viernes, 18 de junio de 2021

Luces en la oscuridad

Omar Castilla Romero


Xavier se dirigía a darle el mensaje a la misteriosa mujer en el hospital, mientras sus padres continuaban discutiendo. La cuarentena había empezado hacía un mes y desde entonces tuvieron más peleas que en los últimos diez años. Vivían en un minúsculo, pero confortable apartamento ubicado en el séptimo piso de un edificio que tenía una agradable vista al mar. Dos días antes cuando comenzó todo, sus padres también discutían.

—¿Qué haces encerrado en el baño?, de seguro escribiéndole a alguna de las lobas que tienes por amigas.

—Ya vas a empezar, ni bañarme tranquilo puedo, ¡me vas a volver loco!

—Loca me voy a volver yo, pero donde llegue a encontrar algo agarro las maletas y me voy.

—Yo soy el que se va ahora mismo, no aguanto más tu cantaleta.

—Claro vete, ojalá la policía te detenga por incumplir el toque de queda.

—¡Pues que lo haga!, en un calabozo estaré más tranquilo.

El padre se marchó a la calle regresando media hora después, disuadido por las sirenas de los carros policiales. Xavier se encontraba frente al televisor de la sala jugando Mario Cart cuando su papá se sentó en el sofá gris ubicado detrás de él.

—Hijo quita ese juego que voy a ver las noticias.

—Papá no te aburre oír todo el día lo mismo, «que el virus mató a no sé tantos», «que hubo no sé cuántos casos nuevos».

—Hay que estar informado Xavi.

—Pero quiero seguir jugando, estoy aburrido.

—Hazlo en el televisor del cuarto.

—A mamá no le gusta que juegue allá.

—Dile que yo te di permiso.

Xavier pensó que esto iba ser motivo de una nueva discusión, aun así, encendió la consola y siguió jugando durante una hora en la habitación de sus padres hasta que el agradable olor a carne asada fue precedido por el llamado para que fuera a almorzar. Cuando terminó su comida volvió a la habitación y encontró a sus padres durmiendo la siesta, por lo que decidió ir de nuevo a la sala. En ese momento vio un telescopio que reposaba en el closet cubierto de polvo. Lo tomó y pasó el resto de la tarde investigando cómo funcionaba y qué objetos celestes podía ver desde su balcón. Xavier era un niño con gran curiosidad científica, que había heredado de sus padres el gusto por la música retro.

Llegada la noche, la oscuridad del cielo solo era interrumpida por el brillo de las estrellas coqueteando a la lente del telescopio. El mapa estelar descargado en el celular le indicó que la estrella azulada en frente suyo era Sirio, más arriba se encontraba el cinturón de Orión, al que su madre llamaba los tres reyes magos y que según había leído, fue utilizado por los antiguos egipcios como guía para la construcción de las pirámides. A unos palmos de distancia de la constelación, vio un par de luces que no coincidían con ningún cuerpo celeste y que parecían estarlo observando. Se hicieron las diez de la noche y su madre lo llamó para dormir. Se levantó en la mañana con el olor a huevos fritos y tocinetas del desayuno. Al instante recordó la nueva afición que había descubierto y siguió investigando sobre astronomía.

La siguiente noche, el cielo sin nubes permitía ver las estrellas en todo su esplendor, a excepción de un grupo en forma de rosario que, aunque furtivo a la visión directa, mostraba su magnificencia en la lente del telescopio: eran las Pléyades; cerca de estas, aparecieron de nuevo los dos objetos en una posición diferente, por lo que se le ocurrió que, fuera lo que fuera lo estaban observando. Si era así responderían a los intentos de comunicarse que hiciera, por eso decidió aplaudir varias veces al son de la canción favorita de sus papás: We Will rock you de Queen: tutu pá, tutu pá, la tercera vez solo aplaudió dos veces tutu… y los objetos reaccionaron juntándose como simulando un aplauso: «pá». Pensó estar alucinando así que repitió la maniobra y obtuvo la misma respuesta. Luego fue a la caja de herramientas y sacó una vieja linterna que encendió y enfocó hacia las luces, las cuales respondieron titilando. Se dirigió al estudio donde estaba su padre haciendo teletrabajo para mostrarle lo ocurrido, pero este le dijo que estaba ocupado.

—¿Todavía papá?

—Hijo debo entregar un informe a más tardar esta noche.

—Estabas mejor antes cuando ibas a la oficina —agregó molesto y se marchó.

Regresó a observar el cielo hasta que llegó la hora de dormir, sin embargo, no concilió bien el sueño y en la mañana se levantó ojeroso con deseos de averiguar qué sucedía. El día transcurrió lento, como ocurre cuando se ansía un acontecimiento importante y al ocultarse el sol, él se encontraba con el telescopio en el balcón. El padre lleno de remordimiento por el desplante de la noche anterior se acercó.

—Hijo, ¿qué me querías mostrar ayer?

—Papá es increíble, mira esto. —Hizo el mismo ejercicio de la noche anterior, pero no obtuvo respuesta.

—De pronto quieren comunicarse solo contigo o quizás están aburridos de Queen y prefieren que le hagas una coreografía de Michael Jackson —dijo guiñando el ojo, luego de lo cual siguió su camino.

Xavier se sintió desanimado, pero decidió hacer lo sugerido por su padre imitando el pase Moonwalk del rey del pop. De inmediato los objetos hicieron un movimiento como un par de pies resbalando hacia atrás. Un rato después, cuando estos estaban inmóviles, su padre se acercó de nuevo sugiriéndole que utilizara el código morse.

—¿Código morse?

—Es algo que se usaba antes en los telegramas.

—¿Telegramas?

—Así se comunicaban tus abuelos. Es un código que traduce las letras en señales largas y cortas permitiendo enviar cualquier mensaje.

—Ya veo, ¿y tú sabes morse?

—Saber cómo saber, no. Pero se puede encontrar en internet.

—Ah, entonces lo buscaré. —Sacó el móvil y el padre siguió su camino.

Tardó quince minutos en comprender el sistema. Tradujo la palabra «Hola», y la convirtió en fogonazos de linterna, para recibir unos segundos después la respuesta: «Hola». Guau, es sorprendente —dijo. «Quienes son» fue la siguiente pregunta. «Somos amigos» respondieron. «¿De dónde vienen?», contestaron «De lejos». Luego interrogó «¿Qué quieren?», «Que entregues un mensaje». Xavier indagó «¿A quién?», y dijeron «A la mujer en la entrada del hospital en la playa».

Hizo una pausa pensando cómo él, un niño de diez años, podía entregar un mensaje a una mujer que no conocía. De seguro se referían al hospital de la zona turística que estaba a treinta minutos de su casa. En ese momento decidió preguntarles «¿Ahora?». Respondieron «No, mañana a las diez». La última pregunta fue «¿Y qué le diré?» «Que cuide a la niña de los ojos diferentes».

En ese momento desvió su mirada al oír el llamado de su madre para que fuera a dormir y al volver la vista al balcón las luces se habían desvanecido. Se acostó pensando el significado del mensaje. Era absurdo, cómo podían saber ellos si alguien estaría en la entrada del hospital en una hora determinada. A pesar de todo, tenía curiosidad de saber qué era eso de los ojos diferentes, ¿acaso los tenía cuadrados?, o ¿lanzaba rayos con ellos? Esa noche tampoco durmió bien. Al levantarse en la mañana encontró a sus padres discutiendo, mientras pensaba en lo que tenía planeado hacer. Saldría de casa para dirigirse al hospital en busca de la misteriosa mujer. Eran las nueve y media de la mañana por lo que tenía el tiempo justo para llegar caminando al hospital. Aprovechó que sus padres estaban concentrados en la pelea y se escabulló del apartamento bajando por el ascensor. Ahora debía salir del edificio sin que lo viera el portero, pero ya era tarde.

—Buenos días joven Xavier, ¿qué hace por la recepción?

—Buenos días, señor Norberto, debo salir un momento.

—Lo lamento, está prohibido por el toque de queda.

—Por favor, Norberto, necesito recoger un juguete que se cayó del balcón.

—Si quiere yo lo recojo, ¿cómo es?

—Tranquilo es solo un momento, no demoraré.

—Bueno, pero regrese enseguida.

—Así lo haré.

A partir de allí venía el obstáculo más difícil, cruzar las calles sin que lo pillase la policía. Procuró evitar las vías principales y de esa manera avanzó unos veinte minutos, hasta que oyó que le gritaban Ey niño detente, ¡qué haces en la calle! Se echó a correr a toda prisa metiéndose por una callejuela desierta. Al llegar al final había perdido el rastro de los agentes, pero se encontró con unos individuos de mal aspecto.

—Chico, qué lindo celular, ¿por qué no me lo dejas ver?

Estaba cansado de correr y pelear no podía, puesto que eran mayores. Por suerte, sus nervios mezclados con la fatiga de la carrera previa exacerbaron un acceso de tos.

Cof, cof —empezó a toser, por lo que los ladrones se miraron.

—Vámonos —gritó el más fornido —este tiene el virus. Salieron corriendo a la vez que se tapaban la nariz con las manos, pues ni siquiera tenían puesta una mascarilla.

Aliviado siguió su camino y diez minutos después vio la estructura de tres pisos del hospital que resplandecía con el sol de la mañana. A pesar del calor, su piel se mantenía seca gracias a la brisa proveniente del mar que le disipaba el sudor. Al llegar a la entrada no vio a nadie y pensó que le habían jugado una broma pesada, pero en ese momento notó una mujer joven que hablaba con un médico barbudo en una entrada secundaria. Parecía recibir malas noticias porque se limpiaba las lágrimas del rostro con un pañuelo. Terminada la conversación, la mujer se sentó en el corredor del jardín frente a los ventanales que daban a la sala de espera. Xavier lo pensó varias veces antes de acercarse, pero al final se llenó de valor.

—Señora, ¿cómo se encuentra?

—Hola niño, mal, tengo a mi novio grave. ¿Qué haces fuera de tu casa? Te puedes enfermar.

—Vine a darle un mensaje.

—¿Un mensaje?

—Sé que parece una locura, pero así es.

—¿A mí?, pero cómo, acaso ¿sabes mi nombre?

—Me dijeron que estaría en este hospital a las diez.

—Vaya, pero cómo podían saberlo, si hasta yo lo desconocía hace quince minutos.

—No lo sé —dijo apenado.

—¿Y cuál es el mensaje?

—Me mandan a decirle que debe cuidar a la niña de los ojos diferentes.

—La niña de los ojos diferentes —repitió deletreando y luego dijo para sí misma—. ¡Oh por Dios!, la muchachita que quedó huérfana. —La misma que había perdido a sus padres por el mortal virus y deambulaba en el hospital sin que nadie se hiciera cargo de ella. Se levantó y salió corriendo, no sin antes decir—: Gracias niño, no sé cómo lo supiste, pero gracias.

—De nada —respondió Xavier, quien se dispuso a volver a casa, pero antes echó un vistazo al ventanal por donde se asomaba una niña de ojos claros, uno miel y el otro verde, y sintió que su mirada podía iluminar la oscuridad que se cernía sobre el mundo en aquel tiempo. La verdad no se equivocaba, porque el futuro de la humanidad dependía de lo que ella hiciera.

viernes, 11 de junio de 2021

El sueño de Julia

Laura Sobrera


Julia despertó sobresaltada. Sintió una especie de corriente eléctrica entumecer su cuerpo. No era la primera vez que un sueño la estremecía. Aturdida, igual que cuando dormitaba recostada en el sillón después del almuerzo en alguna posición forzada, notó la consciencia todavía perdida en el mundo onírico.

Se incorporó poco a poco y con pereza. El cuerpo le pesaba. Manos y pies le hormigueaban, sin embargo, pudo superar ese abandono físico para moverse.

Tenía sed. Se dirigió hacia la cocina para saciarla con agua fresca. De pantuflas y bata, como le gustaba estar en casa y viendo que el líquido bebido no era suficiente, se preparó una infusión, segura de que eso calmaría la sequedad de su boca.

No necesitaba despabilarse mucho, por lo que todo aquello podía hacerlo en piloto automático. Como otras veces después de dormir con profundidad por un tiempo que pareció extenso, las imágenes vividas en el sueño aparecían en su mente sucediéndose a gran velocidad.

Apretó sus sienes en un loco afán de detenerlas. El pitido de la caldera la hizo volver a la realidad. Preparó el té y se sentó en la sala de estar a degustarlo.

Se dio cuenta que la televisión había quedado encendida, pero en silencio. La dejó así, no quería que nada alterara ese lapso de paz mientras saboreaba la infusión frutal.

Entre tanto, a su mente que divagaba acudieron algunas palabras importantes para ella: rituales y pertenencia.

Sonrió para sí mientras bebía a sorbos el té caliente que calmaba la sed. El pensamiento fue hacia esos conceptos en los que se vio envuelta, sobre todo por su ausencia, o por estar convencida que faltaron en los momentos más importantes.

Se detuvo por un instante en los ritos, esos considerados tan necesarios y que nada tenían que ver con religiones. Había estructurado su vida de una manera rígida, siguiendo códigos que ella creó a partir de su mundo interior y la educación recibida.

Su mente siempre iba al ejemplo que parecía explicar esta idea a la perfección. Para una relación hay determinados pasos que son imprescindibles: conocerse, ennoviarse, comprometerse, casarse y formar una familia. Julia consideraba esto como una fórmula de exactitud matemática. Lo mismo sucede con la pertenencia, se cumplían ciertos ritos y de inmediato la persona pasaba a formar parte de algo o alguien.

Escuchó su propia carcajada. Le había llevado años comprender que nada es así. Por fin se sentía completa sin tanta precisión.

El ruido de su propia risa la devolvió a su sueño. Que ella estuviera presente era normal, después de todo era su subconsciente, pero nunca había estado en una situación onírica semejante. Estaba en el cine y la película que pasaban la tenía como protagonista. Las escenas se sucedían de acuerdo a sus deseos más íntimos alejados de la cruda realidad.

A pesar de esto, lo que estaba viendo le daba nostalgia y hasta lo veía como algo con cierto refinado humor. Solía reírse de ella misma y eso mismo apreciaba en el sueño.

De vuelta a la realidad, habiendo terminado el té, fue hasta el baño y se duchó. El agua caliente alivió su cuerpo todavía entumecido. Tenía ropa que aún no había estrenado y decidió que era hora de usarla.

Se vistió, maquilló, arregló con un dejo de coquetería su cabello y usó su perfume favorito, bueno, era el único que tenía, pero importado, uno de sus pocos vicios. Lo hacía cuando la melancolía o los sueños la invadían.

El espejo le devolvió una imagen interesante, entre casual y sofisticada. Decidió salir a caminar para despejarse de esas sensaciones. Un abrigo liviano, por si refrescaba a la vuelta. Estaba pronta para salir cuando una llamada perdida le dio ganas de ver a sus hijos, ya que no había remedio mejor para la apatía que la visitaba.

Entró sin más pues la puerta estaba abierta, como de costumbre cada que había invitados.

Aunque la pandemia había terminado, estaban acostumbrados a no besarse, por lo que no era extraño que nadie lo hiciera.

En la casa estaban sus hijos, nietos, nueras, y algunos amigos de los primeros. Sorprendida al verlos reunidos pues no recordaba haber sido invitada, pero tampoco era extraño. La charla era amena, pero no tan ruidosa como la acostumbrada. Las risas comenzaban estruendosas, pero inmediatamente bajaban de volumen.

Se había acostumbrado a escuchar más de lo que hablaba. Ya no necesitaba mostrar orgullo por la familia, era obvio que así se sentía, se le veía en la cara y las actitudes.

Decidió ir a servirse un refresco, pasó al lado de su hijo y lo escuchó decir:

—Todavía me parece sentir su perfume preferido.

—Me sucede lo mismo —contestó Sofía, su cuñada.

Julia se sintió extraña, ella estaba allí, ¿por qué hablaban como si no estuviera?

—Mamá no querría vernos tristes, siempre decía que ni lágrimas ni sufrimiento, por eso estamos todos aquí hoy, para celebrarla viva —musitó Joaquín, el menor.

Llegado este momento, Julia estaba confundida: sintieron el aroma de su perfume, pero nadie la miraba a los ojos. Había venido de su casa, tomó un té, se duchó, vistió y usó su loción preferida, pero ¿qué estaba pasando? Todos actuaban como si hubiera muerto y eso no era posible, se sentía muy viva.

De repente sus nietos se le acercaron y para el asombro de todos dijeron:

—Hola, abuela, por fin viniste, te extrañábamos, ¿vamos a jugar?, ¿nos contarás cuentos?, ¿inventaremos canciones?

En el jardín, se hizo un profundo silencio. Sus padres se acercaron a los niños y les preguntaron:

—¿Está aquí?

—Por supuesto —respondieron—, dijo que iba a jugar con nosotros en la sala, así ella podía sentarse sobre el sillón.

Los que allí estaban sintieron un nudo en la garganta, entonces Alex, el hijo mayor miró a Joaquín, sonrió y dijo feliz y emocionado:

—No hay nadie a quien llorar, ella tenía razón, siempre va a estar presente, las formas nunca la condicionaron.

Pasada la primera impresión que los sacudió, solo celebraron como ella habría querido y pedido, honrando su existencia y esa presencia incondicional que no se alejaría, porque así lo había prometido. Lo que empezó como un murmullo terminó en algarabía.

Mientras tanto en el living, Julia, visiblemente emocionada, miraba jugar a sus nietos a sus pies con lágrimas de emoción rodando por sus arrugadas mejillas y aprovechaba para relatar esos cuentos e inventar canciones que la inocencia infantil solicitaba entre sus juegos.

Llegado este punto la familia no pudo apreciar la escena, porque para eso se necesita tener ojos de niño y es que la imagen que formaban abuela con su eterna sonrisa y sus nietos era como una añeja estampa sagrada con la frase: “El Reino de los Cielos pertenece a los que son como los niños” y Julia siempre honró y mantuvo viva a su niña interior.

Julia había aprendido que el cielo o el infierno viven dentro de cada ser y su paraíso estaba justo allí, donde se hallaran sus hijos y nietos, por lo que sin lugar a dudas hacía tiempo había llegado.