viernes, 30 de octubre de 2020

Seducción

Constanza Aimola


Vivir para esta psiquiatra se había vuelto insoportable. Adriana trabajó sin parar durante quince años, no tomó vacaciones, se alejó de sus amigos, terminó con su novio y no volvió a tener pareja. Se internó totalmente en su trabajo, lo que hizo que se acreditara como una gran profesional, escribió libros, hizo varias publicaciones en revistas y páginas web de psiquiatría, también acumuló dinero.

En la universidad fue imposible que lograra trabajar en la autoreferencia, que es lo que les permite a los profesionales de la salud mental no involucrarse con los problemas que sufren sus pacientes, básicamente por su carácter. Sus profesores varias veces, especialmente mientras cursaba las prácticas del área clínica, le recomendaron que se dedicara a ejercer algún rol que no tuviera que ver con el contacto directo con los pacientes, ya que salía afectada después de las intervenciones, incluso lloraba varios días, discutía con amigos o su pareja como si ellos tuvieran la culpa de las acciones de sus pacientes y su vida personal y amorosa se volvía un caos.

Contra todas las recomendaciones y predicciones y después de haber tratado de mantenerse en algunos trabajos diferentes a la intervención clínica, se inició en un consultorio personal que instaló, en una ciudad diferente a la que creció y estudió. Preparó todo como siempre lo había soñado, colgó su nombre en la puerta, Adriana Contreras y empezó a atender pacientes con un éxito que se mantuvo en ascenso.

Utilizaba una técnica que llamaba interacción cotidiana del yo, que consistía en involucrarse en la vida de sus pacientes y hacer intervención directa involucrándose de lleno en sus vidas, ocupando un papel importante en la historia que estaban viviendo, esto hacía que los casos se resolvieran más rápido de lo normal, sin embargo, hizo que se afectara poco a poco y su psique fuera tomando algunos aspectos de las problemáticas de sus pacientes, hasta llegar al punto de padecer de múltiples trastornos.

Sufría de depresión, constantes miedos e inseguridades, tal como Óscar uno de sus pacientes, desarrolló síntomas obsesivo-compulsivos. Estaba excesivamente preocupada por las reglas, el orden y por mantener el control. Aunque era exitosa en su profesión y cuando tenía contacto social no podía pasar desapercibida, siempre terminaba deshaciendo sus relaciones, ya que no soportaba que alguien interfiriera en sus conductas rígidas o quisiera ponerse en su lugar. Esto no era algo que pudiera expresar abiertamente, por lo que se dedicaba a hacerle la vida imposible a los otros sin dejar de mostrar una cara amable y como los demás podían o no interpretar adecuadamente estos actos como señales para mostrar su inconformidad o lo que quería que cambiaran, con frecuencia sufría fuertes ataques de ansiedad acompañados de un sentimiento profundo de frustración.

Tenía problemas para expresar lo que sentía, por lo cual empezó a desatar una furia interior que se transformó en un trastorno similar al de Sandra, una mujer de casi cuarenta años, encantadora y manipuladora, que con frecuencia adulaba a las personas con las que se relacionaba quienes, por generar empatía con ella, lograban pasar los errores que cometía, incluso la ley la perdonaba cuando quebrantaba las normas, ya que no era una mujer que igual que su psiquiatra tuviera el prototipo de un antisocial.

Mentir, robar como entretenimiento, pelear, consumir drogas y más aún tener estas conductas sin remordimiento, fueron algunas de las acciones de las que se apropió mientras realizaba intervenciones vivenciales con Sandra. Con la disculpa de que así podría entender a la paciente y la terapia tener un mejor efecto, se hizo su amiga, se trasladó a vivir a su casa y dejó salir su lado oscuro, imitando los más aberrantes comportamientos de su paciente, lo que nadie podría creer debido a que no se veía físicamente como una persona antisocial.

Era difícil salir de cada caso, sin embargo, lo que la arrojaba fuera de estos, era su incapacidad de ser la protagonista, igual que una voz que zumbaba en su cabeza desde niña, que la invitaba a tomar el camino correcto, por lo que una vez inmersa en la dinámica de cada paciente, les mostraba lo nocivo que era y alternativas que podrían sacarlos de allí y continuaba su camino a por otro caso.

Aceptó un caso que le remitió un viejo paciente que no frecuentaba hace un tiempo, era Ximena, una mujer atractiva y seductora, que se preocupaba en exceso por su apariencia física, era tan encantadora que terminó haciéndole probar su lado lésbico. Fue inevitable desearla cuando olía su perfume, veía sus piernas metidas en unas finas medias de seda color piel y cuando las movía lentamente cruzadas una sobre la otra. Tenía una voz algo ronca y siempre con tono bajo, lo que hacía que Adriana pusiera toda su atención para captar lo que decía.

Digamos que babeaba mentalmente con su forma de contar historias, le narraba con detalle lo difícil que era la adicción al sexo, aunque pareciera que lo disfrutaba. El consultorio se convertía en un cálido confesionario de luz tenue cada vez que Ximena asistía a terapia y desde que veía agendada la cita en su calendario le sudaban las manos y palpitaba muy rápido su corazón.

Después de algo más de seis sesiones no lo pudo evitar más y se aproximó tanto que se besaron. Ese día todo fue confuso, había pensado en sentarse detrás del escritorio para poner una barrera entre ella y Ximena, subir las luces y así, hacer cosas que le recordaran durante la sesión que debía guardar la cordura, sin embargo, terminó haciendo todo lo contrario, estaba realmente impactada por esta mujer, en cambio de hacer esto y a medida que continuaba con la sesión empezó a bajar las luces, prender una vela, ofrecerle un café, luego un vino, morirse de risa junto con ella y sentarse a su lado sobre un cómodo diván.

Durante el beso varias cosas pasaban por su cabeza, lo disfrutaba más que nunca, tenía miedo, sabía que cometía un error, se justificaba a ella misma diciéndose que era parte consciente de la terapia, que tenía que hacerlo, que no quería, en fin, una pelea entre lo que debería y quería hacer.

Finalmente, Ximena se puso en pie, le dio una vuelta a su cuello y se lo tomó con ambas manos, luego se acomodó el sostén y puso una mano entre su blusa para frotarse el hombro como si le doliera. Se quedó mirándola fijamente, se tomó sin parar lo que le quedaba de vino y le dijo que se verían la próxima semana para la siguiente sesión.

En este momento como siempre acostumbraba en su vida, había tomado el control. Ella ponía las reglas, era Ximena quién decidía cuándo empezaba y cuándo terminaba la terapia, le escribía, la llamaba, la citaba y plantaba, se apropió de su vida, gustos, la frecuentaba cuando quería, la tenía dispuesta siempre para tener sexo y se marchaba muchas veces sin despedirse cuando lo creía conveniente.

Con frecuencia Adriana revisaba sus notas e intentaba ya visiblemente cambiada, con los nervios alterados, volver a ocupar su rol de terapeuta e intentar ponerse fuera de la relación que la estaba consumiendo para sentir que tomaba el control, aunque sabía que no podría, que ya era tarde, que esta vez realmente se había enamorado.

Una tarde Ximena la citó en su apartamento, estaba ebria, parecía que había estado bebiendo toda la tarde ya que había varias botellas de vino de diferentes clases en varios lugares de la casa. Tenía puesta una bata de seda color crema, casi completamente abierta que dejaba ver que no tenía ropa interior. Olía a cigarrillo y había dos puestos de platos sobre la mesa con restos de pasta y salsa roja.

Estaba algo diferente, casi no sonreía y no dejó que la besara al saludarla. Le dijo que tenía que dejarla, estaba en medio de una negociación y debía hacer todo lo posible para que un mafioso creyera que era su novia y debido a que era muy analítico y celoso no podía ver que la estaba frecuentando. Tenía que impostar una vida totalmente distinta que no incluía citas para tener terapia, así que tampoco seguiría con las sesiones.

Diciendo estas palabras la tomó suavemente del brazo y caminando la llevó hacia la puerta. Le dijo que nunca la olvidaría porque se había divertido mucho a su lado y cuando Adriana se disponía a pedir explicación y antes de que girara cerró la puerta.

Adriana enloqueció, golpeó la puerta hasta cansarse, las esquinas de su puño estaban sangrando, gritó y lloró hasta que le dolió la garganta y aun así Ximena nunca le abrió. Cuando llegó a su casa siguió llorando por varios días y no podía dejar de oler las sábanas, el pijama que dejó en la canasta de la ropa sucia la última vez, empezó a usar el cepillo de dientes que le había comprado para que utilizara cuando se quedara en su casa, en fin, estaba enloqueciendo solo con su recuerdo.

Pasaron varios días y finalmente volvió al consultorio, le pidió a su secretaria que le agendara citas, pagó las facturas pendientes, empezó a comer a horas y retomar los pacientes.

Siendo las cuatro de la tarde de un miércoles del mes de septiembre, revisó sus pendientes y vio que le programaron una cita a las seis de ese mismo día, que era la última hora que tenía dispuesta para ver pacientes. Leonardo D´impostano, le causó intriga y le atrajo el nombre, lo buscó en internet y el hombre que encontró era un prestigioso empresario de padres italianos que se dedicaba a la industria de la confección de ropa y accesorios en cuero. Era el gerente de una sólida empresa familiar en Chile desde hacía cincuenta años.

Llegó puntual a la sesión con un séquito de guardaespaldas. Era alto y robusto, con el pelo muy negro y de apariencia mojado peinado hacia atrás. Vestía completamente de negro, chaqueta de cuero, camisa de seda y pantalón de paño. Los zapatos brillaban y lucían impecables, durante un largo rato y aún sentado, permaneció con las manos dentro de los bolsillos del pantalón. Apestaba a loción de la que se aplican los hombres después de afeitarse la barba y tenía una horrenda costumbre de hacer sonar su boca mientras chupaba su colmillo derecho.

Adriana sabía que su cara no disimulaba la incomodidad y el asco, este hombre estaba lejos de ser una persona agradable. Iba porque quería terapia de pareja y le contó algunas cosas que no eran relevantes y le daba vuelta y esquivaba las preguntas que le hacía Adriana.

Leonardo terminó una breve conversación de veinte minutos en lugar de una hora que se demoraba esta primera cita usualmente diciéndole que podía rechazar el caso, ya que sabía que era una persona complicada, pero que si accedía a tratarlo iba a tener siempre un reconocimiento y su respeto, mientras pronunciaba las últimas palabras le tiró un fajo de billetes sobre el escritorio, abrió la puerta, le hizo un gesto con la boca a uno de los guardaespaldas y se retiró sin voltear.

Algo atemorizada y todavía con miles de preguntas en la cabeza, Adriana repasaba lo que había escrito, revisaba información en internet y pensaba en que se metería en evidente problema cuando decidiera ser la terapeuta de este hombre que más tenía cara de mafioso y matón que de empresario.

Esa noche no logró conciliar el sueño, le pidió a Dios que la iluminara, consultó varios temas en línea y revisó la biografía de algunos colegas que habían sido los médicos de la mafia, bueno de los que había historia y que al parecer fueron los que aceptaron trabajar como terapeutas, no había evidencia de alguien que se hubiese negado y sentía que su vida estaría en peligro si tenía la osadía de rechazarlo.

Al finalizar la semana decidió ir al cine y saliendo a eso de las nueve de la noche una camioneta la interceptó y cuando se abrió la puerta estaba Leonardo acompañado de una mujer que hablaba por celular volteada hacia la ventana. Le guiñó el ojo y sonrió de lado como pidiéndole que subiera, Adriana lo hizo. Era muy bajita y delgada y cuando Leonardo la ayudó a subir sintió que la elevaba hasta el interior de la camioneta. Le preguntó acerca de la fecha en que empezarían a trabajar y cuando nerviosamente le contestó que le parecía bien desde el otro día y cada lunes de las semanas que venían, se giró la mujer que terminó la llamada y era Ximena. Se la presentó y Ximena sonrió y le dio la mano, ninguna de las dos dijo algo.

Bajó de la camioneta y todavía se sentía desorientada, no sabía que había pasado, tal vez era coincidencia o quizá se lo había sugerido Ximena. Estaba muy confundida y sabía que nuevamente pertenecía a la vida de esa mujer que tanto la hizo sufrir, pero también que tal vez realmente la quería y que esta era una estrategia para volver a estar a su lado.

Las emociones se confundían, no podía dejar de asustarse, pero también moría de pánico porque no sabía lo que Ximena planeaba y cuál sería el desenlace de esta historia.

Dicen que la sensación de la incertidumbre es la peor y Adriana lo vivía intensamente, hasta que llegó el día. Se vistió con una blusa color palo de rosa con los botones ligeramente abiertos y una falda negra en tubo con una abertura al lado que dejaba ver sus muslos cuando cruzaba la pierna. En esta ocasión tampoco se sentó detrás del escritorio se sentó en una cómoda poltrona confortable de dos brazos en la que se sentía segura, se puso las gafas y se dispuso a escuchar. Ximena hablaba tan confiada y tranquila como siempre con un vestido rojo cereza y la boca pintada del mismo color, narraba su opinión acerca de la historia, le tomaba la mano y acariciaba el cuello de Leonardo y le coqueteaba descaradamente.

Después de un rato de escuchar el motivo de consulta hizo un par de preguntas de rigor y les pidió que pensaran la respuesta hasta el siguiente encuentro. Se levantó, caminó hasta detrás del escritorio, se sirvió un vaso de agua y se puso a mirar por la ventana sin voltear. A Ximena y Leonardo no les quedó más que levantarse y salir, no sin antes dejar el dinero en efectivo de la consulta. Adriana no respondió las palabras de despedida.

La pareja asistió a consulta el lunes de cada semana, en total doce sesiones y luego sin más y cuando Adriana pensaba que estaban teniendo avances, dejaron de asistir. Dentro del código terapéutico es improbable que se tenga contacto con los pacientes para preguntar la razón de que no agenden más citas o las incumplan, por lo que no lo hizo, simplemente siguió con su vida, aunque pensaba a Ximena seguido y le hacía falta, aunque fuera para hablar de la vida de fachada que en su concepto estaba llevando con Leonardo.

Una noche, después de varios meses, Ximena llegó bastante alterada y golpeada, con la cara ensangrentada al apartamento de Adriana. Cuando abrió la puerta le costó reconocerla con gafas negras y el pelo teñido de oscuro. Estaba muy delgada y entre sollozos le pidió que le permitiera entrar.

Le contó que había tenido algo que ver con uno de los guardaespaldas de Leonardo quien la encontró en la cama de un hotel cuando pensaba que se había ido a Milán a negociar unos insumos para la fábrica. Ella había logrado escapar escondiéndose y hablando con un grupo de hombres que estaba en el recibidor del hotel, después de que mató al guardaespaldas frente a ella estaba aterrada y la adrenalina le permitió correr entre callejones sin parar. Logró perderlo, pero tenía muchos contactos, ojos en todas partes como él solía asegurar, así que la encontró y la torturó por varias horas, le dijo que por infiel pagaría muriendo poco a poco y mientras decía esto los demás hombres que trabajaban para él le dispararon, todos se unieron y lo traicionaron después de que se enteraron que mató a su amigo. Al unísono dispararon sus armas acribillándolo y le permitieron escapar. La casa de Adriana era el único lugar al que podía acudir, después de matar a estas personas seguro los de más arriba y todos los matones que tenía varios países del mundo la estarían persiguiendo, ya que era la única persona adicional a este cerrado grupo de esta reunión. Su historia era tan creíble, que Adriana la curó, la dejó vivir en su casa, hicieron planes, siguieron viviendo juntas y se hicieron pareja sin miedo a lo que todo el mundo pensara.

Ya había pasado algo más de un año y era navidad, Adriana anunció su visita a casa de los padres en la que creció en España, estando allí de sorpresa presentó a Ximena, todos felices la recibieron y tomaron bien la noticia de que eran pareja. Las cosas marchaban perfecto hasta que llegó su hermana Ema a quien no veía hacía varios años, habían tenido una discusión que las mantenía separadas, ahora Ema tenía una familia, dos hijos y había madurado lo suficiente como para saludar a su hermana, darle un gran abrazo y hacer como si nada hubiera sucedido.

Ema se quitó el saco, puso su cartera en una silla, hizo lo mismo con los niños y finalmente se giró sonriendo y hablando con una copa en la mano y Adriana le presentó a Ximena. Cuando la vio tiró la copa y quedó muda. Ximena se anticipó y se presentó, le dio la mano mientras la de Ema permanecía fría y floja. Le repitió varias veces que era un accidente y que no pasaba nada y le ayudó a recoger los vidrios de la copa y a limpiar con una servilleta.

Ema le pidió a Adriana que la ayudara a limpiar su blusa que se manchó de vino y estando en el baño cerró con seguro la puerta y muy angustiada, pálida y llorando le dijo que esa mujer no se llamaba Ximena, su nombre era Janina Nowak, no era chilena sino polaca y que era una loca que hace más de diez años la había enamorado, robado y abandonado. Después de algunos años se enteró que había estado en la cárcel por trabajar con la mafia italiana, que era peligrosa y que tenía varias identidades. También le contó que hacía dos meses su esposo le había mostrado un periódico en donde la buscaban, le preguntó si esa era su amiga y ella la identificó, la estaban buscando en Milán por pertenecer a un cartel y haber matado a su novio, un prestigioso empresario del cuero en Chile.

viernes, 23 de octubre de 2020

Magdita y la inocencia

Víctor Purizaca


Magdita acomodó el vaso sobre la mesa de madera barnizada, solo quedaba la espuma de la cerveza. Eugenia arrancó la etiqueta de la Pilsen Callao y el papel encarrujado reposó en un cenicero vacío. Luego mientras se acomodaba el cabello lanzó una risita y vio de reojo dos viejos, encorbatados y malpeinados, que comían un enorme plato de mondonguito con un par de cucharas soperas. La música de Pedrito Otiniano inundaba todo el ambiente.

Rodolfo ya no demora en llegar.

Eugenia guiña el ojo izquierdo a Magdita, golpeando con su dedo índice derecho el reloj de pulsera Casio.

La última semana en Limaañadió Magdita.

Rodolfito se puso superinteresado cuando le conté lo tuyo con esos dos curas en Cajamarca, cuando tu mamá trabajaba cocinándoles, tus encuentros. Parecía periodista.

—Oye chola y ¿desde cuándo es tu enamorado? —señaló Magdita, sirviendo más cerveza y repletando el vaso impregnado de colorete rojo cereza.

—Desde hace dos meses, bueno, nos vemos cada dos semanas. Él solo para en la universidad y en el estudio de abogados de su papá. Nos conocimos en la casa de su tía Teresa.

—O sea donde trabajas cocinando, lavando ropa y…

—Sí, sí y besa rico —sentenció Eugenia.

—¡Salud! Ya me dio hambre. Hay que pedir algo. —Acabó con la rica cerveza en un santiamén—. ¿Estás segura que acá quiere vernos?

—Claro, Dante setecientos ochentaicuatro, Surquillo, es seguro, tranquilo. Queda cerca del estudio de abogados de su papá en La Calera. Becerra, López y Asociados. Cuando paso en el microbús siempre veo el aviso.

—Mira Eugenia, un lomo saltado con huevo frito sería bueno. Bien montadito como te gusta —Se acaricia el cabello y suelta una risa escandalosa.

Magdita usaba una blusa rosa, puños dorados y una falda corta, se dejaban ver unas contorneadas piernas blancas. Los dos caballeros que habían devorado su plato de mondonguito, miraban fijamente las piernas de la dama y se relamían y con el golpe de palmas llamaban al rechoncho mozo para pedir dos cervezas más. Magdita con sus deliciosas curvas, senos firmes, rostro radiante, lozano, ojos verdes y estando en Lima más de seis meses había aprendido a disimular su dejo y modo de hablar de San Marcos, Cajamarca. Labios rojos cerezos.

Eugenia era de Celendín y la había conocido un año antes en las fiestas de carnaval. A diferencia de Magdita era alta, el cabello oscuro, negro azabache, nariz aguileña y a pesar de usar perfumes Unique sus manos siempre olían a detergente y  ajo. Casi no descansaba en sus labores en la casa de la señora Teresita.

Golpes de palmas, el mozo llega. Las damas piden dos cervezas más y dos lomos saltados con huevo frito.

—Epa y no demore —sentencia Eugenia.

El domingo corría y Rodolfo no llegaba.

—¿Y tu mamá no dijo nada? —cuestiona Eugenia, sorbiendo medio vaso de cerveza—. La verdad que era una vergüenza.

Cuando se enteró me mandó fuera de Cajamarca, donde una tía en Pacasmayo, mis hermanos tenían que comer. Era trabajo fijo, amiga.

—Magdita y Birsen te lo pidió en su casa…

—En la casa casi siempre y dos veces en la casa del prefecto, ese era un borracho.

—¿Te cuidaste?

Sedienta Eugenia de más detalles.

—Era Barsen, Barsen García, no Birsen Y él se cuidaba, lo hacía premeditado. Ya con Feliciano, el chotano, todo fue más natural, ¿te acuerdas de él?

—Claro que me acuerdo Magdita, te tumbaste a dos curas y posteriormente te enseriaste con Feliciano ¡salud, amiga!

—El viejo olía a queso y a Old Spice. Ja, no duraba nada. Pero luego llegó Félix, un hermano joven al colegio Cristo Rey. Con él si fue lindo. Era muy bien hablado hasta un libro de lenguaje había escrito, tenía un enorme lunar en la cara. Y Feliciano regresó a trabajar a Antamina, conoció a una chotana y se casó, colorín colorado… te acuerdas que tú me lo presentaste…

—No te quedas atrás con los curas arrechos y españoles —dijo Eugenia.

—Eran hermanos maristas —corrigió Magdita—. Te falta cultura católica.

—Hermanos, curas, pastores, la misma cojudez, cholita. Arrecho es arrecho.

—Hasta se pelearon por mí, te imaginas, mi mamá se enteró y llegó a oídos del hermano provincial que es el máximo… ¿entiendes, Eugenia? —afirmó Magdita.

—Y así terminaste en Pacasmayo con tu tía. Con quince años, en otro sitio más escandaloso hubieran terminado en la cárcel.

Dos platos humeantes que traía el mozo reposaron en la mesa y pidieron ají limo cortado en trozos para acompañar. Un gran bocado de lomo saltado era ya saboreado por Magdita. Eugenia tomó un sorbo de su vaso de cerveza y vio sorprendida como los dos hombres que ya habían terminado de comer se abalanzaban sobre ella.

—Amiga las acompañamos. —Se acomodaba la corbata el más maloliente.

—Fuera, fuera, estamos esperando a nuestros enamorados. —Se puso en pie Eugenia con la mirada amenazadora—.  Si te ven parado acá van a reventarte.

Avergonzado hizo un ademán a su amigo y señaló al mozo la mesa donde habían estado, el dinero de la cuenta. El otro hombre más despeinado soltó a media voz: «Serranas de mierda». Abandonaron el recinto de comer siendo ignorados por las dos féminas. Eugenia ya se había sentado nuevamente.

—Todo, todo eso que has contado y vuelto a contar se lo debes relatar a Rodolfito, él te va a ayudar. Te va a servir ahora que te vas lejos a trabajar.

—Ojalá, amiga. Qué rico lomo. ¡Salud! —sentencia con algarabía Magdita.

Rodolfito mide un metro ochenta, acomoda la casaca negra y la camisa blanquiazul, el reloj pulsera marca las tres de la tarde. El jean negro y los zapatos de cuero marrones relucían en aquel lugar.

Besos, besos al aire y Rodolfo se aproxima y acaricia a Eugenia.

—Ella es Magdita —presenta Eugenia a su amiga coquetamente.

Beso en el cachete, se acomoda en una silla y aplaude mirando al mozo.

—Yuquitas con lomo, mozo. —Indica Rodolfo con un gesto del dedo índice derecho—. No te demores.

—Ya sabes que ella sale el domingo próximo a Chile, Rodolfito, ella quiere, pero…

—No te preocupes flaca, quiero que me detalle lo del panzón, lo del hermanito ese en Cajamarca…

—Yo llegaba a la casa de los hermanos en el colegio Cristo Rey, mi mamá cocinaba, Barsen era siempre sonriente, y yo ya tenía estas piernas. —Al decir esto se las frota con ambas manos.

—Oye, qué te pasa. —Señala Eugenia, lanza un codazo a su galán—. Rodolfito está tranquilo.

—Dos veces fue a dejar mi mamá encargos junto con el hermano Óscar a una familia a Baños del Inca. ¿Conoces? —relata Magdita. —Éramos de confianza.

 —Sí, he ido, cuatro veces con Eu —dijo Rodolfo.

Embadurnó sus labios ensalivados en la mejilla izquierda de Eugenia. Ella devolvió el gesto a Rodolfo oliendo su oreja derecha.

—Oye, pero ¿cómo vamos a hacer? —acotó Magdita.

—¿Cómo? ¿Lo vuelvo a repetir? ¿Eugenia no te detalló? El sábado en la mañana vamos a reunirnos con un amigo mío, escribe en El Popular y en una página web. Ese Barsen me hizo la vida de cuadritos en quinto de secundaria en el colegio y sobre todo… sobre todo… corrió del trabajo a un primo mío de la Universidad Champagnat, ese sitio de esos curas tacaños. Mi primo era bien tranquilo y hacía consultorías con otra profesora. El único pecado de la mujercita era sus preferencias, vivía con otra señora en un chalecito por el estudio cuatro de Barranco, … lo que hiciera con su culo era su problema. No debió botar a la gordita ni menos a mi primo. Gordo cagón. Desde entonces lo tengo marcado.

—Te entiendo, pero tú sabes… —señaló Magdita.

—Cien soles, ahora. Por la declaración, la entrevista, el mismo sábado, doscientos dólares, te ayudará en algo a instalarte en Santiago. Todo grabado con mi amigo y las preguntas que él te haga, completas. Plata contante y sonante, flaca.

Eugenia descendió su mano por debajo de la mesa, acariciando y estrujando la pierna izquierda de Rodolfo. En diez segundos ambas manos descansaban en la mesa.

Llegaron las yuquitas. El mozo acomodó la charola y el tenedor fue depositado al costado derecho de Rodolfo. Magdita se apuró en cortar un trozo de lomo y lo devoró en un regodeo de sabor.

—Mozo, una cerveza más que tenemos sed.

Rodolfo estiró la mano y sobre la servilleta de Magdita colocó el billete de cien soles.

—Yo quiero que me des tu palabra de que el sábado a las diez de la mañana.

El mozo se acomoda el cabello y junto a la congeladora reposa mientras ve a una pareja de cincuentones ingresar al local. Abre la puerta y saca la cerveza Pilsen Callao. Apura el paso, se detiene frente a Rodolfo y la destapa.

—Cámbiame de vasos.

Increpa Rodolfo y acaricia a Eugenia en las piernas de nuevo.

—Toma amigo —responde el mozo, atento.

El mozo recoge los vasos y con la otra mano entrega la carta de menú a la pareja recién llegada.

Sirve los vasos a medio llenar y se despacha un sorbo de cerveza: Mira flaquita, yo sé que este gordo, el cura, se aprovechó y tu viejita tuvo que mirar al costado y le dolió mucho. Es una mierda y tiene bien merecido que se le descubra el tipo de sujeto que es y que fue.

—Magdita, cuéntale del otro, del otro. De Félix, el otro hermano marista. El que te besaba en el cuello y por él te corrieron a ti y a tu mamá. A vender rosquitas y manjarblanco. camino a la Granja Porcón.

Eugenia prosiguió: «El Félix fue su firme, Barsen se puso celoso, fue un barullo».

—Sí lo conozco, Félix Saeta escribió un libro de Lenguaje, obligatorio en segundo de secundaria en el colegio. Un tipo muy inteligente. No me parece perjudicarlo, el bravo es el gordo.

Magdita continuó: El lunarejo era recariñoso… bien rico el lomo Rodolfo y la chelita más rica aún…

Rompió la pausa Eugenia, golpeó con el tenedor el vaso repleto de cerveza: «Y cuando es invitada es mucho más rica, ¡salud!».

Magdita y Rodolfo se apresuraron en atrapar sendos vasos medio llenos de cerveza: Salud, salud. Seco, seco. Empinaron los codos y golpearon la mesa de madera.

—¡Mozo, mozo, la cuenta!

Dos palmas tras el grito; Rodolfo y las muchachas se irguieron ipso facto. Magdita y Eugenia fueron a asearse al servicio higiénico. El mozo gordinflón ya con la camisa sudorosa trae la boleta.

 —Dos lomos saltados, unas yuquitas fritas, cuatro cervezas, sesenta y cinco.

—Quédate con el vuelto.

Estira la mano en la mesa con setenta soles, el mozo dibuja una sonrisa.

Eugenia se acomoda el brasier bajo la blusa y Magdita el calzón por debajo de la falda. Vuelan los coloretes y los labios salen rojos del baño. Sonrisas con Rodolfito.

—Vamos a Domingo Orué, ahí está el carro.

Eran las seis de la tarde. Casi al llegar a la esquina de la avenida Angamos con Dante, un grasiento hombre ya sin corbata, sin su plato de mondongo, tambaleante se acerca a Magdita en plan pendenciero y arrimando su mano en la nalga grita: Serranas de mierda y por este huevón me avergüenzan.

Rodolfo lanzó el puntapié a la canilla derecha y dos golpes certeros en el pómulo derecho.

Dos cambistas de dólares lo separaron. El agredido no podía reaccionar y su amigo, compañero en el almuerzo observaba todo desde la entrada a la panadería Las Delicias, saboreaba un cachito y una Inca Kola. Los cambistas: «Ya déjalo, está borracho, sigue tu camino». El humo de los microbuses inundaba la avenida y dos viejitas vestidas de hábito morado con cirios gordos y blancos sin encender miraban atónitas el espectáculo.

—Faltoso de mierda —endilga el muchacho.

Hace el ademán de abalanzarse al ebrio despeinado.

—Ya vámonos, Rodolfito.

Eugenia entrelazó el brazo derecho con sus dos manos y lo condujo a la esquina de la iglesia San Vicente de Paul rumbo al auto aparcado. A un metro en perfecta alineación iba Magdita masticando un chicle de menta.

Ya en el Nissan Sentra del noventaidós, Rodolfo ofreció llevar a Magdita a su casa, ella deseosa que la dejaran por República de Panamá con la avenida Aramburú, eso es todo. La flaca se despidió, beso por aquí y por allá. Raudo puse primera, Eugenia apretaba la entrepierna más y más. Fuimos a un hotel en la avenida Angamos con la avenida Aviación, con estacionamiento; simulaba ser un restaurante chino: una sopa wantán para el cuarto, dos tallarines saltados y para adentro. El trago había hecho efecto, Eugenia se convirtió en una loba, dos polvos más y a la casa de su tía. Se tenía que enjuagar bien la entrepierna y la hora corría. Era temprano, antes de las diez la mujercita ya estaba en su casa.

Luego en mi cuarto, ya en mi casa, recordé que el lunes en la tarde tenía la misa de la abuelita de Katy, mi novia. La ancianita cumplía dos años de haber fallecido. La pérdida del trabajo de mi amor, Katy, en la universidad, había marchitado su alegría. Se iba recuperando, de a pocos. Pero era la universidad de mi colegio, el Champagnat. Carajo. Cura de mierda. Gota a gota y llegó el amanecer, el lunes y el tráfico agobiante.

La semana atareada, Katy tuvo tres entrevistas de trabajo y yo ansioso por el sábado, un par de veces hablé con Gustavo, amigo de la Universidad de Lima del octavo ciclo de Ciencias de la Comunicación, practicante del diario El Popular; el gancho para la nota periodística de Magdita y toda la cochinada esa. Ya lo veía en primera plana.

La verdad que no pude dormir ese viernes, solo en mi cama y las cuatro, la radio encendida y a las cinco, gorjeos interminables. Ya amanecía, era el sábado.

—¡Rodolfo!¡Rodolfo! —gritos detonantes de mi madre.

Salto de la cama, bajo las sinuosas escaleras encuentro a mi padre tendido boca arriba, los ojos cerrados; mi madre tratando de moverlo. Las pantuflas yacían cerca de las sillas tejidas de Panamá. Traté de ver si aún respiraba y el pulso contenido bullía en su ser. Mi madre en calzón negro y en un sostén blanco ajustado en su rollizo cuerpo iban tras el teléfono que reposaba en una pequeña mesa próxima a la escalera.

Mi padre pareció sobreponerse a su desplome, sin embargo, la ambulancia ya había llegado. Mi madre y yo nos habíamos cambiado, corría la hora y eran las diez, la clínica bullía de gente. Estábamos en la sala de espera, una enfermera llevaba un carrito de curación a la habitación de mi padre y dos médicos cuarentones recorrían el pasadizo rumbo al estar de enfermeras. Un televisor Samsung gris mostraba la inauguración del campeonato Adecore de aquel año, en la imagen el gordinflón sonriente y dicharachero daba inicio el evento, la reportera se regodeaba con la nota.

—Mira Rodolfito, el hermanito Barsén.

Miré la pared y entrecorté la respiración. En mi cabeza retumbaba desazón e impotencia: «Cura de mierda, cura de mierda».

Cosas de hombres

Diego Velásquez González


La tarde avanzaba y el calor iba en aumento. Un ligero sopor se apoderaba de todos mientras la profesora de economía de tercer semestre de ciencias políticas hacía ingentes esfuerzos por mantener la atención de sus estudiantes. El aire acondicionado no funcionaba de forma adecuada y abrir las ventanas significaba más dispersión por el ruido externo de los patios donde estudiantes de enfermería hacían un programa social para todos en la universidad. Algunos simulaban poner interés mientras dormitaban con los ojos abiertos. En los rincones otros empezaban a cuchichear. Nicolás y Sandra hacían parte de uno de estos grupos. Han sido inseparables amigos desde hace más de un mes cuando él llegó a la ciudad y entró a estudiar en aquel lugar por transferencia desde la costa norte del país. Fue una empatía que surgió con solo mirarse mutuamente al él sentarse en una silla a su lado. Entre tanto la profesora observa ese mar de ojos inexpresivos buscando un aliento a su esfuerzo. Por un momento, no logra dejar de escuchar el murmullo de la conversación de Nicolás y Sandra sintiéndose molesta. Guarda silencio, respira, los observa y trata de continuar con sus explicaciones.

Sandra habla con Miguel de su novio de octavo semestre de ingeniería. Cree que se ha enamorado. Llevan cuatro meses de relación. A esta altura de la relación las cosas ya deben estar claras para ambos, pero parece que no es así. Nicolás pregunta la razón de sus dudas. Ella responde que no puede estar segura y que tiene miedo. ¿Miedo de qué? Pues a mi mamá no le gusta y cuando lo vio por primera vez dijo que es «un tonto hermoso» responde. Su veredicto definitivo fue que, conociéndola, de allí nada iba a sacar. Y ella hasta el momento parece que no ha cambiado de opinión. Además, me dice que me nota con dudas y que no le dé más tiempo a eso, ¿qué tal que de verdad ese muchacho se enamore de usted? me dice cada vez que puede. Ambos ríen. Ya en el límite de su tolerancia, la profesora pregunta en un tono alto de voz:

—¿Cuál es el chiste?

Todos parecen despertar y se ponen atentos frente a la inusitada situación.

—Nadaa profe, todo bien… Pueeede… seguir —responde Nicolás balbuceando.

—Si no van a poner atención se pueden ir —Afirma de manera tajante y guarda silencio en actitud de quien espera una respuesta. Se nota cansada, aburrida, quizás igual que muchos esperando que la clase termine.   

Ninguno de los dos dice nada. Se sienten un poco asombrados y abochornados pues la profesora nunca ha sido afecta a ese tipo de llamados de atención. Su mirada esta fija en ellos y con ambas manos en la cintura refleja la actitud de quien está dispuesta a cazar pelea. Nicolás y Sandra se sienten avergonzados y se miran entre sí agachando la cabeza.

—Esto no es un colegio. Vayan y se toman un café o algo por el estilo y allá se pueden seguir contando sus «intimidades» —agrega, haciendo énfasis en la última palabra mientras hace con los dedos de ambas manos el gesto propio de las comillas. Algunos compañeros sonríen despertando del marasmo en que la clase había caído.

Hay silencio en el aula. Pasan algunos segundos que parecen minutos. De pronto Sandra toma la iniciativa:

—Permiso profesora —responde y se levanta del puesto. Camina de manera firme y con los hombros rectos esforzándose por parecer indiferente a sus palabras. Nicolás por un momento duda, pero pronto la sigue, toma su mochila y va detrás de su amiga un poco más inseguro y con la mirada siempre hacía el piso.

Salen del salón y la universidad. Sandra lo invita a Date Gusto, un café ubicado en una de las calles adyacentes al Parque San José. Allí venden un delicioso café junto a unas apetitosas tortas de zanahoria. Al llegar se sientan cerca de la puerta. Mientras los atienden, Nicolás escribe algo en su celular y Sandra lo observa. Es lindo pero exagerado en el cuidado de su forma de vestir. Observa su rostro. Tiene mejor piel que yo. Nunca me ha dicho que hace para mantener la piel así de limpia y sana piensa. Nicolás la mira de reojo de manera suspicaz arqueando la ceja izquierda. Quizás se sintió escrutado por ella. Ella responde con una sonrisa y se siente un poco turbada. Ni que me leyera la mente piensa dentro de sí. Al bajar un poco la mirada, él observa sus senos duros, firmes, una cabellera que cae por su espalda mientras el aroma a rosas de su loción llega hasta su nariz traído por el suave viento de la tarde que empieza a entrar al lugar y mueve un poco su cabello. Es una hermosa mujer se reafirma en su pensamiento. Tiene todo para hacer lo que le dé la gana, pero se paraliza. Detrás de toda esa actitud es insegura.

Al rato, cuando ya la mesera se encuentra organizando la mesa y colocando el pedido y como si hubiesen estado hablando Sandra dice:

 —Miguel es tan lindo, tan atento, tiene una sonrisa que me trastorna. No te ha contado el día que nos conocimos. Fue en las piscinas. Lo primero que hizo al ubicarse cerca de donde estaba bronceándome fue quitarse la camiseta, me mira de reojo y luego se va a hacer estiramientos y ejercicios para calentar en un rincón. Al volver, se quita poco a poco la pantaloneta deportiva y queda solo con su bañador. La dobla con cuidado mientras me mira de reojo y me dice hola mientras sonríe. Ese fue nuestro primer encuentro y estuvimos el resto del día juntos. Se me hizo alguien un poco extraño. Aunque su cuerpo mismo irradia sensualidad lo notaba un poco cohibido. Se ve que le encanta el gimnasio, tiene muy buen cuerpo, unas piernas grandísimas, además de unos brazos perfectos y un trasero de ataque ahhh, pero sobre todo, un olor riquísimo como a hierbas o a cigarrillo, no sé, es extraño, … es un poco indescriptible pero estimulante… ―guarda silencio y suspira dejando la frase sin terminar mientras mira hacía al parque― Lo que si se me hace extraño y nunca me ha dicho la razón es que es un tipo muy solo y eso a veces me inquieta. No le conozco amigos. Dice que sale con los compañeros de la universidad, pero nunca se refiere a ellos como sus amigos.  

—¿A hierbas? ¿Cómo así? ¿Y cuándo lo voy a conocer? ―pregunta.

 —Un día de estos. Míralo en mi Facebook. Miguel Azuero.

Nicolás siente curiosidad y lo busca. Al verlo concluye que Sandra tiene razón. Es de verdad un tipo demasiado lindo. Entonces recordó una frase de una lectura de la filósofa Simone Weil que hablaba acerca de la belleza: «Los seres con exceso de belleza están condenados a la desdicha» y piensa un momento en que se sentirá que a uno solo lo vean como un cuerpo bonito. Envía la solicitud de amistad y mientras aparenta seguir escuchándola está atento a las fotos del novio de su amiga. Por lo que logra ver, no encuentra nada curioso, solo memes cargados de sarcasmo, sus propias fotos, algunas de reuniones familiares, unas pocas de sus viajes, las referencias a algunas películas o enlaces a videos de la música de su gusto, pero nada que le permita suponer algo más.

La tarde termina. Cada uno va para su casa. En cama mientras descansa, Nicolás piensa en Miguel. Entre tanto, Sandra chatea vía WhatsApp con su novio quien está buscando información en internet para un trabajo de la universidad y a su vez por momentos observa su Facebook encontrando la solicitud de amistad de Nicolás. Es amigo de Sandra y cree haberlo visto en algún lado. Por un momento lo piensa por aquello de respetar los espacios, amistades y demás cosas que acordó con Sandra, pero sobre todo lo que lo frena es su actitud un poco femenina que se refleja en sus fotos y reconoce que puede ser un poco homofóbico. Deja sin responder el resto de la noche la solicitud, pero en la mañana finalmente acepta la amistad cuando sale de la ducha sin pensarlo mucho más.

Miguel y Nicolás empiezan a chatear. Hablan de todo un poco, música, novia, amistades, lugares donde viven, pasatiempos y los sitios de rumba. Se empiezan a ver los fines de semana mientras corren en la pista atlética del estadio de la ciudad. A veces Nicolás acompaña a Miguel a jugar al futbol y entresemana conversan por las noches. Finalmente, todos los jueves se empiezan a ver dentro de lo que comercialmente se llama jueves de la amistad que busca promover el consumo en los bares y que los compañeros de universidad de Nicolás lo han empezado a llamar jueves de hombres. Se reúnen a hablar y hacer cosas de hombres. El pacto es que no puede haber mujeres en dicho espacio. Cuando por primera vez Miguel llevó a Nicolás, algunos compañeros medio en charla, medio en serio, le reclamaron por llevarlo. «Se le nota a lo lejos» le dijeron. Miguel solo sonrió. El grupo de hombres se reúnen en una casa, juegas cartas mientras charlan y escuchan música. En otras ocasiones ven una película, a veces ven una de porno, los que fuman lo hacen y los que no solo hablan de sus novias o de la presión que sienten en sus casas por que terminen la universidad y hagan algo de una vez con sus vidas. En fin, cosas de hombres.

Miguel recuerda que de niño su padre insistía en que no podía confiar tan fácil en las personas, que todos tienen sus intereses particulares y que por lo que general uno termina sirviendo a otros. «Busque sus cosas mijo», era su mantra preferido. Pero siente que Nicolás es alguien en quien se puede creer y tener confianza. Se siente extraño contándole cosas tan personales que antes guardaba con tanto celo. Bajo la idea de su padre nunca tuvo como tal un buen amigo, una persona que no lo juzgará y que no contará sus cosas como pasaba continuamente con los primos que siempre quisieron que fueran los únicos amigos, pero él calificaba de chismosos puesto que, desde niños, todo lo que hiciera o dejará de hacer o que generará controversia se lo contaban a los padres ganándose el regaño respectivo.

En cierta ocasión, Miguel invita a Nicolás al gimnasio. Ese día le pareció un poco flojo, pero pronto se pudo dar cuenta que a pesar de su contextura y amaneramientos no se quedaba atrás y sus prejuicios empezaron a caer. Pronto van de igual a igual en la extenuante rutina que se han impuesto y se da cuenta que él era el «parcero», el amigo que necesitaba para no desmotivarse. Le extraña que le empiece a hacer más falta de lo normal. A veces se pregunta si le gusta y entonces se cuestiona si es bisexual. Pronto desecha esa idea puesto que ya hubieran hecho algo juntos y a sus veintisiete años sabe que ha tenido oportunidad de experimentar con quien quisiera. Y es que por su belleza ha sido objeto de insinuaciones constantes, pero pocas veces se ha dejado arrastrar o aprovecharse de su atractivo para tener hombres o mujeres en sus manos. Y para decirlo con claridad, sabe que el sexo no es que sea algo que le trasnoche y eso lo hace sentir como un bicho raro cada tanto. Y entiende que lo que más le hace falta es poder contar con amigos, con quien hablar, con quien sentirse seguro. Y Nicolás es honesto y sincero. En él no encuentra falsedad. Reconoce que en su propia vida ha habido muchos silencios y que por primera vez en mucho tiempo se siente en libertad de ser el mismo.

Con Sandra, Miguel encuentra el gusto de estar con una mujer, aunque a veces es distante. Sabe que no todo lo puede compartir con ella. Lo mejor es que sus besos saben a miel. Así mismo la caricia de su piel se asemeja a la frescura que se siente al tocar unas sábanas nuevas. Todo le parece novedoso cada que se encuentran en la intimidad. Es como explorar una cueva oscura, pero mágica y atrayente. Lamentablemente casi siempre ella lo frena y lo limita cuando el mismo se siente con ganas de dejarse llevar y viajar libre sumergido en el placer y en la sensualidad de sus cuerpos. La madre de Sandra siempre le insiste en la importancia de la santidad del matrimonio y la necesidad de ejercer una sexualidad responsable solo orientada a la procreación. A Miguel se le hace todo esto a la antigua, pero tampoco le molesta. Ha creído que sería una buena pareja en tanto pueden pasar días sin que Sandra reclame intimidad algo que para él a veces siente que es demasiado.

Los días pasan. Un día cualquiera Sandra le reclama su mayor y constante indiferencia, y pregunta si es ya no la ama, que se lo diga y no habría problema, cada quien sigue por su lado y listo. Miguel se siente desconcertado. Ella hace el esfuerzo por mantenerlo interesado y sinceramente no sabe qué pasa.  Ya le había comentado a Nicolás, pero el solo responde que son miedos infundados, que a los hombres hay que saberlos entender. Al no lograr entender nada las actitudes de Miguel, Sandra decide seguirlo con algunas compañeras de la universidad. Jimena, una de ellas ya le había infundido sospechas que tal vez Nicolás y Miguel eran algo más que amigos. Sandra lo empieza a creer, ha notado a Nicolás cada vez más distante. Se ha fijado como cada día es más masculino, se nota el ejercicio que hace. Incluso dejo de maquillarse. Los hombres a ratos son bien complicados le dicen las amigas, pero ellos solo les interesa una cosa, el sexo. Y qué si, ellos están teniendo sexo le reiteran una y otra vez. Se les nota en la cara insiste Jimena. Y entonces el disgusto de Sandra aumenta.

Un día, Nicolás invita a Miguel a un sauna de caballeros. Y aunque él sabe de las preferencias sexuales de su amigo y que de cierta manera tiene cierto interés en él, acepta. Con cautela, recorren dos veces la calle donde queda el sitio hasta que al fin se animaron a entrar. Ninguno había llegado a ir a un lugar de estos. Al principio se sintieron un poco cohibidos en un ambiente con tanta testosterona, pero poco a poco entraron en confianza. Caminaban y se movían en un ambiente de hombres envueltos en toallas de un lado a otro. Se miran, charlan, toman cerveza, café, ven videos, se meten al sauna, otros al turco, se van a broncear en la terraza o desaparecen en los cuartos. Ni el uno, ni el otro tuvo iniciativa alguna para tener intimidad sexual, aunque tuvieron todo el escenario dispuesto. Cruzaban miradas, se tocaban el pecho o las piernas hablando de sus avances en el gimnasio o de cualquier cosa mientras se daban cuenta de la excitación en sus cuerpos. En un momento, Nicolás toca los bíceps de Miguel y le dice que quiere tenerlos así de duros. Él capta cierta indirecta pero no le pone atención. Guarda silencio. Mira hacía la televisión que está pegada a la pared. Nicolás se siente turbado y lo deja solo. Toma una ducha de agua fría y se mete al sauna. Se sienta y cierra los ojos. Solo respira para bajar la tensión sexual que siente mientras el vapor y el olor a limoncillo lo reconforta.

Al volver donde su amigo, Nicolás lo observa en silencio. El esboza una sonrisa y por primera vez reconoce que, aunque le puede gustar, lo más seguro es que no va a tener nada de lo que quisiera en aquel lugar, ni en ningún otro. Siente un dejo de frustración y entiende que aquel hombre con el que ha compartido los últimos tres meses es un buen amigo. Cualquier cosa sexual que tuvieran los alejaría irremediablemente y no quiere sentirse solo de nuevo. Lo invita al turco. Allí, mientras respira el olor de las plantas medicinales, comprende que al lado de Miguel ha ido descubriendo mucho más de su propia masculinidad, de aquello de lo que significa ser hombre más allá de sus preferencias sexuales. Sabe que Miguel sabe quién es y que lo acepta. Es una relación un poco atípica, pero parece que lo que menos importa son los intereses íntimos de ambos, que son seres humanos que pueden estar juntos. Y entre tanto vivirán sumergidos en el continuo fluir de la vida que transcurre.  

Al salir del Spa, descubren que Sandra los estaba siguiendo en compañía de otras dos compañeras de la universidad. Ella se les para frente a frente y los confronta.

—¿Cómo es que me he metido con un par de maricones? —lo dice con rabia y una profunda decepción.

Los increpa durante un buen rato. Ellos en silencio escuchan. No quieren crear problemas. Sandra expresa su rabia, su desencanto y mirando a Nicolás finalmente agrega:

—Eres un traidor. Maricón de mierda.

Los días pasan, Miguel y Nicolás siguen yendo juntos al gimnasio y al futbol. A veces van a algún bar, hablan de sus amigos, de las personas que les interesa, de su vida y de vez en cuando participan de los jueves de hombres con los compañeros de Miguel. Pero sobre todo han podido aprender a ser amigos en las diferencias, eso que hoy parece que a casi todo mundo se le ha olvidado, saber ser amigo. Tanto las «amistades» del uno como del otro dudan que no tengan sus asuntos «íntimos», pero admiran que se respeten y se apoyen mutuamente. Han descubierto la lealtad, no hablan mal del otro y si tienen que decirse algo, lo hacen frente a frente. También han aprendido a expresarse cariño y afecto incluyendo el saludo de beso en la mejilla sin ponerle morbo a nada en un espacio donde esto es visto con suspicacia. Han salido del país y recorrido especialmente los países del sur, Chile, Brasil, Argentina, Uruguay. Entre tanto, Sandra encuentra un nuevo amor que la trasnocha y «nuevos amigos» esperando que estos sean de verdad leales, pero sigue sin hallar su media naranja.

jueves, 15 de octubre de 2020

Inexplicable

 Miguel Ángel Salabarría Cervera


Lourdes entró puntual al salón de juntas en la Secretaría de Educación Pública de la ciudad de México, para la reunión nacional sobre la «Modernidad Educativa»; portaba un huipil que denotaba su identidad peninsular, la presencia de ella fue inmediatamente percibida no solo por su vistoso atuendo, sino por su asidua asistencia a este tipo de eventos, porque sus capacidades eran ampliamente reconocidas en su lugar de origen, como en otras latitudes.

Las intervenciones que tenía como en las propuestas que realizaba, era notoria su amplia y variada formación académica, principalmente cuando se trataba el campo de Ciencias, debiéndose esto a que era química farmacobióloga, que aunado a los conocimientos adquiridos en la Maestría en Pedagogía y la formación de Educación Normal que poseía, eran muy valiosas sus aportaciones.

Recuerdo la mañana del primer lunes del mes de febrero de hace tres años, cuando llegó Lourdes a tomar clases a la Escuela de Agentes de Pastoral en la parroquia de Monjas, fue saludada con afecto, por el director de la misma, que por coincidencia también era docente en educación. La trató con familiaridad y admiración, conduciéndola al recinto de los que cursaríamos el primer semestre.

Al sentarse a mi lado intercambiamos saludos de presentación, en el primer receso me comentó que conocía al director porque era maestra que daba cursos a los profesores de la entidad, debido a que asistía a las reuniones nacionales sobre la «Modernidad Educativa» representando al estado; se me hizo interesante su actividad y le pregunté sobre su formación académica, a lo que respondió dándome brevemente su impresionante currículum.

Mi esposa Lupita y yo quedamos sorprendidos desde el primer día, por su elocuencia al expresarse como la templanza opinando sobre temas bíblicos, con frecuencia recibía notificaciones en su celular y pedía permiso para salir a contestar las llamadas; esta era la tónica todos los lunes durante los tres módulos.

En una ocasión regresó de contestar un mensaje, ocupó su sitio que estaba junto a mí y me hizo el comentario que estaba en proceso de jubilación por cumplir la antigüedad requerida, pero, le estaban ofreciendo ser asesora técnica de la Secretaria de Educación en la entidad, aunque se jubilara, y la propuesta era muy tentadora en todos los sentidos.

En esos momentos concluyó el módulo y la plática se prolongó.

─Creo que tiene que considerar varios factores para tomar una decisión ─le expresé─ como la familia, sus perspectivas de vida, en fin, varias cosas.

─Mi esposo me dice que respeta mi decisión ─agregó─ e hijos no tuvimos, somos solo nosotros ─añadió─, lo pensaré para dar una respuesta.

El siguiente lunes no acudió Lourdes a las clases, supuse que ya se había retirado por aceptar la oferta de trabajo que le hacían a pesar de jubilarse. Incluso esto se comentó entre los compañeros, lamentándose que se ausentara definitivamente porque era una persona valiosa.

Antes de retirarnos se presentó el director para darnos a conocer la razón de la inasistencia de Lourdes se debía a un problema personal muy grave, se hizo un silencio sepulcral en el aula, todos mirábamos al maestro esperando que diera la información. Por fin retomó la palabra para decirnos que el esposo de nuestra compañera había fallecido el sábado de la semana anterior.

Todos quedamos estupefactos por la funesta noticia, repuestos del estupor, le hicimos preguntas para saber de las circunstancias de lo acaecido, pero él se limitó a darnos la noticia sin entrar en pormenores.

Al retirarse el director, una de las compañeras dijo que sabía que el esposo de Lourdes estaba delicado de salud desde hacía tiempo, pero no supo abundar en detalles. En esos momentos llamaron varias veces a Lourdes, pero ella no respondió; convenimos en que sí sabíamos algo sobre nuestra condiscípula, nos pondríamos en contacto para visitarla.

Nadie tuvo noticias de nuestra amiga hasta el lunes cuando llegó a las clases, vistiendo sin luto, pero con modestia. Ninguno se atrevía a preguntarle sobre su trance vivido; al concluir la sesión de ese día, Lourdes nos comentó que su esposo había fallecido la semana antepasada y que descansó de sus dolencias, e invitaba a todos a elevar sus plegarias a Cristo por su eterno descanso; en silencio le fuimos dando el pésame a pesar del tiempo transcurrido y nos poníamos a sus órdenes por lo que necesitara.

En la siguiente reunión de estudios, Lourdes nos informó que se había jubilado y rechazado definitivamente la propuesta que tenía de ser Asesora Técnica de la Secretaría de Educación Pública, pensaba que era la decisión correcta para su proyecto de vida.

Al concluir los módulos del día, nos encaminamos a la salida por la terraza aledaña al templo en donde tomábamos los cursos, nos detuvimos Lourdes, Lupita y yo, nos preguntó la primera, si teníamos tiempo para platicar, le respondimos que sí, y nos sentamos en las bancas de piedra del colonial recinto.

En particular me sorprendió la apertura que tuvo Lourdes al invitarnos a tomar asiento para platicar, imaginando que sería sobre su esposo y la relación que tuvieron.

─Juan era una gran persona, un hombre con muchas virtudes y muy inteligente; había estudiado Filosofía y Letras, hizo estudios de posgrado en Teología y un sinfín de cursos de esta naturaleza, ¿tienen tiempo para platicar? ─nos preguntó.

Ambos asentimos.

─Él daba clases en la Universidad Anáhuac e impartía conferencias en donde lo invitaran, aquí laboraba en la Universidad del Mayab. Era creyente y practicante de nuestra religión católica, asistía todos los días a misa y rezaba el rosario; recuerdo que cuando me invitaba, siempre le decía que no tenía tiempo porque debía preparar un curso, o que calificaría unos exámenes de la escuela Normal de Profesores, en fin, nunca tuve tiempo para acompañarlo en lo que más creía y amaba. Lo mejor era que él no se enojaba, me decía que no me preocupara… me comprendía, además de tenerme paciencia.

Nosotros la escuchábamos con atención y con gran respeto, porque abría sus recuerdos y traslucía sus sentimientos. Lupita le dijo:

─Si te sientes mal por lo que nos platicas, evítalo, comprendemos la pérdida tan grande que has tenido al dejar este mundo, tu compañero de viaje.

─No, al contrario, me siento bien, los veo siempre tan juntos, que me inspiran confianza como esposos.

─No siempre es así, en ocasiones tenemos diferencias como todas las parejas ─acotó Lupita.

─Si gustan les platico sobre su fallecimiento.

─Como gustes, Lourdes ─le dije.

─Juan hace seis meses viajó a la Ciudad de México como hacía quincenalmente a dar clases los fines de semana en la Universidad Anáhuac, debía regresaba el domingo en el último vuelo que arriba a las once de la noche, sin embargo, no llegó, le llamé a su celular y no respondió; al día siguiente me comuniqué a la universidad para pedir información; ahí me dijeron que concluyó sus labores a las cuatro de la tarde del domingo, entregó los documentos reglamentarios en la dirección se despidió diciendo que se iba al aeropuerto y se retiró.

Lourdes cambió su expresión de tranquilidad, por un rostro de tensión al revivir la desaparición de su esposo, se repuso después de aspirar y musitar una oración a Dios.

─Me alarmé sobremanera, porque lo conocía muy bien, no era de irse a divertirse con alguien; no sabía qué hacer, hasta que decidí llamar a conocidos en la ciudad de México y platicarles la desaparición de Juan, así me pasé todo el lunes, viviendo esta angustia ─prosiguió─, al no tener noticias el martes, decidí pedir permiso por tres días a partir del miércoles y viajar a la ciudad de México a primera hora.

─Llegué y me dirigí a casa de unos familiares, que me ayudaron a buscarlo en las instituciones de seguridad pública, incluso investigué hasta en la morgue, todo era inútil y mi angustia aumentaba y los días iban transcurriendo; el viernes de esa semana recibí una llamada de un hospital en la que me informaban que ahí se encontraba internado mi esposo, no me había llamado porque estaba inconsciente, hacía poco más de seis horas que había recuperado el conocimiento y estaba lúcido; el corazón medio un vuelco al enterarme de su estado.

─¿Tienen prisa por irse? ─nos preguntó de nuevo Lourdes.

─Estando con mi marido, tengo a «mi casa conmigo» ─respondió Lupita.

─Me hace gracia tu ocurrencia ─le comentó Lourdes, para continuar─, me fui a la clínica y me informaron que se encontraba estable, que platicara con él, con naturalidad sin demostrarle tensión o ansiedad por su desaparición; así lo hice pasé al cuarto en que se encontraba, me costó trabajo contener la sorpresa al verlo con huellas de haber sido golpeado, sin embargo, le sonreí al tiempo que Juan me extendía sus brazos desde la cama, sin importarle estar canalizado.

Emocionada, como si viviera lo que le ocurrió tiempo atrás, continuó su relato.

─Fueron momentos emotivos al encontramos, nos abrazamos y ya repuestos de la euforia, me preguntó cómo estaba, comprendí que no le importaba su estado, sino el saber mi situación por su ausencia, le sonreí y moví la cabeza afirmativamente. Con la mayor tranquilidad posible, le pregunté qué le había ocurrido.

─Iba a tomar un taxi para irme al aeropuerto, cuando un auto se detuvo frente a mí, bajaron dos personas, una de ellas me encañonó con una pistola, mientras el otro me empujaba dentro del carro, al entrar me golpearon y vendaban los ojos, mientras el auto se desplazaba quien sabe por qué calles.

Hizo él una pausa, cerró los ojos para recordar lo que había vivido, como queriendo a la vez, que pasara al olvido, y continuó relatándome dijo Lourdes.

─Perdí el sentido y no supe que ocurrió, hasta hace unas horas cuando recobré el conocimiento aquí en la clínica, y poco a poco me fueron viniendo los acontecimientos en tropel desde que salí de la Universidad Anáhuac ─respira hondo y continua─, fue cuando proporcioné tu número de celular para que te localizaran, te agradezco que hayas venido lo más pronto posible.

─No te preocupes, cuando te den de alta médica, regresaremos a Mérida para que convalezcas, hablaré con los médicos para que me proporcionen información de tu estado de salud.

Dirigiéndose a nosotros nos comentó, que habló con los doctores sobre la situación de su esposo, quienes le dijeron que esperarían setenta y dos horas para ver cómo evolucionaba y de no existir alguna alteración clínica, le darían de alta; así sucedió, el martes por la mañana autorizaron su salida del hospital y nos trasladamos al aeropuerto para arribar a Mérida en la noche. Su recuperación fue lenta, por los golpes internos recibidos y en la cabeza también, además de tener problemas para caminar.

El rostro de Lourdes cambió a una expresión de profundidad en su mirada al decirnos con gran seriedad:

─En esos días comprendí todo lo que Juan había hecho para que me acercara y viviera la religión católica, necesité un golpe fuerte para tener un encuentro con Cristo, que me hizo cambiar mi actitud hacia él, lo acompañaba en las oraciones que hacía; así mismo, íbamos junto a la iglesia y a misa, frecuentando los sacramentos, ─su expresión cambió a felicidad al recordar lo pasado─ fue un tiempo como nunca lo habíamos vivido.

─Que bien que tuvieron esta etapa de alegría ─le expresé.

Una tarde de hace un mes ─continuó Lourdes─, me dijo que se sentía mal, e inmediatamente lo llevé al hospital, me dijeron que le acababa de dar un infarto, y fue internado en terapia intensiva, sentía preocupación, pero no sobresalto, veía todo con cierta tranquilidad después de vivir esos meses diferentes con Juan, tampoco me sentía sola, era como si él estuviera junto a mí ─prosiguió─, así me llegó la noche, al fin me dijeron que podría pasar solo cinco minutos, al entrar me sonrió y me extendió su mano, se la tomé al tiempo que me decía lo más profundo de sus sentimientos hacía mí… le pedí que no se preocupara por hablarme, que entendía todo a través de su mirada; me pidió algo que se me quedó grabado.

─Lourdes ─con voz pausada me dijo─, solo te pido una cosa.

─ Lo que quieras ─le respondí.

─Prométeme que nunca te vas a apartar de Dios.

─No te preocupes, te lo prometo, pero ya desde que regresamos a Mérida, se lo prometí a Dios.

En ese instante entró la enfermera para decirme que ya habían pasado los cinco minutos, nos despedimos con ternura y él cerró los ojos, yo salía feliz porque lo había visto, pero más porque le di tranquilidad al darle a conocer lo que tanto había querido de mí, que me entregara a Dios. Abordé mi camioneta y me fui a descansar a la casa.

Al día siguiente a las ocho de la mañana, estaba en la clínica para saber de su evolución, me informaron que le había vuelto a dar otro infarto, pero ya está estabilizado, lo único que hice fue ponerme a rezar, para aceptar la voluntad de Dios; esos momentos entraron unos amigos a la sala de espera para conocer el estado de salud de Juan, les informé de su situación y me dieron palabras reconfortantes.

Sentí que me llamaban, al voltear vi al cardiólogo que había sido mi alumno en la preparatoria, me saludo con afecto y me dijo.

─Maestra, su esposo está grave ─lacónicamente expresó─, le ha vuelto a dar un tercer infarto.

Me llevé las manos al pecho y le dije.

─¿Me puedes hacer un favor?

─El que guste, maestra.

─¿Nos permites entrar a orar por mi esposo?

─Ay maestra, me pide un imposible… pero ya le di mi palabra, solo le pido silencio y brevedad.

Nos dirigimos al cuarto donde se encontraba Juan, le tomé las manos, él abrió sus ojos y sonrió mientras los amigos rezaban; no sé cuánto tiempo transcurrió, hasta que él cerro sus ojos y sentí que me apretaba con fuerza mis manos, para luego soltármelas, en ese momento sabía que mi esposo dejaba este mundo. Me sorprendió su expresión para luego agradarme porque parecía que dormía y en sus labios se dibujaba una sonrisa. El médico entró le tomó los signos vitales, para decirme.

─Ya falleció su esposo, maestra… era cosa de tiempo.

Hizo una pausa, mirándonos dijo.

─No crean, lo extraño es lógico, pero me siento tranquila entregándome al servicio de Dios, en algunos grupos de oración que me he integrado y compartir lo aprendido en la escuela.

Bueno, espero no haberles quitado su tiempo, pero quise compartir con ustedes estas vivencias trascendentales que le han dado un giro a mi vida.

─Gracias Lourdes, por regalarnos estas partes de tu vida y sabes que estás en nuestros corazones.

Los cursos continuaron hasta llegar al cuarto semestre, entre tareas y convivencias como todo grupo de estudiantes, un lunes sorprendió la ausencia de Lourdes, pensamos que se debía por algún contratiempo; al concluir las labores de ese día, el maestro Rigel entró al aula para informarnos que Lourdes se había retirado de la escuela, porque se había ido de religiosa misionera a la Sierra del estado de Coahuila, nos quedamos perplejos ante la noticia, repuestos del impacto causado comentamos que era una decisión muy valiente porque significaba un cambio de vida, sin embargo, nos dio alegría y se hizo comprensible a los seis restantes integrantes del grupo.

La partida de Lourdes se sintió en el grupo, porque sus participaciones eran claras e ilustradas con materiales pedagógicos, a la vez de los conocimientos nuevos que aportaba; como también su ecuanimidad en las relaciones con los miembros del grupo, pero lo que más notorio de su ausencia era cuando oraba, por la espiritualidad que proyectaba.

El tiempo transcurre e iniciamos el quinto semestre, un lunes al no tener el último módulo, decidimos Lupita y yo, ir a la misa de once de la mañana a la catedral, vimos a Lourdes a la distancia, ella percibió que la mirábamos y nos sonrió.

Al concluir la celebración litúrgica se encaminó hacia donde estábamos y juntos salimos al pasaje de la Revolución que está a un costado del templo, nos saludamos con afecto y como era ya costumbre, nos sentamos a platicar.

─¿Cuéntanos cómo te ha ido, Lourdes? ─le dijo Lupita.

─Estoy en Mérida por unos días, vine a arreglar unos asuntos, para regresarme de nuevo a la congregación misionera; estuve seis meses en la Sierra de Coahuila, era un frío muy intenso, para mí que soy del trópico, vivimos en comunidades de extrema pobreza, predicando y enseñando a esas personas maravillosas que solo esperan una mano que las ayude en todos los sentidos; éramos itinerantes y nos desplazábamos a pie. Fue una experiencia asombrosa.

─¿Te vas a quedar aquí o te regresas? ─le preguntó Lupita.

─Estos meses que viví eran de prueba, para decidir si me quedaba o no, pero ya tomé la decisión permaneceré con las misioneras y por esto estoy aquí.

─No me queda claro ─le dije.

─Vine a traspasar mis casas a mis sobrinas, a dejar cartas poderes para que cobren las jubilaciones, los vehículos también, es decir, estoy para renunciar a lo material y seguir a Jesucristo, cuando termine los trámites me iré a Chiapas en donde me esperan para trasladarnos a las regiones más pobres y olvidadas, para evangelizar a nuestros hermanos indígenas.

─Créenos Lourdes, te admiramos y nos dejas sin palabras ─le comentó Lupita.

─Estoy muy feliz por lo que hago y solo les pido un favor.

─Dinos, Lourdes ─expresé con expresión interrogante.

─Que no me olviden en sus oraciones.

Dicho esto, se puso de pie, nos despedimos abrazándonos y le pedimos que nos tomáramos de recuerdo una «selfie».

Luego volvió a despedirse y se encaminó rumbo a la salida del pasaje, para perderse entre la gente, pero no de nuestro recuerdo.

─¿Qué me dices? ─me preguntó Lupita.

─La recuerdo cuando entró por vez primera al salón, muy elegante y ahora la veo vestida con modestia; lo que hace Dios, y para el común de la gente, es inexplicable.