miércoles, 18 de septiembre de 2019

Reflexiones antes del final

Juan Esteban Sierra Quiceno




«21—Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres,
y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme.
22 Cuando el joven oyó esto, se fue triste, porque tenía muchas riquezas.
23 —Les aseguro —comentó Jesús a sus discípulos— que es difícil para un rico
entrar en el reino de los cielos. 24 De hecho, le resulta más fácil a un camello
pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios».


Mateo 19:21-24


Sentado sobre el cómodo colchón (sobra aclarar que las barandas se encontraban abajo) con el libro que la institución dejaba en cada cuarto, hay un viejo. El libro (era una edición de la Biblia en el papel que lleva su nombre) ya estaba cerrado, pero permanecía entre las manos del viejo que recostaba sus amarillentos ojos más allá de la portada como si pensara. Y, en verdad, estaba pensando. Cavilaba, como el lector avispado podría colegir, sobre los versículos de Mateo anotados al principio.

El viejo no era un hombre religioso, y de hecho, desde que tiene memoria se había referido a dicho libro (muy pocas veces, por lo demás) como el libro, y jamás, como el Libro, como sus antiquísmos profesores del colegio exhortaban. Así pues, abriría el libro (o el Libro) por casualidad, por aburrimiento, casi, y justo se había topado con esos aciagos versículos. Y por eso, y por su situación actual, claro, pensaba. Ayudaba también que se encontraba solo y, para qué más que la verdad, con el televisor averiado, lo que favorece cualquier estado introspectivo.

Es mejor aclarar de una buena vez que el viejo no era en exceso viejo, y si ahora lo parece (en exceso viejo, no simplemente viejo, que sí lo es y además lo aparenta desde hace unos añitos) es solo por las ojeras y el desgaste que las últimas noches de insomnio, a la espera de sus resultados, le han dejado. Espera que esta mismísima mañana por fortuna terminó, o acabo, mejor, para no herir comprensibles susceptibilidades de nuestro protagonista con la maldita palabra terminal. En todo caso, confiamos (el viejo también, por supuesto) que ya teniendo un diagnóstico, así sea uno muy grave (como en efecto lo fue), esta noche pueda conseguir un mejor sueño, porque al menos no tendrá que cargar más con la angustia de la espera, lo que no es poco.

En cualquier caso, el viejo permanecía absorto en sus reflexiones sintiendo, escasamente, el peso del libro cerrado sobre su regazo, cuando de repente pronuncia en voz baja, sea porque estaba solo o por consideración a las normas de la institución, lo siguiente: «¿Y si, en verdad, existe?». Dicha pregunta, que apenitas cortaba el silencio denso de la habitación blanquísima, tan ambigua en apariencia, no lo era en absoluto, porque la misma no estaba dirigida a ningún interlocutor (que no lo había, ya se dijo), sino que era la continuación en voz alta (aunque bajita), de su pensamiento (o sea, su voz inaudible), y que a su vez era este: «El reino de los cielos…». «¿Y cuál paraíso será el real? —Siguió con su voz interior, la inaudible—: ¿el cristiano?, ¿el musulmán?, ¿el judío?», aunque no estaba seguro de que estos últimos tuviesen algo similar a un cielo, porque, ya también se dijo, nunca prestó demasiado interés (ni siquiera poco, de hecho) a las cuestiones religiosas. Entonces decidió que de existir un paraíso, este tendría que ser el católico, apostólico y romano, sencillamente porque siempre fue una persona pragmática, y como tal, se obligaba a reconocer que: primero, era la única religión con la que tenía afiliación, al fin y al cabo estaba bautizado y, en su tiempo, comulgaba en el colegio; segundo, ya tenía ciertas nociones, aunque vagas (nunca fue religioso como sí pragmático), de los dogmas católicos; y tercero, sabía (pues su médico se lo recalcó esta mismísima mañana) que no le quedaba mucho tiempo, por lo que le resultaría difícil aprender desde cero los intrincados vericuetos de cualquier nueva creencia.

«Así que existe el cielo católico, apostólico y romano», comentó en voz alta (pero no demasiado alta, claro, lo último que quería sería contravenir las políticas de la institución que tanto empeño puso para darle un buen diagnóstico, así este no haya sido bueno en absoluto) zanjando por completo el asunto. Luego se puso a hacer un balance de su propia vida: en conclusión, caviló con fría objetividad mientras aspiraba ese perfume clorado que impregnaba cada rinconcito del cuarto, no se le podría considerar una mala persona. No: no era malo. Aunque, especialmente bueno, tampoco. Un viejo buena gente, como tantos, como todos (casi).

Quedaba entonces, eso sí, el asunto pecuniario, porque en este, él sí difería del común de los cristianos, como se dice. Porque el viejo tuvo que cargar el fardo de haber nacido rico (muy rico, mejor) en un paisito de pobres, lo que atestiguaría su declaración de renta (sin excesiva escrupulosidad, claro). Así pues, reanudó su reflexión el viejo, ¿qué podría hacer para asegurarse una entradita a ese paraíso católico? Podría, por ejemplo, dejarlo todo ahí mismo: su celular, sus documentos, su jovencísima esposa, sus millones (incluyendo aquellos que callaba su declaración), todo; no avisarle a nadie y solo abandonar el hospital con lo que tenía puesto (es un decir, obvio primero se cambiaría la bata de la institución por alguna de las mudas que tenía en el ropero de la habitación) para vagar por el mundo como un asceta. ¿Por qué no? Aún le quedaban fuerzas. Todavía el cáncer no lo tenía postrado. No era demasiado tarde para aprender uno o dos malabarismos sencillos y vivir de las limosnas que los conductores buenamente repartían en los semáforos…, pero no, la verdad, es que no haría nada de eso, no tenía coordinación y se sabía demasiado acostumbrado a los pequeños (y no tan pequeños) lujos de la vida, para terminar (acabar, mejor) como un jipi zarrapastroso.

También, continuó con su mente pragmática habituada a generar y desechar ideas, podría legar su patrimonio completo a alguna orden cristiana, después de todo aún no había testado, como el médico de la mañana sugiriera, y de esta manera era posible anotarse unos pocos puntos con los católicos (o muchísimos, de hecho, si se recibían por cada millón). Pero no: esto no solucionaría su problema de base de vivir su existencia entera como rico (muy rico, con mayor exactitud), ya que por definición la sucesión se haría efectiva solo después de su deceso. Además, lo anterior tampoco sonaba justo con su segunda esposa, con quien tenía el tácito acuerdo de intercambiar su bello cuerpo por una cuantiosa herencia; y menos lo sería con su propio hijo, tan inútil como habituado al despilfarro y el alc… «Kufh, kufh, kuffhh» Un largo acceso de tos lo interrumpe, mira el pañuelo blanco que tenía preparado para estos casos, pero no lo agarra. Igual…, para qué.

Así las cosas, no más ve la opción de fabricarse una aguja gigante (medios no le faltaban, por supuesto) para pasar por su ojo el camélido que ya tenía en su hacienda, era un dromedario y no un camello, pero para el caso sería lo mismo. Obviamente desecha este último plan de inmediato: era viejo (apenas), rico (muy rico, pese a su declaración fiscal de riquito), poco religioso, pero nada tonto, por lo que entendía que Jesús tan solo había utilizado una metáfora.

En ese momento, de entrar alguien al cuarto como, por ejemplo, la acongojada y joven esposa que por alguna razón no ha estado acompañando al viejo: tal vez porque este rato lo ha pasado en otro lugar de la clínica (¿tomándose un tinto en la cafetería?, ¿quejándose en la administración por la falla de la tele?); o quizás fue que salió para dirigirse al hogar común por alguna pertenencia del viejo (¿un libro —uno de esos corrientes que nadie nombra con mayúscula—?); o, por qué no, la tendría lejos una inaplazable obligación laboral (conocemos muy poco de ella para tildarla, del modo que harían los cizañeros, de simple mantenida del viejo). O podría ser, claro, una enfermera quien entrara en lugar de la esposa, sea para tomar los signos vitales, administrar medicamentos o, simplemente, para dispensar tres palabritas amables, que sus ajetreados quehaceres tampoco dan para más. En cualquier caso, si en este punto alguien traspasara la puerta blanca de la habitación individual (VIP, además), vería cómo el viejo gira con lentitud sus nalgas sobre el cómodo colchón para recostarse, arrojando sin querer (aunque sin no querer tampoco) ese libro (o Libro) de su regazo al suelo. Y luego podría observar la forma en la que el viejo menearía un poco la cabeza en la almohada (menos cómoda que el colchón), para después posar aquellos ojos cansados y amarillos sobre el televisor descompuesto, que tanto, para qué más que la verdad, favoreció el estado introspectivo que hizo posible esta historia. Y finalmente esta hipotética persona vería al viejo más viejo que nunca, porque nuestro protagonista acababa de apercibirse de que le sería vetado su ingreso al reino de los cielos, y, al igual que el rico de la Biblia, también se había puesto muy triste.

lunes, 16 de septiembre de 2019

¿Te gusta el cine, Emma?

Víctor Purizaca


Mi nombre, José Milano, era feliz a mi manera, seguía el torneo descentralizado. Alianza Lima en mi corazón. Waldir, Muchotrigo, qué grandes jugadores. Enano, verborreico, ojos marrones claros. A mis catorce años ya había probado grifa. Deseado por muchas hembritas de por mi casa y alrededores.

Mi salón era el más inquieto, no había profesor que nos aguantara. La algarabía y hazañas del tercero C del colegio Champagnat de Miraflores habían llegado a oídos del San Luis de Barranco y al San José del Callao. Dos narices rotas, la de Mañuco Ibarra, profesor de química y la de Charly Cornelio, dilecto y risueño alumno de pedagogía de la Universidad Marcelino Champagnat, que nos enseñaba religión. Accidentes al abrir la puerta en el cambio de hora. Rodrigo Peñafiel era el más prolijo en estos asuntos. Eramos los más vagos de aquel dignísimo colegio.

Juanjo Vidalón, en clase pidió la palabra. Era vísperas de las celebraciones por el Día de la Madre.

—¿Si José era esposo de María, por qué no tuvo relaciones con ella?

—Porque no era voluntad de Dios —argumenta Charly.

—Al nacer Jesús, ellos podían tener relaciones sexuales y traer más hermanitos al Niño Jesús —replicó Juanjo.

—No estaba contemplado en los planes de Dios —acotó Charly—, además, Nuestro Señor fue concebido sin pecado.

Yo solo me imaginaba a Alejandra Guzmán calata y la cara de Charly se tornaba más roja. La pregunta era una blasfemia, pero ya había pasado el Concilio Vaticano Segundo. Vidalón, a su corta edad era diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, buscando un exabrupto tal vez, combinando dudas y burlas. Cornelio no pierde la calma, es un chiquillo y ya le habían roto el tabique antes de Semana Santa.

—La verdad que eso pertenece a los dogmas de fe —fija la mirada Charly a Juanjo Vidalón.

Pedro Cieza cambia de tema preguntando cuándo iban a ir a las catacumbas de nuevo, al centro de Lima, Charly menciona que los hermanos planeaban un paseo para la primera semana de junio.

Un zambito de ojos marrones, con dientes protuberantes y gracioso, en el andar al menos, pidió permiso para el baño, era yo, ya me había agotado tanta fe acaramelada. En los pasillos ya se ve la figura de Vidalón en la puerta de Pastoral. 

—Hoy día vamos a ver a mi hembrita, su amiga Emma está preguntando por ti —me indicó Juanjo— está muy atenta, vamos al cine, muelón.

Dibujo una sonrisa con mis muelas prominentes, ya el labio se me tiembla de la emoción.

—A las dos por la Tranquera —sentencia Juanjo Vidalón.

Caisarius Carrasco era gran amigo mío desde sexto de primaria, desaprobó cinco cursos en primero de secundaria y ya era de mi promoción. Desde chico le gustaba correr tabla, Waikiki era su playa favorita. Se escapaba de clases a menudo, usaba el pelo dorado, agua oxigenada pensábamos y gritábamos en la hora de educación física. En la fiesta del Regina Pacis me había presentado a Emma, era hermosa, pelo castaño dorado, ojos negros expresivos, labios gruesos. Era un ensueño, Juanjo me dijo que ella preguntaba por mí siempre. No sabía cómo, con qué, pero sería mi hembrita, Emma y la enamorada de Juanjo estudiaban en la Reparación, colegio de mujeres frente a nuestro colegio. Pero la mayoría de sus amigas eran del Regina.

En la Tranquera, el restaurante de la Avenida Pardo, con sus deliciosas carnes y chorizos a la parrilla, con el olor impregnado en mi chompa esperé a Emma. Si alguna vez la invitaba a almorzar le encantaría la morcilla, seguro que sí.

—Tranquilo huevón —me decía Juanjo mientras la veía llegar.

Respiro de nuevo. La miro, qué cintura, qué dulzura. Griselda la enamorada de Juanjo ataja con el saludo primero.

—Hola —dice.

—Hola, mi corazón —termina con un beso Vidalón.

—Hola. —Me besa en la mejilla, casi en la comisura Emma.

Me imagino a Emma, sin calzón, sintiendo sus senos en mi pecho, sus latidos en mi pecho y mis dedos deslizándose en su vagina húmeda. Sin parpadear mucho, disimulaba tanto y conversaba de otros temas. Comenzamos a caminar al óvalo. «¿Dónde vives? ¿Al cine? ¿Cuándo?». Las preguntas corrían y yo henchido de felicidad. Me acomodaba los rulos y mostraba mis muelas con más ahínco. Suave, suave, sudaba un poco, húmedo en mi calzoncillo.

La camisa roja con rayas blancas ya me esperaba para el sábado, maravillosa chiquilla, mis colonias para fiestas eran recuerdo, tomaría la de mi viejo, en su dormitorio. El viernes acudiría al ensayo del grupo de Moya y de Fito en la casa de Caisarius. Siempre nos reuníamos a las ocho de la noche en punto.

—Préstame tu colonia, viejo.

—¿A dónde te vas? —inquiere mi padre.

—A la casa de Caisarius, al ensayo de Moya, el que solo se sabe canciones de Los Hombres G.

—No llegues tarde. —Con palmadita en el hombro.

Voy por Camino Real, contento, prendo un fallo, boto humo, y me imagino a Emma solita por el cine, riendo, oliendo la colonia de mi viejo. Soy todo un picarón. La casa de Caisarius, fachada blanca, marcos marrones, una enorme puerta de madera con adornos churriguerescos en Juan de Arona, calle no muy transitada en San Isidro. Su vieja, una diminuta rubia caderona, me hace un ademán con el índice, mirando desde la ventana de la sala, me deja entrar, en la cochera me acomodo el cuello de la camisa. Ajusto el cinturón de mi pantalón blanco OP y saco más el pecho.

—Ya vengo, voy a Wong a comprar unas cosas.

Un beso en el cachete se despide de mí doña Catalina, la madre de Carrasco. La tía sí que olía rico.

Los huevones no vienen, subo de dos en dos los escalones, escucho tras la madera de la puerta del dormitorio de Caisarius. Un gemido, dos gemidos. Era una arrecha.

—Más, más, más— con gritos estremecedores se deleitaba la hembrita.

—¡Caisarius! —con sorna y tratando de fastidiar me río.

Alguien atropella las cosas, salta Caisarius sobre el felpudo de su habitación. Trato de ver, la hembrita se acomoda la ropa, huele a lavanda.

—La cagaste huevón— Carrasco en calzoncillo.

De la cama brinca una muchacha de delgada silueta, corre con el sostén recién puesto. Mis ojos se abren enormemente. Ya no pienso en Alejandra Guzmán desnuda.

Emma dejó caer los zapatos. Malestar en el vientre y en las rodillas; ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor. Levantó los zapatos y de puntillas abandona la habitación, ya en las escaleras parte raudamente. Caisarius. Furtivamente guarda su calzoncillo en el cajón, el condón a medio usar colgaba de la lámpara celeste de la mesita de noche. Con un tremor en el párpado izquierdo no podía recordar la película que Emma y yo habíamos planeado ver el día siguiente. Encendí un cigarrillo sin pronunciar palabra alguna me senté en el borde de la cama junto con mi amigo semidesnudo y sudoroso. Mientras la mamá de Carrasco anunciaba con sus tacones en el piso de abajo que ya había terminado de comprar.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Sueño profundo

Armando Janssen


Ella lo estaba pasando muy mal, empezó diciendo que ya no podía seguir viviendo así y que quería morir. Pero yo no le creí, si había resistido todo ese tiempo en el hospital era porque de verdad quería vivir. Pero al final Rita murió.

Me quedé siempre a su lado y la vi consumirse lentamente. En el momento de morir, intentó con desesperación respirar por última vez, tanto que murió con la boca abierta.

Por eso, me prometí a mí mismo que nunca moriría con la boca abierta. Aceptaré la muerte cuando me llegue el momento. Eso es lo que decidí. Pero también sé que eso es muy valiente asegurarlo cuando uno no está muriendo.

—¿Por qué me contás cosas tristes? —le pregunté, mientras caminábamos.

—¿Qué cosas tristes?

—Me estás hablando sobre la muerte, el tema es triste. ¿No te parece?

—Porque estoy muerta, Alberto —me dijo como si nada—, ¿te olvidaste?

En ese momento detuve la caminata y ella también. Me la quedé mirando perplejo, sin hablar. Permanecimos observándonos unos segundos y le dije con voz quebrada: 

—Ahora lo recuerdo, realmente moriste.

Agaché mi cabeza hacia el pecho, tapé mi rostro con las manos y me puse a llorar desconsoladamente. Volví a mirarla, ella estaba triste sin decir palabra, pero no lagrimeaba. Se me acercó y me dijo:

—No derramaste ni una sola lágrima en mi funeral, ¿por qué ahora? No lo entiendo. Pensé en cortar la relación contigo porque no habías llorado, pero no sé cómo se cortan las relaciones después de muerta.

Mientras me decía esto, vi que palmeaba mi espalda, podía ver el movimiento de su brazo, pero yo no la sentía, que extraña sensación.

—No quería derrumbarme —respondí más calmo—. Ni siquiera sé por qué lo hago ahora, fuiste tú la que murió y me dejaste solo aquí, entonces, ¿por qué iba a llorar?

Y me fui, pero ella me siguió.

—¿Por qué te enojás? —me preguntó. La noche está hermosa —me tomó del brazo y yo no la sentía, ¿por qué no lograba sentirla? 

Cambiando el giro de la conversación, me pregunta: 

—¿Recordás está calle?

—Sí claro —le respondí— solíamos caminar por acá, simplemente te tomaba de la mano y de inmediato me hacías sentir que todo estaba bien, así de sencillo. Recorríamos el barrio criticando su peculiar arquitectura —agregué—. Ese día tú me miraste fijo al verme pasar y yo me acerqué y conversamos, nunca más nos separamos, lo recuerdo como si fuera hoy. Así nos conocimos, estabas preciosa esa noche y ahora también lo estás, tenías un perfume delicioso, ahora no te puedo oler. Es increíble que pueda identificar aromas en mis sueños. 

—¿Recién ahora te das cuenta de que estás en un sueño?

—Entonces, ¿no eres real?

—Soy real. Bueno, no estoy viva, así que tal vez no lo sea. Estoy triste, puedo sentir cómo estoy desapareciendo de tu vida. Es como si me esfumara. No sé dónde estoy ahora, pero tenía que volver a verte, antes de desaparecer por completo. Así que usé tu sueño.

—Entonces ¿así se siente ver a un muerto en tus sueños?

—No lo sé, no hace tanto tiempo que estoy muerta. Dicen que cuando despiertas, casi no te acuerdas de los sueños. 

—¿Y para qué es este encuentro, si no recordaré nada? Y tú ya estás muerta…

—No es importante recordarlo. Lo importante es haber estado juntos otra vez.

 Observé cómo se paró en puntas de pie, agarrando mis mejillas con sus manos y me besó. Logré recordar la calidez de sus manos y la ternura de sus besos, pero sin sentirla, igualmente me encantó.

—Otra vez me siento triste, ¿a qué viniste?

—No te pongas triste, te despertarás y tendré que irme. He venido a pedirte que dejes de considerar el suicidio, sé que lo has estado pensando…

—Es cierto, lo consideré, es más, lo intenté. Pero no pude sostener la mirada de tu gata, reclamando tu presencia y su ración, con sus insistentes y característicos maullidos rasguñando el sillón. Abandonarla era como abandonarte a ti, así que tranquila, mientras tu gata viva no me voy a suicidar.

—Quiero que te busques una buena mujer que te acompañe, que camine junto a ti sin que se le desaten los cordones y no se canse tanto, para viajar o disfrutar juntos de un buen cine europeo todas las semanas, compartiendo después la gastronomía acorde a un buen vino y discutiendo la película…

—Que te quede bien claro que nunca podría volver a hacerlo con otra mujer, todo eso, más hacer el amor, para después dormir y despertar contigo, es lo mejor que me ha pasado en la vida. No me pidas eso. Me estás haciendo llorar nuevamente. ¿Por qué me dejaste solo?

—No lo decidí yo —¿recuerdas? Fue el puto cáncer.

—Caminemos por el barrio —le dije. 

Una vez más me llamó la atención no sentirla al tomarle la mano, añoré lo que ese simple acto me hacía sentir. Siempre que caminábamos tomaba su mano, encastraban como machimbre y eso me transmitía una tranquilidad inmediata. Nos soltábamos solo cuando llegábamos a destino o cuando discutíamos. Me sentí muy extraño, miraba nuestras manos entrelazadas, se había perdido el tacto. 

Continuamos recorriendo varias calles en completo silencio, de pronto, me dijo:

—Tengo que pedirte algo más, yo solo la miré. Tienes que continuar yendo al Hogar por mí, sabés bien que las chicas te necesitan y se alegran cada vez que vamos a sus cumpleaños, o nos llevamos alguna a pasear para sacarlas de su realidad, tomar la leche en casa y así darles un respiro de felicidad en su tortuosa vida. Es una gran obra. ¿Me lo prometes? 

Volví a mirarla, asintiendo.

Continuando nuestra caminata en silencio, de pronto para y me dice: 

—Entremos, ¿recordás lo que comíamos en este lugar?  

—Por supuesto —respondí— como olvidarlo —agregué, mientras nos sentábamos.

—¿Y qué solíamos comer?

—La sugerencia del chef de los viernes: la entrada de doce piezas de un sushi delicioso con dos copas de vino tannat bodega Garzón. Compartíamos después otro plato, una agua sin gas y regresábamos caminando de la mano a casa. Solos tú y yo, no necesitaba nada más…

Nunca más regresé a este lugar, no podría hacerlo sin ti —agregué.

—Pero ahora estás conmigo. Pidamos eso —me dijo, mientras volvíamos a tomarnos de las manos, lograba ver la acción sin sentirla, era como un holograma. 

—Hoy es lunes —le respondo. Está cerrado.

—¿Seguro ese es el motivo de que estamos solos acá?

—No creo, más bien debe ser porque es mi sueño y tú te metiste en él. Daría todo lo que tengo y mi propia vida, por detener este preciso momento y así permanecer juntos para siempre.

—¿Sabés si al morir tenía la boca abierta?

—Sí, la tenías, ¿por qué?

—Porque recuerdo que intentaba cerrarla con todas mis fuerzas. No podía respirar por la nariz, por la sangre acumulada.

—Y en qué te cambia saber eso, sí ya moriste.

—No sé, me preocupaba morir así.

—¿Aún muerta te preocupan las cosas?

—Supongo que sí, no sé adónde voy ni qué pasará conmigo. Aun estando muerta, sigo sintiendo todo el tiempo que desaparezco. Esa sensación de desaparecer, me mata.

Los sueños y la muerte, no conducen a nada y caen en el olvido, terminó sentenciando.

Pero ahora estamos aquí, juntos.

Mientras me hablaba, noté por primera vez que la gente a nuestro alrededor, no se movía. Habían quedado como estatuas, inertes, empeñados en conservar sus últimos gestos.

—¿No te intriga saber por qué morí?

—¿Para qué? Dijiste que no recordaría nada al despertar.

—Bueno, entonces…

—¿Por qué moriste?

—No sé si lo vas a entender —me dijo, yo me acabo de enterar y ni yo misma lo entiendo.

—Pero, ¿qué te pasó?, ¿por qué no te voy a entender?

—Me informaron que morí porque estaba ya pactado —yo la miraba perplejo y no atiné a abrir la boca—. Esta fue mi segunda vida y para obtenerla, tuve que pactar la fecha y la forma en que volvería a morir. Eso me dijeron, pero yo no recuerdo nada.

—No entiendo, ¿qué decís?, ¿cómo que pactaste la fecha y forma de morir?, ¿es tu segunda vida?, ¿hay otras vidas?

—Sí, no sabés, me enteré hoy y por eso vine a prevenirte. Recién morí y no tengo idea de nada, tampoco sé si me darán otra vida, o si me la dan, si podré visitarte en futuros sueños, ¿te das cuenta de la importancia?

—¿Viniste a prevenirme de qué?, ¿sabés cuándo y de qué forma voy a morir?, ¿hay otras vidas, sí o no?, ¿quién o quiénes deciden si te dan otra vida? No me jodas.

No, tranquilo, no tengo ni idea y no te jodo. Eso es algo que se entera cada uno al morir. A mí me informaron solo eso y acá estoy, sin saber qué hacer o no hacer. Y sí, hay otras vidas, eso es lo único que te puedo asegurar.

—¿Tranquilo, me decís? Me estás informando por qué moriste y que hay otras vidas ¿y querés que esté tranquilo?, ¿te voy a seguir viendo en mis sueños?, ¿una vez muerto, te ves con la gente más querida?, ¿te encontraste con alguien? Carajo, explícame bien…

—Pará, ¿qué tanta pregunta? Te dije que no tengo idea de nada, morí hace muy poco, me informaron recién hoy de todo esto y solo me permitieron entrar en tu sueño, no tengo más para informarte… Pero ¿qué hacés?, ¿qué anotás?

—Transcribiendo lo que estás contando, seguro que cuando despierte me habré olvidado de todo.

Este tema es la gran incógnita de la humanidad, ¿no te das cuenta? Tenemos la primicia de una noticia que conmoverá y cambiará al mundo. Contame más…

—Pero mirá que sos boludo eh… ¿no te das cuenta que todo esto es irreal? Ahora, por tu culpa, debo salirme de tu sueño… 

Desperté con un terrible dolor de cabeza, necesitaba una aspirina y un café, ya. Antes de levantarme, miré al otro lado de la cama y estaba Rita. Descansaba profundamente.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

El romano

Javier Oyarzun


Ya sé lo que nos espera afuera, el ruido ensordecedor de la multitud se cuela entre las paredes como un anuncio de nuestro final. No tengo miedo, pero estoy cansado. Sentado en la arena solo aguardo que vengan a buscarnos. Los rezos de nuestros hermanos me tranquilizan, debo ser fuerte.

La tenue luz que entra a la celda me permite ver mis enrojecidas muñecas, que no dejan de dolerme debido al daño causado por los grilletes. El olor a orín y excremento se impregna en mis fosas nasales. El sollozo de una niña pequeña ahogado por el abrazo consolador de su madre me desgarra el alma.

El tintineo de las llaves y el posterior chasquido de la cerradura me alertan de que ya vienen por nosotros. La gente se alborota, algunos lloran y otros rezan. El ruido de las sandalias en el piso y el polvo que levantan se aproximan hasta acá. 

Una docena de guardias armados nos quitan los grilletes y nos obligan a pararnos y avanzar por un corredor que va iluminándose a cada paso. Una canción de alabanza a nuestro señor sale de la boca de uno de nuestros hermanos, y su voz se convierte en un coro a los pocos segundos.

Cuando llegamos al final del túnel una pesada puerta de barrotes de hierro se levanta y somos empujados a un espacio abierto, nos reciben con insultos y vegetales en descomposición lanzados desde las gradas atiborradas de gente. Me quedé esperando a los más lentos a la salida del túnel, un soldado vestido a la usanza de un legionario me empuja y escupe, tratándome de traidor.

El sol abrasador golpea mi cara, como aquel día en la lejana Armenia, nuestros escudos levantados en formación de tortuga resistían las embestidas de los jinetes en  camellos del ejército parto. A la orden de nuestro líder, coordinados, atacábamos con nuestras lanzas arrojadizas, causándoles muy poco daño, para volver a agruparnos y defendernos.

El cansancio mellaba nuestras fuerzas, el escudo se hacía cada vez más pesado, empezaba a perder las esperanzas, cuando la caballería llegó en nuestra ayuda. Las tropas del enemigo retrocedieron, y al final de la jornada la victoria era nuestra.

Esa noche tuvimos doble ración y se nos permitió beber vino para celebrar, reímos de buena gana, recordamos a los caídos, y cada uno de nosotros confesó qué pretendía hacer cuando regresáramos a Roma. Tiempo después supimos que nuestra victoria permitió la firma de un tratado de paz entre Roma y Partia. 

El camino de regreso fue largo. Lo primero que hice al volver fue gastar parte de mi paga en una crespa y voluptuosa mujer del mejor burdel de la ciudad. Para terminar emborrachándome con mis compañeros de armas en un tugurio de mala muerte.

Anduve un tiempo de ocioso, pero los denarios se fueron acabando, no sabía hacer nada más que ser militar, por lo que me empleé como cobrador de uno de los tantos prestamistas de la capital. Casi nunca llegué a ocupar la violencia con alguien, nuestra sola presencia, y la destrucción de alguna que otra tienda de un desafortunado deudor, nos hicieron la fama suficiente para realizar de muy buena forma el trabajo.

En una de esas andanzas llegué a una tienda de telas de un tal Amancio que tenía una deuda con mi jefe. Al acercarme vi a la mujer más hermosa del mundo que atendía en el lugar. Me quedé atontado mirándola tanto tiempo que la hice sentir incómoda, provocando que sus blancas mellizas enrojecieran de rubor.

Me hizo pasar a la tienda para esperar ahí a su padre, que era el deudor que yo buscaba. Salió de la sala donde me encontraba moviendo una cortina. Pasaron varios minutos y no venía nadie, me empecé a poner nervioso. Escuché un sollozo proveniente de la habitación contigua, la curiosidad me hizo acercarme y notar que la chica lloraba desconsoladamente.

―¿Qué te pasa? ―pregunté.

―Nada.

―¿Cómo nada?, debías traer a Amancio y estás acá llorando.

―¿Vas a matarlo?

―¿Por qué habría de matarlo?, solo vengo a cobrar lo que debe.

―No tenemos dinero para pagarte ―respondió con la voz entrecortada y mirándome con los ojos llorosos.

―Olvídate de la deuda  ―aseguré―, la pagaré yo.

La chica se abalanzó sobre mí, y me abrazó fuerte, poniendo su cara sobre mi pecho, donde siguió llorando un momento. Me dio las gracias muchas veces, tomó mi mano derecha con las suyas y la besó un par de oportunidades. Me retire del lugar sintiéndome un imbécil, acababa de regalar gran parte de mis ahorros a personas que no conocía.

Después del encuentro mi vida transcurrió sin grandes sobresaltos, cobrar, amenazar y llenar los bolsillos de mi jefe, se convirtieron en una rutina. Paseaba por la calles de Roma cumpliendo mis deberes como cualquier día y casi sin pensarlo me traslade al negocio de Amancio, parapetado a unos metros me quede observando, como un mozalbete, a la linda mujer que hace unas semanas lloró en mi pecho.

La rutina siguió su curso, trabajar e ir a mirar a la bella muchacha, no podía sacarla de mi mente, pero, no me atrevía a hablar con ella, no por el temor al rechazo, sino, porque temía asustarla. Un día cuando la observaba a escondidas, un hombre que se había acercado a la tienda, la gritaba infiriéndole todo tipo de insultos. Corrí al lugar para increparlo, este, sorprendido por mi súbita llegada, se alejó de inmediato sin hacer más problemas.

Su mirada profunda y un casi imperceptible «gracias», terminaron por derrumbar todos mis temores, y aquella muchacha se quedó impregnada a mi alma. No podía hacer otra cosa que pensar en ella. Todos los días después del trabajo, pasaba a visitarla. Traté de conquistarla, le llevé regalos, pero siempre se resistía a que lo nuestro se convirtiera en un romance.

Después de un par de meses aburrido de la situación decidí confrontarla:

―¿Por qué me rechazas?

―No lo hago.

―Quiero ser tu esposo.

―No puedes.

―¿Por qué? ―insistí.

―Somos diferentes.

―¿Me quieres?

―Sí.

―Entonces, ¿por qué? ―pregunté nuevamente elevando el tono de mi voz.

―Soy cristiana ―respondió con voz entrecortada.

―Lo solucionaremos ―le dije, abrazándola lo más fuerte que pude.

Renuncié al trabajo, no podía seguir en una labor que ofendiera a sus creencias, desde ese momento los ayude en la tienda. Su padre me introdujo en el nuevo culto, nos casamos en una vieja catacumba, escondidos de posibles curiosos o delatores. Es así como un antiguo guerrero se transformó en un pacífico comerciante y fiel marido.

Fue un tiempo maravilloso que vivimos juntos, pero como todo sueño bonito que uno quiere continuar cuando despierta, se acabó, una maldita fiebre terminó con su vida. Renegué del nuevo Dios. Aquel que prometía bondad a sus fieles era igual de cruel que los dioses romanos. Volví a beber y buscar pleitos, vague por las calles de Roma sin rumbo, dormía donde me pillara la noche.

Dejándome morir en un callejón oscuro, con el cuerpo empapado por la lluvia y temblando de frío, se me acercaron dos hombres, que en un principio no reconocí. Me levantaron y cargaron pasando mis brazos sobres sus hombros. No opuse resistencia, estaba demasiado borracho. Desperté en una habitación que distinguí como propia, tres hombres me miraban de pie con atención, dos de ellos fueron los que me cargaron, el tercero era mi suegro.

No pude evitar llorar, sentí mucha vergüenza ante la figura de ese viejo que permanecía de pie estoico frente a mí. Me levante para acercarme a él, al llegar a su lado me arrodille y lo abracé cruzando mis brazos a su cintura, y con la cabeza gacha para demostrar mi arrepentimiento.

―Perdón, padre ―le dije con voz trémula.

―No hay nada que perdonar. Levántate, hijo mío.

Vivir en comunidad dio un nuevo sentido a mi vida, ayudé a Amancio con la tienda, participé de los ritos cristianos, si bien, el dolor se fue aplacando en mi alma, nunca deje de pensar en mi esposa, cada celebración o fecha especial me traía su recuerdo.

Todo continuo apacible hasta aquel día que compartíamos un rito y fuimos capturados por una cuadrilla del ejército romano. Avancé hasta el capitán y le exigí que me expusiera el porqué de la aprensión, recibí como respuesta un golpe que me botó al suelo.

Mi suegro guío al grupo hasta el centro del coliseo, donde formaron un círculo y comenzaron a rezar. Yo no pensaba rendirme tan fácil, si salía algún gladiador trataría de quitarle su arma y defender a mis hermanos, había sido un soldado y estaba preparado para luchar.

Se abrieron todas las puertas y los vítores de los espectadores se confundieron con el rugido de las bestias que eran azuzadas por sus cuidadores. Mis hermanos se arrodillaron y comenzaron a cantar alabanzas a nuestro Señor. En ese momento me di cuenta que no podía hacer nada. Me hinqué y esperé el desenlace. El público se quedó en silencio al observar como este grupo de hombres y mujeres, viejos y niños aceptaban su muerte.

Una bestia se abalanzo sobre mí. Mis últimos pensamientos fueron para ella: «Amor espérame, ya voy al encuentro de nuestro Señor, para estar contigo eternamente». 

viernes, 6 de septiembre de 2019

Secretos de sangre

Constanza Aimola


Confesar libera, hablar desahoga un espíritu pecador. Contar algo que nos asfixia podría salvarnos aunque esto suponga acabar con la vida perfecta que con mentiras alcanzaste. Así que revelaré uno de mis grandes secretos.

Nací rebelde, en exceso, y créanme, domar los demonios que provienen de esta necesidad de tener siempre la razón no es sencillo. 

Cuando estuve en la cima del éxito laboral, terminé claudicando, por mi incapacidad de negociar y más que esto, por no poder soportar que alguien me diga qué hacer, me llame la atención o me obligue a pensar diferente.

Que alguien no haga lo que yo quiero me descompone, eso sí, mientras soy la dueña del juego es diferente, que me sigan la cuerda hace que todo fluya, cuando ocurre lo contrario se desata el infierno.

Pensando en esto, estoy convencida de que lo hago porque me siguen el juego, pocas veces he sentido que no logro lo que me propongo, o que alguien no apoya lo que digo o pienso. A medida que pasa el tiempo es aún más sencillo, las personas ganan confianza en mí, me siguen y con esto, sin saberlo fortalecen mi defecto.

Hace ya algunos años, bueno, más de veinte, mientras le hacíamos visita a mi tía Leonor, yo tenía actitudes desafiantes e irrespetuosas. Mi tía me miró aterrada como si en mi cara se le reflejara un fantasma, por esta razón decidió contarme una historia familiar de la que se había enterado hace muchos años, según ella, así se explicaría la razón de mi actitud que era por esa época inmanejable. Su hipótesis, fue que por mis venas corre sangre rebelde.

Lucía se debatía entre la vida y la muerte igual que su primera hija, a quien aún llevaba en el vientre. El escándalo que suele provocar la sangre, que estaba por toda su ropa, además del líquido amniótico que bajaba por sus piernas, se veía apocado, por el que fue considerado un caso clínicamente de mayor importancia. 

La fecha, 9 de abril de 1948, era casi imposible llegar hasta la Clínica Central, en Bogotá, en donde Lucía daría a luz a Ana. Era la 1:30 de la tarde y hacía casi una hora, habían hecho un atentado en contra de Jorge Eliécer Gaitán, candidato liberal a la presidencia de Colombia. 

Todo se había convertido en un absoluto caos, lo describo como lo imaginé mientras mi tía lo narraba, una foto en blanco y negro. Entonces en Bogotá las temperaturas eran muy bajas, las personas vestían elegantes, las mujeres con falda, tacones y medias veladas, los hombres de traje, corbata, sombrero y abrigo.

Un hombre abordó a Gaitán saliendo del edificio en el que se ubicaba su oficina y le propinó tres disparos mortales, en la cabeza y el tórax. Ya sin sentido, lo llevaron en un taxi a la clínica más cercana en donde no duró vivo más de cuarenta minutos, tiempo que la vida, le estaba cobrando a Lucía y su hija.

Los dolores empezaron cuando participaba en la mañana, en una marcha por los derechos de las mujeres en Colombia. Aunque en ese momento, en el país ni siquiera había una ley que permitiera votar a las mujeres, iban por un buen camino, Lucía participaba en diferentes movimientos y sin aspirar a ganar ni un centavo, tenía entre los objetivos primordiales de su vida, hacer que las mujeres ocuparan un lugar importante en la sociedad colombiana. 

Faltaban dos meses aún para dar a luz, sin embargo, la larga caminata y lo efusivo de estos encuentros hicieron que tuviera contracciones, para posteriormente romper fuente.

La atacaba el miedo ya que había tenido anemia desde que quedó en embarazo, además de otros malestares de salud que la aquejaban. 

La mayor parte de la vida de Lucía había estado rodeada de tragedia, sus padres murieron en un accidente cuando aún era muy niña, vivió en varios hogares adoptivos, hasta que cumplió la mayoría de edad, cuando la dejaron en la calle y tuvo que hacerse camino y ganarse la vida con labores domésticas en casas ajenas, vendiendo en las tiendas del sur de la ciudad y recogiendo las sobras de los puestos de verduras en la plaza de mercado para poder comer. 

Un día que no consiguió el dinero suficiente para quedarse en una pensión, se encontraba deambulando por las calles y un grupo de hombres la tomaron como su juego. La pasaban de mano en mano con risas estruendosas y la empujaban hasta hacerla meter en los charcos de un oscuro callejón. Moría de frío y estaba flaca como una garra, su cabello estaba sucio y el flequillo le tapaba los ojos, impidiéndole ver. Las cosas empezaron a ponerse difíciles, aquellos hombres estaban eufóricos, producto de varias botellas de alcohol, que reposaban en el piso a su lado. Uno de ellos la tomó por su huesudo brazo y oliéndola detrás de la oreja y en el cabello, la arrinconó a la pared y empezó a hacer gestos de placer con su cuerpo. 

Sus compinches se reían a carcajadas y empezaron a hacer lo mismo, Lucía lloraba, muriendo de miedo. Les suplicaba que por favor no le hicieran daño, que se alejaran, pero no se detuvieron, la echaron al piso y encima del pavimento mojado la violaron todos, una y otra vez, hasta dejarla malherida, sin conocimiento y tirada en el inmundo callejón. Solo dos días después un perro que andaba olfateando el lugar, llamó la atención de unos policías, quienes encontraron a Lucía casi muerta. La llevaron al hospital con bajos signos vitales y estuvo inconsciente dos días más. Despertó sola y algo desorientada, sin embargo, recordó los hechos de esa noche. 

Allí comió, atendieron sus problemas de salud, hicieron que aumentara algunos kilos y la hidrataron con suero directo por su vena, Lucía no lograba superar la anemia, aunque se mantenía estable. En total pasaron treinta y siete días desde aquel, sobre el que Lucía se negaba a hablar. Estaba próxima a salir cuando un guiso de pollo la hizo vomitar profusamente, sudaba frío y se sentía débil, aunque para los médicos era un síntoma de la fuerte anemia que padecía, una enfermera con la que había iniciado una linda relación de amistad, le practicó una prueba de embarazo que salió positiva.

Este nuevo hecho dejaba a Lucía con muchos sentimientos cruzados, no sabía lo que iba a hacer, sin casa ni alimentos y en la más cruel soledad. 

Finalmente salió de la Clínica Central con la ropa de una paciente que falleció, se la habían regalado las enfermeras, cuando vieron que iba a salir casi desnuda, pues lo que llevaba puesto cuando llegó al hospital estaba destrozado.

De vez en cuando tocaba su vientre, mientras caminaba por las calles de una ciudad en la que parecía pasar desapercibida, golpeaba puertas, entraba a restaurantes pidiendo las sobras o una taza de café, algo de sopa caliente, sin una moneda en el bolsillo. 

Justo cuando había perdido las esperanzas, se sentó en el muro del jardín de una casa, Aurora, una mujer de unos cuarenta años, salió para preguntarle si estaba bien. Aunque no quería molestar, esta vez aceptó que tenía frío y hambre, estaba enferma y en embarazo. Esta mujer no se sintió capaz de dejarla allí afuera y la invitó a seguir, la dejó acostar en el cuarto de la empleada que hacía unos días estaba desocupado y al día siguiente después de haber hablado con su marido y aún más, de ver cuando se levantó que la cocina estaba impecable y el desayuno hecho, le quiso dar la oportunidad de que trabajara para ella. 

Lucía no sabía cuánto cobrar, estaba realmente conforme con tener un techo en donde protegerse del frío y un plato de comida caliente. 

Allí permaneció haciendo las labores del hogar durante su embarazo. Salía los viernes al mediodía y regresaba el domingo en la noche. Entre semana, al principio iba a la clínica Central, en donde como voluntaria, conversaba y escuchaba a algunas pacientes víctimas de violencia como ella. Allí fue que conoció un grupo que se reunía para hablar temas de mujeres y sus derechos en un mundo que todas concluían que era diseñado y gobernado por hombres, desde su creación.

Ya regresaba a la casa, cuando la atacó un fuerte dolor en el vientre, se sintió mareada y cayó de rodillas. Arrastrándose logró llegar a un restaurante en el que la ayudaron a incorporarse y le brindaron un vaso con agua. Cuando intentó ponerse de pie al sentirse levemente mejor, por sus piernas empezó a bajar una gran cantidad de líquido mezclado con sangre, había llegado el momento de que naciera su hija.

Repetía que tenía que llegar al hospital, una persona que estaba en el restaurante se ofreció a acompañarla, sin embargo, de forma paralela, a unas cuantas cuadras de allí se estaba gestando una revuelta por el atentado hecho a Gaitán. Sin saberlo intentaban encontrar un taxi o el carro de algún voluntario, pero pasaba el tiempo y no lo lograban, finalmente un taxista se apiadó de ella y emprendió camino entre la multitud y las barricadas, sin dejar de tocar el pito del carro y gritar por la ventana que era una emergencia y debían abrirle paso. 

Parecía que ya iba a nacer su hija, Lucía no se cansaba de gritarle por su nombre, Ana, mientras le pedía llorando que aguantara un poco más. 

Lucía se mantuvo despierta todo el trayecto, pero se desmayó como rindiéndose, cuando pudo ver a pocas cuadras el edificio de la Clínica Central.

Para ese momento, no se explicaban lo que sucedía, las personas corrían y gritaban arengas, se encontraban con calles tapadas con neumáticos de carros en llamas, el centro de la ciudad se llenó de humo, sangre y los revoltosos aprovecharon la oportunidad para destruir buena parte del patrimonio de la ciudad.

Al mismo tiempo que llegaba Lucía en brazos de su acompañante, desmayada y desangrándose, se encontraba en el quirófano Gaitán, a quien los médicos y enfermeras disponibles en el turno, intentaban salvar a toda costa. En la recepción y los pasillos no había nadie disponible, pacientes con situaciones de urgencia se agolparon en la puerta de vidrio, que aunque era de seguridad, alcanzó a verse gravemente afectada, terminando por romperse, dejando entrar a la multitud histérica. 

Todo era caótico y nadie atendía a Lucía, quien yacía, tirada sola en una esquina al lado del quirófano en el que estaba siendo atendido el candidato a la presidencia. En este momento se desató el peor caos de la historia en Bogotá, cuando dos médicos anunciaron que Gaitán había muerto. 

Afuera, un grupo de ciudadanos, encontraron al hombre que lo mató, lo torturaron y cuando se enteraron de la muerte de su líder, sin piedad lo mataron a pedradas, le propinaron la cantidad de puños y patadas que miles de personas quisieron darle y para terminar lo exhibieron crucificado en la plaza de Bolívar, hasta donde lo llevaron arrastrando.

Todo el país estaba consternado y atento a la noticia, se desató el movimiento llamado El Bogotazo, en donde murieron varias decenas de personas y otro tanto resultaron heridos. El tranvía quedó inservible, las fachadas de los edificios, las ventanas y las calles arruinadas. 

A esa hora Lucía en la clínica, cansada de pedir ayuda y a punto de morir, entró a rastras al quirófano aún con lo que habían utilizado para intentar salvarle la vida a Gaitán, se recostó contra la camilla, abrió sus piernas y pudo ver la cabeza de su hija, daba alaridos de dolor, mordió un trapo, con dificultad se puso en cuclillas y así dio a luz a su hija. 

Perdió el conocimiento por unos minutos y cuando despertó una enfermera le estaba dando los primeros auxilios. Su tez se tornó blanca como un papel, había una bolsa de sangre, le preguntó qué tipo era y ella le contestó, se percató de una unidad a su lado y al verificar que era la misma suya, sin tiempo de hacerle una mayor prueba la conecto al catéter, había perdido una gran cantidad y se encontraba muy débil.

Médicos y otras enfermeras se presentaron allí para ayudarla, Lucía perdía y recobraba el conocimiento, cuando abría los ojos, podía ver el cuerpo sin vida de Gaitán, a quien uno de los médicos extrajo sangre y se la puso a ella, no había más disponible en el momento y como había crisis por la cantidad de heridos que estaban acudiendo a la clínica, no tuvieron otra alternativa.

Al mismo tiempo que la atendían a ella, le daban los primeros auxilios a Ana, que se demoró en llorar y tenía un color morado intenso, aunque lograron mantener estables sus signos vitales. 

No podía hablar, pero dejó de escuchar el llanto de Ana y la inundó la angustia, jadeaba y emitía sonidos llenos de dolor por la preocupación del estado de salud de su hija. Una enfermera se la mostró, envuelta en una sábana blanca, con sus lindos y grandes ojos negros muy abiertos, en ese instante Lucía cerró sus ojos y no los volvió a abrir sino pasadas ocho horas, cuando ya estaba un poco más recuperada, en una camilla al lado de varias mujeres más en situación crítica.

Tuvo algunos problemas de salud, altibajos de ánimo, estrés por el bienestar de su pequeña Ana, pero finalmente lograron salir del hospital. Ana creció al lado de su madre, conoció y aprendió de su lucha, la acompañó en sus ideales y se impregnó de todo lo que necesitaba para ser parte del equipo de mujeres que empezaron a figurar en la política y que junto con el Senado y el Congreso lograron la aceptación de las leyes y los beneficios que hoy nos acogen a las mujeres en este país. 

Gracias a ellas y a cientos de personas con su energía y fe en lo que es capaz de lograr y transformar una mujer, se ha gestado desde entonces un movimiento imparable, enmarcado en el respeto y la unidad. Mujeres como estas y su espíritu impetuoso, han logrado impulsar  varias historias de vida, que me hacen pensar en un feminismo que más que dominar el mundo, lo doblega con amor.  

Resulta que esto pasó hace setenta y un años en mi familia, podría ser verdad, que todavía corre por mis venas sangre rebelde, pero al mismo tiempo, valiente y fuerte, luchadora y el combustible que hace que las mujeres de este país seamos capaces casi de cualquier cosa que nos proponemos. Esa mujer puedo ser yo, también puedes ser tú.

jueves, 5 de septiembre de 2019

El sicario

Frank Oviedo Carmona


Era un domingo tranquilo con sol radiante, todo parecía marchar bien en un pueblo en las afueras de la ciudad de Bogotá. A pocos kilómetros, en una avenida avanzaba una camioneta color gris con lunas polarizadas. Rudy, quien conducía, cogió el celular para responder una llamada.

–Dime, Salvador, para qué llamas si estoy a punto de realizar la misión.

–Lo sé, Rudy, solo me aseguro de que todo marcha bien. 

–No es necesario que lo hagas.

–Tranquilo –le respondió.

Rudy avanzó unos kilómetros más y se estacionó debajo de un frondoso árbol, como para no ser visto, sacó un rifle, lo cargó, luego bajó del auto y se escondió tras un arbusto, apuntó hacia una casa cuya fachada era color naranja y el techo gris, esperó unos minutos, cuando de pronto salió una señora alta, cabello suelto lacio con un niño de la mano de aproximadamente diez años, voltearon para hacerle adiós al parecer a su padre que estaba en la ventana. Sin titubear, Rudy, apuntó y mató a la madre e hijo. Mientras el padre salía corriendo desesperado para ver a su esposa. Rudy, sin gesto de tensión en su rostro, subió al auto y arrancó.

Luego de haber recorrido suficientes kilómetros como para pasar desapercibido, se estacionó para hablar por teléfono, pero sintió unos hincones como si le presionaran el pecho. Ya antes había sentido el mismo malestar, pero estaba esperando terminar las misiones para ir a chequearse.

–Salvador, misión cumplida y dejé al padre vivo como me solicitaste.

Salvador era el jefe de un grupo de sicarios que extorsionaba a empresarios amenazándolos con matar a sus familiares si no pagaban una cantidad mensual; algunos al comienzo no hacían caso, como advertencia mataban a un empleado, luego sería un familiar. 

–Bien hecho, Rudy, te recuerdo que aún te falta otra misión, estás a tres horas de ahí.

–Salvador, también te recuerdo que quedaste en depositarme el dinero hoy a primera hora y no lo has hecho, porque no creo que quieras que le pase algo a tu querida familia.

–Oye, Rudy mide tus palabras, por lo visto no sabes con quién estás hablando. Dime, ¿cuándo te he dejado de pagar?

–Tú me conoces, me gusta asegurarme y aclarar por si ocurriera algo.

–Contigo no puedo quedar mal, eres un asesino difícil de encontrar. Mañana tendrás tu dinero a primera hora.

–Así lo espero. Aprovecho para decirte que tomaré dos semanas de descanso, para un chequeo médico.

Rudy era un hombre alto, cuerpo fornido, solía vestir ropa oscura y gafas negras. Había sido un policía corrupto, en el departamento de drogas, cuando lo descubrieron le dieron de baja. Poco tiempo después asesinaron a su esposa e hijo, no se llegó a saber si fueron sus amigos los narcotraficantes por haberse retirado. En venganza mató a uno de los jefes de los narcos y luego se fue a vivir a Colombia y se unió a un grupo de sicarios ya que él era un excelente tirador y no tenía ningún remordimiento en matar a niños o  a adultos.

–Está bien, Salvador, reconozco que no he tenido ningún problema de pago.

–Por supuesto, tómate el tiempo que desees porque yo te necesito sano. Te recomendaré a los mejores doctores para tus exámenes.

Rudy no le había dado importancia a los dolores de pecho, pero en los últimos días le preocupaba que esos malestares le dieran en plena misión.

Se fue a la clínica e hizo los chequeos médicos al corazón y pasó a consulta. 

–Buenos días, señor Pérez, tome asiento, he revisado sus exámenes. 

–¿Qué es lo que tengo? 

–Verá, usted tiene, angina de pecho, dos tipos de arritmias, una de ellas no es peligrosa, la  otra puede ser mortal, insuficiencia cardiaca e hipertensión. 

–Veo que heredé de mi padre los males del corazón, ¿qué solución me da?

–Trasplante, si no, no podrá seguir realizando el trabajo que hace, ¿está de acuerdo?

–Sí, por supuesto que lo estoy, ¿me da su palabra de que quedaré bien?

–Le aseguro que quedará bien. Por otro lado ya he hablado con su jefe, ya tenemos un donante.

–Listo, señor  Rudy  Pérez, en estos días será internado, hasta pronto.

En un hospital en las afueras de Colombia, un joven de aproximadamente veinticinco años acababa de morir por un accidente de tránsito. La madre de este joven estaba devastada ya que además de la pena de perderlo, él era el sustento de su casa ya que su padre los había abandonado desde muy niños y trabajaba para ayudar a sus tres hermanos menores y no solo eso, hacía labor social, ayudaba en una escuela de pocos recursos, enseñándoles juegos y algunos deportes a los niños,  esa era una de sus pasiones. 

Los médicos habían hablado con la madre para que donara el corazón de su hijo, al principio no estuvo de acuerdo, pero le dijeron que con ese dinero iba a poder darles una buena educación y vivienda a sus tres hijos. Terminó por aceptar.

Ocho meses después de la operación, Rudy vuelve trabajar, sin imaginar que la policía de Colombia estaba tras sus pasos, atraparlo era cuestión de tiempo.

Salvador le da misiones para que realice en varias partes de Colombia. Una de ellas era asesinar a una novia y a su padre, luego de asesinarlos debería tirarlos al mar para que se demoren unos días en encontrarlos. «Como prueba, tráeme una prenda con sangre».

–¿Seguro que podrás, Rudy?

–Por supuesto que sí, ¿o es que acaso dudas de mí?

–Claro que no, te veo muy bien, yo diría mejor que antes –soltando una carcajada lo dijo.

Cuando la novia estaba por salir de su casa con su padre y su ayudante, Rudy se acerca por la espalda para matarlos.

–Por favor no nos haga daño, no nos mate, se lo ruego, estoy embarazada, mire mi barriga. –La novia estaba temblando al igual que  su padre.

Rudy les apunta, como nunca, transpiraba su frente, le temblaba la mano, sentía que no tenía el valor para quitarles la vida. En vez de asesinarlos, les dispara haciéndoles un rasguño en el brazo a ambos para llevar como prueba una prenda a su jefe.

Les ata las manos, los mete al auto y los lleva a las afuera de la ciudad, en un refugio que tenía todas las comodidades, que él usaba cuando estaba en peligro de captura.

Una vez que los deja llama por teléfono.

–Salvador, misión cumplida, acabé con la vida de la novia y su padre.

–Excelente, Rudy, extrañaba esa sangre fría y sin ningún escrúpulo para asesinar.

–No quiero halagos, solo deposítame el dinero.

Rudy llegó a su casa preguntándose por qué no había podido matarlos. 

«No lo entiendo. ¿Quizás estoy fuera de forma?».

Salvador continúa dándole misiones y Rudy sigue llevándose a los que iba a asesinar a su refugio, hasta que él pueda sacarlos del país con una nueva identidad. Le preocupaba, ¿cómo haría para llevarle pruebas a su jefe?

Mientras él se hacía muchas preguntas recostado en su cama, fue rodeado por la policía sin darle tiempo a que coja un arma.

Fue llevado a un penal de máxima seguridad para ser interrogado.

–¿Rudy Pérez, se declara culpable de más de treinta asesinatos? –pregunta el sargento.

–Sí, soy culpable, pero ya no deseo matar gente.

–No me haga reír, ¡cree que le voy a creer después de todos los asesinatos que ha cometido! –exclamó el sargento.

–Tengo más de diez personas escondidas en las afueras de la ciudad, que no asesiné –lo dijo con voz calmada.

Rudy pidió que le dieran la oportunidad de salvarlos antes que su jefe se entere de todo y los mande matar.

–Ahora resulta que es un salvador –rió el sargento con ironía. 

Él les explicó que desde que le hicieron el trasplante de corazón, no sabía qué había sucedido con él, había cambiado, ya no podía asesinar. «Si yo fuera el mismo, no me hubieran atrapado».

–Lo he intentado y les juró que no puedo, me siento confundido. Les doy mi palabra de que los llevaré donde tengo a las personas que iba a asesinar y ayudaré a que capturen a mi jefe. 

–Usted piensa que le voy a creer ese cuento de hadas.

–No pretendo que me crea, sargento, pero le doy mi palabra, deseo salvar a esas personas, ya no quiero seguir matando. –Tenía la mirada fija.

El teniente lo quedó mirando como si le creyera.

–Lléveme y le mostraré dónde tengo a las personas.

Y así lo hizo la policía, pudieron salvar a todos.

–Sargento, quizás no me crea, pero me siento contento de haber podido salvar a todas esas personas. 

–Tiene razón, no le creo.

Lo esposaron y se lo llevaron, más adelante sería juzgado y rebajada su condena por la ayuda que brindó.