viernes, 1 de febrero de 2019

Mi pecado fue el silencio


Constanza Aimola


Nunca pensé escribir sobre este capítulo de mi vida. Es una de esas historias que cualquier persona preferiría mantener en lo más escondido de su inconsciente y hasta evitar pensar en lo que sucedió.

Si alguien está leyendo esto es porque estoy muerta, me aseguré de mantener en secreto varias historias, por las que sería fuertemente juzgada si salían a la luz pública. Alguna vez pensé que quizá me hubieran perdonado, pero habría tenido que vivir siendo señalada.

Nací en Bogotá el doce de octubre de 1913 y decidí escribir esto hoy, el día que cumplo cuarenta años, una edad, en la que quiero liberarme de mi pasado, al menos escribiendo como una forma de desahogo.

Pareciera un argumento trillado, pero me enamoré, cuando menos creía, del que no debía, y en contra de todos los pronósticos de la sociedad, de un hombre que me triplicaba la edad y al que fui fiel y estuve firme a su lado aunque no hubiéramos jurado amor en una iglesia o un juzgado. Este amor no fue el típico cuento de hadas, teníamos muchos intereses y un juego de poder que aunque interesante, sacaba a esta historia de amor de la cotidianidad.

Hace ya muchos años, conocí a Buenaventura Nepomuceno Matallana, un abogado que se había ganado la confianza de muchas personas pudientes y acaudaladas de la ciudad. Logré trabajar con él cuando mi mayor aspiración era entrar en el ámbito del derecho, lo que se convirtió en un reto y la posibilidad de cumplir mis sueños.

Terminaba mi adolescencia, en una época en la que Bogotá era más conservadora y solapada que ahora, cuando se respiraba un ambiente de pulcritud y honestidad, guardándose los más altos estándares de respeto por las normas, la religión y la estética, aun cuando se movieran sigilosamente los más sucios y turbulentos secretos de una sociedad corrupta.

Recuerdo con claridad el día que presenté la entrevista para trabajar con Nepomuceno, estaba realmente ansiosa y el pánico me agobiaba, sin embargo, me vestí sexi y profesional, mi atuendo me hacía sentir fuerte y valiente. Falda y saco gris de paño, camisa blanca de seda y botones, intencionalmente abiertos desde el tercero, medias veladas negras y tacones de cuero medianamente altos. Cartera de imitación de una marca conocida, que por la época traían en original a la única tienda de ropa que había en el centro. Me las ingenié para falsificar una etiqueta en una tela especial para pegar con la plancha en cualquier material. Mi adorada madre que está en el cielo y se dedicaba al exclusivo diseño y confección de vestidos, me enseñó ese tipo de truquitos, que son, como ella decía, las herramientas para triunfar en la vida, ya que siempre habrá personas que se dejan llevar por estas necedades y que anteponen la apariencia a cualquier principio.

No creo que Nepomuceno conociera de marcas de carteras, sin embargo, de esta forma aparentaba lujo y poca necesidad del trabajo, además, un par de senos discretamente expuestos, es el postre del que se antojan sin excepción todos los hombres.

Lo que creía sería un interrogatorio, se convirtió en una amena charla, llena de carcajadas y coquetería. Nos provocábamos mutuamente, me tocaba la mano disimuladamente, mientras yo bajaba la mirada en una actitud sumisa, pero también me mordía los labios suavemente y me tocaba el cuello, lo que ocasionaba en Matallana un impulso que casi sentía que no podría controlar más, algo entre pasión y locura que más adelante terminó en una ardiente pero clandestina aventura.

Como deben imaginarse, me contrató de inmediato, las demás aspirantes se quedaron afuera de la oficina haciendo fila y el papel de las hojas de vida sirvió más adelante para avivar el fuego de la chimenea que calentó el ambiente en las frías tardes bogotanas.

A diario me inventaba nuevas y mejores formas de enamorarlo. En la mañana cuando llegaba a la oficina tenía sobre el escritorio una taza llena de café caliente, fuerte, negro y sin azúcar. Me dediqué a observar cada una de sus costumbres o detectar lo que le gustaba y a complacerlo en todo. Organizaba sus papeles, tomaba notas sobre sus requerimientos, escribía y enviaba por correo cartas a sus clientes, recorría los juzgados tres días a la semana en mi tiempo libre para no perder espacio a su lado y cuando me pedía el estado de algún proceso, yo ya tenía carpetas separadas con toda la información. Era la compañía perfecta y al mismo tiempo una excelente y dedicada empleada. Quería asegurarme de que siempre me necesitara a su lado.

En el día había tiempo para todo, entre papeles, carpetas y lápices, poco a poco se colaron los besos, las caricias y las palabras seductoras. Luego apareció el sexo que cada vez subía más de intensidad y ocho meses después de trabajar para él, me convertí en su amante.

Nunca más me volvió a faltar la comida, vivía en el mejor hotel de la ciudad, cada dos días visitaba el salón de belleza para arreglarme el cabello y las uñas, tenía ropa nueva cada semana y participaba de todas las reuniones, almuerzos y celebraciones a las que invitaban a Nepomuceno. Me convertí en su asistente privada y aunque todos se imaginaban lo que pasaba a puerta cerrada, nadie decía nada, actuaban con total discreción y ante las esposas era solamente una dedicada empleada. Esta relación nunca tuvo un mayor avance, pues los dos huíamos al compromiso, es mejor disfrutar de la vida sin atarse a una sola persona, tal vez si hubiéramos formalizado todo, no hubiera durado mucho.

En los primeros días de un diciembre, entró a la oficina un hombre alto y muy bien vestido, llevaba del brazo a su esposa como un accesorio costoso. Quería que el doctor Matallana lo asesorara en un caso de invasión de unas tierras de su propiedad en el municipio de Subachoque, a tres horas de Bogotá.

Los atendimos muy bien, almorzamos en un restaurante italiano del centro y logramos que nos diera el caso. Importante, interesante y muy costoso. Pasamos horas estudiando los expedientes y, como era costumbre, Nepomuceno preparó un juicio magistral que fue cubierto por varios reporteros del periódico local.

Mientras transcurría el litigio, pasamos mucho tiempo con la importante familia Torres. Todas las semanas fuimos a lujosas cenas, viajamos a la finca de Subachoque y conocimos muchos otros personajes que eran clientes potenciales y confiaron en Nepomuceno para que llevara sus casos de herencias, testamentos, divorcios y otros pleitos.

Cada día el doctor Matallana era más conocido y prestigioso. Tenía varios casos en curso y nosotros llenábamos más los bolsillos de dinero. Nunca nos hicimos socios, su amplitud y confianza no llegaba a tanto, Matallana trabajaba en los procesos y yo hacía lo que me decía, no estudié más que el bachillerato, crecí queriendo estudiar leyes, esta es una profesión, que como ninguna, adorna a las personas y les da poder, sin embargo, hoy en día sé que no es necesario estudiar para ejercer una profesión. No participaba tanto desde lo intelectual, pero igual me lucraba de sus negocios. Un día tuvimos sexo entre los billetes, el dinero es algo que me sube como nada la libido y a Nepomuceno nada lo excitaba más que mi placer.

Nuestros encuentros eran siempre en el hotel o en la oficina. Una tarde que regresábamos de la finca después de un idílico fin de semana, me llevó a su casa. Por fin, conocí a Helena, la empleada que por diez años le había servido en su casa. Era una pequeña niña campesina cuando empezó a trabajar con Nepomuceno. Se caracterizaba por su humildad, carácter dócil y capacidad de servicio. En lo que a mí respecta, tenía el tiempo necesario y había ganado méritos para entrar cada vez más en el mundo de este personaje que estaba ayudándome a consolidar mis sueños mientras pasaba los mejores tiempos de mi vida.

Estábamos tomando chocolate con queso y almojábana, preparados por las prodigiosas manos de Helena, cuando tocó a la puerta Emilio Torres. Angustiado y errático, había ido a la oficina del doctor Matallana, allí, después de mucha insistencia, le suministraron el domicilio del abogado. Ese fue el día que conoció a Helena, de quien se enamoró profunda y locamente.

Tal vez, su actitud de servicio, la capacidad para detectar y satisfacer las necesidades de los demás y la atención que le prestaba a él y solo a él, fue lo que hizo que se enamorara de esta mujer del campo que nunca pensó que podría llegar a tanto con alguien tan diferente y de un nivel social tan superior al de ella.

Las visitas empezaron a ser cada vez más frecuentes. Yo solía pasar frente a la casa de Nepomuceno y ahí estaba estacionado el carro de Emilio delante de la puerta. Entraba a la hora del almuerzo y se quedaba hasta las cuatro o cinco justo antes de que Nepomuceno llegara a la casa. Una tarde de estas, mientras sabía que Emilio estaba con Helena, me fui para su casa a verme con su esposa. Lilia de Torres era una mujer de apariencia muy dura, lo menciono por su seriedad, no por su angelical rostro. Piel perfectamente blanca y sin arrugas a pesar de estar entrando a los cincuenta. Delgada y siempre bien vestida, ese día abrió la puerta en bata y con el cabello desarreglado. Hizo cara de horror y se escondió detrás de la puerta. No tenía idea de que iría a su casa, pensó que era la ama de llaves que había salido al mercado por lo que abrió la puerta. Finalmente me invitó a pasar después de disculparse varias veces. Hablamos durante horas acerca de cómo tenía todo en la vida, pero la depresión no la dejaba en paz. Estaba medicada y no podía recuperarse.

Me convertí en su mejor amiga. Pasaron rápidamente cinco meses. Y para entonces tomábamos el té a diario, salíamos de compras y poco a poco la ayudé a regresar a la cordura. Una tarde de lluvia llegué con algo más que colaciones para acompañar el té.

Dos botellas de vodka bebimos entre risas mientras narrábamos historias que en mi caso eran todas inventadas acerca de mis padres millonarios, los viajes al exterior y aventuras que jamás había tenido.

Quizá fue el calor del momento, la desesperación de la soledad o la falsa empatía, pero nos acercamos físicamente y nos besamos. Lenta y tímidamente sus labios tocaban los míos. Me acarició el rostro y pude ver en sus ojos un sentimiento que ningún hombre me había demostrado. Aunque no eran reales las charlas ni lo que hacía, en ese momento sabía que ella lo había creído.

Mientras esto sucedía, sin que yo lo supiera, Nepomuceno estaba tramando algo sucio y tramposo y solo a partir de enterarme de sus planes, pude empezar a entender el hombre que tenía a mi lado.

Ya para este momento los Torres tenían toda su confianza puesta en nosotros. No dudaban ni un segundo de lo que éramos y el juicio estaba ya a punto de terminar con todas las pruebas a su favor. Ese día una mañana, del mes de abril, Emilio y Helena habían tomado la decisión de escaparse para hacer una nueva familia, querían empezar una vida juntos, pero en Bogotá era imposible hacerlo de forma abierta como lo merecían. Emilio defendía mucho a Helena, la hacía sentir importante, tenía su opinión en cuenta, y le había prometido que sería su esposa y nunca se separarían. Por otra parte y mientras yo atendía a otros nuevos clientes, Nepomuceno programó un recorrido de reconocimiento del despeje de la zona de la finca de Subachoque con Emilio Torres, quien no quería aceptar por el plan que tenía con Helena, sin embargo, con el fin de no levantar sospechas, aceptó ir de madrugada, con la promesa de que llegaría a la hora del almuerzo para finalmente dejar todo por ella, inclusive lo que recibiría del proceso que llevaba Matallana, los terrenos y demás propiedades.

En ese momento Torres ya no vivía con su esposa. Se había separado, poniéndose en contra de las normas de la religión y la sociedad bogotana de la época. Matallana le pidió que se quedara en su casa esa noche para poder salir a la madrugada y así fue. Un beso en la frente de Helena, fue el que selló el compromiso de regresar y amarla para siempre lejos de Bogotá. Algo en el corazón de Helena sentía que no lo cumpliría, tal vez nunca creyó que siendo tan humilde, alguien de la categoría de Emilio la amara tan profundamente.

Llegaron a la finca cuando empezaba a amanecer, Marcos era el cuidandero desde que la familia Torres compró los terrenos y era todavía un niño que con su papá aprendía los diferentes oficios. Los acompañó por un rato, pero por recomendación de Matallana los dejó solos. Cuando se estaba alejando escuchó un disparo y regresó. Se ubicó detrás de un árbol y pudo ver al desde entonces doctor Mata cavando un hueco para enterrar el cuerpo sin vida de Torres.

Este fue el hecho con el que empezaron una serie de investigaciones en contra de Buenaventura Nepomuceno Matallana. Cinco años más tarde, me enteré de otros casos que convirtieron a este que resultó ser falso abogado en un reconocido asesino en serie, que embaucaba a sus víctimas, ganándose su confianza y luego las mataba para quedarse con su dinero y propiedades.

De lo que me enteré a lo largo del juicio mientras Nepomuceno permanecía tras las rejas me hizo tomar la decisión de marcharme de su lado, aun cuando sabía que perdería todos los privilegios que gané a su lado. Un techo digno y seguro donde vivir, comida cara y selecta, una vida social muy activa pudiéndome codear con las más altas esferas de la sociedad. Hubo historias macabras, como la de la prostituta que mató y emparedó por tener demasiada información acerca de sus movimientos, los cuales le había contado entre sábanas un día de borrachera; o el de una mujer que le llevaba más de treinta años con quien se casó y a quien mantenía dopada en su casa de campo al cuidado de una enfermera que tenía sobornada.

Tenía conocimiento de algunos de sus movimientos, inclusive un día le di por orden de Nepomuceno, escopolamina al dueño de la lotería de Cundinamarca, con quien accedí a salir para embrujarlo con mis encantos. Nadie que no le cayera en gracia a Nepomuceno se escapaba de su maldad. Buscaba, asediaba y mataba a quien se cruzara en su camino. En esa oportunidad, el hombre se quedó dormido en la habitación del hotel en la que me quedaba y juro que salió caminando al otro día por sus propios medios, aunque varios días después fue encontrado en una zanja de Chía, un municipio baldío cerca de Bogotá. El único que tenía la información de donde estaba, así como interés de acabar con su vida era Nepomuceno.

Quiero seguir escribiendo, hay más cosas que contar, sin embargo, tengo que salir de este hotel de paso, para seguir mi camino hacia la fuga, antes de que me comprometan e inculpen en el caso. Tal vez, en otro lugar, encuentre un abogado, que me sirva para seguir teniendo la vida que merezco.

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