Manuel Quezada
Cada visita era un
día de mal humor. Trataba de encontrar una leve justificación que me diera el
ánimo o impulso para verla de nuevo, desde reconocer el esfuerzo que hizo en
cuidarme a partir de mi infancia o la obligación cristiana de optar por los
desfavorecidos. Llegué cerca de las once y treinta de la mañana del día dos de noviembre
de dos mil veintidós, día de los finados. La calle principal del pueblo,
construida de pequeñas piedras de río y colocadas pacientemente una a la par de
otra, hacía pensar en una alfombra de tortugas muertas. La casa había sido
transformada de bahareque a una vivienda de construcción de caña y concreto; ya
no eran mis abuelos los reyes del lugar, sino mi prima, heredera y custodia de
ese pequeño mundo físico de las últimas tres generaciones que recuerdo. Ella
cuidaba a mi madre después de reconocer mi impaciencia producto de largas
jornadas de trabajo y no superar recuerdos de cíclicas reprimendas. Estaba en
el último cuarto, cerca del patio y del ancestral árbol de tamarindo que
trepaba de niño. Esa área del ahora cuarto fue por años la cocina de la abuela.
Al ver a mi madre,
su aspecto denotaba desolación. Estaba en su cama acostada en posición fetal,
brazos recogidos y rodillas colocadas a la altura del abdomen. Al acercarme y
tocarla tenía fiebre y fue perceptible un temblor a lo largo de su cuerpo.
—No ha
comido, vomita todo —me dijo mi prima, quien estaba muy atenta.
Bajo la línea
inferior de las pestañas se formaban dos bolsas negras. Sus dos pómulos eran
más prominentes de sus años mozos. Estaba dormida y cuando logró abrir los ojos
al reconocer mi voz declamó un poema que había guardado en su memoria por años.
Luego pronunciaba el nombre de su padre «José Héctor, José Héctor», que había
fallecido a finales de los años setenta.
Por un momento me
dije que estaba en trance, pero su cuerpo endeble, vulnerable y recurrentes infecciones
estomacales y urinarias que la doblegaban cada vez con mayor facilidad, le
provocaban delirios. Cumpliría noventa años en un mes. Por primera vez me
conmovió verla, después de dejar la casa hace treinta y cinco años debido a una
insoportable convivencia familiar que se había tornado violenta e irrespetuosa.
Salir de esa casa fue un alivio.
Se despertó de
nuevo, comenzó a recitar un poema y luego se durmió. No tenía fuerzas para
mantenerse activa como la mujer fuerte que conocía. Comenzamos a buscar
enfermeras para tomar pulso de los signos vitales y médicos para hacer exámenes
y chequeos en mayor profundidad, pero en el día de los muertos, día de asueto
nacional, era difícil encontrarlos. Volvió a recitar el poema por partes, pero
luego, me tomé mi tiempo para poder escribirlo poco a poco en un papel:
—En San Sebastián,
estaba de centinela, sin temor y sin cautela en la víspera de San Juan, cuando
caminé poco trecho, un toro como un gigante más grande que un elefante que
venía hacia mi derecha, yo que en peligro me vi, me metí por un reducto y por
ese mismo conducto el toro detrás de mí, «jojoi»…
Se durmió. Un mal
olor invadió la habitación y procedía del cuerpo de ella, comprobando que había
defecado. Había que limpiarla de inmediato, pero me dominó un rechazo a hacerlo,
sentía asco. Mi prima me pidió que saliera del cuarto porque ella lo haría
sola. Pensé en la impotencia y vergüenza de limpiarla, habiéndolo hecho ella,
mi madre, de forma natural y cariñosa cuando yo era bebé. Los pequeños generan
pasajes de encanto a sus padres, pero los padres ya ancianos, se perciben como una
carga emocional para los mismos hijos ahora adultos.
Por años mantuve
impaciencia y rechazo a mi madre, por su carácter fuerte, imponente, y nulo
cariño hacia mis actuaciones, siendo los recuerdos más claros los de mi
adolescencia hasta mis veintiún años, edad en la que decidí dejar la casa en
busca de paz. En un año escolar mis rendimientos se vinieron al suelo, y en
cada prueba académica mis calificaciones eran las más bajas del curso, con
altas probabilidades de repetir el grado. Todas las papeletas con las malas
notas de los profesores decidí esconderlas por debajo del colchón de mi cama.
Así durante un año, hasta que mi madre hizo limpieza en mi habitación y al
levantar la cama vio como una lluvia de hojas blancas cayó al suelo. Fue un
infierno. Me tomó con violencia del brazo derecho y me llevó de inmediato a la
escuela, con dirección a la oficina del director quien se encontraba en el
lugar y nos atendió.
—Mire las notas de
este mi hijo —dijo ella, y puso sobre el escritorio todas las papeletas
recibidas de ese año escolar.
El director
levantó la cabeza que tenía hundida sobre documentos que revisaba, suspendió su
actividad y apoyó su mentón en la mano izquierda dibujando una larga sonrisa en
dirección a mi madre.
—Señora, buenos
días, déjeme decirle que hoy todos los alumnos pasan de grado a pesar de esas
notas que me deja encima de mi escritorio. Es la nueva disposición del
Ministerio de Educación.
—¡Qué barbaridad!
Cómo cambian las cosas —respondió mi madre.
Ella se quedó en
frío por unos segundos, luego jaló mi brazo derecho y salimos de la oficina,
mientras el director mantenía su larga sonrisa y nos veía alejarnos poco a
poco.
Ese día de los
muertos, después de buscar ayuda, logramos ubicar una novel enfermera para que
tomara los signos vitales de mi madre y nos dijo que no era conveniente
llevarla hospital porque sus palpitaciones del corazón eran bajas y podría
tener un evento cardiovascular en el camino, si dejaba la casa bajo esas
condiciones. Accedimos. Se logró colocarle suero intravenoso y ella se durmió.
Mi madre era de
origen campesino con una mente que daba testimonio de agilidad y precisión. En
cierta ocasión, hicimos un viaje hacia la capital, y al regreso tomamos un
autobús. Este venía a toda velocidad, para ganarle a otro, y llegar primero a
cada parada de buses, permitiéndole recoger a más pasajeros. Indicamos al
motorista que nos bajaríamos en la siguiente parada, pero en el calor de la
disputa con otro conductor, no se detuvo y siguió hasta la siguiente parada. Mi
madre reclamó enérgicamente y el motorista le gritó:
—¡Si todos lo hacemos, te morís de hambre, pendejo! —respondió.
Dos horas después
de recibir el suero de forma intravenosa comenzó a mostrar mejores signos
vitales. La pulsación aumentó y el color negro que invadía sus bolsas debajo de
sus ojos cambió a una tonalidad más clara. Tratamos de sentarla en la cama y
fue imposible, no tenía suficientes fuerzas. La recostamos y comenzó a declamar
el poema de San Sebastián y el centinela. Volvió a dormirse.
El recuerdo también
es un ruido desagradable. Repasé algunos eventos que me provocaban rechazo y no
perdonaba. En cierta ocasión, ella y mi padre me golpearon fuertemente porque
un hermano de mi madre me vio y me regalo dos colones. Nunca me habían regalado
esa suma de dinero, y al cantar la buena noticia dentro de mi casa, ellos
escucharon lo sucedido y comenzó un castigo físico por recibir ese dinero. No
sabía la razón de aquella vapuleada. Con el tiempo lo supe: mis padres habían
tenido un problema financiero con el tío y no se hablaban, y eso era suficiente
razón para el castigo recibido, por haber recibido ese dinero.
—Primo, hay que
perdonar —me dijo mi prima—. Hay que pedirle a Dios el don de verla diferente,
es un ser vulnerable, una niña, y debes verla con otros ojos.
Estoy cansado de esforzarme
por perdonar y no lograrlo. La impaciencia, incomprensión o poca tolerancia se
van construyendo poco a poco sin darme cuenta. En mi trabajo aprendí a hacer
todo rápido y bien para ser valorado y remunerado. Eficiencia, hay que ser
eficientes, me decían en la oficina. Esa velocidad exigida en el trabajo me
afecta en el manejo de emociones con mi madre. Debo cambiar. Quisiera que un cirujano entrara
a mi cerebro y operara, modificara, o retirara las partes necesarias, como
células, tejidos, glándulas, para verla diferente como me pide mi prima. Paciencia,
me dice. Queremos ser destacados en las empresas, pero indiferentes en las
familias, pensé.
Volví a la casa y manejé
mi carro por casi tres horas debido al tráfico en carretera provocado por los
cementerios que estaban a la orilla de la vía pública. Día de los muertos, un
día más para hacer presentes a los que ya no están, en mi caso, para darme la
oportunidad de estar cerca de mi madre con todo el ruido de esos recuerdos.
Veinticuatro horas
después le habían diagnosticado infección moderada en vías urinarias y amebas
en el estómago. Un electrocardiograma comprobó arritmia. Comenzamos un
tratamiento para cada condición identificada. Los médicos me habían dicho en reiteradas
ocasiones que infecciones en los adultos mayores puede ocasionar pasajes de
delirio. Ahora hablo todos los días a mi prima para saber cómo está la salud de
mi madre. Tres días después del día de los muertos, mi prima me mando este
audio por guasap:
«En San Sebastián,
estaba de centinela, sin temor y sin cautela en la víspera de San Juan, cuando
caminé poco trecho, un toro como un gigante más grande que un elefante que
venía hacia mi derecha, yo que en peligro me vi, me metí por un reducto y por
ese mismo conducto el toro detrás de mí, «jojoi» …». Era la voz de mi madre. Lo
había declamado de corrido sin ningún tipo de ayuda. Lo escuché varias veces.
Luego me envió una
foto de ella, sentada en la cama, y me dijo que lo hizo por sus propios medios,
indicándome que ya comía mejor.
—Prima, muchas
gracias —le dije.