martes, 23 de febrero de 2021

TOC

Rosita Herrera


Y si volviera a nacer, ¿qué no repetiría? Posiblemente lo haría todo con calma, confiaría en la vida, me alejaría de ciertas personas y disfrutaría de mi compañía. Ahhh, hay tanto que arreglar en el pasado, creo que es una tarea ardua, inútil y poco inteligente detenernos en su análisis, aunque nos jale con fuerza queriendo a toda costa que esto suceda, debemos quitar sus sucias manos de nuestros atuendos y con firmeza y algo de ira decirle que no.

Estos pensamientos eran constantes en Zoe cuando atravesaba el umbral de una habitación y sentía la tentación de dejar su mano más tiempo de lo necesario en la manilla y contar hasta diez.

«¡Rayos! Ha vuelto el condenado, no te detengas… no te detengas, sigue adelante y nada de que por si acaso, ahí está la trampa y retomarás el hábito que será el primero de una larga lista de ‘por si acasos’, ya estás grandecita, lo entendiste todo, por lo que no tienes excusa».

Lograr la hazaña de ir de la habitación al living y luego salir sin demorarse en cada cruce, significaba para ella un atisbo de libertad, aquella que por mucho tiempo se había alejado de su camino y que, una vez de regreso, no la volvería a perder.

Al amanecer había recibido un mensaje de su hermana menor señalando que su madre estaba hospitalizada, el diagnóstico era el siguiente: neumonía, infiltración al pulmón, cáncer de boca. Nada más ni nada menos, pero ¿cómo un ser humano puede permanecer en este mundo de tal manera? Nadie debería someterse a tal suplicio, ni siquiera debiera ser opción el intentar salvarle la vida, para qué, para medio vivir o medio morir, cuando solo se les debiera dar una medalla de honor por haber resistido en las mejores condiciones posibles y, luego, darles un boleto en primera clase al más allá. En fin, mamá yacía agonizante en una cama de hospital y yo no podía asistirla, hacía mucho tiempo que estaba muy alejada de la familia y no tenía contacto con ninguno de ellos.

Sola en Nueva York, habitando en un frío departamento de una concurrida calle, me encontraba sentada en un sillón cercano a la luz de un gran ventanal donde tomaba lentamente un café, miraba caer la nieve y observaba el apresurado caminar de la gente.

No sabía qué hacer, lo único que tenía claro era que en algún próximo momento debía viajar a Chile y reencontrarme con mi familia en trágicas circunstancias que me llevarían, sin lugar a dudas, al pasado.

Lo estaba asimilando de a poquito, mientras racionalizaba mis tendencias a no soltar de inmediato, sin el respectivo ritual, el tazón de café sobre la mesa o el pestañear tres veces seguidas antes de cerrar los ojos por un momento y, eso no era todo, faltaba el apagar los interruptores de luz cuando me fuera a dormir, posando mis dedos con firmeza  diez segundos en cada uno, si es que quedaba tranquila, sino sería repetir la acción otros diez más. Mis fantasmas se habían mantenido dormidos por más de veinte años, hoy, con mucho temor, los presentía queriendo manifestarse.

Transcurrieron los días y no había noticias desde Chile, no obstante, temía que lo no deseado llegara sin preámbulos ni consideraciones y así fue. Cerca de media noche trabajaba en la corrección de un artículo para el New York Times antes de tomar el avión al día siguiente, cuando suena la campanilla de mi celular y aparece el ícono de Mariela… luego, su mensaje: Murió la mamá.

Una daga se había enterrado en mi corazón, un dolor punzante que se trasladaba hacia mi estómago. Me sentía vacía, miserable e indigna por no haber corrido al primer llamado, había una infinidad de excusas a las que poder acudir para quitarme un poco de culpa, pero no quería, sentí que cargar con su peso me haría expiar todo lo mala hija que fui por tanto tiempo.

Cada tanto, desde que me convertí en adulta, me preguntaba cómo reaccionaría a su muerte, quedaba pensativa conectando con aquella sensibilidad y apego que sufrí de niña hacia ella, sin poder hacerlo del todo, hay demasiados baches, heridas que se fueron instalando como un muro entre las dos. La adolescencia vivida en un contexto de carencia emocional y económica donde todo el peso recaía en una mujer que escasamente podía con su propio autocuidado y de un momento a otro se vio a cargo de tres nenas a las que les traspasó sus penas y miedos mientras creaban los propios. Me descubro botando un papel en el basurero y demoro demasiado en tirarlo, nuevamente me preocupo por tomarlo de la forma adecuada antes de soltarlo y proceder a poner la intención en dicho acto, para ello visualizo a la persona o situación que representará al ser eliminado…  mi peor enemigo, los disturbios mundiales, esta maldita guerra biológica… no da igual a quien sitúe en esta acción, pero me doy cuenta de que estoy demorando mucho y que seguirán manifestándose con fuerza todos estos trastornos obsesivos compulsivos que al parecer no te abandonan, se duermen, esconden, son parte de uno como lo son nuestros temores, oscuridades y pudores humanos.

Había que sacar una cantidad de documentos para el viaje atestiguando el no ser portador de COVID-19 y no haber estado en contacto con nadie que tuviera síntomas; otro que señalara hacia dónde voy específicamente y el motivo, acreditado con documentos; y, por supuesto, el pasaje. En fin, cuando pisé el aeropuerto fue inevitable sentirme como Clint Eastwood en la película Alcatraz donde algún movimiento en falso o un documento faltante podía costarme la cancelación de mi vuelo. Estaba todo en orden, no obstante, la imponente imagen de guardias de seguridad, asistentes de control sanitario y militares por doquier, hacían dudar y temblar a cualquiera. En fin, el punto es que no estuve tranquila hasta atravesar la pasarela de acceso a la aeronave con destino a Chile. Una vez sentada en la butaca de la fila f, asiento veintiséis, lado ventana, sonreí satisfecha, casi feliz, después de todo disfrutaría un poco de libertad auspiciada por la muerte de mi madre. Se agradecía en este tiempo de holocausto y vigilancia extrema.

Al desembarcar y dirigirme hasta mi ciudad natal, no sin antes haber retrocedido y avanzado ante innumerables líneas en las resplandecientes cerámicas del piso de los aeropuertos, metido y sacado más de tres veces la billetera y otros adminículos en mi bolso, hasta asegurarme muy bien que no había dejo de incertezas en mis acciones de tomarlos de la forma adecuada y no azarosa, es que nadie podría entender que el hecho de no poner tal cuidado significaría una inagotable persecución de mi mente hasta que corrigiera tal proceder, de lo contrario algo podría pasar… o no pasar.

Se habían declarado, mis innumerables TOC no me amenazaban con aparecer, sino que lisa y llanamente estaban operando en mí y, qué diablos, había que dejarlos fluir, aunque resulte paradójica y absurda tal resolución ante semejante monstruo de control mental.

Renté un automóvil y recorrí la ciudad que me había visto crecer, buscar mi camino sola o acompañada de amigos y personas que se detuvieron a compartir mis pasiones y sueños y que luego se fueron dejando huella en mi vida.

Me detuve en la casa donde mi alma se había roto, estaba a la venta y una mujer acababa de poner el letrero.

―¡Buenos días! Pasaba por aquí y me encuentro con esta sorpresa:  La casa de mi infancia está en venta, lo que me da la oportunidad de poder visitarla, digo, si no le importa, claro.

―¡Claro que no! Pase, yo estaré acá un buen rato, pues vendrá un cliente en una hora más.

Al entrar, una oleada de olor a pintura fresca se me vino encima, lo mismo ocurrió cuando ingresé por primera vez de la mano de mi madre hace veinticinco años atrás. Había una gran sala al inicio, con escasos muebles que la hacían todavía más grande y unas lámparas que armonizaban el ambiente, lo curioso es que nadie pasaba tiempo allí, quizá hacía siempre frío, así como lo siento ahora y huyo de este sector y visualizo la cocina donde mamá guisaba mientras yo hacía mis tareas, no era siempre así, pero hubo un gran período en que ella estuvo en casa recuperándose de… aquel accidente que le dejó su rostro lleno de cicatrices por los vidrios que se incrustaron en su delicado rostro luego de que su compañero de ruta cruzara con el semáforo en rojo.

Comienzo a recordar, subo las escaleras, hay una pequeña niña sentada en el suelo al lado de su cama, encorvada recortando o dibujando algo, no logro atisbar qué, está muy motivada con lo que hace, me siento en el lecho, la observo, tiene como nueve años, su pelo es largo, castaño, recogido en una moña sin mayor gracia, no hay vanidad en ella, aún lleva puesta la ropa del colegio y su chaquetón de invierno, tiene frío, pero no lo percibe, su obra es lo más importante en este momento. Al parecer escribe un poema para la mamá… que no está en casa. Ya es tarde, oscurece, lleva una bandeja a la cocina, luego se dirige a  mirar por la ventana junto a la entrada, llueve a cántaros, un trueno la asusta y se retira, se percata de la hora en un pequeño reloj que hay sobre una mesita que sostiene una lámpara y una fotografía de sus dos hermanas mayores, las extraña, solo falta un par de semanas para que se reincorporen a la nueva casa y al nuevo compañero de mamá que por el momento la hace feliz. La lluvia la angustia, la oscuridad le quita la esperanza, algo sucede, pobre pequeña le digo, pero no me escucha, se sienta en un rincón cerca de la ventana y se pone a llorar «mamita, mamita, Diosito, ¿dónde está mi mamita?, ¿por qué no llega? Ya es tarde, ¿hice algo mal?, ¿es mi culpa?, por favor, no sé qué hacer, a quién llamar…» Quiero abrazarla, decirle que aquí estoy yo, que no está sola, que no es su culpa y que ya pronto pasará esta oscuridad, pero no puedo traspasar su dimensión, ya han transcurrido muchas horas de angustia… de pronto… tocan la puerta, la pequeña abre y aparece un joven:

―Zoe, tu mamá está en mi casa, tuvo un accidente, debemos ir ahora.

―¿Mamá? ¿Qué le pasó? ¿Por qué viniste tan tarde?

―No sabíamos que estabas sola. Nos dieron aviso del accidente hace muy poco y los trasladaron a mi casa, con mi padre… ¡Dios! Ya casi son la una de la madrugada, vamos.

La pequeña desapareció en la penumbra y su vocecita emanaba un sinfín de preguntas.

Aparece por la misma puerta la dueña de la casa, con una dulce sonrisa le avisa que su cliente está por llegar.

―Oh, sí, muchas gracias, no sabe lo importante que ha sido para mí estar aquí ―Le doy la mano y me escabullo hacia el automóvil.

Todavía no había visto a su madre y a la familia, ahí acabaría todo y podría regresar a Nueva York. Sentía la necesidad de ordenar sus pensamientos y entender su gran herida.

Condujo con su mente en piloto automático hasta llegar a un recinto humilde y poco acogedor donde estaría el cuerpo, visualiza fuera del lugar a quien fuera esa niña dulce que llegó a alumbrar el corazón roto de mamá luego de un devastador abandono de su pareja y padre de Mariela cuando yo tenía quince años, pero que con el tiempo se había convertido en una mujer dura y llena de resentimiento, probablemente, por la desidia de su progenitor ¿Cómo poder congeniar en estos momentos aquellos recuerdos en que era  una luz en mi atribulado camino a la adultez? De no haber sido por ella mi vida hubiera sido más oscura aún… ahora, no era más que una mujer… como tantas hay en este mundo. Detrás de mí estaciona Beatriz, dulce, compasiva y virtuosa, qué más se le puede pedir  a una hermana mayor que luchó contra toda adversidad hasta llegar a la adultez sin perder su dulzura e integridad, pero si de gracia humana hablamos… falta una…, pero ella no está, se fue hace muy poco, no era de este mundo, los ángeles no viven en la tierra, nos dejan pronto y así lo hizo Claudia, la segunda de las mujeres de la descendencia de mamá.

Un sinnúmero de personajes fue apareciendo, reconocí a la mayoría y supongo que ellos a mí, se asomó el saludo cortés y uno que otro gesto de simpatía. Finalmente, la vi, serena, liviana, en paz. Alguien se preguntaría «¿Viajaste para esto? ¿Qué sentido tiene?» Sí, viajé para esto y tiene todo el sentido que la humanidad le ha otorgado desde el principio de los tiempos: Despedir a nuestros muertos, cerrar el ciclo, llorarlos y desearles un feliz retorno. Si no lo hiciéramos, los llevaríamos por el resto de nuestros días a cuestas y ya cargamos demasiado. Me despedí de ella como lo hacía siempre que la visitaba, cariñosa y con esa pena que hace aflorar los apegos infantiles. Toqué el vidrio varias veces y, también, la madera de su urna, lo hice antes de quedar situada en la fosa.

Sostengo lo dicho, es una gran pérdida de tiempo analizar el pasado y detenerse en tratar de repararlo, he dejado que la vida me guíe y me muestre lo que sea necesario reparar. Abrazaré a aquella niña indefensa y llena de miedo por el resto de mis días, juntas enfrentaremos las dificultades para poder sanar. Gracias, madre, aquella niña te sigue adorando en mí.

viernes, 12 de febrero de 2021

Ausencias

Diego Velásquez González 


El día había sido muy ajetreado para Juan Diego quien llega a su casa agotado. Las calles de la ciudad han estado más congestionadas que de costumbre por las nuevas obras viales que obligan a los vehículos a continuos desvíos, haciendo que un trayecto relativamente corto termine siendo una odisea interminable. A él esta situación se le hace cada vez más molesta a pesar de llevar más de cuatro años como taxista, tiempo en el que ya tiene en su mente un mapa de la ciudad con sus vericuetos, aunque de todos modos hay días que siente que se pierde en ese caos. Señala que es muy difícil moverse dentro de semejante berenjenal en que se ha convertido la ciudad. Mira a su madre y la saluda con un beso en la mejilla derecha y le dice: «Dios te bendiga». Se sienta en su silla preferida, casi de manera automática, frente al televisor que está encendido en la sala. Clara, la madre, acostumbra tener aquel objeto encendido así no vea nada. Le basta escuchar las conversaciones y el ruido de aquel aparato de fondo. Dice que es la manera como se siente menos sola y siente la compañía.

En la sala de la casa familiar, ubicada en uno de los barrios populares más antiguos de la ciudad, el olor a sándalo permea el aire al emanar del pebetero eléctrico que le obsequió a su madre en el cumpleaños pasado. Un aroma suave y profundo cubre todo aquel espacio induciendo un estado de armonía y relajación mientras ella se dedica a leer o armar rompecabezas hasta llegar el momento de preparar la comida tanto para ella como para su hijo. Entre tanto, a través de las ventanas de la calle, el aire fresco de la tarde, después de un día caluroso, trae un viento que arrulla las palmas de la sala que cuida con gran entusiasmo cada mañana. Este es el espacio preferido de Clara desde que vuelve de la iglesia a media tarde.

Juan Diego observa su celular y ve que hay pocas solicitudes de servicio de taxi en el sector. Piensa que será una buena oportunidad para quedarse en casa viendo una película y poder descansar. Hace poco logró comprar un nuevo vehículo que él mismo maneja. No ha querido buscar otro chofer. Se le hace que todos los conductores son unos completos inútiles y que solo él puede mantener el vehículo en buenas condiciones. Esto ha hecho que se imponga jornadas extenuantes de trabajo. Por eso, la madre se esfuerza por ser atenta con su hijo. Sabe que la vida no es fácil para él. Ella va a la cocina de nuevo después de saludarlo. Se escucha el ruido ensordecedor de la vieja licuadora que se resiste a cambiar cuando la que su hijo compró en la pasada navidad se les dañó muy rápido y no hubo forma de repararla. Al poco tiempo, se acerca de nuevo a su hijo con un jugo de guayaba en leche, de los que tanto le gustan a aquel.

—Mijo, ¿quiere comer algo?  

 —No, madre, con el jugo basta. Te agradezco.

La madre va de nuevo a la cocina a terminar de lavar los platos. Desde allí, como desde hace unos tres o cuatro meses, la escena se repite. Habla, aunque no sabe si su hijo realmente escucha. Dice que en la iglesia van a realizar un nuevo bingo cuyo propósito es recoger fondos para reconstruir el techo del templo que ya se cae a pedazos. «Ajá», responde Juan Diego. Ella pregunta si quiere ir con ella, y solo vuelve a decir: «Ajá». Y aunque percibe un tono resignado en su respuesta, insiste en hablar y pregunta por su trabajo. Él responde que bien, que gracias por preguntar. De pronto no vuelve a responder a su charla que le pone desde la cocina acerca del incompetente del alcalde, los robos que se han venido dando en el barrio y tantas cosas del día a día. Ella va a la sala y ve que se ha dormido en el sillón. Contempla su rostro. Es la misma cara del niño que se graduó de bachillerato hace ya once años cuya foto se encuentra en la repisa de una de las esquinas de la sala. Tal vez por eso, a pesar de sus veintiocho años, lo sigue viendo como un niño. Su único hijo quien ha sido su compañía en los últimos meses. De pronto despierta de su breve sueño. Ve a su madre mirándolo y se siente molesto. No le dice nada. Siente que en el celular hay una notificación y la observa con atención, indiferente a la presencia de la madre. Se pone los zapatos. Se levanta de la silla, se mira en el espejo y se dispone a salir de nuevo.

―Ahora vuelvo, debo hacer algo ―expresa, le da un beso en la frente y un abrazo recordándole que si se demora no se preocupe, que se acueste tranquila, que él estará bien.

―Está bien ―responde con resignación y va de nuevo a la cocina.

Allí, Clara se queda preparando el almuerzo del día siguiente. Desde que se separó de su esposo y luego de una pelea de años en los juzgados que acabó con los ahorros de ambos, considera que falló como madre. Y aunque él no reclama, no cuestiona o genera molestias, siente que hay un odio de su parte hacía ella. Piensa que debió haber sido más fuerte con él. Su esposo le decía que lo estaba malcriando y que el mocoso era un mimado. Pero Juan Diego, ha sido un muchacho responsable, con sus vainas claro está, pero un buen hijo, al fin y al cabo. Hoy es el hombre de la casa y ella quiere sentirse orgullosa de él y hacer que se sienta cada vez más orgulloso de sí mismo. María Catalina, la hermana de Juan Diego se marchó para España apenas empezó el asunto de la separación que se convirtió en un problema doloroso para todos. Como consecuencia, no se volvió a saber de ella. Esporádicamente hablaba con Juan Diego. Los vecinos pronto afirmaron que la hermosa hija de Clara se había ido a ejercer la profesión más antigua de la humanidad. Su novio tenía fama de ser el clásico proxeneta con aires de matón quien le había costeado dicho viaje.

La señora Clara, como se refieren a la madre de ambos en el barrio, es una mujer de solo cincuenta y dos años, pero refleja muchos más como resultado de una vida sufrida. Desde joven, cuando apenas salía de su adolescencia, época en la cual se quiere conquistar el mundo, se vio obligada a asumir la obligación de reemplazar a la propia madre que murió como consecuencia de un infarto. De cierta manera aquello hizo que madurara a la fuerza. Sus hermanos de trece y nueve años estaban demasiado pequeños y había que cuidarlos. En un primer momento lo aceptó de buena gana, pero cuando el padre de la familia empezó a tomar y pronto murió de cirrosis, se empezó a cuestionar sobre el sentido de eso. Y en cuanto pudo después que sus hermanos lograron ser bachilleres y que pudieron trabajar en algo que les diera algún ingreso, se marchó de la casa y contrajo matrimonio con el primer advenedizo que paso a su lado. «Sabía que no estaba enamorada» siempre lo ha dicho una y otra vez y a manera de queja o explicación no pedida que «pensaba que podría aprender a amarlo, que quizás la costumbre nos llevaría a querer seguir juntos». De ese matrimonio nacieron María Catalina y Juan Diego.

Ahora, Clara cree que ha logrado encontrar la paz que tanto anhelaba en la oración y el servicio a la iglesia. Con los ingresos de la pensión del difunto esposo y los arriendos de una casa de tres pisos en el centro de la ciudad, vive dignamente, además de contar con el apoyo de su hijo. Va al templo donde ha sido una colaboradora fiel. Desde la primera misa, a las siete de la mañana, acompaña al sacerdote en la lectura de la palabra, recoge las limosnas y después en el despacho parroquial asigna las solicitudes de misas, matrimonios, bautismos entre otros menesteres. Por eso, al ver que su hijo no vuelve después de las once de la noche, se acuesta inquieta, pero sabe que debe madrugar. Hace sus oraciones y pide a Dios por su hijo para que lo proteja y lo guíe. Al amanecer el teléfono la despierta. Son las cuatro y media de la mañana. Su hijo fue encontrado muerto y le piden que vaya a hacer el reconocimiento. Llama a sus vecinos en busca de apoyo y compañía. «¿Por qué Dios? ¿Por qué?» pregunta una y otra vez, pero no recibe respuesta mientras llora sin encontrar consuelo a su dolor. Por un momento cree reconocerse en una de las siete palabras de Jesucristo en la Cruz. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

En compañía de una vecina va a medicina legal. De acuerdo a los primeros reportes policiales, le querían quitar el carro. Saberlo le brinda cierto consuelo porque temía que lo habían matado por andar donde no debía o que había vuelto a sus andanzas. Siempre esperaba que dejará sus vicios. Pasados algunos días y luego de las pesquisas correspondientes, la policía captura al asesino, un tipo llamado Carlos, que vivía a cinco cuadras de la casa de ellos. Parece que ambos tenían problemas, eran parte del gremio de taxistas y tal vez estaban en negocios turbios afirmaron en las noticias. Cuando Juan Diego adquirió el carro, la madre pensaba que le traería muchos problemas, pero manifestó alegría por tal evento puesto que le daba otro motivo para vivir. Su hijo había estado sujeto a un tratamiento psiquiátrico y tomaba antidepresivos para superar su intento de suicidio. Ella se sentía contenta porque el hijo se veía más lúcido y comprometido con las cosas del reino de los vivos.

Una semana después del entierro, María Catalina, llama a la mamá y le anuncia que volverá al país a organizar las cosas de Juan Diego. Ella no entiende a qué se refiere. Sabe que tenía un taxi y un apartamento que había terminado de pagar hace poco y que tenía en arriendo. «¿Qué más hay que organizar?», afirma. Se molesta porque no había vuelto a saber nada de su hija desde hace dos años y venir de buenas a primeras a asumir un rol que no le correspondía era algo que no podía aceptarlo. Al llegar a la ciudad, la hermana sabe que debe buscar a Santiago Rivas, estudiante de arquitectura de veinte años y de quien solo tenía vagas referencias. Sabía que había hecho feliz a su hermano y eso le bastaba. Por su parte, la madre se siente desconcertada. A pesar de ser un tipo inteligente y sagaz para los negocios, además de haber terminado sus estudios, la madre no aceptaba que su hijo fuera gay. Eso hizo que él se deprimiera e incluso intentara suicidarse. Durante un tiempo había dicho que prefería un hijo muerto que marica, pero cuando vio que su hijo de nuevo en casa le ofrecía la estabilidad material que el inútil del marido no le había ofrecido guardó silencio. Solo oraba día y noche pidiendo la sanación de su amado hijo y que le diera una buena mujer. El mismo hijo había optado por no volver a dejar que su madre se diera cuenta de su vida personal. Por eso, se tomaba juicioso su medicamento, asistía a las citas con el psiquiatra, a veces salía solo sin decir a donde iba, pero sobre todo trabajaba y aportaba lo necesario para la casa volviendo a vivir con Clara por su propia seguridad según recomendaciones médicas.

Cuando María Catalina encontró a Santiago, se asombró al darse cuenta que el padre de aquel era el asesino de su hermano y que tampoco aceptaba esa relación. La noche del crimen, se había hecho pasar por su hijo tomando su celular y citando a Juan Diego mediante un mensaje de texto al motel donde acostumbraban verse desde que él volvió a la casa familiar al salir de la clínica y de una u otra manera más lúcido. A Carlos no le gustaba. Era hombre y eso bastaba. No era correcto. Él quería que su hijo se casara, que le diera nietos y si quería seguir con sus bobadas era otra cosa. Aquel día, a las afueras del hotel, cuando Juan Diego se bajó del carro para esperar a Santiago, Don Carlos, como él se refería al padre de su amado, se acerca y lo confronta. Le dice que Santiago no quiere volver a verlo, que lo deje en paz. Él responde que su hijo ya era mayorcito y que si él no tenía la valentía de decirlo de frente había fracasado como padre porque su hijo si era entonces un verdadero marica, pero que, al contrario, lo que realmente pensaba, es que su hijo le tenía miedo. Pronto pasaron a los empujones y luego a los golpes.  Ambos sentían que su dignidad estaba en juego. De pronto, sin saber de dónde lo agarró, Carlos propina varias puñaladas a Juan Diego. Con la adrenalina todavía disparada en su cuerpo, lo levanta, y organiza el cuerpo dentro del carro para simular un atraco llevándosele el producido del día y dejándolo en su auto parqueado en el rincón más solitario y oscuro del lugar.

Las dos familias quedan destruidas. Santiago continua sus estudios de arquitectura con el apoyo de un tío y lejos, muy lejos de la casa de sus padres al tiempo que recibe el apartamento y el carro que su pareja había puesto a su nombre. La madre de Juan Diego luchó por un tiempo para que tal cosa no se diera. Siente que ha sido traicionada. «Ellos no son nada, yo soy quien tiene derecho al apartamento» se quejó una y otra vez donde pudo y donde fuera escuchada. Pero Juan Diego había dejado las cosas claras de acuerdo a la ley, el apartamento y el carro recién comprado pasaría a manos de su compañero con quien vivió cuatro años en caso que muriera. Al final, de mala gana, doña Clara acepta lo irremediable y advierte a su hija que se olvide de ella, que ahora había perdido sus dos hijos. Tiempo después, como resultado de su largo encierro y la depresión por su pérdida, Clara se levanta una mañana a primera hora, come cualquier cosa y va a la iglesia. Después de una larga conversación con el sacerdote de la parroquia, vuelve a manejar la agenda de las misas. Se ha vuelto más silenciosa, quizás un poco malhumorada, pero sigue siendo muy eficiente en sus labores. Y en las tardes al regresar a casa, ya no se preocupa mucho por lo que va a comer, solo prepara un jugo de guayaba en leche y se sienta a ver las noticias de las siete de la noche en el sillón de la sala viviendo la ausencia de su hijo.

miércoles, 10 de febrero de 2021

Carolina y el sufrimiento

José Camarlinghi


Finalmente estaba frente al mar, aunque no era por los motivos que hubiera deseado. Había hablado tantas veces con su hija, Luisa, de tomar vacaciones y conocer el mar. Ahora, sola, sentada en el balcón de un restaurante, podía oler la sal y las algas en la brisa. Sin embargo, ella no lo advertía. Su mente estaba concentrada en la puerta del club nocturno que estaba en la esquina. El plato que había pedido, un picante de mariscos, se enfriaba frente a ella. Ni lo había probado. Desde el bar, los meseros la miraban extrañados; era el tercer día que hacía lo mismo. Se sentaba desde el mediodía hasta casi la media noche. Pedía comida que casi ni probaba y tomaba innumerables tazas de café. 

A media tarde sufrió un sobresalto. Escuchó la risa de Luisa. Se paró de un salto y por la acera pasó una muchacha acompañada por un joven. No se parecía en nada a su hija, salvo en la risa, franca y potente. La observó hasta que llegó a la otra cuadra y dobló la esquina. Le temblaron las piernas y tuvo que sentarse. Entonces miró a su alrededor como si fuera la primera vez que estaba allí. Dirigió su mirada al mar y el lejano romper de las olas evocó el recuerdo de su hija quien nunca tuvo la oportunidad de escucharlas. 

Desde el año pasado la empresa familiar había tenido un crecimiento inesperado. Después de muchos años de trabajar de sol a sol, Carolina y su marido, Pedro, empezaban a ver el fruto de sus sacrificios. Comenzaba a irles muy bien. Tanto que incluso habían comprado un pequeño coche para su única hija. Luisa no podía creer la suerte que tenía. Ese verano terminaba el colegio y antes de continuar sus estudios en la universidad, tomarían la primera vacación de verdad: irían al mar. 

Esa semana visitó, con una amiga del colegio, unas agencias de viaje que ofrecían vacaciones en la costa. En una de ellas conocieron a una joven muy amable y simpática que les convenció que tenían las mejores ofertas. Luisa le dio su nombre y sus datos para que le mandaran las ofertas a su cuenta de Facebook. 

Un día antes de la fiesta de promoción, Luisa recibió una llamada de parte de la joven de la agencia. Le ofrecía un perfume que estaba de moda a mitad de precio. Fue al lugar de encuentro en su coche nuevo y no volvió más. Esa misma noche llamaron los secuestradores. Tenían a Luisa y pedían una pequeña fortuna para liberarla. 

—Ni se les ocurra llamar a la policía —dijo la voz joven, pero áspera—. Firmarían la sentencia de muerte de la chica. 

—Quiero hablar con mi hija. 

—Ella está bien. Podrán hablar con ella mañana. Llamaremos para decirles cuando y donde nos entregarán el dinero. 

Colgaron y Carolina se paralizó con el silencio en la línea mientras sus ojos se inundaban. Escuchó un lamento gutural, cercano a un aullido, que invadía la sala. No tuvo conciencia que el sonido salía de su propia boca. No pudo responder las preguntas de su marido. No podía articular una sola frase; solo el llanto de animal herido. 

Abrió los ojos y reconoció su dormitorio. Por la cantidad de luz pensó que debía ser ya tarde en la mañana, cerca del mediodía. Estaba acostumbrada a levantarse muy temprano, antes que el sol, para dejar preparado el desayuno y salir a abrir la empresa. Por eso no comprendía que hacía en cama todavía. ¿Era acaso domingo? Luego poco a poco empezó a recordar la noche anterior. La habían sedado. Estaba en tal estado que tuvieron que llamar al médico. Entonces recordó a su niña, a Luisa. Otra vez sintió las lágrimas correr por sus mejillas. Se levantó de golpe y salió tambaleante de la habitación llamando a gritos a Pedro. En la sala de estar encontró a su hermana, Andrea. 

—Han llevado el dinero del rescate —le comunicó—. Deben estar ya retornando. 

Le contó que muy temprano en la mañana habían vuelto a llamar los secuestradores, esta vez al celular de su marido. La suma que pidieron era alta pero no excesiva y le dieron una hora para entregarla. Pedro les dijo que tenía que sacar el dinero del banco y que tendrían que esperar hasta que se abra. El hombre al teléfono volvió a recalcarle que no avisara a las autoridades y que tan pronto tuviera el dinero devolviera la llamada. Entonces le dirían el lugar de encuentro y le recalcaron que lo esperarían a él solo. Pedro no se animó a decirles nada. El esposo de la hermana, Agustín, se había ofrecido a acompañarlo, pero Pedro repetía que le había dicho que tenía que ir solo. 

—¿Y si te matan? ¿Y si te secuestran también? —le había contestado. 

Pedro se quedó pensativo y al final accedió a ser acompañado. 

En ese instante sonó el celular de la hermana. Habían entregado el dinero y estaban retornando. No venían con Luisa. El hombre que les esperaba les dijo que tenía a sus socios en el teléfono y que tan pronto les dijese que el dinero estaba en su poder la liberarían cerca de su casa. Cuando le entregaron el maletín con el dinero, el hombre lo abrió y miró el contenido. 

—Tengo el dinero —dijo en su celular, se dio media vuelta, se subió a una camioneta y se marchó. 

Pedro y Agustín se miraron y ninguno dijo una sola palabra. 

Carolina se paró en la ventana mirando a la calle esperando que Luisa apareciera en cualquier instante. El mundo se le oscureció cuando vio llegar el coche de su esposo. Mientras Pedro les contaba todo el asunto, ella sentía llegar la angustia como si fueran olas. Tenía la esperanza que en cualquier momento Luisa entraría por la puerta, pero el instinto le decía que algo no estaba bien; sin embargo, estaba hecho el pago y por lo tanto debería estar ya en camino a casa. Tal vez la habían dejado en algún barrio alejado de la ciudad y la esperanza volvía con fuerzas; pero la razón le decía que no era normal que Luisa no llamara por teléfono. Mientras pasaba el tiempo las olas de preocupación se hacían más fuertes que los remansos de esperanza. Al final de la tarde estalló. 

—¿Por qué no les dijiste que les dabas el dinero contra entrega de tu hija? —increpó a su marido— ¿Por qué fuiste solo? ¡Deberías haberme despertado! ¡Eres un inútil! 

Pedro no tenía palabras. Paralizado no atinaba a hacer nada hasta que sonó su teléfono. Carolina se lo arrancó de las manos y gritó. 

—¿Dónde la tienen malditos? 

Luego de unos segundos de silencio. 

—Señora. Su hija está muy bien. 

—¡Quiero hablar con ella! 

—Escúcheme primero, luego la comunico. Sucede señora que este encargo se lo di a uno de mis subalternos. No podemos culparlo… es un principiante. 

—¿Qué le han hecho a mi hija? —gritó desesperada. 

—Nada señora. ¿Por quién nos toma? ¡Somos profesionales! Lo que sucede es que les hemos pedido muy poco. Si quiere ver a su niña de nuevo, va a tener que duplicar las suma. 

—¡Pero esta vez me van a entregar a mi hija! ¡Será contra entrega! ¡Solo les daré el dinero si mi hija está presente! ¡Quiero hablar con ella ahora! ¡Póngala al teléfono! ¡Quiero saber de ella misma que está bien! 

Nadie le respondió. El secuestrador había ya colgado. Carolina tiró el celular al piso para descargar su frustración y miró a su marido como diciéndole así se hacen las cosas. 

Pasó un día entero en el que no tuvieron noticias. En la madrugada del cuarto día del secuestro estaban pensando en ir a la policía, cuando llamaron al celular de Carolina. 

—Señora. Cálmese. Que cuando grita no podemos hablar de negocios. 

Carolina pensó que nunca se había imaginado que hablar de negocios incluiría la vida de su hija. Respiró profundo y escuchó el mensaje en el que le indicaban el lugar donde tendrían que llevar el dinero. 

—Disculpe señor —dijo lo más calmada que pudo—. No voy a entregarles el dinero si mi hija no está ahí. 

—Señora —dijo alargando la o en tono de reproche—. Usted sabe muy bien que eso es muy complicado. Nos puede tender una trampa. Le propongo otra cosa. Mande a su esposo a una dirección que le voy a dar. Allí estará su hija dentro de su propio coche. No estará sola por supuesto. Uno de mis subalternos estará con ella. Antes de entregarme el dinero usted podrá llamar a su marido para confirmar. Cuando el dinero esté en mis manos, yo llamaré a mi hombre y dejara a la niña libre. 

Así lo hicieron. Vaciaron la cuenta de ahorros y se dirigieron, cada uno por su lado, a los lugares que les habían convocado. Carolina fue a un terreno abandonado en la parte industrial de la ciudad y Pedro a la entrada de una hacienda en un camino secundario. Ella llegó al lugar temprano y ya la estaban esperando. Indecisa miró a la camioneta que estaba parqueada. Un hombre abrió la ventana y la llamó con la mano. Ella bajó y caminó hasta una distancia prudente. El hombre le hizo gestos urgentes que se acercara. 

—Primero tengo que saber que mi hija está con mi marido—. Sacó el celular y llamó a Pedro.

Él le confirmó que estaba frente al auto, que al volante había un sujeto y a su lado estaba Luisa. Entonces ella se acercó al hombre sosteniendo el teléfono con el hombro y abriendo el maletín con ambas manos le mostró el contenido. Él asintió y marcó un número en su celular. 

—Va entregarme el dinero—dijo secamente en el celular y acotó mirándola imperativo—. ¡Deme el maletín ya! 

Carolina se acercó hasta que el hombre tomó uno de los tiros. Ella sostenía todavía el otro mientras escuchaba por el celular. 

—¿Ya está contigo? —preguntaba repetidamente a Pedro. 

El hombre arrancó de golpe la camioneta y la arrastró unos metros. Ella perdió el equilibrio, hizo caer el celular, fue jalada un par de metros y no pudo sostener el maletín. Desesperada se levantó buscando el teléfono. Ese momento no se percató que se había rasmillado las piernas y que las rodillas le estaban sangrando. Encontró el celular con la pantalla hecha trizas. Estalló maldiciendo a gritos, estrellando el aparato en el suelo y luego zapateando sobre él. Al final, llorando de rabia e impotencia, cayó de rodillas y solo entonces se dio cuenta que le ardían horrores. Se compuso y manejó como loca hasta llegar a casa. Encontró a Pedro sentado en un rincón bebiendo. 

—¿Dónde está mi hija? —le gritó con furia y desesperación. 

Pedro la miró y no pudo articular palabras. Empezó a llorar desconsoladamente. 

Apenas pudo contarle que en el momento que estaba respondiéndole por el celular, sentado en su auto y con la ventanilla abierta, recibió un golpe tan fuerte en la sien que perdió el conocimiento. Ella le reprochó no haber estado atento y hubiera seguido retándolo si no hubiera visto las lágrimas correr por el ojo amoratado. Su relación empezó a deteriorarse a partir de ese día. 

No recibieron más llamadas y nadie respondía en el número con el que los secuestradores se habían comunicado. Pedro se sumió en la depresión y Carolina no pudo evitar sentir desprecio por la debilidad de su esposo. 

A la semana que Luisa había sido secuestrada, Carolina fue a la policía a sentar la denuncia. El agente que le asignaron le reprendió por no haber acudido a ellos al primer momento. Le dijo que si en las primeras cuarenta y ocho horas de cometido el crimen no se han encontrado resultados, era muy difícil que se encuentren a los culpables. Le prometió que se ocuparía del caso y, sin embargo, cuando ella salió de su oficina, archivó los papeles en la gaveta de los casos sin resolver. 

Una semana más tarde fue a buscar al agente. Le dijeron que estaba en vacaciones y que volvía en tres semanas. Ella se puso a gritar y protestar de tal manera que le asignaron otro agente. Nuevamente tuvo que dar todos los detalles del asunto. Dos semanas más tarde empezó a sospechar que la policía no haría nada por su hija. 

Pedro no salía de la casa y bebía todo el día. Carolina intentó ir a trabajar a la empresa, pero no podía concentrarse. Una mañana encontró una nota en su escritorio.

El jefe de la banda se hace llamar Tato 

Alguien de su confianza, que podía acceder a su escritorio, le había dejado el mensaje. Salió de su oficina y miró a los empleados uno a uno con la intención de descubrir una mirada culpable. No pudo encontrar nada y empezó a sospechar de todos y cada uno de ellos. Se quedó callada y decidió observarlos. Volvió donde el agente y le mostró la nota en un último intento de lograr que la investigación tome una dirección. El agente, un tanto burlón, le dijo que no conocía ningún criminal bajo ese nombre pero que haría sus indagaciones. Con todo, nunca fueron a la empresa a interrogar a los empleados. 

Carolina decidió delegar la empresa a su contador y dedicarse ella a la búsqueda de su hija. Tendría que hacerlo sola. No podía contar con Pedro que había caído en un círculo descendente de alcohol y depresión. Le dio lástima no poder ayudar a su marido, pero su hija era más importante. 

Empezó a frecuentar los bares y clubes nocturnos de los barrios bajos de la ciudad. Se compró ropa de una tienda de artículos usados y se disfrazó para iniciar sus pesquisas. Cuando preguntaba por Tato, la miraban de pies a cabeza y le decían que no conocían a nadie con ese nombre. A la tercera noche que visitaba un antro, un barman puso una pistola en la barra. 

—¿Para qué lo busca? —dijo amenazador. 

Carolina intentó demostrar compostura, de todas maneras la voz le salió temblorosa. 

—Quiero preguntar sobre mi hija… No la veo desde hace un mes. 

—Mire doñita, no se anda preguntando por nadie en estos lugares. Si en algo aprecia su vida debería irse a su casa y quedarse calladita —Empuñó el arma y puso su dedo al gatillo mientras la miraba fijamente. 

Con las piernas temblorosas salió del bar. Ya en la calle le vinieron arcadas e intentó vomitar, pero nada salió de sus entrañas. Se fue llorando a casa. 

Despertó tarde, algo que se había vuelto habitual desde la desaparición de Luisa. Casi no dormía en la noche y el sueño la agarraba en la madrugada. Esta vez la despertó su celular. 

—¿Por qué me está buscando? —dijo una voz joven e insolente. 

Carolina se despabiló. 

—¿Tato? 

—¿Qué carajos quiere conmigo? 

—Quisiera preguntar si usted sabe o ha escuchado algo de mi hija. Se llama Luisa Bernal. Ha sido secuestrada hace poco más de un mes. 

—¿Me está acusando? 

—No, no, no —mintió—. Me dijeron que usted podría ayudarme a encontrarla. Ya hemos pagado dos veces su rescate. Puedo pagarle por su ayuda. 

—Doñita —le cortó en seco—. Yo no me dedico a esos trabajos. Pero tal vez puedo colaborarle. Venga en dos días al Mercat. En la tarde. ¿Conoce ese restaurante? Todo el mundo sabe dónde está. Va a llegar. 

A los dos días se presentó en el local en pleno centro de la ciudad. Fue sola. Había expulsado a Pedro de la casa porque lo único que hacía era estar borracho. Desde entonces no sabía nada de él. 

Tato era un hombre joven de mirada metálica. Carolina le contó todo, sollozando a ratos. El hombre le dijo que usaría todos sus recursos para encontrar a su hija. Que no se preocupara. Que normalmente se quedaban con las chicas para que trabajaran para los secuestradores. Que no mataban a los secuestrados porque eso no era negocio. Pero, le dijo, eso nos va a costar plata. Había que pagar a los informantes. Y para que hablen, hay que pagarles muy bien. No sabía cuánto, pero pronto se comunicaría y le daría un monto. 

Pasaron otros dos días hasta que recibió la llamada. El monto era casi tan alto como los rescates que ya había pagado. Le dijo que ya no tenía tanto y preguntó si no se podía rebajar. 

—Lo siento doñita; entonces no puedo ayudarle—. Y colgó. 

En ese instante se arrepintió de haber intentado negociar y devolvió la llamada. Le pidió que esperara unos días. Conseguiría el dinero. 

Esa misma tarde fue a su oficina y preguntó al contador cuánto dinero había en cajas. Sin darle explicaciones se fue al banco y vació todas las cuentas sin considerar los problemas en los que dejaría a su empresa. Al anochecer volvió al restaurante. Tato estaba sentado en la misma mesa conversando con otros mal encarados. La miró y les ordenó que se retiraran. Recibió el dinero y le prometió que en máximo un par de días tendría a su hija entrando por la puerta de su casa. 

Una semana más tarde, seguía sin saber el paradero de su hija. Fue al Mercat. La sacaron a empujones diciéndole que allí no conocían a nadie con ese nombre. Volvió a la policía donde nuevamente tuvo que soportar las recriminaciones de los agentes y la desidia de los jefes. Toda decepcionada, convocó una rueda de prensa. En ella contó su historia. Dejó muy mal parada a la policía que no hacía absolutamente nada a pesar de que conocían el restaurante desde donde Tato operaba. 

La contactó una organización de familiares de desaparecidos y se organizaron protestas. La prensa sacó varios artículos que insinuaban la complicidad de la policía. Las autoridades no tuvieron otra que actuar y allanar el restaurante. No encontraron nada ni a nadie. 

En una de esas protestas se le acercó un señor ya mayor. 

—Hace ya dos años se llevaron a mi hijo. Nunca tuve el valor de salir a buscarlo. Es usted muy valiente. La admiro. Pero, necesita protegerse. Se está convirtiendo en un problema para ellos. 

Le entregó un paquete. Algo bastante pesado envuelto en una chalina. Ella quiso ver y él le pidió que lo haga en su casa. Había mucha gente alrededor. Cuando entró en el baño de su habitación desenvolvió el paquete y de él sacó un arma. Una Makarov, una pistola semiautomática de fabricación rusa. Al principio se espantó y pensó en botarla a la basura. Poco a poco fue digiriendo la idea y para el fin de semana la llevaba en su cartera. 

Una noche soñó con Luisa. Estaban en una playa. Ella en la orilla y su hija caminaba mar adentro. Le gritó que no fuera a lo hondo, no obstante, seguía caminando sin escucharla. El agua ya le llegaba a la cintura. Empezó a llamarla a gritos. Ella giró la cabeza, le sonrió y siguió caminando. Entonces se lanzó al agua y empezó a nadar para darle alcance. La corriente era muy fuerte. Cada vez que intentaba respirar las olas le daban en la cara. Hizo un esfuerzo tremendo para nadar más rápido y sin embargo no avanzaba nada. Sin aire ya, se puso en pie para intentar caminar. Al ver hacia el mar, no vio a su hija. Se despertó llorando. No pudo dormir más. En la mañana le visitó su hermana para darle ánimos. Ella, secamente le dijo que sabía que Luisa estaba ya muerta, luego la dejó sola y sin palabras y salió de la casa a dar vueltas en su coche. 

Pasaron varias semanas en las que no hubo noticias de Luisa ni del tal Tato. A su celular sólo llegaban llamadas del administrador de su empresa y del banco. No las contestaba. Sabía muy bien que había dejado el negocio en quiebra. 

Al no encontrar ningún indicio las autoridades autorizaron la reapertura del Mercat. Y el asunto se perdió entre las noticias de una nueva enfermedad pulmonar que había obligado al gobierno chino a declarar una cuarentena dura en la ciudad de Wuhan. 

Carolina se tiñó el cabello y se puso gafas para vigilar el restaurante. Sentada en su coche miraba a la gente que entraba y salía. Pasaron varios días hasta que un rostro le llamó la atención. Una cara familiar. Una joven mujer. Decidió seguirla. Tomó un bus y Carolina lo siguió en su vehículo. Atravesaron la ciudad hasta los barrios que suben por las faldas de esos cerros que terminan en las montañas de la cordillera. Allí la joven se bajó y caminó a su casa, absorta mirando su celular y desentendida de que la seguían. La vio sacar la llave, abrir la puerta y entrar. Sin recapacitar mucho miró la pistola en la cartera. Recordó lo que había visto en Youtube y desbloqueo el seguro. Nunca había disparado de verdad. A pesar de que siguió paso a paso las direcciones del video, lo hizo con el arma descargada. Dejó el coche unos metros más atrás y caminó a la casa. Tocó la puerta con la mano izquierda mientras agarraba la pistola con la derecha dentro de la cartera. Cuando se abrió la puerta, se llevó la sorpresa de su vida. La que abrió era una de sus empleadas cuyo rostro pasó del asombro a la culpabilidad y finalmente al remordimiento. Carolina reconoció las facciones en la joven que había seguido.

—Tú me dejaste el mensaje en mi escritorio. 

La mujer asintió empezando ya a sollozar. 

—Me obligaron. Dijeron que la matarían si no les daba la información. Mi hija trabaja en ese restaurante. Tuvimos que contarles todo lo que conocíamos de Luisa. Nos dijeron que no la lastimarían. ¡Lo juro doña Caro! —Se arrodilló sosteniendo las piernas de Carolina— Nunca yo hubiera hecho daño a su hijita, usted siempre ha sido tan buena conmigo. 

Tuvo ganas de sacar el arma y pegarle unos tiros, pero pudo más su corazón de madre y se puso a llorar con ella. 

—Déjame hablar con tu hija—. dijo entre sollozos. 

La empleada se levantó y mientras se secaba las lágrimas le hizo entrar en su casa. 

Así fue que se enteró que el Tato se había ido a la costa, a una pequeña ciudad que vive del turismo. El lugar que madre e hija habían soñado visitar cuando terminara el colegio. Carolina ya llevaba tres días sentada en la terraza de un restaurante, observando la puerta de un club de desnudistas. La hija de su empleada le informó que Tato era el hijo del jefe de la banda. Que el negocio principal era vender droga al por menor en las calles y que los secuestros eran negocios particulares del hijo. El padre no sabía de esas actividades paralelas y rompió en cólera cuando intervinieron su centro de operaciones, el Mercat. Tuvo que pagar a algunos jefes policiales y mandó al joven lejos de la atención de los medios. 

—Doña Carolina. Tenga mucho cuidado. Esos hombres no le temen a nada —Le imploró con lágrimas—. ¡Pueden matarla! 

—No te preocupes. Ya estoy muerta. Me mataron el día que se llevaron a Luisa; solo que yo no me daba cuenta. 

La empleada rompió en llanto al escuchar la dura declaración. 

Carolina no sabía a ciencia cierta lo que haría si veía a Tato. No estaba segura de llamar a la policía. Las mafias estaban infiltradas en todos los niveles del estado. Tendría que interrogarle ella misma. Le dispararía en la pierna para que supiera que no andaba jugando. Preguntaría donde tenía a Luisa. Si estaba viva o no. Se dio cuenta que todavía tenía esperanzas de verla de vuelta. Sacudió la cabeza e intentó convencerse de que su niña ya no estaba en este mundo. No quería hacerse ilusiones. Había ya sufrido mucho. Apretó tanto las mandíbulas que no se percató que por sus mejillas caían lágrimas a raudales. 

Entonces el Tato salió del local hablando por el celular. Carolina se paró como un resorte, sacó la pistola del bolso y pasó entre las mesas. Los meseros aterrados la vieron salir de la terraza con expresión de enajenada. Ni siquiera se fijó en el tráfico al cruzar la calle. Levantó el arma y gritó. 

—¡Tato, hijodelagranreputamadrequeteparió! 

Jaló el gatillo y sintió que el golpe del retroceso le subió el brazo. El hombre se volvió para mirar quién gritaba y se encogió al escuchar el primer disparo. Abrió enormemente los ojos pero, no la reconoció. Ella disparó nuevamente y otra vez el brazo se le fue para arriba. Todo empezó a suceder en cámara lenta. Se recriminó el no haber ejercitado con el arma como recomendaba el video. Miró que Tato estaba muy asustado e intentaba volver a la puerta de donde había salido. Apenas alcanzó a la perilla y jaloneó tirando hacia fuera. El tercer disparo llegó a la pared a pocos centímetros de la cabeza del joven que con el susto cayó de rodillas y soltó la puerta. Esta se abrió de golpe hacia adentro mostrando solo un rectángulo negro. En la oscuridad se iluminó una ráfaga. Carolina intentó jalar por cuarta vez el gatillo y se sorprendió de que su dedo se quedó como trabado. Ya estaba tan cerca del responsable de la desaparición de su Luisa que pensó que esta vez no fallaría; pero su mano parecía que ya no tenía la fuerza, o ¿se habría trabado el arma? Nada de eso. No vio pasar su vida en imágenes, ni tampoco la sonrisa de su hija. Simplemente todo se puso negro y el sufrimiento acabó.

lunes, 8 de febrero de 2021

El mapa no es el territorio

Rosario Sánchez Infantas


Una radiante mañana de domingo el escritor sexagenario, docente universitario, descubrió un sobre introducido bajo su puerta, dirigido a él y sin remitente. Pasó de la ilusión al desasosiego. La letra bella, legible y pequeña, para alguien dado al ensueño le supo a promesa clandestina; sin embargo, no dejaba de ser una intromisión peligrosa ya que la amplia casa familiar era compartida con su esposa, hijas, yernos y un par de nietos. He aquí lo que encontró dentro:

Estimado literato, me dirijo a usted porque necesito su comprensión. Seguramente este fin de semana su colega de letras le mostrará la nota que él me pidió una noche de copas, como prueba de mi existencia y de mi ofrecimiento (¿hetairas en este pueblo?, solo en la antigua Grecia). Todavía me sonrojo cuando siento destilar lo prosaico de mi mensaje: «Los puedo “atender” mientras me examinan en literatura: Ivonne». De manera fortuita acabo de enterarme de que a usted se iba a mostrar el mensaje. No asistiré a «tertulia» alguna con alguien con una sensibilidad tan exquisita como la suya: «Extraviado en su delicadeza, marino de papel, estrictamente loco, elevando el humo en una copa y en otra copa su ternura errante». Si parece estar hablando de usted Pablo Neruda.

El premio Nobel Orhan Pamuk afirmó que al escribir se devela el segundo ser que vive dentro de uno. ¡Escribiré!

Korzybski dijo: «El mapa no es el territorio». La mencionada nota nada dice que aún me sobrecoge recordar haber expuesto, una fría noche de invierno, mi cuerpo y mi alma adolescentes, cuando todavía creía que el mapa era el territorio y que su: «tranquila… nada te va a pasar» en realidad significaba: «te amo y siempre te amaré».

Tras apagar el fuego de sus entrañas sin mediar una caricia, un beso o una frase tierna, uno tras otro, quienes decían sentir amor por mí, me arrojaban al despeñadero de mujer objeto. Entonces supe lo que es deambular entre tinieblas.

Nunca se puede imaginar todo lo que podemos llegar a hacer. Cuando creía haber encontrado a quien amar, entre caricias y besos cada vez más intensos, él susurró el nombre de otra. Un instante sentí lo que es morir, supe que nunca hubo un nosotros; el dolor acumulado y mi dignidad denigrada me impulsaron a huir. Al desvestirse cayeron unas monedas, y mi orgullo herido se volvió ganas de aprovecharme. Con lágrimas aún resbalando por mi rostro, pero sintiendo que yo tenía el control, lo dejé hacer mientras me enfoqué en lo que le diría. Después de su: «Vístete», mimosa, le dije: «necesito comprarme algo, ¿me das una platita?» y el mundo volvió a estar en orden: el macho había comprado placer sin complicaciones ni sentimentalismos; yo lucraba con él. Aprendí a engañarme con que disfrutaba esa forma de ganar dinero. Así fue como me pagué los estudios de literatura (que, ¿por qué los abandoné? esa es otra historia).

Leyendo mi nota no se vislumbra cómo con los gemidos de hombre, previos a verter su lava ardiente en mis entrañas, me siento diosa del placer pues exponen por un instante la sensibilidad masculina cerrada con tantos cerrojos. Logro un instante de autenticidad varonil, que no consigue psicoterapeuta alguno. ¡Pobres los hombres! Tener que vivir con mil y un máscaras con tal de no contactar con sus emociones más auténticas: tristeza, miedo y soledad. Y cuando trato de exaltar ese encuentro humano cual ángel de John Milton que es arrojado del cielo el sobre con dinero sobre el velador me restriega en el rostro lo comercial de nuestra interacción. Este viaje paraíso-infierno no se trasunta en mi nota.

Usted dice escribir, para intentar un mundo distinto y dar a sus hombres un poco de usted mismo; que se encuentra muy bien cuando termina un cuento que más o menos le satisface. Salvando las distancias, yo hago lo mío por las mismas razones. “Trabajando” o no he buscado el encuentro humano del que habla Fritz Perls. Hasta ahora, nadie tolera mostrarse sin el apoyo de alguna máscara: cristiano, de buena familia, bien casado, maestro, escritor exitoso, moralista (“una mujer que hizo lo que quiso con su vida, solo para un buen rato”). Aun no pierdo las esperanzas, pero cada vez me convenzo de que no tendré resultados más o menos satisfactorios, la mía habrá de ser una novela sin final, una novela con su Sísifo, su roca y su montaña. Mi roca rueda montaña abajo cuando conocen mi historia y reclaman el derecho de exclusividad pasada, presente y futura.

Yo decido que no deseo constatar si usted iría a mi encuentro sin máscara alguna. Me reservo la ilusión de soñar.

Sé que usted hará una segunda lectura de la desafortunada nota.

Un beso dolorosamente casto.

Ivonne

P.D.

A. Acerca de por qué me gano la vida como lo hago, tengo varias otras historias… ¡a gusto del cliente!

B. ¿Le pareció una ficción creíble, maestro?

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