Constanza Aimola
Nunca
pensé escribir sobre este capítulo de mi vida. Es una de esas historias que
cualquier persona preferiría mantener en lo más escondido de su inconsciente y
hasta evitar pensar en lo que sucedió.
Si
alguien está leyendo esto es porque estoy muerta, me aseguré de mantener en
secreto varias historias, por las que sería fuertemente juzgada si salían a la
luz pública. Alguna vez pensé que quizá me hubieran perdonado, pero habría
tenido que vivir siendo señalada.
Nací en
Bogotá el doce de octubre de 1913 y decidí escribir esto hoy, el día que cumplo
cuarenta años, una edad, en la que quiero liberarme de mi pasado, al menos
escribiendo como una forma de desahogo.
Pareciera
un argumento trillado, pero me enamoré, cuando menos creía, del que no debía, y
en contra de todos los pronósticos de la sociedad, de un hombre que me
triplicaba la edad y al que fui fiel y estuve firme a su lado aunque no
hubiéramos jurado amor en una iglesia o un juzgado. Este amor no fue el típico
cuento de hadas, teníamos muchos intereses y un juego de poder que aunque
interesante, sacaba a esta historia de amor de la cotidianidad.
Hace ya
muchos años, conocí a Buenaventura Nepomuceno Matallana, un abogado que se
había ganado la confianza de muchas personas pudientes y acaudaladas de la
ciudad. Logré trabajar con él cuando mi mayor aspiración era entrar en el
ámbito del derecho, lo que se convirtió en un reto y la posibilidad de cumplir
mis sueños.
Terminaba
mi adolescencia, en una época en la que Bogotá era más conservadora y solapada
que ahora, cuando se respiraba un ambiente de pulcritud y honestidad,
guardándose los más altos estándares de respeto por las normas, la religión y
la estética, aun cuando se movieran sigilosamente los más sucios y turbulentos
secretos de una sociedad corrupta.
Recuerdo
con claridad el día que presenté la entrevista para trabajar con Nepomuceno,
estaba realmente ansiosa y el pánico me agobiaba, sin embargo, me vestí sexi y
profesional, mi atuendo me hacía sentir fuerte y valiente. Falda y saco gris de
paño, camisa blanca de seda y botones, intencionalmente abiertos desde el
tercero, medias veladas negras y tacones de cuero medianamente altos. Cartera
de imitación de una marca conocida, que por la época traían en original a la
única tienda de ropa que había en el centro. Me las ingenié para falsificar una
etiqueta en una tela especial para pegar con la plancha en cualquier material.
Mi adorada madre que está en el cielo y se dedicaba al exclusivo diseño y
confección de vestidos, me enseñó ese tipo de truquitos, que son, como ella
decía, las herramientas para triunfar en la vida, ya que siempre habrá personas
que se dejan llevar por estas necedades y que anteponen la apariencia a
cualquier principio.
No creo
que Nepomuceno conociera de marcas de carteras, sin embargo, de esta forma aparentaba
lujo y poca necesidad del trabajo, además, un par de senos discretamente
expuestos, es el postre del que se antojan sin excepción todos los hombres.
Lo que
creía sería un interrogatorio, se convirtió en una amena charla, llena de
carcajadas y coquetería. Nos provocábamos mutuamente, me tocaba la mano disimuladamente,
mientras yo bajaba la mirada en una actitud sumisa, pero también me mordía los
labios suavemente y me tocaba el cuello, lo que ocasionaba en Matallana un
impulso que casi sentía que no podría controlar más, algo entre pasión y locura
que más adelante terminó en una ardiente pero clandestina aventura.
Como
deben imaginarse, me contrató de inmediato, las demás aspirantes se quedaron
afuera de la oficina haciendo fila y el papel de las hojas de vida sirvió más
adelante para avivar el fuego de la chimenea que calentó el ambiente en las
frías tardes bogotanas.
A
diario me inventaba nuevas y mejores formas de enamorarlo. En la mañana cuando
llegaba a la oficina tenía sobre el escritorio una taza llena de café caliente,
fuerte, negro y sin azúcar. Me dediqué a observar cada una de sus costumbres o
detectar lo que le gustaba y a complacerlo en todo. Organizaba sus papeles,
tomaba notas sobre sus requerimientos, escribía y enviaba por correo cartas a
sus clientes, recorría los juzgados tres días a la semana en mi tiempo libre
para no perder espacio a su lado y cuando me pedía el estado de algún proceso,
yo ya tenía carpetas separadas con toda la información. Era la compañía
perfecta y al mismo tiempo una excelente y dedicada empleada. Quería asegurarme
de que siempre me necesitara a su lado.
En el
día había tiempo para todo, entre papeles, carpetas y lápices, poco a poco se
colaron los besos, las caricias y las palabras seductoras. Luego apareció el
sexo que cada vez subía más de intensidad y ocho meses después de trabajar para
él, me convertí en su amante.
Nunca
más me volvió a faltar la comida, vivía en el mejor hotel de la ciudad, cada
dos días visitaba el salón de belleza para arreglarme el cabello y las uñas,
tenía ropa nueva cada semana y participaba de todas las reuniones, almuerzos y
celebraciones a las que invitaban a Nepomuceno. Me convertí en su asistente
privada y aunque todos se imaginaban lo que pasaba a puerta cerrada, nadie
decía nada, actuaban con total discreción y ante las esposas era solamente una
dedicada empleada. Esta relación nunca tuvo un mayor avance, pues los dos
huíamos al compromiso, es mejor disfrutar de la vida sin atarse a una sola
persona, tal vez si hubiéramos formalizado todo, no hubiera durado mucho.
En los
primeros días de un diciembre, entró a la oficina un hombre alto y muy bien
vestido, llevaba del brazo a su esposa como un accesorio costoso. Quería que el
doctor Matallana lo asesorara en un caso de invasión de unas tierras de su
propiedad en el municipio de Subachoque, a tres horas de Bogotá.
Los
atendimos muy bien, almorzamos en un restaurante italiano del centro y logramos
que nos diera el caso. Importante, interesante y muy costoso. Pasamos horas
estudiando los expedientes y, como era costumbre, Nepomuceno preparó un juicio
magistral que fue cubierto por varios reporteros del periódico local.
Mientras
transcurría el litigio, pasamos mucho tiempo con la importante familia Torres.
Todas las semanas fuimos a lujosas cenas, viajamos a la finca de Subachoque y
conocimos muchos otros personajes que eran clientes potenciales y confiaron en
Nepomuceno para que llevara sus casos de herencias, testamentos, divorcios y
otros pleitos.
Cada
día el doctor Matallana era más conocido y prestigioso. Tenía varios casos en
curso y nosotros llenábamos más los bolsillos de dinero. Nunca nos hicimos
socios, su amplitud y confianza no llegaba a tanto, Matallana trabajaba en los
procesos y yo hacía lo que me decía, no estudié más que el bachillerato, crecí
queriendo estudiar leyes, esta es una profesión, que como ninguna, adorna a las
personas y les da poder, sin embargo, hoy en día sé que no es necesario estudiar
para ejercer una profesión. No participaba tanto desde lo intelectual, pero
igual me lucraba de sus negocios. Un día tuvimos sexo entre los billetes, el
dinero es algo que me sube como nada la libido y a Nepomuceno nada lo excitaba
más que mi placer.
Nuestros
encuentros eran siempre en el hotel o en la oficina. Una tarde que regresábamos
de la finca después de un idílico fin de semana, me llevó a su casa. Por fin,
conocí a Helena, la empleada que por diez años le había servido en su casa. Era
una pequeña niña campesina cuando empezó a trabajar con Nepomuceno. Se
caracterizaba por su humildad, carácter dócil y capacidad de servicio. En lo
que a mí respecta, tenía el tiempo necesario y había ganado méritos para entrar
cada vez más en el mundo de este personaje que estaba ayudándome a consolidar
mis sueños mientras pasaba los mejores tiempos de mi vida.
Estábamos
tomando chocolate con queso y almojábana, preparados por las prodigiosas manos
de Helena, cuando tocó a la puerta Emilio Torres. Angustiado y errático, había
ido a la oficina del doctor Matallana, allí, después de mucha insistencia, le
suministraron el domicilio del abogado. Ese fue el día que conoció a Helena, de
quien se enamoró profunda y locamente.
Tal
vez, su actitud de servicio, la capacidad para detectar y satisfacer las
necesidades de los demás y la atención que le prestaba a él y solo a él, fue lo
que hizo que se enamorara de esta mujer del campo que nunca pensó que podría
llegar a tanto con alguien tan diferente y de un nivel social tan superior al
de ella.
Las
visitas empezaron a ser cada vez más frecuentes. Yo solía pasar frente a la
casa de Nepomuceno y ahí estaba estacionado el carro de Emilio delante de la
puerta. Entraba a la hora del almuerzo y se quedaba hasta las cuatro o cinco
justo antes de que Nepomuceno llegara a la casa. Una tarde de estas, mientras
sabía que Emilio estaba con Helena, me fui para su casa a verme con su esposa.
Lilia de Torres era una mujer de apariencia muy dura, lo menciono por su
seriedad, no por su angelical rostro. Piel perfectamente blanca y sin arrugas a
pesar de estar entrando a los cincuenta. Delgada y siempre bien vestida, ese
día abrió la puerta en bata y con el cabello desarreglado. Hizo cara de horror
y se escondió detrás de la puerta. No tenía idea de que iría a su casa, pensó
que era la ama de llaves que había salido al mercado por lo que abrió la
puerta. Finalmente me invitó a pasar después de disculparse varias veces.
Hablamos durante horas acerca de cómo tenía todo en la vida, pero la depresión
no la dejaba en paz. Estaba medicada y no podía recuperarse.
Me
convertí en su mejor amiga. Pasaron rápidamente cinco meses. Y para entonces
tomábamos el té a diario, salíamos de compras y poco a poco la ayudé a regresar
a la cordura. Una tarde de lluvia llegué con algo más que colaciones para
acompañar el té.
Dos
botellas de vodka bebimos entre risas mientras narrábamos historias que en mi
caso eran todas inventadas acerca de mis padres millonarios, los viajes al
exterior y aventuras que jamás había tenido.
Quizá
fue el calor del momento, la desesperación de la soledad o la falsa empatía,
pero nos acercamos físicamente y nos besamos. Lenta y tímidamente sus labios
tocaban los míos. Me acarició el rostro y pude ver en sus ojos un sentimiento
que ningún hombre me había demostrado. Aunque no eran reales las charlas ni lo
que hacía, en ese momento sabía que ella lo había creído.
Mientras
esto sucedía, sin que yo lo supiera, Nepomuceno estaba tramando algo sucio y
tramposo y solo a partir de enterarme de sus planes, pude empezar a entender el
hombre que tenía a mi lado.
Ya para
este momento los Torres tenían toda su confianza puesta en nosotros. No dudaban
ni un segundo de lo que éramos y el juicio estaba ya a punto de terminar con
todas las pruebas a su favor. Ese día una mañana, del mes de abril, Emilio y
Helena habían tomado la decisión de escaparse para hacer una nueva familia,
querían empezar una vida juntos, pero en Bogotá era imposible hacerlo de forma
abierta como lo merecían. Emilio defendía mucho a Helena, la hacía sentir
importante, tenía su opinión en cuenta, y le había prometido que sería su
esposa y nunca se separarían. Por otra parte y mientras yo atendía a otros
nuevos clientes, Nepomuceno programó un recorrido de reconocimiento del despeje
de la zona de la finca de Subachoque con Emilio Torres, quien no quería aceptar
por el plan que tenía con Helena, sin embargo, con el fin de no levantar
sospechas, aceptó ir de madrugada, con la promesa de que llegaría a la hora del
almuerzo para finalmente dejar todo por ella, inclusive lo que recibiría del
proceso que llevaba Matallana, los terrenos y demás propiedades.
En ese
momento Torres ya no vivía con su esposa. Se había separado, poniéndose en
contra de las normas de la religión y la sociedad bogotana de la época.
Matallana le pidió que se quedara en su casa esa noche para poder salir a la
madrugada y así fue. Un beso en la frente de Helena, fue el que selló el
compromiso de regresar y amarla para siempre lejos de Bogotá. Algo en el
corazón de Helena sentía que no lo cumpliría, tal vez nunca creyó que siendo
tan humilde, alguien de la categoría de Emilio la amara tan profundamente.
Llegaron
a la finca cuando empezaba a amanecer, Marcos era el cuidandero desde que la
familia Torres compró los terrenos y era todavía un niño que con su papá
aprendía los diferentes oficios. Los acompañó por un rato, pero por
recomendación de Matallana los dejó solos. Cuando se estaba alejando escuchó un
disparo y regresó. Se ubicó detrás de un árbol y pudo ver al desde entonces
doctor Mata cavando un hueco para enterrar el cuerpo sin vida de Torres.
Este
fue el hecho con el que empezaron una serie de investigaciones en contra de
Buenaventura Nepomuceno Matallana. Cinco años más tarde, me enteré de otros
casos que convirtieron a este que resultó ser falso abogado en un reconocido
asesino en serie, que embaucaba a sus víctimas, ganándose su confianza y luego
las mataba para quedarse con su dinero y propiedades.
De lo
que me enteré a lo largo del juicio mientras Nepomuceno permanecía tras las
rejas me hizo tomar la decisión de marcharme de su lado, aun cuando sabía que
perdería todos los privilegios que gané a su lado. Un techo digno y seguro
donde vivir, comida cara y selecta, una vida social muy activa pudiéndome
codear con las más altas esferas de la sociedad. Hubo historias macabras, como
la de la prostituta que mató y emparedó por tener demasiada información acerca
de sus movimientos, los cuales le había contado entre sábanas un día de borrachera;
o el de una mujer que le llevaba más de treinta años con quien se casó y a
quien mantenía dopada en su casa de campo al cuidado de una enfermera que tenía
sobornada.
Tenía
conocimiento de algunos de sus movimientos, inclusive un día le di por orden de
Nepomuceno, escopolamina al dueño de la lotería de Cundinamarca, con quien
accedí a salir para embrujarlo con mis encantos. Nadie que no le cayera en
gracia a Nepomuceno se escapaba de su maldad. Buscaba, asediaba y mataba a
quien se cruzara en su camino. En esa oportunidad, el hombre se quedó dormido
en la habitación del hotel en la que me quedaba y juro que salió caminando al
otro día por sus propios medios, aunque varios días después fue encontrado en
una zanja de Chía, un municipio baldío cerca de Bogotá. El único que tenía la
información de donde estaba, así como interés de acabar con su vida era
Nepomuceno.
Quiero
seguir escribiendo, hay más cosas que contar, sin embargo, tengo que salir de
este hotel de paso, para seguir mi camino hacia la fuga, antes de que me
comprometan e inculpen en el caso. Tal vez, en otro lugar, encuentre un
abogado, que me sirva para seguir teniendo la vida que merezco.
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