miércoles, 23 de enero de 2019

El incidente


 Juan Esteban Sierra Quiceno


Llevaba años esperando saber algo de ella sin tener ninguna noticia de verdad confiable, es decir: noticias, y muchas, sí me llegaban, pero no pasaban de ser meros chismorreos.

Ocasionalmente la llamé, claro, pero exceptuando la fecha de su cumpleaños en la que apenas si me concedía un comedido «gracias», jamás me contestaba. Como no podía verla nunca, y casi tampoco hablarle, un par de veces cada año me obligaba a transigir mi aversión por las redes sociales, y utilizar el perfil de mi primo para husmear sus foticos en el Facebook. Lo anterior les habrá sonado un poco patético, y ciertamente lo es, cómo no; pero mi intención no es dar una imagen acrecentada de mí mismo, sino contar con sinceridad esta historia.

Ocurrió cuando llevábamos poco más de un lustro separados, ya había perdido toda esperanza de reconciliación y por fin empezaba a proyectar mi vida sin ella. Por aquellos días, hasta me sorprendí cuando constaté que no podía evocar a la perfección su sonrisa, e incluso llegué a dudar si la comisura sobresaliente de la misma era la izquierda o la derecha. De cualquier modo, fue en una de esas tardes en las que me encauzaba hacia al olvido, cuando llamó.

Le contesté con un tartamudeo vergonzoso, lo admito, en cambio ella me conversó del otro lado de la línea como si nada hubiese ocurrido entre los dos, como si hubiésemos pasado juntos la noche anterior, como si no nos separasen unos cinco años y cuatrocientos kilómetros. «Ya que estoy en la ciudad, ¿nos tomamos algo?», propuso. Anteriormente me había dicho esas mismas palabras, o en todo caso, unas muy similares —por supuesto, yo sí le respondía sus escasísimas llamadas—. La cuestión era que ella tenía el vicio de, muy de cuando en cuando, invitarme a un trago, a una cena o al cine, para al final, en el último minuto —casi siempre conmigo en el lugar convenido—, dejarme plantado con cualquier excusa. De todas formas acepté. Ah… qué felicidad sentí en ese instante. Era una alegría de esas grandes e ingenuas. Pero también estaba nervioso, claro, hecho que indiscretamente dejaban traslucir mis axilas. Años sin vernos, y ahora así tan de repente. Qué podría decirle tras esta larga separación: que no la había olvidado; que después de ella se agotó mi capacidad para amar a otros y hasta a mí mismo; que sin su compañía me sentía tan solo, que dedicaba horas a contemplar las fotos que nos tomamos juntos, y que yo conservaba como un tesoro.

Quedamos en encontrarnos en una cervecería-bar instalada en una antigua casa colonial de la localidad. Yo llegué unos quince minutos antes de lo acordado, y me ubiqué en el centro de lo que originalmente debió de ser el patio interior de la casona. Solitario en la mesa trataba de alejar la idea de un nuevo plantón siguiendo con la mirada a quienes iban al baño: veía como estos subían o no, dependiendo si estaban en el patio como yo, o en lo que antaño fueran las habitaciones de arriba; y luego atravesaban la totalidad del corredor de ese segundo piso, que con su hermosa barandilla de cedro circundaba el susodicho patio. En tanto, me iba bebiendo una jarra de su famosa cerveza artesanal cada vez más tibia.

Acabada una segunda jarra, llegó ella. Llevaba un vestido negro y ceñido, y con sus taconcitos finos se dirigió directamente a mi mesa mientras la observaba con el orgullo masculino henchido, pues era consciente de la multitud de ojos que tampoco se le despegaban: lascivos los de los hombres y envidiosos los de las mujeres —¡de veras estaba linda!—. Se inclinó para saludar. Me golpeó con aquel perfume cítrico que demasiado bien recordaba. Y me estampó un besito solapado, es decir, en la mejilla sí, pero donde esta limita con los labios. Enseguida se sentó, llamó al mesero y pidió una botella de Chivas con dos vasos. Yo odiaba el whisky, pero no le reproché nada —¿¡quién podría!?—.

Cobijados por la tenue música rock y el murmullito de las conversaciones aledañas, empezó a hablarme sin parar sobre un sinnúmero de temas intrascendentes, puras blabladurías, las hubiésemos designado en nuestros buenos tiempos; y entretanto iba sirviendo vaso tras vaso —dos dedos y sin hielo, por supuesto— de aquel licor ambarino que los dos bebíamos de inmediato, pero siempre con un brindis precedente. Embelesado, escuchaba su conversación asintiendo con la cabeza a intervalos más o menos regulares, pero en realidad apenas prestaba atención al sinuoso movimiento de sus labiecitos gruesos. La botella menguaba con rapidez, y yo que no recordaba que tomara tanto me esmeraba por seguirle el ritmo, pues no quería quedar mal. En un momento dado, noté que su rodilla izquierda se apretujaba contra una de las mías. Debían haber permanecido así, junticas, desde hacía rato, pero el exceso de alcohol me tenía los nervios entumecidos. Entonces comprendí lo que tenía que hacer, y deslizando mis dedos entre su rubia cabellera la sujeté firmemente por la nuca. Le acerqué mi rostro y besé sus bonitos labios que no ofrecieron resistencia alguna al paso de mi lengua. Nos besamos de esta manera largo rato, y solo nos detuvimos cuando se acercó el mesero para pedirle otra botella de whisky.

Los brindis se encadenaban, y nosotros ahí completamente exaltados: nos decíamos palabritas dulces, nos reíamos, nos acariciábamos, nos besábamos con desvergüenza. Ella me hacía sentir grande, desinhibido, protegido contra cualquier cosa. Con ella junto a mí, lo podría todo, todo. Excepto retener por más tiempo ese líquido áureo que peleaba por salir, y que distendía hasta el ridículo mi pobre vejiga. Debía parar los besos, subir las escaleras, circundar el corredor del segundo piso, hacer la fila para entrar al único baño... ¡bah!, aún podría aguantar un poco más.

Proseguimos, pues, con los tocamientos, demasiado impropios para aquel sitio cada vez más atestado, claro, pero no nos importaba. La felicidad de estar juntos de nuevo, y por qué no, para siempre, me tenía totalmente achispado. Sentirla cerca y disponible, ah… qué seguridad me daba para hablar y actuar, yo que era un timorato. Entre beso y beso, charlábamos sobre todo lo que habíamos hecho en los últimos cinco años, sabedores de que nada da más arrechera que las confidencias. En fin, en esas estábamos cuando me asaltó una punzada pélvica de mayor intensidad a las anteriores. Definitivamente no podría procrastinar más la visita al baño.

Le di un beso adicional y me levanté. Tan pronto estuve de pie, lo supe sin lugar a dudas: no era la reconciliación lo que me tenía así de achispado, ¡no!: era el alcohol. Entonces me abrí bruscamente paso hasta las escaleras atropellando algunos clientes, sillas y meseros. Luego, acompañado de unas repentinas náuseas, las subí apenas sin inconvenientes; pero al final, en el último peldaño, de hecho, se me escapó una arcada cuyo líquido todavía pude retener apretando con fuerza los dientes. Con un sutil bamboleo continué por el pasillo sin desprenderme nunca de la bonita barandilla, no obstante, unos metros más allá, un mal paso me sacó una segunda arcada que, sumándose a la previa, sobrepasó la capacidad de mis abombadísimos carrillos. El vómito, abundante —¡Dios mío, sí fue abundante!—, chocó contra el piso para escurrirse entre los barandales hacia el piso inferior con sus mesitas y comensales.

Intentando ignorar las imprecaciones por y para mi expulsión, terminé el corredor y colándome en la fila entré en el maldito baño. Oriné y me enjuagué la boca, y después deshice el largo camino de vuelta a nuestra mesa donde solo me esperaban la botella de Chivas y el par de vasos vacíos. Dejé allí todo el dinero que cargaba conmigo y salí despavorido del bar sin girar la cabeza ni regresar nunca.

De más está aclarar que no reiniciamos nuestra relación. Su vida ya la tenía por allá, y la mía, mal que bien, acá; y aparte, estaba el anterior incidente, por supuesto. De hecho, ni siquiera nos hemos vuelto a citar, así sea para dejarme otra vez plantado. Todavía nos quedan, eso sí, las llamaditas anuales, cada treinta de agosto, en su cumpleaños.

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