Rosario Sánchez Infantas
Silenciosos avanzaban por el camino serpenteante, uno buscando morir en
paz, y el otro no perecer. Aquel siete de junio de 1534 el rumbo del
anciano Pushaq era Sunchubamba, el caserío donde naciera y que, por estar lejos
del camino principal del imperio incaico, pudiera darle algo de tranquilidad a
sus últimos días. Pumaqhawa, el adolescente inca, buscaba a su padre y
contactar a la resistencia frente a la invasión española. «Vigilarás sereno y
objetivo; con el sigilo del puma subirás a las montañas para hallar los rastros
de los hechos o de las grandes verdades». El muchacho, recordaba lo que le
dijera Pushaq el día anterior.
En 1527 Huayna Cápac, el emperador, había muerto
víctima de una epidemia iniciada en las primeras aproximaciones del
conquistador Francisco Pizarro al continente
sudamericano. Asumió el gobierno Wascar, hijo del difunto gobernante. Desde el
inicio realizó actos contrarios a las tradiciones del imperio y conllevó a una
confrontación creciente con las familias nobles. Por otro lado, la popularidad
de Ataw Wallpa, príncipe guerrero hermano suyo afincado en el norte del imperio
incrementó la suspicacia del nuevo gobernante. Dos años después iniciaría
una guerra civil entre los hermanos por el control del imperio, la cual es
ganada en 1532 por Ataw Wallpa, momento en el que Pizarro ingresa al territorio
imperial y lo toma prisionero.
La confrontación de los hermanos generó el desconcierto
entre los curacas de las diferentes etnias del imperio respecto a los
extranjeros; algunos ofrecieron apoyo y obediencia a Francisco Pizarro. Tras
ocho meses de cautiverio y el pago de un fabuloso rescate en oro los
conquistadores matan a Ataw Wallpa. Para facilitar la conquista del Cusco, la
capital del imperio, nombran a Tupac Inca Huallpa un gobernante títere y entonces
circulaban por los caminos principales recibiendo apoyo en alimentos,
asistentes, leña, mujeres, a pesar de lo cual continuaban los saqueos,
violaciones, el desprecio por lo nativo y la sed criminal de los europeos por
el oro.
Las enfermedades desconocidas llegadas con los conquistadores habían diezmado
la población y los sobrevivientes subsistían en la desorganización. El flamante
gobernante también perdió la vida por causas desconocidas mientras facilitaba
el avance a los conquistadores hacia el Cusco.
Pushaq y Pumaqhawa, habían partido de madrugada, por un
camino secundario, rumbo al norte tras pernoctar dos noches en la ciudadela de
Marcahuamachuco. La escarcha cubría los pastizales y una fina capa de hielo
revestía la superficie de los manantiales y acequias; sin embargo, el cielo
límpido anunciaba un día con sol esplendoroso. Estaban en la serranía esteparia, en una zona de
relieve escarpado, con valles estrechos y laderas muy empinadas, cubiertos de
cactus y pastizales silvestres, con escasos árboles y arbustos. En algunas
pequeñas mesetas había casas y campos de cultivo. La mayoría estaba abandonada;
en muy pocos de ellos había cultivos de panllevar. Los caminos, puentes y
acequias lucían descuidados y llenos de maleza. Los caminantes a su paso
recogían plantas o minerales con propiedades curativas, frutos silvestres o
leña para intercambiarlos por albergue.
En un descanso Pushaq reinició el relato de episodios de su vida. Tras
su reclutamiento había marchado con adultos
jóvenes de su unidad territorial a integrarse al ejército y sofocar la rebeldía del cacique Tumbala de la isla Puná. El joven
soldado había disfrutado esta experiencia. Todos los miembros de un escuadrón pertenecían a una sola etnia y eran
conducidos por su propio curaca. Marchaban con el ejército muchas mujeres, a
veces familiares de los soldados, para cocinar, vestir, cuidar de los heridos y
enterrar a los muertos. A lo largo de los caminos principales había albergues
estatales e incluso viajaban con ellos algunos sacerdotes. Teniendo prohibido
los hombres del pueblo salir de los terrenos comunales Pushaq recién a sus
veinticinco años conoció la diversidad de paisajes, culturas, flora y fauna de
la costa marina y el trópico.
En un cruce de caminos una familia les ofreció
alimentos y se enteraron del restablecimiento del servicio de chasquis o
correo por postas en los caminos principales. Esto debido a las necesidades de
los conquistadores que seguían llegando y fundando algunas ciudades. Por la
tarde unos pastores les informaron de la asunción del mando de un nuevo
gobernante nativo Manco Inca, en alianza con los europeos. Bullían las
preguntas en todos ellos: ¿acabarían las vejaciones, el oprobio, los trabajos
forzados? El padre de Pumaqhawa había luchado contra la facción que
representaba el nuevo gobernante; ¿Iniciaría la persecución contra los
opositores? Los presentes tenían referencias, directas o no, de la voracidad
criminal de los extranjeros por el oro. Su única certeza era que esta no iba a
saciarse, aunque hubiera un nuevo mandatario. Al muchacho le alentó la
posibilidad de movilizarse de manera segura si se incorporaba al sistema de chasquis.
Además, podría conocer lo que ocurría en el imperio y ayudar a la resistencia,
si la había.
En la guerra civil por lo general las etnias del
sur habían optado por Wascar y las norteñas lo habían hecho por Ataw Wallpa. Muertos
ambos contrincantes, al no haberse consolidado el sentido de nación incaica
algunos curacas ofrecieron apoyo a los españoles en su propósito de conquista. Algunas
etnias aún resentían haber perdido autonomía y veían en los españoles, aliados
para recuperarla. En el comienzo de la expansión imperial se había empleado la negociación
y solo si esta fallaba se llegaba a la confrontación bélica, pero en los
últimos años hubo mucha violencia, además de que algunos pueblos norteños eran muy
beligerantes. A ello se sumaba la composición heterogénea de los diversos
asentamientos, pues al
conquistar una etnia, se desplazaban familias enteras denominadas mitmas
a fin de evitar las sublevaciones y traían otras poblaciones adictas a ellos para
difundir sus prácticas culturales. Los pastores con los que había conversado
eran mitmas de Condesuyos, etnia cercana al Cusco, partidaria de Wascar,
pero vivían hacia tres generaciones en Huamachuco, región que apoyaba a Ataw
Wallpa. Se sentían el miedo, el desconcierto y el desgobierno por donde
pasaban.
Ya anochecía cuando los dos caminantes llegaron al caserío de
Sunchubamba y se reunieron con dos amigos y un familiar lejano de Pushaq. Esa
noche a la luz de algunos candiles intercambiaron información tratando de
entender lo que pasaba tras la quiebra del sistema organizativo que ofrecía
bienestar y exigía contribución en las actividades militares, agrícolas y de
desarrollo en general. Ahora ya no se realizaba el trabajo comunitario ni la
redistribución de bienes y servicios. Los invasores habían comenzado con sus rancheos
en los poblados mayores a la vera de los caminos principales, pero cada vez se
internaban hacia parajes más alejados: robaban oro, plata, piedras preciosas, y
ganado. Violaban, denigraban, esclavizaban y mataban. Era cuestión de tiempo que
llegaran a este y otros pequeños poblados enclavados en breves salientes de una
sucesión de montañas de difícil acceso, destinadas al pastoreo.
Pumaqhawa permanece dos semanas ayudando en las
labores agrícolas y recolectando bienes para el trueque en su caminar.
La madrugada del inicio del
solsticio de invierno Pushaq dirige la ceremonia
del Wawa Inti Raymi, fecha en que el dios sol renace e inicia un nuevo ciclo; le
pide regrese y continúe dándoles vida. Luego se dirige a Pumaqhawa y colocando sus manos
en la cabeza del muchacho le dice:
—La
vida te ha puesto y te pondrá crueles pruebas. Nunca dejes de ser espíritu libre,
digno y amado. Honra tu nombre y la vida. Mi voz irá contigo.
Pumaqhawa partió fortalecido y cuando el camino iniciaba a rodear el
cerro perdiendo de vista Sunchubamba escuchó el sonido de los halcones al
comunicar peligro: cinco sonidos prolongados y cinco breves. Recordó la
imitación que hizo el anciano cuando se conocieron y que le comunicara: «soy amigo, no
temas». Ya estaba en sus más entrañables recuerdos y
afectos; supo que Pushaq iría con él.
Tiene mucho miedo. A sus quince años ha perdido a su madre, hermanitas y su
comunidad. Vivió huyendo de la realidad insana. Ha aceptado que esta situación
solo va a empeorar. Continúa apareciendo de manera automática una imagen: la
barba rubia del corpulento europeo se mueve mientras maldice; de un machetazo
cercena las dos manitos del niño de cuatro años. Se desperdigan los granos de
maíz tostado que había tomado. Aprieta hasta el dolor sus mandíbulas. En la
rabia encuentra fuerzas y venciendo el temor se dirige al camino real rumbo al norte.
Desea llegar a la región de los quitos, a la que aún no han llegado los
conquistadores. Una hora después pasa delante de un albergue, ahora desprovisto de alimentos,
ropa y vituallas. Ve dentro a tres chasquis, pero no se detiene por
temor. Atardecía cuando llega al siguiente alberge del correo, ve preparar sus
alimentos a dos jóvenes de la etnia huamachuco como él, más la
desconfianza es mutua. Los saluda en la antigua lengua culle propia de
esta región y se genera un acercamiento entre el recién llegado, Qhispi y Llaksa, los fornidos muchachos. Les informa
la búsqueda infructuosa de su madre y hermanitas, su viaje hacia el norte para buscar
a su padre, ocultándoles que este era un capitán de Ataw Wallpa. En determinado
momento queda al descubierto la marca a hierro candente que le hiciera en el brazo
un español en Jauja. Qhispi, ante el oprobio común que los hermana, se descubre el brazo,
le muestra una marca semejante y exclama:
—A mí me la hicieron en Cajamarca. Tras haber sido
capturado nuestro señor debimos inhibirnos de atacar como es norma entre
nosotros. Tras propiciar la muerte de diez mil nobles cusqueños, curacas,
artistas y cargadores y hacerse de un primer botín de oro, salieron a la
campiña donde permanecía el ejército. Nos persiguieron con sus caballos y
atravesaron a muchos con sus lanzas, tomaron a algunos de nosotros como
esclavos y siguió la pillería hasta que cayó la noche. Al amanecer nos marcaron
pretendiéndose nuestros dueños.
Sentimientos encontrados invadieron a Pumaqhawa. Qhispi era de los
suyos, había servido a su señor Ataw Wallpa. Volvió, como muchas veces, a
pensar que su padre pudo haber muerto durante la captura real. Sin embargo,
cabía la posibilidad de que hubiera huido.
Mientras comían los alimentos que Llaksa
había preparado Qhispi siguió narrando:
—Pasaron más de ocho lunas en las que estuvimos
prisioneros, haciendo trabajos de construcción y aprovisionando de alimentos a
los invasores y sus caballos. Habiéndose
puesto el sol una tarde que ellos llaman veintiséis de julio, a todos los
capturados nos pasaron a una cuadra más grande e inexpugnable pues temían una
rebelión. Pudimos ver en la plaza el cuerpo inerte de nuestro amado señor Ataw
Wallpa. Las mujeres que nos llevaban alimentos nos contaron que antes de ser
ahorcado, nuestro señor clamó a Francisco Pizarro velara por sus hijos y que
sus restos se llevasen a Quito. Quería ser enterrado junto a los restos de su
padre Huayna Cápac. ¿Quién es tu padre? —preguntó de improviso Qhispi.
Desconcertado Pumaqhawa tuvo miedo de estar
ante un opositor de Ataw Wallpa o un aliado de los españoles. Enmudeció. Sin
embargo, recordó la veneración con la que Qhispi se había expresado acerca del
gobernante muerto y confió.
—Mi padre es
el capitán Orqo Wuaranga —respondió emocionado después de que, en muchas
ocasiones, lo imaginara muerto.
—¡Aguerrido entre los aguerridos!
Junto con el general Cusi Yupanqui
desenterraron el cuerpo de nuestro señor y lo llevaron a Quito para
entregárselo a su general Rumiñahui.
A Pumaqhawa se le llenaron los ojos de lágrimas. En
tres años era la primera referencia a su padre vivo.
Se reconocieron unidos por los mismos sentimientos
y deseos: saber cómo ayudar a la resistencia y proteger su vida al desempeñarse
como correos de postas para los españoles. Concluyeron que Pumaqhawa debía
seguir viajando hacia al norte hasta la llacta de Quito, sede de la
confederación de varias etnias leales a Ataw Wallpa. Le instaron a ser muy cauto pues algunos
curacas habían entrado en alianza con los conquistadores y combatían cualquier
resistencia. Sin embargo, en el camino encontraría asentamientos de mitmas quitos o huamachucos que
le brindarían apoyo en base al principio de la reciprocidad andina y el
sentimiento de hermandad con los miembros de la comunidad de origen.
Debió sobreponerse
al pánico en las ocasiones en las que estuvo cerca de los colonizadores
europeos: altos, de piel blanca, déspotas y crueles con los nativos, y
premunidos de armas poderosas. Decir de manera clara y fuerte: «Soy un chasqui» fue la clave para no ser una víctima. Luego de
pasar Cajamarca no había presencia española. Atravesando
aproximadamente mil doscientos kilómetros en cuatro lunas Pumaqhawa pudo llegar
a Quito. El general Rumiñahui organizaba la resistencia
contra los hispanos.
Pumaqhawa conocería en su caminar a muchachos
esperanzados como él en expulsar a los foráneos. En medio del caos, la ambigüedad,
la desesperación, la acefalía y el oportunismo Rumiñahui había reorganizado un
ejército de alrededor de doce mil hombres para enfrentar a las huestes españolas
y sus aliados indios. El general rebelde había sido reconocido por los
parientes más cercanos de Ataw Wallpa, por los altos jefes del ejército
quiteño, muchos curacas, los líderes de las naciones locales y por los mitimaes.
Sin embargo, Pumaqhawa volvió a sentir que
se le cerraban los caminos sin saber por dónde continuar: tras recibir del
general Cusi Yupanqui el cuerpo momificado de Ataw Wallpa, Rumiñahui había
hecho matar a dicho pariente y a toda la familia real, sustrajo y escondió los
tesoros reales e incendió la ciudad de Quito antes de que fuera tomada por los conquistadores
que se aproximaban a esta región del imperio. No se sabía si Rumiñahui
representaba la resistencia o quería tomar para sí el poder en esta parte del
imperio. Además de recabar y trasmitir información el adolescente no cesaba de
indagar por su padre. Le llamaba la atención que entre los soldados que habían
terminado su servicio militar no hubiera quien lo mencionara. En una
oportunidad un militar le dijo que había visto a Orqo
Wuaranga hacia cerca
de un año.
Acopió fuerzas en sus recuerdos
familiares y en el significado de su nombre, con el sigilo del puma debía hallar
los rastros de los hechos o de las grandes verdades. Decidido avanzó
hasta Tiocajas en donde el ejército de Rumiñahui se aprestaba a enfrentarse a las
huestes del español Sebastián de Benalcázar. Once mil indios cañaris que nunca
aceptaron el dominio inca apoyaban al conquistador. Venciendo todos sus temores
participó como asistente civil en la batalla que resultó un desastre para la
resistencia nativa porque Tucomango, curaca de la etnia Latacunga delataría los movimientos militares de los
rebeldes y, además, por la erupción del volcán Quilotoa. No vio o supo de su
padre, pero Pumaqhawa se enteró de que los rebeldes se replegarían hacia la
región de los Sigchos. Ayudando a transportar heridos,
pasando hambre y frío, sin el tradicional apoyo a su ejército porque la
población había sido diezmada y con la amenaza latente de un ataque de los
cañaris por distintas rutas, los prófugos fueron llegando a la accidentada
región del Pujilí. A ella también habían escapado algunos sobrevivientes del
ejército de Ataw Wallpa y los heridos de algunas escaramuzas previas entre los hispanos
y las huestes de Rumiñahi.
Pumaqhawa indagó sin éxito varias semanas en esas
alejadas y accidentadas tierras agrícolas. Una mañana al bajar de un cerro tras
extraer chaco le ofreció un poco de la arcilla medicinal a una anciana. Esta
le contó que hacía un año, desde una loma en la que recogía leña, vio pasar un
séquito inusual en tan apartado y accidentado lugar: cargadores de un anda de un
gran señor, mujeres jóvenes y ancianas dedicadas al servicio de los templos, princesas,
servidores y militares protegiéndolos. «¿Un gran señor? ¿Quién podía ser? ¿Habrían proclamado aquí un nuevo
gobernante? Manco Inca gobernaba desde el Cusco en el sur del imperio. Quizás
se tratase de la efigie de un mandatario o de su momia sagrada» pensó el muchacho. La anciana le mostró
también, un poco más adelante al borde del camino un diagrama realizado con
algo filoso en una roca. Era una línea diagonal que atravesaba un pequeño
volcán en inmediaciones de un lago.
Pumaqhawa reconoció un mapa en la roca. Él se
hallaba en el extremo este del gráfico. Avanzando por la línea hacia el
poniente estaba el volcán Quilotoa y tras atravesarlo la línea continuaba en la
misma dirección. Recordó las líneas imaginarias llamadas ceque que unían
lugares sagrados en la religión autóctona. El volcán Quilotoa era una
divinidad, él había visto que se le hicieron ofrendas antes de la batalla de
Tiocajas. Este gráfico representaba un ceque. ¿Qué otros lugares sagrados
unía? Decidió ir hacia el poniente pues era la dirección que tomara la comitiva
que vio la anciana, y aquí, en la región Pujilí no había hallado nada
relacionado a su padre.
Después de casi tres años de sobrevivir
aplastado por la angustia y el desarraigo, atravesó una pequeña región agrícola
llamada Machay. Fue en ella donde volvió a experimentar el antiguo sentimiento
de comunidad. Silenciosos y tristes, hombres y mujeres de distintas edades y
castas le dieron cobijo y alimento con sus precarios recursos. Poblaban Machay soldados
que habían huido, mitmas afines a Ataw Wallpa, parientes y miembros de
la nobleza refugiada en esta zona montañosa, servidores, etnias de antigua
presencia Pumaqhawa recordó lo que alguna vez le dijera el viejo Pushaq. Machay significaba el lugar de origen
simbólico de una nueva dinastía, de una nueva familia a la que un gobernante
muerto daba origen. Gracias a su anciano amigo también sabía que, en un machay
no descansaban los restos del mandatario fallecido. Debía seguir
buscándolos. Quizás su padre era parte del resguardo militar de la momia real. Nadie
parecía saber dónde buscar.
Una noche de insomnio el muchacho volvió a sentir
que le inundaban la rabia y la tristeza. Recordó que Pushaq le había mostrado un puente
sobre el Hatun Mayo. En él no había podido retener a Illateqsi, una bella
adolescente traída desde Leymebamba, quien se lanzó al caudaloso río al no
aceptar ser por lo que le quedara de vida una de las esposas de la momia de un
gobernante que residía en el Cusco. Como todo ancestro progenitor tenía bienes,
esposas, servidores y participación en las festividades y consultas políticas.
Los restos momificados y su lugar sagrado de “residencia” se denominaban mallqui.
Con
lágrimas en los ojos Pumaqhawa agradeció a la
joven cuyo nombre cobraba significado más allá de su muerte. Origen de la luz
se llamaba y le había iluminado al orientar su búsqueda hacia un mallqui donde
estuviera la momia de Ataw Wallpa… y quizás su padre.
Unos niños pastores le dieron referencias precisas dónde
hallar un mallqui. Una madrugada al despuntar el sol el adolescente se
levantó del improvisado lecho de ramas en una cueva en la que había pernoctado.
Con el corazón latiéndole aceleradamente vio en la hondonada próxima sembríos de
tierra cálida y un asentamiento humano. Era el lugar sagrado que buscaba: el mallqui
de Ataw Wallpa.
—La muerte no es el final, es
continuidad dentro de la totalidad de espacio y tiempo. Nuestros ancestros nos
enseñaron que hay
que morir bien: ser bien atendidos en la muerte y después de ella. A pesar de
los tiempos convulsos atendimos, celebramos y despedimos a nuestro señor con
todo lo que necesitará. A pesar de la violencia e insania me siento atendido,
celebrado y despedido con todo lo que necesitaré: has llegado hasta mí, hijo
mío, lograste ser la persona que tu familia y la comunidad esperaría que seas. Con su
muerte nuestro señor Ataw Wallpa ha dado origen a una familia noble. Mi muerte,
gracias a ti, es el origen de una noble familia, de un hombre nuevo, de un
tiempo nuevo —dijo Orqo Huaranga,
ciego y enfermo. Unos minutos después expiró en brazos de su hijo mayor.