lunes, 25 de julio de 2022

Origen

Rosario Sánchez Infantas


Silenciosos avanzaban por el camino serpenteante, uno buscando morir en paz, y el otro no perecer. Aquel siete de junio de 1534 el rumbo del anciano Pushaq era Sunchubamba, el caserío donde naciera y que, por estar lejos del camino principal del imperio incaico, pudiera darle algo de tranquilidad a sus últimos días. Pumaqhawa, el adolescente inca, buscaba a su padre y contactar a la resistencia frente a la invasión española. «Vigilarás sereno y objetivo; con el sigilo del puma subirás a las montañas para hallar los rastros de los hechos o de las grandes verdades». El muchacho, recordaba lo que le dijera Pushaq el día anterior.

En 1527 Huayna Cápac, el emperador, había muerto víctima de una epidemia iniciada en las primeras aproximaciones del conquistador Francisco Pizarro al continente sudamericano. Asumió el gobierno Wascar, hijo del difunto gobernante. Desde el inicio realizó actos contrarios a las tradiciones del imperio y conllevó a una confrontación creciente con las familias nobles. Por otro lado, la popularidad de Ataw Wallpa, príncipe guerrero hermano suyo afincado en el norte del imperio incrementó la suspicacia del nuevo gobernante. Dos años después iniciaría una guerra civil entre los hermanos por el control del imperio, la cual es ganada en 1532 por Ataw Wallpa, momento en el que Pizarro ingresa al territorio imperial y lo toma prisionero.

La confrontación de los hermanos generó el desconcierto entre los curacas de las diferentes etnias del imperio respecto a los extranjeros; algunos ofrecieron apoyo y obediencia a Francisco Pizarro. Tras ocho meses de cautiverio y el pago de un fabuloso rescate en oro los conquistadores matan a Ataw Wallpa. Para facilitar la conquista del Cusco, la capital del imperio, nombran a Tupac Inca Huallpa un gobernante títere y entonces circulaban por los caminos principales recibiendo apoyo en alimentos, asistentes, leña, mujeres, a pesar de lo cual continuaban los saqueos, violaciones, el desprecio por lo nativo y la sed criminal de los europeos por el oro. Las enfermedades desconocidas llegadas con los conquistadores habían diezmado la población y los sobrevivientes subsistían en la desorganización. El flamante gobernante también perdió la vida por causas desconocidas mientras facilitaba el avance a los conquistadores hacia el Cusco.

Pushaq y Pumaqhawa, habían partido de madrugada, por un camino secundario, rumbo al norte tras pernoctar dos noches en la ciudadela de Marcahuamachuco. La escarcha cubría los pastizales y una fina capa de hielo revestía la superficie de los manantiales y acequias; sin embargo, el cielo límpido anunciaba un día con sol esplendoroso. Estaban en la serranía esteparia, en una zona de relieve escarpado, con valles estrechos y laderas muy empinadas, cubiertos de cactus y pastizales silvestres, con escasos árboles y arbustos. En algunas pequeñas mesetas había casas y campos de cultivo. La mayoría estaba abandonada; en muy pocos de ellos había cultivos de panllevar. Los caminos, puentes y acequias lucían descuidados y llenos de maleza. Los caminantes a su paso recogían plantas o minerales con propiedades curativas, frutos silvestres o leña para intercambiarlos por albergue.  

En un descanso Pushaq reinició el relato de episodios de su vida. Tras su reclutamiento había marchado con adultos jóvenes de su unidad territorial a integrarse al ejército y sofocar la rebeldía del cacique Tumbala de la isla Puná. El joven soldado había disfrutado esta experiencia. Todos los miembros de un escuadrón pertenecían a una sola etnia y eran conducidos por su propio curaca. Marchaban con el ejército muchas mujeres, a veces familiares de los soldados, para cocinar, vestir, cuidar de los heridos y enterrar a los muertos. A lo largo de los caminos principales había albergues estatales e incluso viajaban con ellos algunos sacerdotes. Teniendo prohibido los hombres del pueblo salir de los terrenos comunales Pushaq recién a sus veinticinco años conoció la diversidad de paisajes, culturas, flora y fauna de la costa marina y el trópico.

En un cruce de caminos una familia les ofreció alimentos y se enteraron del restablecimiento del servicio de chasquis o correo por postas en los caminos principales. Esto debido a las necesidades de los conquistadores que seguían llegando y fundando algunas ciudades. Por la tarde unos pastores les informaron de la asunción del mando de un nuevo gobernante nativo Manco Inca, en alianza con los europeos. Bullían las preguntas en todos ellos: ¿acabarían las vejaciones, el oprobio, los trabajos forzados? El padre de Pumaqhawa había luchado contra la facción que representaba el nuevo gobernante; ¿Iniciaría la persecución contra los opositores? Los presentes tenían referencias, directas o no, de la voracidad criminal de los extranjeros por el oro. Su única certeza era que esta no iba a saciarse, aunque hubiera un nuevo mandatario. Al muchacho le alentó la posibilidad de movilizarse de manera segura si se incorporaba al sistema de chasquis. Además, podría conocer lo que ocurría en el imperio y ayudar a la resistencia, si la había.

En la guerra civil por lo general las etnias del sur habían optado por Wascar y las norteñas lo habían hecho por Ataw Wallpa. Muertos ambos contrincantes, al no haberse consolidado el sentido de nación incaica algunos curacas ofrecieron apoyo a los españoles en su propósito de conquista. Algunas etnias aún resentían haber perdido autonomía y veían en los españoles, aliados para recuperarla. En el comienzo de la expansión imperial se había empleado la negociación y solo si esta fallaba se llegaba a la confrontación bélica, pero en los últimos años hubo mucha violencia, además de que algunos pueblos norteños eran muy beligerantes. A ello se sumaba la composición heterogénea de los diversos asentamientos, pues al conquistar una etnia, se desplazaban familias enteras denominadas mitmas a fin de evitar las sublevaciones y traían otras poblaciones adictas a ellos para difundir sus prácticas culturales. Los pastores con los que había conversado eran mitmas de Condesuyos, etnia cercana al Cusco, partidaria de Wascar, pero vivían hacia tres generaciones en Huamachuco, región que apoyaba a Ataw Wallpa. Se sentían el miedo, el desconcierto y el desgobierno por donde pasaban.  

Ya anochecía cuando los dos caminantes llegaron al caserío de Sunchubamba y se reunieron con dos amigos y un familiar lejano de Pushaq. Esa noche a la luz de algunos candiles intercambiaron información tratando de entender lo que pasaba tras la quiebra del sistema organizativo que ofrecía bienestar y exigía contribución en las actividades militares, agrícolas y de desarrollo en general. Ahora ya no se realizaba el trabajo comunitario ni la redistribución de bienes y servicios. Los invasores habían comenzado con sus rancheos en los poblados mayores a la vera de los caminos principales, pero cada vez se internaban hacia parajes más alejados: robaban oro, plata, piedras preciosas, y ganado. Violaban, denigraban, esclavizaban y mataban. Era cuestión de tiempo que llegaran a este y otros pequeños poblados enclavados en breves salientes de una sucesión de montañas de difícil acceso, destinadas al pastoreo.     

Pumaqhawa permanece dos semanas ayudando en las labores agrícolas y recolectando bienes para el trueque en su caminar.

La madrugada del inicio del solsticio de invierno Pushaq dirige la ceremonia del Wawa Inti Raymi, fecha en que el dios sol renace e inicia un nuevo ciclo; le pide regrese y continúe dándoles vida. Luego se dirige a Pumaqhawa y colocando sus manos en la cabeza del muchacho le dice:

La vida te ha puesto y te pondrá crueles pruebas. Nunca dejes de ser espíritu libre, digno y amado. Honra tu nombre y la vida. Mi voz irá contigo.

Pumaqhawa partió fortalecido y cuando el camino iniciaba a rodear el cerro perdiendo de vista Sunchubamba escuchó el sonido de los halcones al comunicar peligro: cinco sonidos prolongados y cinco breves. Recordó la imitación que hizo el anciano cuando se conocieron y que le comunicara: «soy amigo, no temas». Ya estaba en sus más entrañables recuerdos y afectos; supo que Pushaq iría con él.

Tiene mucho miedo. A sus quince años ha perdido a su madre, hermanitas y su comunidad. Vivió huyendo de la realidad insana. Ha aceptado que esta situación solo va a empeorar. Continúa apareciendo de manera automática una imagen: la barba rubia del corpulento europeo se mueve mientras maldice; de un machetazo cercena las dos manitos del niño de cuatro años. Se desperdigan los granos de maíz tostado que había tomado. Aprieta hasta el dolor sus mandíbulas. En la rabia encuentra fuerzas y venciendo el temor se dirige al camino real rumbo al norte. Desea llegar a la región de los quitos, a la que aún no han llegado los conquistadores. Una hora después pasa delante de un albergue, ahora desprovisto de alimentos, ropa y vituallas. Ve dentro a tres chasquis, pero no se detiene por temor. Atardecía cuando llega al siguiente alberge del correo, ve preparar sus alimentos a dos jóvenes de la etnia huamachuco como él, más la desconfianza es mutua. Los saluda en la antigua lengua culle propia de esta región y se genera un acercamiento entre el recién llegado, Qhispi y Llaksa, los fornidos muchachos. Les informa la búsqueda infructuosa de su madre y hermanitas, su viaje hacia el norte para buscar a su padre, ocultándoles que este era un capitán de Ataw Wallpa. En determinado momento queda al descubierto la marca a hierro candente que le hiciera en el brazo un español en Jauja. Qhispi, ante el oprobio común que los hermana, se descubre el brazo, le muestra una marca semejante y exclama:

—A mí me la hicieron en Cajamarca. Tras haber sido capturado nuestro señor debimos inhibirnos de atacar como es norma entre nosotros. Tras propiciar la muerte de diez mil nobles cusqueños, curacas, artistas y cargadores y hacerse de un primer botín de oro, salieron a la campiña donde permanecía el ejército. Nos persiguieron con sus caballos y atravesaron a muchos con sus lanzas, tomaron a algunos de nosotros como esclavos y siguió la pillería hasta que cayó la noche. Al amanecer nos marcaron pretendiéndose nuestros dueños.

Sentimientos encontrados invadieron a Pumaqhawa. Qhispi era de los suyos, había servido a su señor Ataw Wallpa. Volvió, como muchas veces, a pensar que su padre pudo haber muerto durante la captura real. Sin embargo, cabía la posibilidad de que hubiera huido.

Mientras comían los alimentos que Llaksa había preparado Qhispi siguió narrando: 

—Pasaron más de ocho lunas en las que estuvimos prisioneros, haciendo trabajos de construcción y aprovisionando de alimentos a los invasores y sus caballos.  Habiéndose puesto el sol una tarde que ellos llaman veintiséis de julio, a todos los capturados nos pasaron a una cuadra más grande e inexpugnable pues temían una rebelión. Pudimos ver en la plaza el cuerpo inerte de nuestro amado señor Ataw Wallpa. Las mujeres que nos llevaban alimentos nos contaron que antes de ser ahorcado, nuestro señor clamó a Francisco Pizarro velara por sus hijos y que sus restos se llevasen a Quito. Quería ser enterrado junto a los restos de su padre Huayna Cápac. ¿Quién es tu padre? —preguntó de improviso Qhispi.

Desconcertado Pumaqhawa tuvo miedo de estar ante un opositor de Ataw Wallpa o un aliado de los españoles. Enmudeció. Sin embargo, recordó la veneración con la que Qhispi se había expresado acerca del gobernante muerto y confió.

 —Mi padre es el capitán Orqo Wuaranga  —respondió emocionado después de que, en muchas ocasiones, lo imaginara muerto.

—¡Aguerrido entre los aguerridos! Junto con el general Cusi Yupanqui desenterraron el cuerpo de nuestro señor y lo llevaron a Quito para entregárselo a su general Rumiñahui.

A Pumaqhawa se le llenaron los ojos de lágrimas. En tres años era la primera referencia a su padre vivo.

Se reconocieron unidos por los mismos sentimientos y deseos: saber cómo ayudar a la resistencia y proteger su vida al desempeñarse como correos de postas para los españoles. Concluyeron que Pumaqhawa debía seguir viajando hacia al norte hasta la llacta de Quito, sede de la confederación de varias etnias leales a Ataw Wallpa. Le instaron a ser muy cauto pues algunos curacas habían entrado en alianza con los conquistadores y combatían cualquier resistencia. Sin embargo, en el camino encontraría asentamientos de mitmas quitos o huamachucos que le brindarían apoyo en base al principio de la reciprocidad andina y el sentimiento de hermandad con los miembros de la comunidad de origen.

Debió sobreponerse al pánico en las ocasiones en las que estuvo cerca de los colonizadores europeos: altos, de piel blanca, déspotas y crueles con los nativos, y premunidos de armas poderosas. Decir de manera clara y fuerte: «Soy un chasqui» fue la clave para no ser una víctima. Luego de pasar Cajamarca no había presencia española.  Atravesando aproximadamente mil doscientos kilómetros en cuatro lunas Pumaqhawa pudo llegar a Quito. El general Rumiñahui organizaba la resistencia contra los hispanos. 

Pumaqhawa conocería en su caminar a muchachos esperanzados como él en expulsar a los foráneos. En medio del caos, la ambigüedad, la desesperación, la acefalía y el oportunismo Rumiñahui había reorganizado un ejército de alrededor de doce mil hombres para enfrentar a las huestes españolas y sus aliados indios. El general rebelde había sido reconocido por los parientes más cercanos de Ataw Wallpa, por los altos jefes del ejército quiteño, muchos curacas, los líderes de las naciones locales y por los mitimaes.

Sin embargo, Pumaqhawa volvió a sentir que se le cerraban los caminos sin saber por dónde continuar: tras recibir del general Cusi Yupanqui el cuerpo momificado de Ataw Wallpa, Rumiñahui había hecho matar a dicho pariente y a toda la familia real, sustrajo y escondió los tesoros reales e incendió la ciudad de Quito antes de que fuera tomada por los conquistadores que se aproximaban a esta región del imperio. No se sabía si Rumiñahui representaba la resistencia o quería tomar para sí el poder en esta parte del imperio. Además de recabar y trasmitir información el adolescente no cesaba de indagar por su padre. Le llamaba la atención que entre los soldados que habían terminado su servicio militar no hubiera quien lo mencionara. En una oportunidad un militar le dijo que había visto a Orqo Wuaranga hacia cerca de un año.

Acopió fuerzas en sus recuerdos familiares y en el significado de su nombre, con el sigilo del puma debía hallar los rastros de los hechos o de las grandes verdades. Decidido avanzó hasta Tiocajas en donde el ejército de Rumiñahui se aprestaba a enfrentarse a las huestes del español Sebastián de Benalcázar. Once mil indios cañaris que nunca aceptaron el dominio inca apoyaban al conquistador. Venciendo todos sus temores participó como asistente civil en la batalla que resultó un desastre para la resistencia nativa porque Tucomango, curaca de la etnia Latacunga delataría los movimientos militares de los rebeldes y, además, por la erupción del volcán Quilotoa. No vio o supo de su padre, pero Pumaqhawa se enteró de que los rebeldes se replegarían hacia la región de los Sigchos. Ayudando a transportar heridos, pasando hambre y frío, sin el tradicional apoyo a su ejército porque la población había sido diezmada y con la amenaza latente de un ataque de los cañaris por distintas rutas, los prófugos fueron llegando a la accidentada región del Pujilí. A ella también habían escapado algunos sobrevivientes del ejército de Ataw Wallpa y los heridos de algunas escaramuzas previas entre los hispanos y las huestes de Rumiñahi.

Pumaqhawa indagó sin éxito varias semanas en esas alejadas y accidentadas tierras agrícolas. Una mañana al bajar de un cerro tras extraer chaco le ofreció un poco de la arcilla medicinal a una anciana. Esta le contó que hacía un año, desde una loma en la que recogía leña, vio pasar un séquito inusual en tan apartado y accidentado lugar: cargadores de un anda de un gran señor, mujeres jóvenes y ancianas dedicadas al servicio de los templos, princesas, servidores y militares protegiéndolos. «¿Un gran señor? ¿Quién podía ser? ¿Habrían proclamado aquí un nuevo gobernante? Manco Inca gobernaba desde el Cusco en el sur del imperio. Quizás se tratase de la efigie de un mandatario o de su momia sagrada» pensó el muchacho. La anciana le mostró también, un poco más adelante al borde del camino un diagrama realizado con algo filoso en una roca. Era una línea diagonal que atravesaba un pequeño volcán en inmediaciones de un lago. 

Pumaqhawa reconoció un mapa en la roca. Él se hallaba en el extremo este del gráfico. Avanzando por la línea hacia el poniente estaba el volcán Quilotoa y tras atravesarlo la línea continuaba en la misma dirección. Recordó las líneas imaginarias llamadas ceque que unían lugares sagrados en la religión autóctona. El volcán Quilotoa era una divinidad, él había visto que se le hicieron ofrendas antes de la batalla de Tiocajas. Este gráfico representaba un ceque. ¿Qué otros lugares sagrados unía? Decidió ir hacia el poniente pues era la dirección que tomara la comitiva que vio la anciana, y aquí, en la región Pujilí no había hallado nada relacionado a su padre.

Después de casi tres años de sobrevivir aplastado por la angustia y el desarraigo, atravesó una pequeña región agrícola llamada Machay. Fue en ella donde volvió a experimentar el antiguo sentimiento de comunidad. Silenciosos y tristes, hombres y mujeres de distintas edades y castas le dieron cobijo y alimento con sus precarios recursos. Poblaban Machay soldados que habían huido, mitmas afines a Ataw Wallpa, parientes y miembros de la nobleza refugiada en esta zona montañosa, servidores, etnias de antigua presencia Pumaqhawa recordó lo que alguna vez le dijera el viejo Pushaq. Machay significaba el lugar de origen simbólico de una nueva dinastía, de una nueva familia a la que un gobernante muerto daba origen. Gracias a su anciano amigo también sabía que, en un machay no descansaban los restos del mandatario fallecido. Debía seguir buscándolos. Quizás su padre era parte del resguardo militar de la momia real. Nadie parecía saber dónde buscar.

Una noche de insomnio el muchacho volvió a sentir que le inundaban la rabia y la tristeza.  Recordó que Pushaq le había mostrado un puente sobre el Hatun Mayo. En él no había podido retener a Illateqsi, una bella adolescente traída desde Leymebamba, quien se lanzó al caudaloso río al no aceptar ser por lo que le quedara de vida una de las esposas de la momia de un gobernante que residía en el Cusco. Como todo ancestro progenitor tenía bienes, esposas, servidores y participación en las festividades y consultas políticas. Los restos momificados y su lugar sagrado de “residencia” se denominaban mallqui. Con lágrimas en los ojos Pumaqhawa agradeció a la joven cuyo nombre cobraba significado más allá de su muerte. Origen de la luz se llamaba y le había iluminado al orientar su búsqueda hacia un mallqui donde estuviera la momia de Ataw Wallpa… y quizás su padre.

Unos niños pastores le dieron referencias precisas dónde hallar un mallqui. Una madrugada al despuntar el sol el adolescente se levantó del improvisado lecho de ramas en una cueva en la que había pernoctado. Con el corazón latiéndole aceleradamente vio en la hondonada próxima sembríos de tierra cálida y un asentamiento humano. Era el lugar sagrado que buscaba: el mallqui de Ataw Wallpa.

 La muerte no es el final, es continuidad dentro de la totalidad de espacio y tiempo. Nuestros ancestros nos enseñaron que hay que morir bien: ser bien atendidos en la muerte y después de ella. A pesar de los tiempos convulsos atendimos, celebramos y despedimos a nuestro señor con todo lo que necesitará. A pesar de la violencia e insania me siento atendido, celebrado y despedido con todo lo que necesitaré: has llegado hasta mí, hijo mío, lograste ser la persona que tu familia y la comunidad esperaría que seas. Con su muerte nuestro señor Ataw Wallpa ha dado origen a una familia noble. Mi muerte, gracias a ti, es el origen de una noble familia, de un hombre nuevo, de un tiempo nuevo —dijo Orqo Huaranga, ciego y enfermo. Unos minutos después expiró en brazos de su hijo mayor.

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