lunes, 24 de julio de 2017

Una vida diferente

Miguel Ángel Salabarría Cervera


El último lunes de agosto como a las nueve de la mañana, realizaba la visita inicial de cursos escolares de acuerdo a mi función de Asesor Técnico Pedagógico a un centro educativo; a la entrada tañí la campana, de inmediato acudió una señora encargada –ya de cierta edad-, nos saludamos, me abrió la reja para ingresar a la vez que me decía que iba a estar lavando los baños, que la buscara para que la abriera de nuevo y yo saliera.

El tiempo transcurrió, un día al llegar a la oficina encontré a la señora que me abrió la reja de la escuela, ignoraba su nombre y me atreví a preguntárselo, me respondió que se llamaba Olga Ramayo que tenía cincuenta y seis años de edad con veinte años de servicio como intendente.

Mientras llegaba el supervisor escolar, le pregunté que si entregaría documentación -porque era común que también hicieran esta actividad-, me respondió que no, que estaba ahí porque el director de la escuela consideró que sus servicios ya no le eran necesarios, debido a que había llegado una joven intendente; en este momento llegó el jefe de la oficina, siendo informado por Doña Olga de la razón de su presencia.

El supervisor me habló aparte, para decirme que averiguara que sabía hacer y en caso que no fuera «útil», la enviará a las oficinas centrales; encomienda que no me agradó por lo funcional de sus palabras, sin embargo debía de cumplir la encomienda.

Le invité a sentarse a un lado del escritorio que yo ocupaba y le dije:

―Señora Olguita, recuerdo haberla conocido en la escuela Juan de la Cabada Vera, nombre de un cuentista campechano ―le decía esto, para romper el hielo y la tensión que su rostro expresaba― ¿sabe? Siempre quise ser director de esa escuela… pero ya sabe cómo es el sistema.

Ella sonriendo me respondió:

―Sí, lo  sé. A usted lo mencionaban.

―Óigame ―continué― sé que usted era intendente, pero ¿podría decirme qué estudios realizó?

La señora cerró los ojos como repasando su vida, tras unos instantes los abrió, me fijó su mirada para decirme como añorando el tiempo ido:

―Le voy a contar: mi papá pensaba «a como los de antes», que las mujeres no debían de estudiar porque eran para la casa, con solo saber escribir y leer era ya suficiente, sin embargo yo no estaba de acuerdo, terminé mi primaria y estudié la secundaria en las mañanas, al salir me iba a casa de una maestra a hacerle el aseo —añadió― claro, me pagaba y con eso me costeaba mis estudios.

No pude menos que mostrar admiración y asombro por sus palabras, agregando:

—¡Qué interesante es su vida y el esfuerzo por salir adelante! ―emocionado dije― ¡Pero, ¿hasta ahí concluyeron sus estudios?!

―No, estudié dos semestres de preparatoria a escondidas, pero ya no pude seguir, porque mi papá me descubrió ―su rostro se notó triste al contestarme.

―Platíqueme, porque es interesante ―le expresé.

―De joven, entré a trabajar como empleada de mostrador en un comercio, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, al salir iba a la Preparatoria nocturna de seis de la tarde, llegando a mi casa minutos antes de las once de la noche; mi papá me decía palabras ofensivas: «seguro andas echando novio ¿quién sabe por dónde?». ―Prosiguió su relato―. Una tarde me espió a la salida del trabajo viéndome ingresar a la Preparatoria, se atrevió a entrar y me gritó: ¡vámonos a la casa, este lugar no es para mujeres!

Calló, se limpió los ojos, mientras yo guardaba respetuoso silencio ante la dramática experiencia de Doña Olguita.

Le ofrecí un café que aceptó gustosa, para continuar en forma espontánea su experiencia vivida:

―Sin embargo me sirvió porque aprendí a escribir a máquina, principios de administración y emplear la calculadora, ―su rostro denotaba expresión de entusiasmo― y pues como dicen: «nunca es tarde para aprender».

Me dio gusto escuchar esas palabras de una persona que a pesar de su edad tenía motivación para superarse; le dije que cuando regresara el supervisor hablaría con él, para decirle que era ideal candidata para quedarse en la oficina.
Ella, sintiéndose en confianza reanudó su narración:

―Ya solo me dediqué a trabajar y darle la mitad de lo que ganaba a mi padre como siempre lo hacía; así pasó el tiempo hasta que me casé con un hombre bueno es albañil, a veces tiene trabajo y en otras ocasiones no ―tomó un sorbo de café y prosiguió―, tengo tres hijos ya grandes, no me quejo me ha ido bien. Ahora tengo este trabajo desde hace veinte años, aunque gano poco por ser municipal, sin embargo tengo todas las prestaciones de ley.

―El supervisor salió a una junta a la Secretaria de Educación no sé si regrese hoy, ―le dije― pero vuelva mañana a la hora de trabajo.

Muy temprano, le comenté al jefe de la oficina lo platicado con la señora, él más preocupado por sus relaciones políticas y sindicales, solo me dijo que si yo me comprometía a capacitarla y responder por su trabajo, no habría inconveniente; mi respuesta fue afirmativa.

Con el paso de los días, le fui enseñando la paquetería básica de computación, se mostraba dispuesta para aprender, normal que una persona de su edad tuviera dificultades para familiarizarse con esta herramienta tecnológica, pero las suplía con voluntad, también de manera paulatina se adentró en el manejo administrativo de la  oficina.

Ocurrió que Doña Olguita, se convirtió en una excelente secretaria, siendo «el brazo derecho» de la oficina, llegando a desplazar a la otra secretaria que tenía plaza de otro nivel y mayor salario.

El tiempo transcurrió y llegó el momento de mi partida, había cumplido el tiempo reglamentario para jubilarme; cuando le di la noticia a doña Olga, se sorprendió de sobremanera, comenté que no era inmediato pero sí iniciaría los trámites; sin embargo comprendió que eran parte de los derechos a los que tienen los trabajadores y que así es la vida.

Al llegar mi último día de trabajo, cumplí con las formalidades de entrega-recepción al supervisor escolar, me despedí del personal y al final le  dije a Doña Olguita:

―Me dio mucho gusto conocer su historia, ¡créame, le admiro como se ha superado! Le deseo lo mejor; ella sonrió y nos despedimos.

Pasado unos meses, me encontré al supervisor y le pregunté por Doña Olguita, me respondió:

―Tramitó su cambio y demostró que tenía conocimientos de computación, por lo que su sindicato le tramitó una nueva categoría y tiene un ingreso superior, ―continuó― está trabajando ahora en la oficina de Desarrollo Social del municipio.

Nos despedimos, me encaminé a mi casa, con una sonrisa de satisfacción.

viernes, 21 de julio de 2017

Los ojos de la serpiente

Rita Mabel Figueredo


Alquiló el departamento amueblado porque no pensaba quedarse mucho tiempo. Después de todo, venían prometiéndole el ascenso desde hacía dos años y ese pueblo del interior era el escalón previo e ineludible. Pero ni bien abrió la puerta, se dio cuenta de que había sido un error.

Carolina había hecho el trato a través de una inmobiliaria. Con los detalles mínimos indispensables, referencias, garantías. Sabía que la propietaria de la casa era una mujer septuagenaria y supuso que tendría que soportar un estilo pasado de moda, pero nada la había preparado para el tufo a humedad y decrepitud que se respiraba en la casa.

Era uno de esos barrios de casas adosadas, construcciones baratas e iguales, que comparten una de las paredes medianeras, como si necesitaran sostenerse mutuamente para no sucumbir. Estaba amueblado con pésimo gusto. Colores oscuros, marrones, verdes, azules. Estampados indefinidos, alfombras, lámparas y ¡oh, por Dios! cuadros. Decenas de ellos. Eran tantos, que casi no quedaba ningún espacio libre en la pared. Las representaciones eran variadas. Paisajes sombríos, animales mitológicos, representaciones de batallas. Todos siniestros. Todos enormes. No se había salvado de la furia decorativa ni siquiera el cuarto de baño. Se destacaba como el más horroroso, una imagen de dimensiones desproporcionadas, que mostraba una enorme serpiente enroscada sobre su cola, lista para atacar. Abarcaba buena parte de la pared medianera del dormitorio, y Carolina se preguntó cómo habían podido conciliar el sueño los ocupantes anteriores. Pero una de las cláusulas del contrato, establecía claramente que no debía moverse ningún cuadro. Ella no había puesto objeciones porque jamás se había imaginado semejante cantidad de "arte".

Carolina decidió que podía sobrevivir en el sucucho los pocos meses que pensaba permanecer en ese destino. El precio le permitía ahorrar y además tenía muy pocas horas libres.

Se apegaba a sus rutinas como un náufrago al último madero. En el trabajo, su temperamento metódico le había ganado un lugar privilegiado en el competitivo mundo de las finanzas, a pesar de sus escasos treinta años. En casa le servía para pasar por alto las múltiples mudanzas y mantener la sensación de hogar.

Estaba muy lejos de su ciudad natal, aunque eso no le pesaba. Prefería la soledad. Varios intentos fallidos de establecer relaciones de pareja, la habían dejado exhausta y sin ánimo de reincidir.

Volvía hecha polvo del banco todas las tardes, añorando un baño caliente y un poco de paz. Amaba salir de la ducha a penas secas las primeras gotas y liberada por fin de la pollera tubo, los sacos entallados y los tacones, disfrutar de su soledad sin lo limitante de la ropa.

Entre el mobiliario de la dueña de casa, había una vieja radio en la que solía escuchar canciones pasadas de moda que poco a poco iban devolviéndole la tranquilidad.

Una de las noches, en las que replicaba el ritual diario, se había preparado para disfrutar de una copa de vino, recostada en la cama vestida solo con ropa interior, cuando le pareció sentir que alguien la observaba.

Apagó la radio, buscó algo para taparse, tomó el atizador de la chimenea, y comenzó a recorrer la casa a conciencia. Solo encontró una ventana abierta en la cocina, pero nadie mirando. Después de haber revisado todos los rincones, llegó a la conclusión de que los nervios le habían jugado una mala pasada.

Las semanas se sucedían engullidas por el cansancio de la jornada laboral, la expectativa de su inminente ascenso y la desilusión de las inexistentes relaciones sociales en su nuevo destino. Sus compañeros de trabajo eran todos hombres y mujeres maduros, que dedicaban los fines de semana a reuniones familiares, bautismos y cumpleaños y eventualmente algún juego de canasta. Si bien la habían invitado a participar, ella no se sentía a gusto compartiendo bocadillos con las personas a su cargo, menos considerando que habían dejado en claro desde el primer día que su designación había sido un error o, peor aún, alguna clase de acomodo inmerecido.

Tampoco sus vecinos parecían demasiado interesantes. Dos amas de casa de la cuadra habían pasado a saludarla y a dejarle tarta de manzana recién horneada, pero la conversación languideció por falta de temas en común y no volvieron a intentarlo. La casa contigua estaba constantemente cerrada.

Por lo tanto, sus fines de semana, los pasaba echada en el sofá mirando películas viejas y  comiendo dulces que luego bajaba trotando a paso vivo por el barrio.

Hablaba a menudo con su hermana que vivía a dos mil quilómetros de distancia. La parte más emocionante de su semana era escuchar a la menor de la familia relatar sus aventuras amorosas, sus enredos y angustias y criticar a su madre que vagaba por el mundo con el amor de su vida de turno.

Un domingo en la mañana en que el calor bochornoso de enero le había impedido seguir durmiendo, se sacó la ropa para darse una ducha y cuando iba camino al cuarto de baño, la sensación de ser observada la embargó, erizándole la piel.  

Corrió hasta ocultarse detrás de la mampara, cerrándola tras de sí, agitada. Se fregó con fuerza con la esponja y dejó que las gotas arrastraran la desagradable impresión de no estar sola.

Mientras el agua resbalaba por su cuerpo desnudo rememoró varios momentos en los que había tenido la impresión de que había alguien más en la alcoba.

Al día siguiente llamó a un cerrajero e hizo colocar trabas internas en puertas y ventanas. Abandonó la costumbre de vagar sin ropa por la casa, comenzó a dormir tapada a pesar del calor sofocante y revisaba más de una vez que todo estuviera herméticamente cerrado antes de acostarse. Aun así, muchas noches despertaba con la certeza de que había alguien acechando en la oscuridad.

Una madrugada especialmente calurosa, resignó sus precauciones y se acostó sin piyama, con el único amparo de la fina tela de la sábana. El aire acondicionado y el ventilador estaban encendidos, por lo que sintió con claridad como bajaba la tensión y solo unos segundos más tarde, la energía eléctrica se cortaba, sumiendo al barrio entero en un pesado silencio. Fue entonces que escuchó lo que le pareció el ruido metálico de una cerradura. Aguzó el oído. ¿De dónde había venido? Se quedó tendida en la cama, esperando, no oyó nada más. Pero estaba casi segura de que había sido en la pared medianera.

Durante varios días, estuvo atenta hasta al más leve chasquido, pero el sonido no se repitió.

El sábado siguiente se llevó a cabo la fiesta de fin de año del banco. Eligió un vestido rojo con breteles finos, ajustado, con un escote revelador. Había decidido quedarse lo mínimo que fuera decoroso, pero el calor la llevó a beber champaña fría en grandes cantidades y terminó disfrutando de la velada. Regresó a casa bastante achispada, atinó a la cerradura al tercer intento, y ni bien entró fue regando en su camino hacia el dormitorio todas las prendas. Ya casi había llegado a la cama cuando se sintió mareada, el temor a caer hizo que se sostuviera del cuadro de la serpiente. Con gran estrépito, el marco cedió, dejando a la vista la pared medianera y dos agujeros pequeños que abrían una ventana hacia el departamento de al lado.

La rabia de saberse espiada hizo que se esfumara cualquier rastro de la modorra del alcohol. Frenética recorrió la casa arrancando de todas las paredes los horribles cuadros, solo para descubrir detrás de cada uno, una abertura similar. Asqueada, se puso un pantalón holgado, una remera de algodón y zapatillas, cargó a toda velocidad en un bolso grande lo que consideró imprescindible, llamó un taxi y huyó hacia el aeropuerto. Quería volver a casa o a cualquier lugar que no fuera ese pueblo perdido donde le habían arrebatado la dignidad a través de una mirilla en la pared.

La investigación policial iniciada a partir de su denuncia, no pudo determinar ningún responsable. En la casa contigua no se encontraron más que algunos paquetes de caramelos vacíos y huellas de pisadas sin marcas distintivas. Pertenecía a una anciana que vivía en el extranjero y a la que interrogaron por teléfono. No tenía parientes y declaró no haber entregado la llave. La inmobiliaria tapió los agujeros de la medianera y le reintegró a la agraviada el valor completo del alquiler abonado, adjuntando una disculpa escrita.

Los primeros meses Carolina siguió pendiente del teléfono y del correo electrónico a la espera de que determinaran quién había sido el depravado, pero al pasar el tiempo, volvió a sumergirse en su rutina y el episodio quedó atrás.

El pueblo retornó a su parsimonia, a sus domingos silenciosos y costumbres repetidas. En breve el recuerdo de la joven gerente se había desvanecido.


Cuando la inmobiliaria pintó la casa, despejó las malas hierbas del jardín y colocó un nuevo cartel de «SE ALQUILA», a nadie le llamó la atención que volvieran a colgar todos los cuadros.

miércoles, 12 de julio de 2017

El rincón de Edward

Luis Rivera


«¡Bienvenidos al Rincón de Edward!»

Así leía un majestuoso rótulo tallado en madera fina, con barniz en color café oscuro. Había sido un regalo para Edward de sus amigos en la penúltima navidad. Lo colgó en la entrada de la terraza, una sencilla construcción que fue improvisando un viejo albañil, siguiendo la medida de las exigencias peculiares del trío de amigos. Utilizaron el amplio jardín que tenía la residencia Ramírez. Con base en la pared oeste del terreno, edificaron una estancia con techo a media agua. Cada una de las cuatro columnas de madera, sobredimensionadas para el peso que soportaban, estaban tapizadas de fotos familiares de esa vida que lentamente se le escapaba de las manos y que rehusaba soltar. Una inmensa parrilla —que utilizaba leña como combustible, en vista que el sabor del gas en la comida era un «veneno moderno», según los criterios culinarios de Edward—, coronaba la edificación. En el centro del cuadrilátero, habían colocado una mesa redonda de seis posiciones, que servía para la práctica de todos los juegos de azar conocidos por esa generación, desde el poker y el blackjack, hasta el dominó. A un costado, colocaron otra de las joyas preciadas del rincón: una rocola clásica. En ella, cada sábado, se revivían serenatas y baladas de la mitad del siglo pasado entonadas por Jorge Negrete, Julio Jaramillo y Pedro Infante, entre muchos otros.

El comité permanente del «rincón» estaba conformado por Edward, Adolfo y Ramón. Todo inició hace un quinquenio cuando la esposa de Edward —Silvia—, murió víctima de un agresivo cáncer. Buscando acompañar al abogado en su inesperada viudez, Adolfo y Ramón comenzaron a llegar religiosamente los sábados a mediodía, llevando comida preparada y bebidas espirituosas, para compartir la tarde y aliviar el luto de Edward. De manera sutil, la ansiada visita sabatina comenzó a mutar en una tradición que fue requiriendo ajustes logísticos, los cuales cada setentón aportó según su preferencia. Los tres eran profesionales jubilados, por lo que agradecían actividades que llenaran sus días y activaran sus intelectos. Adolfo, un ingeniero retirado, estuvo a cargo de dirigir las obras civiles. Ramón, comerciante emprendedor, tomó la asignación de localizar —asegurando módicos precios ajustados a presupuestos de pensionados— toda la mueblería y la afamada rocola. Edward estuvo a cargo del diseño arquitectónico de la obra, en vista que era el chef oficial y, como dueño de la casa, procuraba que la nueva edificación calzara con la que sería su única herencia al morir. Cada semana, después de inaugurar con un brindis cualquier mejora o avance logrado, identificaban alguna carencia que generaba una mínima incomodidad, y se ponían manos a la obra para resolverla. Era un ciclo virtuoso que abrazaban con entusiasmo.

Quemaba a máxima capacidad el asador, invadiendo media cuadra con humo blanco y olor a carnes, mientras Adolfo repartía la baraja. Era un digno espectáculo ver su cara cuando, con un cigarrillo encendido entre sus delgados labios —que eran resguardados por un minúsculo bigote blanco—, arrugaba sus frondosas cejas y achicaba la mirada instintivamente para protegerse los ojos del humo, manteniendo una profunda concentración en su tarea para que se pudiera iniciar la jugada. Ramón, quien le recomendaba que usara un cenicero pero siempre era ignorado, servía tragos para los tres, a causa de haber sido el perdedor de la última partida. Mezclaba el ron después de haber servido el hielo —todo en cantidades predeterminadas— y, como quien cata un buen vino, olfateaba su trago antes de probarlo. Edward terminaba de sacar un trozo de carne del asador, partiéndolo en bocados pequeños, que serviría de acompañante para la siguiente ronda de póquer. Se sentó y colocó el plato en el centro de la mesa, bañándolo en una concentrada vinagreta de especias, que hacía sudar la frente al primer olfato. Al unísono, todos encendieron otro cigarrillo, y comenzaron el juego.

—Usted es mano, abogado. ¿Quiere carta? —murmuraba tensamente Adolfo, siempre con el cigarrillo entre dientes. Era su tercera semana de mala racha, algo que estaba dejando de ser gracioso.

—Tranquilo, Inge, hasta aquí le olfateo la rabia. ¡El que se enoja, pierde! Deme dos cartas, si es tan amable —declamaba de manera burlesca Edward, guiñando un ojo a su cómplice del día, Ramón.

—No revuelva al Inge —advertía Ramón—, después quién lo aguanta emperrado que ya no juega. No es culpa de él que se encontró con dos senseis del póquer.
Todos, con excepción de Adolfo, rieron a carcajadas. Su sordera estaba manifestándose cada vez más. Incluso, le recetaron un aparato auxiliar auditivo, el cual no usaba alegando que eran tramas médicas para sacarle dinero. Continuaron la partida hasta que, como había sido profetizado, perdió de nuevo el ingeniero.

—¿Qué horas es? —consultaba Edward, alarmado.

—Faltan tres minutos para las cuatro de la tarde, Eddie —respondía Ramón. Era la tercera vez en veinte minutos que Edward preguntaba por la hora. Ambos amigos sabían, por la explicación que les había dado meses atrás Hilda —la hija mayor del abogado— que los primeros síntomas del temido alzhéimer eran así: pérdida de la memoria de corto plazo. Cruzó una mirada con Adolfo de manera sutil, quien regresaba del baño, asintiendo silenciosamente.

—¡Encienda la radio, Eddie, que ya comienza el sorteo de lotería y hoy sí la ganamos! —ordenó Adolfo, buscando disipar el incómodo momento.

Otro de los rituales sabatinos incluía jugar la lotería. Todos habían sido profesionales muy conservadores en la plenitud de sus años, cuidando de sus familias y trabajos por sobre todo. Ahora, en el ocaso de sus días, acordaron tomar más riesgos y saborear esa adrenalina que solo brindaba competir contra el azar.

—¿Quién tiene el boleto? —preguntaba exaltado Adolfo.

Pacientemente, Ramón desenvolvía un pliego de lotería que traía en su bolsa derecha. Tomaba la libreta de anotaciones y un lapicero, y se colocaba los lentes de lectura mientras comenzaban los anuncios comerciales previos al sorteo. Todos lo rodearon, ansiosos como el primer día, aun cuando tenían ciento veintitrés semanas seguidas sin ganar. 

—¡Sírvame otro trago, Inge, que hoy es el día que nos hacemos millonarios! —exclamó Ramón, mientras preparaba la tabla donde anotaría los seis números que en segundos dictaría el locutor. Aprendieron a no confiar en sus propias memorias, por lo que tomaban apuntes del sorteo para poder comparar en calma contra su billete de juego. El arreglo al que habían llegado era que cada uno de ellos comparaba un billete por semana, rotando la asignación. En caso de ganar, repartirían el botín entre los tres.

«Les deseamos toda la suerte para hoy, estimados amigos. Recuerden que su contribución al Patronato Nacional de la Infancia le permite al gobierno sostener todas las obras sociales para el futuro del país. Los números de la semana son: cuarenta y ocho; ochenta y uno; sesenta; noventa y cinco; noventa y nueve; y el cero ocho. Repetimos…», narraba desganadamente un veterano locutor.

—¿Ganamos? —preguntó Edward, con genuina esperanza.

—Nada esta vez, pero estuvimos cerca. Recuerde, don Eddie, a usted le toca el boleto de la próxima semana —dijo Ramón, mientras recogía vasos y limpiaba ceniceros.

Como era el acuerdo, lo anotó en la libreta especial que guindaba en el refrigerador. Se despidieron a las cinco treinta de la tarde. Iban todos con las orejas rojas y los cachetes colorados, sonriendo de todas las ocurrencias de la jornada.

La vida de los jubilados está conformada de rutinas que se vuelven su razón de vivir. Era martes, día de mercado, y Edward preparaba meticulosamente cada detalle desde la noche anterior. Sacó su ropa, pantalón gris y camisa blanca de manga larga, los cuales planchó mientras escuchaba las noticias de las ocho en la televisión, ya vestido en ropa de dormir. Se levantó de la cama a las cinco, aunque había despertado desde las dos de la madrugada, tiempo durante el cual lo invadían los recuerdos y ardían los remordimientos. Encendió la radio para escuchar las noticias de la primera hora. No prestaba mucha atención a lo que acontecía, pero lo carcomían el silencio y la soledad, entonces necesitaba ahogarlos con ruido externo. Preparó su café, negro y robusto, hirviendo hasta que el aroma inundó toda la casa. Se duchó, tarareando a Vicente Fernández con «El Rey». Procedió a afeitarse con cuidado y destreza, usando mucha agua caliente y espuma, con movimientos a contra piel. Aún utilizaba las navajas metálicas de antaño, negándose a sacrificar su cara al atropello de una baratija desechable. Acarició su rostro irritado con aftershave Old Spice, el cual le estaba costando cada día más encontrar en el supermercado. Aplicó crema fijadora en el escaso cabello para domarlo. Se colocó su reloj de puño, un automático que había utilizado por los últimos treinta y cinco años, así como su anillo de bodas. «Si no ando el anillo, me comen las jovencitas», respondió a sus amigos, cuando en una ocasión insensiblemente le sugirieron que ya no lo usara.

Procedió a dirigirse al mercado. Se transportaba en taxi. Tenía prohibido manejar, a raíz del diagnóstico clínico. Al llegar, saludó a doña Clementina en su cafetería, y procedió a desayunar lo de siempre. El mercado municipal comenzaba a cobrar vida. Camiones, carretillas, y canastas transitaban en un caos ordenado. El ambiente mezclaba los olores de verduras, frutas y granos básicos. Las carnicerías exhibían sus cortes frescos. Gritos de comerciantes en plena negociación resonaban por doquier. Era un monstruo de mil cabezas que despertaba. Luego de pagar y dejarle su buena propina a doña Cleme, se instaló en una banca a leer el periódico, mientras Joaquín le lustraba los zapatos. Pronto se aburrió de la guerra en Medio Oriente y de las infidelidades del presidente, así que repasó la lista de compras que debía realizar. «Me toca comprar la lotería esta semana», meditó tras reconocer la letra de Ramón. 

—Aquí le va el número ganador, abogado —aseguró la niña Francisca, una señora discapacitada de edad muy avanzada a quién Edward ayudaba comprándole el boleto de la lotería, siempre con una propina adicional incluida.

—Así me lo aseguró el mes pasado, Chica —replicó, tratando de mostrar seriedad—. O me da la suerte, o me cambio de vendedora.

—No me culpe a mí de sus locuras, señorito. Eso de comprar boleto para tres jugadores es pura mala suerte. ¡Ya lo he dicho! Con uno de los tres que esté salado, todos pierden. ¡Déjense de tacañerías y jueguen como se debe!

Entre risas y más bromas, Edward guardó el boleto dentro de su libreta de apuntes, y prosiguió con su mañana de compras.

Volvió el sábado, y el «rincón de Edward» recobró vida. Era una tarde calurosa con poca brisa y un sol radiante. Los tres amigos reían alrededor de la mesa, mientras transcurría una partida de dominó. Hacían una rotación estructurada de los juegos para romper las malas rachas. Celia Cruz derrochaba su talento con una salsa contagiosa en la rocola, de esas que obligan a las piernas a seguir el ritmo en automático. Hoy era Ramón quien sufría los embates en contra de parte del azar. La última innovación en el proyecto colectivo era un ventilador de techo. Habían abordado el inconveniente del humo y el calor acumulado. Adolfo gestionó la instalación durante la semana.

—Ahora hasta siento frío —bromeaba Ramón, tratando de desviar la atención de su calamitosa tarde—. Se le pasó la mano con las revoluciones de esta turbina, Inge.

—El día que no tengan quejas, será el día del último juicio —respondió Adolfo, haciendo el esfuerzo por parecer serio e irritado.

Edward secaba su frente con su pañuelo, habiendo pasado un par de horas asando el almuerzo para sus amigos. Anotaba en su libreta comprar más carne y leña para el próximo fin de semana.

—¿Qué hora es? —consultaba mientras caminaba hacia el baño.

—Hora del sorteo, don Eddie. Présteme el boleto que hoy nos hacemos millonarios —respondió Ramón, encendiendo el radio transmisor y tomando libreta en mano.

«Les deseamos toda la suerte para hoy, estimados amigos. Recuerden que su contribución al Patronato Nacional de la Infancia le permite al gobierno sostener todas las obras sociales para el futuro del país. Los números de la semana son: veintisiete; treinta y seis; catorce; cuarenta y cinco; cincuenta y cuatro; y ochenta. Repetimos…»

—¿Ganamos, Ramón?

—Permítame, abogado, que estoy comparando. Veintisiete… Catorce… Ochenta…Treinta y seis… Cuarenta y cinco… Cincuenta y cuatro… ¡No puede ser! Voy de nuevo: Veintisiete. Veintisiete… Catorce. Catorce… Treinta y seis. ¡Treinta y seis! ¡Cuarenta y cinco! ¡Cuarenta y cinco! ¡CINCUENTA Y CUATRO! ¡LE PEGAMOS, JODIDO!

Ambos miraban a Ramón incrédulos. Lo vieron tirar la libreta al aire y saltar como un chiquillo. Adolfo corrió a buscar sus anteojos a su bolso, y las manos le temblaban tanto que los dejó caer dos veces. Recogió del suelo la libreta de apuntes, y se sentó tomando el boleto en mano. Su pierna derecha temblaba nerviosamente.

—Don Eddie, ayúdeme aquí que no puedo dejar que este viejito nos tome el pelo. Revisemos, venga.

Edward tomó asiento y comenzó a dictar números del boleto. Su voz vacilaba al ver el gesto afirmativo de Adolfo a medida que confirmaba cada cifra. A sus espaldas, Ramón no dejaba de bailar. Dictó el último dígito y Adolfo removió sus gafas.

—Caballeros: ¡somos millonarios! ¡Hemos pegado el premio mayor! —dijo solemnemente el ingeniero retirado, con su mano derecha pegada a su corazón.
Los tres caballeros se fundieron en un abrazo; Adolfo soltaba lágrimas y risas. A Edward le faltaba el aire, a tal punto que tuvo que sentarse.

—¡Respire profundo, don Eddie! ¡No se nos vaya a morir ahora que valemos cinco millones de dólares!

—¡Es que no lo puedo creer, Ramón! ¡Nunca he ganado nada en mi vida! ¿Cómo le fuimos a pegar a la lotería?

La onda sísmica de emociones provocó que los septuagenarios brindaran como que no hubiera mañana. Planificaron irse en un crucero, o tal vez comprar un yate. Pagarían un chofer para don Eddie, no podía seguir viajando en taxi el nuevo millonario del barrio. Acordaron que mejor los tres tendrían chofer, obviamente con un carro nuevo para cada uno. Reían al pensar que ahora sí se tendrían que cuidar de las jovencitas. ¡Serían irresistibles, aunque sea solo para hacerlas viudas adineradas! Aseguraban que no les ajustaría la vida para gastarse esa plata, por lo que debían apurarse con esos planes. Departieron hasta altas horas de la noche, embriagados en euforia. Se acostaron esa noche, pero durmieron poco. Soñaban en esa nueva vida que hoy habían recibido.

Eran las nueve de la mañana del domingo cuando Edward escuchó llaves que abrían la puerta principal. Le dolía la cabeza de la resaca, y pensó que debía de ser una artimaña de su mente en castigo por el abuso a la que la sometió anoche. Pero mucho para su pesar, no era una alucinación. Solo dos personas más poseían llaves a su casa: la empleada y su hija mayor, Hilda. Ninguna de las dos era bienvenida hoy.

—¡Hoy sí huele a trapiche este cuarto, papá! —refunfuñaba Hilda, mientras abría las cortinas y ventanas para ventilar la habitación.

—Buenos días, hija. No recuerdo haberla invitado el día de hoy. ¿A qué se debe la grata sorpresa?

—No necesito invitación, papá. Lo que necesito es que no tome tanto. Vengo a hacerle desayuno para que platiquemos.

—¿Desayuno? Debe de ser una plática seria porque no recuerdo la última vez que usted me acompañó a comer un domingo.

—Salga de la cama y haga lo que hace en su baño. Yo iré preparando el café.

Edward llegó al comedor envuelto en su bata. Hilda estaba entretenida arreglando las travesuras recientes de los tres ancianos. Tomó su café, tratando de disimular el dolor de cabeza con el fin de no dar más material combustible para el alegato de su primogénita. Al fin se sentaron ambos en la mesa, con jugo y tostadas regadas con mermelada.

—Papá, tenemos que hablar.

—Pensé que el momento nunca llegaría —exhalaba con ironía Edward, visiblemente incómodo—. Cuénteme para qué soy bueno.

—Me llamó hoy a primera hora Clara, la nuera de Adolfo. Me dijo una locura que ustedes ganaron la lotería, la del premio mayor. ¿Es cierto eso? —exclamó sin recato Hilda.

—No es locura, hijita —respondió Edward—, hemos pegado el grande.

—¡No puedo creer que usted no me haya llamado al saberlo! ¿Cómo puede ser tan egoísta?

—Vaya despacio, mi niña, yo hago las cosas a mi manera. Nos dimos cuenta ayer, y aún estoy celebrándolo con mis amigos. ¿Algún inconveniente?

—Usted siempre haciendo las cosas difíciles. Eso me dijo Clara, que le preocupa que usted pueda hacer una tontera. Mejor deme el boleto para guardarlo. Recuerde lo que dijo el doctor, que por su enfermedad usted ya no es confiable con las cosas importantes.

—Si a eso vino, ¡váyase de inmediato mejor! Nadie me va a ordenar cómo manejarme. ¡La única que podía hacerlo murió hace cinco años! —Se levantó y regresó a su habitación, cerrando la puerta con un fuerte golpe. Hilda sabía que había sido un error precipitado mencionar el alzhéimer, pero no encontró otra alternativa. Lo dejó ahí, conociendo lo terco que podía ser su papá.

El siguiente sábado, el «rincón de Edward» estaba inusualmente concurrido. Las familias de Edward y Adolfo llegaron a almorzar, algo sin precedente. De manera arbitraria, Hilda tomó posesión de la cocina y el asador. Por decreto de segunda generación, prohibieron el alcohol y el cigarrillo por el día, para no dar mal ejemplo a los niños.  El hijo de Adolfo, Roberto, llevó a sus hijos y sobrinos. La colonización infantil capturó la rocola como rehén, secuestrada y enmudecida. Tenían sus propios parlantes, de tamaño minúsculo pero de una potencia sonora ensordecedora. Justin Bieber, Selena Gomez y Kate Perry animaban la tarde. Dos de los niños capturaron la baraja de naipes, y en poco tiempo tenían el suelo alfombrado con cartas. El dominó estaba siendo utilizado para construir castillos en la grama. A los pequeños les pareció divertido derribar los castillos a patadas, entonces pronto se tenían piezas en todo el patio. También derramaron refresco en la mesa central, estropeando el fino fieltro especial para el juego del naipe. Ramón observaba en silencio cómo su rincón era destrozado por los infantes.

—¿Quién cumple años hoy, que tenemos casa llena? —preguntaba Ramón a Adolfo.

—Ojalá eso fuera. No puedo quitarme a mi nuera de encima desde que se enteró del premio mayor. Han llegado a cenar todas las noches desde el domingo. Roberto es como la mamá, sumiso y poco conflictivo. Pero la verdad, se encontró con una peligrosa tigresa. La observo y sus ojos delatan ambición. Me da hasta miedo por mi hijo.

—¿Y le estará pasando lo mismo a don Eddie con su hija? Yo a Hilda no la veía desde el velorio de la mamá.

—¡Cuando se huele el dinero, todo se transforma, Ramón! ¡Hasta parece que nos quieren y les interesa nuestra vejez!

Fue una tarde que transcurrió lenta y tensa. La fingida amabilidad entre generaciones era evidente y patética. Nadie mencionó el tema del premio. Todos partieron apresuradamente a las cinco, prometiendo que lo volverían a repetir el próximo sábado.

El martes por la noche, como ya estaba siendo costumbre, cenaban en casa de Adolfo con su hijo y nuera. Platicaban trivialidades mientras Clara le pidió a Roberto que recogiera la mesa. Cuando pudo quedar sola con su suegro, lo abordó sin rodeos.

—El viernes tenemos que ir a recoger el premio, Adolfo. Creo conveniente que don Eddie le entregue el boleto a usted, me preocupa que ese señor ya no sabe ni dónde pone sus placas.

—¿«Tenemos», Clara? No sabía que usted también ganó la lotería. Hasta donde yo recuerdo, el único ganador acá soy yo. Y por favor, no vuelva a referirse sobre mi amigo de esa manera.

—Usted sabe que lo hacemos por acompañarlo. Para eso es la familia, ¿verdad? Voy a ver un poco de televisión con Roberto antes de irnos, no lo atraso para que pueda irse a acostar.

Llegó Adolfo a su cuarto, inevitablemente molesto. «¡Qué descaro de mujer!» Se acostó, entristecido del tipo de esposa que escogió su hijo. Observó en su mesa de noche el auxiliar auditivo que nunca utilizaba. «Con este aparato, usted podrá escuchar a las hormigas reír, ingeniero», le había confirmado el doctor. Colocó el dispositivo en su oído derecho, y en efecto la calidad de sonido superó su expectativa. Caminó hacia el pasillo, y al solo salir de su puerta, pudo escuchar la conversación entre los esposos en su sala.

—Mira, Roberto, ya te lo dije, tu papá cree que se va a quedar con todo ese dinero. ¡Está loco el pobre viejo! Vos sabes cómo estamos de deudas y que no podemos seguir viviendo en esa pocilga a la que me llevaste. Así que vaya viendo usted qué va a hacer con su «tata».

—Clara, ¿cómo crees que le voy a quitar a mi papá el premio, después de todo lo que nos ha dado? Es su dinero y si nos quiere compartir, bienvenido.

—Igual de loco que tu papá, Roberto. ¿Qué nos ha dado tu papá? Te voy a contestar: ¡muy poco! No es suficiente. No me casé con vos para ser una pobretona. Así que, o lo compones, o te quedas solito.

Adolfo retrocedió a su cuarto. Había escuchado suficiente.

El viernes por la mañana, Hilda llegó a casa de Edward a las nueve. Estaba nerviosa, ya que toda la semana Clara estuvo acosando hasta el hastío sobre asegurar que todo saliera bien. Su papá estaba aún en el baño, así que se puso a preparar el desayuno. Al fin salió, y procedieron a comer.

—Papá, hoy tenemos que ir a reclamar el premio, ¿recuerda?

—Es imposible que lo olvide con su persistente insistencia, hija.

—Solo quiero ayudar. A usted todo le incomoda ahora de viejo —dijo Hilda, tratando de tragarse su inmensa ansiedad. Terminaron de desayunar en silencio. Procedió a su cuarto Edward, a terminar de arreglarse.

—Papá, son las diez de la mañana. ¿Ya está listo? Tenemos que salir en media hora si queremos asegurar llegar temprano por el tráfico.

—Hija, ¿usted agarró el boleto? No lo encuentro en mi carpeta.

—¿Cómo que no lo encuentra, papá? ¡No bromee con eso, por favor! —exclamó Hilda, dirigiéndose a toda prisa al cuarto de Edward.

Registraron todas las gavetas, las cajas, y los armarios. Sacaron todos los sacos de vestir donde a veces Edward escondía cosas de valor. Revisaron los pantalones y zapatos. Se arrodilló Hilda para repasar por debajo de la cama. Levantaron colchones y vaciaron cajones. Comenzó a imperar la desesperación.
A las diez y media llegaron Adolfo, Ramón y Clara, como lo habían acordado. Al ver la escena, de inmediato Clara se puso a gritar.

—Pero, ¿qué pasó? ¿Dónde está el boleto? ¡Esto es una pesadilla! ¡Suegro, ayúdele a Hilda a buscar! Don Eddie, por favor díganos adónde guardó el boleto. ¡Se lo ruego!

—Yo lo dejé acá, Clara, en mi gaveta. ¡Alguien debió tomarlo!

La casa estaba totalmente desordenada, como que hubiera pasado un tornado. Tiraban al suelo libros y gavetas, perdiendo la paciencia y el decoro.

—Don Eddie, por última vez, por favor díganos, ¿dónde escondió el boleto? —acercándose hacia él.

—Deje de cuestionar a mi padre, Clara. Usted sabe que su enfermedad le afecta gravemente.

—¡Me cansé de ser amable, viejo idiota! —gritó Clara en la cara de Edward—. ¡Usted ha arruinado nuestras vidas!

Levantó la mano y dio una fuerte bofetada que provocó que Edward cayera al suelo. Adolfo tomó por la espalda a su nuera y la sacó de la casa, con muchas mordidas en sus brazos. Tuvo que recibir varios puñetazos y demasiados improperios para meterla al carro y retirarse. Hilda ayudó a su padre a levantarse, limpiándole la sangre que tenía en su labio roto.

—Lo siento, papá. Nunca pensé que Clara se comportara así. Por favor, déjeme limpiarle la herida y olvidemos esto de una buena vez.

Ramón, siempre servicial y prudente, procedió de manera sigilosa a recoger el desorden provocado por la búsqueda del boleto, compadeciendo en lo que se había convertido la vida de sus amigos.

No volvieron a llegar las familias al «rincón de Edward». Adolfo nunca volvió a tener a su hijo y nuera en casa para cenar. Hilda no volvió a preparar desayunos para Edward. Quedaron más solos que nunca.

Varios meses después, estaban los tres caballeros degustando una sopa de mariscos con cerveza en el «rincón», cuando Ramón extrajo tres sobres de su chaqueta. Los repartió a sus colegas, los cuales lo tomaron extrañados.

—El día que ocurrió el pleito en su casa, don Eddie, me quedé limpiando y recogiendo el reguero que le dejaron. Conociendo sus hábitos, encontré su libreta de apuntes del mercado. Ahí había usted guardado el boleto. Tomé la libertad de esconder el boleto durante todo este tiempo, esperando que bajara la marea. En privado, cobré el premio y cada uno tiene frente a ustedes un tercio en cheques certificados. También, un pasaje para irnos a conocer ese crucero que decidimos el día que ganamos. Después de todo lo que han pasado, se merecen una vacación.

Los tres ancianos elevaron sus copas a brindar, con una sonrisa cómplice mientras se miraban entre sí. De inmediato, el «rincón de Edward» se llenó de carcajadas y sueños.

Voces de Nauta

Rosario Allpas


Uno de los lugares más hermosos de la selva peruana es Nauta, un paraje de ensueño ubicado muy cerca del nacimiento del río más largo, caudaloso, ancho y profundo del mundo, el Amazonas. Para llegar a la localidad se navega a lo largo de este gran río en una embarcación que se toma en el Puerto de Iquitos y se sigue rumbo al sur hacia su punto de origen; sus aguas verdosas coloreadas quizás por el verde de los árboles que se ven en la ribera estrechamente juntos brindan un paisaje soberbio, capaz de quitar el aliento. Este bosque tropical espeso alberga a diversas aves y pájaros cuyo canto se confunde con el soplar del viento. Cuando las aguas cambian de color a un marrón claro es señal de que se está llegando a la confluencia de los ríos Marañón y Ucayali, los que dan cimiento al Amazonas. Estos forman una “i” griega (Y); se elige el Marañón, ubicado en la margen izquierda y, a pocos minutos de la bifurcación, aparece el pueblo nauteño. El viaje dura cuatro horas. Sin embargo, hay una ruta terrestre, cuyo tramo se realiza en dos horas, es la carretera Iquitos-Nauta* terminada en 2004.

Los nauteños, en la década de los setenta, esperaban a los visitantes en el puerto y los recibían con el calor del corazón y del propio clima. Al pisar tierra había un olor a humedad vieja, a árboles y musgo. Más allá, asomaban las casas, sus puertas abiertas eran sinónimo de bienvenida. Como todo lugar de la selva, la gente soportaba el clima caluroso y húmedo; tan solo un día al año bajaba la temperatura hasta tener la necesidad de retomar los suéteres y las frazadas, sobre todo para soportar la frialdad de la noche. Ese día era el 24 de junio.

De esta tierra nauteña, María había salido rumbo a Iquitos para seguir un Curso de Actualización para Auxiliares de Enfermería. Morocha, de buena figura, de cabello largo y lacio, poseía la coquetería natural de la mujer de la selva, extrovertida y simpática. Los alumnos del curso, cautivados por la personalidad de María la cortejaban, pero ella solía decir que estaba muy bien casada y tenía tres hijos pequeños; así, nadie podía pensar siquiera en usurpar el lugar del esposo, ella no los dejaba. Cuando terminó la asignatura, se fue a continuar su labor en el Centro de Salud de Nauta, donde trabajaba como auxiliar de enfermería.

A este establecimiento llegaron de Lima algunos profesionales del programa SECIGRA-Salud (Servicio Civil de Graduandos en Salud), quienes fueron aceptados de manera inmejorable por los habitantes. De este grupo, Adela era la única mujer, quizás por esta razón congenió con María.

Adela era una profesional de farmacia, trigueña, de rostro lavado, de contextura un poco gruesa, llevaba el cabello corto y crespo. De carácter reservado, muy competente en el trabajo. Estando apenas cuatro meses laborando en el centro, fue felicitada y premiada por el mismísimo ministro de salud por exhibir la farmacia mejor equipada del oriente peruano.

María, que siempre se distinguió por ser puntual en el trabajo, empezó a faltar. Un día se presentó con pasos vacilantes arrastrando unas sandalias bajas. Tenía el rostro amoratado e hinchado y unas gafas cubrían sus ojos. Se sacó los lentes y expuso los párpados edematizados; tenía apenas el ojo derecho abierto, el izquierdo estaba cerrado completamente mostrando las pestañas pegadas. Adela caminó a su encuentro y rodeó con sus brazos el cuerpo de María, casi sin tocarla.

—Me imagino por qué no viniste a trabajar —le dijo.

—Mi marido… —respondió María haciendo una mueca con los labios y de inmediato arrugó la cara cerrando el único ojo que tenía abierto. Las lágrimas resbalaron por su mejilla.

Adela la condujo al médico.

Esta era la realidad de María, su esposo era alcohólico y cuando bebía, la golpeaba. Aconsejada por los compañeros de trabajo, ella lo denunció y se separó de él; así, este quedó impedido de acercarse o de causar problemas en el lugar de labor. La calma se había instalado en la vida de María. La residencia del centro de salud, donde habitaban también los demás trabajadores del programa, la acogió por el momento y también a sus hijos.

El aniversario de la fundación del pueblo estaba por llegar, los habitantes se preparaban para la celebración y, para contento de María, su esposo había viajado a Iquitos y no estaría en la fiesta.

La mañana del aniversario se anunció alegre, con el sol brillando en el impoluto cielo. La comunidad entera empezó a llegar a la pequeña plaza principal. Habían cerrado una de las cuatro calles que la rodeaban. Allí se realizó el homenaje. Arribaron las ilustres autoridades: el alcalde, el comisario, el cura, el equipo de salud, el de educación y las fuerzas armadas. Eran las diez de la mañana cuando se dio inicio a la celebración.

El alcalde dio la bienvenida a las autoridades y vecinos. Luego comenzó la ceremonia litúrgica. Los alumnos del colegio habían preparado una pequeña actuación con desfile incluido que fueron aplaudidos ampliamente por los parroquianos. Al término de la función comenzaron a servir el acostumbrado vino espumante para efectuar el brindis y luego repartieron bocaditos. Terminado el acto, la gente se dispersó en busca de los diferentes potajes preparados por la gente del lugar.

A los costados de la plaza habían dispuesto un armazón de palos hincados en la tierra y cubiertos con telas, sujetados con cuerdas donde se vendía la rica y exótica comida de la selva. Las mesas y bancos largos habilitados al lado de los puestos de venta de comida empezaron a colmarse de gente. Los parlantes estaban ubicados de manera estratégica y de estos brotaba la música llenando el espacio, aunque la gente aún no salía a bailar. Todos estaban deseosos de satisfacer primero el apetito.

Las personas se iban concentrando en los puestos de comida. En uno de ellos vendían pescado asado al carbón, cuyo aroma se había impregnado en el ambiente y la gente caminaba llevando el potaje envuelto en hojas de bijao. Otro puesto donde la gente hacía cola en forma ordenada era donde vendían el Juane**. Le seguía otra tienda que hacía lo mismo con el Tacacho*** acompañado con cecina, el que despedía un aroma agradable, imposible de evitar llevarse un plato. A unos metros de las tiendas de comida estaban los puestos de venta de cerveza San Juan, gaseosas Inca Kola y Guaraná, cuyas botellas eran pedidas «al polo» por los parroquianos. Las ensaladas de chonta o palmito también eran muy concurridas, así como, la mesa de los refrescos de cocona y helados de aguaje que tenían su público, sobre todo el infantil.

Los puestos de comida y mesas ocupaban dos bordes de la plaza, mientras que, al centro, en torno a la pileta, los pobladores comenzaron a bailar. La música seguía sonando y un contagiante ritmo se escuchaba para deleite de todos. Más o menos a partir de las cinco de la tarde las parejas se animaron a dar ritmo a sus pies en una tradicional cumbia loretana. Grupos de mujeres también lo hacían, danzando entre ellas. Los trabajadores del centro de salud hicieron lo mismo. A las seis de la tarde la fiesta se había generalizado y en los pequeños descansos consumían la cerveza San Juan mezclada con Guaraná para saciar la sed. Algunos pobladores traían de sus casas vino o pisco para alegrar la celebración. «Total, es una vez al año», decían.

La tarde caía, imperaban las risas y, los continuos «¡Salud!» se escuchaban en toda la plaza. Las conversaciones iban y venían, algunos contaban chistes subidos de tono, por lo que de vez en cuando el murmullo era roto por las risotadas altisonantes. Algunos ánimos empezaron a caldearse surgiendo peleas aisladas y pronto disipadas por los mismos pobladores. Los niños, ya cansados, se iban acompañados por sus madres camino a sus casas. Los adolescentes hacían grupo queriendo cambiar la música para bailar rock. Las oscuras sombras de la noche se apoderaron del ambiente, sonó otra vez la cumbia con el característico son pegajoso y la mayoría se puso a bailotear. Adela y María que se habían enfrascado en una amena conversación, se animaron también a ejecutar algunos movimientos al compás de la música; el licor las había vuelto liberales, se reían con facilidad, el baile irrumpió audaz y los pasos vibrantes, un poco exagerados. Cuando fueron a sentarse ciñeron con los brazos sus cinturas, pegaron sus cabezas y sus miradas veladas se encontraron. Entonces, el pueblo vio demasiada empatía entre las dos, demasiada confianza. La luna envió sus primeros rayos blanquecinos hiriendo a los nauteños en el corazón, se percataron de que había cierta complicidad y descaro en sus ademanes, demostraciones cariñosas furtivas, requiebros y arrumacos inusuales, creyendo quizás que la noche las cobijaba o, que a nadie les importaría su accionar. Los pobladores sopesaron el comportamiento de las dos trabajadoras de salud y concluyeron que la relación de amistad entre ambas iba más allá de la línea de tolerancia. «Se perdonaba el pecado, más no el escándalo», habían dicho. 

Se congregaron al día siguiente e hicieron una solicitud al director de la Región de Salud Oriente, donde rechazaban la conducta pecaminosa de estas dos integrantes del equipo de salud y pedían su desaforo inmediato.

Las voces y la solicitud escrita llegaron a la autoridad de salud en Iquitos, el director llamó de inmediato a Adela. Le faltaban menos de dos meses para finalizar su labor, la invitaron a terminar su informe en Iquitos e irse a Lima lo más pronto posible dando por terminada su estadía en Nauta. Adela tuvo que marcharse, resignada.

Meses después, María fue a Iquitos. Había venido a hablar con el director del Hospital General y se encontraba en la sala de espera. Su semblante denotaba apuro y decisión. La rodearon sus colegas y amigas.

—¡Hola, María! ¿Cómo estás?

—Más o menos —respondió.

—¿Qué pasó? ¿Qué te trae por aquí?

—He venido a pedir una plaza vacante para laborar aquí, en el hospital.

Salió al pasillo acompañada por las curiosas amigas que le preguntaron a bocajarro:

—María, ¿por qué la gente de Nauta te está botando?

—Bueno, yo voy a decirles sinceramente lo que me pasó —respondió con seguridad—. Me dejé llevar por una vida sin problemas.

—Pero, ¿has estado con la chica de farmacia? 

—Realmente, la vida con mi marido era morir diariamente y mis hijos estaban mejor con Adela que con su padre.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer?

—Me es imposible vivir en Nauta, los pobladores están haciendo de mi vida un suplicio porque mi esposo los ha puesto en mi contra.

—¿Y ella? —le preguntaron por Adela—. ¿Te habla? 

—Sí —contestó María—. Adela me ha contado que ya tiene el título de químico-farmacéutico y sus padres le han obsequiado un local para instalar una farmacia en Lima. Ella espera por mí y mis hijos.

—¿Y tú? ¿Qué harás?

—¿Yo? —dijo María—. Espero que el director del hospital acepte mi cambio; si no lo hace, me iré a Lima. Finalmente yo tengo dos opciones. Adela solo una, ella es… lesbiana.

Las amigas no entendieron muy bien lo que quiso decir. Le auguraron un nuevo inicio de vida en Iquitos:

—Esperamos que el director acepte tu pedido. ¿Sí?

María sintió la calidez de los abrazos y besos de sus amigas.

—Ojalá —respondió.

La secretaria abrió la puerta de la oficina del director, llamó a María y la hizo pasar. Ella caminó altiva y segura cerrando la puerta tras de sí.

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* Ruta Departamental LO-103. Conocida por los pobladores como Carretera Iquitos-Nauta.
** Juane: Comida típica de la selva peruana con pollo y arroz envuelto en hojas de bijao.
*** Tacacho: Comida típica de la selva peruana que se prepara con una masa compuesta de plátano bellaco verde asado al carbón con pequeños trozos de chorizo. Se sirven dos bolas de tacacho y se acompaña con cecina de cerdo o chicharrón de sajino.