jueves, 25 de abril de 2019

Sincretismo religioso


Yadira Sandoval Rodríguez

El amor los unió en la edad adulta; ella, madre de dos hijos varones, secretaria de un bufete de abogados, edad treinta y siete, él soltero de la misma edad comprometido con su trabajo. Los dos se conocieron en una exposición de cine de culto. Sus miradas se encontraron mientras miraban la cartelera; él inmediatamente miró su mano izquierda, cerciorándose de si encontraba algún anillo de casada o de compromiso, al no ver nada le coqueteó esperando ser correspondido. Ella, segura de haberle gustado, aprovechó para preguntarle la hora y hacerle plática.
—¿Qué hora tienes? —dice ella.
—Las ocho —responde él.
—Gracias. Mucho gusto, mi nombre es Sofía.
—Es un placer, el mío es Gonzalo.
—¿Te agrada el cine de culto? 
—Sí, en especial la película, El ladrón de bicicletas.
—Coincido contigo, también entraré a ver esa.  
—Perfecto, nos haremos compañía.  
Sofía, entre emocionada y desconfiada por no conocer a Gonzalo, intenta disimular sus nervios, ya que el hombre le había gustado mucho. Por el otro lado, él no intentó despistar su emoción, le resultó tan atractiva que hizo lo posible por conocerla. Tuvieron treinta minutos para platicar antes de que empezara la función, los cuales los aprovecharon. A Sofía le dio confianza escucharlo hablar, la apantalló el conocimiento que tenía del cine italiano. Gonzalo habló del director Vottorio de Sica, al igual de Federico Fellini en especial de la película la Strada, los dos coincidieron en Cinema Paradiso y La vida es bella. Gonzalo no podía creer que sus gustos concordaran con otra persona, ya que en donde viven son pocos quienes se inclinan por amenidades culturales, debido a que la cultura ganadera predomina sobre las humanidades en el Estado de Sonora, algo muy criticado por él. Los dos viven en el norte de México, en la ciudad de Hermosillo, Sonora, unas de las regiones más calurosas del país, con temperaturas en verano que han llegado a los 49.5 grados centígrados. Al momento de entrar a unas de las salas de la Casa de la Cultura de la ciudad, el celular de Sofía suena, era su madre preguntándole si iba a llegar tarde, ya que Daniel su hijo menor deseaba quedarse a dormir con ella. Gonzalo escuchó que hablaban de un niño, en eso pensó: «Ha de ser divorciada». Sofía le contesta a su madre que podían quedarse a dormir con ella. Después de colgar le muestra una foto a Gonzalo de sus dos hijos: «Ellos son mis amores, Felipe y Daniel». Gonzalo sonríe y dice: «Igualitos a la mamá». Ella le da las gracias. Estando adentro de la sala buscan dos asientos, él opta por la parte de arriba, ella dice que sí. Al terminar la función, Gonzalo invitó a cenar a Sofía, cada quien llevaba su propio carro y quedaron de verse en el restaurante Está Cabral, situado en el centro histórico de la ciudad. Ella dijo: «Es un excelente lugar, me gusta el ambiente bohémico y la música de trova que siempre tienen». Llegaron al restaurante, estacionaron los carros, a lo lejos se escucha la canción Mujeres de Silvio Rodríguez mientras caminaban un tramo por un callejón que los dirigía al lugar; a Gonzalo le fascina la arquitectura colonial, era una casa de unos cien años de antigüedad y la adaptaron tipo cenaduría, no tiene techo, solo la cocina y la barra, la estructura da una impresión como si estuviera derribándose; la luz de las velas sobre botellas de vinos sostenidos en ladrillos de adobe incrustados en las paredes, dan el ambiente bohémico que le gusta a Sofía. Gonzalo empezó a platicarle de su vida, es ingeniero en electrónica, pero su madre desde niño le inculcó la parte artística; siempre estuvo en talleres de arte: pintura, música, literatura y teatro. Esto último le fascinó a Sofía. Ella aceptaba que le daba pavor hablar en público cosa que no comprendía, ya que su madre era buenísima para relacionarse con las personas. Sofía le dice: «No heredé eso de mi madre» y se ríen los dos. Terminan de cenar, Gonzalo le comenta que desea seguirla viendo, que le encantó su compañía, ella acepta.
Los meses pasaron entre salidas al cine, a cenar, conocer familiares y amigos, hasta que Gonzalo le pide matrimonio.
Felipe y Daniel estaban encantados con la noticia de que su mamá se iba a casar, ellos querían mucho a Gonzalo. Eso la hacía sentir segura a Sofía, sus hijos son lo más valioso, y Gonzalo lo sabe. A él le fascina la relación que tienen ellos tres, por lo tanto, se esmeraba por hacerlos sentir bien. A donde salían, todos los reconocían como familia, se veían tan felices. Hasta que un día, Gonzalo no pudo tolerar las prácticas del chamanismo que ejercía la mamá de Sofía. Era algo que empezaba a incomodarle, aunque tenía nociones teóricas de brujería porque reconocía que su sociedad empleaba mucho esas prácticas, razón por la cual leyó el libro Las Enseñanzas de Don Juan, un antropólogo que desea conocer en que consiste el chamanismo a través de un indígena Yaqui. Esas historias las veía muy lejanas, su formación no le permitía creer en esas cosas, pero las respetaba sabiendo que eran parte de la cultura indígena, el pensamiento crítico para él era de suma importancia para enfrentar una sociedad con altísimo rezago educativo. Un día Gonzalo pasaba a casa de Sofía para invitarlos a comer en eso encontró a su suegra con unas velas en el piso rodeando un pentáculo, con el objetivo de poner al niño más pequeño en el centro para protegerlo de las entidades maléficas. Gonzalo sintiéndose responsable de ese niño reaccionó al impulso de la sobreprotección, en tanto la mamá de Sofía de forma impulsiva empezó a gritar:
—¡Tú no eres el papá de estos niños, y nunca lo serás! ¡Yo los he educado, así que son mis hijos!
—No son sus hijos, son de Sofía, y ahora, yo soy su padre para protegerlos.  
Esa repuesta enfureció a la señora, y no pudiendo controlar la ira se abalanzó contra él a golpes. Gonzalo no quería tocarla y aceptó los rasguños, el niño menor empieza a llorar al igual su hermano mayor, Sofía iba llegando de la tienda, escuchó los gritos, vio la situación en la que estaban los dos, marcó a la policía porque sus palabras no eran escuchadas por su madre. La policía llega, los niños empiezan a llorar más fuerte, Sofía trata de tranquilizarlos, los gritos de su madre están fuera de control, Gonzalo se queda quieto al ver a los niños llorar. Nadie puede controlar a la señora, hasta que Gonzalo decide irse del lugar para ayudar. Sofía le da las gracias. Ella junto con la policía tratan de tranquilizar a la mamá, no se deja, esta habla de que Gonzalo la lastimó, los oficiales voltean a mirar a Sofía, ella dice que es mentira, explica que está enferma de los nervios, estos comprenden la situación y se retiran.
Gonzalo llega a su casa abatido por la confrontación con su suegra; mira el atardecer que empieza a caer en el semi-desierto, todas las tonalidades del naranja pintan el cielo. Esa intensidad atmosférica la siente en su corazón. No deja de pensar en Sofía y en los niños, el percance le permite reflexionar sobre la situación de gravedad en la que se encuentra la madre de su prometida. El sentimiento de culpabilidad sale a relucir junto con otros que tenía guardados, como la soledad. En vez de salir, se encierra en sí mismo. Al día siguiente, Sofía se reporta con él, le comenta que su madre está delicada de salud y como hija única tenía la responsabilidad de ayudarla, le dijo que la disculpara, pero tendría que distanciarse por algún tiempo hasta encontrar alguna solución al problema de su madre. Gonzalo le pide disculpas por lo sucedido. Ella sabía que tarde o temprano iba a suceder algo así:
—No te preocupes, después de la muerte de mi papá mi madre se refugió en el chamanismo para curar su soledad. Mi padre era el único que sabía cómo controlar en ella esas prácticas. Solo sé que es descendiente de un grupo indígena, la verdad, ni sabemos de a cuál, alguna vez le llegué a preguntar y eludió la respuesta. Es mínima la información de su pasado.
—Comprendo la situación, pero en este caso, ¿los niños? ¿Tú crees que es lo mejor para ellos?
—¿Y qué puedo hacer, Gonzalo?
Gonzalo se queda callado. Sofía insiste en darse un tiempo hasta que su madre regrese con el psicólogo y empiece con un tratamiento para sus nervios, luego cuelga y permanece indecisa entre iniciar o no un matrimonio. Se siente culpable por sentir a su madre como una carga, trata de luchar contra esos pensamientos, su carácter pragmático le ha ayudado a salir adelante, después de perder a su padre, bien sabe que no puede depender de la protección varonil. Aunque sabía que tenía a Gonzalo en ese momento, también siente una especie de soledad. Sus familiares empiezan a verlo mal y el niño mayor no lo quiere ver. La madre no deja de hablar de la situación, se empieza a quejar de su brazo derecho en donde según ella la lastimó el prometido. Sofía no la contradice, solo calla. La psicóloga le comenta que no puede estar sometida bajo los caprichos de su madre, que tenía que ser fuerte con ella. Al escuchar eso, se siente incomprendida, sale enojada del consultorio, aceptando que no tiene el carácter para enfrentar a su madre o más bien, ya no quiere otro conflicto en su vida.
Pasaron los días, Gonzalo se comunica con Sofía la convence para que se vean en un café, ella acepta. Son las 6:00 p.m. y se quedan de ver en la Plaza Bicentenario. Sofía va acompañada con los dos niños, saludan a Gonzalo, el más grande le pide una explicación de lo sucedido en casa de su abuela, su mamá lo interrumpe diciéndole que no era el momento, Gonzalo le pide disculpas al niño, la madre se queda callada, los niños se van a jugar con otros peques para dejarlos hablar. Los dos están nerviosos, se abrazan, Gonzalo toma la mano de Sofía, la mira a los ojos y le dice: «Acepto las condiciones».   

lunes, 22 de abril de 2019

Ansiedad

Miguel Ángel Salabarría Cervera

Era un día que para Aránzazu iniciaba con prisa y estrés, se había desvelado estudiando para su primer examen de la Licenciatura en Abogacía, no quería tener una mala nota, porque se mezclaban: su disciplina de estudiante, el reto de una nueva meta y la superstición de iniciar con el pie izquierdo.
El recorrido del bus de su domicilio a la universidad se le hizo eterno, en cada parada, miraba su reloj y veía si subía algún condiscípulo para entrar juntos al examen de Introducción al Estudio del Derecho, programado para las ocho de la mañana.
Llegó al paradero de la Facultad de Jurisprudencia, descendió corriendo, subió de dos en dos las escaleras hasta el tercer nivel; miró su reloj y vio que faltaban cinco minutos antes de las ocho de la mañana, sintiéndose tranquila, entró buscando su habitual sitio con sus compañeros que ya estaban preocupados por su retraso.
Los saludó e intercambiaron palabras sobre su preparación para el examen que presentarían en unos minutos, todos se sentían nerviosos por ser su primera prueba de licenciatura.
Los minutos pasaron de la hora prevista, hasta que uno de ellos decidió que fuera alguien a preguntar a la dirección sobre la ausencia del maestro esperado, todos estuvieron de acuerdo y decidieron que el de la propuesta realizara la encomienda.
Fue informado que el maestro había sido convocado con urgencia, a una junta a las ocho de la mañana a la rectoría y que el examen sería hasta la otra semana en el mismo día, miércoles. La noticia causó alegría, por la fama que tenía el maestro de ser riguroso.
Los compañeros de la estresada Aránzazu, le propusieron ir a tomarse un café para que se relajara y charlaran de temas que no trataran nada de clase, ella aceptó de buen modo y se dirigieron a una cafetería fuera del espacio universitario.
Las tres chicas y los dos jóvenes entraron al local Aromas de Leyes, era el más concurrido por los estudiantes de derecho, quizás por su nombre o la identidad que les causaba a los estudiantes. En el ambiente se mezclaban el olor de los diversos cafés con el humo de los cigarros, la música moderna, los fuertes murmullos de las pláticas y carcajadas de los asistentes. Aránzazu, a quien también era llamada Arantxa, mostró sorpresa por el contexto del lugar, porque nunca había asistido, haciéndoselos saber a sus acompañantes, quienes le dijeron que ellos eran asiduos clientes. Se sentaron a la mesa, todos pidieron el café de su preferencia, uno de los jóvenes extrajo de entre sus ropas una cajetilla apachurrada de cigarros que ofreció a sus amigos, quienes fueron tomando uno, al llegar a quien asistía por primera vez, se negó argumentando que no fumaba, los demás intercambiaron miradas y sonrisas pícaras.
—No has probado el sabor de la vida ―le dijo Daniel, al tiempo que encendía y aspiraba con fuerza el humo del cigarrillo.
—Nunca he fumado —respondió Arantxa.
Terció Verónica para comentar:
―No te preocupes, ya aprenderás a fumar, y vas a sentir que es muy bueno para relajarse en momentos de tensión como los exámenes, o en otra situación que ni te imaginas que vivirás
―Además el cigarro es un compañero —con expresión espiritual comentó Verónica― que está contigo en las malas, en las buenas… ¡y en las mejores!
Al unísono todos soltaron estruendosas carcajadas.
―Quizás con el tiempo, fume y diré lo mismo que ustedes ―concluyó Arantxa.
En este ambiente transcurrieron sus primeros tiempos como estudiantes, después de cursar el quinto semestre la vida fue llevándoles por diferentes derroteros debido a que empezaron a hacer sus pinitos laborales en despachos jurídicos, juzgados, u otra instancia relacionada con el ámbito de la carrera que cursaban. Sin embargo, seguían manteniendo comunicación en la facultad y convivencia de fin de semana.
Finalizaba su décimo y último semestre de la formación académica, cuando en el juzgado del ramo penal donde laboraba Arantxa, conoció a un abogado algunos años mayor a los veintitrés que ella tenía. Renombrado por sus habilidades como litigante para ganar juicios de presuntos culpables de delitos relacionados con el narcotráfico; se impresionó por su personalidad y trato con que la diferenciaba de las otras mujeres que ahí laboraban.
Al concluir las clases a las ocho de la noche de un jueves, los amigos se despedían a la entrada de la facultad, cuando Arantxa les propuso ir a la cafetería que acostumbraban:
«Mejor vamos mañana, y podemos quedarnos hasta la una de la madrugada cuando cierran», dijo Daniel.
Todos estuvieron de acuerdo y se marcharon a sus domicilios.
Al día siguiente, estando en su trabajo absorta leyendo unos expedientes Arantxa no se percató de la presencia del licenciado Rodolfo; quien se acercó a su escritorio para darle los buenos días, ella se sobresaltó tanto que dio un grito inesperado.
—Discúlpame, no fue mi intención asustarte ―se justificó.
Ella ruborizada, sintiendo la mirada de los presentes respondió apenada:
—A mí, por mi grito a su saludo.
―Para borrar este mal momento, te invito a cenar hoy en la noche.
Ella se quedó en silencio, recordando el compromiso hecho con sus amigos, para platicarles lo que le había ocurrido al conocer a quien en ese momento la invitaba a cenar esa noche. Por su mente pasaron las palabras de Verónica: «No te preocupes, ya aprenderás a fumar, y vas a sentir que es muy bueno para relajarse en momentos de tensión como los exámenes, o en otra situación que ni te imaginas que vivirás»… y deseó fumar en ese instante.
Al no responder a la invitación, le dijo:
―Imagino que tienes compromiso para esta noche, pero espero que aceptes mi invitación para el próximo viernes. ―Dio media vuelta y la dejó sin responder.
Perpleja se ensimismó en los expedientes que consultaba, pero su mente vagaba pensando en las últimas palabras de Rodolfo, que parecían que era una orden de la que no podía negarse. Así transcurrió su día de trabajo, hasta que llegó a clases, en la que se mostró distraída, siendo percibido por sus compañeros.
Cuando terminaron las clases en una calurosa noche de abril, los cinco amigos se dirigieron cruzando palabras informales de sus actividades, hasta llegar al «Aromas de Leyes» y buscar una mesa que estuviera próxima al enfriador del ambiente y apartada para escuchar la esperada historia de Arantxa.
Daniel, tomando ceremoniosamente la palabra dijo:
―Se abre la sesión, se le concede la palabra a la sospechosa Arantxa.
Todos rieron de la ocurrencia y miraron a la que fue nombrada.
Ella sonrió nerviosa, e inició su relato desde que conoció en la Sala Penal al licenciado Rodolfo Barrientos, su fama como litigante que ganaba todos sus casos, relacionados con narcotráfico. Además lo que más le impactó fue su recia personalidad que le atraía sin sabérselo explicar. Ruborizada contó lo ocurrido en la mañana sin ocultar detalle y el desenlace que tuvo el encuentro, así como también, la incertidumbre en que la dejó sumida el compromiso en que se vio envuelta.
Sus compañeros le dieron sus opiniones, sin embargo, coincidieron en advertirle que estuviera muy atenta con él, porque era un «viejo lobo de mar».
—Tú te distingues por ser una excelente estudiante, mas no por saber «litigar en estos juicios de amor y pasión», —le dijo Daniel a Arantxa.
La hilaridad brotó estruendosa rompiendo la seriedad de la conversación, para pasar a platicar cosas triviales hasta la media noche en que se despidieron, tomando cada uno caminos diferentes a sus casas.
La vida continuó para todos en sus rutinas, mas no para Arantxa, porque en su trabajo se veía asediada por quien le resultaba un brillante abogado; al fin accedió a salir a cenar el próximo viernes de esa semana.
Esa noche, se arregló con esmero, pero conservando su sencillez e inocencia natural; puntual a las ocho de la noche escuchó golpes a la puerta que indicaban la llegada de quien iría a buscarla, llena de pena abrió la puerta escuchando el saludo del licenciado Barrientos que le tendió el brazo invitándola a que lo entrelazara con el de ella e iniciaran el compromiso ansiado por él y tan evadida por ella. Cerró la puerta y aceptó la invitación caballerosa pasando su brazo al de Rodolfo.
Salieron sin pronunciar palabras, hasta detenerse frente a un lujoso auto, él le abrió la portezuela delantera, ella se acomodó, luego se dirigió al otro lado del vehículo para abordarlo y emprender rumbo a un restaurante; en el trayecto encendió el estéreo poniendo música romántica instrumental; le preguntó si tenía algún restaurante de su preferencia para cenar, Arantxa le respondió que no tenía, a lo que él le dijo que la llevaría a un lugar agradable, donde miraría la ciudad y las estrellas.
Pasados unos treinta minutos, llegaron a un elegante restaurante en la parte alta y exclusiva de la ciudad, al descender la invitó a acercarse al barandal del mirador, desde donde se apreciaba la impresionante vista de la metrópoli iluminada centellando por infinidad de luces que daban al panorama un ambiente de ensueño.
Al entrar, la recepcionista lo saludó por su nombre, miró de reojo a su acompañante sonriendo con disimulo y picardía e inmediatamente los condujo a una apartada mesa, que tenía privilegiada vista hacia el cerro que permitía observar el titilar del estrellado cielo.
Un mesero presuroso se acercó a la pareja y de nueva cuenta él fue saludado por su nombre, les ofreció una bebida de cortesía, mientras les dejaba la carta para que posteriormente eligieran su cena.
Al concluir la bebida de cortesía, el mesero se acercó para tomar la orden, ella miraba la carta sin saber qué elegir, hasta que escuchó la sugerencia de Rodolfo que aceptó a pesar de que la cena iba acompañada de una botella de vino. Se resistía a tomar más de una copa de vino, sin embargo, a las insistencias de él se vio comprometida.
―Cuéntame de tu vida —le dijo Rodolfo.
―Es muy sencilla, vivo con mis padres, ambos están jubilados, somos de un rancho del interior del Estado.
―Muy interesante —le comentó él y agregó― tengo entendido que estás por egresar de la universidad y que te otorgaron tu nombramiento definitivo en el Juzgado por tus excelentes notas y buen desempeño.
Apenada respondió:
―Es verdad, —continuó― quiero hacer una gran carrera en la fiscalía, así como usted es un brillante abogado.
Sacó su cigarrera y se la ofreció a Arantxa.
―Gracias, no fumo. —Sonriente le contestó.
―Ha sido un gran esfuerzo llegar hasta el sitio en que me encuentro —muy ufano entre bocanadas de humo, contaba Rodolfo― pero es necesario tener buenas relaciones de todo ámbito para ser un triunfador.
—¿Y su familia, licenciado? —con ingenuidad ella le cuestionó.
Ante la inesperada pregunta, aspiró su cigarro y exhaló con lentitud el humo.
―Arantxa—le dijo al tiempo que le ponía su mano sobre la de ella, — por seguridad de la persona que es mi familia, prefiero una relación discreta, porque lo más importante es vivir.
Sorprendida por la respuesta, como sentir la mano de él sobre la de ella, solo sonrió sin quedarle claro el significado de sus palabras.
—Te quiero pedir algo —le expresó al tiempo que tomaba la mano de ella y la besaba— que me llames Rodolfo, en privado… como este momento.
―No puedo —musitó ella.
―Dilo… por favor —le contestó.
—Rodolfo ―al fin dijo ella.
—Esto es para celebrarse —al tiempo que alzaba el brazo y acudía inmediatamente el mesero— traiga el mejor champagne.
Le enviaron lo ordenado, acompañado por dos copas, que fue servida por el mesero, quien se retiró con discreción.
―Brindemos porque entre nosotros inicia un relación que será maravillosa —dijo voz sugestiva Rodolfo― ¡Salud!
Arantxa asintió y bebió el líquido espumoso sintiendo que se nublaba su vista, pero trató de controlarse manifestando una sonrisa nerviosa.
Él se percató de la situación y le preguntó:
—¿Quieres que nos vayamos?
—Sí, me siento indispuesta.
Llamó al mesero pidió la cuenta y dejó una generosa propina que hizo sonreír con excesivo agradecimiento al empleado, que presuroso los despidió hasta la puerta. Rodolfo tomó por la cintura a Arantxa, la condujo hasta el mirador le enseñó la luna llena que se ocultaba con discreción tras una nube; ella la miraba, no se percató de que él la abrazaba y depositaba un cálido beso en los labios, ella sintió un recorrer nervioso por su cuerpo, al principio se resistió, pero se dejó llevar por la caricia inesperada.
—Vámonos, me siento aturdida por lo que he tomado —le dijo a Rodolfo.
La llevó de la cintura hasta el auto, le abrió la portezuela al acomodarse ella, la beso de nuevo. Se instaló al volante, puso música instrumental, enfilando por un rumbo desconocido. Al percatarse ella, le preguntó que para dónde se dirigían; él trató de tranquiliza diciéndole que irían a buscar el regalo que le tenía preparado.
Se detuvieron en un edificio de departamentos en una zona exclusiva; la invitó a descender pidiéndole unos minutos mientras subían a recoger el regalo; al entrar se escuchó música acogedora, él la invitó a sentarse en amplio y mullido sofá, él abrió un librero, llevándole un estuche rectangular, se puso a sus espaldas entregándoselo al tiempo que le besaba el cuello, ella tomó el obsequio sintiendo el beso apasionado, con cuidado lo extrajo era un gargantilla valiosa, quedándose admirada por tal presente, mientras él continuaba besando el cuello de Arantxa.
—Te la pondré, para que adorne tu belleza —tomó la prenda, le hizo a un lado su cabellera colocándosela al tiempo que le besaba el cuello.
—Gracias, pero...
—Debemos brindar porque has aceptado este obsequio ―Rodolfo le dijo.
―Es que… se me hace imposible aceptarlo.
―No digas más ―le replicó él.
Se dirigió a un rincón donde estaba una elegante mesa con una hielera metálica con una botella de champagne, la destapó, llenó las dos copas que ahí estaban, regresó a donde ella lo esperaba, le ofreció con firmeza una de ellas, Arantxa la agarró y le dijo:
―Me siento un poco mareada.
―Es imposible que no brindemos, por esta noche y por tu regalo ―le dijo Rodolfo.
—Está bien, pero solo una copa —dijo ella.
—¡Brindemos por esta noche, que es el inicio de una nueva vida! —exclamó emocionado.
No supo qué ocurrió, ni cuándo dejó atrás la pureza de su feminidad, tampoco el momento en que sus ilusiones juveniles fueron mancilladas, desconoció el instante en que su virginidad voló como un ave se aleja y desaparece en el horizonte.
Arantxa despertó sobresaltada, no sabía en dónde se hallaba, se sintió en una mullida cama que no era la suya, cubierta con sábanas blancas que cubrían la desnudez de su cuerpo y alma, miró a un lado para encontrarse con Rodolfo que le sonreía; ella tuvo la sensación que se hundía en un pozo sin fondo, mientras brotaban de sus ojos lágrimas acompañadas de gemidos que nacían de su inocencia diluida en esta forma, sin existir la soñada «noche de bodas» que imaginó desde su juventud.
—Vamos, no te pongas así —le dijo Rodolfo con expresión dominadora— es lo más normal, entre dos personas que se atraen.
—No esperaba esto —decía entre sollozos Arantxa— ¿qué voy a hacer?
—No te preocupes, me haré cargo de ti y te tendré como mi esposa —le decía mientras acariciaba la cabellera de ella.
—¿Qué dirá mi mamá? —Replicó para añadir— ¡No puedo vivir así!
Se levantó de la cama envuelta en la sábana, buscando sus ropas por el cuarto, al encontrarlas se dirigió al baño para vestirse, mientras Rodolfo sonreía sin preocupación, para también ponerse de pie y vestirse. Al salir ella del baño le dijo que la llevaría a su casa.
En el camino casi no cruzaron palabras, al aproximarse a la puerta del domicilio de Arantxa, Rodolfo le dijo:
—Te llamaré.
Ella descendió en silencio, se detuvo en la puerta de su casa, sintió ansiedad y recordó las palabras de Verónica: «No te preocupes, ya aprenderás a fumar, y vas a sentir que es muy bueno para relajarse en momentos de tensión como los exámenes, o en otra situación que ni te imaginas en tu vida». Se armó de valor y entró explicando a su madre con mentiras, la razón de su ausencia.
Sabía Arantxa de las condiciones de la relación que sostenía, sin embargo, se sentía atraída por la personalidad de Rodolfo, quien manejaba a su antojo la situación; haciendo que ella se distanciara de sus amigos.
Una mañana, al levantarse de su cama, sintió que su cuarto giraba de ella, corrió al baño y tenía vómitos, al fin se controló entró al baño a ducharse ya alistada, bajó a desayunar para irse a su trabajo.
Al llegar, solicitó audiencia con el juez, para pedirle su cambio al juzgado del Ramo Laboral con el argumento que quería aprovechar la oportunidad de una beca que se ofertaba para estudiar una Maestría en esta área. A regañadientes, pero con los argumentados dados y los méritos por su trayectoria aceptó su remoción para el primer día del mes siguiente.
Los doce días que faltaron para cambiar de trabajo, le parecieron una eternidad, más cuando llegaba el licenciado Rodolfo Barrientos a quien evitaba y cuando le era imposible evadirlo, se justificaba diciéndole que su madre estaba enferma. Él se encogía de hombros y le decía:
—Cuando necesites saber de mí, hablarme, ya sabes dónde buscarme.
—No se preocupe licenciado Barrientos, «que esto es el inicio de una nueva vida». Respondió con sorna.
Él sonrió al recordar que esas fueron sus palabras en su primera noche.
Al llegar el último día del mes que era lunes, se despidió de todos sus compañeros de trabajo, les agradeció su apoyo y salió, para darle un giro a su vida.
Desde el miércoles los celulares de Verónica, Julieta, Pablo y Daniel, no dejaban de repiquetear y de recibir mensajes de Aránzazu citándolos urgentemente, para reunirse a las ocho de la noche del próximo viernes en el café Aromas de Leyes, ofreciendo que ella pagaría el consumo y prometiendo llevar los cigarrillos.
Los cuatro convocados intercambiaron llamadas y mensajes, llenos de chascarrillos de todos los colores sobre la insistencia de Arantxa. Todos respondieron afirmativamente su presencia para el próximo viernes.
A la hora señalada, llegó uno a uno, sorprendidos de que Aránzazu fuera la primera en arribar, teniendo sobre la mesa dos cajetillas de cigarros, cuando todos estaban ya juntos, luego de intercambiar cariñosos saludos acompañados de bromas, Verónica le preguntó:
—¿Fumas, ya?
Respondió la aludida:
—No, no fumo.
Verónica le dijo sus palabras de siempre:
—No te preocupes, ya aprenderás a fumar, y vas a sentir que es muy bueno para relajarse en momentos de tensión como los exámenes, o en otra situación que ni te imaginas en tu vida.
—¿Por qué dices esto? —le inquirió Arantxa.
Intervino Julieta para decirle:
—Porque tienes cara de querer contarnos algo importante.
Daniel, lacónico dijo:
—Tienes cara de… ansiedad.

El fin


Adrián González


El sol busca escaparse entre la serranía al poniente del pueblo, creando largas sombras en el desierto, cuyo ambarino y pálido semblante se torna poco a poco en ocre resplandeciente. Las montañas más allá de la planicie, que hasta hace unas horas mostraban sus escabrosas pendientes rematadas de cumbres rugosas como crestas de inmensas iguanas, una frente a la otra, mirándose apacibles e impávidas pero soberbias, se han convertido en imponentes e infranqueables murallas negras; por encima de ellas —como rebelándose a la noche—, fuego ardiente se asoma, resistiéndose a apagar su brío consumidor y lanzando, de último recurso, algunos destellos hacia las escasas y diáfanas nubes que salpican por aquí y por allá un cielo comúnmente escampado.

Reposando desde media tarde sobre una mecedora en el pórtico de su casa a las afueras del pueblo, en un barrio sin pavimento ni alumbrado, Silvia, de cara al crepúsculo, suspira profundamente y voltea con pereza a su costado para contemplar de reojo a la luna, que en forma de hamaca parece quererse mecer colgada de la nada, aproximándose un poco más a cada instante y dejando ver a su lado un pequeño punto que intenta tímidamente centellear en un firmamento que aún no es negro, pero ya no es azul.

—¿Por qué se puede ver esa pequeña estrella junto a la luna y todavía no hay ninguna otra en el cielo? —pregunta intrigada.

—Porque no es una estrella —responde Renato, sonriendo.

—¿Cómo que no es una estrella? —interpela.

—Es un planeta y brilla porque, al igual que la luna, refleja la luz del sol.

—¡Pero si el sol ya se ocultó! —insiste, en tanto Renato vuelve a sonreír, se levanta del banco en el que se encontraba sentado tras de ella, se acerca a darle por la espalda un beso en la mejilla y pone en el cuenco de su mano algunas nueces que acaba de pelar mientras el día se despedía frente a ellos.

—¿Cómo es que ahora sabes esas cosas, viejo?

—No lo sé, lo leí en algún lugar, flaca.

—No me digas flaca.

—No me digas viejo.

—La puesta del sol en esta tierra árida siempre me recuerda aquel terregal seco y salitroso donde nos conocimos —comenta ella con nostalgia.

—Sí, a mí también, aunque prefiero esta tierra llena de nopales y otros cactus, a aquella llena de basura y tolvaneras de polvo. También prefiero a las iguanas y hasta a las culebras, que a aquellas ratas.

—Pero, éramos felices ahí, ¿no, Renato?

—Sí, y me hubiera gustado seguir viviendo en el circo —responde él después de quedarse callado unos segundos.

—Un pobre circo junto a un basurero. —Evoca ella con añoranza—. Nunca te platiqué cómo me convertí en la contorsionista, ¿verdad?

—Cierto. Aunque supongo que ayudó el que fueras delgadita.

—Sí, pero de ahí a torcerse toda, sabrás que hay mucha diferencia —aclara.

—Pues, todavía lo haces muy bien. ¡Ja, ja!

—¡Cállate, burlón! Que ya no hacemos nada. ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! Bueno, al menos tú sí sabes cómo me convertí en payaso.

—Está claro que para tapar con la nariz de bola tu propia nariz rota y chueca por tu época de boxeador. ¡Ja, ja, ja!

—Sí, aunque nunca fui buen boxeador... «¡Solo eras un violento peleador!», me aclaró el entrenador cuando regresé a buscarlo para ganarme un dinero porque estabas a punto de dar a luz.
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—Pues nunca te vi pelear como boxeador, pero en la calle nadie podía contigo. Jamás me contaste cómo fue que te metiste a eso.

—Me metí como a todo lo que se atravesó en mi camino, para sobrevivir. Ya sabes que lo de payaso lo hacía desde niño en los semáforos.

—Yo tuve la suerte de que el circo me recogiera cuando me fugué del hogar de niñas aquí en la frontera, donde me abandonó mi madre. Así me entrené desde chica, aunque el dueño del circo decía que ese tipo de cosas ya lo traes en el cuerpo. Como tú lo peleonero, supongo.

—Cuando me escapé de un orfanatorio fue porque pensé que era peor que las calles.

—¿Y sí lo era?

—En las calles por lo menos tienes para dónde correr.

—Extraño a Diego, Renato. Nunca me ha dejado de doler que muriera nuestro hijo —comenta, Silvia, ahora con voz quebrada.

—Pero tenemos a la Chivis —responde él, inclinándose sobre la mecedora para abrazarla y tratar de consolarla—. Claro que a mí también me duele que Diego haya muerto, sobre todo tan chiquito, pero con su enfermedad hubiera sufrido toda su vida.

—También extraño a don Abel y a Lucho, el enano. A la trabajadora social que nos ayudó con Diego y nos dio trabajo. ¡Ah! Se me olvidaba…, ella es la responsable de que aprendieras a leer y ahora sepas todas esas cosas extrañas que parecen mentiras.

—Clara, se llamaba Clara —precisa, ignorando el comentario de Silvia—. Gente buena, como el dueño del circo, mi maestro payaso.

—¿Cómo llegamos hasta acá, pues?

—Ni idea. Solo viviendo, Silvia.

—Pero nos tenemos. ¿No? Renato.

—Sí, nos tenemos, tenemos a nuestra hija y eso…, es llegar muy lejos.

—¿La quieres?

—Como si fuera nuestra.

—¿De quién más va a ser? De no estar con nosotros quién sabe dónde estaría o habría muerto de frío y hambre en la calle —advierte Silvia, con la mirada perdida, recordándose a sí misma de niña y sintiendo una ligera punzada en el corazón. Siempre ha temido que Renato sospeche que la pequeña Silvia es fruto de su soledad y su desesperación estando lejos de él.

—¿Sabes? Cuando te encontré, después de todo ese tiempo, pensé que era tuya, que también era mía, que quizás cuando te fuiste ya ibas embarazada. Hasta parecido le encontré conmigo —asegura Renato, para tranquilizarla. Siempre lo ha sabido; la Chivis es retrato fiel de su madre.

—¿En verdad, Renato? ¡Qué hermoso hubiera sido! Pero ¿por qué no habría de ser así? Silvia es nuestra hija y nosotros somos sus padres. De que me fui, pues ya te pedí perdón, estaba muy asustada, pero no sabes cuánto agradezco que me hayas encontrado, aunque hayan pasado todos esos años.

—Al contrario, perdona que de alguna manera mi vida de delincuente nos alcanzó.

—¡Qué delincuente ni qué nada! Eras un chamaco pandillero más. Como dices, tuviste que hacer lo que fuera para sobrevivir en la calle.

—Ya ni recuerdo cuántas tarugadas hice.

—Ni al caso acordarse.

—Cuando me preguntaste hace un rato si éramos felices en el circo, ¿sabes en qué caí en cuenta? —pregunta Renato, acercándose con ternura a abrazar a Silvia.

—¿En qué? —lo cuestiona ella, levantándose de la mecedora.

—En que nunca había estado más en paz que ahora. Creo que esto es la felicidad que busqué.

—Lo que sí no me explico, es… ¿Cómo fue, pues, que nos emparentamos tú y yo, si ni me gustabas, Renato? —dice Silvia, sarcásticamente, alzando la cara para mirarlo a los ojos, luego de un rato de permanecer abrazados en silencio.

—¡Mira de lo que me vengo a enterar después de tantos años! ¡Ja, ja, ja!

—Entremos para que cenes y no vayas de prisa al trabajo —sugiere ella—, creo que la Chivis ya se acostó a dormir.

Minutos antes de las diez de la noche, Renato arriba para desempeñar su trabajo de velador a una de tantas maquiladoras extranjeras que se establecen en la frontera, porque la mano de obra es más barata. Luego de perforar su tarjeta de asistencia en la caseta de vigilancia, recoge su linterna, el reloj checador con carcaza metálica y el radio, para iniciar su primer rondín. «Ese viejo y pesado reloj en cualquier momento no funcionará más —le advierte el vigilante—. Ahí hay otros más modernos». Él sonríe y sale de la caseta sin responder nada. La planta es grande y el recorrido cansado, cada vez su pierna lastimada y los achaques de la edad le molestan más, pero él agradece tener trabajo. «Payaso y boxeador», cavila, mientras se pierde en los pasillos largos y solitarios. En su mente aparecen escenas de su niñez, haciendo malabares en las esquinas por algo de dinero, acompañado de un perro callejero con el que compartía el poco alimento que llegaba a sus manos. Cada vez mejoraba sus trucos, inventando nuevas rutinas, tratando de llamar la atención de los conductores, descubriendo que, si lograba hacerlos sonreír, seguro obtendría una moneda. «Aunque a veces la sonrisa en sí misma era suficiente paga», recuerda.

Al llegar a su primer punto de revisión, hace su registro y continúa hacia el siguiente, ubicado en el almacén general, cuando una chica de baja estatura y vestimenta masculina le sale al paso interrumpiéndole la entrada a la pequeña nave. «¿Qué te trae por acá, viejo?», le increpa, en tanto tres jóvenes salen de la oscuridad detrás de ella. Renato se detiene y los observa en silencio, casi los reconoce, les podría llamar por su nombre sin temor a equivocarse, son idénticos a aquellos con los que convivió muchos años atrás. «Quizás con otras ropas —analiza—, pero definitivamente son los mismos». «¡Mejor te quedas quieto!», le advierte el más alto, luego de interponerse en actitud firme frente a él, al ver que Renato hace por sacar el radio de su funda en el cinturón «El Monje —piensa Renato, mirándolo a los ojos sin dar un paso atrás y recordando el apodo de un pandillero igual de alto con el que un día se enfrentó—, mentira que lo maté». El joven voltea a mirar de reojo a la chica, esta asiente y Renato recibe una fuerte patada en el estómago, que lo hace caer de espaldas. El golpe fue contundente, de un solo movimiento, como dando un paso militar al frente. «Este muchacho está entrenado», reconoce Renato, tirado en el suelo, intentando soportar el dolor y sin las fuerzas que antaño tuvo para enfrentarlos. «Por qué mejor no te mueres, viejo —vuelve a hablar la chica—, por lo visto ya no te queda mucho tiempo». Renato gira el cuerpo sobre su costado para intentar levantarse, lo hace lentamente, colocándose primero a gatas de espaldas al joven, quien en ese momento con otra patada en su trasero lo empuja, haciendo que caiga nuevamente pero ahora de cara al suelo. Sin rendirse y con la nariz sangrando por el golpe contra el pavimento, Renato se arrastra pecho tierra con sus codos, tratando de alejarse para ponerse a salvo de las patadas del pandillero; en su trayecto empuña disimuladamente su reloj checador que trae en la mano derecha. El joven se vuelve a acercar, ahora rodeándolo y parándose frente a la cara de Renato, en tanto los otros jóvenes ríen discretamente. «A este le da placer lastimarme», piensa Renato, tomando por sorpresa el tobillo de su oponente para asestar un fuerte golpe con la carcaza metálica del pesado reloj sobre la rodilla de este. Una y otra vez Renato golpea con todas sus fuerzas, aferrado con su brazo izquierdo a la pantorrilla del joven, que ahora ha caído y aun cuando jala de los cabellos a Renato, este no cesa de golpearlo. La reacción fue rápida y los otros jóvenes se acercan de prisa a ayudar a su compañero; empiezan a patearlo una y otra vez. Todo transcurre en silencio, entre las sombras al abrigo de la noche. Una sirena suena y las luces de algunos reflectores se encienden. «¡¿Qué pasa aquí?!», grita alguien. Los delincuentes corren. Renato yace jadeando entre tosidos sangrantes.

Amanece y Silvia ya está de pie preparando el desayuno para la Chivis cuando tocan a la puerta. «De seguro tu padre olvidó sus llaves. Ya se le olvida todo —señala—. ¡Apúrate para que no llegues tarde a la escuela! —grita». Al abrir la puerta, Renato no es quien toca y de alguna extraña manera, ella sabe que no volverá.

jueves, 11 de abril de 2019

Nunca es tarde

Frank Oviedo Carmona


Stefano conversaba cómodamente sentado en un sofá tipo Luis XV de color gris con su tía Catalina, quien estaba detrás de él con las manos en sus hombros. En ese instante, la empleada los interrumpió para entregar una carta que había llegado de Miami, era de Leticia, madre de Stefano. Sin embargo, él no pudo leerla por sí mismo, por lo que le pidió a su tía que lo hiciera por él.


«Querido hijo, cómo estás.

Tienes todo el derecho de preguntarte por qué después de veinticinco años he decidido ir a verte si nunca lo hice antes, quizás no deseas verme o me odies por el daño que te hice al abandonarte, pero tengo respuestas para tus preguntas; deseo de una vez por todas aclararte todo, créeme que como madre imagino la soledad que debes haber sentido y no he venido a pedirte perdón, sino a que me entiendas y luego decidas.

Estoy de gira por Sudamérica, irónicamente llego el segundo domingo de mayo que es el día de las madres. Por favor no pienses que yo lo planeé así para manipularte y me creas lo que te diré, no es así. Mi visita será de dos días.

Nunca he dejado de amarte ni de pensar en ti, hijo. Ni un solo día.  También deseo solucionar varios problemas que hay en donde vives. Estoy informada de todo lo que te ocurre y sé que las cosas no van bien en tu matrimonio. Ya que te has refugiado en el trabajo.

Trataré de ayudarte en todo lo que pueda, a pesar del corto tiempo que estaré ahí, ya tengo los medios, que es el dinero y muchos amigos que desde ya me están ayudando a buscarte un departamento para que salgas de esa casa.

Te quiere Leticia, tu madre».


Mientras escuchaba la lectura de la carta, a Stefano se le comenzó a transformar el rostro.

–No puede ser, tía, esa señora es una descarada y a qué va a venir después de tantos años, tiene que estar completamente loca y, ¿cómo sabe todo lo que me ocurre?

–A mí también me sorprende que venga inesperadamente. Al parecer tus tíos la han mantenido informada.

–Sí, no había pensado en ello.

–Entiendo tu ira, pero es una oportunidad para que hables y aclares todas tus dudas con Leticia.

–Tía, no quiero que me explique nada, ya es muy tarde, bueno no sé qué hacer, siento rabia de no haberla tenido a mi lado.

Stefano seguía sentado y se cubrió los ojos para ocultar sus lágrimas, Catalina se arrodilló junto a él y le pidió que la mirara a los ojos.

–Créeme que entiendo todo lo que sientes, pero es una oportunidad para que sepas la verdad, ¿no lo crees?

–Está bien, pero ella no sabe todo lo que he sufrido por no tenerla a mi lado, preguntándome cada día por qué no viene, o si nunca me quiso.

–Sí te quiere, escúchala cuando venga.

–Ya no sé qué pensar; pero no soy feliz, nunca lo he sido, a pesar de que vivo cómodamente y tengo una profesión, pero me gustaría irme de esta casa tétrica y el dinero no me alcanza.

–¿Ves, Stefano? Tienes todas las comodidades que tu madre nunca descuidó y una esposa que te ama. Más adelante quizá podrás comprarte un departamento.

Ambos se pusieron de pie y Catalina lo abrazó y acarició su espalda.

Stefano era un joven de mediana estatura, ojos claros, pelo castaño y de vestimenta formal.

La casa donde vivía con su tía y esposa era antigua y grande. Había sido de sus abuelos, ya fallecidos. Tenía techos altos, mesas de mármol, muebles tipo Luis XV, cortinas largas y pesadas que a su tía no le gustaba correr; tampoco abrir las ventanas porque decía que los muebles costaban una fortuna y con la luz y polvo se malograrían.

Él odiaba esa casa porque todo se veía gris y olía a humedad, y aún no le era suficiente el dinero para mudarse, esperaba más adelante poderlo hacer ya que no soportaba esa casa antigua.

Daniela, su esposa, era una joven sencilla, amaba a Stefano pero estaba aburrida porque no salían a ningún lugar, salvo algunas excepciones. Él trabajaba hasta altas horas de la noche, y llegaba cansado del trabajo, se duchaba, cenaba y dormía. Casi no compartían momentos juntos.

Stefano se dirigió a su habitación donde se encontraba Daniela y le  contó que Leticia vendría el día de la madre.

–¡Después de tanto tiempo vendrá a verte! ¡No lo puedo creer! –exclamo Daniela.

–Así dice la carta.

Ambos se acostaron y Stefano pasó la noche en vela preguntándose si hacía bien en no recibir a Leticia, pero a la vez lo ilusionaba verla y abrazarla porque era su madre. Además aunque no deseara, ella vendría de todas maneras y no sabía cuál sería su reacción.

Hasta que llegó el día de la madre.

 Estaban en casa la tía Catalina, Daniela y Stefano cuando la empleada anunció la llegada de Leticia.

Leticia era una mujer alta, delgada, llamativa, de cabello largo, vestida con un pantalón negro de cuero ceñido al cuerpo, botines marrones de gamuza y una blusa blanca con un chaleco negro con flecos y una chalina de piel.

Al entrar, la quedaron mirando.   

Leticia, un poco nerviosa, saludó con unas «Buenas tardes».

En tanto que la tía y Daniela se acercaron rápidamente a abrazarla.

Le dieron la bienvenida y alagaron lo bien que se le veía, a lo que ella agradeció dándole un abrazo a ambas.

Mientras tanto, Stefano estaba de pie.

–¿Qué desea usted, señora?

–¿Puedo pasar y tomar asiento?

–Ya está adentro –respondió Stefano con ironía–. Comprenderá que no la puedo llamar madre, nunca he hablado con usted. Ni siquiera por teléfono o carta.

–Te entiendo hijo, perdón, Stefano.

–No me vuelva a llamar hijo, señora.

–Perdón, estoy nerviosa, durante nuestra conversación quizás se me escape, pero por favor por unos minutos no me interrumpas para poder explicarte, el porqué de mi ausencia en toda tu vida.

–Ya señora, hable.

Leticia le explicó que su padre fue un narcotraficante el cual ella amó mucho pero al casarse todo cambió, quiso que abortara porque él no deseaba tener hijos.

Viajaban mucho, ella era joven, inmadura y llena de miedos. Cuando Stefano nació, su padre quiso matarlo pero ella no lo permitió, a sus espaldas lo entregó a su tía Catalina y le juró que ella correría con todos los gastos de la educación en el mejor colegio y universidad, y así fue como lo hizo. A los dos años de entregar a su hijo, asesinaron a su esposo. Tarde o temprano lo matarían pues era un hombre sin escrúpulos. Siempre se preguntó, cómo pudo enamorarse de él, fue ahí que después de unos meses conoció al que ahora es su compañero, un productor millonario que la escuchó cantar y la hizo conocida y estuvo de gira por Las Vegas, Los Ángeles, Nueva York, etcétera. El peor error que cometió fue no llevarlo a Las Vegas y a las giras; pero pensaba, ¿qué haría con un niño de dos años durante las giras?

Todo sería muy complicado, qué iba a hacer con su carrera, cómo lo mantendría. Muchas preguntas se hizo. Decidió dejarlo con su tía por unos años.

–Fue dura para mí esta decisión, créeme por favor, Stefano –con lágrimas en los ojos lo decía.

Todos los presentes oían sin hacer preguntas.

–Pero nunca estuviste para mis primeros cumpleaños, para mi graduación de colegio ni de la universidad. Todos iban con sus padres menos yo.

–Lo sé y me dolía en el alma, quería venir y algo pasaba y postergaba la visita, siempre algo sucedía.

Stefano caminaba de un lado a otro, hasta que tomó asiento en el filo del sofá con la cabeza gacha, conteniendo las lágrimas.

–No sabía por todo lo que habías pasado, pero comprende la cólera que siento porque no estuviste a mi lado.

Le decía que muchas veces miraba a la puerta imaginándose que entraría, lo abrazaría y le diría que venía a quedarse.

–Me rompes el corazón hijo, pero no supe qué hacer, te juro que tuve miedo.

–Nunca te pedí dinero, ni el mejor colegio o una excelente universidad, te quería a ti, a mi lado. –Stefano ya no podía contener las lágrimas.

–Lo sé hijo, créeme que hasta mis últimos días me arrepentiré de lo que hice.

En medio del llanto, Leticia hizo una pausa para beber un vaso con agua y luego continuó.

–Como te dije, hijo, hice varias llamadas antes de venir a aquí y he comprado un departamento en el Golf de San Isidro para ustedes dos para que ya no vivan en esta horrible casa que parece un museo. Hijo, nunca dejé de pensar en ti, solo Dios sabe todo lo que pasé con tu padre.

Le explicaba que el mundo de las estrellas no deja ver la realidad de la vida; todo es rápido, giras y giras, no hay tiempo para pensar en tu vida personal y cuando ya lo haces, han pasado muchos años.

–Créeme que me arrepentí de la decisión que tomé de dejarte, pero ya era tarde, no sabía cómo arreglar las cosas e ir a verte, tenía miedo a tu rechazo –lo decía con voz temblorosa.

–Madre, trataré de entenderte quizás he sido duro en juzgarte y solo he pensado en mí y no me he dado cuenta de todo lo que has sufrido tú, me gustaría que te quedaras para conocernos más.

Se abrazaron fuertemente y Leticia le pidió que esté donde esté ame a su madre y que por supuesto se quedaría; cancelaría sus giras.

La empleada interrumpió para decirle a Leticia que tenía una llamada.

–¡Ah! Debe de ser mi esposo que ya llegó del aeropuerto.

Al responder el teléfono escuchó un breve mensaje y presa de pánico empezó a gritar.

–Nooooo, no puede ser.

Leticia se tapó la boca con su mano y cayó sobre el sofá.

–¿Qué pasa madre?

Leticia balbuceando explicó que el vuelo en el que venía su esposo chocó contra las rocas y que no había sobrevivientes.

Stefano trató de reanimar a su madre, mientras llegaban los paramédicos que ya había llamado la empleada.

Pero era muy tarde, Leticia falleció por la impresión; tuvo un paro cardíaco.