Omar Castilla Romero
Xavier se dirigía
a darle el mensaje a la misteriosa mujer en el hospital, mientras sus padres continuaban
discutiendo. La cuarentena había empezado hacía un mes y desde entonces tuvieron
más peleas que en los últimos diez años. Vivían en un
minúsculo, pero confortable apartamento ubicado en el séptimo piso de un
edificio que tenía una agradable vista al mar. Dos días antes
cuando comenzó todo, sus padres también discutían.
—¿Qué haces encerrado en el baño?, de seguro escribiéndole a
alguna de las lobas que tienes por amigas.
—Ya vas a empezar, ni bañarme tranquilo puedo, ¡me vas a
volver loco!
—Loca me voy a volver yo, pero donde llegue a encontrar algo agarro
las maletas y me voy.
—Yo soy el que se va ahora mismo, no aguanto más tu
cantaleta.
—Claro vete, ojalá la policía te detenga por incumplir el
toque de queda.
—¡Pues que lo haga!, en un calabozo estaré más tranquilo.
El padre se marchó a la calle regresando media hora después, disuadido
por las sirenas de los carros policiales. Xavier se encontraba frente al
televisor de la sala jugando Mario Cart cuando su papá se sentó en el sofá
gris ubicado detrás de él.
—Hijo quita ese juego que voy a ver las noticias.
—Papá no te aburre oír todo el día lo mismo, «que el virus
mató a no sé tantos», «que hubo no sé cuántos casos nuevos».
—Hay que estar informado Xavi.
—Pero quiero seguir jugando, estoy aburrido.
—Hazlo en el televisor del cuarto.
—A mamá no le gusta que juegue allá.
—Dile que yo te di permiso.
Xavier pensó que esto iba ser motivo de una nueva discusión,
aun así, encendió la consola y siguió jugando durante una hora en la habitación
de sus padres hasta que el agradable olor a carne asada fue precedido por el
llamado para que fuera a almorzar. Cuando terminó su comida volvió a la
habitación y encontró a sus padres durmiendo la siesta, por lo que decidió ir
de nuevo a la sala. En ese momento vio un telescopio que reposaba en el closet
cubierto de polvo. Lo tomó y pasó el resto de la tarde investigando cómo
funcionaba y qué objetos celestes podía ver desde su balcón. Xavier era un niño
con gran curiosidad científica, que había heredado de sus padres el gusto por
la música retro.
Llegada la noche, la oscuridad del cielo solo era interrumpida
por el brillo de las estrellas coqueteando a la lente del telescopio. El mapa
estelar descargado en el celular le indicó que la estrella azulada en frente
suyo era Sirio, más arriba se encontraba el cinturón de Orión, al que su madre
llamaba los tres reyes magos y que según había leído, fue utilizado por los
antiguos egipcios como guía para la construcción de las pirámides. A unos
palmos de distancia de la constelación, vio un par de luces que no coincidían
con ningún cuerpo celeste y que parecían estarlo observando. Se hicieron las
diez de la noche y su madre lo llamó para dormir. Se levantó en la mañana con el
olor a huevos fritos y tocinetas del desayuno. Al instante recordó la nueva
afición que había descubierto y siguió investigando sobre astronomía.
La siguiente noche, el cielo sin nubes permitía ver las
estrellas en todo su esplendor, a excepción de un
grupo en forma de rosario que, aunque furtivo a la visión directa, mostraba su
magnificencia en la lente del telescopio: eran las Pléyades; cerca de estas, aparecieron
de nuevo los dos objetos en una posición diferente, por
lo que se le ocurrió que, fuera lo que fuera lo estaban observando. Si era así
responderían a los intentos de comunicarse que hiciera, por eso decidió
aplaudir varias veces al son de la canción favorita de sus papás: We Will rock
you de Queen: tutu pá, tutu pá, la tercera vez solo aplaudió dos veces
tutu… y los objetos reaccionaron juntándose como simulando un aplauso: «pá».
Pensó estar alucinando así que repitió la maniobra y obtuvo la misma respuesta.
Luego fue a la caja de herramientas y sacó una vieja linterna que encendió y
enfocó hacia las luces, las cuales respondieron titilando. Se dirigió al
estudio donde estaba su padre haciendo teletrabajo para mostrarle lo ocurrido, pero
este le dijo que estaba ocupado.
—¿Todavía papá?
—Hijo debo entregar un informe a más tardar esta noche.
—Estabas mejor antes cuando ibas a la oficina —agregó molesto
y se marchó.
Regresó a observar el cielo hasta que llegó la hora de
dormir, sin embargo, no concilió bien el sueño y en la mañana se levantó ojeroso
con deseos de averiguar qué sucedía. El día transcurrió lento, como ocurre cuando
se ansía un acontecimiento importante y al ocultarse el sol, él se encontraba
con el telescopio en el balcón. El padre lleno de remordimiento por el
desplante de la noche anterior se acercó.
—Hijo, ¿qué me querías mostrar ayer?
—Papá es increíble, mira esto. —Hizo el mismo ejercicio de la
noche anterior, pero no obtuvo respuesta.
—De pronto quieren comunicarse solo contigo o quizás están
aburridos de Queen y prefieren que le hagas una coreografía de Michael
Jackson —dijo guiñando el ojo, luego de lo cual siguió su camino.
Xavier se sintió desanimado, pero decidió hacer lo sugerido
por su padre imitando el pase Moonwalk del rey del pop. De inmediato los
objetos hicieron un movimiento como un par de pies resbalando hacia atrás. Un
rato después, cuando estos estaban inmóviles, su padre se acercó de nuevo sugiriéndole
que utilizara el código morse.
—¿Código morse?
—Es algo que se usaba antes en los telegramas.
—¿Telegramas?
—Así se comunicaban tus abuelos. Es un código que traduce las
letras en señales largas y cortas permitiendo enviar cualquier mensaje.
—Ya veo, ¿y tú sabes morse?
—Saber cómo saber, no. Pero se puede encontrar en internet.
—Ah, entonces lo buscaré. —Sacó el móvil y el padre siguió su
camino.
Tardó quince minutos en comprender el sistema. Tradujo la
palabra «Hola», y la convirtió en fogonazos de linterna, para recibir unos
segundos después la respuesta: «Hola». —Guau, es
sorprendente —dijo. «Quienes
son» fue la siguiente pregunta. «Somos
amigos» respondieron. «¿De dónde vienen?», contestaron «De
lejos». Luego interrogó «¿Qué quieren?», «Que entregues un
mensaje». Xavier indagó «¿A quién?», y dijeron «A la mujer en la
entrada del hospital en la playa».
Hizo una pausa pensando cómo él, un niño de diez años, podía entregar
un mensaje a una mujer que no conocía. De seguro se referían al hospital de la
zona turística que estaba a treinta minutos de su casa. En ese momento decidió
preguntarles «¿Ahora?». Respondieron «No, mañana a las diez». La
última pregunta fue «¿Y qué le diré?» «Que cuide a la niña de los
ojos diferentes».
En ese momento desvió su mirada al oír el llamado de su madre
para que fuera a dormir y al volver la vista al balcón las luces se habían desvanecido.
Se acostó pensando el significado del mensaje. Era absurdo, cómo podían saber ellos
si alguien estaría en la entrada del hospital en una hora determinada. A pesar de
todo, tenía curiosidad de saber qué era eso de los ojos diferentes, ¿acaso los
tenía cuadrados?, o ¿lanzaba rayos con ellos? Esa noche tampoco durmió bien. Al
levantarse en la mañana encontró a sus padres discutiendo, mientras pensaba en lo
que tenía planeado hacer. Saldría de casa para dirigirse al hospital en busca
de la misteriosa mujer. Eran las nueve y media de la mañana por lo que tenía el
tiempo justo para llegar caminando al hospital. Aprovechó que sus padres
estaban concentrados en la pelea y se escabulló del apartamento bajando por el
ascensor. Ahora debía salir del edificio sin que lo viera el portero, pero ya
era tarde.
—Buenos días joven Xavier, ¿qué hace por la recepción?
—Buenos días, señor Norberto, debo salir un momento.
—Lo lamento, está prohibido por el toque de queda.
—Por favor, Norberto, necesito recoger un juguete que se cayó
del balcón.
—Si quiere yo lo recojo, ¿cómo es?
—Tranquilo es solo un momento, no demoraré.
—Bueno, pero regrese enseguida.
—Así lo haré.
A partir de allí venía
el obstáculo más difícil, cruzar las calles sin que lo pillase la policía.
Procuró evitar las vías principales y de esa manera avanzó unos veinte minutos,
hasta que oyó que le gritaban Ey niño detente, ¡qué haces en la calle! Se
echó a correr a toda prisa metiéndose por una callejuela desierta. Al llegar al
final había perdido el rastro de los agentes, pero se encontró con unos
individuos de mal aspecto.
—Chico, qué lindo celular, ¿por qué no me lo dejas ver?
Estaba cansado de correr y pelear no podía, puesto que eran
mayores. Por suerte, sus nervios mezclados con la fatiga de la carrera previa
exacerbaron un acceso de tos.
—Cof, cof —empezó a toser, por lo que los ladrones se
miraron.
—Vámonos —gritó el más fornido —este tiene el virus. Salieron
corriendo a la vez que se tapaban la nariz con las manos, pues ni siquiera
tenían puesta una mascarilla.
Aliviado siguió su camino y diez minutos después vio la estructura
de tres pisos del hospital que resplandecía con el sol de la mañana. A pesar
del calor, su piel se mantenía seca gracias a la brisa proveniente del mar que
le disipaba el sudor. Al llegar a la entrada no vio a nadie y pensó que le
habían jugado una broma pesada, pero en ese momento notó una mujer joven que hablaba
con un médico barbudo en una entrada secundaria. Parecía recibir malas noticias
porque se limpiaba las lágrimas del rostro con un pañuelo. Terminada la
conversación, la mujer se sentó en el corredor del jardín frente a los
ventanales que daban a la sala de espera. Xavier lo pensó varias veces antes de
acercarse, pero al final se llenó de valor.
—Señora, ¿cómo se encuentra?
—Hola niño, mal, tengo a mi novio grave. ¿Qué haces fuera de
tu casa? Te puedes enfermar.
—Vine a darle un mensaje.
—¿Un mensaje?
—Sé que parece una locura, pero así es.
—¿A mí?, pero cómo, acaso ¿sabes mi nombre?
—Me dijeron que estaría en este hospital a las diez.
—Vaya, pero cómo podían saberlo, si hasta yo lo desconocía
hace quince minutos.
—No lo sé —dijo apenado.
—¿Y cuál es el mensaje?
—Me mandan a decirle que debe cuidar a la niña de los ojos
diferentes.
—La niña de los ojos diferentes —repitió deletreando y luego
dijo para sí misma—. ¡Oh por Dios!, la muchachita que quedó huérfana. —La misma
que había perdido a sus padres por el mortal virus y deambulaba en el hospital
sin que nadie se hiciera cargo de ella. Se levantó y salió corriendo, no sin
antes decir—: Gracias niño, no sé cómo lo supiste, pero gracias.
—De nada —respondió Xavier, quien se dispuso a volver a casa,
pero antes echó un vistazo al ventanal por donde se asomaba una niña de ojos
claros, uno miel y el otro verde, y sintió que su mirada podía iluminar la
oscuridad que se cernía sobre el mundo en aquel tiempo. La verdad no se
equivocaba, porque el futuro de la humanidad dependía de lo que ella hiciera.