Rosario Allpas
Eran las nueve y media de
la mañana cuando saliste de casa camino al hospital de enfermedades crónicas
donde habías pedido ser voluntaria. Hacía frío, aun así, te propusiste ir
caminando hasta el paradero del ómnibus. Mientras avanzabas, tu respiración formaba
pequeñas volutas de humo blanco. Ibas bien arropada, metiste las manos en los
bolsillos de tu abrigo y apuraste el paso. Los árboles se movían al compás del viento
suave, fuiste capaz de oír el susurro de estos acompañando tus pasos.
Respiraste profundo. Te hallabas como antes, como hacía veinte años atrás,
cuando te sentías segura de ti misma ayudando a los demás, sobre todo a los más
necesitados. No estabas yendo a atenderlos como enfermera; tu labor como
profesional de salud había terminado luego de cumplir veinticinco años de trabajo
en diferentes hospitales de tu país y de haberte jubilado. Entonces, ¿qué
buscabas en aquellos pacientes? Oh, sí, tú lo sabías, lo habías dicho muchas
veces. Querías consolidar el idioma inglés, el que siempre te había sido
esquivo. Deseabas aprender a hablarlo de manera fluida, pues hasta hoy
entendías a medias y no eras capaz de «soltar la lengua», pues vivías sola en
casa, tu hija se había casado y volado a Dallas. Tú deseabas socializar con los
que siempre te habían hecho sentir cómoda: tus pacientes. Pensaste que era más
fácil hablar con ellos en inglés, que encontrarte con amigas en el supermercado
o en la iglesia donde por comodidad todas hablaban en español.
Esa mañana te acogieron
bien las otras voluntarias. Eran personas de la misma edad que la tuya, unas
tal vez más jóvenes, otras mayores, pero en general, todas pasaban los
cincuenta años. Ibas a quedarte tres horas entre las paredes de aquel hospital.
Si deseabas permanecer más tiempo podías hacerlo. Así te lo hicieron saber.
Recorriste el pequeño
lugar. Tus compañeras, que llevaban más tiempo en el nosocomio, te explicaron
dónde estaban los principales ambientes y demás servicios, esto era muy
importante; era preciso conocer todas las dependencias y el funcionamiento de
tu centro de labor porque también serías un tanto recepcionista y otro poco,
colaboradora del personal que atendía directamente al paciente.
Te comprometiste a ir dos
veces por semana: los martes y los jueves. Te hubiese gustado escoger la sala
de infantes porque toda tu vida profesional atendiste a niños, pero estos
enanos eran bastante sinceros y si te hubiesen escuchado hablar el inglés que utilizabas,
te habrían dicho que pronunciabas muy mal y hasta se hubiesen reído de ti. Así
son los niños. No todos. Algunos, sí. Recordaste a tu amiga que tiene dos hijos
en elementary school. Aquellos
escuincles se pasaban el día corrigiéndole y para no sentirse mal, Enemery se había
matriculado en la iglesia próxima a su casa, donde tú y ella coincidían en las
clases de inglés. Las dos estaban en el mismo nivel.
Cuando cada una de tus
compañeras voluntarias empezaron a desaparecer en las distintas habitaciones,
tú también recorriste aquellas salas en busca de algún paciente a quien
pudieses proporcionar un poco de compañía. Encontraste a uno y de inmediato
reconociste en él la necesidad de conversar con alguien. Estaba solo. Nadie lo
visitaba, te lo hicieron saber. No sé por qué te atrajo aquella piel cetrina
pegada a los huesos, su frente amplia y pómulos acentuados. Aquellos brazos y
manos peculiarmente largos. Su mirada extraviada se posó en tu identificación
de plástico que colgaba de tu suéter, y decía VOLUNTEER. Lo saludaste con tu inglés fallido y él te contestó en
español. De alguna manera te sentiste identificada. Quizás el acento que tenía,
tal vez lo notaste familiar; lo cierto es que, al terminar el turno supiste que
era peruano.
Sonreíste. Muchas veces
habías bromeado con Gladys, una amiga tuya que se fue al Brasil; cuando esta te
contaba que estaba enamorada, tú pensaste que su novio podía ser un moreno
carioca y no, era un blanco huanuqueño. «¡No puede ser! Irte tan lejos para
encontrar un novio peruano. Ja, ja, ja», le habías dicho riéndote. Ahora te
estaba pasando lo mismo a ti y peor todavía en tu caso, pues el objetivo de
consolidar el idioma inglés se estaba diluyendo.
El siguiente día previsto
era el jueves. Llegaste al hospital y pensaste por un momento ir a conversar
con otro paciente, pero cuando pasaste a saludar a Efraín, sus pequeños ojos
negros te miraron con complacencia, te había reconocido. Entonces te quedaste
con él. Habías llevado un libro para leerle, pero él alargó sus brazos para
señalarte que deseaba mostrarte algo. Eran unas galletas dulces que las habían
escondido para que se olvidara de ellas. «¿Por qué no se las llevarían si no
deseaban dárselas?», te preguntaste. En otro tiempo tú serías una de las que no
le hubiese permitido ni probar; mas ahora, pensabas que bastante tenía el pobre
con estar enfermo como para agobiarlo evitando un pequeño gustito. De todas
maneras, fuiste a preguntarle a la enfermera si podrías darle una, solo una. Esta
dudó unos segundos y te permitió darle, por tus ojos de ruego, te lo hizo
saber.
Al revisar su cajón te
percataste de que tenía muy poca ropa, apenas un pantalón de mezclilla de
verano y un polo de algodón, zapatos de lona y un par de medias. No quisiste
abrir el otro cajón porque pensaste que allí estaba su ropa interior. De alguna
manera no querías intimar con alguien de quien no sabías nada y no podía
decirte muchas cosas ya que solo balbuceaba algunas palabras. Él se sentía
complacido mientras tú le conversabas. ¿Quién era él?, quisiste saber. Te
dijeron que había sido profesor y que había venido hacía treinta años a Miami.
Que tenía familiares en Perú, que una de sus hijas venía cada tres meses a
visitarlo, pagaba la clínica y se iba hasta dentro de tres meses más. Parecía que
había venido a visitarlo, por lo de las galletas. También había una caja
pequeña que simulaba ser un cofre. Él te lo quería mostrar, lo abriste y viste
que había fotografías, empero, el tiempo había pasado, le prometiste que la
siguiente visita verían las instantáneas. Él asintió. Te dio la mano. Aquello
te desconcertó. El contacto con su mano huesuda, su piel seca y tibia, «demasiado
tibia», pensaste e hizo que te inquietara, quizás estuviera con fiebre. Una
mueca amistosa hacía ver sus escasos dientes y un delgado líquido viscoso se
escapaba de su boca sin poderlo controlar. Sentiste compasión, sí, por aquel
hombre que se hallaba solo con su soledad y quizás por mucho tiempo no habría
sentido una mano amiga. Estrechaste su mano para infundirle calor, amistad,
cariño. De inmediato pensaste que ese debía ser tu objetivo, darle ese trato
profesional y humano que a ti te gustaría que te diesen si estuvieras al otro
lado de la valla. Sobre el aprendizaje del inglés, ya habría tiempo.
Para la otra fecha, fuiste
de prisa a verlo, estabas muy animosa; sin embargo, al pasar por su habitación encontraste
la cama vacía, sentiste un estremecimiento que invadió todo tu cuerpo, parecía
que ibas a desfallecer. ¡Nadie te había dicho nada! Cuando recuperaste el
aliento e ibas a preguntar por él, te topaste con el personal de limpieza que
retornaba a la habitación para devolver el tacho de basura limpio, fue ella
quien te dijo que lo habían llevado para hacerle unos exámenes. Volvió tu alma
al cuerpo. Sabías que estaba muy mal, pero no creíste que hubiese llegado el
tiempo de desaparecer de este mundo. No, aún no.
Fuiste a visitar a otro
paciente, conversaste con su familia, más bien escuchaste tratando de entender
qué decían. I don't speak English. A few. I want to learn, les dijiste. Se mostraron
complacientes. Realmente nunca nadie se había portado mal contigo porque no
supieras hablar inglés correctamente, todos comprendían.
Ese día no lo viste a Efraín
porque no regresó en las horas que permaneciste en el hospital.
Llegó el día jueves y fuiste a su
habitación, él estaba ensimismado, solo, como de costumbre. Lucía la piel
amarillenta, incluso los ojos. Figuraste que tenía una complicación hepática.
Lo miraste y le dijiste que el día martes lo habías esperado. Se volteó con
dificultad, parecía haber envejecido. Tenía adherido a su brazo izquierdo un
catéter que, pegado a una llave de doble vía, se acoplaba a la manguera de una
botella de suero. Se hallaba encogido, por ello se veía pequeño, perdido en el
lecho. Sus brazos largos se estiraron para hacerte señas, quería que elevaras
el cabezal de la cama. Luego con el índice de su mano derecha te señaló
mostrando su cómoda, deseaba que vieras sus fotografías. No se había olvidado.
Le acomodaste las sábanas,
apartaste la almohada que le sobraba y la dejaste al costado; sonrió. Fuiste al
clóset y extrajiste la cajita blanca de uno de los cajones. Al abrirla, un
abanico de cartulinas en blanco y negro aparecieron ante tus ojos. Eran
fotografías de su familia, su casa en Arequipa. Sus ojos iban y venían de un
lado a otro como si estuviese afiebrado y te decía en pocas palabras quién era
él, quiénes eran sus padres y sus hermanos.
Sonreíste, le dijiste que
era un muchacho travieso de ojos pícaros. «Seguro que te gustaba el fútbol»,
opinaste. No sé por qué lo tuteaste, era la primera vez. Él se dio cuenta y te
miró de soslayo cuando tú te sonrojaste. Se empezó a agitar. Tú pensaste que
sería de la emoción de compartir parte de su vida privada contigo y seguiste
pasando las fotos mientras le preguntabas quién era ella, mi hermana, te decía;
¿y él?, mi hermano, mi mamá, mi papá, mis tíos, mi caballo, yo tenía un caballo,
te contó a duras penas. Solía pasear por los cerros. Otros iban en burro, que
era lo más común, pero yo tenía un caballo que se llamaba Alazán, porque era
colorado.
Al terminar, acomodaste
el primer grupo de fotografías y sacaste el otro montón. Al parecer estaban
ordenadas en orden cronológico. Habías visto a Efraín de pequeño. Las nuevas
fotografías eran de su juventud, te había dicho que se había trasladado a
Ayacucho para estudiar educación superior en la universidad. Pasaste algunas
fotos hasta que encontraste una que te quedaste observando; se trataba de un grupo
de muchachos. Tus ojos se abrieron como platos y temblaste de pies a cabeza, ¿qué
te pasaba? Allí, entre el conjunto de jóvenes, estaba él, lo recordabas muy bien,
porque aquella vez se habían mirado frente a frente cuando se le cayó el
pañuelo que le cubría la boca y nariz. Ahora, en la fotografía, ese pañuelo lo
llevaba al cuello. Todos los del grupo tenían pañuelos anudados con un lazo
flojo en sus cuellos. Él estaba rozagante, bien nutrido, ¿cómo olvidar ese
cabello erizado y rebelde? Lo confrontaste un segundo con la foto y tu
recuerdo, tu sufrido recuerdo, te quedaste atónita y la instantánea se escapó
de tus manos. Efraín se dio cuenta de tu nerviosismo, de tu mirada asustada, de
tu miedo encarnado en tu piel, en tu boca, y te miró con sus ojos amarillos
fosforescentes, cuyos iris se volvieron llamas. Por primera vez te fijaste en
el miedo que poseía esa mirada. Le habías reconocido y él también a ti; en ese
cruce de miradas de hoy, se vieron como antaño.
Recordaste el episodio
doloroso, el que debías de haber olvidado y enterrado para siempre y ahora volvía
como una ola cubriéndote sin que tú pudieses escapar:
«Entraron destrozando la
puerta, eran quizás siete los muchachos que tenían unos pañuelos que les cubría
parte del rostro, solo se les podía ver los ojos; todos estaban armados. Mis
padres que habían corrido para intentar trancar la puerta fueron los primeros
en recibir sus balas. El ruido era ensordecedor. Mi esposo, que era policía,
fue a sacar el arma, pero no tuvo tiempo, le dispararon a quemarropa. Yo fui
hacia adentro a recoger a mi hija que estaba durmiendo; tenía apenas dos años. Estaban
mis tíos también y fueron ellos quienes sirvieron como carne de cañón para que
no fueran por mí. Sin embargo, no se amilanaron, uno de ellos me persiguió. Yo
corrí despavorida por el zaguán llevando a mi hija a rastras, pues no pude cargarla
adecuadamente. Abrí la puerta del estudio, así le llamábamos al lugar donde
estaban los libros, y me escondí debajo de una mesa que servía de escritorio.
Él jaló el mantel que nos cubría, mi hija empezó a llorar. Cuando me levanté a
pedirle que nos perdonara la vida, el pañuelo se le había caído dejando al
descubierto su rostro. Nos miramos cara a cara. Fueron unos segundos donde mis
ojos le pidieron piedad, los de él, destilaban locura. Cogió el arma y apuntó.
La luz se apagó de repente, ¡otro apagón de aquellos que nos tenían
acostumbrados!, mientras yo caía de rodillas para un último ruego, el disparo
salió loco, estruendoso y errado. Los demás le llamaron, se iban porque un
grupo de militares venía por ellos. Él desapareció con los otros.
Me levanté y corrí con mi
hija lo más que pude fuera de la casa, perdí un zapato en la huida. No sabía
adónde ir. La noche con su balde de tinta negra nos cubrió. Aterrada pensé que
podría encontrarme con los terroristas, los mismos que habían matado a mi
familia; el solo pensamiento me hacía huir sin saber dónde. Sentí que había pánico
en mis pies, los que huían despavoridos a encontrar refugio. En Ayacucho —en
ese tiempo— existía un temor generalizado por los terroristas, y también por
los militares, quienes pensaban que cualquiera podría ser terrorista. Tenía
miedo de que no creyesen que era la esposa del policía Cahuana. Llegué a la
Plaza de Armas, esta dormía silenciosa. En una de sus esquinas había un ómnibus
estacionado con las luces apagadas, estaba abierto, subimos y nos fuimos hacia atrás,
a los últimos asientos. Allí esperamos escondidas, muy juntas, dándonos calor pues
la noche enfriaba.
En la madrugada subieron
los pasajeros, luego el chofer. Al inicio nos confundimos con los viajeros. El
ómnibus enrumbó hacia un destino que más tarde sabríamos.
Cuando se dieron cuenta de
que éramos pasajeros sin boletos de viaje, ya estábamos muy lejos. El terror se
nos dibujó en nuestros rostros cuando nos preguntaron qué hacíamos allí. Desconocíamos
quiénes eran los que habían abordado el ómnibus. Angelita se puso a llorar. Entonces
ellos no hicieron más que dejarnos continuar el viaje. No teníamos dinero para
comprar algo ni siquiera para alimentarnos. El chofer nos invitó. Tenía temor
de narrarle aquello que nos había sucedido, aunque sabía que la situación que
le relataría constituía un episodio más de los tantos que ocurrían en Ayacucho.
Felizmente, nadie indagó nada.
Llegamos a Lima en la
noche. Era la primera vez que viajaba a la capital. Yo continuaba teniendo el pavor
en mi piel y aún pensaba que me seguían, que podrían encontrarme y terminar con
mi vida. Empecé a trabajar como empleada en una casa sin salir a la calle. El pánico
de que aún nos estuviesen buscando hacía que desistiera tan siquiera de ir al
parque o al mercado. No conté a nadie de lo acontecido por dos años. Dos años en
los que me dediqué a ahorrar todo el dinero que ganaba.
La patrona donde me puse
a trabajar, me ayudó después a conseguir mis papeles. Yo estaba estudiando
enfermería en Ayacucho y pude terminar mi profesión en Lima. Trabajé en el
Hospital Arzobispo Loayza y luego en el Hospital del Niño. Poco a poco la
confianza llegó a mí. Me di cuenta de que Lima era una ciudad bastante grande, capaz
de albergar a millones de personas y perderlas en el absoluto anonimato.
Cuando el terrorismo
llegó a su fin, recibí una indemnización por el cruel asesinato de mi esposo y obtuve
una pensión que por derecho me correspondía por ser su cónyuge y tener una hija
que había quedado en la orfandad por la insania de Sendero luminoso.
Angelita creció y estudió
medicina. Aplicó a una beca para estudiar una especialidad en los Estados Unidos
de América. Luego se casó con un ciudadano americano. Al jubilarme pude
establecerme con ellos en Miami.
Mas, nunca olvidé los
ojos de mi verdugo, su iracunda mirada de fuego, su juventud insensata que le
hacía cargar el arma como si fuese un juguete y que, podía jugar a matar.
Ahora el destino nos
había vuelto a enfrentar cara a cara».
La fotografía permanecía
aún en el suelo, la recogiste y colocaste en su respectiva cajita blanca que
parecía un cofre; luego la devolviste al clóset. Miraste a Efraín por un
instante y pensaste en lo fácil que sería inyectarle, presionarle la yugular e
incluso bastaría una almohada. Él estaba tan débil.
Bajaste el cabezal de su
cama, cogiste la almohada y te dirigiste lentamente hacia él. Colocaste esta debajo
de sus hombros, pusiste tu mano sobre sus desvalidos dedos y sin decir una palabra
saliste de la habitación.
¿Dónde quedó tu odio? ¿Se
agotó acaso tu sed de venganza?
«He visto en sus ojos no
solo el miedo, sino su agonía», me dije.
Respiré hondo mientras
caminaba, rumbo a la salida, por la amplia
vereda bordeada de árboles de aquel nosocomio.
Que buena historia y excente narración. !felicitaciones Rosario!
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