Llevaba
años esperando saber algo de ella sin tener ninguna noticia de verdad
confiable, es decir: noticias, y muchas, sí me llegaban, pero no pasaban de ser
meros chismorreos.
Ocasionalmente
la llamé, claro, pero exceptuando la fecha de su cumpleaños en la que apenas si
me concedía un comedido «gracias», jamás me contestaba. Como no podía verla
nunca, y casi tampoco hablarle, un par de veces cada año me obligaba a
transigir mi aversión por las redes sociales, y utilizar el perfil de mi primo
para husmear sus foticos en el Facebook. Lo anterior les habrá sonado un poco
patético, y ciertamente lo es, cómo no; pero mi intención no es dar una imagen
acrecentada de mí mismo, sino contar con sinceridad esta historia.
Ocurrió
cuando llevábamos poco más de un lustro separados, ya había perdido toda
esperanza de reconciliación y por fin empezaba a proyectar mi vida sin ella.
Por aquellos días, hasta me sorprendí cuando constaté que no podía evocar a la
perfección su sonrisa, e incluso llegué a dudar si la comisura sobresaliente de
la misma era la izquierda o la derecha. De cualquier modo, fue en una de esas
tardes en las que me encauzaba hacia al olvido, cuando llamó.
Le
contesté con un tartamudeo vergonzoso, lo admito, en cambio ella me conversó
del otro lado de la línea como si nada hubiese ocurrido entre los dos, como si
hubiésemos pasado juntos la noche anterior, como
si no nos separasen unos cinco años y cuatrocientos kilómetros. «Ya que estoy
en la ciudad, ¿nos tomamos algo?», propuso.
Anteriormente me había dicho esas mismas palabras, o en todo caso, unas muy
similares —por supuesto, yo sí le
respondía sus escasísimas llamadas—. La cuestión era que ella tenía el vicio
de, muy de cuando en cuando, invitarme a un trago, a una cena o al cine, para
al final, en el último minuto —casi siempre conmigo en el lugar convenido—,
dejarme plantado con cualquier excusa. De todas formas acepté. Ah… qué
felicidad sentí en ese instante. Era una alegría de esas grandes e ingenuas.
Pero también estaba nervioso, claro, hecho que indiscretamente dejaban
traslucir mis axilas. Años sin vernos, y ahora así tan de repente. Qué podría
decirle tras esta larga separación: que no la había olvidado; que después de
ella se agotó mi capacidad para amar a otros y hasta a mí mismo; que sin su
compañía me sentía tan solo, que dedicaba
horas a contemplar las fotos que nos tomamos juntos, y que yo conservaba como
un tesoro.
Quedamos
en encontrarnos en una cervecería-bar instalada en una antigua casa colonial de
la localidad. Yo llegué unos quince minutos antes de lo acordado, y me ubiqué
en el centro de lo que originalmente debió de ser el patio interior de la
casona. Solitario en la mesa trataba de alejar la idea de un nuevo plantón
siguiendo con la mirada a quienes iban al baño: veía como estos subían o no,
dependiendo si estaban en el patio como yo, o en lo que antaño fueran las
habitaciones de arriba; y luego atravesaban la totalidad del corredor de ese
segundo piso, que con su hermosa barandilla de cedro circundaba el susodicho
patio. En tanto, me iba bebiendo una jarra de su famosa cerveza artesanal cada
vez más tibia.
Acabada
una segunda jarra, llegó ella. Llevaba un
vestido negro y ceñido, y con sus taconcitos finos se dirigió directamente a mi
mesa mientras la observaba con el orgullo
masculino henchido, pues era consciente de la multitud de ojos que tampoco se
le despegaban: lascivos los de los hombres y envidiosos los de las
mujeres —¡de veras estaba linda!—. Se inclinó para saludar. Me golpeó con aquel
perfume cítrico que demasiado bien recordaba. Y me estampó un besito solapado,
es decir, en la mejilla sí, pero donde esta limita con los labios. Enseguida se sentó, llamó al mesero y pidió una
botella de Chivas con dos vasos. Yo odiaba el whisky, pero no le reproché nada —¿¡quién podría!?—.
Cobijados
por la tenue música rock y el
murmullito de las conversaciones aledañas, empezó a hablarme sin parar sobre un
sinnúmero de temas intrascendentes, puras blabladurías, las hubiésemos designado
en nuestros buenos tiempos; y entretanto iba sirviendo vaso tras vaso —dos
dedos y sin hielo, por supuesto— de aquel licor ambarino que los dos bebíamos
de inmediato, pero siempre con un brindis precedente. Embelesado, escuchaba su
conversación asintiendo con la cabeza a intervalos más o menos regulares, pero
en realidad apenas prestaba atención al sinuoso movimiento de sus labiecitos
gruesos. La botella menguaba con rapidez, y yo que no recordaba que tomara
tanto me esmeraba por seguirle el ritmo, pues no
quería quedar mal. En un momento dado, noté que su rodilla izquierda se
apretujaba contra una de las mías. Debían haber permanecido así,
junticas, desde hacía rato, pero el exceso de alcohol me tenía los nervios
entumecidos. Entonces comprendí lo que tenía que hacer, y deslizando mis dedos
entre su rubia cabellera la sujeté firmemente por la nuca. Le acerqué mi rostro
y besé sus bonitos labios que no ofrecieron resistencia alguna al paso de mi
lengua. Nos besamos de esta manera largo rato, y
solo nos detuvimos cuando se acercó el mesero para pedirle otra botella
de whisky.
Los
brindis se encadenaban, y nosotros ahí completamente exaltados: nos decíamos
palabritas dulces, nos reíamos, nos acariciábamos, nos besábamos con
desvergüenza. Ella me hacía sentir grande, desinhibido, protegido contra
cualquier cosa. Con ella junto a mí, lo podría todo, todo. Excepto retener por más tiempo ese líquido áureo que peleaba
por salir, y que distendía hasta el ridículo mi pobre vejiga. Debía parar los
besos, subir las escaleras, circundar el corredor del segundo piso, hacer la
fila para entrar al único baño... ¡bah!, aún podría aguantar un poco más.
Proseguimos,
pues, con los tocamientos, demasiado impropios para aquel sitio cada vez más
atestado, claro, pero no nos importaba. La felicidad de estar juntos de nuevo,
y por qué no, para siempre, me tenía totalmente achispado. Sentirla cerca y
disponible, ah… qué seguridad me daba para hablar y actuar, yo que era un timorato.
Entre beso y beso, charlábamos sobre todo lo que habíamos hecho en los últimos
cinco años, sabedores de que nada da más arrechera que las confidencias. En
fin, en esas estábamos cuando me asaltó una punzada pélvica de mayor intensidad
a las anteriores. Definitivamente no podría procrastinar más la visita al baño.
Le di
un beso adicional y me levanté. Tan pronto estuve de pie, lo supe sin lugar a
dudas: no era la reconciliación lo que me tenía así de achispado, ¡no!: era el
alcohol. Entonces me abrí bruscamente paso hasta las escaleras atropellando
algunos clientes, sillas y meseros. Luego, acompañado de unas repentinas náuseas,
las subí apenas sin inconvenientes; pero al final, en el último peldaño, de hecho,
se me escapó una arcada cuyo líquido todavía pude retener apretando con fuerza
los dientes. Con un sutil bamboleo continué por el pasillo sin desprenderme
nunca de la bonita barandilla, no obstante, unos metros más allá, un mal paso
me sacó una segunda arcada que, sumándose a la previa, sobrepasó la capacidad
de mis abombadísimos carrillos. El vómito, abundante —¡Dios mío, sí fue
abundante!—, chocó contra el piso para escurrirse entre los barandales hacia el
piso inferior con sus mesitas y comensales.
Intentando
ignorar las imprecaciones por y para mi expulsión, terminé el corredor y
colándome en la fila entré en el maldito baño. Oriné y me enjuagué la boca, y
después deshice el largo camino de vuelta a nuestra mesa donde solo me esperaban la botella de Chivas y el par de
vasos vacíos. Dejé allí todo el dinero que cargaba conmigo y salí
despavorido del bar sin girar la cabeza ni regresar nunca.
De más
está aclarar que no reiniciamos nuestra relación. Su vida ya la tenía por allá,
y la mía, mal que bien, acá; y aparte, estaba el anterior incidente, por
supuesto. De hecho, ni siquiera nos hemos vuelto a citar, así sea para dejarme
otra vez plantado. Todavía nos quedan, eso sí, las llamaditas anuales, cada
treinta de agosto, en su cumpleaños.