miércoles, 29 de mayo de 2019

Los espejos de la vida

Javier Oyarzun


Al girar la cerradura con mi llave percibí un fuerte olor a podredumbre proveniente del basurero, que se encuentra en la cocina. Me di cuenta de que se acumulaban cáscaras de sandía y otros restos de comida que vertían sus líquidos viscosos por un orificio hacia el interior del contenedor de plástico. Reforcé la basura con otra bolsa para botarla por el ducto de desperdicios, y lavé el contenedor con abundante agua dentro de la tina.

Abrí el ventanal para disipar el hedor, y me senté en mi sillón a observar la capital desde la altura de mi departamento. Disfruté del silencio, la oscuridad y el aire fresco que inhalé en cada inspiración profunda que entró por mi nariz hacia los pulmones.

La luz del celular interrumpió mi tranquilidad. Miré la pantalla, era un mensaje de WhatsApp de Mariela, que me avisaba de que no se juntaría conmigo ese día, porque debía visitar a sus padres. Viernes y no tenía nada que hacer, los amigos de antaño se han ido casando y teniendo hijos, ahora casi no los veo.

Después del mensaje de Mariela, me puse a pensar en mis padres, hace cinco años que no los veo, desde ese fatídico día que cerré de un portazo todo contacto con mis progenitores en mi natal Concepción.

De aburrido decidí llamar a Angélica, una vieja amiga también soltera con quien en ocasiones he compartido la soledad. Su respuesta fue positiva y convenimos en juntarnos en su departamento, que está a un par de cuadras del mío, en una hora más.

Tomé el automóvil y conduje hasta una botillería, que se ubica al frente de un parque, con la clara intención de comprar un espumante que amenizara una buena conversación y ojalá algo más.

Al bajar del vehículo sentí un fuerte dolor de cabeza y un zumbido en mis oídos, un poco mareado crucé y comencé a avanzar entre los árboles, algo me llamaba a continuar, como esas corazonadas que no tienen explicación racional.

Cuando llegué a un claro me detuve, luces de colores fulguraban desde un objeto volador suspendido sobre mi cabeza, me quedé mirando embobado, no parecía un dron, era demasiado grande.

El ovni proyectó una fuerte luz brillante que me encegueció, segundos más tarde, cuando pude ver nuevamente, me encontraba en un habitáculo lleno de espejos que reflejaban mi figura desde todas las direcciones.

Luego de la sorpresa inicial, comencé a dar vueltas por la habitación, toqué todas las murallas esperando encontrar algún mecanismo que me dejara salir, pero era inútil, estaban hechas de algún mineral cristalino muy resistente a los golpes que comencé a darles.

Me senté derrotado en el piso, resople fuertemente mirando al frente como buscando una explicación, en ese momento los espejos dejaron de reflejar mi imagen para comenzar a mostrarme un quirófano donde una mujer realizaba trabajo de parto, a su lado un joven tomaba una de sus manos, eran mis padres, los reconocí por antiguas fotografías que alguna vez vi.

Ahora era un bebé, mi madre me daba pecho, me cuidaba todo el día, mi padre llegaba muy tarde del trabajo, me observaba desde el umbral de mi puerta por varios minutos, después sin decir ni una palabra caminaba a su habitación para caer rendido del cansancio y dormir.

Vi mis primeros pasos, corría por el jardín y era recibido por los brazos de mi madre, mi padre leía el periódico sentado en una manta y miraba de reojo lo que hacíamos.

Así se sucedían las imágenes de mi vida ante mis ojos: la entrada al colegio, los juegos, las peleas infantiles, tareas escolares y travesuras, la vuelta al hogar empapado los días de lluvia, cambiarse de ropa y calentarse al lado de la estufa a parafina, el aroma a comida casera que llegaba desde la cocina, el viejo transistor tocando antiguas canciones de amor en una emisora A. M.

Ya era un adolescente: las primeras fiestas, los besos robados, los cigarros fumados a escondidas, el inicio de las discusiones con papá.

Ahora me veía en la universidad: relaciones sexuales, alcohol y drogas. Al verlo ya no me parecía tan divertido como en aquella época, las peleas subían de tono, mi madre me defendía, pero a la vez trataba de aleccionarme, no escuchaba a nadie.

Empecé a trabajar, pude pagar viajes por el mundo, fiestas y un auto, siguieron los problemas con mi padre, hasta que un día la situación estalló, no soporte más las críticas, tomé mis cosas y me marché.

Me sentí una porquería, un ególatra narcisista que no se preocupaba de sus propios padres, experimenté rabia y luego una profunda pena, no quería seguir viendo, pero era imposible parar de mirar las imágenes que continuaban sucediéndose, mi éxito laboral en contraste con la tristeza de mis papas, grité con todas mis fuerzas: «¡Basta!». Cubrí mis ojos con mis manos y lloré desconsoladamente.

Había humedad bajo mi cuerpo, estaba tirado sobre el césped mojado otra vez en el parque, me levanté, limpié lo que pude mi ropa y comencé a caminar hacia fuera del lugar, oí risas y olí mariguana desde todos los rincones, estaba atestado de jóvenes que me miraban extrañados cuando pasaba por su lado.

Abrí la puerta del vehículo, me senté en el asiento del conductor, respiré profundo para calmarme, tomé el celular, entré al WhatsApp, apreté el icono de Angélica y escribí: «Hola, Angélica, disculpa pero no podré juntarme contigo hoy día, en este momento voy viajando a Concepción, te llamo de vuelta».

jueves, 23 de mayo de 2019

La vieja


María Marta Ruiz Díaz


A pesar de haber crecido junto a diferentes razas de perros y que, actualmente, además de a su pequeña hija de apenas dos añitos, está criando a una Golden que le rompe absolutamente todos los juguetes, pero que tolera porque les da un cariño indescriptible y la hace sentir protegida, Carmen, madre soltera, siempre tuvo aprehensión por los animales de la calle.

Pero esa tarde, la vio… Acababa de sacar el auto del garaje y estaba por cerrar el portón, cuando se le cruzó en el camino metiéndose en el jardín de la casa. Después se acurrucó en un rincón junto a la pared de la tapia y allí quedó temblando y tosiendo. Su color blanco con grandes manchas negras le recordó a un pequeño ternero de la raza Holstein. Le fue imposible pensar en sacársela de encima. Lo primero que atinó fue a darle agua, que la perrita agradeció con la mirada y bebió durante un buen rato. Después le puso algo del alimento balanceado, pero el animalito no demostró interés en lo sólido.

No se animaba a tocarla, le era imposible. Buscó una manta y se la tiró en el piso, notando que a la brevedad la perra se acurrucaba sobre ella. Allí pudo ver con más detenimiento que tenía las mamas inflamadas, sin duda acababa de tener cría. «¿Dónde estarán sus cachorros?», pensó Carmen afligida. Después notó que una de las tetillas estaba excesivamente inflamada, como si tuviera un tumor o una infección. Cada vez sentía más pena por ese pequeño animal. La tos no le disminuía y, de a ratos, casi se ahogaba y no podía respirar.

«¿Qué hago?», se preguntaba, mientras su beba Inés, extendía su mano queriendo acariciar a la recién llegada.

«¿A quién llamo? ¿Y si contagia? ¡No puedo dejarla sola… se va a morir!». Los pensamientos iban y venían por su mente en milésimas de segundo. Hasta que recordó a su amiga del colegio que con su mamá recibían y cuidaban a perritos de la calle. La llamó enseguida. Ella estaba de viaje, pero le recomendó a un veterinario que no le cobraría y le revisaría a la perrita. Lo localizó por suerte, y en poco menos de una hora, él se presentó en su casa.

—Tiene varias cosas, pobrecita —expresó él luego de una exhaustiva revisación.

­—¿Usted no conoce a alguien que quiera llevársela? ¡Yo no puedo tenerla! Ya tengo otro animal y a mi niña, no vaya a contagiarlos…

­—Por el contagio no se preocupe, lamentablemente nadie la va a querer recibir en este estado. Hay que darle antibióticos en breve y algo más para el dolor. Está sufriendo mucho.

—¿Cuánto me saldrán los remedios? ¡No puedo creer en lo que me metí!

­—Señora, esté tranquila, yo no le voy a cobrar la consulta, pero no tengo muestras de remedios para darle, así que deberá comprarlos. Pero sepa que todo lo que da, le llega duplicado. Esta perrita por algo eligió su casa. No la desampare.

—Usted más que un veterinario, parece un pastor, yo no sé si luego me llegará el doble, el tema es de dónde saco lo que necesito ahora… ¿Cuál es su diagnóstico?

—Está con una infección en una de las mamas, tiene un pequeño tumor entre la nariz y el ojo izquierdo, lo que le produce que el mismo se le hinche y ponga rojo. Además tiene pulmonía, por eso tose tanto. Debe de haber estado mucho tiempo a la intemperie, con bajas defensas por el parto y probablemente, algún perro callejero la haya lastimado también, se la ve en mal estado general.

Carmen la miraba ya con ternura, en su interior se iba manifestando el amor de madre. En ese mismo instante, decidió cuidarla hasta que sanara y después entregarla a algún hogar que deseara recibirla.

Indira, la perra Golden, la recibió con esa simpatía que caracteriza a los animales de esa raza, la olfateó largo rato y terminó aceptando compartir con ella su hogar y a sus protectoras o protegidas, según desde qué lado se mire. Inés tenía prohibido tocarla, pero más de una vez la suavidad de sus manitos acarició ese pelaje duro, seco y sucio, brindándole a la perrita un hermoso momento de cariño.

Por el aspecto deteriorado con el que llegó, Carmen la apodó la Vieja y le quedó ese nombre que a algún extraño podría parecerle cruel, pero que para ellas resultaba dulce y hasta simpático. La perrita se fue ganando el corazón de todas, a cada cuidado que su dueña temporal le hacía, ella le devolvía una mirada agradecida, que no se puede describir con palabras. De a poco fue abriendo los ojos, comenzó a caminar despacito, mejoró la infección de su mama, pero la tos la seguía torturando día y noche, hasta que comenzó también a sangrar cada vez que tosía. El veterinario iba y venía, agregando medicaciones para paliar su sufrimiento.

Fueron días de muchísimo calor, en los que Carmen y su pequeña hija aprovechaban para ir al club y meterse en la pileta, durante lo cual la casa y las perras quedaban solas por un buen tiempo.

Una mañana en que salían a pasear, ella no se percató de que la Vieja, al ver el portón abierto había aprovechado para salir y retornar a su mundo. Cuando notó su ausencia estimó que volvería una vez que diera unas vueltas por ahí y no se preocupó.

Pero los días pasaban y no había noticias de la perrita. Carmen se dio cuenta de que se había encariñado sobremanera con ella. Cada vez que llegaba a su casa, esperaba encontrarla echada en la entrada, pero no aparecía. Hasta que una noche, cuando estaba guardando el auto en el garaje escuchó a su vecina gritar: «¡Salí, perra!», «¡Salí, perra!¡No te voy a dejar entrar! ¡Ni lo sueñes!»

Carmen se le acercó y con gran alegría comprobó lo que suponía, era la Vieja que se había equivocado de casa y estaba echada en la de al lado. Le preguntó a su vecina cuánto tiempo hacía que estaba ahí, y para su sorpresa llevaba más de tres días. «¡Cómo no la busqué!», pensó enseguida. Más lo lamentó cuando la señora le dijo que nunca le había dado ni siquiera agua, con las altas temperaturas reinantes…

Y así fue como la perrita retornó a su hogar, volvió a recibir gran cantidad de medicamentos y de a poco mejoró su enfermedad, aunque obviamente tanta cosa la había dejado muy debilitada.

Pasado un tiempo, Carmen ya se había acostumbrado a ella, la notaba mejor, entonces comenzó a dejar el portón abierto, para ver si la perra deseaba retornar a su mundo. «Los perros de la calle no están acostumbrados a vivir en el encierro —pensó—, debo darle esa posibilidad, que ella la tome o la deje».

Y no se había equivocado, un día, espiando desde la ventana, la vio partir. Lentamente salió de la casa, sin siquiera mirar hacia atrás, comenzó a caminar hacia la izquierda. Carmen salió para ver para dónde iba, pero en pocos minutos desapareció de su vista. Internamente supo que ya no volvería. Su corazón latía fuerte y las lágrimas se deslizaban por su rostro, no podría olvidar esa mirada, agradecida, tierna, increíble. Pero se sentía bien, por primera vez en su vida, había ayudado a un perro callejero y creía haber aprendido mucho con esta hermosa experiencia.

El tiempo pasó, Inés cumplió sus tres añitos e Indira las seguía acompañando con sus locuras y cariños, ya habituada nuevamente a ser la única protectora del hogar.

Una tarde en que Carmen estaba en el gimnasio, recibió una llamada de la niñera. La chica gritaba y lloraba desesperadamente:

—¡Señora! ¡Se escapó! ¡No la puedo encontrar! ¡Venga rápido por favor!

—Ceci, por favor, sé más clara, me estás poniendo muy nerviosa, ¿se escapó la perra?

—¡No, señora! ¡La gordita! ¡Inés! Olvidé cerrar la reja de adelante y se ve que salió porque no la encuentro…

Carmen se dejó caer en el suelo y al instante, tomó conciencia de lo que acababa de escuchar, dio un salto y salió del lugar rumbo a su auto. El miedo y los nervios no la dejaban pensar. Arrancó rumbo a su casa y, mientras lo hacía, llamó a la policía, a la seguridad privada, a sus padres, pidiéndoles a todos que fueran urgente a su casa. «¡Tenemos que encontrar a Inés antes de que ocurra una desgracia!».

Cuando por fin llegó, estacionó el auto en la calle y comenzó a correr por su cuadra, por las laterales, por las de atrás. Indira la seguía de cerca olfateando cada espacio. Pero la pequeña no aparecía…

De a poco fue llegando la ayuda, avisaron a los vecinos del barrio, todos buscaban, la llamaban, pero parecía como si la tierra se la hubiera tragado. Carmen lloraba desconsolada en brazos de sus padres.

Así pasaron la tarde y la noche sin disminuir la búsqueda, nadie descansaba, hasta que un policía comenzó a dudar de Ceci, la empleada.

—Señorita, por favor, necesito hacerle unas preguntas.

—Sí, oficial, diga nomás.

—¿Puede volver a contarme cómo fue que desapareció esta pequeña?

—¡No puedo creer lo que hice! Fue un pequeño momento de descuido… Me fui al baño sin darme cuenta de que la reja de adelante estaba abierta, porque había salido Indira. La chiquita sabe abrir la puerta de entrada de la casa, y yo no le había puesto llave. Cuando salí del baño la busqué por todos lados y no pude encontrarla. Imagino que salió solita, no puedo asegurarle si fue así, pero ¿de qué otra manera puede desaparecer?

—Me va a disculpar, pero hasta que este caso se resuelva, usted es sospechosa.

—¿Sospechosa? ¿Yo? ¿De qué me acusan? la chica tenía la cara desfigurada de tanto llorar.

—¿No tuvo la visita de algún hombre? ¿Novio? ¿Amigo? ¿Alguien?

—No, no. Estábamos solas, jugando en el sala de estar de la casa. Ella acababa de almorzar unos fideos que yo le había preparado.

—Imagínese señorita, que así como podría tratarse de una desaparición, también podríamos estar frente a un secuestro, y un dato preciso suyo orientaría el rumbo de esta investigación.

—¿Secuestro? Nunca lo había pensado… ¡No! Es imposible, no escuché nada.

—Sí, indudablemente no escuchó nada, ¿estaba con auriculares?, no entiendo cómo pudo ser tan descuidada. Vaya al auto policial, tomaremos sus datos.

Ceci caminaba hacia el coche con la mirada fija en el pavimento, se creía tan culpable que pensaba que si la encerraban tras las rejas, quizás se sentiría mejor. No se animaba a ver a la mamá de Inés a los ojos.

Por su lado, Carmen, cuando escuchó la hipótesis de un secuestro, rompió en llanto y corrió hacia su empleada con intención de pegarle. Un policía la detuvo y la acompañó hasta su casa, ofreciéndole una taza de té caliente. Ella lo empujó, volvió a salir a la calle y comenzó a llamar a gritos a su hijita. Ya casi no podía mantenerse en pie, las piernas le temblaban y la cabeza le daba vueltas y vueltas. Su hermosa cara estaba desfigurada por tanto llanto y dolor.

De pronto se escuchó la sirena de un patrullero acercándose a la vivienda. Carmen corrió para ver si traían alguna novedad. Del auto bajó un oficial que comenzó a conversar con quien manejaba la investigación. Mientras le daba lo que parecía una explicación positiva, señalaba adentro del vehículo. Al momento llamaron a Carmen, quien al llegar y mirar en el asiento de atrás tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer desplomada en el piso. Comenzó a llorar intensamente, mientras el oficial le abría la puerta del auto. Allí estaba Inés durmiendo y a su lado… «la vieja». Luego apareció Indira, que comenzó a sacudir su cola de un lado al otro expresando su alegría, y que, sin que nadie pudiera impedirlo se trepó al auto y comenzó a lamer a la niñita y a la perra. Al momento llegaron al auto policial los abuelos, todos se abrazaban haciendo un esfuerzo por no desfallecer después de tanta angustia contenida.

Inés abrió los ojos y se vio rodeada de todos sus seres queridos, y en su media lengua comenzó a querer explicarles lo que le había pasado. Nadie entendió lo que decía, pero la alegría era tan inmensa que todos reían y lloraban a la vez. La cuadra se fue llenando de vecinos que también festejaban. Las nubes dieron paso a la luna, que parecía que esa noche sonreía y brillaba más que nunca.

Esa misma tarde-noche del día de la desaparición, la policía había logrado dar con unas cámaras que estaban colocadas en un negocio a dos cuadras de la casa de Carmen. Al ver las grabaciones descubrieron a la niña caminando solita por la calle, hasta que su amiga, la perrita, se le acercó y con su cabeza la iba empujando hasta hacerla subir a la vereda. Se las ve irse juntas, a paso lento. La niña conversa con la perra mientras se alejan hasta perderse del foco de la cámara.

Con ese dato, y sabiendo la dirección a la que se dirigían, las fueron a buscar. Después de un largo tiempo, las encontraron. Inés dormía acurrucada en el piso, y la Vieja la cubría con su cuerpo para darle calor. La situación era tan tierna, que hasta el oficial dejaba caer unas lágrimas mientras la contaba.

Ceci quedó liberada y Carmen, influenciada por los consejos de sus padres, la perdonó sin resentimientos. Sabía que había sido un descuido, pero también que nunca hubo de parte de ella intención alguna de lastimar a su hija, porque la amaba.

La Vieja no volvió a compartir el techo con ellas. Al bajarla del auto se acercó a Carmen, quien la abrazó con dulzura. Se dejó acariciar, mimar, pero después puso rumbo a quién sabe qué lugar. La dejaron marchar, sabiendo que ella siempre andaría por ahí, vigilándolas, cuidándolas. Un animal que fue acogido nunca lo olvida.

lunes, 20 de mayo de 2019

Una historia con helado de chocolate

Camila Vera


¿Alguna vez se han puesto a pensar en la cantidad de historias que uno encuentra si solo se pone a observar detenidamente?, sé que constantemente debemos estar mirando para saber a dónde vamos, pero hay algo más profundo que solo logra descubrir quien aprende a apreciar lo que pasa a su alrededor; me gusta creer que ese es un don con el que nací y el cual me permite este día compartir algunas historias, en especial una, acompañada de helado de chocolate.

Me gusta escribir desde que la curiosidad de coger una computadora me transportó a una hoja en blanco, la cual se volvió mi mejor amiga. En la escuela los maestros querían que hable sobre fechas importantes que debía dominar para continuar con mis estudios, pero mi idea iba más allá de eso. Recuerdo que en clase de literatura, el maestro tomó un libro llamado Oliver Twist, diciendo que en el lapso de las vacaciones de verano debíamos realizar un análisis de su contenido en un ensayo; no negaré que la tarea me resultaba encantadora, pero mi parte creativa quería más. No sirve de nada saber sobre Oliver, la banda de delincuentes y las aventuras en Londres, si no tienes conocimiento de lo que hay detrás de la historia, siempre hay algo que desencadena lo demás. Así que mi ensayo habló sobre Charles Dickens —el autor— y la fuerte influencia de su propia historia dentro de las acciones de su personaje.

¿Sabías que para este autor escribir no era un evento aislado? Este fue uno de los datos que más llamó mi atención. En ocasiones, cuando había reuniones, Charles llevaba consigo sus escritos para poder continuarlos y participar de la conversación, una actitud contraria a una gran cantidad de escritores que buscan la burbuja literaria —aislarse completamente— en espera de inspiración. Es por ello que cada día vengo aquí, a un restaurante de comida rápida a dos calles de mi casa, esperando que una historia me atrape y me haga parte de ella, hasta que me encontró.

Llevo cinco meses graduada de la universidad como periodista, pero estoy más enfocada en la literatura que en los problemas sociales que se supone debería investigar; no he logrado conseguir trabajo estable, aunque tengo un espacio en un periódico de la ciudad donde coloco mi opinión —o la que me piden que escriba— sobre temas que a veces creo son solo interés del jefe. Por lo tanto si no estoy en mi casa peleando con mi gato y el televisor por cable, estoy aquí, escribiendo y observando.

Muchos personajes interesantes pasan he encontrado, como el señor que compra diez combos pequeños en bolsas por separado para que su hijo las venda en el colegio y aprenda sobre finanzas, o aquella pareja que viene discutiendo todo el camino pero que al sentarse a comer helado se miran de frente y con un beso terminan la discusión. También el infiel que un día trae a un «amor de su vida» para el siguiente venir de la mano de otra persona diferente. Están las historias personales de todos los que trabajan a diario para entregar un buen servicio sin importar el cansancio. O, qué me dicen de la cara de alegría de los niños al llegar y la de los padres al salir sabiendo que ese pequeño gesto será una anécdota que contarán cuando sus hijos crezcan. Pero este cuento no va a tratar de ninguno de ellos, sino de unas personas en particular.

Desde el día que proclamé la tercera mesa a la izquierda como mi lugar de escritura me llamaron la atención dos personas mayores que venían en un auto color blanco, la señora conducía y el señor le abría la puerta al bajar, ambos se tomaban de la mano y entraban juntos para sentarse a dos mesas a mi izquierda. Uno de los chicos que ayuda recogiendo las bandejas siempre tenía limpia su mesa y dejaba el periódico de cada día listo para que puedan leerlo. El señor iba a la caja a realizar su pedido, que ya era muy conocido por la cajera.

—Buenos días, ¿lo de siempre?

—Buenos días, sí, por favor.

—Salen, dos combos medianos, un café cargado, un jugo de naranja natural y dos helados de chocolate.

—Gracias, estaremos por allá.

—No se preocupe, le haremos llegar su pedido.

No era envidia, pero empecé a observarlos porque eran los únicos clientes con servicio a la mesa, no importa cuántas veces llevo sentada aquí, a mí me toca pararme por mi pedido con el miedo de que mi mesa sea ocupada por los empleados de aquella oficina que les da tiempo para desayunar a las diez de la mañana.

La señora se llama Adela, pero Tony —el señor— le dice «Amor» y ella le responde «Corazón». Toda una pareja de jóvenes atrapados en los años y las arrugas. Durante todo el tiempo que se encuentran en el lugar hablan de las noticias del periódico, Tony no puede leer muy bien, al parecer sus ojos no lo permiten, así que Adela lee pero con un tono muy fuerte porque tampoco es que escuche perfectamente. Al irse se toman de la mano y sonríen entre ellos como si estuvieran guardando un secreto, me pongo a pensar en ese secreto cuando los veo caminar; quizás aquí fue su primera cita, tal vez les recuerda a su juventud, no les gusta cocinar el desayuno o simplemente son felices al ver que sin importar los obstáculos sus manos siguen juntas compartiendo helado de chocolate.

En alguna ocasión me sentí comprometida a adquirir más información, así que le pregunté a uno de los chicos que normalmente atendía a la pareja.

—Hola, ¿qué sabes de los señores de la mesa de allá?

—Hola, pues no sabemos mucho, solo que vienen todos los días, que comen lo mismo y que están casados.

—¿Hace cuánto tiempo vienen?

—Eso no lo sé, desde que empecé a trabajar han estado aquí, ya son parte de nosotros.

—Pero, ¿y si uno de ellos enferma?

—Pues, ya ha pasado, a veces la señora ha faltado y lo envía al señor con una nota, creemos que tiene problemas de memoria o algo así. Viene con su nota, se sienta a comer su desayuno y los dos helados, dice que es en honor de su esposa.

—Es increíble.

—Sí, da un tipo de paz verlos.

Después de eso se fue a seguir con sus actividades, cada vez me intrigaba más saber de esa pareja, terminé con mi novio hace ya unos meses por no poder coordinar el tiempo que nos dedicábamos, no considero por ahora necesario ir en busca del amor, pero al verlos me nace la duda de la persona con la que voy a envejecer, espero —si llega ese momento a mi vida—, sea con alguien que me mire como ella a él.

Una mañana que se encontraban leyendo el periódico —como siempre—, fueron a la sección de columnas, justamente la que había escrito hace dos semanas y mi jefe puso en la parte central, no hablaba sobre cosas que me interesan del todo puesto que me gusta la literatura contemporánea, pero me asignaron escribir sobre la decadencia de la vitalidad al llegar a los ochenta. Esta vez me puse muy atenta a lo que podían decir.

—Mira, corazón, según esto no somos lo suficientemente importantes para la sociedad como lo éramos hace unos años.

—Puras patrañas, amor, estamos igual de funcionales en todos los aspectos.

—¿Pero qué ridiculez es esta?, nosotros hasta podemos dar clases de todo lo que podemos hacer.

—Y qué me dices, amor, de esa parte donde afirmar que no hay actividad sexual.

—Deberíamos hablar con quien escribió esto para contarle qué hicimos anoche.

En ese momento me puse de pie y saludé.

—Hola, soy la que escribió la columna.

—Mira, corazón, es la chica gato, no sabíamos que escribías en el diario, no te contaremos nuestras candentes experiencias de ancianos, no te preocupes.

—¿La chica gato?, ¿a qué se refiere con eso? —pregunté.

—Pues, todo el tiempo tienes pelitos de gato en tu ropa, no estábamos seguros si es de gato o de perro, pero sonaba mejor el apodo con un felino —respondió Tony.

Me reí un poco, era gracioso que también les pongan apodos a los otros clientes, ya no me sentía mal por decirles los ancianos de oro.

—Aprovechando que aún no llega su pedido, quisiera saber un poco de ustedes, si me lo permiten. —Me arriesgué bastante con esa petición.

—No sé, amor, ¿tú, qué opinas?

—Opino que hay que explicarle porqué los ancianos somos muy útiles.

—Con respecto a eso, solo es una opinión que me hicieron crear, no es lo que pienso, pero me encantaría que me cuenten algo de ustedes.

—Déjame pensar, nos conocimos desde mucho antes de saber que estaríamos destinados a envejecer juntos, fue algo accidental la primera vez que nuestros ojos chocaron de frente, en ese momento fue muy difícil identificarlo como el amor de mi vida, pero sabía que algo me había cautivado en ese joven flaco de cejas pobladas.

—Yo iba distraído sin imaginar que aquella jovencita que conocí por casualidad sería quien muchos años después llamaría mi esposa, compañera y amante —respondió Tony—, se puso testaruda y muchas veces se iba a descubrir su rumbo.

—Pero uno regresa al hogar, siempre vuelve al lugar donde se sintió vivo. Nos casamos y tuvimos una hija que ahora vive a tres horas de la ciudad, es una mujercita que nos dio dos nietos.

—¿Sabes cómo reconocer cuando estás frente al amor de tu vida? —dijo Adela.

—Supongo que… uno solo lo sabe —respondí.

—Pues no, uno cree saber muchas cosas, construir edificios porque la universidad lo enseñó, a dar opiniones porque la vida te puso experiencias, pero uno nunca lo sabe; lo descubre, lo construye y lo vive. Cuando entiendes que el amor es un compromiso entre dos almas que se inmortalizan en cada momento, ahí descubres si estás frente a ese verdadero amor. No pierdas la calma, nos equivocamos todo el tiempo y a veces el daño no se puede arreglar, pero el amor de tu vida existe y no tiene nada de malo si ese eres tú mismo… o un gato.

—Al final, la principal utilidad de los ancianos es recordar a esta generación que corre, que también se puede descansar, vivir y sobre todo amar; sin importar tus defectos y virtudes, hay un segundo en el que ves su rostro y te vuelves a enamorar, recordando ese momento en el que pasó de ser un extraño, a la persona más importante de este jodido planeta.

Al terminar de decir eso, Tony se paró y le dio un beso, Adela me sonrió y solo dijo:

—Ahora puedes ver, mi niña, los ancianos somos la evidencia de que después de todos esos problemas que crees tener, esos que no te dejan dormir y te hacen correr, hay una vida que sigue, ahora depende de ti cómo quieres envejecer.

Me quedé reflexionando sobre lo que había dicho la pareja de oro, en su amor, quizás algo sorprendida de ser «la chica gato», pero igual de motivada a poder escribir y buscar lo que quiero hacer con mi vida, más que escribir columnas impuestas, así que busqué cómo quiero envejecer. Poco tiempo después me llamaron para una entrevista de trabajo como maestra en una universidad, dándome el puesto después de tres pruebas, lo que no me permitía ir a diario al restaurante de comida rápida. Ahora Adela y Tony me saludaban al llegar y en ocasiones le mandaban saludos a mi gato.

Un sábado después de las diez en que fui a comprar un café por el apuro de la mañana me percaté de su ausencia, la mesa estaba vacía. Ocurrió lo mismo en dos o tres ocasiones que fui, nadie sabía nada de ellos, simplemente desaparecieron. Había acabado el primer trimestre así que tenía tiempo para conectarme con mi lado escritor, nuevamente iba al restaurante aunque mi verdadera razón era verlos. Hasta que un taxi se estacionó fuera del local, del cual bajó Tony, se sentó en la mesa y cerró los ojos.

Quizás fue atrevido, pero me acerqué y tomé su mano, estaba helada. Me miró y sonrió. Sus ojos estaban llorosos, era implícito el suceso que lo hacía llegar solo, pero no dijo nada y pidió que me quedara un momento para conversar, mientras uno de los chicos cogió la notita con su orden y fue a prepararla.

—Sus ojos, solo tengo miedo de olvidar sus ojos, ese verde esmeralda que me encontró entre la multitud, no quiero olvidar sus ojos. He olvidado muchas cosas antes, no sé cómo llegar a mi casa sin dudar de cuál es, no sé cómo poder organizar las medicinas, ni sé cómo vivir sin ver sus ojos.

—Tony, ¿por qué venían aquí?

—Pues, es el punto medio, nuestro punto medio. Ella se marchó hace años porque no era feliz, solo se fue y yo esperé. Cuando ella volvió yo no reconocía al mismo amor de secundaria, así que fuimos a un punto medio, cogimos un mapa desde su casa a la mía y llegamos aquí, a esta mesa, donde era nuestro lugar. Ella me amó sin necesidad de que lo haga, porque así es ella, solo ama. Yo la amé porque no quería perderme un solo segundo de su tiempo, de su piel, de toda ella. Nos amamos.

—¿Ahora, qué hará?

—Amarla, como se merece, hasta el final de los tiempos, porque de muy pocas cosas estoy seguro en esta vida, pero de esta estoy convencido, ella es el amor de mi vida. El amor es caprichoso, a algunas personas las hace esperar, a otras se le pasea constantemente frente la nariz, también hay un grupo al que no llega; yo soy afortunado, compartí toda mi vida junto a ella aunque no todo el tiempo estuvo presente, y ahora no está… temo olvidarla también.

En ese momento llegó el pedido, junto a los helados de chocolate que comían antes que lo demás, los tomó en la mano y dijo:

—Ella ama el helado de chocolate, porque le recuerda cuando éramos jóvenes, tontos y despreocupados. Yo amo el helado de chocolate porque es como verla por primera vez. Tenga —me dijo estirando el helado—, puede compartir conmigo este helado.

—Señor, no creo que deba.

—Hágalo, querida niña, espero encuentre a su propio helado de chocolate un día, que la haga sentir viva, como a mí me hace sentirla a ella, a mi amor.

Poco tiempo después Tony no volvió al restaurante, nadie supo más de los dos amantes de oro, aquellos que profesaron su amor para demostrar que este existe, es real y que solo necesitas verlo a los ojos y así podrás encontrar la historia detrás. Cuando camino por la ciudad me pongo a pensar en ellos, en la muestra de que el amor está ahí afuera en algún lugar y perdura, imaginando qué pasó después, quizás Tony fue a vivir con su hija, disfrutar de sus nietos; o fue tras su amor. Solo me gusta creer que las historias sin final dan esperanza al que las vive, para cerrarlas de la forma que le complazca y lo deje dormir en paz, me gusta pensar que donde sea que estén se volverán a encontrar y comerán helado de chocolate.

jueves, 9 de mayo de 2019

La ciudad maltratada


Paulina Pérez


La elegancia, los contrastes y el misterio iban desapareciendo por el abandono y la apatía de quienes la habitaban.

Había nacido entre altas montañas, algunas de ellas con la mitad del cuerpo cubierto por un manto blanco en invierno; cuando el cielo estaba azul, nítido, el paisaje era un verdadero espectáculo. Antes de la llegada del internet, las redes sociales y los teléfonos inteligentes, quien lograba una foto con aquella vista de fondo, la colocaba en la primera página del álbum familiar o en el lugar más visible de la casa, enmarcado o dentro de un portarretratos. La parte histórica de la ciudad es bastante grande; las casas coloniales, cuyos propietarios pertenecían a las familias adineradas e influyentes de la urbe, eran de dos pisos, de adobe, con gruesas columnas, techos de tejas, amplios corredores, y tres patios internos que se usaban respectivamente para lavandería, servidumbre y caballerizas y que con el tiempo, se fueron transformando en patios ajardinados que albergaban grandes macetas con plantas florales de vistosos colores y pequeñas piletas de piedra. Los inmensos portones y ventanas de madera, y los balcones de hierro forjado traídos de Francia, hacían contraste con las blancas paredes. Los pisos de las escaleras, salones y dormitorios eran de tablones de madera muy cuidados y encerados y los de los baños, de piedra. Muchas de estas grandes casas fueron restauradas y la mayoría de ellas ahora son hoteles de lujo, hostales o restaurantes de comida típica y en algunas calles, casi en los límites de la parte histórica y la ciudad moderna se pueden observar centros de tolerancia que conforman lo que se conoce como zona roja.

Las empinadas cuestas y el desordenado crecimiento de la ciudad, más larga que ancha, son parte de su atractivo.

Todavía hay ciertos barrios antiguos y modernos bien conservados, organizados, pero el resto de la ciudad ha ido perdiendo su encanto, incluso la parte colonial. Con nostalgia se recuerda cuando antes de las fiestas de fundación, se hacían los concursos de belleza para elegir a la reina de la ciudad y cada barrio realizaba su propio certamen, luego la nueva gobernante y su corte distribuían refrescos a los vecinos que, organizados en grupos, limpiaban calles, veredas, parques, pintaban las fachadas de las casas y condominios; al final de la jornada, orquestas populares amenizaban el baile en las calles y el canelazo, una bebida de aguardiente, naranjilla y azúcar, abrigaba y animaba a los presentes. Definitivamente eran otros tiempos, épocas de solidaridad, de tradiciones que nos hacían amigos, de anécdotas, de historias que se convertían en leyendas.

La ciudad no pudo hacer a un lado los vientos de cambio. Las áreas coloniales fueron invadidas por escasas construcciones nuevas, sin gusto, además de la contaminación ambiental y visual. Los almacenes, cada uno con su propio equipo de sonido, pasando canciones de moda a todo volumen, hacían imposible una caminata tranquila por aquellas calles. La agitada vida  moderna, el consumismo desenfrenado y el cambio climático la iban lastimando, hiriéndola, enfermándola.

El invierno se desató con furia, la lluvia no cesaba y se alternaba con caída de granizo, la gente trataba de protegerse del temporal bajo los salientes de casas y edificios o entraban a los comercios, cafeterías, esperando que la tempestad amaine mientras, impactados, miraban a través de las ventanas cómo la lluvia formaba ríos violentos de agua que levantaban pedazos de calzada y arrastraban todo lo que encontraban en su camino.

Los vendedores informales se habían tomado desde hace un tiempo las veredas para expender sus productos y los colocaban sobre cajas cubiertas con plásticos o láminas de cartón o madera que apoyaban contra las paredes, el agua cayó sin darles tiempo a nada y desesperados miraban como lo perdían todo.

Las alcantarillas estaban saturadas y las aguas servidas comenzaban a salir por los sifones e invadían los locales comerciales y las viviendas, los truenos y relámpagos atemorizaban aún más a quienes la tormenta atrapó saliendo de sus trabajos, o regresando a ellos después de la hora de almuerzo.

Los canales de televisión pasaban imágenes de personas arrastradas por el fuerte caudal, pasos a desnivel inundados con automóviles y buses atascados. En una hora de intensa lluvia la ciudad colapsó.

Quizás fue un mensaje para sus apáticos e indolentes habitantes que día a día la agredían. La modernidad los había vuelto tan indiferentes y egoístas que los buenos hábitos y costumbres eran recuerdos de tiempos mejores. Ya nadie respetaba los horarios de recolección de desechos, las fundas atiborradas de plásticos y basuras eran destrozadas por los perros callejeros. Los parques convertidos en cantinas públicas, y en servicios higiénicos de las mascotas, las calles atestadas de vehículos conducidos por gente estresada y malhumorada que usaba el claxon sin consideración por los conductos auditivos de los peatones.

Así, de a poco y cada vez más rápido, la ciudad calma, de casas coloniales y grandes plazas en su parte histórica, de barrios residenciales y amigables, de lujosos y modernos edificios en zonas regeneradas, se convertía en un infierno de basura, contaminación, individualismo e indolencia.

Cuando cesó la lluvia, la ciudad parecía una mujer maltratada, el maquillaje corrido, sus vestidos hechos hilachas, su piel llena de cortes y hematomas, sus cabellos enmarañados y quienes la miraban permanecían desolados, con los ojos crispados ante semejante reprimenda de la madre naturaleza.

La ‹‹Carita de Dios›› nombre que había merecido por el contraste entre las estrechas calles de piedra, las elegantes casonas coloniales junto a plazas, parques e iglesias centenarias y los cielos azules o los rojos atardeceres, se había transformado en un rostro demacrado y adolorido. Entre los políticos y la gente que la habitaba acababan con ella, la humillaban, la vejaban sin asomo de remordimiento.

Al día siguiente, ella apenas empezaba a recuperarse de aquel torrencial aguacero y la decepción le asestó un nuevo golpe, no había sido suficiente verla desgarrada por la furia del agua que cayó del cielo como un castigo, ¿qué más tendría que pasarle para que se apiadaran de ella y la ayudaran a renacer?