lunes, 24 de septiembre de 2018

Baile candente

María Elena Delgado Portalanza


Remigio, te amo mucho, pero no quiero que interrumpas tus estudios por mi causa.

—No te preocupes, Rita, ahora lo que más quiero es estar contigo, ¿no ves que ya no aguanto más vivir lejos de ti? Está decidido, el fin de semana voy a casa de tus padres para formalizar nuestra relación. —La tomó de la mano y la besó tiernamente—. ¡Eres mi vida!

Remigio Prado y Rita Alonzo vivían en San Antonio de Ibarra, un pintoresco pueblo de  parajes de ensueño rodeado de grandes montañas y lagunas que inspiran a estos habitantes a la introspección y a la creatividad. Se destacan principalmente por ser grandes maestros artesanos, aquellos que convierten un pedazo de madera en verdaderas obras de arte. Su tradición de pintores y escultores ha hecho famoso a este hermoso lugar que queda a las faldas del volcán Imbabura.

El joven Remigio de dieciocho años, el segundo de cuatro hermanos, era más bien delgado, algo introvertido, soñador y taciturno. Su padre, Pablo Prado, respetado artesano, se sentía orgulloso de trabajar de asistente de taller del reconocido escultor Arturo Reyes, cuya fama ya traspasaba los linderos patrios.

Las obras de Reyes eran básicamente sobre temas religiosos. Entrar a la sala de exhibiciones, era observar un salón sobrio, silencioso de piso y techo de madera oscura, donde predominaba el color marrón-rojizo, envolverse en un intenso y agradable olor a cedro, sobrecogerse en la contemplación de las diferentes esculturas: rostros de muchos ángeles, santos, vírgenes y al mismo Cristo crucificado con su expresión de dolor, con sus músculos tensados, con sus venas brotadas tallados en madera a la perfección, ello llevaba a las lágrimas a devotos y no devotos. Esta experiencia mística era narrada por propios y extraños. Cuando entrevistaban a este famoso escultor solía responder que la belleza de sus creaciones, se debía no solo a la técnica heredada de la escuela quiteña, sino que, mientras tallaba, lo iluminaba el Espíritu Santo.

El pueblo era muy religioso y conservador, y con orgullo lo reflejaba en su arte y costumbres. Pablo Prado, al que le decían con cariño Viejo Pablo había deseado, sin mucho éxito, que su primogénito, siga sus pasos y continúe con la tradición artesanal de sus antepasados, pues tuvo solo mujeres, siendo Remigio el único varón, sin embargo, a este no le interesaba. Su madre, mujer callada y sensible intuía que a su hijo le fascinaba la lectura, había heredado de ella el gusto por los libros. Mas su padre solía decir: «Con las letras, no se come». El hecho de que Remigio no siga sus pasos, era una de las grandes frustraciones del viejo Pablo.

Remigio se casó muy joven con Rita, una muchacha delgada y de belleza serena con dieciséis años, que vivía en su vecindad.  Por lo que tuvo que  interrumpir sus estudios y buscar un empleo. Ni Rita, ni él, salían nunca de su pequeño pueblo donde crecieron y se conocían todos. Sus familias eran de clase humilde y trabajadora, pero donde la dignidad y la palabra son más valiosas que cualquier cosa. El padre de Rita trabajaba como chofer de un tranvía y su madre una campesina de buenas costumbres. Los Alonzo también  habían criado a sus hijos con rigor y austeridad. Remigio, se había resignado a dejar sus plácidas tardes de lectura por  su nuevo empleo, pues las obligaciones de casado se lo exigían.

Los paseos domingueros del pueblo, después de la misa consistían en recorrer en bote la bella laguna de  San Pablo, o de Yahuarcocha o muchas veces, caminar por los senderos de arbustos de guayabilla.  

Todo transcurría sin mayores sobresaltos en el pacífico pueblo de San Antonio, cobijado bajo las leyendas del «taita Imbabura» donde los pajonales bailaban cual olas mecidos por el viento frío de las montañas y el sol reluciente bañaba las grandes extensiones agrícolas que  reverdecían los prados y alimentaban a  sus habitantes.

Hasta que un buen día de verano cuando los arbustos de guayabillas están en su esplendor, la vida de este recinto tranquilo se vio conmocionada por un acontecimiento muy peculiar.  Llegó al pueblo, para dictar clases de danza (tango, flamenco y otros géneros de moda), una compañía extranjera de baile: Las Amazonas.

Al principio todo fue jolgorio y alegría. Las señoras se entusiasmaron por aprender los sensuales pasos de tango y los frenéticos bailes de moda. Empezaron a desfilar con sus coloridas polleras y zapatos de tacones a las clases de baile, las más jóvenes imitaban la desenvoltura de los danzantes. Los hombres también se sintieron atraídos por las hermosas bailarinas. Sus mujeres eran muy recatadas, pero las extranjeras, llevaban música y sensualidad en su caminar, motivo por el cual los tenían turulatos.  

Remigio se sintió fuertemente atraído por Odette, una hermosa pelirroja de cintura cimbreante que era parte de las recién llegadas. No entendía bien lo que le estaba pasando, ya que él amaba a su mujer, pero su corazón palpitaba y sentíase muy turbado cuando veía pasar cada tarde cerca de su oficina a la pelirroja; esta se daba cuenta de lo que sentía Remigio por ella y le complacía pasar contoneándose cerca de su oficina. Al mismo tiempo Marco y Juan, sus compañeros de trabajo  observan con lasciva y deleite a la muchacha, no sin antes montarle bromas a Remigio, que se encontraba ensimismado contemplándola. Desde entonces Remigio se tornó inquieto, algo nervioso y distraído. Empezó a sentir una pasión devastadora, tenía sentimientos de culpa frente a su esposa, no quería fallarle, habían sido novios casi desde niños. Pero él, no era el único que se encontraba envuelto en ese maremoto de pasiones. El Viejo Pablo Prado, artesano de seriedad rigurosa, también cayó rendido a los pies de Claudia, otra exuberante bailarina con acento portugués y con la sonrisa a flor de piel. El escultor Arturo Reyes, jefe de Pablo ya le había obsequiado una de sus recientes figuritas que talló en honor a ella. Esta les coqueteaba abiertamente a los dos. Por tal motivo, después que siempre se habían llevado bien, ahora se veían como rivales. Hubo una tarde en que Arturo aprovechó su posición de jefe y envió a casa a Pablo para quedarse a solas con Claudia. Ese tipo de cosas empezaban a verse con frecuencia entre los hombres del pueblo. Anteriormente todo era armonía y primaba la cordura, ahora en el ambiente se podía olfatear un estado de perenne competencia y ebullición sexual.

El cuerpo de baile realizaba una función gratuita en los barrios cada vez que se iniciaba un taller, para tener mayor cantidad de estudiantes inscritos. Los señores no se perdían el espectáculo. Las señoras ya empezaban a incomodarse y  acordaron reunirse para llegar a una solución sobre esta molesta realidad, algunas propusieron ya no asistir a las clases de baile, otras que no, ya que estaban a gusto con las clases,  pero coincidieron en ir a donde el párroco para quejarse de esta situación. Miraban con recelo y fastidio a estas mujeres que enloquecían a sus hombres. Como respuesta a lo solicitado el padre Juan el día domingo les dedicó un sermón referente a la virtud de ser buenos y fieles esposos. Además les recordó sobre la amenaza del fuego del infierno a los traidores que se dejan llevar «por los deseos de la carne».

Para colmo de los males y para sorpresa de todos, semanas más tarde se corrió el rumor de que el padre Juan también estaba ensimismado por Rosaura, la artista que dirigía los bailes de tango, que con el pretexto de apoyar a los desposeídos acudía muy seguido a la iglesia con sus dádivas y oraciones.

Los celos de Rita  empezaron a corroerla, pues se había percatado de que su esposo ya casi no la tocaba y más de una vez había pillado a Remigio despistado y ausente. Se dijo a sí misma, «¡Esto no puede seguir así!»... Decidió viajar hasta la capital y acudir al obispo para que ponga orden en el pueblo y a su vez a denunciar al párroco, que también había caído en la delirante fascinación de las bailarinas. Ese mismo día reunió a tres señoras más y pidieron audiencia con el señor obispo.  Rita fue acompañada de la buena señora Ana, la esposa del escultor, que ya se había enterado del regalillo que este le dio a la sonriente Claudia, la otra señora fue Rosa, la profesora solterona, que veía con envidia a estas bailarinas y la otra señora fue la suegra de Rita, que tachaba al viejo Pablo de viejo verde. En fin todas ellas iracundas y llenas de aplomo acudieron a la cita que consiguieron días antes con carácter de urgente.

—Sí señor obispo, como usted escucha, nuestros esposos están enloquecidos y como si esto fuera poco, ¡hasta el curita de la parroquia ya sucumbió! ¿A quién nos vamos a quejar?

—¡Ave María Purísima! Si es verdad lo que ustedes me están diciendo, la cuestión es más grave de lo que había pensado —Al mismo tiempo que se persignó con los ojos muy abiertos—. Voy a revisar mi agenda para preparar el viaje.

El obispo que al principio las recibió con cierta indulgencia y hasta insinuó que no fueran tan prejuiciosas, cuando supo que también estaba inmerso el cura de la parroquia, le cambió la expresión, se empezó a preocupar, pidió que conserven la calma, que personalmente hablaría con el cura, pero por el momento lo mejor era apaciguar los ánimos. Intentó disimular, aunque su rostro empezaba a tener un rictus de desasosiego, pues la curia en los últimos tiempos se había visto envuelta en escándalos sexuales y la Iglesia católica perdía cada vez más adeptos. Las señoras salieron algo satisfechas con su venganza, aunque no fue  necesaria la visita a la autoridad eclesiástica ya que se acercaba una fiesta religiosa y el pueblo se volcaría con unción a ella: Semana Santa.

Entre el despertar de pasiones, escenas de celos, intrigas y melodramas, los Prado y demás familias del pueblo iniciaron una romería por las fiestas religiosas y por supuesto se suspendió temporalmente las clases de baile. Por lo que los dirigentes de la compañía habían evaluado que ya era hora de marcharse. Observaron que: «Desde que un grupo de señoras había empezado una campaña de hostilidad contra el cuerpo de baile Las Amazonas, bajaron las inscripciones de alumnos y por ende los ingresos». Se aprovechó  para empacar y trasladarse a otro lugar.

Así terminaron el espejismo y la sensualidad de los bailes y las consecuentes rivalidades entre los habitantes del pueblo de San Antonio de Ibarra. Se rumoraba que Rosaura salió embarazada y que por supuesto, sería del padre Juan, a quien las autoridades eclesiásticas le habrían expulsado. Que ambos habían huido a lejanas tierras, donde nadie los conocía y que habían procreado un niño con rabo de cerdo.  

Luego todo  volvió a la normalidad,  llegó un nuevo párroco, los esposos volvieron a ser los pacíficos padres hogareños y al atardecer cuando el sol se oculta tras el taita Imbabura, solo de vez en cuando se los oía suspirar en las ventanas con los recuerdos de las bellas bailarinas y sus bailes candentes.

Transcurrieron unos meses desde que la vida del pueblo pasó a ser nuevamente la apacible comuna de artesanos corteses y rectos. La casa de los Prado se llenó de alegría con la noticia del embarazo de Rita. El viejo Pablo sacó una botella de su mejor licor para agasajar  la pronta venida del nieto.

 —Brindo por el próximo heredero del arte, estoy seguro de que mi nieto seguirá mis pasos y la tradición no se perderá. ¡Salud!  —dijo feliz y alzando la copa.

 —Yo también lo creo, padre —contestó Remigio abrazando a Rita—. ¡Y será varón!

Al cabo de un tiempo el Viejo Pablo vivió la mayor realización de su vida, sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción y felicidad cuando acompañó a la capital al joven Pablo Remigio Prado, su nieto que recibía una «Condecoración Nacional al Mérito» por sus grandes obras ya expuestas en el extranjero.

jueves, 20 de septiembre de 2018

Ahora que nos conocemos mejor

Armando Janssen


Hay gritos a mí alrededor y sin embargo no logro escucharla, solo quiero que se aparte de mí. Concentrado en ello, tapo mis oídos y balbuceo que se aleje y deje de gritarme. Hoy no logro soportarla, justamente hoy, me echaron del trabajo. Pensé, voy a llegar y estaré un rato solo, tomaré un par de vinos y aguantaré hasta mañana. Mañana será otro día, es en lo único que pensé. Hoy no puedo con todo, tuve suficiente. Pero ella está acá, desafiante, y no para de vociferar. Tengo miedo de reaccionar, me conozco. Le pido que se aleje y sin embargo continúa, no me da tregua. Amago retirarme de la cocina y alejarme de esa escena, pero con cara de trastornada me impide el paso, con un cuchillo en su mano me amenaza logrando varios cortes ligeros en mis brazos y uno profundo en el pecho. La inmaculada camisa blanca que visto se va tiñendo de rojo y atino a golpear su cabeza contra la puerta. El golpe fue tan duro, el ruido tan seco y profundo, que no tengo que acercarme para saber si todavía respira. Escucho el horrendo y vacío gemido del último aire que se le fuga del cuerpo. Nadie me va a creer, maté a mí mujer. Ahí está ella, desparramada con la cabeza partida. Fue en defensa propia, eso nadie lo va a creer. Sólo dirán que si me atacó fue porque me merecía el ataque. Pasó de ser una discusión más, a que ella sea una victima y yo un asesino. Culpable sin vueltas. Juro que no soy violento, solo tuve una reacción innata y carecí de habilidad solo para apartarla de mi cuerpo. Llamo al 911. Me sirvo el ansiado vino y me siento a esperar. Que más da, mi vida terminó en esta cocina.
Despierto bruscamente, estoy empapado. Respiro profundo mirando a mí alrededor. Me levanto agotado. En la cocina constato que todo está normal. Que gran alivio saber que solo fue un sueño, un mal sueño. Hago café, tomo una ducha hasta que noto que sale el agua fría, desisto de ponerme la camisa blanca inmaculada, me visto informalmente, y salgo a caminar sin rumbo fijo. Me siento afligido aún por el sueño. Demasiado real. Este tema de los sueños se me está repitiendo, ando muy estresado, cansado, iré al médico.
Al cabo de un par de horas entro a ese bar, desconociendo el motivo, no soy una persona que entra a bares. Para mí asombro, el ambiente huele a jengibre, es cálido y luminoso, con música de jazz. Me aproximo a la barra y el barman me dice: ¿te sirvo algo?
Aún no sé que quiero   le respondo.
Estamos en un bar y algo debes tomar, me avisas dijo él.
—Mejor busco una mesa  le digo. 
Veo una libre y me siento mirando hacia la puerta de entrada. Observo cada una de las mesas frente a mí. En una, un hombre de aspecto solitario, con ropas desgastadas y cabello desaliñado, seguramente con problemas económicos, lo rodean varias botellas vacías. En otra, tres mujeres rondando los cuarenta años, no paran de hablar tratando de ponerse al día, quizás escapando de sus quehaceres diarios, de los hijos o de sus maridos. Y en la tercera, sentada en un tipo living, está ella, que me mira fijamente, tiene un libro abierto entre sus manos arriba de su falda, continúa mirándome. De pronto cierra el libro, se incorpora, toma su copa, la chaqueta, el portafolio, y sin dejar de mirarme, camina hacia mí, deja la copa sobre mi mesa y se sienta.    
—Hola  —me dice.
¿Nos conocemos? le pregunto.
No me responde, tu indecisión con el barman me llamó la atención. He logrado conocer a las personas a través de los pequeños detalles. Me saca una sonrisa. Me digo que es bonita, unos treinta y siete años, cabello negro con un corte moderno hasta los hombros y con volumen, de estructura afinada, buenas piernas, senos pequeños pero muy bien contorneados, alguna peca en su rostro delicado con escaso maquillaje, dientes grandes perfectos y ropa formal con un toque levemente sensual, seguro es abogada, pienso. Su perfume me embriaga. Nunca la vi.
Soy… intento decirle, y me interrumpe con un no alargado.
Nooo, no me lo digas me diceno quiero saber tu nombre, no quiero llamarte como los demás, ni tampoco te diré el mío. Te pondré un nombre que signifique algo para mí. Tú harás lo mismo conmigo.
Está bien, te llamaré…, vuelve a interrumpirme diciendo: aún no, cuando nos conozcamos mejor. Noto que su copa está casi vacía y le pregunto: ¿qué estás tomando?
Vino, un carmenere la joya que me recomendó el barman, muy bueno.
Desde mi mesa trato de llamar la atención del barman alzando la copa de mi bonita companía y cuando este me ve, le indico con un gesto universal que nos traiga dos.      Gracias le digo a mi desconocida.
¿Y eso por qué?
Por ayudarme a decidir que tomar. ¿Sabías que la cepa carmenere es chilena?
No, ni idea.
Y allí nos quedamos hablando distendidamente un buen rato, cada tanto le hago señas al barman para que llene nuestras copas.
Después de un silencio prolongado pero no incómodo, ella me pregunta: ¿cuál es el secreto de tu vida que no has contado?
Dejo pasar unos cuantos segundos y sin pensarlo mucho por primera vez en mi vida, digo:
Unos cuantos años atrás, mis hijos y yo, vivíamos en una chacra a veinte kilómetros de la ciudad, esperábamos a Francisca, mi pareja, para cenar. Recibo una llamada. Era un hombre de la zona, que nerviosamente trataba de transmitirme la noticia de un terrible accidente automovilístico que había presenciado en la ruta. Volé con mis hijos hasta el lugar, a menos de un kilómetro de nuestra casa. Me acerco directamente a la ambulancia, ya que instintivamente me di cuenta por la escena que ella ya se encontraba dentro y estaban partiendo, atino con decisión a abrir la puerta de atrás cuando uno de los policías trata de impedirlo, decidido logro abrirla y la ambulancia se detiene.
¿Qué le pasó? pregunto.
¿Usted quién es?
¿Qué le pasó? —insistí imperativamente. Soy su pareja, les digo para suavizar la situación y obtener información.
—Señor, ella está muy grave...
Me abstraí de los médicos unos segundos y la llamé, Francisca no me contestó, tampocose  movió, busqué su natural sonrisa y no la encontré, estaba desdibujada con su boca    entubada, pretendo subir a la ambulancia y no me lo permiten, quieren cerrar la puerta y no lo permito.
¿Qué tan grave es?  pregunto yo.
—No creo que llegue al hospital dijo uno, ¿sabe de qué mutualista es socia?
Impasa, ¿la llevan directo?
Uno de los médicos movió la cabeza con un temeroso sí, y ese gesto fue lo único afirmativo que experimento en los siguientes cinco meses de mi vida. Antes de que me  cerraran la puerta, logré rozar con mis dedos una de sus botas, miré mi mano, estaba      sucia con lodo y pasto. Recuerdo esta absurda observación, que alterné con otras escenas de ese entorno: la ambulancia huyendo con su ensordecedora sirena y fatídicas  luces se llevaba la poca vida que le queda a Francisca, mis desolados hijos esperando en la camioneta, la policía y vecinos aglomerados comentando el accidente, el hombre queme había dado la terrible noticia que aguardaba por mí, el coche de Francisca destrozado a unos pocos metros de distancia y el caballo que se le había cruzado en su camino que yacía sin vida. Nunca olvidaré ninguna de estas escenas.
—Terrible, —dice ella. Y, ¿qué pasó después?
Estuvo cinco meses internada y en coma permanente, luchó inconscientemente contra todos los malos pronósticos como una leona, su situación se fue comprometiendo hasta que ese día el médico me llamó de madrugada y me dijo: «llegó el momento». Así que esa mañana de octubre y de común acuerdo, dejaron de suministrarle los medicamentos que la sostenían y falleció unas horas después. Sus hijos, hermanos y resto de la familia no participaron de la decisión. Fue sin duda, el acto más difícil que tuve que hacer y el secreto de mi vida.
¿Porqué no compartiste esa dura decisión con su familia?
Un mes antes, la sacaron del CTI neurológico y la pasaron a intermedios porque ya no había más que hacer, el médico jefe, viendo la cantidad de familiares a su alrededor, se me acercó al día siguiente y de alguna forma me implicó haciéndome su socio al decirme que «haremos todo lo posible, pero si las cosas se complican debemos dejarla ir en paz, esto solo lo resolveremos nosotros dos, hay mucha gente acá…, ¿lo entiendes no?».
Y sí, lo entendí, tenía que ser yo, nunca me lo cuestioné. De entrada yo comprendí su verdadera situación, en los partes diarios entrábamos siempre de tres a cinco personas y salvo yo, los demás se alegraban con medio punto menos de fiebre o algún pequeño detalle que dentro de su grave cuadro nada representaba, al salir contaban una historia mejorada del parte médico. Siempre me sentí solo en ese aspecto.
Lo siento mucho me dice—, cinco meses así deben ser una eternidad.
—No tienes ni idea, cambió mi perspectiva de la vida completamente.
Es momento de otro silencio, me parece increíble que no exista la incomodidad ante tales espacios, generalmente aparecen para indicarnos que estamos ante un desconocido o que no estamos tan a gusto. Ella me hace sentir muy bien. Parece confiable.
Hasta ese momento pienso que le conté algo impresionante, en verdad no la quise impresionar, solo salió naturalmente.
¿Cuál es tu historia? le pregunto.
Mirándome fijamente, con total atención. Y con toda la tranquilidad del mundo me dice: «Nací sin vagina y sin útero, sin embargo no me siento una mujer incompleta».
Sentí que el efecto del alcohol se me iba de golpe, seguido de un fuerte retorcijón en el estómago. Solo atiné a responder: ¿cómo?
Te estoy contando el secreto de mi vida. Jamás pensé que lo iba a contar así. El secreto del que te hablo se llama «Síndrome de Rokitansky» y se calcula que lo tenemos una de cada cinco mil mujeres, aunque muchas lo oculten durante toda la vida. Somos mujeres que nacemos sin cavidad vaginal y sin útero. Es un síndrome «tabú». Pocos médicos saben de qué se trata y como somos mujeres que no podemos procrear y solo podemos tener relaciones sexuales si nos operamos, sentimos vergüenza y nos pasamos la vida escondiendo lo que nos pasa. «Pensar que pasé tantos años en la oscuridad total, llena de vergüenza. Jamás hubiese creído que iba a animarme a contarlo así y a un desconocido. Quizás te lo estoy contando justamente por eso, eres un desconocido».
¿Y porqué dices que ya no te sientes incompleta?
«Las mujeres Rokitansky tenemos la autoestima muy baja porque pasamos la vida creyendo que somos mujeres incompletas. Y eso es porque hay un estereotipo que dice que la mujer vino a este mundo para procrear. Una nenita cumple un año y le regalan el cochecito, el bebote, todo para que juegue a la mamá. Cuando sos una adolescente y te dicen que no vas a poder tener hijos, la sensación es que no servís, que entonces tu vida no va a tener sentido».
A los catorce años, noté que todas mis amigas ya habían tenido la primera menstruación y yo no. Y es acá cuando empecé a cargar con el peso del estereotipo: las otras «se habían hecho señoritas, yo no». Dos años después, y aún en la búsqueda de una explicación, terminé acostada con la panza cubierta de gel, al lado de un ecógrafo. El profesional, sin rodeos, me dijo: «Vos no tenés ovarios». Y es acá donde, otra vez, apareció la carga de las palabras: «no tener huevos», o «no tener ovarios» es, en el habla cotidiana, no ser valiente, ser cobarde, no poder. Recién cuando tenía veinte años y la menstruación seguía sin llegar encontré un médico que conocía del tema. Fue él quien me dijo que tenía Síndrome de Rokitansky, es decir, que no tenía útero ni cavidad vaginal pero sí tenía ovarios funcionales. «Me dijo que no iba a poder llevar un embarazo, aunque si mi vida sexual podría ser normal si pasaba por una cirugía».
¿Y te operaste?
Por miedo al dolor, tardé un año en tomar la decisión de operarme. «Hasta ese entonces yo tenía noviecitos pero nada serio, siempre me condicionaba. Ahora me doy cuenta de que creía que no tenía que avanzar con una relación porque ya sabía que no iba a poder llegar lejos. ¿Qué le iba a decir cuando quisiera tener relaciones? A esa altura ya era un secreto familiar. Una sola amiga lo sabía y mi mamá tenía absolutamente prohibido decirlo». La cirugía, hace dieciséis años, fue sencilla pero tuve un post operatorio muy doloroso. «Te abren un canal vaginal y colocan un tutor, que es una especie de dilatador que hay que llevar puesto durante un año para que el conducto no se cierre. Después recubren el interior con piel de otra parte de tu cuerpo o con una parte de intestino. Hoy ese conducto se hace con piel porcina», explica. Lo que siguió a la cirugía fueron tres meses en cama.
¿Pudiste tener una vida normal después de la operación? Yo no quería parecer obsesivo, sin embargo el tema me tenía muy preocupado.
En el lugar de la pierna de donde extrajeron la piel quedó una cicatriz que generó una nueva espiral de mentiras. «Es cierto que pasé a tener una vagina y pude tener una vida sexual normal», dice, aunque la autoestima ya estaba apoyada sobre baldosas flojas: «Me quedó una cicatriz muy grande en la pierna y estuve dos años sin ir a la playa. Cuando alguien me preguntaba, mentía, decía que me había quemado. Era una mentira tras otra, hasta que me las terminaba creyendo». Después de la operación, el médico me dijo que necesitaba tener relaciones sexuales para darle elasticidad a la nueva cavidad. Gracias a que tengo algún atractivo físico, fui eligiendo algunos hombres que no me complicaran. «El último fue ideal porque me tuvo mucha paciencia, pero yo no estaba enamorada. Logré separarme hace algunos meses y acá estoy».
Yo estaba callado, impactado. Ella se dio cuenta y sin dejar de mirarme, me dice: tranquilo, ahora soy una mujer normal, estrechita como una adolescente y no puedo quedar embarazada, ¿qué más quieres? Reía mágicamente sobre su tragedia. Y yo que creí que la había impactado con mi historia. Reímos juntos, yo falsamente, estaba helado con su relato. Alzo las copas buscando al barman desesperadamente que no me mira.
Ya era medianoche y ella dice:
—Que tarde se hizo, ¿quieres tomar una última copa en mi casa? Vivo a dos calles.
—Vamos —respondo naturalmente.
Salimos del bar y con toda naturalidad, mi bonita desconocida me toma de la mano. Llegamos a su apartamento, el cual es muy acogedor. Sirve dos copas de vino. Me mira fijo como la primera vez, se pone en puntas de pie y me besa cálidamente.
Hacemos el amor como sí nos conociéramos de siempre. Y me dice:         
—Ahora que nos conocemos mejor, ¿cómo te llamas?
—Juan, ¿tú?
—Emma.
La abrazo y nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente, me despierta un fuerte y agradable aroma a café. Busco mis ropas y voy al de encuentro de Emma que prepara el desayuno en salto de cama y pantuflas.
—Buenos días, —me dice—, ¿cómo dormiste?, estampándome un beso en la boca.
—Muy bien, —le respondo—, que desayuno genial.
Nos sentamos y como de costumbre mirándome fijamente, me dice:
—¿En serio no me recuerdas?
—Desde ayer tengo mis dudas y me lo vengo preguntando. ¿Quién eres?

—Nos conocimos hace varios años a través de una página para parejas, chateamos un tiempo en el famoso messenger y un día nos encontramos en el café Burlesque, tengo en mente que fue un encuentro muy agradable, sin embargo fue esa la única vez que nos vimos, seguimos chateando y después te evaporaste. Seguramente no era nuestro momento y hubiéramos peleado mucho en ese tiempo, se nota que somos dos personas de carácter.

—Sí, ahora te recuerdo. Es que yo andaba distraído con todo eso que te conté.
—Ahora lo entiendo.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Murmuraciones


 Bernardo Alonso


«Señor, ten piedad de nosotros», se escuchaba con eco penetrante desde el fondo del salón, junto al féretro, a una monja y su voz lastimosa, ataviada con el hábito negro, el rostro avejentado y en una mano el rosario con la medalla de san Benito; rodeada de novicias iniciaba y dirigía la letanía mientras algunos de los asistentes contestaban a las plegarias en forma repetitiva: «Ruega por nosotros».

¿Y para qué nos convocan a la corte? ¿Para ver a nuestro rey muerto? No tiene vergüenza la gitana esta con recelo pero en voz muy baja se lamentaba el conde del sur ante su esposa que en ropa de luto pero con las mejores perlas del reino miraban desde una de las grandes columnas de aquel recinto iluminado con antorchas a los costados y un gran candelabro en lo alto.

La mantilla oculta su sonrisa. No hay lágrimas en ese rostro y el pañuelo está seco  a modo de cotilleo musitaba una robusta y alta mujer al regresar de dar el pésame a la viuda con un leve pero perceptible gesto de mofa.

Veámoslo por el lado amable, la recaudación se verá atenuada en los siguientes meses  envuelto en una túnica negra desde un oscuro rincón con ademanes de ambición frotándose las manos acotaba el principal agiotista del reino.

Se lo merecía por hacernos la guerra a los pequeños principados vecinos; nos tiene en situación de esclavitud se escuchaba en un pequeño grupo de emisarios extranjeros que se abstraía de la multitud cortesana hablando de temas diplomáticos ignorando los rezos y los dolientes.

«Torre de David, ruega por nosotros, Clavos de Cristo, rueguen por nosotros, Arca de la Alianza, ruega por nosotros…», la voz principal continuaba con la invocación, mientras los más cercanos a la reina contestaban con fervor.

Sin duda el padre, más longevo y con mayor instrucción militar lo opacará en los libros de historia. —Era una sincera preocupación de algún consejero real que compartía con su discípulo.

¡Maldita asesina! Mi tío era generoso y de gran corazón, te maldigo a ti y al inválido que habéis parido susurró al oído de la reina la duquesa del norte con aborrecimiento mientras la reina, llorosa se alejaba y corría a los brazos de su madre ante la amenaza.

Es momento de vender nuestra participación en la compañía de exploración del reino… esto es una clara señal de que tenemos que hacernos de las utilidades ya. El apuro mercantil cundía en la corte ante esta noticia que había sacudido las ventas y el comercio, con mercaderes y especuladores que solo vinieron al velorio real a constatar la muerte del rey y a acordar con otros de su clase.

¿Y tú qué crees que vaya a hacer esta bruja conmigo? Ya no seré de los cercanos ahora, aquel marqués arribista, el del oeste, el amante de esta asesina tendrá ahora el favor real. Tomado de la mano de su esposa con congoja y verdadero aprieto se sentaba el viejo barón del río peinándose las barbas en señal de desconsuelo.

¡Esperad un momento, pido calma, señores! Nuestra reina tiene derecho a defenderse de tales calumnias, no hay indicio alguno de sus infundios, el médico real claramente dictaminó muerte natural a causa de sus afecciones cardiacas. Trataba de calmar el mayordomo real en la antesala del salón entre un grupo de nobles que con furia culpaban a la reina, exigiendo ajusticiarla. Todo ante la mirada lejana de la reina.

Sea como sea, hijo mío aleccionaba un labrador a su vástago mientras detenían sus labores rurales con el apero en su mano y a la vista los carruajes de la nobleza acudiendo a la corte en aquel inalcanzable palacio real seguiremos siendo unos pobres campesinos y tributaremos a quien viva en aquel lugar, llámese como se llame. El joven resignado miraba con curiosidad a los ostentosos cortesanos que acudían al velorio en ropajes de luto.

«Trono de sabiduría, ruega por nosotros, espejo de justicia... ».

Os sugiero, Su Majestad, dar unas palabras de duelo y agradecimiento a su corte frente al cuerpo de su esposo. —El consejero real pedía ingenuamente a la reina.

Mira, hijo, la oscura coloración en los labios de Su Majestad, es un claro caso de envenenamiento de Acónito azul de las montañas nevadas del sur, de la mismísima provincia que la reina. El viejo cortesano que había estado en el velorio del padre del rey se asomaba al ataúd real con su nieto viendo detenidamente el cuerpo y el pálido rostro del muerto, que en un voz baja pero firme indicaba a su joven nieto con un aliento de sabiduría solo la dosis precisa puede matar de un golpe, una cantidad inexacta solo adormece, únicamente los oriundos de esas tierras conocen los secretos de esta semilla.

La pompa fúnebre tiene que recorrer las cercanías del palacio en el mismo carruaje de velación usado en las exequias de su padre, y debe de ir seguido por sus queridas y leales hermanas clarisas en procesión, él era un gran devoto de su orden desde joven, todos los saben. Eran las indicaciones que comentaba el velador real a los más cercanos a la reina, instruyendo el protocolo de la ocasión.

¿Quién iba a pensar que una familia de plebeyos de las montañas hace menos de diez años accedería a nuestra corte? —Rumoreaban las mujeres cortesanas mirando con intriga a la reina desde el fondo de aquel salón adornado con tapetes que mostraban las batallas de la casa del real—. Todo parecía al principio un romance de juventud pero se le trepó como hiedra.

Vaya problema que tiene la prima ahora, mira que tener que regentear el trono; esperemos que nuestro sobrino esté lisiado solo de las piernas y no del cerebro porque esta mujer no aguantará mucho tiempo. —Con urdimbre y mala intención un pariente de la reina que se había ganado el favor real decía al oído a otro a unos pasos de los dolientes.

«Refugio de pecadores, ruega por nosotros, Santa Virgen de las vírgenes, ruega por nosotros…».

Una vez más la alineación de las esferas de la cuarta casa de Aries con intromisión de Júpiter a Capricornio trae al reino días nefastos y de caos. Esperemos que esta conjunción astral no depare peor destino e inunde nuestras campañas militares. —El astrólogo real ataviado de toga oscura con símbolos de nigromancia en dorado adheridos a la tela y un gorro a juego en forma de cono al doble de su cabeza, las manos envueltas en su manto y la barba colgando al vientre en una voz de misterio vaticinaba a los supersticiosos en el centro del salón con el candelabro sobre él.

Vea como hay una debilidad en nuestro enemigo, Señor Ministro; esta es nuestra oportunidad y debemos aprovecharla —Un extranjero en otro dialecto apuraba a su patrón, un embajador del principado vecino que había sido intervenido en la campaña de la primavera anterior por el hoy rey muerto—. el vacío en la cúpula militar está listo para que recuperemos lo que es nuestro y este truhán nos ha arrebatado.

Por fin esta pobre mujer descansará de la bestia de esposo. Al menos usar la mantilla de luto ocultará los moretones y cicatrices. —Un lacayo susurraba a otro en su labor de abrir y cerrar la puerta de la cámara real.

¿Cuándo va a despertar padre? —Ante la mirada de tristeza y desesperación de su madre era retirado del velorio el pequeño príncipe en un lamentable berrido infantil de desesperación.

«Virgen poderosa, ruega por nosotros, Virgen clemente, ruega por nosotros…».

Ahora es el momento señor obispo de pedir la contribución para construir la capilla. Usted solo indague qué virgen o santo venera más la gitana. Qué importa quién sea, es el momento… —Se escuchaba desde un grupo de prelados ataviados con sus altas mitras y ostentosas cruces pectorales de oro macizo que recaían en sus obesos vientres.

Con nadie soy más sincero que contigo mi fiel y leal hermano. Como médico real juro ante esta Biblia que el corazón se le detuvo por la noche a nuestro rey, no hay otra explicación, todo lo demás que oigas aquí son mentiras e intrigas cortesanas —trataba de despejar dudas ante la oleada de reclamos de los cortesanos justificando su labor el facultativo que veía en riesgo su nombramiento.

No solo vienen a calumniar a nuestra señora sino que saquean la comida al hastío y a beber como si fuera una boda. —La leal cocinera siempre había odiado servir a los convidados reales que parecía que cuando de un banquete real se trataba no habían probado bocado en semanas.

El marqués del sur, el conde de la costa y sus secuaces no se contendrán para manipular a esta pobre mujer. Será su títere igual que el pobrecillo del hijo por años y años. —Susurraban algunos cortesanos entre todo el gentío.

«Consuelo de los afligidos, ruega por nosotros, Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros, Reina elevada del cielo, ruega por nosotros…».

Con esta melodía de mi laúd su Majestad le propuso matrimonio en los jardines reales en una verdadera imagen de amor y caballería, con su permiso mi señora esta va por usted y el amor a su marido bella reina y leal esposa —de manera inapropiada para el momento el trovador real intentó tocar su instrumento a la reina mientras los guardias lo retiraban del gran salón.

Recuerda toda esta escena, todo el detalle de los asistentes, cortesanos hipócritas, entrometidos que se agasajan como en festín, los sirvientes, los perros del rey, la reina doliente y en luto, el hijo sin que parezca tullido porque el día de mañana será rey y nuestra pintura adornara los aposentos de las siguientes generaciones de esta casa real —recibía el consejo del pintor real el joven aprendiz que se entusiasmaba por vivir tan importante suceso.

«Reina de la pureza, ruega por nosotros, Reina concebida sin pecado original, ruega por nosotros, Reina de los mártires, ruega por nosotros…».

La letanía y sus ecos callaron cuando desde adentro del féretro que estaba abierto exponiendo al difunto rey se escuchó un golpe seco seguido de otro. El reducido grupo de novicias por puro reflejo se alejaron en parejo un par de pasos mientras algunas se tapaban la boca ante el sobresalto.

El exabrupto del grupo de religiosas alertó a algunos de los presentes en el gran salón alumbrado desde arriba con el fastuoso candelabro y diversas antorchas en las paredes laterales que se intercalaban con los tapetes y pinturas que exponían las diversas leyendas de la familia real, sus batallas, bodas y eventos históricos.  

            Como una oleada lenta el recinto se acallaba provocando las miradas e interrumpiendo el cotilleo a lo largo del lugar percatándose de que algo extraño estaba sucediendo.

            El silencio inundó el espacio mientras todos quedaron a la expectativa cuando un nuevo golpe provino del ataúd seguido del asomo de una mano del cadáver. Los más cercanos pudieron ver en detalle aquel horripilante movimiento de la extremidad aferrándose al borde de la caja en el momento en que la otra mano hacía lo mismo.

Unos comenzaron a huir del lugar cundiendo el pánico entre todos, corrían despavoridos a las dos salidas del salón tropezando unos con otros entre golpes, saltos; les urgía salir de ahí.

La gordura de la duquesa del norte le impedía levantarse del suelo al haber sido tumbada por la turba. Como tortuga boca arriba solo manoteada mientras sus varios collares de perlas y demás joyas se despedazaban ante los pisotones.

Se pensaría que quien guardaría la calma ante el hecho sobrenatural fuera el astrólogo real, sin embargo, gritaba como niño pequeño sin poder mover un solo músculo ante la iluminación del candelabro al centro del salón.

Del grupo de clérigos todos desaparecieron ante el terror excepto el obispo que quedó petrificado con los ojos de asombro y la boca abierta como si fuera a comer uno de sus predilectos manjares.

Aunque fueron breves los instantes, en el patio del palacio cruzaban como gacelas uno de los diplomáticos y dos jóvenes consejeros reales que habían dejado a su paso al resto de los cortesanos.

Si alguien hubiera tenido el tiempo y serenidad habría olido los pantalones defecados del trovador real que soltó su laúd y se tiró al suelo arrinconándose en una esquina a llorar inconsolable

La reina con una tierna sonrisa abrazaba a su pequeño hijo que estaba sentado en una silla con ruedas mientras este pronunciaba la palabra «Padre» en una exclamación amorosa y de sorpresa.

Era una turba de gente en pánico, muchos quedaron en el suelo por el atropello o desmayo, sin embargo, otros quedaron perplejos e inmovilizados atestiguando aquel aterrador evento.

     Al cabo de unos instantes surgió la cabeza del rey con la corona desalineada, un pálido semblante con ojeras oscuras, venas salidas, abriendo los ojos inundados en un rojo sangre contemplando al frente de manera perdida y desorbitados, seguido de un parpadeo para después voltear la mirada a los curiosos, morbosos o inmóviles que quedaron en el lugar. Los ropajes del rey eran los de la más alta gala, bordados en oro, casi nunca antes vistos en la corte.

El pavoroso semblante detuvo el tiempo ante la expectativa de todos cuando abrió la boca para soltar un aliento rasposo seguido de otro cada vez más sonoro hasta dejar salir una risa que desbordaba el gran salón acompañado de ecos para después culminar en una gran carcajada interminable que provenía de lo más recóndito de su alma.

Aquel labrador interrumpió su actividad al escuchar el alboroto y la risotada que aún sigue resonando en esas tierras.