy animosa; sin embargo, al pasar por su habitación encontraste la cama vacía, sentiste un estremecimiento que invadió todo tu cuerpo, parecía que ibas a desfallecer. ¡Nadie te había dicho nada! Cuando recuperaste el aliento e ibas a preguntar por él, te topaste con el personal de limpieza que retornaba a la habitación para devolver el tacho de basura limpio, fue ella quien te dijo que lo habían llevado para hacerle unos exámenes. Volvió tu alma al cuerpo. Sabías que estaba muy mal, pero no creíste que hubiese llegado el tiempo de desaparecer de este mundo. No, aún no.

Fuiste a visitar a otro paciente, conversaste con su familia, más bien escuchaste tratando de entender qué decían. I don't speak English. A few. I want to learn, les dijiste. Se mostraron complacientes. Realmente nunca nadie se había portado mal contigo porque no supieras hablar inglés correctamente, todos comprendían.

Ese día no lo viste a Efraín porque no regresó en las horas que permaneciste en el hospital.

Llegó el día jueves y fuiste a su habitación, él estaba ensimismado, solo, como de costumbre. Lucía la piel amarillenta, incluso los ojos. Figuraste que tenía una complicación hepática. Lo miraste y le dijiste que el día martes lo habías esperado. Se volteó con dificultad, parecía haber envejecido. Tenía adherido a su brazo izquierdo un catéter que, pegado a una llave de doble vía, se acoplaba a la manguera de una botella de suero. Se hallaba encogido, por ello se veía pequeño, perdido en el lecho. Sus brazos largos se estiraron para hacerte señas, quería que elevaras el cabezal de la cama. Luego con el índice de su mano derecha te señaló mostrando su cómoda, deseaba que vieras sus fotografías. No se había olvidado.

Le acomodaste las sábanas, apartaste la almohada que le sobraba y la dejaste al costado; sonrió. Fuiste al clóset y extrajiste la cajita blanca de uno de los cajones. Al abrirla, un abanico de cartulinas en blanco y negro aparecieron ante tus ojos. Eran fotografías de su familia, su casa en Arequipa. Sus ojos iban y venían de un lado a otro como si estuviese afiebrado y te decía en pocas palabras quién era él, quiénes eran sus padres y sus hermanos.

Sonreíste, le dijiste que era un muchacho travieso de ojos pícaros. «Seguro que te gustaba el fútbol», opinaste. No sé por qué lo tuteaste, era la primera vez. Él se dio cuenta y te miró de soslayo cuando tú te sonrojaste. Se empezó a agitar. Tú pensaste que sería de la emoción de compartir parte de su vida privada contigo y seguiste pasando las fotos mientras le preguntabas quién era ella, mi hermana, te decía; ¿y él?, mi hermano, mi mamá, mi papá, mis tíos, mi caballo, yo tenía un caballo, te contó a duras penas. Solía pasear por los cerros. Otros iban en burro, que era lo más común, pero yo tenía un caballo que se llamaba Alazán, porque era colorado.

Al terminar, acomodaste el primer grupo de fotografías y sacaste el otro montón. Al parecer estaban ordenadas en orden cronológico. Habías visto a Efraín de pequeño. Las nuevas fotografías eran de su juventud, te había dicho que se había trasladado a Ayacucho para estudiar educación superior en la universidad. Pasaste algunas fotos hasta que encontraste una que te quedaste observando; se trataba de un grupo de muchachos. Tus ojos se abrieron como platos y temblaste de pies a cabeza, ¿qué te pasaba? Allí, entre el conjunto de jóvenes, estaba él, lo recordabas muy bien, porque aquella vez se habían mirado frente a frente cuando se le cayó el pañuelo que le cubría la boca y nariz. Ahora, en la fotografía, ese pañuelo lo llevaba al cuello. Todos los del grupo tenían pañuelos anudados con un lazo flojo en sus cuellos. Él estaba rozagante, bien nutrido, ¿cómo olvidar ese cabello erizado y rebelde? Lo confrontaste un segundo con la foto y tu recuerdo, tu sufrido recuerdo, te quedaste atónita y la instantánea se escapó de tus manos. Efraín se dio cuenta de tu nerviosismo, de tu mirada asustada, de tu miedo encarnado en tu piel, en tu boca, y te miró con sus ojos amarillos fosforescentes, cuyos iris se volvieron llamas. Por primera vez te fijaste en el miedo que poseía esa mirada. Le habías reconocido y él también a ti; en ese cruce de miradas de hoy, se vieron como antaño.

Recordaste el episodio doloroso, el que debías de haber olvidado y enterrado para siempre y ahora volvía como una ola cubriéndote sin que tú pudieses escapar:

«Entraron destrozando la puerta, eran quizás siete los muchachos que tenían unos pañuelos que les cubría parte del rostro, solo se les podía ver los ojos; todos estaban armados. Mis padres que habían corrido para intentar trancar la puerta fueron los primeros en recibir sus balas. El ruido era ensordecedor. Mi esposo, que era policía, fue a sacar el arma, pero no tuvo tiempo, le dispararon a quemarropa. Yo fui hacia adentro a recoger a mi hija que estaba durmiendo; tenía apenas dos años. Estaban mis tíos también y fueron ellos quienes sirvieron como carne de cañón para que no fueran por mí. Sin embargo, no se amilanaron, uno de ellos me persiguió. Yo corrí despavorida por el zaguán llevando a mi hija a rastras, pues no pude cargarla adecuadamente. Abrí la puerta del estudio, así le llamábamos al lugar donde estaban los libros, y me escondí debajo de una mesa que servía de escritorio. Él jaló el mantel que nos cubría, mi hija empezó a llorar. Cuando me levanté a pedirle que nos perdonara la vida, el pañuelo se le había caído dejando al descubierto su rostro. Nos miramos cara a cara. Fueron unos segundos donde mis ojos le pidieron piedad, los de él, destilaban locura. Cogió el arma y apuntó. La luz se apagó de repente, ¡otro apagón de aquellos que nos tenían acostumbrados!, mientras yo caía de rodillas para un último ruego, el disparo salió loco, estruendoso y errado. Los demás le llamaron, se iban porque un grupo de militares venía por ellos. Él desapareció con los otros.

Me levanté y corrí con mi hija lo más que pude fuera de la casa, perdí un zapato en la huida. No sabía adónde ir. La noche con su balde de tinta negra nos cubrió. Aterrada pensé que podría encontrarme con los terroristas, los mismos que habían matado a mi familia; el solo pensamiento me hacía huir sin saber dónde. Sentí que había pánico en mis pies, los que huían despavoridos a encontrar refugio. En Ayacucho —en ese tiempo— existía un temor generalizado por los terroristas, y también por los militares, quienes pensaban que cualquiera podría ser terrorista. Tenía miedo de que no creyesen que era la esposa del policía Cahuana. Llegué a la Plaza de Armas, esta dormía silenciosa. En una de sus esquinas había un ómnibus estacionado con las luces apagadas, estaba abierto, subimos y nos fuimos hacia atrás, a los últimos asientos. Allí esperamos escondidas, muy juntas, dándonos calor pues la noche enfriaba.

En la madrugada subieron los pasajeros, luego el chofer. Al inicio nos confundimos con los viajeros. El ómnibus enrumbó hacia un destino que más tarde sabríamos.

Cuando se dieron cuenta de que éramos pasajeros sin boletos de viaje, ya estábamos muy lejos. El terror se nos dibujó en nuestros rostros cuando nos preguntaron qué hacíamos allí. Desconocíamos quiénes eran los que habían abordado el ómnibus. Angelita se puso a llorar. Entonces ellos no hicieron más que dejarnos continuar el viaje. No teníamos dinero para comprar algo ni siquiera para alimentarnos. El chofer nos invitó. Tenía temor de narrarle aquello que nos había sucedido, aunque sabía que la situación que le relataría constituía un episodio más de los tantos que ocurrían en Ayacucho. Felizmente, nadie indagó nada.

Llegamos a Lima en la noche. Era la primera vez que viajaba a la capital. Yo continuaba teniendo el pavor en mi piel y aún pensaba que me seguían, que podrían encontrarme y terminar con mi vida. Empecé a trabajar como empleada en una casa sin salir a la calle. El pánico de que aún nos estuviesen buscando hacía que desistiera tan siquiera de ir al parque o al mercado. No conté a nadie de lo acontecido por dos años. Dos años en los que me dediqué a ahorrar todo el dinero que ganaba.

La patrona donde me puse a trabajar, me ayudó después a conseguir mis papeles. Yo estaba estudiando enfermería en Ayacucho y pude terminar mi profesión en Lima. Trabajé en el Hospital Arzobispo Loayza y luego en el Hospital del Niño. Poco a poco la confianza llegó a mí. Me di cuenta de que Lima era una ciudad bastante grande, capaz de albergar a millones de personas y perderlas en el absoluto anonimato.

Cuando el terrorismo llegó a su fin, recibí una indemnización por el cruel asesinato de mi esposo y obtuve una pensión que por derecho me correspondía por ser su cónyuge y tener una hija que había quedado en la orfandad por la insania de Sendero luminoso.

Angelita creció y estudió medicina. Aplicó a una beca para estudiar una especialidad en los Estados Unidos de América. Luego se casó con un ciudadano americano. Al jubilarme pude establecerme con ellos en Miami.

Mas, nunca olvidé los ojos de mi verdugo, su iracunda mirada de fuego, su juventud insensata que le hacía cargar el arma como si fuese un juguete y que, podía jugar a matar.

Ahora el destino nos había vuelto a enfrentar cara a cara».

La fotografía permanecía aún en el suelo, la recogiste y colocaste en su respectiva cajita blanca que parecía un cofre; luego la devolviste al clóset. Miraste a Efraín por un instante y pensaste en lo fácil que sería inyectarle, presionarle la yugular e incluso bastaría una almohada. Él estaba tan débil.

Bajaste el cabezal de su cama, cogiste la almohada y te dirigiste lentamente hacia él. Colocaste esta debajo de sus hombros, pusiste tu mano sobre sus desvalidos dedos y sin decir una palabra saliste de la habitación.

¿Dónde quedó tu odio? ¿Se agotó acaso tu sed de venganza?

«He visto en sus ojos no solo el miedo, sino su agonía», me dije.

Respiré hondo mientras caminaba, rumbo a la salida,  por la amplia vereda bordeada de árboles de aquel nosocomio.