miércoles, 15 de diciembre de 2021

Augusto y los principios

José Camarlinghi

Su especialidad era asar carne a la parrilla. Le gustaba alardear diciendo que era su don natural; y de alguna manera era cierto, sólo había escuchado una vez a un chef cómo había que hacer y a la primera le salió perfecto. Por eso, para festejar su cumpleaños, invitaba a todos los hermanos y primos de su esposa. Él no tenía familia. Su madre había muerto hace varios años y no conoció ni abuelos, ni tíos, ni primos. La parrillada la organizó por varios años, pero hoy estaban en la mesa solo su mujer y sus dos hijos. Él había llamado a cada uno de sus parientes para invitarlos personalmente. Todos se habían excusado con los pretextos más variados. Augusto sabía cuál era la verdadera razón. Hace unos meses uno de los primos, Daniel, había estado involucrado en un accidente de tráfico. El test de alcoholemia señaló que estaba muy por encima del límite legal para conducir. Las multas eran considerables y se enfrentaba a una demanda casi millonaria por daños y perjuicios. Los otros primos acudieron a él para que les diera una mano. Augusto era oficial de alto rango en la policía. Le pidieron que moviera sus influencias para que el test desapareciera, no le quiten la licencia y se inculpe al conductor del otro vehículo; una mamá que llevaba a sus hijos pequeños a la escuela. 

Él era de los que ven el mundo en blanco y negro; por lo menos en cuanto a las leyes y normas se refiere. Había crecido bajo la tutela estricta de un padrastro, que si bien lo amaba como a un hijo, aunque no lo demostrara; lo educó bajo una rigidez tal que cuando llegó a la Academia de Policías no sintió el cambio. Destacó a los ojos de los instructores por ser metódico, ordenado y perfeccionista. Al año de que se graduó, se casó con Margarita, una joven que lo había cautivado por sus maneras dulces y su voz melodiosa. Pronto ascendió por el escalafón con honores y a la temprana edad de cuarenta y cinco años ya era coronel y subcomandante de la Unidad de Asuntos Internos.   

Recibió a cinco de los parientes políticos en su despacho de comandante y escuchó con paciencia los argumentos. Que en realidad no estaba borracho, dijeron casi sonrientes. Que es asmático y había aspirado su medicamento unos pocos minutos antes del accidente. Que por eso el examen dio tan alto. Que puedes buscar en internet y confirmar que es cierto. Que el pobre primo está atravesando un divorcio complicado y no podría pagar la demanda, ni siquiera la multa. Que necesita su licencia de conducir para ir al trabajo. Que, al final, somos parientes y tenemos que ayudarnos entre nosotros. 

Augusto los miraba uno a uno, asintiendo con la cabeza, mientras hablaban. Nunca le habían caído bien. Los soportaba con amabilidad y cortesía porque eran de la familia de la mujer que amaba. Él creía que la unión familiar debería ser una prioridad y a pesar de que consideraba que ellos eran desordenados, holgazanes y un tanto deshonestos, nunca armó controversia con su mujer. A espaldas de ella hablaba con sus propios hijos, Carlos y Cintia, y les recomendaba en contra del comportamiento de sus tíos y primos. A veces lamentaba no haber tenido más familia que su mamá. Estaba seguro que si hubiera tenido hermanos, sus sobrinos habrían sido mejor educados que los disipados y caóticos jóvenes de su familia política. Desaprobaba la falta de normas y hábitos e intentaba encaminar a los suyos sin pretender crear conflicto entre sus hijos y los otros chicos. 

Abrió un cajón del escritorio y sacó un folder. Repasó las hojas hasta encontrar el documento, muy serio, estiró el brazo y sosteniéndolo del centro lo pasó frente a los ojos de los parientes. Lentamente. Aunque no lo suficiente como para que puedan leerlo. 

—Este es el documento oficial del análisis de la muestra de sangre. No del aliento. —Hizo una pausa mientras miraba a todos—. Estaba tan alcoholizado que no podía pararse. 

Los cinco hombres se sorprendieron y sin comprender se miraron los unos a los otros. Ante el silencio y todavía conteniendo pacientemente su enojo continuó. 

—Tenía tres veces más de lo legalmente establecido. ¡Tres! —repitió aumentando el tono. 

—Querido Augusto —dijo uno de ellos entre risitas entrecortadas y condescendientes—, tú sabes cómo son estas cosas. ¿Quién no comete un pequeño error en la vida? El Danielito es un buen tipo. Nunca antes ha hecho algo así. 

Augusto abrió el folder nuevamente y tiró una docena de papeles en su escritorio. 

—¿Nunca? —Miró fijamente al que había tomado la palabra— ¡Estas son todas las infracciones y accidentes que él ha cometido! 

Los hombres cambiaron sus semblantes como si una nube oscura y amenazante se hubiera formado sobre ellos. 

—Pero… es que somos familia… —atinó a decir uno. 

—¿Por quién mierdas me han tomado? —Estalló augusto—. ¿Creen que soy de su calaña? ¡Borrachos irresponsables! ¡Se han equivocado conmigo punta de putrefactos! Mejor se marchan en este instante si no quieren que los haga arrestar por intentar corromperme. ¡Fuera! ¡Fuera de mi oficina! 

Le dolió mucho que Margarita perdiera el contacto con su familia. Sin embargo, ella lo apoyó. Una noche poco antes de dormir, él quiso disculparse. La mujer llevó la mano a sus labios con cariño para que dejara de hablar. 

—La familia no se escoge y ni tú ni yo somos responsables, muchos menos culpables.

Augusto sintió un gran orgullo y admiración por aquella mujer y se durmió pensando en sus hijos. 

Había jugado con la idea de invitar a sus camaradas a la parrillada no obstante, pensó que el asunto había sido siempre familiar y que de cualquier manera se organizaría un pequeño festejo en su oficina. De manera que el acontecimiento se redujo a las cuatro personas que más amaba. Hablaron de todo menos de los parientes ausentes. 

Ese mismo año Carlos cumplió la mayoría de edad y salió bachiller. Augusto soñaba con que él continuara con la carrera policial a pesar de que el joven tenía otros planes. El padre aprovechaba cada oportunidad que tenía para comentarle las ventajas de pertenecer a la institución, la importancia de seguir un linaje y de continuar las tradiciones familiares. 

—Pero, tú eres el primer policía en la familia —le hizo notar el joven. 

Augusto se sorprendió y no supo qué contestar. Era cierto lo que su hijo afirmaba. Entonces pensó en corregirse y decir que era importante seguir las tradiciones, mas lo único que articuló a decir fue que era «nuestra» familia y no solamente la de él. 

—Nuestra. Sí. Y por cierto ahora reducida al mínimo. 

El padre lo miraba mientras sentimientos encontrados luchaban en su mente. Siempre había sido así con este muchacho. Desde niño le había hecho sentirse en desequilibrio. 

—¿Qué quieres hacer en la vida entonces? 

El joven lo estudiaba pensando si era el momento adecuado de decirle lo que pensaba. Frente a la mirada fija no tuvo otra salida que decirlo de una vez. 

—Voy a ser arquitecto. 

Pasaron varios incómodos segundos silenciosos. Augusto lo miraba asintiendo y Carlos nervioso movía los ojos de un lado a otro para no enfrentar la mirada. 

—¿Sabes tú que la institución financia estudios paralelos una vez que eres oficial? Algunos camaradas han hecho estudios superiores en administración, en ingeniería o incluso en sicología. Nunca he escuchado de arquitectura, pero no veo porque no. 

El joven le sonrió condescendiente. 

—Voy a pensarlo papá. 

En el próximo año académico se presentó en el examen de ingreso a la carrera de arquitectura en la universidad pública. Obtuvo la nota más alta y fue admitido. Augusto no estaba muy contento a pesar de estar convencido de que para ser policía había que tener una vocación especial y sabía que si obligaba a Carlos, él nunca llegaría a ser un buen oficial. Resignado felicitó a su hijo. Fue entonces cuando puso los ojos en su hija. Se llenó de esperanzas. Ella si tenía más pasta para ser policía. Era muy amable y tierna como su mamá y sin embargo consecuente a rajatabla, tenaz, decidida y absolutamente segura de sus ideas y sentimientos. Empezó entonces a elaborar un plan para convencerla de entrar a la Academia. Le faltaban casi tres años y pensó que ese sería tiempo suficiente para lograrlo. 

Una noche volvió tarde a casa después de una reunión en el Comando Nacional. Se discutieron temas delicados respecto al nuevo cartel de narcotraficantes que estaba tomando mucho poder y logrando infiltrarse en todos los niveles de la sociedad, incluso en el gobierno. Se extrañó al ver la sala iluminada y se preguntó quién podría estar de visita tan tarde. Al entrar se sorprendió aún más cuando solamente vio a Margarita y los dos chicos sentados con caras muy compungidas. Augusto observó los ojos llorosos en su esposa y en Carlos. Cintia no lloraba, pero nunca la había visto tan preocupada. 

—¿Qué pasa? 

Margarita se acercó y puso sus manos en el pecho de su esposo. 

—Tienes que considerar que cualquiera puede tener un accidente… 

—Dime qué está pasando —preguntó entre dientes como si estuviera a punto de perder la paciencia. 

—Además es tu hijo y no tiene culpa… 

Augusto dio un paso adelante por un costado dejando a Margarita a su espalda. Se paró frente a Carlos con los puños cerrados al costado de sus piernas. 

—¿Qué mier… coles has hecho? 

Carlos quiso responder y lo único que salió de su boca fueron sollozos. Margarita hizo que Augusto se sentara y dejara esa pose tan amenazante. 

—Ha atropellado a alguien —dijo Cintia y continuó—. Se asustó tanto que no se detuvo. 

Augusto levantó un puño y se contuvo al ver las expresiones aterradas de su mujer y su hija. Carlos solo lloraba mirando el piso. Bajó la mano y se mordió un nudillo. 

Pasaron segundos interminables en los que parecía que el tiempo se había detenido. Luego se sentó al lado de su hijo y lo abrazó. 

—Cuéntame lo que pasó —dijo con voz calmada y hasta paternal. 

Carlos le contó que había estado en la casa de un amigo de la facultad organizando un trabajo para la universidad y que no podían resolver unos problemas. Por la hora avanzada de la noche decidieron continuar al día siguiente. Cuando volvía a casa conduciendo el coche que le había prestado su mamá, le mandaron varios mensajes por WhatsApp. Él no los vio pensando en responder cuando llegara a casa sin embargo, el celular sonaba pertinaz e insistente. A poco entró una llamada y en el momento que quiso ver quién era tan porfiado, en solo unas fracciones de segundo, sintió el golpe y vio un objeto salir volando por encima del coche. Se detuvo en seco y miró, en el retrovisor; había algo tirado en la carretera. Salió inmediatamente y se acercó al cuerpo. Con terror descubrió que era un joven como él. Todo ensangrentado. Lo tocó y lo sintió tan flácido que le dieron escalofríos. Por mucho que intentó encontrar pulso en el cuello, no alcanzó a sentir nada. Le pareció que la piel estaba demasiado húmeda y recién se dio cuenta que era sangre. Ya sollozando miró en los alrededores y solo vio un coche estacionado a un lado de a carretera. Al comprender que había matado a alguien, entró en pánico y escapó. 

—¿Has estado bebiendo? 

Carlos lo miró con terror sacudiendo negativamente su cabeza. 

—No me mientas. Tienes que decirme la verdad porque la mentira solo complica las cosas. 

—Solo un vaso de cerveza —dijo entre suspiros. 

—Solo un vaso. ¿Seguro? 

Carlos asintió. 

—Bueno. Esto es lo que haremos. Vamos a ir al lugar del accidente y comprobar si sigue con vida. Luego llamaremos a la unidad de accidentes de tráfico. Si encuentran que has tomado más de un vaso, las consecuencias van a ser más graves. 

Ninguno de los tres lo contradijo. Sabían muy bien como era Augusto. No se podía ni siquiera insinuar en una broma el ir en contra de las normas. La ley es la ley, decía a menudo, y nadie puede discutirla. 

Condujeron hasta el lugar en un silencio tan denso que le empezaron a doler los hombros.  No encontraron nada. Hicieron el recorrido varias veces y no había ni cuerpo ni coche. Augusto pensó que seguramente ya los habían recogido y que sería un serio agravante que Carlos haya huido del lugar sin prestar ayuda. Condujo entonces hasta la estación de policía. Carlos estaba hecho un manojo de nervios no podía articular ni una frase y temblaba como si tuviera fiebre. Sintió pena por su hijo y sin embargo, al mismo tiempo, estaba seguro que entregarse era lo correcto. 

—Espera aquí. Voy a hablar con un camarada y luego vendré a recogerte para que te entregues. 

Carlos asintió y casi inmediatamente abrió la puerta y se puso a vomitar a un lado del coche. 

—¡Buenas noches mi querido coronel! —grito otro uniformado cuando lo vio entrar en la sala principal. Era el que había sido su amigo y compañero desde el primer año de la Academia. Estaba destinado en la unidad de narcóticos por lo que Augusto se extrañó de verlo ahí. 

—Gustavo —dijo como si se hubiera tropezado—. ¿Qué haces aquí? 

—No vas a creer. Asesinaron a Claudio Suarez, el hijo de don Roberto. 

—¿Del jefe del cartel? 

—Exacto. Lo encontraron muerto casi al lado de su coche en una carretera. Parece que lo atropellaron, pero yo creo que lo torturaron, lo mataron a palos y lo tiraron ahí para que parezca un accidente. Estoy esperando el resultado de la autopsia. ¿Y tú? ¿Qué haces tan tarde aquí? 

Augusto no supo qué responder. Sopesó toda la situación y decidió inventarse algo. 

—Bueno… es un asunto clasificado. 

El oficial sabía que Augusto trabajaba de Asuntos Internos. Investigaban a otros policías o fiscales. Le devolvió una sonrisa cómplice y condescendiente y se despidió. 

Augusto volvió a su coche sumido en preocupaciones. Ya no se trataba de solamente cumplir con la ley como lo había jurado cuando se tituló. Era una cosa que Carlos respondiera por sus actos y recibiera su castigo; y era otra enfrentarse a la mafia. Para ellos no bastaría que su hijo pague según la ley. Ellos buscarían una venganza. Siendo el hijo de un policía, se ensañarían con él. 

Carlos no entendía lo que pasaba con su padre, sentado con las manos en el volante y la cabeza entre las manos. Se sorprendió aún más cuando encendió el coche y arrancó de vuelta a casa. El silencio se hizo aún más insoportable. El joven no sabía qué preguntar. ¿Se había arrepentido de entregarlo a la justicia? Lo miró de reojo y sintió el peso de la culpa. Su progenitor estaba rompiendo todo en lo que creía. Sintió al mismo tiempo mucho amor por ese hombre que lo había criado y arrepentimiento por estar haciéndole pasar por esto. 

Llegaron a casa ya pasada la media noche y se reunieron en la cocina mientras intentaban tomar un té. Les explicó la situación. Tendrían que ocultar el crimen para salvar la vida de Carlos. 

Al día siguiente pidió permiso arguyendo que se sentía enfermo. Llevó el coche a un taller ubicado en el otro extremo de la ciudad para que repararan y pintaran el golpe que tenía a un costado. Luego se dirigió a la carretera donde había ocurrido el accidente. Encontró que solamente había dos cámaras de seguridad en todo el trayecto. Una pertenecía a una pequeña empresa distribuidora de alimentos y la otra a una vivienda privada. En ambos lugares, usando su credencial oficial, pidió ver los videos. Aprovechó momentos que lo dejaron solo para borrar las imágenes donde el vehículo de su esposa pasaba con Carlos al volante. 

Dos días después se enteró que la autopsia había confirmado que el joven Suarez había muerto por el impacto de un vehículo y no por torturas como suponía su amigo de Narcóticos. Lo que le preocupó fue que habían encontrado una huella digital en el cuello del cadáver. Esa misma tarde fue al laboratorio de huellas bajo el pretexto que estaba investigando un caso clasificado y que tenía que comparar unas muestras. El técnico a cargo lo ubicó en una oficina de acceso limitado y lo conectó con la base de datos. Augusto buscó la foto digital de la huella dejada en el accidente y la cambió por otra de un criminal ya fallecido. Luego pidió acceso al archivo y allí buscó la evidencia que se había levantado del cuerpo, una cinta adhesiva pegada a una tarjeta con la huella de Carlos. Al encontrarla se quedó mirándola dubitativo. Era casi imposible que los investigadores hicieran coincidir la huella con los dactilares de su hijo. No había manera de conectarlo con el incidente. Él estaba a punto de cometer un grave delito. Robar evidencia de un crimen era, para él, cruzar una línea que nunca se había imaginado pasar. Pero, habiendo adulterado las otras evidencias había ya cruzado. Estaba al otro lado. Cayó en cuenta que nunca más volvería a ser el policía correcto e incorruptible. Tomó la tarjeta y la metió a su bolsillo. Luego salió del laboratorio. 

Carlos intentó acercarse, pedirle disculpas y buscar una reconciliación. Augusto no le dejó. Tan pronto se daba cuenta que el muchacho se abría para decirle cuánto lo sentía, que no podía con su sentimiento de culpabilidad ni con el peso de su conciencia al haber provocado que su padre rompiera todo en lo que creía; Augusto le cortaba en seco y le pedía no preocuparse. Lo importante es que estaba vivo. 

La familia intentó seguir adelante a pesar del fantasma que les rondaba. Todos ellos disimulaban e intentaban hacer como si nada hubiera pasado. En el fondo, sabían que algo se había roto entre ellos. En el próximo cumpleaños invitó a sus camaradas. La parrillada fue un éxito como siempre. Al final de la tarde sólo se quedó su amigo Gustavo, el mayor que trabajaba en la unidad de narcóticos. 

—Has cambiado mucho el último año. Parecería que no eres el mismo —le comentó. 

Augusto se desconcertó. 

—Siempre has sido un excelente policía y un buen hombre. Siempre he admirado tu integridad. 

No podía entender adonde iba la conversación y se quedó mudo esperando. 

—Nosotros solo somos pasajeros en la institución. En unos años nos olvidaran —Se detuvo como midiendo sus palabras y continuó—. La familia es lo más importante. Y nuestros hijos son nuestro legado más preciado. No te preocupes más Augusto. Estamos contigo.

jueves, 9 de diciembre de 2021

Congruente

Miguel Ángel Salabarría Cervera


Al leer el periódico en San Francisco, México, me enteré que se había creado la Comisión de los Derechos Humanos, a insistencia de la lucha emprendida por Nadia Cervera, desde tiempo atrás. Me sumergí en la noticia porque era un parteaguas en la historia del país y de San Miguel, México.

Me vinieron a la mente los años cuando estudiaba en la Facultad de Economía que se encontraba en la segunda planta del edificio, en la inferior se hallaba la Facultad de Derecho, era frecuente que los estudiantes de ambas facultades se conocieran, además las actividades que realizaban los alumnos de la planta baja eran vistas por quienes estudiábamos Economía.

En ellas era habitual la participación de Nadia, que siempre defendía sus puntos de vista y denunciaba las irregularidades de las autoridades de su facultad o de la universidad, así como también, las actitudes oportunistas de diferentes grupos ideológicos que no eran pocos en nuestra universidad. Nadia era ampliamente conocida, respetada y admirada por unos, criticada por otros con aversión.

Época de efervescencia estudiantil en San Miguel y en todo el país, permeaba un cambio de paradigma que llegaba no solo a nuestra universidad, sino a la sociedad y de alguna manera impactaba el nuevo modelo neoliberal, siendo esto el contexto en que se desarrollaba la acción de Nadia y de nosotros.

Al egresar de Economía dejé de verla, pero supe que se trasladó a la capital del país, a estudiar Maestría en Derechos Humanos en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Por notas periodísticas sabía sobre las actividades políticas y sociales que realizaba, reivindicando los derechos de los trabajadores del campo de origen indígena provenientes de estados pobres y marginados, los cuales eran contratados para laborar en condiciones de explotación y vivían hacinados en galerones en los campos agrícolas. No le importaba acudir a estos lugares bajo el inclemente sol y recibir malos tratos de los guardias privados que le negaban el acceso.

Ella esperaba una oportunidad para coincidir con los dirigentes agrícolas y organizar acciones en defensa de los derechos humanos y laborables de ellos. Así mismo, amparaba a campesinos paupérrimos involucrados en el narcotráfico, que por la situación económica se convertían en sembradores y cultivadores de amapola y marihuana en la Sierra de San Miguel.

No eran escasas las amenazas de muerte que recibía, sin embargo, Nadia lograba hacer realidad sus ideales de justicia sin importarle poner en peligro la vida.

En las reuniones nocturnas sabatinas que tenía con amigos con los que coincidía ideológicamente, le recomendaban mesura en su quijotesca vida, pero Nadia rechazaba los consejos.

El prestigio de ella se extendió más allá de San Miguel; la oficina en que atendía era concurrida por personas lesionadas en sus derechos por las autoridades o algún grupo de poder; por este motivo sus amigos le recomendaron que contratara guardaespaldas, pero Nadia les respondió que no los necesitaba.

Un domingo por la noche llegó al domicilio de ella Bartolomé, quien llamó con insistencia a la puerta, los golpes hicieron que Nadia preguntara quién llamaba con tanta insistencia.

─Soy Bartolomé me urge hablar contigo.

Al reconocer la voz, le abrió la puerta y le dijo.

─¿Me traes dinero? Porque ya casi me tumbas la puerta con tanto golpe. Entra a la sala.

Apagó el televisor, le sirvió un refresco y preguntó:

─¿A qué se debe tanto argüende?

─Nadia, tú sabes que estoy también en el periodismo y uno tiene contactos...

─Ya. Existen siempre personas que te proporcionan información sin pedírsela.

─Precisamente por esto vengo a verte.

─Al grano, dime.

─Te quieren matar.

─Ya lo sé. Desde hace mucho recibo amenazas.

─Esta vez va en serio, es alguien muy poderoso, no quisieron decirme quién era, pero han contratado a gatilleros profesionales de los narcos para hacer el «trabajo».

─Tendré que cuidarme.

─Nadia, mejor vete del país. Es lo más seguro.

─No tengo dinero para irme. Además, algún día regresaría.

─Me platicaste que te ofrecieron una beca en el extranjero, creo que es la oportunidad para tomarla mientras se calman las aguas.

─Esto es huir y no enfrentar la realidad.

─Nadia, no lo mires así. Si te matan, mucha gente ya no tendrá quien las apoye, en cambio, te vas y luego regresas, ya todo estará en paz y podrás atender a la gente que te busca.

─Bartolomé, eres bueno para convencer, ya casi lo haces.

Ambos soltaron una estruendosa carcajada.

─Mira no te prometo nada… lo voy a consultar con la almohada.

─No seas necia, toma la beca y te vas a pasear.

─Ja, ja, ja. Ahí te aviso.

Se despidieron, él se dirigió a su auto, ella cerró la puerta, apagó la luz de la sala, para encaminarse a su recámara, dejó una pequeña lámpara encendida junto a su cama para luego acostarse y quedó en pocos minutos profundamente dormida.

El lunes se levantó a la siete de la mañana como estaba acostumbrada, se duchó, fue a la pequeña cocina preparó un jugo de naranja y café, para luego sentarse en el comedor a ingerirlos, más que a desayunar, a reflexionar sobre las palabras de su amigo la noche anterior.

Ese día al llegar a su oficina se comunicó con Bartolomé para decirle.

─Voy a aceptar la beca que hace tiempo me propuso el gobierno, espero que todavía esté abierta la oferta.

─¡Vaya, esta sí es buena noticia!

─Te llamo luego para decirte si me la conceden o no.

Se puso en contacto con la persona que años antes le había hecho la propuesta de irse a estudiar al extranjero, pero al no estar, dejó el recado pidiendo que le devolvieran le respondieran el mensaje. Abstraída en el trabajo, se olvidó del asunto.

Faltaban treinta minutos para las tres de la tarde, cuando recibió una llamada del individuo que tiempo atrás le ofreció irse al extranjero a estudiar. Contestó y la invitaba a comer, para tratar el asunto, ella aceptó y quedaron en verse en media hora en un restaurante discreto.

Al descender de su auto, fue abordada por un sujeto, suponiendo ella que estaba pendiente de su llegada; la condujo a la mesa donde era esperada por el funcionario de gobierno, quien se puso de pie, la saludó con respeto y afecto, para luego invitarla a sentarse. Ella accedió e inmediatamente un mesero trajo el menú, ambos comieron platicando de temas intrascendentes como las últimas derrotas del equipo de beisbol, deporte al que todos eran aficionados; así transcurrió la comida. Luego pidieron un café y el funcionario le comentó.

─Nadia, recibí tu llamada e imagino que es sobre la oferta que por mi conducto se te hizo, para irte a hacer un posgrado al extranjero, siempre es positivo continuarse preparando, para ser una mejor profesionista.

Ella advirtió el tono irónico de las palabras y sonrió, para responderle.

─Es muy importante hacerlo, más en un lugar como San Miguel.

─Además es bueno cambiar de aires, para ver la vida de otra manera y así ser diferente acorde con la dinámica social.

─Solo que la dinámica social es a veces, ni muy dinámica, ni muy social.

─Cuestión de perspectivas. Sin embargo, la beca sigue abierta, envíame por favor el sitio a donde quieres irte a estudiar y se arregla. ─Como despedida agregó─: Estos últimos tiempos la inseguridad ha crecido en todos lados y es bueno tomar distancia.

─Yo me siento segura y tranquila, no tengo nada que me quite el sueño.

Se despidieron con seriedad y cada quien tomó su rumbo.

Esa noche al llegar a su casa, Nadia se dedicó a consultar páginas de posgrados en Derechos Humanos en universidades europeas, se decidió por la que se ofertaba en Barcelona, le pareció adecuada a sus expectativas, además era la tierra de sus ancestros y tenía lazos parentales. Checó los requisitos y los tiempos, iniciaría en un par de meses, por lo que le pareció idónea; posteriormente recopiló los requisitos que le solicitaban, dejándolos listos para iniciar los trámites al día siguiente. Luego se sirvió un café, hundiéndose en sus pensamientos mientras miraba el humo que salía de la taza.

Temprano llegó a su oficina al día siguiente, antes de atender a la gente que ya la esperaba, se comunicó con la persona del gobierno que el día anterior le había confirmado la oferta del posgrado.

─Me da gusto recibir tu llamada, imagino que ya tienes todo listo para iniciar los trámites.

─Sí, se los puedo enviar hoy y espero su respuesta.

─Sabia decisión, es el momento adecuado.

─Muy bien, se los mando en el transcurso de la mañana. Buenos días.

Continuó con las actividades agendadas y fue transcurriendo el tiempo.

Era viernes por la tarde, cuando recibió la llamada de la persona del gobierno, para confirmarle que todo estaba arreglado, solo se requería la fecha de partida para reservarle el boleto; la rapidez con que se dieron los tramites le hizo sonreír y pensar que eran verdad las palabras de Bartolomé. Se dejó caer en la silla, acudiendo de inmediato un sinnúmero de pensamientos entre sus posibles enemigos y sus pendientes, se sintió agotada y sin esperarlo, se quedó dormida. Eran pasadas las ocho de la noche, cuando la secretaria la llamó para decirle que ya se retiraba, Nadia le dio las gracias por despertarla, apagó las luces, abordó el auto y se marchó a su casa.

La siguiente semana dedicó el tiempo a organizar los asuntos pendientes de la oficina, auxiliada por la pareja de abogados con quienes trabajaba, dio instrucciones sobre cada caso en particular, hasta quedar todo concluido. Luego llamó al funcionario de gobierno para decirle que el vuelo sería para el miércoles de la siguiente semana. Él accedió quedando en mandárselo el lunes al despacho.

Antes de retirarse, le habló a Bartolomé, para decirle que todo estaba arreglado y que invitara a los amigos para el sábado por la noche a su despedida de San Miguel.

Alrededor de la nueve la noche del sábado empezaron a llegar las amistades a la casa de Nadia, como es costumbre, no podía faltar la música representada por la Banda o Tambora, que es la identidad en esa región. Hicieron acto de presencia las «carnitas» para asar y comerse con tortillas de harina e innumerables salsas y no podían faltar las heladas cervezas. Se bailó, platicó, cantó con alegría y nostalgia hasta que los primeros rayos del sol avisaron que el domingo había llegado; las despedidas se prolongaron y las promesas de estar en contacto con Nadia para mantenerla enterada de lo que ocurriera en San Miguel.

Llegó el miércoles y partió Nadia a estudiar el posgrado, poniendo a la vez tierra de por medio para darle un respiro a su agitada vida.

El tiempo transcurre irremisiblemente y las fechas se cumplen, así sucedió con Nadia que concluyó sus estudios de dos años en tierras catalanas, caracterizada su población por ser luchadora y con convicciones e identidad bien definida, sin duda esto fortaleció el carácter y la personalidad de Nadia, que de por sí, ya tenía estos ingredientes.

Se reincorporó a las actividades, con más ahínco y mayor formación académica, siempre teniendo como punto nodal de su ser y quehacer: la defensa de los Derechos Humanos. De nueva cuenta surgieron las amenazas de muerte.

Era mediodía cuando salió de la oficina que se encontraba en la zona centro de la ciudad a realizar un trámite, se dirigió a su carro, cuando observó una camioneta con vidrios polarizados y distinguió siluetas de tres hombres, aceleró el paso y entró al auto, por el retrovisor miró que la camioneta se ponía en movimiento, arrancó a toda velocidad dirigiéndose al edificio central de la universidad, con la intención de ahí refugiarse, mientras la camioneta trataba de darle alcance. Al no encontrar estacionamiento, continuó su carrera para encaminarse a una casa próxima de un compañero maestro como ella de la universidad. La amplitud de la calle, permitió a la camioneta cerrarle el paso, Nadia descendió y corrió, fue alcanzada y forcejeó para soltarse, pero un disparo la hizo caer e inmediatamente su cuerpo se cubrió de sangre en el pavimento de la calle, valientemente intenta huir, arrastrándose, pero con saña fue rematada.

La gente estupefacta observó la escena que sucedió en minutos, inerte en el asfalto yacía una mujer alegre, que solo tuvo una misión y un amor por la que dio la vida: los derechos humanos.

Dejé de leer el periódico y no pude menos que sentir tristeza e impotencia por su trágica partida y alegría a la vez, porque había sembrado una semilla en las conciencias.

lunes, 29 de noviembre de 2021

Comunión

Rosario Sánchez Infantas


Me preguntó por qué esta promoción de técnicos electricistas lleva ese nombre, y le conté:

«Javi quedó huérfano de madre a los diecinueve años y unos meses después enterraba a su padre, un líder minero que se enfrentó a Franco por reivindicaciones laborales, sufrió y resistió las represalias del dictador; sin embargo, sucumbió ante la muerte de su compañera. El muchacho desolado vendió todo y partió a Madrid para formarse en una congregación de misioneros católicos. Estuvo en Brasil, Chile y por los años sesenta llegó a La Oroya, a la que ya habían arribado sacerdotes venidos de una filial norteamericana de la orden religiosa. Recuerdo que dijo que le sorprendió y le pareció sospechosa la abundancia de sacerdotes y monjas estadounidenses en esta ciudad.


Javi creía firmemente en una iglesia adecuada a los tiempos y a su sociedad, que buscara la justicia para los pobres y marginados. Por ello, tuvo un rol muy activo en colegios, hospitales y sindicatos colaborando con los laicos. La Oroya era entonces una ciudad industrial cosmopolita que funcionaba alrededor de la empresa Cerro de Pasco Corporation en el centro peruano. Aparentemente bien remunerados, los trabajadores estaban expuestos al plomo y sus secuelas cerebrales, hepáticas, renales y óseas; a la sílice que destrozaba sus pulmones; al arsénico que carcomía sus neuronas; o a los diversos tipos de cáncer.


Cuando el padre Javi llegó, el sindicato de obreros estaba muy bien organizado; había arrancado beneficios en grandes luchas, pero las condiciones de vida de los obreros eran todavía muy insalubres. Además de ser gentiles los padres “gringos”, era muy poco lo que hacían por la calidad de vida de los obreros. Javi, campechano e hijo de un líder minero, rápidamente se ganó la confianza de los dirigentes sindicalistas pues sabía qué hacer y cómo hacerlo.


La ciudad, de treinta mil habitantes, era un modelo de estratificación social: El staff lo integraban los administrativos, los jefes de planta de la empresa metalúrgica y los directivos de su hospital. Casi todos eran extranjeros y ganaban en dólares, vivían en hermosas residencias en una villa exclusiva distante de la fundición de metales. Tenían su propia iglesia, clínica, clubes, campo de golf, educación en inglés para sus hijos, movilidad personal y hasta cementerio de élite. 


Los cinco mil obreros, cuando tenían suerte, moraban hacinados en los campamentos de la empresa: filas de cuartuchos, compartidos con sus esposas e hijos, pero por lo general vivían en tugurios que trepaban los cerros sin saneamiento básico. Además, vivían en esta ciudad industrial muchos profesionales y empleados de diversas partes del Perú y muchos comerciantes para las diversas y abundantes necesidades en una ciudad ubicada en la puna frígida.


Los obreros sentían que habían ganado un aliado comprometido. Así, megáfono en mano, en primera línea el padre Javi partió a la marcha de sacrificio, desde La Oroya hasta Lima, a lo largo de ciento ochenta y cinco kilómetros pasando por lugares inhóspitos cercanos a los cinco mil metros de altitud para ser reprimidos con violencia por la policía… una y otra y otra vez.


Todos lo notaron: el padre Javi cada vez más frecuentemente visitaba el hospital de los obreros y tenía demasiada afinidad con una hermosa enfermera recién egresada de una universidad capitalina. Los directivos de la empresa hallaron una gran oportunidad para desprestigiar a Javi debido a su relación con Ducy. Lo que les molestaba era que no se limitaba a la organización y promoción social, educativa y espiritual, sino que estaba hablando de plusvalía, explotación y primacía política del proletariado a los obreros y empleados de la empresa norteamericana.

                                                        


Tarma, era el paraíso a dos horas de distancia. La carretera de penetración, partiendo de La Oroya, serpenteaba penosamente, ascendía la cadena central de la cordillera de los andes y descendía sinuosa a la selva alta. Los primeros extranjeros llegados para la construcción del complejo metalúrgico de La Oroya, allá por los años veinte, instalaron en la pequeña ciudad de Tarma a sus familias o la convirtieron en el refugio de sus encuentros furtivos. Bajar a Tarma se convirtió en un escape hacia la naturaleza esplendorosa y sensual para el diverso personal foráneo que congregó la empresa americana en la sierra central. Su menor altitud y proximidad a la selva le dan un clima primaveral y hermosos paisajes bucólicos.


Por los años setenta desperdigadas al borde de la que fuera la carretera de penetración hacia la selva, quedaban las ruinas de algunas casas abandonadas; los agujeros de las otrora ventanas parecían ojos de espectros que atisbaban siniestros al darles las espaldas. Los prósperos negocios de reparación de llantas, auxilio mecánico y venta de comida, sucumbieron cuando hace más de cincuenta años se construyó una nueva carretera, por la que iban los productos de la civilización hacia la sierra y selva; y regresaban la fruta, la madera y la cocaína, entonces llamada pichicata, cuya exportación era legal.


La Oroya antigua terminaba en un cañón que se iba estrechando mientras ascendía hacia la selva. A medio kilómetro carretera arriba, en una casita abandonada, Pedro Poma, un muchacho de veinte años y su abuela, Doña Amanda, criaban una veintena de cerdos en un precario corral construido con materiales en desuso. El último sábado de cada mes el nieto bajaba a la ciudad para vender algunos animales, iba a misa, hacía compras, se tomaba algunos tragos, visitaba el burdel y el domingo regresaba a casa.


En esas noches que pasaba sola la abuela se encerraba en el diminuto cuartucho colindante con el corral se encomendaba a la calavera de su esposo, que guardaba en un viejo baúl, y se disponía a dormir. Había muchos a quienes temer: los ladrones de ganado, los pishtacos que se decía buscaban la grasa humana para abastecer a los aviones, los espíritus de los que murieron en accidentes de esa carretera y los gentiles cuyos huesos resecos a veces los lugareños encontraban en las cuevas aledañas. Todos ellos eran conjurados por aquel cráneo del minero atravesado por una bayoneta en la represa de Malpaso en la primera huelga contra la empresa norteamericana, en 1930.


Doña Amanda, Paulina la hija y el nieto adolescente llegaron cuatro años atrás, poco después de que los desalojaran del cuarto que alquilaban en La Oroya antigua. Al anochecer se encerraban en su único cuarto y dormían apretujados sobre cueros de ovejas en la noche glacial, entre el silbido del viento en la paja brava, uno que otro gruñido de cerdo, el pestilente olor del fango putrefacto y del excremento y los ocasionales ladridos de sus famélicos perros. En un año la tuberculosis terminó dejando a Pedro con su abuela como única pariente en el mundo.


En el hospital obrero se conocieron. El sacerdote iba a visitar a un dirigente sindical internado tras la dura represión en la marcha de sacrificio hacia la capital del país. Sus ojeras se debían a la larga noche de confrontar el cumplimiento del deber (que implicaba renuncia, dolor y sufrimiento) y la aceptación de su naturaleza humana (que le anunciaba plenitud y realización en el amor a una mujer). También imaginaba lo que podría implicar el que un alto funcionario de la empresa hubiera visitado la embajada norteamericana.

En uno de los escalones del portal del nosocomio Pedro sentaba toda la pesadumbre acumulada en sus veinte años. Ajeno a la gente que presurosa subía o bajaba miraba sin esperanza su sombrío futuro: la hernia abdominal que tenía requería operación, no era asegurado y no tenía dinero. Había ido a buscar a un técnico de enfermería que conoció hacía algún tiempo, el que quizás podría operarlo en su casa, pero le acababan de informar que aquel conocido estaba de vacaciones. Él debía seguir levantando cargas pesadas para criar a sus cerdos y continuar con su forma de vida. Su abuela, coja porque la rodilla fracturada sanó defectuosa solo con la inmovilización y remedios caseros, no podría reemplazarlo; era el fin.

Los zapatos gastadísimos, los múltiples parches en su ropa, la mirada sin esperanza, hirieron en Javi, no su caridad sino su ansia de justicia social. Treinta minutos después analizaban con Ducy y Pedro, más que opciones, utopías a las que echar mano, descartándolas, casi en el acto, por absurdas. Al final, supo que hay valores que son certezas y que ejercerlos a veces conlleva posponer otros. Sus dotes negociadoras y persuasivas tendrían que completar las condiciones objetivas para lograrlo.

Tuvo mucho miedo por Pedro, por Ducy, por él y también por su congregación. Cinco días después mientras daba la comunión en la misa de la capilla del hospital, sintió cabalmente el significado de este sacramento: “el memorial del sacrificio del hijo”. Al cruzar miradas cómplices con Ducy y el técnico de enfermería amigo, de guardia en el Servicio de Emergencia la noche que llegó al nosocomio un paciente semi inconsciente con los documentos de un obrero de la Cerro de Pasco Corporation, vivió de manera plena otra acepción de comunión: grupo de personas que comparten ideas religiosas o políticas.

El primero de enero de 1974 la empresa norteamericana fue nacionalizada por el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada. Pasado el impacto del suceso supimos que habían renunciado Javi a su orden religiosa y Ducy al Hospital Obrero y partido de la ciudad sin rumbo conocido. Sin embargo, se quedó entre nosotros, denominando a muchas promociones de chicos pobres, pero con conciencia social y esperanza, nuestro padrecito Javi».

viernes, 26 de noviembre de 2021

Mito de amor

Laura Sobrera


Eran los albores de la segunda década del siglo veinte. En la pequeña ciudad de Capilla del Sauce, perdida en la campaña uruguaya del departamento de Florida, nació un niño al que le pusieron el nombre Jacinto. De padre policía, madre lavandera tuvieron siete hijos, como era costumbre en esa época. Por el trabajo paterno fue necesario trasladarse a un chiquito pueblo más perdido todavía, Illescas.

Allí vivió la familia completa, salvo la pequeña María, que falleció producto de hidrocefalia.

El baño era una letrina alejada de la casa, con escasa higiene, por no decir exenta de ella. Era un pozo en el piso rodeado por unas tablas que oficiaban de paredes y puerta que otorgaban una falsa privacidad, pues cualquier viento suave movía toda la estructura.

La casa estaba alejada del centro del pueblo, donde se encontraban: la estación de tren, el almacén de ramos generales, la escuela y unas pocas casas. Estaba situada al borde de la vía, sobre una carretera que carecía de cartelería que indicara adónde conducía. La vivienda no era pequeña y tenía árboles frutales, una palmera y un aljibe. Salvo la casa, construida de bloques y no de adobe, como pudo haber sido, era fiel reflejo de la escasez predominante. Carecían de luz eléctrica, usaban una cocina a leña o económica, como se las conocía, heladera a querosene, las cortinas eran viejas telas raídas que no dejaban pasar la luz del sol. Un estanciero, a quien la madre lavaba la ropa fue quien les regaló el lugar que les sirvió de hogar.

No terminó los estudios de primaria, aunque su madre lo hizo repetir tres veces cuarto año, puesto que era el último grado al que llegaba la escuela, más por tenerlo ocupado que por el aprendizaje en sí.

Su padre fallece, mientras todavía cursaba la escuela primaria, a causa de la enfermedad de Chagas, afección propia del campo uruguayo.

Habiendo llegado a la adolescencia contrajo una enfermedad que lo obligó a trasladarse a la lejana capital de Montevideo, distante ciento ochenta kilómetros, porque era el único lugar donde se trataba. Hablamos de la hidatidosis, que se alojó en su pulmón izquierdo, enfermedad también muy común de la zona rural y más por aquellos tiempos.

El hospital Pereira Rossell, especialista en atención infantil, fue su albergue para el tratamiento. No fue un procedimiento sencillo ni corto.

Dos años de internación y varias cirugías lo retuvieron ese largo periodo en el centro hospitalario. Dada la distancia a la que estaba su madre, que tenía que cuidar a sus hermanos y con el tren como único transporte, que tomaba más de cinco horas para ese trayecto, Jacinto estuvo solo en un lugar desconocido que, tristemente se convirtió en su hogar durante esa larga etapa.

Las enfermeras y el resto del personal, al verlo solito, lo acompañaron con cariño y empatía. Celebraron sus cumpleaños y las fechas importantes como Navidad, Año Nuevo, Reyes con ocasionales regalos.

Esta experiencia lo marcó profundamente, pero desarrolló una cualidad que se podría considerar como de supervivencia; aprendió que el humor era una manera de sobrellevar situaciones difíciles, pero también lo convirtió en un lírico soñador.

Ese tiempo de soledad, de ser obligado a enfrentarse con sus íntimos miedos, lograron que madurara con más rapidez de lo que era habitual. También dejó una cicatriz en su espalda como recordatorio físico, que lo avergonzaba, y por eso nunca mostró su torso desnudo. Era un profundo hueco de una cuarta de largo y una pulgada de profundidad, producto de las múltiples cirugías en una época en que las estéticas o de reconstrucción, con trasplante de piel o tejido muscular, no existían y menos en un hospital público.

En esas zonas, en las que las escuelas no abarcaban el ciclo escolar completo, los jóvenes se hacían hombres con celeridad, porque debían ser autosuficientes para poder seguir sus sueños, si es que los tenían, colaborar con la economía familiar o formar su propio hogar.

Jacinto tuvo varios sueños, el primario, fue vivir en la capital, un lugar con más oportunidades y otro, no menor, formar una familia con alguien que supiera qué quería de su vida y estuviera preparada para enfrentar todo lo que se le pusiera delante, a la que pertenecer, que lo atendiera con esmero y no lo dejara en los momentos difíciles.

En cuanto pudo trabajar, hizo de todo: peón de estancia, albañil, luego constructor, desempeñó múltiples empleos con rápidos aprendizajes, lo que se necesitara para no tener que volver a ese puntito perdido del mapa del que venía.

Entre las muchas tareas en las que se desempeñó, ser comisionista fue lo que le hizo conocer gran parte del interior del país, aunque enfocándose en el centro y el este del mismo.

El destino es ineludible y si bien él tenía su sueño, la alineación planetaria fue la justa cuando por el año cincuenta y dos, con sus recién estrenados treinta y uno, el tren, ese cómplice de su vida, puso en su camino los ojos verdes más hermosos que había visto en el tiempo que llevaba sobre esta tierra, un cuerpo voluptuoso y una alegría contagiosa. No viajaba sola, dos hermanas la acompañaban.

Buscó un asiento contiguo para saber más. Todas eran maestras nacidas, criadas y educadas en Montevideo, pero al ser recién recibidas, debían trabajar un tiempo en escuelas rurales, con el fin de generar los merecimientos que se requerían para hacerlo en la metrópoli capitalina.

De naturaleza bulliciosa, hablaban mucho y sus nombres eran Inés, Matilde y la de mirada verde que lo hipnotizó, Isabel.

Por lo que pudo escuchar, ellas irían a escuelas rurales distantes, pernoctarían ahí de lunes a viernes y ese día volverían a su casa materna en Montevideo. Vivían esta experiencia como una aventura, porque no habían salido de su hogar más que para los estudios y algunos paseos con amigas y hermanas. También venían de una casa con muchos integrantes.

En un momento en que sus hermanas se alejaron un poco, el hombre se acerca a esta chica que le quitó el aliento.

—Buenos días, ¿le molesta si me siento a su lado?

—No, caballero, no lo hace.

—Nunca vi unos ojos tan bonitos como los suyos. ¿Puedo tutearla?

—Sí, claro.

—¿Cómo te llamas?

—Isabel, ¿y tú?

—Jacinto

La charla siguió amena, cuando las hermanas aparecieron. Ella les presentó a Inés y Matilde y luego, él se retiró para dejarlas charlar el resto del camino de sus tareas.

De esos viajes se aprovechó Jacinto para acercarse a Isabel, novel joven en experiencias amorosas que se sintió cautivada por este joven treintañero atento y gentil.

Los largos trayectos fueron la excusa ideal para que el sentimiento aflorara, y cuando las ocupaciones los llevaban por distintos destinos, las cartas eran la forma que tenían para mantener el amor en ese pedestal que todos utilizan para este sentimiento, el único que merece, llenas de palabras de esperanza, poemas de amor, lágrimas vertidas y mucho más.

Los desplazamientos los unían, pero también los separaban, porque, aunque las distancias no son tan largas en Uruguay, así eran interpretadas por ambos. Los trenes eran muy lentos. A esto se agregaban rompimientos de vías y otros imprevistos que eternizaban las separaciones. Por desgracia para los jóvenes sueños de estas dos almas, los ferrocarriles eran la única forma de traslado para largas distancias.

En la correspondencia podía notarse la ansiedad y también el amor que estaba impreso en esas blancas hojas y hasta las despedidas sonaban a bolero tierno y anhelante.

Cinco largos años duró la relación. El amor era mutuo, pero para Jacinto ella era todo lo que había soñado, la mujer que tenía en mente en sus momentos a solas.

Ella brillaba con luz propia o tal vez su sentimiento era tan grande y profundo que no entendía otra forma de verla. Portadora de una energía contagiosa que iluminaba a quien estaba a su lado y eso la hacía única. Solía pensar que Dios había roto el molde cuando la creó, algo que sentía como una bendición particular hacia él y que agradecía en el silencio de su alma enamorada.

Mucha tinta, abrazos y besos pasaron esos cinco años, también ausencias que empañaban sus soledades respectivas, pero todo volvía a estar en su sitio cuando volvían a estar uno junto al otro.

Por noviembre del año cincuenta y siete se casaron. De la familia de él, solo asistió su madre, pero la de ella, valía por varias en cantidad y algarabía.

Un año después lo hizo Matilde con la única persona que Jacinto consideraba amigo de su pueblo, Inodar.

Tuvieron cuatro hijos y la presencia omnipotente de ella no dejó lugar para una suya más participativa, pero era feliz de esa manera, porque como el título de un viejo cuento, pensaba de forma habitual: lo que hagas tú, siempre está bien hecho.

Ella cumplió cada expectativa que Jacinto tuvo. Lo quiso a su manera, como hace todo el mundo, porque no hay una forma única de amar. Lo cuidó como madre, amiga, esposa y compañera de ruta.

Años más tarde, otro quiste hidatídico, esta vez en el hígado, después, siendo funcionario del ferrocarril, en noviembre de mil novecientos setenta y nueve, una máquina que lo atropelló, más un infarto al corazón, fueron causas de muchas internaciones y largos periodos de reposo. En esos momentos se sentía más vulnerable, pero Isabel lo acompañó siempre cumpliendo todo lo gestado en sus sueños.

El año ochenta y dos fue el que marcó su despedida de este mundo.

Primero en febrero, un mes entero en internación con cirugía incluida, la ictericia coloreando todo su cuerpo. Una de sus hijas fue la que lo cuidó mientras su mamá trabajaba doble turno en escuelas. A estas alturas él ya estaba jubilado desde hacía muy poco tiempo. Era un enfermo modelo. Nunca se quejaba y era sumamente paciente. Los enfermeros le tenían mucho cariño, hablaba poco y se quejaba menos. Tuvo algunas complicaciones postoperatorias extras, un coágulo que provocó un paro cardíaco del que volvió, pero que ya anunciaba un próximo final.

A fines de agosto una nueva internación con dos cirugías con pocos días de distancia entre sí. Un colédoco perforado anticipó su deceso.

Por esas cosas de la vida, el destino o el nombre que sea, la familia no estaba allí. Para este momento ya pisaba por segunda vez ese año el Centro de tratamientos intensivos, CTI, las visitas eran solo las autorizadas, y no permitían quedarse a nadie.

Otra cosa que caracterizó esos periodos fue que en la casa en que vivían, no tenían teléfono. Eran épocas en que ese servicio demoraba años en llegar a los hogares y casi era un privilegio tenerlo.

En la madrugada del ocho de setiembre, Inodar, el Petiso para la familia, toca el timbre en medio del silencio nocturno. La familia salta de la cama. Él vino porque además de ser amigo desde la infancia de Jacinto, era el único que tenía una camioneta para trasladar a toda la familia.

En una pequeña habitación con un cartel sobre la puerta que decía «Morgue», apoyado en una camilla, cubierto con una sábana blanca que dejaba sus pies al descubierto de los que colgaba un cartoncito con sus datos personales, estaba Jacinto solo contra una pared, un hombre con una vida sufrida y difícil, pero que se creó un sueño en el que creyó profundamente, tanto, que la vida no tuvo más remedio que cumplirlo, porque ese porfiado deseo había sido tan fuerte que no pudo ignorarlo. Igual que el tallo obstinado de una planta vence la grieta y nace, Jacinto vio ese sueño cumplido, por eso pudo abandonarse en ese desamparo solitario, pero circunstancial, porque la realidad había sido diferente, porque Isabel estuvo a la altura de sus sueños.

Conoció a su propia estrella. La amó, idolatró y admiró hasta el último suspiro y su postrer pensamiento fue para ella.

Treinta y tres años después, ella también partió. Él la convocó a su paraíso una vez que hubo dejado a sus hijos y nietos encaminados en sus propias vidas.

En su corazón y su mente esculpió la mujer de su quimera, cuando la encontró, al igual que Pigmalión la adornó con joyas, palabras, y por encima de todo, el más puro amor.

Isabel fue su Galatea y al igual que ellos, hicieron realidad el sueño que se juraron cuando comenzó esta historia, amarse más allá de los tiempos.

jueves, 18 de noviembre de 2021

El cielo de Malik, la playa de Afsana

Joe Monroy Oyola


Malik y Afsana miran el noticiero matutino en su viejo televisor, tienen por mesa un raído contenedor de madera, la única ventana ilumina la morada, una sola habitación da cabida a dos catres viejos forrados con pieles de ovejas, dos sillas metálicas de diferente color y una sin respaldar conforman  el comedor y la sala; la hedionda letrina está a solo dos pasos detrás de la choza de madera, cartones y una vieja lona alguna vez encontrada junto a una base militar americana sirven de techo, el solitario foco que parpadea siempre comparte la energía con el enchufe para la radio y la televisión. El relator de noticias informa que siendo viernes seis de agosto del año dos mil veintiuno, la toma de la capital es casi total por parte de los talibanes, que solo queda el aeropuerto de Kabul como último bastión en Afganistán, mientras el joven saca un oscuro pañuelo, lo agita para esparcir el humo proveniente de la leña que arde en la vieja estufa metálica sobre la cual hierve agua en una pequeña olla.

—¡Escuche, madre, ya casi perdimos nuestro país! —exclamó Malik—, debemos apurar al tío Pasha, él es asesor del ministro de agricultura, prometió hablar con el embajador americano, dijo que era su amigo.

—Paciencia hijo, recuerda lo que enseña el Corán —contestó la madre—: «Realmente Allah está con los pacientes».

—¿¿¿Usted cree que los talibanes tendrán paciencia con nosotros cuando sepan que mi padre murió colaborando con el ejército americano???

—¡¡¡Cállate, hijo, honra la memoria de tu padre!!!  —contestó mientras tiraba una esponja sobre el lavadero y se quitaba el delantal arrojándolo sobre la mesa—. Él hizo lo que era mejor para nuestro país, ahora vete a dar de comer a los animales yo hablaré otra vez con mi hermano; después de más de dos años de sequía seguida y ahora la invasión de los talibanes, él está desesperado, también tiene que huir.

Afsana y Malik viven en el barrio marginal de Marjah, donde la población apenas sobrevive con una insignificante ayuda del gobierno, y con limitados esfuerzos de la Cruz Roja, entre dos fuegos sin defensa cierta. Madre e hijo saben que son afortunados por tener aquél miserable lugar para vivir, además de las cosechas en aquella pequeña finca, que fue de su padre heredada por sus dos hermanos: Pasha, el mayor de cuarenta y un años, Abbas de treinta y ocho años. La familia paterna de vieja raigambre persa musulmán apoyada en una retrógrada «Sharia» Ley Islámica, que permite diferentes interpretaciones, no consideraban el nombre de una mujer en ningún documento oficial, ni en una lápida cuando fallecía, tan solo el lazo sanguíneo o el parentesco político: hija, madre, esposa, bajo el riesgo de ser considerado un acto de rebeldía a la ley del islam, pudiendo ser castigada toda la familia o las mujeres víctimas de agravio, incluso asesinato. Aquel gobierno talibán de los años mil novecientos noventa y seis hasta el dos mil uno había echado por tierra grandes conquistas de las mujeres como: estudiar en la universidad, vestirse a la usanza occidental, casarse por elección propia.

Cuando Malik sale a trabajar a la finca familiar, su madre empieza a lavar su larga y negra cabellera contemplándose en el pedazo de espejo que reposa sobre la base de la ventana y el retazo de toalla roja que hace las veces de cortina; luego se quita el vestido y la ropa interior, toca sus pechos turgentes que fueron las delicias de su amado, la cintura pequeña contrasta con sus voluptuosas caderas solo conocidas por su madre y Sohail. El balde plástico verde frente a ella tiene flotando la taza celeste de porcelana despostillada al lado izquierdo del asa que usa diariamente en su mesa. Se asea en la soledad del escondrijo que se niega a llamar casa, el jabón artesanal lo utiliza para lavar la ropa, su cuerpo y también el cabello. Al terminar de secarse se peina con el cepillo de plástico que le regaló Sohail, su cónyuge, días antes de salir a una misión como intérprete con soldados americanos de la cual nadie regresó con vida; él me recordó que las joyas de sus padres estaban debajo de la lápida de la tumba de su mamá, solo debería usarlas si algo le pasaba para huir a los Estados Unidos, me hizo jurar que por ningún motivo llevaría conmigo a nuestro hijo Malik, por ser un adicto y un traficante de drogas; ¡se lo juré!..., se va cubriendo hasta llegar a la degradante vestimenta que deben usar las mujeres: el «Burka» que está cerca sobre una de las sillas, cierra sus bellos ojos color almendra que al abrirlos descubren en su reflejo una especie de carpa azulina, una celda de tela con un visor enmallado..., y llora. Asegura la puerta de la vivienda con un viejo candado. Empieza a caminar hacia una de las avenidas más concurridas donde muchas personas tratan de vender en pírricos precios sus enseres, ropa usada, joyas. Se levanta un fuerte viento que impulsa polvaredas en forma de pequeños remolinos que remueve las camisetas de los transeúntes, vuelan gorras, pero parece ignorar las pesadas cubiertas de las mujeres. Afsana va perdiéndose entre el tumulto, apenas se percata que se acerca un ómnibus de servicio público atestado de pasajeros corre con tranco firme hacia él levantando su mano. Al llegar después de casi dos horas al centro de la ciudad, empieza la larga caminata hacia el Ministerio de Agricultura, va entre muchas personas que caminan presurosos cargan sobres de manila, bolsas con documentos, casi todos visten de manera formal. Espero que esta vez Pasha haya conseguido hablar con el ministro. Haré lo que sea por emigrar a Estados Unidos, llegar a California, desde aquella vez que me encontré esa revista con fotos de bañistas en aquellos hermosos balnearios; lo primero que haría será quitarme esta escafandra de tela, me soltaría el cabello, compraría unos lentes oscuros y esas camisetas de verano, conocer aquellas playas, beber una cerveza algo que jamás he probado; luego ir a Disneylandia, dicen que sí existe esa ciudad. No más miedo, tendría documentos con mi nombre, quizá me vuelva a enamorar. Es mi hermano tiene que ayudarme, él siempre fue bueno conmigo ¡¡¡Quiero empezar a vivir!!!

Al llegar a la oficina de Pasha este la hace pasar:

—¡Adelante, hermana, ¿cómo estás, trajiste todo lo que te indiqué?  —le dijo a la vez que le señalaba un asiento—, vamos date prisa, hoy es la última oportunidad pues mañana presentaré mi carta de renuncia.

—Gracias, hermano, sí tengo todos los documentos —contesta entregando un folder—. Espero que las fotos estén bien.

—Déjame ver, hummm —agrega sosteniendo unas fotos tamaño pasaporte en su mano derecha—, creo que estarán bien, ¡¡¡Que bella eres hermanita!!!

—Pasha, ¡¿crees?!  —exclamó Afsana.

—Es un decir, pero ¿dónde están los documentos de Malik?

La conversación entre Afsana y Pasha se torna acalorada, ella se marcha.

Malik a pesar de sus diecinueve años está muy seguro de lo que les ocurrirá si es que no logran emigrar a tiempo, es de baja estatura y contextura delgada, pero ayuda con vigor a su madre en la pequeña parcela de cultivo de la familia con lo que pueden subsistir. Cada tarde después de la corta jornada se despide de su mamá diciéndole que irá trabajar en limpieza al restaurant de un amigo en el centro de Kabul. La noche antes de la entrevista con Pasha para entregarle los documentos que él requería Afsana barría el piso de su casucha, al mover la cama de Malik vio que una madera que estaba debajo de la pata izquierda de la cabecera estaba fuera de su lugar; ella se arrodilla y encuentra debajo de ellas una cajita de cartón. 

Llega Malik a la cantina «Pakul» su tío Abbas lo esperaba en la entrada:

—¡¿Dónde demonios estabas? ¡Los clientes están esperando por la mercancía! —grita Abbas tomando de la camiseta a su sobrino— ¡Entiende, la heroína nos hará ricos aún con los talibanes, ellos también están en el negocio, dame el dinero de la venta de ayer; en cualquier momento llegará por su comisión Fawad, el maldito policía!

—Claro, tío, aquí está. Voy a cambiarme, dame los números de las mesas de nuestros clientes.

—Apúrate, échate agua a la cara y péinate que te ves asqueroso —increpa Abbas a la vez que le entrega un uniforme de mozo—, este es un negocio de prestigio.

—¡No demoro! —dice Malik.

Al día siguiente, sábado ocho de agosto miran el noticiero Malik y su madre, la relatora de noticias recuerda que solo quedan tres semanas y días para que se cumpla el plazo determinado por el presidente Biden para el retiro total de soldados, personal diplomático americano y de los países europeos. Malik preguntó a su madre por las gestiones con el tío Pasha, ella relató que no le había asegurado nada, pero que haría todo lo posible por poder embarcarlos con visa de refugiados prioritarios por el sacrificio de Sohail; le dije: no olvides que soy tu hermana; me contestó que vendría hoy a mediodía en persona para informarme del resultado de la gestión. No sé qué hacer con Malik, le juré a Sohail que no lo llevaría conmigo, pero… es mi hijo.  Afsana está nerviosa, en cambio su hijo solo le dice; confiemos en el poder político de mi tío, y sin más se fue a la finca familiar.

Pasha estaba en su casa, él su esposa Soraya y Jalila la hija de doce años de edad, empacan mientras él destruye documentos oficiales.

—Me voy a ver a mi hermana por lo de los papeles —expresa a la vez que levanta una bolsa de papeles triturados—, ella deberá decidir.

—¡¡¡Sí, pero pídele dinero, Sohail antes de esta ofensiva del talibán había heredado el negocio de joyería de sus padres, si algo tienen todavía nosotros lo vamos a necesitar para pagar por esos documentos y el favor de que nos  pongan en la lista de emigrantes prioritarios!!! —Se para Soraya con ambas manos a la cintura—. Por favor, no demores Pasha.

Llega un auto negro baja Pasha y golpea la puerta. Su hermana lo invita a pasar se sientan en el área cercana a la estufa, ella le sirve un plato con pan horneado «Lavash» al lado queso de cabra y le vierte miel. El visitante ni se inmuta con la comida, saca unos documentos del maletín que trae consigo, tienen una conversación, ella menea la cabeza, se cubre la cara con ambas manos, Afsana está llorando; el hermano mayor recoge uno de los dos legajos que están sobre la mesa, ella hace señales afirmativas con su cabeza, se para y va hacia la ventana, remueve la base de madera y saca una bolsa de papel, la abre y entrega una cantidad de dinero al hermano. Él se va, su hermana se toma el pecho con ambas manos, queda parada inmóvil junto a la puerta. Después de un minuto Pasha regresa a la casa de Afsana, entra y se lleva el plato con la comida sin decir palabra, ella tira la puerta.

 Esa tarde del sábado al regresar Malik no encuentra a su madre en casa, solo hay un plato de comida tapado. Después de comer, sale con dirección a la cantina «Pakul», allí pregunta por su tío Abbas, pero nadie lo ha visto. Se cambia y cuando va a entrar al bar mira llegar a Fawad con otros dos sujetos armados con rifles automáticos y van entrando al establecimiento; entonces se saca la camiseta del uniforme para evitar ser reconocido y corre entre las calles. Encuentra refugio en una construcción abandonada.  

Por la mañana muy temprano llega Malik a su vivienda y se sorprende al ver que la puerta está abierta, entra sigiloso, no está su mamá, corre a su cama y mueve el catre, levanta la madera suelta, saca la caja de cartón, pero al abrirla solo encuentra una carta. Él está de rodillas lee la misiva, se agarra sus cabellos y grita: ¡¡¡mamá!!! Sale caminando muy despacio de su vivienda: mamá te llevaste mis veintidós mil dólares que junté vendiendo las drogas Abbas ha desaparecido Pashas tú todos yo pensaba a lo mejor llevarte conmigo hasta la frontera bueno no estaba seguro ahora me jodiste me van a matar cuando me encuentren qué puedo hacer solo queda tratar de meterme al aeropuerto a lo mejor encuentro algunos de mis clientes seguro me ayudan la heroína que vendo es de primera calidad tienen que reconocerme si me muero no será a manos de los talibanes pero de que vuelo yo vuelo.

Son las cuatro de la mañana del domingo ocho de agosto, por el radio del auto que maneja Pasha se escucha el noticiero, anuncia que hay una multitud en el terminal aéreo de Kabul, a punto de sobrepasar el control de los soldados norteamericanos; Soraya está sentada junto a su esposo, detrás en el asiento derecho va Jalila, a su lado su tía Afsana. Se acercan a un control, el oficial chequea los documentos, habla por radio le indica con señas la dirección a tomar. Hacen cola con otros pasajeros y al cabo de una hora suben por la escalinata e ingresan al avión.

El cielo en Kabul permanece casi siempre nublado, la temperatura alrededor de los treinta grados centígrados en esta época del año. El ruido de los motores cubre el de la turba, un desesperado esfuerzo humano por sobrevivir, cientos de manos palmotean, golpean, rasguñan a un monstruo mecánico que se lleva la esperanza dejando atrás pánico y zozobra en jadeantes hombres y mujeres; la nave emprende el vuelo. Las tropas estadounidenses reparten botellas de agua a todas las personas en el terminal aéreo, que son ingeridas en el acto. El aeropuerto está colmado de miles de familias, algunas ya tienen preparada su partida, documentos en regla algún maletín en mano, unos pocos dólares conseguidos en el mercado negro a un precio muy superior al cambio normal con el Afghan afghani, moneda nacional, que puedan servir en algo para comenzar una nueva vida en Estados Unidos de Norteamérica.

 

Dos meses después...


Afsana está parada mirando a través de la ventana sosteniendo la cortina con su mano derecha, mueve sus piernas sobre el mismo espacio de manera constante, el sol ilumina su rostro, la fragancia del perfume Eternity la cubre junto a toda la habitación, escucha la puerta del baño cerrarse mientras ella menea la cabeza:

—¡Ismenia recién al baño, y yo esperándote dos horas, ya son la diez con dos minutos de la mañana!  — exclama a la vez que voltea a mirar por el ventanal, y añadió—: Hermana me voy a buscar una tienda de ropas de baños aquí abajo junto a la playa, me llamas al celular para encontrarnos.

—Afsana, te vas a perder, espérame un rato...

—Te veo luego, Ismenia— añade mientras levanta su cartera marca Gucci. Cierra la puerta de la habitación del hotel.

—¿Hermana, hermana?  

Afsana camina presurosa, por momentos sonríe, en otros se tiene que secar alguna lágrima. No puedo creerlo estoy en las playas de Santa Cruz, que hermoso es este balneario, cuánto lamento no haber podido ayudar a mi hijo, Malik es un muchacho, ojalá esté bien y deje de traficar con drogas; nadie en Kabul sabe de él; qué más poder decirle en la carta solo: ¡Lo siento hijo! Yo tenía que honrar mi juramento a su padre. Que maravilloso reencontrarme con mi hermana, después que ella pudo emigrar con su exesposo hace dos décadas. Bueno, aquí veo esta muñeca gigante vestida con … ¡que belleza de ropa de baño, es para mí! Tal vez hoy conozca al varón que el destino tenga para mí, quizá me invite a tomar una cerveza. Ahora sé que soy una mujer hermosa, me contemplarán y no tendré vergüenza de vestir una ropa de baño, soy un ser humano..., soy mujer. 

Tal vez Malik pudo haberse salvado pero, Fawad, el corrupto capitán de policía lo encontró en una calle cercana al aeropuerto; le quitó en el acto la poca droga y algunos dólares que tenía en su poder, fue delatado por su tío Abbas. Ambos corrieron con la misma suerte: fueron asesinados en plena vía pública. Malik, no pudo volar como era su sueño, no pudo surcar los cielos. Y Afsana debió tener paciencia y esperar a su hermana. De ese modo pudiera haber entendido las miradas de admiración de hombres y mujeres cuando caminaba por la playa con el disfraz de La Mujer Maravilla con soga, corona, el atuendo completo que vio en el escaparate frontal en la tienda de curiosidades para el venidero halloween. Afsana hubiera comprendido el comportamiento de aquel apuesto hombre hispano quien se acercó con una botella de cerveza en cada mano, al que rechazó por el momento, quien no trataba de actuar como un galán seductor, sino que era un vendedor ambulante de cervezas. Eso lo supo después de algunas semanas cuando comenzó a salir con él, Raúl era su nombre, quien le prometió llevarla a Disneylandia donde él solía vender souvenirs. Él le propuso matrimonio, en aquel centro de esparcimiento familiar, de rodillas junto al personaje de Mickey Mouse, propuesta que rechazó por el momento; total, la bella Afsana sabía que tenía una vida entera por vivir.