Armando Janssen
Hay gritos a mí
alrededor y sin embargo no logro escucharla, solo quiero que se aparte de mí. Concentrado
en ello, tapo mis oídos y balbuceo que se aleje y deje de gritarme. Hoy no
logro soportarla, justamente hoy, me echaron del trabajo. Pensé, voy a llegar y
estaré un rato solo, tomaré un par de vinos y aguantaré hasta mañana. Mañana
será otro día, es en lo único que pensé. Hoy no puedo con todo, tuve
suficiente. Pero ella está acá, desafiante, y no para de vociferar. Tengo miedo
de reaccionar, me conozco. Le pido que se aleje y sin embargo continúa, no me
da tregua. Amago retirarme de la cocina y alejarme de esa escena, pero con cara
de trastornada me impide el paso, con un cuchillo en su mano me amenaza logrando
varios cortes ligeros en mis brazos y uno profundo en el pecho. La inmaculada
camisa blanca que visto se va tiñendo de rojo y atino a golpear su cabeza
contra la puerta. El golpe fue tan duro, el ruido tan seco y profundo, que no tengo
que acercarme para saber si todavía respira. Escucho el horrendo y vacío gemido del último aire que
se le fuga del cuerpo. Nadie me va a creer, maté
a mí mujer. Ahí está ella, desparramada con la cabeza partida. Fue en defensa
propia, eso nadie lo va a creer. Sólo dirán que si me atacó fue porque me
merecía el ataque. Pasó de ser una discusión más, a que ella sea una victima y
yo un asesino. Culpable sin vueltas. Juro que no soy violento, solo tuve una
reacción innata y carecí de habilidad solo para apartarla de mi cuerpo. Llamo
al 911. Me sirvo el ansiado vino y me siento a esperar. Que más da, mi vida
terminó en esta cocina.
Despierto bruscamente, estoy empapado. Respiro
profundo mirando a mí alrededor. Me levanto agotado. En la cocina constato que
todo está normal. Que gran alivio saber que solo fue un sueño, un mal sueño. Hago
café, tomo una ducha hasta que noto que sale el agua fría, desisto de ponerme
la camisa blanca inmaculada, me visto informalmente, y salgo a caminar sin
rumbo fijo. Me siento afligido aún por el sueño. Demasiado real. Este tema de
los sueños se me está repitiendo, ando muy estresado, cansado, iré al médico.
Al cabo de un par de horas entro a ese bar,
desconociendo el motivo, no soy una persona que entra a bares. Para mí asombro,
el ambiente huele a jengibre, es cálido y luminoso, con música de jazz. Me aproximo
a la barra y el barman me dice: ¿te sirvo algo?
—Aún no sé que quiero —le respondo.
—Estamos en un bar y algo
debes tomar, me avisas —dijo él.
—Mejor busco una
mesa —le digo.
Veo una libre y me siento
mirando hacia la puerta de entrada. Observo cada una de las mesas frente a mí.
En una, un hombre de aspecto solitario, con ropas desgastadas y cabello
desaliñado, seguramente con problemas económicos, lo rodean varias botellas
vacías. En otra, tres mujeres rondando los cuarenta años, no paran de hablar
tratando de ponerse al día, quizás escapando de sus quehaceres diarios, de los
hijos o de sus maridos. Y en la tercera, sentada en un tipo living,
está ella, que me mira fijamente, tiene un libro abierto entre sus manos arriba
de su falda, continúa mirándome. De pronto cierra el libro, se incorpora, toma
su copa, la chaqueta, el portafolio, y sin dejar de mirarme, camina hacia mí, deja
la copa sobre mi mesa y se sienta.
—Hola —me dice.
—¿Nos conocemos? —le pregunto.
—No —me responde—,
tu indecisión con el barman me llamó la atención. He logrado conocer a las
personas a través de los pequeños detalles. Me saca una sonrisa. Me digo que es
bonita, unos treinta y siete años, cabello negro con un corte moderno hasta los
hombros y con volumen, de estructura afinada, buenas piernas, senos pequeños pero
muy bien contorneados, alguna peca en su rostro delicado con escaso maquillaje,
dientes grandes perfectos y ropa formal con un toque levemente sensual, seguro
es abogada, pienso. Su perfume me embriaga. Nunca la vi.
—Soy… —intento decirle, y me interrumpe con un no alargado.
—Nooo, no me lo digas —me
dice—
no quiero saber tu nombre, no quiero llamarte
como los demás, ni tampoco te diré el mío. Te pondré un nombre que signifique
algo para mí. Tú harás lo mismo conmigo.
—Está bien, te llamaré…, vuelve a
interrumpirme diciendo: aún no, cuando nos conozcamos mejor. Noto que su copa
está casi vacía y le pregunto: ¿qué estás tomando?
—Vino, un carmenere la joya que me
recomendó el barman, muy bueno.
Desde mi mesa trato de llamar la atención
del barman alzando la copa de mi bonita companía y cuando este me ve, le indico
con un gesto universal que nos traiga dos. Gracias le digo a mi desconocida.
—¿Y eso por qué?
—Por ayudarme a
decidir que tomar. ¿Sabías que la cepa carmenere es chilena?
—No, ni idea.
Y allí nos quedamos hablando
distendidamente un buen rato, cada tanto le hago señas al barman para que llene
nuestras copas.
Después de un silencio prolongado
pero no incómodo, ella me pregunta: ¿cuál es el secreto de tu vida que no has
contado?
Dejo
pasar unos cuantos segundos y sin pensarlo mucho por primera vez en mi vida, digo:
—Unos cuantos años atrás, mis hijos y yo,
vivíamos en una chacra a veinte kilómetros de la ciudad, esperábamos a
Francisca, mi pareja, para cenar. Recibo una llamada. Era un hombre de la zona,
que nerviosamente trataba de transmitirme la noticia de un terrible accidente
automovilístico que había presenciado en la ruta. Volé con mis hijos hasta el
lugar, a menos de un kilómetro de nuestra casa. Me acerco directamente a la ambulancia, ya que instintivamente
me di cuenta por la escena que ella ya se encontraba dentro y estaban partiendo,
atino con decisión a abrir la puerta de atrás cuando uno de los policías trata
de impedirlo, decidido logro abrirla y la ambulancia se detiene.
—¿Qué le pasó? —pregunto.
—¿Usted quién es?
—¿Qué le pasó? —insistí
imperativamente. Soy su pareja, les digo para suavizar la situación y obtener información.
—Señor, ella
está muy grave...
Me
abstraí de los médicos unos segundos y la llamé, Francisca no me contestó,
tampocose movió, busqué su natural sonrisa
y no la encontré, estaba desdibujada con su boca entubada, pretendo subir a la ambulancia y
no me lo permiten, quieren cerrar la puerta y no lo permito.
—¿Qué tan grave es? —pregunto
yo.
—No creo que llegue al hospital dijo uno, ¿sabe
de qué mutualista es socia?
—Impasa, ¿la
llevan directo?
Uno de
los médicos movió la cabeza con un temeroso sí, y ese gesto fue lo único afirmativo que experimento en los
siguientes cinco meses de mi vida. Antes de que me cerraran la puerta, logré rozar con mis dedos una
de sus botas, miré mi mano, estaba sucia con lodo y pasto. Recuerdo esta absurda observación, que alterné
con otras escenas de ese
entorno: la ambulancia huyendo con su ensordecedora sirena y fatídicas luces se llevaba la poca vida que le queda a
Francisca, mis desolados hijos esperando en la camioneta, la policía y vecinos
aglomerados comentando el accidente, el hombre queme había dado la terrible
noticia que aguardaba por mí, el coche de Francisca destrozado a unos pocos
metros de distancia y el caballo que se le había cruzado en su camino que yacía
sin vida. Nunca olvidaré ninguna de estas escenas.
—Terrible, —dice ella. Y, ¿qué pasó después?
—Estuvo cinco meses internada y en coma
permanente, luchó inconscientemente contra todos los malos pronósticos como una
leona, su situación se fue comprometiendo hasta que ese día el médico me llamó de
madrugada y me dijo: «llegó el momento».
Así que esa mañana de octubre y de común acuerdo, dejaron de suministrarle los
medicamentos que la sostenían y falleció unas horas después. Sus hijos,
hermanos y resto de la familia no participaron de la decisión. Fue sin duda, el
acto más difícil que tuve que hacer y el secreto de mi vida.
—¿Porqué no compartiste esa dura decisión
con su familia?
—Un
mes antes, la sacaron del CTI neurológico y la pasaron a intermedios porque ya
no había más que hacer, el médico jefe, viendo la cantidad de familiares a su
alrededor, se me acercó al día siguiente y de alguna forma me implicó haciéndome
su socio al decirme que «haremos
todo lo posible, pero si las cosas se complican debemos dejarla ir en paz, esto
solo lo resolveremos nosotros dos, hay mucha gente acá…, ¿lo entiendes no?».
Y sí, lo entendí, tenía que ser yo, nunca
me lo cuestioné. De entrada yo comprendí su verdadera situación, en los partes
diarios entrábamos siempre de tres a cinco personas y salvo yo, los demás se
alegraban con medio punto menos de fiebre o algún pequeño detalle que dentro de
su grave cuadro nada representaba, al salir contaban una historia mejorada del
parte médico. Siempre me sentí solo en ese aspecto.
—Lo
siento mucho —me dice—, cinco meses así deben ser una eternidad.
—No tienes ni idea, cambió mi perspectiva de la vida
completamente.
Es momento de otro silencio, me parece
increíble que no exista la incomodidad ante tales espacios, generalmente
aparecen para indicarnos que estamos ante un desconocido o que no estamos tan a
gusto. Ella me hace sentir muy bien. Parece confiable.
Hasta ese momento pienso que le conté algo
impresionante, en verdad no la quise impresionar, solo salió naturalmente.
—¿Cuál es tu historia? —le
pregunto.
—Mirándome fijamente,
con total atención. Y con toda la tranquilidad del mundo me dice: «Nací sin vagina y sin útero, sin embargo no me siento
una mujer incompleta».
Sentí que el efecto del alcohol se me iba
de golpe, seguido de un fuerte retorcijón en el estómago. Solo atiné a responder:
¿cómo?
—Te estoy contando el
secreto de mi vida. Jamás pensé que lo iba a contar así. El secreto del que te hablo se llama «Síndrome de Rokitansky» y se calcula que lo tenemos una de cada
cinco mil mujeres, aunque muchas lo oculten durante toda la vida. Somos mujeres que nacemos sin cavidad vaginal y sin
útero. Es un síndrome «tabú». Pocos médicos saben de qué
se trata y como somos mujeres que no podemos procrear y solo podemos tener
relaciones sexuales si nos operamos, sentimos vergüenza y nos pasamos la vida
escondiendo lo que nos pasa. «Pensar que pasé tantos años
en la oscuridad total, llena de vergüenza. Jamás hubiese creído que iba a
animarme a contarlo así y a un desconocido. Quizás te lo estoy contando
justamente por eso, eres un desconocido».
—¿Y porqué dices que ya no te
sientes incompleta?
—«Las
mujeres Rokitansky tenemos la autoestima muy baja porque pasamos la vida creyendo
que somos mujeres incompletas. Y eso es porque hay un estereotipo que dice que
la mujer vino a este mundo para procrear. Una nenita cumple un año y le regalan
el cochecito, el bebote, todo para que juegue a la mamá. Cuando sos una
adolescente y te dicen que no vas a poder tener hijos, la sensación es que no
servís, que entonces tu vida no va a tener sentido».
A los catorce años, noté que todas mis amigas ya habían tenido la
primera menstruación y yo no. Y es acá cuando empecé a
cargar con el peso del estereotipo: las otras «se habían hecho señoritas, yo no». Dos años después, y aún en la
búsqueda de una explicación, terminé acostada con la panza cubierta de gel, al
lado de un ecógrafo. El profesional, sin
rodeos, me dijo: «Vos no tenés ovarios». Y es acá donde, otra vez, apareció la carga de las palabras: «no tener huevos», o «no tener ovarios» es, en el habla cotidiana,
no ser valiente, ser cobarde, no poder. Recién cuando tenía veinte años y la
menstruación seguía sin llegar encontré un médico que conocía del tema. Fue él
quien me dijo que tenía Síndrome de Rokitansky, es decir, que no tenía útero ni cavidad vaginal pero
sí tenía ovarios funcionales. «Me dijo que no iba a poder llevar un embarazo, aunque si mi vida sexual
podría ser normal si pasaba por una cirugía».
—¿Y te
operaste?
Por miedo al dolor, tardé un año en tomar la decisión de operarme. «Hasta ese entonces yo tenía noviecitos
pero nada serio, siempre me condicionaba. Ahora me doy cuenta de que
creía que no tenía que avanzar con una relación porque ya sabía que no iba a
poder llegar lejos. ¿Qué le iba a decir cuando quisiera tener relaciones? A esa
altura ya era un secreto familiar. Una sola amiga lo sabía y mi
mamá tenía absolutamente prohibido decirlo». La cirugía, hace dieciséis años, fue
sencilla pero tuve un post operatorio muy doloroso. «Te abren un
canal vaginal y colocan un tutor, que es una especie de dilatador que hay que
llevar puesto durante un año para que el conducto no se cierre. Después
recubren el interior con piel de otra parte de tu cuerpo o con una parte de
intestino.
Hoy ese conducto se hace con piel porcina», explica. Lo que siguió a la cirugía fueron tres meses
en cama.
—¿Pudiste tener una vida normal después de la operación? Yo
no quería parecer obsesivo, sin embargo el tema me tenía muy preocupado.
—En el lugar de la pierna de donde extrajeron la piel
quedó una cicatriz que generó una nueva espiral de mentiras. «Es cierto que pasé a tener una vagina
y pude tener una vida sexual normal»,
dice, aunque la autoestima ya estaba
apoyada sobre baldosas flojas: «Me quedó una cicatriz muy grande en la pierna y estuve dos años sin ir a
la playa. Cuando alguien me preguntaba, mentía, decía que me había quemado. Era
una mentira tras otra, hasta que me las terminaba creyendo». Después
de la operación, el médico me dijo que necesitaba tener relaciones sexuales
para darle elasticidad a la nueva cavidad. Gracias a que tengo algún atractivo
físico, fui eligiendo algunos hombres que no me complicaran. «El último fue ideal porque me tuvo
mucha paciencia, pero yo no estaba enamorada. Logré separarme hace algunos meses
y acá estoy».
Yo estaba callado, impactado. Ella se dio cuenta y sin dejar de mirarme,
me dice: tranquilo, ahora soy una mujer normal, estrechita como una adolescente
y no puedo quedar embarazada, ¿qué más quieres? Reía mágicamente sobre su
tragedia. Y yo que creí que la había impactado con mi historia. Reímos juntos,
yo falsamente, estaba helado con su relato. Alzo las copas buscando al barman
desesperadamente que no me mira.
Ya era medianoche y ella dice:
—Que tarde se hizo, ¿quieres tomar una última
copa en mi casa? Vivo a dos calles.
—Vamos —respondo naturalmente.
Salimos del bar y con toda naturalidad, mi
bonita desconocida me toma de la mano. Llegamos a su apartamento, el cual es muy
acogedor. Sirve dos copas de vino. Me mira fijo como la primera vez, se pone en
puntas de pie y me besa cálidamente.
Hacemos el amor como sí nos conociéramos de siempre. Y me dice:
—Ahora que nos conocemos mejor, ¿cómo te llamas?
—Juan, ¿tú?
—Emma.
La abrazo y nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente, me despierta un fuerte y agradable aroma a café.
Busco mis ropas y voy al de encuentro de Emma que prepara el desayuno en salto
de cama y pantuflas.
—Buenos días, —me dice—, ¿cómo dormiste?, estampándome un beso en
la boca.
—Muy bien, —le respondo—, que desayuno genial.
Nos sentamos y como de costumbre mirándome fijamente, me dice:
—¿En serio no me recuerdas?
—Desde ayer tengo mis dudas y me lo vengo preguntando. ¿Quién
eres?
—Nos conocimos
hace varios años a través de una página para parejas, chateamos un tiempo en el
famoso messenger y un día nos encontramos
en el café Burlesque, tengo en mente
que fue un encuentro muy agradable, sin embargo fue esa la única vez que nos
vimos, seguimos chateando y después te evaporaste. Seguramente no era nuestro
momento y hubiéramos peleado mucho en ese tiempo, se nota que somos dos
personas de carácter.
—Sí, ahora te recuerdo.
Es que yo andaba distraído con todo eso que te conté.
—Ahora lo entiendo.
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