Yadira Sandoval Rodríguez
El amor los unió
en la edad adulta; ella, madre de dos hijos varones, secretaria de un bufete de
abogados, edad treinta y siete, él soltero de la misma edad comprometido con su
trabajo. Los dos se conocieron en una exposición de cine de culto. Sus miradas
se encontraron mientras miraban la cartelera; él inmediatamente miró su mano
izquierda, cerciorándose de si encontraba algún anillo de casada o de compromiso,
al no ver nada le coqueteó esperando ser correspondido. Ella, segura de haberle
gustado, aprovechó para preguntarle la hora y hacerle plática.
—¿Qué hora tienes?
—dice ella.
—Las ocho
—responde él.
—Gracias. Mucho
gusto, mi nombre es Sofía.
—Es un placer, el
mío es Gonzalo.
—¿Te agrada el
cine de culto?
—Sí, en especial la
película, El ladrón de bicicletas.
—Coincido contigo,
también entraré a ver esa.
—Perfecto, nos
haremos compañía.
Sofía, entre
emocionada y desconfiada por no conocer a Gonzalo, intenta disimular sus
nervios, ya que el hombre le había gustado mucho. Por el otro lado, él no
intentó despistar su emoción, le resultó tan atractiva que hizo lo posible por
conocerla. Tuvieron treinta minutos para platicar antes de que empezara la
función, los cuales los aprovecharon. A Sofía le dio confianza escucharlo
hablar, la apantalló el conocimiento que tenía del cine italiano. Gonzalo habló
del director Vottorio de Sica, al igual de Federico Fellini en especial de la
película la Strada, los dos coincidieron
en Cinema Paradiso y La vida es bella. Gonzalo no podía creer
que sus gustos concordaran con otra persona, ya que en donde viven son pocos quienes
se inclinan por amenidades culturales, debido a que la cultura ganadera
predomina sobre las humanidades en el Estado de Sonora, algo muy criticado por
él. Los dos viven en el norte de México, en la ciudad de Hermosillo, Sonora,
unas de las regiones más calurosas del país, con temperaturas en verano que han
llegado a los 49.5 grados centígrados. Al momento de entrar a unas de las salas
de la Casa de la Cultura de la ciudad, el celular de Sofía suena, era su madre
preguntándole si iba a llegar tarde, ya que Daniel su hijo menor deseaba
quedarse a dormir con ella. Gonzalo escuchó que hablaban de un niño, en eso
pensó: «Ha de ser divorciada». Sofía le contesta a su madre que podían quedarse
a dormir con ella. Después de colgar le muestra una foto a Gonzalo de sus dos
hijos: «Ellos son mis amores, Felipe y Daniel». Gonzalo sonríe y dice:
«Igualitos a la mamá». Ella le da las gracias. Estando adentro de la sala
buscan dos asientos, él opta por la parte de arriba, ella dice que sí. Al
terminar la función, Gonzalo invitó a cenar a Sofía, cada quien llevaba su
propio carro y quedaron de verse en el restaurante Está Cabral, situado en el
centro histórico de la ciudad. Ella dijo: «Es un excelente lugar, me gusta el
ambiente bohémico y la música de trova que siempre tienen». Llegaron al
restaurante, estacionaron los carros, a lo lejos se escucha la canción Mujeres de Silvio Rodríguez mientras
caminaban un tramo por un callejón que los dirigía al lugar; a Gonzalo le fascina
la arquitectura colonial, era una casa de unos cien años de antigüedad y la
adaptaron tipo cenaduría, no tiene techo, solo la cocina y la barra, la
estructura da una impresión como si estuviera derribándose; la luz de las velas
sobre botellas de vinos sostenidos en ladrillos de adobe incrustados en las
paredes, dan el ambiente bohémico que le gusta a Sofía. Gonzalo empezó a
platicarle de su vida, es ingeniero en electrónica, pero su madre desde niño le
inculcó la parte artística; siempre estuvo en talleres de arte: pintura, música,
literatura y teatro. Esto último le fascinó a Sofía. Ella aceptaba que le daba
pavor hablar en público cosa que no comprendía, ya que su madre era buenísima
para relacionarse con las personas. Sofía le dice: «No heredé eso de mi madre»
y se ríen los dos. Terminan de cenar, Gonzalo le comenta que desea seguirla
viendo, que le encantó su compañía, ella acepta.
Los meses pasaron
entre salidas al cine, a cenar, conocer familiares y amigos, hasta que Gonzalo
le pide matrimonio.
Felipe y Daniel
estaban encantados con la noticia de que su mamá se iba a casar, ellos querían
mucho a Gonzalo. Eso la hacía sentir segura a Sofía, sus hijos son lo más
valioso, y Gonzalo lo sabe. A él le fascina la relación que tienen ellos tres,
por lo tanto, se esmeraba por hacerlos sentir bien. A donde salían, todos los
reconocían como familia, se veían tan felices. Hasta que un día, Gonzalo no
pudo tolerar las prácticas del chamanismo que ejercía la mamá de Sofía. Era
algo que empezaba a incomodarle, aunque tenía nociones teóricas de brujería porque
reconocía que su sociedad empleaba mucho esas prácticas, razón por la cual leyó
el libro Las Enseñanzas de Don Juan, un antropólogo que desea conocer en que
consiste el chamanismo a través de un indígena Yaqui. Esas historias las veía
muy lejanas, su formación no le permitía creer en esas cosas, pero las
respetaba sabiendo que eran parte de la cultura indígena, el pensamiento
crítico para él era de suma importancia para enfrentar una sociedad con
altísimo rezago educativo. Un día Gonzalo pasaba a casa de Sofía para
invitarlos a comer en eso encontró a su suegra con unas velas en el piso
rodeando un pentáculo, con el objetivo de poner al niño más pequeño en el
centro para protegerlo de las entidades maléficas. Gonzalo sintiéndose responsable
de ese niño reaccionó al impulso de la sobreprotección, en tanto la mamá de
Sofía de forma impulsiva empezó a gritar:
—¡Tú no eres el
papá de estos niños, y nunca lo serás! ¡Yo los he educado, así que son mis
hijos!
—No son sus hijos,
son de Sofía, y ahora, yo soy su padre para protegerlos.
Esa repuesta
enfureció a la señora, y no pudiendo controlar la ira se abalanzó contra él a
golpes. Gonzalo no quería tocarla y aceptó los rasguños, el niño menor empieza
a llorar al igual su hermano mayor, Sofía iba llegando de la tienda, escuchó
los gritos, vio la situación en la que estaban los dos, marcó a la policía porque
sus palabras no eran escuchadas por su madre. La policía llega, los niños
empiezan a llorar más fuerte, Sofía trata de tranquilizarlos, los gritos de su
madre están fuera de control, Gonzalo se queda quieto al ver a los niños
llorar. Nadie puede controlar a la señora, hasta que Gonzalo decide irse del
lugar para ayudar. Sofía le da las gracias. Ella junto con la policía tratan de
tranquilizar a la mamá, no se deja, esta habla de que Gonzalo la lastimó, los
oficiales voltean a mirar a Sofía, ella dice que es mentira, explica que está
enferma de los nervios, estos comprenden la situación y se retiran.
Gonzalo llega a su
casa abatido por la confrontación con su suegra; mira el atardecer que empieza
a caer en el semi-desierto, todas las tonalidades del naranja pintan el cielo.
Esa intensidad atmosférica la siente en su corazón. No deja de pensar en Sofía
y en los niños, el percance le permite reflexionar sobre la situación de gravedad
en la que se encuentra la madre de su prometida. El sentimiento de culpabilidad
sale a relucir junto con otros que tenía guardados, como la soledad. En vez de
salir, se encierra en sí mismo. Al día siguiente, Sofía se reporta con él, le
comenta que su madre está delicada de salud y como hija única tenía la
responsabilidad de ayudarla, le dijo que la disculpara, pero tendría que
distanciarse por algún tiempo hasta encontrar alguna solución al problema de su
madre. Gonzalo le pide disculpas por lo sucedido. Ella sabía que tarde o temprano
iba a suceder algo así:
—No te preocupes,
después de la muerte de mi papá mi madre se refugió en el chamanismo para curar
su soledad. Mi padre era el único que sabía cómo controlar en ella esas
prácticas. Solo sé que es descendiente de un grupo indígena, la verdad, ni
sabemos de a cuál, alguna vez le llegué a preguntar y eludió la respuesta. Es
mínima la información de su pasado.
—Comprendo la
situación, pero en este caso, ¿los niños? ¿Tú crees que es lo mejor para ellos?
—¿Y qué puedo hacer,
Gonzalo?
Gonzalo se queda
callado. Sofía insiste en darse un tiempo hasta que su madre regrese con el
psicólogo y empiece con un tratamiento para sus nervios, luego cuelga y permanece
indecisa entre iniciar o no un matrimonio. Se siente culpable por sentir a su
madre como una carga, trata de luchar contra esos pensamientos, su carácter pragmático
le ha ayudado a salir adelante, después de perder a su padre, bien sabe que no
puede depender de la protección varonil. Aunque sabía que tenía a Gonzalo en ese
momento, también siente una especie de soledad. Sus familiares empiezan a verlo
mal y el niño mayor no lo quiere ver. La madre no deja de hablar de la
situación, se empieza a quejar de su brazo derecho en donde según ella la
lastimó el prometido. Sofía no la contradice, solo calla. La psicóloga le
comenta que no puede estar sometida bajo los caprichos de su madre, que tenía
que ser fuerte con ella. Al escuchar eso, se siente incomprendida, sale enojada
del consultorio, aceptando que no tiene el carácter para enfrentar a su madre o
más bien, ya no quiere otro conflicto en su vida.
Pasaron los días,
Gonzalo se comunica con Sofía la convence para que se vean en un café, ella
acepta. Son las 6:00 p.m. y se quedan de ver en la Plaza Bicentenario. Sofía va
acompañada con los dos niños, saludan a Gonzalo, el más grande le pide una
explicación de lo sucedido en casa de su abuela, su mamá lo interrumpe
diciéndole que no era el momento, Gonzalo le pide disculpas al niño, la madre se
queda callada, los niños se van a jugar con otros peques para dejarlos hablar. Los
dos están nerviosos, se abrazan, Gonzalo toma la mano de Sofía, la mira a los
ojos y le dice: «Acepto las condiciones».
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