lunes, 29 de abril de 2024

Desenganchar

Lucía Yolanda Alonso Olvera

 

Una ligera y suave brisa cálida entra y levanta la cortina blanca de manta que cubre la ventana de su habitación. Ya son las siete y media de la mañana y se despierta adormilada. Anoche se acostó tarde, pasando la una y media. Llegó fatigada al finalizar otra semana calurosa y ajetreada. En cuanto su piel siente el aire fresco espabila y ve el reloj. ¡Qué suerte que hoy puede quedarse en la cama un poco más tarde que de costumbre para reponerse!, y qué maravilla que Luisa está en casa de las Pérez.

Se incorpora y acomoda la almohada sobre la cabecera. Tiene sed, los tragos de anoche le pasan factura. Toma el vaso de agua que deja en la mesita de noche y se lo bebe de un tirón. Mientras sigue ahí sentada puede disfrutar la hermosa danza que le ofrece la cortina al ritmo del viento que entra por la ventana. Cada vez que la tela se eleva, alcanza a ver el follaje de la imponente jacaranda que está plantada en el camellón frente a su departamento. En el quinto piso, donde vive, puede disfrutar los racimos lilas de flores de este hermoso árbol, que brotan cada primavera y le ofrecen una vista indescriptible desde sus ventanas.  Es afortunada, el departamento es luminoso, amplio y la renta no es tan cara.

Ya tiene que levantarse, debe estar a las once y media con las chicas.  ¡Hoy empiezan las vacaciones! No hay nada que desee más que irse a la playa y desengancharse de todo. Siente una inmensa alegría. En unas horas estarán de camino. De nuevo la invade ese pensamiento de cuánto le gustaría que su vida cambiara y todo fuera más sencillo.

Le van a caer de perlas estos días de sol y mar. Ha tenido unos meses durísimos con esta temporada, pero al final, el balance de la obra fue bueno. Aunque no tuvieron ningún fin de semana lleno total, el teatro tuvo un aceptable aforo y hubo una estupenda recepción del público a esta pieza, adaptada de Las Olas de Virginia Woolf.  La fiesta de clausura de anoche con el grupo estuvo animada y acordaron empezar los ensayos para estrenar una nueva obra para otoño. Su ilusión es que algún día pueda dedicarse nada más que al teatro.

No olvida lo que su padre le dijo cuando le comunicó que quería estudiar actuación: «Ojalá que no te equivoques y puedas vivir sin penurias de esa profesión».

Tiene que reconocer que no se ha muerto de hambre, gracias a que también se sacó el título de maestra de inglés y da clases toda la semana en el colegio donde cursa Luisa la primaria, con lo cual recibe un salario fijo de docente en una escuela privada de mucho prestigio. Además, hace también traducciones de libros y artículos y, cuando hay temporada de teatro, trabaja de actriz, que es su verdadera pasión y vocación. Tres trabajos para pagar las facturas de gastos mensuales para mantenerse ella y su hija. Es mucho esfuerzo y a ratos se siente exhausta, pero con todos sus ingresos logra cubrir lo básico y un poquito más: un mínimo ahorro mensual para que, quizás algún día, tenga para el enganche de un departamento propio. También alcanza para salir de vacaciones dos veces al año y algunas idas esporádicas al cine y al parque de diversiones con Luisa. Debe matarse trabajando, pero no parece, hasta ahora, haber opción en este sistema en el que estamos atrapados los humanos del siglo veintiuno.

Se fija en el reloj, ¡son las ocho y cuarto!, sale de la cama disparada. Va al baño y mientras se sienta, repasa lo que tiene que hacer para estar a las once y media en punto en casa de las Pérez.

«Lo primero: preparar un café bien cargado para agarrar fuerza y energía y mientras lo bebo hacerme un par de huevos fritos con la salsa verde y los frijoles que sobraron de la semana, así no dejaré alimentos frescos en el refrigerador. Debo llevar la barriga llena, porque serán al menos siete horas de carretera. Prepararé también unos sándwiches y me llevaré la fruta que queda para comerla en el camino.  Clara, no olvides congelar la comida que sobró esta semana: el pollo a la pimienta y el arroz y dejar la cocina limpia para que no haya plaga de hormigas al regreso. Terminar de hacer tu maleta y la de Luisa, doblar y guardar la ropa limpia que lavaste antier y que aún está colgada en el tendedero. Recuerda empacar la toalla de peces que tanto le gusta a tu hija y que está guardada en el clóset de blancos. Sacar la pelota, las cubetas y las palas de playa para hacer los castillos de arena. ¡Ay cuánta cosa!».

Le aflora una sonrisa al pensar en los juegos que disfrutará compartir con su hija y sus amigos en las vacaciones.

De repente le viene a la memoria aquel día que, siendo Luisa un bebé, compraron en el súper, Rogelio y ella, los juguetes de playa para cuando creciera la niña. Entonces se dice para sí misma: «Pinche Rogelio cabrón, aquí nos dejaste solas hace cinco años, te bajaste del barco y te valió madre.  ¿Cuándo desaparecerás, por fin, de mi recuerdo? Te odio, siempre fuiste un miserable de mierda y yo una tonta perdida al enamorarme de ti.»

Va a la cocina para preparar y comer el desayuno, pone música, escoge el álbum Caminando del grupo Chambao. Cada vez que se levanta de la mesa baila. La rumba flamenca le encanta y las labores domésticas son más llevaderas al ritmo de la melodía.

Una vez bañada, la casa ordenada y las maletas listas revisa que todos los aparatos estén desconectados, cierra la llave del gas, apaga y guarda el altavoz en su bolso para llevarlo a la playa y pide un úber. Son las once de la mañana, perfecta hora para salir de casa y llegar a la hora acordada con las Pérez. Antes de cerrar la puerta echa el último vistazo a su casa para admirar el hogar que tanto trabajo le ha costado construir. Desde el úber les mandará mensaje a sus padres para avisarles que ya se han ido de vacaciones y pedirles de favor darse una vuelta en la semana para regar las plantas y encender las luces, para que se vea que hay movimiento en el piso y evitar un robo.

Las Pérez son Mónica y Érika, hermanas gemelas. Mónica es madre de Diego y Érika mamá de Carla. Los tres niños son amigos y cursan el cuarto grado de primaria, y como ella es su maestra de inglés, las conoció en las reuniones de evaluación mensual de padres de familia del colegio. De inmediato congeniaron y se hicieron amigas.

Mónica y Érika andan entrando también en los cuarenta, son empresarias, divorciadas como ella y viven juntas con sus hijos en un hermoso y amplio departamento que sus padres les heredaron en vida. Las Pérez son excelentes amigas, solidarias y amorosas. Es el tercer viaje que organizan con los niños, esta vez han decidido ir a la playa La Tortuguita en la costa del Pacífico. Han alquilado una casita frente al mar y pasarán ahí siete fabulosos días. Este destino turístico ha ido creciendo desde la pandemia, ya que es un lugar paradisiaco próximo a una bella y floreciente ciudad en el interior. Hay muchos restaurantes, pequeños hoteles, algunas tiendas y agencias que ofrecen actividades ecoturísticas. Entre sus planes también está visitar Santo Tomás la ciudad que se ha puesto de moda, a una hora de la playa, en donde han abierto una nueva universidad y hace algunos años inauguraron el Centro Cultural de las Artes con muy buena fama en el país.

Después de siete horas de rotarse para conducir, han llegado al anochecer del domingo y se han instalado en una coqueta cabaña rústica construida en un peñasco y que tiene acceso a la playa a través de una escalera. En el segundo piso de la cabaña hay tres habitaciones. En la planta baja hay una cocina amplia con un salón cómodo y una terraza con vistas al mar, en donde está el comedor y las tumbonas con las sombrillas. Desde la terraza pueden bajar a la playa que es preciosa, la arena muy fina, el agua templada y las olas no son muy grandes. Esta es la mejor época del año para vacacionar, el mar está tranquilo y aún no empieza la temporada de huracanes.

El primer día de vacaciones se han levantado temprano Érika y Clara para ir al mercado a comprar frutas y verduras, así como pescado y mariscos frescos para preparar los desayunos y las cenas en la cabaña. A ambas les encanta cocinar y han decidido preparar nuevas recetas que encontraron en internet. Mónica ha pedido que, de vez en cuando, también salgan a almorzar a algunos restaurantes recomendados en la guía turística que consultó en línea y organizar varias excursiones.

Al finalizar las labores de esta primera mañana, las tres madres han acordado tener una junta para establecer las reglas de convivencia de las vacaciones, para evitar roces y altercados. Para ello, han decidido tomarse una cerveza fría y se han acomodado en las tumbonas de la terraza.

—Vamos a pasar aquí siete estupendos días, así que mejor ponernos de acuerdo para la organización de la vida cotidiana —inicia Mónica la conversación, mientras ven a los niños jugando en la playa.

—Yo quiero empezar —agrega Érika—, ya que es la primera vez que alquilamos una casa y no tendremos servicio de hotel, y vamos a cocinar Clara y yo a diario propongo que, Mónica y los niños sean los ayudantes de cocina y nos turnemos el lavado de platos. Así las tareas serán equitativas. ¿Cómo ven?

—De acuerdo —contestan las demás.

—Tenemos dos baños completos —agrega Mónica—. Lo mejor es que uno lo usemos nosotras y el otro los chamacos.

—Aprobado.

—Yo quiero intervenir —dice Clara levantando la mano—, tengo una proposición seria, que va a implicar esfuerzo de las tres, porque cada vez que charlamos caemos en lo mismo. Quiero que en estas vacaciones no hablemos de nuestros exmaridos y eliminemos de nuestra mente todo recuerdo de esos tres impresentables que tanto daño nos han hecho. Es sano desengancharnos de nuestro pasado y esta es una excelente oportunidad para, al menos, intentarlo, ¿qué opinan? —pregunta Clara para finalizar.

Érika y Mónica se miran y emiten una sonora carcajada. Clara se siente desconcertada y va a intervenir de nuevo, cuando las hermanas Pérez dicen al unísono riendo:

—¡De acuerdo, Clarita! —Levantando ambas su cerveza.

—Brindemos por esta excelente propuesta —dice Érika—. ¡Qué casualidad!, hace unos días, mi hermana y yo, habíamos platicado sobre este tema. ¡Olvidemos de una vez a esos tres rufianes!

Chocan las tres sus botellas de cerveza y con este brindis queda sellado el acuerdo.

—Por último, les quiero confesar que tengo un presentimiento —dice Mónica muy seria—, estoy segura de que este viaje será muy significativo en nuestras vidas y determinará nuestro futuro.  

—Esto amerita otro brindis —propone Clara.

—¡Salud! —corean las tres chocando sus cervezas.

Como una gran familia, después de desayunar y arreglar un poco la cabaña, salen todos a la playa para disfrutar las olas y nadar. Hacen equipos para los concursos de castillos de arena, juegan voleibol y bádminton. Mientras los niños corren y juegan solos, ellas charlan tumbadas a la sombra debajo de la palapa. Han olvidado las tres su rutina diaria, el trabajo y las obligaciones.

Al atardecer del miércoles, deciden que a la mañana siguiente se levantarán temprano y se irán a pasar el día a Santo Tomás. Clara ha propuesto visitar el nuevo Centro Cultural de las Artes, un lugar que sus amigos del grupo de teatro le han recomendado que conozca. Además, el director del centro es Fernando Delgado, un viejo amigo de Clara, compañero de la facultad, de quien hace mucho no tiene noticias, pero que lleva dos años en este cargo y le gustaría ir a buscarlo para saludarlo. Ya verá si tiene suerte de encontrarlo.

 

Santo Tomás, una pequeña ciudad con clima cálido, con un casco antiguo muy bonito estilo colonial, tiene alrededor de seiscientos mil habitantes. Es muy próspera por estar situada en una zona ganadera y agrícola. Además, recibe mucho turismo debido a la belleza de su arquitectura, buen clima y cercanía con hermosas playas.

Al terminar de desayunar en una buena cafetería, Érika propone al grupo ir caminando hacia el Centro Cultural de las Artes para pasear un poco y ver qué posibilidades encuentran para instalar una sucursal de su cadena de tiendas de ropa que tienen en la capital, ya que su negocio está en expansión.

El Centro Cultural de las Artes de Santo Tomás es un moderno edificio que está en las afueras de la ciudad, a media hora a pie desde el centro. Tiene una arquitectura fantástica con muchos espacios abiertos. Alberga las escuelas de teatro, de artes plásticas y la de danza contemporánea, hay un auditorio, una sala de cine, un teatro y un museo de arte moderno. El edificio está rodeado de jardines donde hay varias fuentes y una plazoleta central en donde hay un foro al aire libre con múltiples usos. Cuando llegan al sitio encuentran una exposición de carteles antiguos de art nouveau y en el foro están programadas algunas funciones de teatro y danza los fines de semana por las tardes. Acuerdan que el sábado se organizarán para venir a comer a la ciudad y luego asistirán a la función de teatro.   

—Qué maravilla de lugar, Clarita —comenta Érika mientras pasean por el recinto buscando la entrada del museo—, ¡deberías ir a buscar a tu amigo el director y pedirle chamba!

No acaba de hablar Érika, cuando Clara ve a lo lejos que se acerca caminando de frente Fernando Delgado, su amigo, el director del centro.

—No lo puedo creer… ¡Clara Rodríguez!, he estado acordándome de ti estos días. ¡Qué alegría verte! —exclama Fernando al aproximarse a Clara para darle un abrazo y un beso.

—¡Qué sorpresa querido Fernando!, estaba pensando en ir a buscarte a tu oficina —exclama Clara al abrazarlo—. Estamos de vacaciones en La Tortuguita y hoy decidimos venir a pasar el día a Santo Tomás. Te presento a mi pandilla. Mis amigas Érika y Mónica, mi hija Luisa y este par de chicos son Diego y Carla.

—Mucho gusto y bienvenidas —contesta Fernando, dándoles la mano a las mujeres y pasando la mano sobre la cabeza de los niños de forma amistosa para saludarlos.

—Qué bonito está el centro, que maravilla y que privilegio que te hagas cargo de esta institución —apunta Érika.

—Pues sí, me siento muy afortunado de estar aquí, ¿ya conocieron los jardines y visitaron el museo?

—Sí, ya paseamos por los jardines que están espectaculares. Estamos buscando la entrada al museo —responde Mónica.

—Pues vamos yendo, las encamino, que voy rumbo a mi oficina que está al lado del museo —dice Fernando.

Van circulando en grupo, Fernando se acerca a Clara para invitarla a que vaya con él a su oficina mientras los demás visitan el museo, le comenta que le gustaría platicar con ella.  

La oficina de Fernando Delgado es amplia con un gran ventanal hacia uno de los jardines que rodean el centro, Clara se siente sorprendida de lo agradable del lugar y de la calidez de su amigo.

—Esta semana pensé en llamarte y de pronto te apareces —dice Fernando, indicándole que tome asiento en uno de los mullidos sillones tipo Bauhaus que hay en su oficina.

—¡Ay, no te lo creo! ¿Y para qué me querías contactar? —contesta incrédula al sentarse.

—¡Es en serio! ¿Quieres agua? —le ofrece su amigo, mientras empieza a servirla en un vaso, de la jarra de cristal que tiene en el escritorio.

—Sí, muchas gracias. Hace bastante calor y tengo sed —contesta tomando el vaso que le entrega Fernando.

—Aunque no te lo creas, te he seguido la pista. Supe que formaste parte del elenco de Las Olas, de Woolf y que te fue muy bien en la temporada. Algunos colegas me contaron que fuiste la más ovacionada. Entonces pensé en buscarte para invitarte a dirigir la escuela de teatro del centro, ya que Alberto Martí, el actual director, se va en el mes de julio porque lo han invitado a arrancar un proyecto en Austin, Texas. Esta vez quiero contar con una excelente colaboradora como tú, brillante y apasionada actriz con experiencia en el escenario y que hable muy bien inglés. Desde la pandemia han venido a vivir a Santo Tomás muchos extranjeros y el centro resulta atractivo para numerosos estudiantes de Canadá y Estados Unidos.

—¡No me lo puedo creer! ¿Me estás ofreciendo trabajo? ¿Para dirigir la escuela de teatro de esta institución? —exclama Clara estupefacta.

—Sí, ¿por qué te sorprendes?, te conozco bien, estudiamos juntos en la universidad y sé de tu impecable trayectoria y lo ordenada y trabajadora que eres. Esta semana pensé en llamarte y de pronto te apareces.  Es como si te hubiera enviado una señal telepática y la recibiste.  Mira, sé que tienes tu vida armada en la capital, sin embargo, en Santo Tomás se vive muy bien, la ciudad es pequeña, todo está cerca, hay dos buenas escuelas para que estudie tu hija y el salario no está mal, son alrededor de cuarenta mil al mes, ya te mandará el administrador el monto exacto a tu correo esta semana, otra ventaja es que aquí todo es más barato que en cualquier gran ciudad. Además, cada año montamos dos obras de teatro con los alumnos de la escuela, que presentamos en el auditorio y las hemos llevado a otras ciudades y todas han sido muy exitosas. También estoy planeando armar un nuevo taller experimental de teatro para montar alguna obra extraordinaria el año próximo. ¿Cómo te suena la propuesta, querida Clara?

—No me puedo creer que me estés ofreciendo este trabajo, es genial, te agradezco mucho que me consideres. Pero en este momento no te puedo dar una respuesta, tengo que pensarlo. ¡Estoy aquí de vacaciones!, no me esperaba algo así. Tengo mi vida en la capital. Luisa está muy contenta en su escuela, además es muy cercana a sus abuelos, venirnos a vivir acá es una decisión que no puedo tomar sola, debo hablar con mi hija y pensar muy bien si quiero hacerme cargo de este proyecto, porque es un compromiso muy grande —concluye Clara.

—Lo entiendo. No es una decisión fácil salirse de la gran ciudad, a nosotros como familia nos fue difícil, pero no nos arrepentimos, tenemos mejor calidad de vida, mis hijos están muy bien, vamos casi todos los fines de semana al mar porque hay varias playas cercanas muy bonitas y la escuela de los niños es muy buena y están muy contentos. Mi mujer también está feliz, recién abrió su negocio, montó una cafetería en el centro y todo indica que va por buen rumbo —afirma Fernando animado—. Obvio no espero que hoy aceptes este ofrecimiento, sé lo que implica, pero me gustaría que lo pensaras y que a más tardar a fin de mes me llames para decirme que te vienes a ayudarme con la escuela y empecemos a trabajar juntos para fines de agosto, ya que el próximo curso empieza a mediados de septiembre.

—Te agradezco mucho esta oferta, estoy muy asombrada y te prometo que tomaré una decisión a la brevedad y te llamaré —dice Clara nerviosa, mientras se levanta para despedirse de su amigo—. Tengo que alcanzar a mis amigas, que estoy segura de que ya habrán salido del museo. Me ha dado un gusto enorme haberte encontrado. ¡Ay, Fernando, me voy emocionada y perpleja!

—Querida amiga, espero que cuanto antes me des una buena noticia. Te acompaño a la puerta. Mira ya salieron del museo y están en el jardín —dice Fernando señalando al grupo por la ventana.

Clara camina como si flotara, no se puede reponer de la sorpresa, percibe un nudo en el estómago. Está confundida. Por un lado, contenta porque su amigo está convencido de que puede hacerse cargo de asumir semejante reto y por otro, no sabe si quiere cambiar radicalmente su vida y venirse con su hija a este lugar, experimenta muchas emociones encontradas: le da miedo, le da alegría y se siente nerviosa. Tal vez esto pasó por desear tanto un cambio repentino en su vida.

Va despacio pensando y observa a Luisa que, en cuanto la ve, echa la carrera para abrazarla. Con ella en los brazos regresa la calma y le dice al oído:

—Mi niña bonita, te tengo una sorpresa, ¡tú y yo vamos a tener que platicar mucho y deberemos tomar una decisión muy importante!

De la mano de su hija se acerca a sus amigas. Siente de nuevo el nudo en el estómago. Entonces recuerda la última estrofa de la canción que venían tarareando esta mañana en el coche de camino a Santo Tomás:  

«Que mi camino se encuentre iluminado

y la negrura no enturbie el corazón,

discernimiento al escoger entre los frutos,

decisión para subir otro escalón.

Vivir el presente hacia el futuro,

guardar el pasado en el arcón,

trabajar por el cambio de conciencia

y dibujar en el aire una canción».  

jueves, 18 de abril de 2024

La Muerte como consejera

Luis Orellana Díaz


No es que esté pensando en volver a hacerlo, y aunque volviera a hacerlo, estoy seguro que esta vez tampoco entenderías, como no me entendiste en aquella ocasión. Tú me dirás: «¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurre repetir esa experiencia? ¿Cómo se te puede, tan solo, pasar por la cabeza después de todo lo que nos obligaste a vivir? No lo digo por mí, sino por tus hijas». No sé si es tozudez o es simplemente el hecho de no vivir como un ratón escondido dentro de una madriguera, sin saber que el gato que me espera es de verdad o un simple Maneki-Neko de porcelana. Recuerdas lo que decía tu padre: «Si te bota el caballo vuelve a montarlo so pena de no montar un caballo en tu vida».

En enero serán cinco años desde aquella experiencia. ¿O no…? Tienes razón: fue un veintidós de febrero, la fecha de tu cumpleaños. Recuerdo que casi logré que tomaras ese San Pedro. Perdóname. «¡Eres la bestia!», siempre me lo repetías. Pero ya ves, tuve mi merecido, no siempre se aprende por las buenas. Mira, Nancy, aunque pienses que soy un inconsciente; aún ahora, después de todos los estragos, la sigo valorando como una experiencia trascendental. Hofmann —el padre del LSD— no se equivocó cuando dijo que todos deberíamos experimentar con los enteógenos; pensaba que el único requisito era: «Un hígado sano y un ánimo sereno» —quizá lo que yo carecía en aquella ocasión—. La psicosis en la que me sumergí, mi enfermedad ficticia, y luego, ese diálogo constante con la muerte hasta llegar a aceptarla, dejó en mí una enseñanza rotunda: Lo que no te mata te hace más fuerte. Ya sé que es una frase trillada, lo que no es trillado, es vivirlo en carne propia.

Sí, sí, lo sé: volver en compañía de Xavier, no significa que —como tú de seguro estarás pensando— vaya a tomar de nuevo aquel brebaje. Aún me revuelve el estómago de solo imaginarlo, acaso se deba a que no estoy listo. Tal vez nunca esté listo, entonces: ¿Por qué no solo hacerlo y ya?, y qué pase lo que pase. No quiero seguir contemplando el borde del abismo. Si junté el coraje para buscarte después de tanto tiempo, creo que ya puedo encontrar el coraje para otra toma. No tienes que estar de acuerdo, pero para mí es importante. No, no es una cuestión de orgullo… Por supuesto que ya no creo en brujos —en eso ahora coincidimos—; es algo que me impele a liberarme de antiguas ataduras, no sé cómo explicarte.

¿Qué si recuerdo lo mucho que nos afectó?, seguro que sí, ¡fue tan real! Sé que en el fondo aún piensas que fui el culpable de la muerte del pobre Samuel. Sé cuánto lo querías, también yo lo amaba, pero estaba muy asustado por mí, por mis hijas, por ti; era preferible que haya sido él. «Por suerte que fue él». No te enojes, regresa, te lo repito: sé cuánto lo querías… termina tu café.

Lo raro, todo iba bien hasta una semana después de la «bendita toma», nuestra vida seguía normal: la casa, el trabajo, el supermercado, la rutina con el colegio de las niñas, hasta parecía que en la cama nos iba mejor… ¿no lo crees?; bueno, pensé que estábamos mejor en ese sentido. Aquella noche, la del sueño que marcó el inicio de mi «enfermedad», veías las noticias en la televisión y me dijiste: «Hay una epidemia de rabia en la ciudad, tienes que vacunar al Samuel». Samuel estaba vacunado, no había por qué preocuparse. Recuerdo que cuando me fijé en la pantalla de la Sony Trinitron mostraban a una niña que convulsionaba en la cama de un hospital, había máquinas y sueros a su alrededor —escenas a las que estoy acostumbrado dada mi profesión—. Para ti no será lo mismo un niño con rabia que un perro con rabia, pero a mí me daba igual. Fíjate que no resultó así, uno nunca debería dar por sentado las cosas; algo diferente debió habérseme grabado en el inconsciente, de qué otra manera explicar los sucesos que se desataron en los días siguientes.

¿Y el sueño… qué significó?:

Tú y yo dormidos en la segunda planta de la antigua casa de Sayausí, había un pequeño balconcito en nuestro dormitorio, recuerdas: ¿no…? Ese no, el que daba hacia el patio posterior donde solía hacer las ceremonias. Cuando desperté, en el sueño, escuchaba voces de gente que llegaba a la casa. Parecía una multitud por todo el ruido que se armaba en el patio. En medio del barullo reconocí la voz de Renato. Pensé: «Es mi compadre que viene a la ceremonia del achuma».

Los escuché subir las escaleras, intenté levantarme de la cama para salir a su encuentro; de pronto estaban dentro del cuarto rodeando nuestro lecho. No era Renato, era mi archi enemigo —no diré su nombre por obvias razones—, venía con una banda de músicos. Cuando quise interpelarlo me faltó la voz. En vano hacía esfuerzos guturales para pedir que se marcharan. No podía despegar la cabeza de la almohada. Quería decirles que no estaban invitados, que nunca haría una ceremonia de San Pedro con ellos. ¡Qué se marchen de nuestra casa! Abrí la boca de forma descomunal para pronunciar un anatema; no tenía aire. Mi enemigo X dijo: uno, dos, tres con un tenedor en la mano a modo de batuta.

Una música estridente nos envolvió, las notas que flotaban visuales en colores neón comenzaron a aletear como una miríada de polillas —de esas nocturnas, aquellas que temes más que a las arañas— y se lanzaron sobre nosotros. Sentí como se colaban por mi boca y se apretujaban en la garganta. Desperté con el corazón hecho un puño. Tú te desperezaste a mi lado, estuviste a punto de despertar. Algo dijiste, algo sobre las flores de los cactus y continuaste durmiendo.

¿Por qué te lo cuento ahora después de tantos años? ¿Por qué no te lo conté al día siguiente? Sabía que me lo reprocharías, que me saldrías con el típico: «Yo te dije. Te dije que dejaras de andar con esas “dichosas” ceremonias, que nada bueno van a traerte». Lo que pasó esa misma noche, más bien esa madrugada después de ese sueño tan raro, terminaría por darte la razón definitivamente.  Tardé más de una hora en volver a dormir y cuando al fin lo logré: atravesó por mi brazo una descarga eléctrica que me llegó hasta la cabeza despertándome en el acto.

¿Recuerdas esa mordedura que tenía en la palma de la mano izquierda…? No la recuerdas, de seguro. ¿Por qué habrías de recordar esa específicamente? Me la hizo un samoyedo cuando le administraba unas pastillas; el paciente venía deprimido, como la mayoría de los perros que llegan enfermos. Era una de tantas heridas que he recibido, dada mi profesión, por ello no me preocupé hasta esa madrugada. Cuando desperté sobresaltado estaba seguro de que la descarga se originó en aquella lesión; segundos antes la sentí cruzar como una ráfaga, como un par de rayos que recorrieron el radio y el cúbito antes de juntarse para ascender por mi húmero. Desde esa noche, la sensación iba a regresar en los momentos más inoportunos a instalarse sobre mi hombro izquierdo como una fatídica presencia. No soy aprensivo, tú bien lo sabes, pero allí mismo comencé a naufragar en la sospecha de que podrían ser síntomas de la rabia.

Me incorporé en el lecho hasta quedar sentado de espaldas a la cabecera. La atmósfera del cuarto, sumergida en un verdor, el verdor del cactus, me traía de regreso las alucinaciones de la última toma. Era el verdor del achuma que impregnaba como una lama las paredes; ciertos destellos de luz dorada en forma de escamas se deslizaban por las cortinas. La sensación de que algún reptil descomunal había pernoctado con nosotros esa noche se me revolvió como una larva dentro del pecho, el olor del San Pedro lo impregnaba todo. Me quedé en silencio, respirando profundo para evitar la náusea que me provocaba. ¡Cómo se agigantan los problemas en la soledad de la madrugada! Todo parece trascendente. Tuve, como nunca antes, la certeza de que mi muerte era inminente.

Tú respirabas tranquila, semejabas una nave amarrada a la seguridad de un muelle. Cuando levanté las mantas para abandonar el lecho contemplé por un instante tu cuerpo desnudo; refulgía coruscante, con esa fosforescencia con que la naturaleza viste a ciertas criaturas marinas. Nunca sentí más pena como aquella noche, viéndote así: perfecta, con ese infinito poder que ejerces sobre mí y, aun así, indefensa frente a la muerte. Lloré despacio para que no despertaras y seguí así un rato hasta que el nudo de mi garganta se disolvió.

Salí al balconcito y encendí un cigarrillo. Sí, un cigarrillo. Para ti había dejado de fumar hace algún tiempo. ¿Por qué tenía que andar ocultándote cosas? La noche todavía deambulaba por esos rumbos, la línea del horizonte no se pintaba aún con ese rosa violáceo con el que solíamos amanecer en aquella casa. Las luces de la ciudad iluminaban el firmamento allá a lo lejos. A mi derecha, la negra mole del Cabogana daba la impresión de evaporarse con el humo del cigarrillo. Contemplé el patio, Samuel estaba allí mirándome fijamente, agitando su cola. Era el único ser que velaba conmigo, en el cuarto adyacente nuestras hijas navegaban en un sueño sin oleajes.

Me fijé en la herida de la mano, estaba seca, aunque la sentía inflamada. Pensé en la niña de las noticias mientras hacía memoria de mis últimas inmunizaciones. Ese año no me había vacunado aún. «Ni modo, razoné, venía vacunándome varios años de forma consecutiva —era la regla en mi región» así que me tranquilicé. Terminé el cigarrillo y me fijé en el perro. Estaba parado en el centro de un rectángulo de luz que se marcaba sobre el césped, pero su cuerpo no proyectaba sombra. Miré hacia arriba para identificar la fuente de luz y no logré localizarla. ¿Seguía alucinando? Bajé a la primera planta me lavé manos y boca para no dejar rastros de cigarrillo.

Cuando salí al patio, Samuel estaba esperándome en la puerta, me dirigí al rectángulo de luz ignorando sus atenciones. La fuente no se divisaba por ningún lado. «¡Qué “alucine”!», me dije y sonreí relajado, nunca me había pasado y no sabía de nadie a quién el «vuelo» del San Pedro le regresara a la semana de haberlo tomado. Incluso reí danzando como un chalado para exorcizar el miedo y devolverme la compostura. El perro se contagió de mi energía y comenzó a retozar invitándome al juego. Siempre tuvo la energía de un cachorro, ¿lo recuerdas? Lo agarré por su melena de león y rodamos sobre el pasto humedecido por la brisa de la madrugada. Luego nos sentamos en la banquita de troncos a esperar al lucero del amanecer. Samuel apoyó en mis muslos su morro gordo de peluche y sus ojos de cocuyos fluorescentes se fueron apagando hasta volverse opacos como el vidrio esmerilado, su mirada verdecida se iba tornando hueca.    

Estos eventos los habría olvidado si a la mañana siguiente no hubiesen llegado a la clínica con aquel samoyedo: tenía fiebre alta y estaba convulsionando. ¡Eran demasiadas coincidencias! Cuando lo vi en la puerta de la consulta volví a sentir ese tirón eléctrico en el brazo izquierdo, pero esta vez estaba completamente despierto. Era como si la palabra HIDROFÓBIA se me dibujara en la frente. Ese mismo día lo pusimos a dormir. En cuestión de horas su cabeza cercenada reposaba en un laboratorio de salud pública a la espera de una confirmación por rabia. Dio positivo. Así comenzó mi viacrucis.

Al regresar a casa después de mi jornada me recibiste con la noticia: «¡Algo le pasa al Samuel!, esta mañana no ha probado bocado y está escondido en un rincón».  Ese tirón en el brazo volvió a paralizarme, me contuve para evitar que te alarmaras. Me relajé, no quería perder la objetividad, lo busqué en su casita de madera. Estaba triste, me saludó apenas, movía levemente la cola. Lo examiné meticulosamente, no había signos de alarma por el momento. Lo mantuve hidratado, lo manejé como un simple empacho; es frecuente que los perros coman basura o animales muertos, nada que un poco de ayuno no solucione.

Al día siguiente Samuel amaneció más deprimido, lo llevé a la clínica y lo interné. Me apoyé en imágenes y laboratorio, pero no descubrí algo que explicara su condición. Tú me insistías, me presionabas por un diagnóstico, sobre todo por un pronóstico. Apoyado en mi perspectiva científica te aseguraba que todo iba a estar bien. Los días fueron pasando y la salud de nuestro perro se iba deteriorando inexorablemente al igual que mi estado mental.

Poco a poco se fueron apoderando de mí las supersticiones. Esas descargas eléctricas en mi mano izquierda se volvieron frecuentes: dormido o despierto, leyendo o manejando, en la cama o en la mesa; llegaban de súbito y se quedaban por más tiempo. Comencé a sentirlas como una presencia constante sobre mi hombro izquierdo. Era la personificación de la angustia, la psicosis de la muerte o la muerte misma que comenzaba a hablarme al oído. Cambié los libros de medicina por los de esoterismo. Mi escritorio se fue poblando otra vez con los textos de Carlos Castaneda: Las Enseñanzas de don Juan. Relatos de Poder, Una Realidad Aparte, Viaje a Ixtlán entre muchos otros.

Un viernes por la noche, cuando llegué al cambio de turno, te encontré allí recostada al lado de tu querido chow chow. No avisaste que lo visitarías, ¡me miraste de una manera!, pocas veces vi en tus ojos tanto reproche. «¡Se muere —me dijiste—, el Samuel se muere!». ¿Qué podía decirte? Yo mismo tenía a la muerte instalada sobre el hombro susurrándome. Me sentí derrotado, ya no encontraba argumentos que pudiera esgrimir para calmarte. Tampoco yo hallaba explicación a todo lo que estaba viviendo en esa última semana. Estuve a punto de contártelo todo, habría podido refugiarme en ti…, pero le temía más a la forma en que podías reaccionar; y estaban las niñas, dependíamos de tu cordura.

¿Cómo podía decirte: estoy en la segunda etapa de la rabia? Me recosté a tu lado en medio de los sueros y los tubos de oxígeno, lloramos abrazados a nuestro viejo amigo. Tú llorabas por Samuel y yo: lo hacía por ti, por las niñas, por mí mismo. Esa noche, cuando todos se marcharon, salí en busca de rudas y de guantos para limpiarlo de las «malas vibras». Tal era mi locura. Murió en la madrugada acurrucado en mis brazos, no supimos que lo mató, de seguro no era rabia.

El lunes a primera hora visitaba el consultorio de nuestro médico. Le confesé todo a René: la toma del San Pedro, mis extraños sueños, esos síntomas en mi brazo y el temor de estar sufriendo de rabia. Era un manojo de nervios. Cuando le relaté lo sucedido con el perro, lloraba y me responsabilizaba por su muerte: «Descargué toda mi mala energía sobre el perro cuando lo miré fijamente a los ojos, ¡ahora estoy aterrado de ver los ojos de mis hijas!», le dije. El viejo médico me miró sonriendo y me tranquilizó, luego de auscultarme concienzudamente recomendó unas tabletas. Explicó que todo se debía a alteraciones en mis neuro trasmisores: «Los alucinógenos pueden provocar esos desfases. Está viviendo un proceso de psicosis». Le pregunté cómo explicar lo sucedido con el perro. «Posiblemente es una nefasta coincidencia. Si usted no lo sabe como veterinario. ¿Qué podría decirle yo?»; sonrió. Luego añadió: «Tómese unas vacaciones, vaya a la playa o a la montaña, haga lo que más le guste, ¡pero por Dios, deje de leer esos libros!».

Salí de la consulta, me sentía más vivo que nunca; esa crisis reprogramó mi cabeza, entendí que era vulnerable, que no era eterno y supe en carne propia cuán frágiles son los seres que amaba. Estaba decidido a liberarme de esa angustia que me inmovilizaba, que crecía dentro de mí como una nube cargada de tormentas. Hice una llamada y me cité con Xavier en el bar El Dorado. Un poco antes del mediodía nos despedimos, no sin antes ponerle al tanto de los pormenores de la consulta con el médico. Evité a conciencia entrar en divagaciones sobre plantas sagradas o filosofías de la New Edge. De vuelta en la clínica me integré a mis labores en el turno de la tarde. El personal me reiteraba las condolencias por la muerte de mi perro. No me presté a comentarios, quería abandonar cuanto antes esos tópicos escabrosos. Esa tarde salí temprano, antes que las niñas regresen del instituto. Cavé una tumba para Samuel en el mismo sitio donde vi reflejado aquel rectángulo de luz.

Esa noche reunidos en casa estaba exultante, había recuperado mi vida. Me enfrasqué en los teoremas matemáticos que Dianita había traído de tarea, luego jugué con Sofía a la rayuela, la que yo mismo dibujé con una tiza en el patio trasero, y a la que me había resistido durante los días de mi psicosis. Caída la noche me metí en tu cama, seguro que ya no lo recuerdas. No sé si dormías o fingías dormir. Evité rozarte con las manos o con las palabras. Estaba feliz de escuchar tu respiración, de flotar contigo sobre esa serena nave de nuestro lecho, amarrada por fin al muelle de las certezas. Esa semana transcurrió sin sobresaltos: las tabletas a sus horas, los turnos de la clínica, los viajes diarios a las academias de las niñas inclusive el cine del viernes por la noche.

Ese fin de semana, domingo, fuimos a la montaña, ¿recuerdas? El Cabogana lucía despejado desde el amanecer, la claridad se escurría por el mínimo resquicio de puertas y ventanas como apurándonos para la aventura. Las niñas estaban listas desde las seis.  Xavier con sus hijos, Juan Pablo y Ricardo, llegaron temprano. Renato y Hernán ya nos esperaban en la base de la montaña; la meta era alcanzar la laguna Estrella que nos había sido esquiva en los ascensos anteriores.

El viejo Trooper traqueteaba por las laderas entre cantos de niños, adivinanzas y bromas. Tú ibas a mi lado, un tanto reservada, demasiado ensimismada para una ocasión como esta. Miré el retrovisor: la cajuela estaba huérfana, faltaba Samuel. Quizá extrañabas a tu viejo compañero de caminatas sin siquiera darte cuenta. Xavier comentaba sobre Las Huaringas: «¡Tenemos que ir! ¡Allí están los brujos más poderosos del mundo!» Lo tenía todo planeado, incluso había sacado cuentas y aseguraba que la aventura nos saldría barata, por aquello del cambio en dólares. Mientras conducía por esos caminos serpenteantes y polvorientos iba meditando en lo valiosos que eran los seres que poblaban mi vida y cómo esta crisis me hizo reparar en ello, sobre todo valorar el milagro de tenerte a mi lado.

¿Recuerdas que al mediodía nos detuvimos a almorzar y luego hicimos dos grupos de avanzada, que Hernán y Renato tomaron una dirección y yo una alternativa? Sí, los niños se quedaron jugando en el río a tu cuidado y al de Xavier. ¿Recuerdas que el plan era seguir una hora más en diferentes direcciones para ver si divisábamos la laguna y luego retornaríamos donde ustedes?  Ya sabes que todo fue en vano. Cumplida la infructuosa hora de avanzada, regresaba siguiendo la cañada del río y algo extraño me sucedió: llevaba el torso desnudo y una rama de mora se me prendió en el pecho, cuando me la quité, unas espinas se me incrustaron bajo la piel. Las arranqué de prisa entre dolor y sangre y las arrojé al aire, las espinas se alejaron volando como unas extrañas moscas verdes. Me acerqué al río para enjuagarme y al mirarme en el agua transparente, descubrí que alguien más miraba a través de mis ojos, yo le atribuí al cansancio, pero dentro de mí sabía que algo andaba mal.

Cuando los divisé, los niños comenzaron a gritar agitando los brazos: «¡Luis, Luis, papá, papá!». Los alcancé y les di la noticia de que no había laguna, se desilusionaron; pero enseguida reclamaron: «déjanos ver, déjanos ver». ¿A qué se refieren? les pregunté. «ese animalito que brillaba en tu hombro» dijo Sofía. «¡Deja de asustar a los niños!» Me recriminaste. No sabía a lo que se referían, quizá no era el único que alucinaba en esa montaña. Esa noche de vuelta en casa las visiones regresaron; ya no fueron suficientes las tabletas ni mi actitud serena y positiva para detener esa avalancha de sensaciones. Volví a caer en la ansiedad de la muerte. Ya no era el temor a la rabia, era algo más profundo, una presencia ominosa, un parásito metafísico que me poseía.

¿Nunca te conté lo del psicólogo? Sí, fui a dar en el diván de un psicólogo, aunque siempre hablé pestes del psicoanálisis. Luego fui a mayores y pasé por las manos de los psiquiatras. Nada que haya inventado la ciencia hasta ese momento surtiría efecto. Fue la época en que abandoné la casa y me negué rotundamente a visitar a las niñas, temía que si las miraba a los ojos sufrirían el mismo destino de Samuel. Me encerraba en el cuarto de pensión y me negaba a recibir a los amigos. Dejé de ir al cine, mi pasión de toda la vida, y encargué la dirección de la clínica. Regresé a los libros de esoterismo andino en los momentos en los que la ansiedad me daba tregua, que era casi siempre en las mañanas.

Lo más terrible: el insomnio. Pasaba noches enteras contemplando la danza de serpientes fractales que se escurrían por las paredes entre caimanes, lagartos, y toda una fauna de reptiles; me bullían en la mente, aun cuando cerraba los ojos no dejaba de verlos. Lo dantesco era la sensación que venía con ellos: el vértigo de caer al vacío. Llegaban a cualquier hora, aunque en las noches era su horario habitual; llegaban es un decir, podría entenderse mejor si digo que se despertaban, que se agitaban dentro de mi ser en cualquier momento y que se esparcían como una tinta verde y lamosa en la transparencia de mi mente. Fueron meses así. Un buen día, Xavier me comentó que estabas preparando los papeles del divorcio, que si me importaba mi familia tenía que sacudirme. Aún recuerdo sus palabras: «Tienes que pararte fuerte —me dijo—, si sigues así, de aquí sales en “estuche de peluche”». ¿A qué se refería?, obvio: a un ataúd.

Me armé de valor y al día siguiente fui a esperar en tu consulta, quería contártelo todo. Tenías a un paciente en el sillón, recostado con la boca abierta; el ruido de las turbinas me ponía los pelos de punta, esperé estoicamente a que lo atendieras. Yo sé que me viste sentado en la sala de espera. Me clavaste una mirada que por poco triza el cristal de la ventana. Me imaginé lo que te preguntabas: «¿Con qué cara viene a aparecerse aquí después de tanto tiempo!, ¡qué “conchudo”!» era como oír tus palabras zumbando en mi cabeza, sin embargo, esperé. Te quitaste el mandil y apagaste el equipo. El pecho se me desbordaba ideando la manera de explicar mis razones. Un largo rato después, tu asistente me dijo que te fuiste. Saliste por la puerta de servicio.

Nunca encontré el valor para volver a buscarte, estaba al garete; el compadre Xavier se hizo cargo de mis huesos. Leímos todo lo que había, consultamos con los tomadores de San Pedro, probamos con diferentes brebajes; la terapia del Amaroli, ayuno… Una noche, habría transcurrido algo más de medio año desde mi declive; me encontraba leyendo un viejo manual, de un tal Tuno que mi compadre compró en un puesto de libros usados. El ejemplar estaba en su mayor parte intonso, me tocó desbarbarlo. Se mostraba plagado de dibujos a plumilla y sobre ellos caligrafiadas: recetas de brebajes, pociones mágicas que más bien sonaban a poemas o mantras. Nada en ello parecía coherente, no obstante, la labor de hojearlo me distrajo de problemas. Me entretuve en los dibujos de flores y columnas de cactus que ilustraban la mayoría de sus páginas, no sé el momento que caí rendido de cansancio, llevaba muchas horas sin dormir. Tuve un sueño salvífico.

Clavado en la cama de una pensión, inmóvil, entre despierto y dormido como un cataléptico; soportaba las visiones de reptiles en procesión caleidoscópica, las mismas sensaciones de ansiedad y ese sufrir por todo y por nada. De pronto las imágenes se iban precipitando como una cascada que horadaba la tierra; esta la absorbía y absorbía mientras emanaba un vapor amarillento, tibio y luminoso que se trasmutaba en pájaros y flores conforme ascendía. Me concentré en él, me «subí» en él y comencé a flotar. Desde esa posición observaba las estrellas, las veía estallar y caer en una lluvia de vilanos, luego descendía suavemente hasta sumergirme en la arena. El secreto estaba en la tierra. Esa secuencia se repetía una y otra vez como un juego de vaivén. El bienestar era total. Desperté aliviado. Fue una revelación, no para mi mente, sino para mi cuerpo. Entonces recordé a los guerreros que se enterraban después de volver de las batallas en los Relatos de Poder.

Un sábado temprano ascendimos al Cabogana armados de pico y pala. Seguimos la cañada del río hasta esa poza grande donde solíamos bañarnos. ¿La recuerdas? En ese arenal contiguo me enterré de pie con la cabeza fuera. Xavier me cubrió con hojas grandes para protegerme del sol y vigiló mientras duró el proceso. Sí, como lo oyes: me enterré…, pero esa es otra historia. Solo te diré que fue el inicio de una larga recuperación, si prometes que nos volveremos a ver podría contártela con lujo de detalle. Por ahora pienso acompañar a Xavier en esta ceremonia. Rogó que me hiciera cargo del fuego. ¿Si voy a tomar el brebaje? Tal vez, ya te dije que no quiero vivir con miedos. Quizá lo tome, eso lo decidiré esta noche frente a la fogata.

miércoles, 17 de abril de 2024

En un sueño

Doris Verónica Martínez Méndez


—Victoria, cariño, hay que hacerlo.

La dulzura de Camila fue un suave somnífero por unos segundos. En aquel cuarto de hospital resonaban las alarmas de los monitores en pitidos intercalados de distintas intensidades. La melodía revelaba la trágica coreografía alrededor de Victoria, la mujer que en la cama se aferraba al deseo de vivir. Una mascarilla de oxígeno cubría casi todo su rostro. Sus facciones juveniles se habían marchitado por la enfermedad: unas ojeras oscuras hundían sus ojos marrones y sus párpados caían, pesados, por la fatiga. Tenía una palidez lívida, casi fantasmal. Sus esfuerzos perdían la batalla y ya no quedaban opciones.

Las enfermeras de la sala de procedimientos preparaban el escenario con una agilidad solemne. Una de ellas sirvió jeringas, algodones, cintas de adhesivos y algunos tubos orotraqueales sobre la bandeja metálica; las demás acomodaron a Victoria en una posición supina que hizo notar aún más su ahogo.

—No te preocupes —tranquilizó Camila al acercarse, vestía un traje blanco que la cubría de pies a cabeza, una mascarilla sobre su nariz y boca y una careta acrílica—, solo serán unos días, es para que descanses mejor y te recuperes.

Victoria le dio una mirada llena de angustia, más que por la falta de aire, por los movimientos inquietos dentro de su vientre abultado. Intentó hablar entre sus jadeos y apenas soltó un susurro: «Ella...».

—Ella estará bien, es lo mejor para ambas. Diego mueve cielo y tierra para poder estar con ustedes pronto; lo logrará, ten fe.

El cuerpo de Victoria fue cediendo al efecto de los sedantes y los medicamentos. Sin embargo, ella aún podía escuchar cómo las alarmas enloquecían a su alrededor; sintió una presión fría y un sabor metálico deslizarse sobre su lengua hacia su garganta y tuvo náuseas.

Camila sostuvo la hoja del laringoscopio con firmeza y con dos movimientos precisos introdujo un tubo plástico en la garganta de su cuñada, lo conectó a la bolsa autoinflable e inició una ventilación rítmica; de inmediato notó la neblina en las paredes del tubo y el movimiento simétrico del tórax. Las constantes vitales en los monitores se estabilizaron y las alarmas se silenciaron poco a poco. Victoria ya estaba sumida en un profundo sueño en el cual su subconsciente repasaba las últimas dos semanas.

—No puedo esperar a que vuelvas —dijo Victoria entre algunos regalos dispersos sobre su cama y mostró un vestido color lila frente a la cámara de su computadora—. Mira esto, ¿no es precioso?

—Lo es —respondió Diego con una sonrisa—. Espero que al final de la semana todo esté listo para regresar y no apartarme de tu lado.

—¿Seguro no quieres quedarte hasta la ceremonia de graduación?

—No, amor, no es obligatoria mi asistencia. Me enviarán el diploma por correo. No quisiera perderme el nacimiento de mi hija por una tontería.

Victoria puso la mano sobre su vientre y sonrió.

—Falta un poco para eso, pero yo tampoco quiero que nada te detenga de regresar pronto.

—¿Cómo te has sentido?

—Cansada, no te lo niego, pero en unas semanas tomo mis vacaciones. Contigo aquí, ya podré relajarme un poco antes que nazca la niña.

—¿Ya hablaste con Camila sobre tu traslado?

—Ya. Cuando vuelva de la maternidad podré asumir la jefatura en neonatología.

—Estoy orgulloso de ti.

 

Dentro de la unidad intensiva Victoria escuchaba los ecos de los monitores y el murmullo del respirador artificial llenando de aire sus pulmones. Podía sentir las manos tibias de la enfermera que la acomodaba un par de veces al día y los diminutos golpes dentro de su vientre. La rutina a su alrededor hacía pasar el tiempo como en un bucle y los sedantes la mantenían en un sueño vívido, lleno de recuerdos.

—¿Cómo que cancelaron tu vuelo? —preguntó Victoria en su videollamada con Diego—. ¿Hasta cuándo?

—No lo sé, amor, esto del coronavirus es serio, hay una histeria colectiva en todo el mundo por lo que ocurre en Italia. España está muy cerca, no quieren correr riesgos.

—Tienes que cuidarte, por favor.

—No te preocupes por mí, ¿cómo están las cosas allá?

—Estamos a suficiente distancia como para tomarlo en serio todavía.

Victoria dio un rápido vistazo a su alrededor. La sala tenía algunas incubadoras rodeadas de monitores y ventiladores mecánicos que murmuraban en un ritmo constante. Una enfermera realizaba una ronda por las cunas al fondo. La luz intensa de las lámparas resaltaba el blanco del piso y las paredes. Se sentía el aroma acre del glutaraldehído en los rincones, mezclado con el penetrante olor del yodo.

—No se confíen. Mejor pide una licencia y vete a casa.

—No, Diego, no quiero estar sola en casa, aquí estoy bien resguardada. El traje es incómodo y me hace ver como teletubbie, pero es seguro. Mis prematuros y yo estamos a salvo. Este lugar ha sabido de protocolos de aislamiento mucho antes del coronavirus...

El cuerpo de Victoria se oponía al efecto de los sedantes que intentaban mantener su respiración rítmica y sosegada. La rutina a su alrededor había cambiado. Las voces eran lejanas e ininteligibles, su vientre se sentía más grande y tenía frío. No recordaba la última vez que tuvo frío.

—Te ves cansada, Victoria, ¿te sientes bien?

Victoria llevaba un traje azul de una sola pieza, con mangas largas y cuello alto; una mascarilla circular con elásticos amarillos le ceñía el rostro, ruborizado, y sus lentes se empañaban en cada respiración.

—Me siento un poco irritada, Camila, no he dormido bien por la preocupación.

—Tienes fiebre… —dijo al apuntar el termómetro infrarrojo a su frente y escuchar tres pitidos de alarma.

—No, seguro es este traje el que me hace sentir acalorada; no he tomado mucha agua porque iría al baño cada tres minutos y este enorme mameluco lo haría complicado.

—Te irás a casa, cariño —ordenó Camila con dulzura—. El ministerio no quiere decirlo, pero hay dos casos sospechosos de coronavirus en Santa Ana. Solo es cuestión de tiempo para que esta pandemia estalle y tú debes cuidarte por dos.

En aquella sala aislada, Victoria escuchaba nuevos pitidos de monitores alrededor. Seguramente eran de otros pacientes en cuidados intensivos. Las cosas podrían haber empeorado los últimos días, ¿o eran semanas? No lo sabía. Entonces reconoció a lo lejos los ruidos amortiguados del transductor y luego unos latidos acelerados y rítmicos. ¡Venían de ella!

—La embajada está revisando mi caso, si me autorizan, regreso de inmediato —explicó Diego en su última videollamada.

—Eso espero —musitó Victoria en un cuarto del hospital y quiso sonreír, sin lograrlo.

Tenía el rostro contraído por el cansancio, una cánula le aportaba oxígeno por la nariz y sus labios estaban secos y escamados. Un oxímetro de pulso en su dedo índice conectaba a un monitor que pitaba a ritmo estable y sosegado, mostrando unos números en color verde.

—No desesperes, amor, debes ser fuerte.

Victoria empezó a toser con fuerza. Sus ojos se llenaron de lágrimas, el teléfono cayó de su mano y se perdió entre las sábanas. Su pecho crujió con cada intento de tomar aire y su vientre se contrajo en aquel paroxismo. La voz de Diego sonó apagada hasta cortarse. Los números del monitor parpadearon y cambiaron de color verde a amarillo, y luego a rojo. Todas las alarmas se encendieron y una enfermera se apresuró a entrar, acomodándose el traje de protección dando brincos inestables, tomó unos guantes de látex con un temblor fino: el guante derecho en su mano izquierda y viceversa. En la urgencia por cumplir el protocolo, derramó un poco de alcohol, impregnando la habitación de un fuerte aroma mineral.   

—Lo siento, Diego —explicó Camila por el teléfono—. Ya no podemos perder más tiempo, debemos intubar.

—Por favor, Camila, mantenlas a salvo.

—Intentaremos llevar el embarazo a término, Diego, pero es una situación delicada.

—Victoria resistirá.

 

Un fuerte dolor apretó el vientre de ella con fuerza, pero no logró vencer el efecto de los sedantes. El monitor, sin embargo, alarmó a las enfermeras y trajeron al médico encargado. Victoria apenas escuchó un pitido largo e ininterrumpido que venía de su cabecera y sintió una opresión dolorosa en su pecho, a nivel de su esternón, luego otra, y otra, y otra...

Pum, pum, pum, pum. Diego cesó de martillar y revisó el clavo en la pared.

—Ya está. ¿Qué quieres colgar?

—Una fotografía —respondió Victoria con una sonrisa y colocó un marco rectangular de bronce.

—No tiene nada.

—Pero no por mucho —aseguró con un sonrojo y mostró un tubo plástico con una abertura al centro que marcaba dos rayas azules.

Diego tardó pocos segundos en procesar aquella imagen, tomó a Victoria entre sus brazos y la estrechó largamente.

Bip, bip, bip, bip. Las risas de aquel recuerdo se atenuaron en un eco lejano. Un destello de luz blanca se perdió en su mirada.

El médico de turno apagó la linterna luego de revisar las pupilas de Victoria y miró el trazo cardíaco en el monitor.

—Avisen a obstetricia de inmediato. No hay más tiempo para ella.

Los rodos de una camilla chillaban por el pasillo que llevaba a sala de operaciones. Los pasos raudos de los médicos y enfermeras se amortiguaban por las calzas de tela. El cuerpo de Victoria permanecía inmóvil entre tubos y cables. Para ella todo había callado, no escuchaba más las alarmas, las voces o el murmullo del respirador. Se sentía liviana e inmaterial. De repente logró verse como en un espejo: recostada en la cama de cirugía, dormida, con el tubo en su garganta y su vientre expuesto.

El médico miraba el reloj y el monitor con regularidad; el sudor que bajaba de su frente a sus pestañas lo hacía parpadear con insistencia. Pronto tomó entre sus manos a la bebé y la extrajo rápidamente: su piel estaba cubierta de una pasta blanca y mantuvo una postura enrollada en sí misma; sus manos y pies tenían un tono azulado. El llanto agudo de su primer respiro rompió el silencio.

Victoria quiso tocarla y reconoció a alguien acercarse para tomarla entre sus brazos.

«Diego».

—Es hermosa —dijo él al abrazar a su hija contra su pecho.

La cubrió con una manta cálida y junto a aquel llanto vigoroso no pudo esconder sus propios sollozos. Entonces miró el trazo cardíaco del monitor: los picos sinusales iban alargándose entre sí. Entregó a la bebé a una de las enfermeras y fue a la cabecera de la cama; se quitó los lentes empañados, arrancó la mascarilla húmeda y mordió sus labios un momento.

—Diego... el protocolo —advirtió Camila desde la puerta de la sala.

—Déjame despedirme —pidió con un hilo de voz y se acercó un poco más a su esposa—. Gracias por mantenerla a salvo, amor mío, y esperarme. Te amo...

Victoria escuchó sus palabras con claridad y sintió un beso cálido en la frente. La opresión de su pecho la fue adormeciendo poco a poco...

lunes, 8 de abril de 2024

Camino de dioses

Rosario Sánchez Infantas 


Henry no podía estar más aburrido. Llevaba dos horas sentado a la mesa del comedor, apoyaba los codos en ella, tenía la espalda encorvada, sostenía su cabeza con la mano izquierda y con la derecha pasaba, uno tras otro, videos de TikTok que iba viendo en su teléfono móvil. Ocasionalmente sonreía y en dos oportunidades había reído a carcajadas. Pero hacía un buen rato que esto último no ocurría. Comenzó a tamborilear los dedos, bostezó, echó el celular sobre la mesa, reclinó aún más la cabeza y se cubrió los ojos con ambas manos. En Huay-Huay, el pequeño poblado de la sierra central peruana, las vacaciones escolares coincidían con la época de lluvias. Le parecían muy aburridas, especialmente en tardes como esta en la que una tormenta los había dejado sin fluido eléctrico y era peligroso salir de casa. El pueblo de Henry bordeaba los dos mil habitantes y se ubicaba a tres mil novecientos metros de altitud. Era un lugar frío, entre quince grados y tres bajo cero. El distrito se extendía hacia el oeste con montañas de nieves eternas próximas a los seis mil metros de altura. Las estribaciones de este ramal de la Cordillera de los Andes de forma progresiva descendían hacia la costa.

El distrito de Huay-Huay se denomina Valle Dorado de los Andes, pues al estar cubierto de ichu o paja silvestre, esta resplandece con los rayos del sol. Matizan el paisaje uno que otro árbol nativo. En el siglo veinte se introdujo tanto el ganado ovino como el vacuno y desde hace un par de décadas se crían truchas en sus lagunas y riachuelos. La comunidad campesina era una de las pocas que se resistía a vender sus terrenos a las empresas mineras vecinas por su impacto ambiental, en la salud y en el bienestar social.

Henry disfrutaba mucho la temporada de clases. Desde que ingresó a la escuela destacó como un chico inteligente, sociable, deportista y colaborador con los adultos. Era el tipo de estudiante ideal para sus docentes. Toleraba bien las frustraciones, pero cuando estas se sobreponían, se abatía y aislaba. El segundo de cuatro hijos era el brazo derecho de sus padres, luego que Pedro, el hermano cuatro años mayor, partiera a estudiar ingeniería a la capital. El padre, en sus labores agrícolas desde la madrugada, y la madre, atendiendo el hogar y criando animales menores, agradecían que Henry ayudara a Joel y a Rosita con las tareas escolares.

Delgado, atractivo, de tez clara algo resquebrajada por la sequedad y frío ambiental, era muy popular y desenvuelto con las chicas, aunque torpe con aquella que le gustara. Después de cursar varias asignaturas de ciencias sociales con el joven profesor Armando Sifuentes, quiso ser un docente de historia. Gracias a él había vislumbrado cuánto hay por conocer, cómo muchas cosas tenían sentido conociendo el pasado y que había mucho de lo cual estar orgullosos, como peruanos. Sobre todo, aprendió de él lo que era la integridad.  Quedó muy triste luego de que, analizando la situación familiar, sus padres decidieran que acabada la secundaria le buscarían algún empleo, pues el dinero solo alcanzaba para sobrevivir y ayudar un poco a Pedro. Por ello se entretenía en las redes sociales o en los juegos descargados en el móvil; evadía así la profunda tristeza y el vacío que le producían no poder estudiar en la universidad. 

El último año académico para Henry comenzó peor aún. Armando Sifuentes no regresó a enseñar a su colegio y lo reemplazó un docente que solo trasmitía información incompleta, desactualizada y desarticulada de otros saberes. En el colegio fue evidente la desmotivación y el retraimiento social de Henry. Su intento de hacer mandados por unas monedas en el pueblo, y así ahorrar para estudiar en la universidad el próximo año, no prosperó. A su comunidad también le estaba impactando la desaceleración económica nacional y el cierre, al parecer definitivo, del centro metalúrgico vecino de La Oroya que más de medio siglo había movilizado la economía regional. Desmotivado, el muchacho vegeta en el colegio y las magras propinas que gana apoyando en su pueblo pasan a formar parte de los ingresos familiares.

Una tarde lluviosa le avisan que su padre, al intentar cruzar una acequia, ha caído del caballo y se ha fracturado ambas piernas y tres costillas.  La operación debe realizarse en otra ciudad y el seguro universal no cubre todos los gastos que las desabastecidas farmacias estatales demandan. Al igual que hace siglos, debe esperar que yerbas tradicionales y la inmovilización suelden sus huesos. Como entonces, la comunidad campesina le da trabajo a Henry ayudando al chofer en los viajes del bus comunal. Al muchacho le alegra ayudar a su familia subiendo y bajando bultos, limpiando el carro, cobrando los pasajes y llevando la contabilidad; pero el desconsuelo al ver diluidos sus sueños sigue creciendo. En esos días se entera, por un familiar, que su Pedro ha abandonado la universidad y trabaja como obrero en una fábrica para sostener a su compañera y la hijita de ambos. 

Las autoridades de un colegio de la cercana ciudad de Canchayllo solicitan el servicio del autobús de la comunidad de Huay-Huay para un viaje de estudios, de un día, de sus estudiantes por lugares de interés de su distrito llegando hasta las inmediaciones de Pariacaca, la montaña sagrada desde tiempos preincas en el Perú.  Henry se avergüenza profundamente cuando ve que el profesor Armando es uno de los docentes que harán el viaje. El joven maestro, mientras le da un abrazo prolongado, le susurra:

—¡Eres admirable, Henry! —Y le da un nuevo significado al trabajo del muchacho y al haber abandonado sus estudios.

En el camino, el maestro y Lewis, un promotor turístico de la comunidad de Canchayllo, se van turnando al ir explicando el recorrido. 

—Muchachos, a que no sabían que los incas trazaron un camino que unía la sierra central del Tahuantinsuyo con la costa. Algunos tramos permanecen igual como hace cinco siglos, otros se han deteriorado y en algunos casos se han hecho carreteras, como esta, sobre la vía inca — señala Armando con pasión—. Imaginen, este era un paso obligado de los chasquis, correo por postas del incario. ¿Saben ustedes qué es el Pariacaca?

—¡Un nevado! —exclaman muchos chicos con entusiasmo.

—Una deidad tutelar pre hispana —afirma Henry, aunque luego se avergüenza porque él no es parte de los excursionistas.

—Ambas respuestas son correctas. Esta ruta permitía el acceso a los peregrinos de la montaña sagrada cuyo culto era uno de los más importantes del imperio incaico. Y ¿qué creen? Este accidentado ramal unía Pariacaca con otro importante centro religioso: Pachacámac. Y les cuento: los incas les daban cualidades humanas a sus deidades, estas viajaban, dialogaban, concertaban, amaban, castigaban, entonces por aquí transitaban en sus afanes los dioses, este fue un camino de dioses —explica Armando.

Las exclamaciones de sorpresa se interrumpen cuando Lewis, llama la atención sobre unas formaciones rocosas:

—Son obra de los antepasados incas que dieron a la roca forma de sus dioses: el puma, el cóndor y la serpiente.

Henry sabe que las rocas han adoptado esas imprecisas formas producto de la erosión de la lluvia y el viento.

—Aquellos animales eran sagrados para los incas, y los españoles creyeron que tenían carácter de dioses. —Media Armando Sifuentes tratando de que los chicos no se queden con el error, pero sin dejar mal al guía.

En una parada para apreciar una pequeña piscigranja, Lewis lleva al grupo por una trocha, les señala que ese es el camino real de los incas. Henry sabe que la aludida vía era parte de una red de veinticinco mil kilómetros de caminos que permitía el tránsito a grandes grupos humanos y empleaba técnicas diversas para adecuarse a la geografía tan accidentada. Además, contaba con instalaciones de servicios complementarios: hospedaje, depósitos, viviendas para los miembros del correo y los viajeros y sus animales de carga. Este angosto caminito no puede ser parte del denominado Qhapaq Ñan. 

Producto de los deshielos de las montañas próximas, conforme van ascendiendo, aprecian muchas cascadas, riachuelos y lagunas. Realizan una nueva parada al borde de una laguna que refleja el cielo azul y los montes aledaños. Diferentes aves nadan en ella.

—Chicos, observen estos juncos alrededor, sirven de refugio a múltiples aves. Estas lagunas son el hábitat, alimento y refugio de diversidad de especies de fauna silvestre, estacional y especies migratorias de Groenlandia, Canadá, Estados Unidos de América y México —señala el maestro—. Analicen lo que significa, para estas agotadas aves, encontrar las lagunas llenas de relave minero —dice tras el suspiro.

Se van prestando unos pocos binoculares para avistar, en un roquedal cercano, a unas vizcachas acicalándose mientras toman el sol.

—Hace tres millones de años los camélidos sudamericanos han habitado esos parajes: guanacos, vicuñas, llamas y alpacas; pequeños venados, vizcachas, zorrinos. Cada vez menos se avistan gatos, pumas y zorros andinos. En la puna árida solo prosperan los cactus y las suculentas.

El maestro va describiendo la antigüedad de las diferentes formaciones geológicas, el guía muestra una pequeña cascada que se asemeja a una sirena y le atribuye importancia religiosa para los incas; Armando de manera sutil trata de enmendar las incoherencias. Se detienen un momento para mostrar el camino hacia un cañón rocoso de creciente atractivo turístico. Henry compara los muchos atractivos de Canchayllo con los nulos de su pueblo; pero se enternece cuando recuerda el esfuerzo de algunos de sus paisanos por darle un carácter atractivo a su feria dominical y difundirla en otros poblados. Visto así, incluso le conmueve el esfuerzo con el que Lewis pretende convencer a sus oyentes de que la pequeña laguna en forma de corazón otorga éxito en las relaciones de pareja y «Les aseguro que esta costumbre viene desde los incas». Le parece incorrecto, pero bien intencionado para crear atractivos turísticos. Piensa que quizás se pueda hacer algo semejante para promocionar a su pueblo.

Por la noche al regresar a Huay-Huay, luego de dejar en su localidad a los escolares, ven que, debido a lluvias intensas en las partes altas del valle, ha crecido el río y está dañando las jaulas artesanales de crianza de truchas. Observar el esfuerzo denodado de algunos pobladores dentro de las gélidas aguas para proteger sus instalaciones lo hace sentirse parte de esta comunidad. Esa noche no duerme dando forma a proyectos que la ayuden. Saca en claro que debe convocar a los muchachos del colegio para dar nuevos significados a lugares, recursos, procesos, comportamientos y así ayudar en lo económico y en el bienestar general de su pueblo. Amanecía cuando llama por teléfono al profesor Armando pidiéndole ayuda con el director del colegio de Huay-Huay a fin de contar con la participación de los chicos de los últimos años. Este convence a la autoridad de implementar el aprendizaje basado en proyectos comprometiéndose a asesorar a docentes y estudiantes.  

A partir de entonces veinte equipos de escolares van resignificando la comunidad. Los roquedales más escarpados ahora podían ser espacios de escalado en roca y descenso en rapel, las instalaciones de piscicultura serían centros de prácticas de los futuros ingenieros acuícolas, el chaco de vicuñas dentro de un plan de turismo vivencial puede ser muy interesante, los ingenieros zootecnistas realizarían sus investigaciones en los criaderos de camélidos u ovinos. El centro arqueológico de Tasapata, los tramos reconocibles del Qhapaq Ñan y los abrigos rocosos deben ser valorados como ancestrales y sagrados, además de ser objeto de estudios de las escuelas de antropología.

Las ideas bullen y algunas se desbordan:

—El festival de la trucha.

—Se puede implementar un observatorio de aves en las inmediaciones de las lagunas, yo lo vi en los Pantanos de Villa.

—Podemos organizar en el municipio un museo con los fósiles que todos hemos ido encontrando en las canteras.

—Debemos volver a llamar por su nombre nativo, makirwa o titanca, a las puyas de Raimondi y hacer circuitos guiados a nuestros bosques.

—Podemos envasar y vender, en los principales centros turísticos del país, agua sagrada de los manantiales incas, Made in Valle Dorado de los Andes.

—Se pueden alquilar las ruinas del centro metalúrgico colonial de Callapampa para filmar películas de terror pues son tétricas y debieron sufrir mucho nuestros paisanos allí.

Este aniversario del pueblo ha sido muy atareado. El estudiante de Ciencias Geográficas e Históricas, Henry Carhuamaca Surichaqui, se sienta a descansar y sonríe mientras los participantes en el Tercer Festival de escalada Valle Dorado de los Andes, en la carrera de canotaje y en experiencias de turismo vivencial, así como los asistentes al Primer Congreso Internacional en Cosmovisión Andina y los pobladores en general hacen un fin de fiesta en la plaza del pueblo.

El sol, como hace siglos, transita el camino de dioses rumbo al mar.