martes, 27 de diciembre de 2022

El ruido que provocaba mi madre

Manuel Quezada


Cada visita era un día de mal humor. Trataba de encontrar una leve justificación que me diera el ánimo o impulso para verla de nuevo, desde reconocer el esfuerzo que hizo en cuidarme a partir de mi infancia o la obligación cristiana de optar por los desfavorecidos. Llegué cerca de las once y treinta de la mañana del día dos de noviembre de dos mil veintidós, día de los finados. La calle principal del pueblo, construida de pequeñas piedras de río y colocadas pacientemente una a la par de otra, hacía pensar en una alfombra de tortugas muertas. La casa había sido transformada de bahareque a una vivienda de construcción de caña y concreto; ya no eran mis abuelos los reyes del lugar, sino mi prima, heredera y custodia de ese pequeño mundo físico de las últimas tres generaciones que recuerdo. Ella cuidaba a mi madre después de reconocer mi impaciencia producto de largas jornadas de trabajo y no superar recuerdos de cíclicas reprimendas. Estaba en el último cuarto, cerca del patio y del ancestral árbol de tamarindo que trepaba de niño. Esa área del ahora cuarto fue por años la cocina de la abuela.

Al ver a mi madre, su aspecto denotaba desolación. Estaba en su cama acostada en posición fetal, brazos recogidos y rodillas colocadas a la altura del abdomen. Al acercarme y tocarla tenía fiebre y fue perceptible un temblor a lo largo de su cuerpo.

—No ha comido, vomita todo —me dijo mi prima, quien estaba muy atenta.

Bajo la línea inferior de las pestañas se formaban dos bolsas negras. Sus dos pómulos eran más prominentes de sus años mozos. Estaba dormida y cuando logró abrir los ojos al reconocer mi voz declamó un poema que había guardado en su memoria por años. Luego pronunciaba el nombre de su padre «José Héctor, José Héctor», que había fallecido a finales de los años setenta.

Por un momento me dije que estaba en trance, pero su cuerpo endeble, vulnerable y recurrentes infecciones estomacales y urinarias que la doblegaban cada vez con mayor facilidad, le provocaban delirios. Cumpliría noventa años en un mes. Por primera vez me conmovió verla, después de dejar la casa hace treinta y cinco años debido a una insoportable convivencia familiar que se había tornado violenta e irrespetuosa. Salir de esa casa fue un alivio.

Se despertó de nuevo, comenzó a recitar un poema y luego se durmió. No tenía fuerzas para mantenerse activa como la mujer fuerte que conocía. Comenzamos a buscar enfermeras para tomar pulso de los signos vitales y médicos para hacer exámenes y chequeos en mayor profundidad, pero en el día de los muertos, día de asueto nacional, era difícil encontrarlos. Volvió a recitar el poema por partes, pero luego, me tomé mi tiempo para poder escribirlo poco a poco en un papel:

—En San Sebastián, estaba de centinela, sin temor y sin cautela en la víspera de San Juan, cuando caminé poco trecho, un toro como un gigante más grande que un elefante que venía hacia mi derecha, yo que en peligro me vi, me metí por un reducto y por ese mismo conducto el toro detrás de mí, «jojoi»…

Se durmió. Un mal olor invadió la habitación y procedía del cuerpo de ella, comprobando que había defecado. Había que limpiarla de inmediato, pero me dominó un rechazo a hacerlo, sentía asco. Mi prima me pidió que saliera del cuarto porque ella lo haría sola. Pensé en la impotencia y vergüenza de limpiarla, habiéndolo hecho ella, mi madre, de forma natural y cariñosa cuando yo era bebé. Los pequeños generan pasajes de encanto a sus padres, pero los padres ya ancianos, se perciben como una carga emocional para los mismos hijos ahora adultos.

Por años mantuve impaciencia y rechazo a mi madre, por su carácter fuerte, imponente, y nulo cariño hacia mis actuaciones, siendo los recuerdos más claros los de mi adolescencia hasta mis veintiún años, edad en la que decidí dejar la casa en busca de paz. En un año escolar mis rendimientos se vinieron al suelo, y en cada prueba académica mis calificaciones eran las más bajas del curso, con altas probabilidades de repetir el grado. Todas las papeletas con las malas notas de los profesores decidí esconderlas por debajo del colchón de mi cama. Así durante un año, hasta que mi madre hizo limpieza en mi habitación y al levantar la cama vio como una lluvia de hojas blancas cayó al suelo. Fue un infierno. Me tomó con violencia del brazo derecho y me llevó de inmediato a la escuela, con dirección a la oficina del director quien se encontraba en el lugar y nos atendió.

—Mire las notas de este mi hijo dijo ella, y puso sobre el escritorio todas las papeletas recibidas de ese año escolar.

El director levantó la cabeza que tenía hundida sobre documentos que revisaba, suspendió su actividad y apoyó su mentón en la mano izquierda dibujando una larga sonrisa en dirección a mi madre.

—Señora, buenos días, déjeme decirle que hoy todos los alumnos pasan de grado a pesar de esas notas que me deja encima de mi escritorio. Es la nueva disposición del Ministerio de Educación.

—¡Qué barbaridad! Cómo cambian las cosas —respondió mi madre.

Ella se quedó en frío por unos segundos, luego jaló mi brazo derecho y salimos de la oficina, mientras el director mantenía su larga sonrisa y nos veía alejarnos poco a poco.

Ese día de los muertos, después de buscar ayuda, logramos ubicar una novel enfermera para que tomara los signos vitales de mi madre y nos dijo que no era conveniente llevarla hospital porque sus palpitaciones del corazón eran bajas y podría tener un evento cardiovascular en el camino, si dejaba la casa bajo esas condiciones. Accedimos. Se logró colocarle suero intravenoso y ella se durmió.

Mi madre era de origen campesino con una mente que daba testimonio de agilidad y precisión. En cierta ocasión, hicimos un viaje hacia la capital, y al regreso tomamos un autobús. Este venía a toda velocidad, para ganarle a otro, y llegar primero a cada parada de buses, permitiéndole recoger a más pasajeros. Indicamos al motorista que nos bajaríamos en la siguiente parada, pero en el calor de la disputa con otro conductor, no se detuvo y siguió hasta la siguiente parada. Mi madre reclamó enérgicamente y el motorista le gritó:

—¡Cómprese un taxi, vieja!

—¡Si todos lo hacemos, te morís de hambre, pendejo! —respondió. 

Dos horas después de recibir el suero de forma intravenosa comenzó a mostrar mejores signos vitales. La pulsación aumentó y el color negro que invadía sus bolsas debajo de sus ojos cambió a una tonalidad más clara. Tratamos de sentarla en la cama y fue imposible, no tenía suficientes fuerzas. La recostamos y comenzó a declamar el poema de San Sebastián y el centinela. Volvió a dormirse.

El recuerdo también es un ruido desagradable. Repasé algunos eventos que me provocaban rechazo y no perdonaba. En cierta ocasión, ella y mi padre me golpearon fuertemente porque un hermano de mi madre me vio y me regalo dos colones. Nunca me habían regalado esa suma de dinero, y al cantar la buena noticia dentro de mi casa, ellos escucharon lo sucedido y comenzó un castigo físico por recibir ese dinero. No sabía la razón de aquella vapuleada. Con el tiempo lo supe: mis padres habían tenido un problema financiero con el tío y no se hablaban, y eso era suficiente razón para el castigo recibido, por haber recibido ese dinero.

—Primo, hay que perdonar —me dijo mi prima—. Hay que pedirle a Dios el don de verla diferente, es un ser vulnerable, una niña, y debes verla con otros ojos.

Estoy cansado de esforzarme por perdonar y no lograrlo. La impaciencia, incomprensión o poca tolerancia se van construyendo poco a poco sin darme cuenta. En mi trabajo aprendí a hacer todo rápido y bien para ser valorado y remunerado. Eficiencia, hay que ser eficientes, me decían en la oficina. Esa velocidad exigida en el trabajo me afecta en el manejo de emociones con mi madre.  Debo cambiar. Quisiera que un cirujano entrara a mi cerebro y operara, modificara, o retirara las partes necesarias, como células, tejidos, glándulas, para verla diferente como me pide mi prima. Paciencia, me dice. Queremos ser destacados en las empresas, pero indiferentes en las familias, pensé.

Volví a la casa y manejé mi carro por casi tres horas debido al tráfico en carretera provocado por los cementerios que estaban a la orilla de la vía pública. Día de los muertos, un día más para hacer presentes a los que ya no están, en mi caso, para darme la oportunidad de estar cerca de mi madre con todo el ruido de esos recuerdos.

Veinticuatro horas después le habían diagnosticado infección moderada en vías urinarias y amebas en el estómago. Un electrocardiograma comprobó arritmia. Comenzamos un tratamiento para cada condición identificada. Los médicos me habían dicho en reiteradas ocasiones que infecciones en los adultos mayores puede ocasionar pasajes de delirio. Ahora hablo todos los días a mi prima para saber cómo está la salud de mi madre. Tres días después del día de los muertos, mi prima me mando este audio por guasap:

«En San Sebastián, estaba de centinela, sin temor y sin cautela en la víspera de San Juan, cuando caminé poco trecho, un toro como un gigante más grande que un elefante que venía hacia mi derecha, yo que en peligro me vi, me metí por un reducto y por ese mismo conducto el toro detrás de mí, «jojoi» …». Era la voz de mi madre. Lo había declamado de corrido sin ningún tipo de ayuda. Lo escuché varias veces.

Luego me envió una foto de ella, sentada en la cama, y me dijo que lo hizo por sus propios medios, indicándome que ya comía mejor.

—Prima, muchas gracias —le dije.

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Durmiente

Cecilia Escobar


Aquella mañana de sol brillante cuando Aurora despertó de su largo sueño, se encontró en una habitación llena de telarañas, olor a gato y polvo acumulado.

Se dio cuenta de inmediato que no podía moverse con facilidad, debido a sus entumecidas extremidades y al hecho de estar casi incrustada en el colchón de paja y lana de su ahora incómoda cama.

Giró la cabeza hacia ambos lados, inspeccionando en silencio la alcoba de grandes ventanas por donde entraba con desvergüenza la luz del mediodía. 

A un costado de la amplia recámara roncaban ruidosamente las hadas gordas y perezosas, que como cada noche se habían emborrachado y jugado al póker. 

Las ancianas benevolentes olvidaron con los años su tarea protectora y se limitaron a holgazanear en el palacio o revolotear por las ciudades recogiendo gatos callejeros o descubriendo nuevos vicios.

En vano esperaron por alguien que con muchos besos, rompiera el encantamiento que pesaba sobre Aurora. Nunca nadie lo intentó, la heredera tuvo siempre mala fama. Con el tiempo la historia se hizo conocida en los reinos más lejanos. 

La decadencia estaba presente en los descoloridos tapices de la pieza, que en su tiempo fueron de valor incalculable. Las hermosas cortinas habían sido desgarradas por los gatos y pendían casi de hilos, otros pedazos yacían en el suelo de alfombras raídas junto a pequeños trozos desprendidos del paramento superior del cuarto, que habían cedido por la filtración del agua de la lluvia, haciéndole perder calidez y confort a la estancia. 

Por esos detalles, la princesa dedujo que había transcurrido mucho tiempo desde que le rogara al hada del bosque, concederle el deseo de dormir profundo hasta que tuviese la mayoría de edad. Aquella visión del lugar no se acercaba ni por asomo a los recuerdos de la infante, causando en ella un sentimiento de melancolía y nostalgia. 

«Algo debió salir mal en el hechizo» pensó Aurora, recordando sus ansias de libertad y lo mucho que la enervaban sus padres. 

«Nunca me casaré ni tendré hijos. Prefiero el abrazo frío de la muerte a la eterna condena de un matrimonio infeliz» —le había dicho alguna vez a su madre. 

Se incorporó muy despacio percibiendo en sus labios aún la humedad de unos besos, sensación que le devolvió su deseo por la vida cotidiana. 

«¿Y si la ninfa Calamidad se equivocó de maleficio?» murmuró pensativa. «Era conocida por ser muy torpe» —agregó con desagrado desperezándose. 

Al poco rato, oyó la voz y enseguida los pasos de alguien subiendo por la escalera de madera que llevaba hasta ella y que ahora crujía con cada movimiento del misterioso visitante. Aurora sintió curiosidad por conocer a su atrevido basoréxico y se quedó observando con atención el último escalón mientras acomodaba su largo cabello alborotado. 

Grande fue su desconcierto al descubrir que su príncipe, era en realidad una princesa andrógina con ojos de cielo y acento francés. Esta avanzaba sonriente hacia ella ofreciéndole una taza con una bebida oscura, caliente y de olor extraordinario. 

«Café» —dijo la chica con picardía. «Una bebida sobrevalorada pero que te hará sentir más viva». 

En la otra mano sujetaba un extraño aparato casi pegado a la oreja, por el cual parecía comunicarse con alguien. 

«Ha despertado con mis besos» ­Exclamó con júbilo. «Se ve hermosa y lozana. Quiero casarme con ella. Por favor traer parte de mis pertenencias al palacio» —Con estas palabras zanjó la conversación, replegó su teléfono y miró fijamente a la perpleja joven que bebía a sorbitos sentada al borde de la cama. 

Turbada por aquel encuentro y la decisión de la muchacha que la tomaba por sorpresa, Aurora huyó despavorida tropezando y cayendo por la escalera con tanta furia, que al final lo único que quedó de ella fue un montículo de huesos secos hechos casi ceniza.

martes, 13 de diciembre de 2022

¿Han visto mis lentes?

Érika L. Ramírez Levín


La mujer, con los ojos desorbitados, llevó el cuchillo hacia su cuello y se desplomó. El hombre brincó de su silla, rodeó la isla de la cocina y se perdió de vista al agacharse para levantarla, pero solo logró apoyarse sobre las rodillas y acomodarla en sus muslos. Sus hijos lo siguieron asustados y, al verlos, liberaron un grito ahogado. 

—¡¿Qué esperas Daniel?! ¡Pide una ambulancia! —vociferó el padre cubierto con el fluido rojizo y viscoso que emanaba de su esposa—. Aguanta, ya viene la ayuda —se dirigió hacia la mujer agónica que, boqueando, luchaba por respirar.

La hija se arrojó junto a ellos e hincada lloraba y repetía sin cesar: «Mamita, perdóname, no quería gritarte así de feo», poseída por un intenso remordimiento. En un acto impulsivo estiró el brazo para remover el cuchillo ensangrentado de la mano de su madre, pero el esposo la despertó de su sopor con un bramido:

—¡No! ¡No lo toques! ¿Quieres que te inculpen?

Fue como si el tiempo se hubiera detenido y nadie supiera qué hacer o cómo reaccionar. El mundo tedioso y rutinario que conocían, ese que la mujer moribunda balanceaba sola, se derrumbaba frente a ellos. 

«¡Cuánto misterio!», pensaba divertida Cecilia una hora antes. En uno más de sus intentos por suavizar su existencia, imaginaba que estaba en una de esas películas de suspenso donde el protagonista aparecía a través de la niebla densa, solo que ella entraba al pequeño cuarto de baño inundado por el vapor y calor pegajoso del ambiente. Su visión se empañó y su temperatura se incrementó en un santiamén.

—Gordo, ¿has visto mis lentes? —preguntó distraída a su esposo—. No los encuentro.  

Camuflado con la bruma cálida y espesa, un hombre robusto de cabello negro pasaba la hoja de afeitar por su gran mejilla derecha retirando con sumo cuidado la espuma blanca que le cubría la mitad de la cara. Cecilia removió las cosas de encima del lavabo, buscó en el armario junto a la regadera y en los estantes sobre el excusado. «¿Dónde los dejé… dónde?», cavilaba mientras salía de ahí y regresaba a la habitación aún oscura.

Abrió y cerró los cajones de la cómoda, de las mesitas de noche, del clóset. Nada. ¡Qué exasperación! Estaba segura de haberlos visto hace poco… ¡¿en dónde?! El saco negro de su esposo se encontraba tirado al borde de la cama; sacudió irritada la cabeza. «¡Ay este señor! Llega tardísimo y avienta todo», dijo agachándose molesta: «¿¡Es tan difícil ponerlo en la ropa sucia?!». Al levantarlo, una ligera brisa le golpeó el olfato cuando percibió un aroma delicado, distinto, mezclado con la loción que Tiburcio acostumbraba usar para el trabajo. «¿A qué… huele?». Acercó la solapa a su cara para aspirar con fuerza. «¿Será una nueva versión de la marca?». 

Dio un gran brinco cuando la puerta del baño se abrió y su marido salió con el torso velludo al descubierto y una toalla rodeándolo de cintura para abajo detenida por el voluminoso vientre que colgaba bajo el pecho.

—Oye, tu saco huele raro —comenzó a decir con voz suave.

—Está sucio —la frenó de modo cortante—. Mándalo a la tintorería con lo demás —ordenó Tiburcio sin inmutarse. 

—Tampoco me tienes que hablar así —espetó la esposa entre dientes.

Sin embargo, el aroma se le quedó impregnado en la memoria como una pieza de rompecabezas por colocar. Seguía aferrada al atuendo forzándose a recordar si distinguía esa esencia de algún otro lado cuando vio el reloj.

«¡Qué tarde es!», chilló desconcertada y, en un repentino impulso cargado de adrenalina, aventó hecha bola la prenda al cesto del clóset. «Si a él no le importa su ropa, a mí menos». Alejó de sí misma la sutil culpa que experimentó y salió apresurada del dormitorio.

«¿Dónde habré dejado mis lentes?». En un acto reflejo volteó a verse las manos vacías: esa impresión de estar buscando algo que acababa de ver o que podría traer encima, la torturaba. Las pantuflas impacientes se arrastraron por el piso hasta llegar a la habitación de su hijo. Un ligero olor a humo provenía de la base de la puerta. Intentó abrirla, pero estaba cerrada por dentro. Tocó suave con los nudillos y acercó la boca a la madera como si hubiera un micrófono integrado.

—Daniel... ¿está todo bien? Ábreme por favor —musitó. No hubo contestación.

—¿Hijo? ¿Estás quemando algo? —Se talló la nariz para alejar el tufo—. Vas a llegar tarde —continuó con tono dócil, pero algo llamó su atención y pegó el oído a la puerta—. ¿Hay… alguien ahí contigo?

Un par de risas seguidas de varios «shhh» rompieron el silencio forzado en el interior.

—¡Quiero dormir! —al fin gritó el chico.

—No te vayas a lastimar, el fuego es peligroso —dijo preocupada.

—Neto madre, ¡déjame en paz! —gritó sin un ápice de consideración hacia la mujer al otro lado del umbral.

—Ya, ya, ¡qué genio! Ah, oye, ¿has visto mis lentes? —concluyó despegándose despacio.

Esperó unos segundos sin obtener respuesta. Consternada, continuó su camino por el pasillo apretando, sin notarlo, los puños. Una súbita sensación de vacío se apoderó de la calma a la que intentaba aferrarse. Algo se le estaba escapando, pero ¿qué? Esta maldita idea la seguía molestando.  Levantó y movió los adornos que vestían los muebles; recorrió hacia adelante los marcos con fotografías en las repisas. Incluso prendió la luz para asegurarse de no perder detalle, mas no tuvo éxito. No obstante, mientras buscaba, se quedó con la vista perdida y una enorme sonrisa la pilló al ver los retratos de dos bebés riendo a carcajadas manchados de pies a cabeza con su primera papilla. Sus dedos dejaron de presionar sus palmas. «¿En qué momento pasó tanto tiempo?», rumiaba alejándose por un instante de su realidad.

Notó que, en la superficie junto al segundo portarretratos, sobresalía una mancha redonda de una tonalidad más tenue que el resto del brillo de la mesa. «¿No tenía yo ahí un adorno de plata?», se distrajo queriendo reconstruir en su mente lo que estaba antes dispuesto en esa zona. En el afán por encontrar sus anteojos, ella misma desordenó las cosas y concluyó que quizá, sin darse cuenta, había movido el adorno a otra mesa. «Tengo que decirle a María que limpie mejor el polvo», cerró y apretó los ojos en un ademán de memorizar lo que acababa de decir. «Van varios adornos que muevo y no sé dónde los dejo, ¡como mis lentes! ¡Qué estúpida!», se increpó golpeándose las sienes con los puños nuevamente apretados. 

Siguió avanzando hasta la cuarta recámara al final del pasillo, junto al otro baño de la casa.

—¿Hija? ¿Ya te despertaste? —preguntó una vez que giró el picaporte, mas igual que con el anterior, se topó con que estaba asegurado por dentro. Del otro lado brotaban sollozos y su angustia se agudizó—. ¿Estás bien Camila?

—¡Lárgate, no te incumbe! —respondió la joven con un alarido doloroso.

—¿Cómo no me va a incumbir si soy tu mamá? —gimió Cecilia con el corazón oprimido—. ¿Por qué lloras?

—¿¡Qué parte de «lárgate» no entiendes!?—se desgañitó al soltar un berrido lastimoso.

—Cami, ¿de pura casualidad sabes dónde dejé mis lentes? —un rugido agudo la interrumpió—. ¡Dios! ¡¿Qué les pasa hoy a todos?!

En vista de sus fracasos matutinos, prosiguió su camino hacia la cocina desviando la mirada a cada paso que daba, buscando. Su pecho se agitaba al ritmo de su frustración. «¿Por qué me gritan así?». Puso a trabajar la cafetera, partió unas naranjas y llenó tres vasos con su jugo. Prendió la estufa y acomodó la sartén más grande en la lumbre a la vez que vertía un poco de aceite en su interior. Abrió el refrigerador y sacó los huevos y el jamón, sin perder la oportunidad de revisar las alacenas, los cajones o las superficies de los muebles por si sus gafas aparecían. 

Apenas el chisporroteo del jamón al tocar la paila caliente rasgó el sosiego del entorno, el aroma inusual que percibió en el cuarto de su hijo volvió a su mente. «Olía como a… ¿una planta quemándose?»; de inmediato se trasladó a su juventud, cuando Tiburcio y ella retozaban en un campo alejado del pueblo, besándose y acariciándose sobre el pasto otoñal y crujiente de hojas secas bajo sus cuerpos semidesnudos. Jadeando de satisfacción, él encendió un cigarro y varias cenizas alcanzaron algunas hojas que comenzaron a arder. Se le erizó la piel tan solo de rememorarlo. Meneó la cabeza para rechazar esa visión. Su inquietud retornó con sus hijos. ¿Y esa voz? Él no tiene tele dentro, ¿estaría escuchando la radio? ¿Y por qué lloraba Camila? ¡Ay no! ¿Reprobaría alguna materia? Voy a preguntarle si quiere que la ayude a estudiar, se propuso. ¿Qué tanto habrían podido evolucionar las matemáticas o el análisis semántico de las oraciones? 

Luego recordó la fragancia del saco de su esposo, tan inusual, aunque de algún modo, conocida. De forma abrupta la imagen de una cena a la que lo acompañó varios años atrás la sorprendió. Iba colgada de su brazo, orgullosa y elegante. Saludaron al jefe de la empresa, a sus compañeros de oficina, a… la… secretaria… su perfume… Como si la hubieran soltado sobre un precipicio, se quedó sin aire y su interior se tambaleó con una intensidad que la asustó.

—¡Imbécil! —gritó Camila al tiempo que Daniel la empujaba hacia el interior de la cocina. El estrépito de la puerta al azotarse disolvió de tajo los pensamientos de Cecilia.

Los tres integrantes, de mala gana y sin mirarse entre ellos, se acomodaron en el desayunador. Cecilia, temblorosa, distribuyó los vasos con los jugos, le sirvió una taza de café a su esposo y repartió los platos frente a cada uno. Nadie levantó la vista ni se oyó algún agradecimiento a pesar de quedarse parada frente a ellos un momento. 

En automático, con paso firme, regresó a la barra y agarró un cuchillo. Comenzó a cortar la fruta absorta en su mundo agonizante y ávido de respuestas, golpeando la tabla de picar con tanto vigor que parecía querer desmenuzar todos los pensamientos que se batían en su mente. La sandía y el melón se convirtieron en un puré jugoso< mientras en su cabeza los retazos acumulados se repetían una y otra vez sin tregua: el saco, el humo, el llanto, el aroma… los lentes. Su respiración se aceleraba al compás de su creciente turbación. Sentía que la respuesta era obvia, como si la tuviera en la punta de la lengua y le quemara las entrañas escupirla sin lograrlo.

Luego de unos minutos, preguntó con tono seco y algo brusco:

—¿Han visto mis lentes?

Empapados de incredulidad, de impaciencia, de una rabia que se había acumulado por años de secretos y mentiras, levantaron la cara y al unísono gritaron:

—¡¡¡Frente a tus ojos!!!