Juan Esteban Sierra Quiceno
Recorriendo el vestíbulo desde la
sala hacia la puerta principal, e inmediatamente en sentido inverso, y después
otra vez en la primera dirección, hay un joven imberbe, aunque si quisiéramos
ser en absoluto fieles a la verdad —y eso queremos—, habría que reconocer que algo de pelo, o pelusa, al menos,
le adorna ambas mejillas. En cualquier caso, este joven de azul (camiseta,
bluyín) que observamos errar por el vestíbulo echándole de vez en cuando
miraditas a su reloj de pulso, está pensando obsesamente en el día de hoy. En
realidad, solo piensa en el lapso de la próxima tarde, porque ha calculado que
esta fecha, en definitiva, será su gran día, o tarde, mejor. Y no podrá ser de
otra manera, no es cierto, muchacho: tus padres se marcharon para una
convención de médicos en la capital; la señora del servicio tiene libre; tu
hermana ya está en la finca de una de sus amigas para pasar todo el fin de semana;
y lo más importante, tu noviecita, enterada de que nadie más estará en la casa,
aceptó tu invitación a ver una película en DVD, después de ardua insistencia
para guardar las formas, claro está.
Ahora Sara, que así se llama la novia
de Andrés, que por cierto es el adolescente casi imberbe del que se ha hablado
antes, debe de estar a punto de llegar. Entonces escuchamos el timbre («¡rin!»),
Andrés que también lo oye se dirige de nuevo hacia la puerta, esta vez con un
propósito preciso, el de abrirla por supuesto, y con una mano húmeda apenas logra
girar su pomo. Y ahí, en el umbral, junto a la guirnalda navideña
prematuramente colgada, está Sara, la más bella de las Marianitas, según el
mismo muchacho; y aunque tal aseveración no sea en estricto cierta, cualquier
mirada objetiva —como la nuestra, claro— reconocerá enseguida lo linda que es Sara. Y, en verdad,
lindísima ha llegado hoy a la casa, con su cabellera rubia recién planchada, una
blusa blanca y escotada, y el shortcito
que la semana anterior les había facilitado unos presurosos manoseos —¿una indirecta?, ¿tú qué opinas?
Se saludan con palabras («Hola,
Sara», «Hola, Andrés»), y después el joven, tal vez desconcertado por el aroma
a coco de su champú, le asesta un besito breve pero sobre la mejilla izquierda.
¿En serio, Andrés?, ¿en la mejilla?, ¿hoy? De inmediato cae en cuenta de su
error y se reprocha en silencio no haberla besado en los bonitos labios.
Considera, pues, darle un nuevo beso como debe ser, pero el segundo que dura
tal hesitación solo vuelve más incómoda la escena. Definitivamente tarde para
otro beso de saludo, la hace pasar a su cuarto con un pensamiento
tranquilizador: los besos no solo se dan para saludar.
Apenas entran a la habitación de
Andrés (atravesando el vestíbulo aquel, vadeando la sala por la izquierda y
luego siguiendo por el corredor hasta sobrepasar la puerta del fondo), este
mira el disquito que tenía preparado encima del teatro en casa, y en eso lo
asalta una nueva duda: debería tomar dicho disco, insertarlo en el aparato y reproducir
la película; o lo mejor sería empezar de una buena vez con el besuqueo… a fin
de cuentas ambos saben que la película no es más que una excusa. ¿Pero qué es
lo que debes hacer, Andrés?
Tras un nuevo atado de segundos incómodos
—¿ya cuántos van?—, opta por los besos. Felizmente los labios de Sara no ofrecen
trabas a los suyos. Los ósculos, con más lengua de la necesaria, continúan pues
por varios minutos, tantos como para, según los cálculos del rijoso adolescente,
recibir la autorización tácita de tocarle los senitos. Y ahí, una duda más lo
asalta: ¿debía posar sus frías palmas —¡Dios, cómo las tienes de heladas!—
encima de su ropa como en un par de ocasiones lo había hecho en casa de ella?,
o ¿debería sacárselos entre el amplio escote de la blusa para acariciárselos
directamente? O teniendo en cuenta que estaban solos por completo, ya que
nosotros en realidad no estamos: ¿debía, más bien, quitarle por primera vez la
blusita del todo?
Quizá, Andrés, lo mejor sería que
hicieras paso a paso lo que tantas veces y con bastante imaginación has
relatado a tus condiscípulos: entonces los besos se detienen permitiendo el
cuasi-suave deslizamiento de la blanca prenda por sobre la cabellera con esencia
a coco (tristemente dos cabellos de oro quedan engarzados en el reloj durante
dicha operación). Para después desabrochar entre risitas, y tras más de un intento,
todo hay que decirlo, el brasier de igual manera blanco que apresaba esos senos
redonditos y turgentes. Tampoco permanece la camiseta azul, y se reinician los
besos, claro. Las lenguas, tan torpes en un principio, se mueven ahora con mayor
destreza, mientras las cuatro manos recorren una y otra vez cada pedacito de
los torsos nuevos.
En eso Sara se retira las sandalias
que vestía. O sea, se prepara para tenderse en la cama, porque hasta ese
instante todo había ocurrido estando de pie, pero al lado, eso sí, de la camita.
Más indirectas, claro, no se necesitan: así que la joven descalza da contra el
colchón tras un ligero, y quizá poco romántico, empujón. La posición horizontal
induce a una nueva y minuciosa exploración de cada milímetro de la piel del
torso: esta vez llevada a cabo por unos labios masculinos que apenas si resisten
el roce con esos vellitos erizadísimos. Dos minutos después, sin embargo,
aquellos mismos labios que con tanto ímpetu recorrían todo el tronco se limitan
en exclusiva al área ubicada por encima de ese botoncito niquelado que tiene
cualquier short. Botón, que de hecho,
es besado también: ¿de algún modo habrá que ganar su simpatía? Y esa
estrategia… —infantil o lo que sea— funciona, porque es la propia Sara quien lo
desabrocha junto con la cremallera adyacente. Y así queda expuesta una parte de
su tanga: roja, mojada y de un ácido y acre olorcito, en nada desagradable, por
supuesto, pero imposible para cualquiera de aspirar por mucho tiempo, a riesgo
de enloquecer de excitación.
Tenis, medias, bluyín y short desaparecen entonces de la escena.
Solo restan la tanguita roja humedecida, unos calzoncillos tipo bóxer y el susodicho
reloj de pulso, pero este último no impedirá ninguna desnudez. En seguida la
tanga, tensando casi al límite su elástico, baja por los glúteos de Sara hasta más
allá de sus delicados pies. Los bóxer baboseados por la enorme excitación son
desarropados también. Y luego aquellas manos, aún friísimas, separan los soberbios
muslos pero no sin dificultad, porque una alumna de las Marianitas debe
mantener siempre las formas. Y todavía después, bueno... simplemente diré que
dos vírgenes menos habrá en el mundo.
Oh, sí… más o menos de esta manera lo
has contado en repetidas ocasiones en el patio del colegio, ahora solo tienes
que actuar idéntico al Andrés de la historia y de seguro asimismo coronarás.
Deja los nervios, ya sabes con exactitud lo que hay que hacer. Hoy es tu gran
día, o tarde… da igual.
«¡Rin!», resuena con estruendo un
timbrazo. En un segundo Sara se aleja cuatro pasos del muchacho, y en otros dos
ya se ha alisado por completo el cabello y la blusita blanca que nadie le llegó
a quitar. Mientras, en esos mismos tres segundos, ninguna reacción exterior
habríamos podido observar en nuestro héroe, quien volcado para adentro apenas
alcanza a pensar en los fluidos de su erección, que ya se le están yendo inútil
y dolorosamente a los testículos. «¡Rin, rin!», se escucha una y otra vez.
Espoleado por Sara el joven alelado abandona el cuarto, sigue por el corredor
hasta superar la sala y el vestíbulo, y de nuevo gira el pomo de la puerta
principal con su mano todavía sudorosa. La misma que su educación y la
costumbre le obliga a ofrecer a Ferdinando, el electricista de la familia,
quien ha venido de parte de sus padres a instalar el alumbrado navideño en la
fachada hoy, precisamente este último sábado de noviembre —¡Mierda!, lo digo
por ti, Andrés, hoy no será tu gran día, ni tarde, ni nada.
Me agradó, logras capturar la atención con tu narrativa, para mi gusto articulaste un juego erótico, ingenuo y divertido a la vez, te felicito. Buen estilo.
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