María Elena Delgado Portalanza
—Remigio,
te amo mucho, pero no quiero que interrumpas tus estudios por mi causa.
—No
te preocupes, Rita, ahora lo que más quiero es estar contigo, ¿no ves que ya no
aguanto más vivir lejos de ti? Está decidido, el fin de semana voy a casa de
tus padres para formalizar nuestra relación. —La tomó de la mano y la besó
tiernamente—. ¡Eres mi vida!
Remigio
Prado y Rita Alonzo vivían en San Antonio de Ibarra, un pintoresco pueblo de parajes de ensueño rodeado de grandes montañas
y lagunas que inspiran a estos habitantes a la introspección y a la
creatividad. Se destacan principalmente por ser grandes maestros artesanos,
aquellos que convierten un pedazo de madera en verdaderas obras de arte. Su
tradición de pintores y escultores ha hecho famoso a este hermoso lugar que
queda a las faldas del volcán Imbabura.
El joven Remigio de dieciocho años, el segundo
de cuatro hermanos, era más bien delgado, algo introvertido, soñador y
taciturno. Su padre, Pablo Prado, respetado artesano, se sentía orgulloso de
trabajar de asistente de taller del reconocido escultor Arturo Reyes, cuya fama
ya traspasaba los linderos patrios.
Las obras de Reyes eran básicamente sobre temas religiosos. Entrar a la sala de exhibiciones, era observar un salón sobrio, silencioso de piso y techo de madera oscura, donde predominaba el color marrón-rojizo, envolverse en un intenso y agradable olor a cedro, sobrecogerse en la contemplación de las diferentes esculturas: rostros de muchos ángeles, santos, vírgenes y al mismo Cristo crucificado con su expresión de dolor, con sus músculos tensados, con sus venas brotadas tallados en madera a la perfección, ello llevaba a las lágrimas a devotos y no devotos. Esta experiencia mística era narrada por propios y extraños. Cuando entrevistaban a este famoso escultor solía responder que la belleza de sus creaciones, se debía no solo a la técnica heredada de la escuela quiteña, sino que, mientras tallaba, lo iluminaba el Espíritu Santo.
El
pueblo era muy religioso y conservador, y con orgullo lo reflejaba en su arte y
costumbres. Pablo Prado, al que le decían con cariño Viejo Pablo había deseado,
sin mucho éxito, que su primogénito, siga sus pasos y continúe con la tradición
artesanal de sus antepasados, pues tuvo solo mujeres, siendo Remigio el único
varón, sin embargo, a este no le interesaba. Su madre, mujer callada y sensible
intuía que a su hijo le fascinaba la lectura, había heredado de ella el gusto
por los libros. Mas su padre solía decir: «Con las letras, no se come». El
hecho de que Remigio no siga sus pasos, era una de las grandes frustraciones
del viejo Pablo.
Remigio
se casó muy joven con Rita, una muchacha delgada y de belleza serena con
dieciséis años, que vivía en su vecindad.
Por lo que tuvo que interrumpir
sus estudios y buscar un empleo. Ni Rita, ni él, salían nunca de su pequeño
pueblo donde crecieron y se conocían todos. Sus familias eran de clase humilde
y trabajadora, pero donde la dignidad y la palabra son más valiosas que
cualquier cosa. El padre de Rita trabajaba como chofer de un tranvía y su madre
una campesina de buenas costumbres. Los Alonzo también habían criado a sus hijos con rigor y austeridad.
Remigio, se había resignado a dejar sus plácidas tardes de lectura por su nuevo empleo, pues las obligaciones de
casado se lo exigían.
Los
paseos domingueros del pueblo, después de la misa consistían en recorrer en
bote la bella laguna de San Pablo, o de Yahuarcocha
o muchas veces, caminar por los senderos de arbustos de guayabilla.
Todo
transcurría sin mayores sobresaltos en el pacífico pueblo de San Antonio,
cobijado bajo las leyendas del «taita Imbabura» donde los pajonales bailaban
cual olas mecidos por el viento frío de las montañas y el sol reluciente bañaba
las grandes extensiones agrícolas que
reverdecían los prados y alimentaban a sus habitantes.
Hasta
que un buen día de verano cuando los arbustos de guayabillas están en su
esplendor, la vida de este recinto tranquilo se vio conmocionada por un acontecimiento
muy peculiar. Llegó al pueblo, para
dictar clases de danza (tango, flamenco y otros géneros de moda), una compañía
extranjera de baile: Las Amazonas.
Al principio todo fue jolgorio y alegría. Las
señoras se entusiasmaron por aprender los sensuales pasos de tango y los
frenéticos bailes de moda. Empezaron a desfilar con sus coloridas polleras y
zapatos de tacones a las clases de baile, las más jóvenes imitaban la
desenvoltura de los danzantes. Los hombres también se sintieron atraídos por
las hermosas bailarinas. Sus mujeres eran muy recatadas, pero las extranjeras,
llevaban música y sensualidad en su caminar, motivo por el cual los tenían turulatos.
Remigio
se sintió fuertemente atraído por Odette, una hermosa pelirroja de cintura
cimbreante que era parte de las recién llegadas. No entendía bien lo que le
estaba pasando, ya que él amaba a su mujer, pero su corazón palpitaba y
sentíase muy turbado cuando veía pasar cada tarde cerca de su oficina a la pelirroja;
esta se daba cuenta de lo que sentía Remigio por ella y le complacía pasar
contoneándose cerca de su oficina. Al mismo tiempo Marco y Juan, sus compañeros
de trabajo observan con lasciva y
deleite a la muchacha, no sin antes montarle bromas a Remigio, que se encontraba
ensimismado contemplándola. Desde entonces Remigio se tornó inquieto, algo
nervioso y distraído. Empezó a sentir una pasión devastadora, tenía
sentimientos de culpa frente a su esposa, no quería fallarle, habían sido
novios casi desde niños. Pero él, no era el único que se encontraba envuelto en
ese maremoto de pasiones. El Viejo Pablo Prado, artesano de seriedad rigurosa,
también cayó rendido a los pies de Claudia, otra exuberante bailarina con
acento portugués y con la sonrisa a flor de piel. El escultor Arturo Reyes,
jefe de Pablo ya le había obsequiado una de sus recientes figuritas que talló
en honor a ella. Esta les coqueteaba abiertamente a los dos. Por tal motivo,
después que siempre se habían llevado bien, ahora se veían como rivales. Hubo una
tarde en que Arturo aprovechó su posición de jefe y envió a casa a Pablo para
quedarse a solas con Claudia. Ese tipo de cosas empezaban a verse con
frecuencia entre los hombres del pueblo. Anteriormente todo era armonía y
primaba la cordura, ahora en el ambiente se podía olfatear un estado de perenne
competencia y ebullición sexual.
El cuerpo de baile realizaba una función
gratuita en los barrios cada vez que se iniciaba un taller, para tener mayor
cantidad de estudiantes inscritos. Los señores no se perdían el espectáculo.
Las señoras ya empezaban a incomodarse y acordaron reunirse para llegar a una solución
sobre esta molesta realidad, algunas propusieron ya no asistir a las clases de
baile, otras que no, ya que estaban a gusto con las clases, pero coincidieron en ir a donde el párroco
para quejarse de esta situación. Miraban con recelo y fastidio a estas mujeres
que enloquecían a sus hombres. Como respuesta a lo solicitado el padre Juan el día
domingo les dedicó un sermón referente a la virtud de ser buenos y fieles esposos.
Además les recordó sobre la amenaza del fuego del infierno a los traidores que
se dejan llevar «por los deseos de la carne».
Para colmo de los males y para sorpresa de
todos, semanas más tarde se corrió el rumor de que el padre Juan también estaba
ensimismado por Rosaura, la artista que dirigía los bailes de tango, que con el
pretexto de apoyar a los desposeídos acudía muy seguido a la iglesia con sus
dádivas y oraciones.
Los
celos de Rita empezaron a corroerla,
pues se había percatado de que su esposo ya casi no la tocaba y más de una vez
había pillado a Remigio despistado y ausente. Se dijo a sí misma, «¡Esto no
puede seguir así!»... Decidió viajar hasta la capital y acudir al obispo para que
ponga orden en el pueblo y a su vez a denunciar al párroco, que también había
caído en la delirante fascinación de las bailarinas. Ese mismo día reunió a
tres señoras más y pidieron audiencia con el señor obispo. Rita fue acompañada de la buena señora Ana,
la esposa del escultor, que ya se había enterado del regalillo que este le dio
a la sonriente Claudia, la otra señora fue Rosa, la profesora solterona, que
veía con envidia a estas bailarinas y la otra señora fue la suegra de Rita, que
tachaba al viejo Pablo de viejo verde. En fin todas ellas iracundas y llenas de
aplomo acudieron a la cita que consiguieron días antes con carácter de urgente.
—Sí
señor obispo, como usted escucha, nuestros esposos están enloquecidos y como si
esto fuera poco, ¡hasta el curita de la parroquia ya sucumbió! ¿A quién nos
vamos a quejar?
—¡Ave
María Purísima! Si es verdad lo que ustedes me están diciendo, la cuestión es
más grave de lo que había pensado —Al mismo tiempo que se persignó con los
ojos muy abiertos—. Voy a revisar mi agenda para preparar el viaje.
El obispo que al principio las recibió con
cierta indulgencia y hasta insinuó que no fueran tan prejuiciosas, cuando supo
que también estaba inmerso el cura de la parroquia, le cambió la expresión, se
empezó a preocupar, pidió que conserven la calma, que personalmente hablaría con
el cura, pero por el momento lo mejor era apaciguar los ánimos. Intentó disimular,
aunque su rostro empezaba a tener un rictus de desasosiego, pues la curia en
los últimos tiempos se había visto envuelta en escándalos sexuales y la Iglesia
católica perdía cada vez más adeptos. Las señoras salieron algo satisfechas con
su venganza, aunque no fue necesaria la
visita a la autoridad eclesiástica ya que se acercaba una fiesta religiosa y el
pueblo se volcaría con unción a ella: Semana Santa.
Entre
el despertar de pasiones, escenas de celos, intrigas y melodramas, los Prado y
demás familias del pueblo iniciaron una romería por las fiestas religiosas y
por supuesto se suspendió temporalmente las clases de baile. Por lo que los
dirigentes de la compañía habían evaluado que ya era hora de marcharse. Observaron
que: «Desde que un grupo de señoras había empezado una campaña de hostilidad
contra el cuerpo de baile Las Amazonas, bajaron las inscripciones de alumnos y por
ende los ingresos». Se aprovechó para
empacar y trasladarse a otro lugar.
Así
terminaron el espejismo y la sensualidad de los bailes y las consecuentes
rivalidades entre los habitantes del pueblo de San Antonio de Ibarra. Se
rumoraba que Rosaura salió embarazada y que por supuesto, sería del padre Juan,
a quien las autoridades eclesiásticas le habrían expulsado. Que ambos habían
huido a lejanas tierras, donde nadie los conocía y que habían procreado un niño
con rabo de cerdo.
Luego todo
volvió a la normalidad, llegó un
nuevo párroco, los esposos volvieron a ser los pacíficos padres hogareños y al
atardecer cuando el sol se oculta tras el taita Imbabura, solo de vez en cuando
se los oía suspirar en las ventanas con los recuerdos de las bellas bailarinas
y sus bailes candentes.
Transcurrieron
unos meses desde que la vida del pueblo pasó a ser nuevamente la apacible
comuna de artesanos corteses y rectos. La casa de los Prado se llenó de alegría
con la noticia del embarazo de Rita. El viejo Pablo sacó una botella de su
mejor licor para agasajar la pronta
venida del nieto.
—Brindo por el próximo heredero del arte,
estoy seguro de que mi nieto seguirá mis pasos y la tradición no se perderá.
¡Salud! —dijo feliz y alzando la copa.
—Yo también lo creo, padre —contestó Remigio
abrazando a Rita—. ¡Y será varón!
Al
cabo de un tiempo el Viejo Pablo vivió la mayor realización de su vida, sus
ojos se llenaron de lágrimas de emoción y felicidad cuando acompañó a la
capital al joven Pablo Remigio Prado, su nieto que recibía una «Condecoración Nacional
al Mérito» por sus grandes obras ya expuestas en el extranjero.