viernes, 7 de octubre de 2022

El chalé

Antonio Sardina Cecine


Llegamos al chalé de la familia en marzo de 2020, después de hacer el camino de Santiago Portugués, el más corto entre las diferentes rutas, ya que el promedio entre las seis estaciones es de veinte kilómetros.

Es importante mencionar que yo fui el primer peregrino en escúter, ya que mi intención al hacer el camino era darle un sentido a los últimos tres años desde que resbalé estúpidamente en una gasolinera y me rompí la tibia y el peroné, ocasionando que me realizaran catorce operaciones sin resultados y al final, amputaran la pierna. 

Así que, partiendo del pueblo de Tui en Galicia, recorrimos, yo en escúter y mi esposa a pie, el camino de Santiago. Desde luego que esa no era la forma tradicional de recorrerlo, pero fue muy terapéutico y divertido, además de cumplir mi objetivo de quitarle el drama a mi vivencia. 

A partir de Santiago de Compostela rentamos un coche y nos dispusimos a viajar al pueblo de mi padre: Panes, en Asturias, donde nos alojaríamos en el chalé de la familia, construido por mi tío Cándido, hermano de mi padre, que como muchos españoles fue a México a hacer la América y de acuerdo con la costumbre de los llamados indianos, construyó una mansión en su pueblo natal, como un tributo a sus raíces, pregonando su trabajo arduo y buena fortuna. 

El plan era instalarnos en el chalé y que funcionara como base para viajar por el norte de España: Santander, Bilbao y San Sebastián, recorriendo también los bellísimos pueblos cercanos a Panes: Llanes, San Vicente la Barquera, Cabrales y varios sitios pintorescos que me recomendaron mis primos Ramón y Gloria, actuales dueños del chalé. 

Aunque en el camino empezaban a tomar fuerza los contagios por COVID19, en realidad viajábamos muy tranquilos sin darle importancia, acostumbrados a las alarmas sanitarias por haber vivido la llegada de la influenza H1N1 en México, pero al arribar a Panes la pandemia ya tenía proporciones gigantescas en España y se prohibió por completo salir a las calles y mucho menos viajar por carretera. 

De repente nos encontramos varados en el chalé, con comodidades y sin problemas de abasto, pero aburridos, por lo que debía de pensar cómo entretenerme, ya que, además, por increíble que parezca, no teníamos internet. 

Así que, ejerciendo mi curiosidad y pasión por el chisme, me dediqué a escudriñar por toda la casa elementos que me permitieran conocer algo más acerca de mi familia paterna. 

En realidad, sabía muy poco sobre la familia del lado paterno: Mi abuelo Isidro nació en un pueblo de Palencia, y se desempeñó como oficial de la guardia civil toda su vida. Conoció a mi abuela Conrada en Colombres, un pueblo típico asturiano y por razones de trabajo, pasaron a vivir a Panes, donde mi abuelo se hizo cargo del cuartel hasta su muerte. 

Sabía que mis abuelos tuvieron seis hijos y tres hijas, de los cuales conocí sólo a los cuatro últimos que vivieron en México, entre ellos mi padre, y a las mujeres, con quienes conviví en 1982, ya que visité el pueblo aprovechando mi viaje al campeonato mundial de futbol en España. 

De mi tío Hilario, quien era el cuarto hijo, sólo sabía que había muerto en la guerra civil, pero no tenía idea de cómo ni cuándo, por eso me llenó de felicidad descubrir un álbum de fotos de la familia donde aparecía el matrimonio con todos los hijos, menos mi padre y mi tío Antonio, el menor, que aún no habían nacido; ahí con un ceño fruncido, los ojos negros desafiantes y una boca que retaba sin hablar, conocí a mi tío Hilario. 

Durante mi búsqueda, escombrando en la buhardilla, que al parecer se usaba como bodega, encontré una vieja máquina de coser y dentro de un cajón, apareció un inesperado tesoro: un atajo de sobres amarillentos con olor a embutidos (el olor de España, pero más intenso) que al desatar, me dio acceso a las cartas que escribió mi abuela a su marido, en el tiempo de la guerra civil, cuando mi abuelo fue destinado a La Figuera, conflictiva región minera de la zona. 

Estas cartas, develaron la terrible historia de la muerte de mi tío, desencadenada por un devastador amor de madre. 

La guerra civil española, como todas las guerras civiles, fue cruenta y fratricida, pero esta en especial, dado el caldero de corrientes que se daba en el mundo en ese tiempo (comunismo, anarquismo, fascismo). 

El fanatismo que provocaron estas ideas consiguió llevar a la locura a los españoles; los habitantes de un mismo lugar, amigos y parientes que habían vivido siempre juntos, de repente eran mortales enemigos. 

En cada pueblo se libraban batallas entre los bandos rojo y blanco, detonando crímenes terribles bajo pretextos de pertenecer a tal o cual facción: se desató sin control la violencia almacenada por viejos rencores, rencillas, traiciones y en muchos casos, sin ninguna razón, surgiendo una crueldad escondida o provocada en los corazones españoles, infectados por ideologías extremas que en realidad no tenían nada que ver con ellos. 

«Hilario se ha vuelto insoportable —decía mi abuela en un párrafo—. Dice ahora que es rojo, comunista para mayor desgracia. Y para colmo lo anda diciendo por aquí y por allá a todo el que se encuentra, no respeta en absoluto tu puesto ni tu rango, inclusive ha dicho el muy cabrón: «¡A tomar por el culo la guardia civil!» A dónde hemos llegado, a casa viene poco y siempre de malas. El corazón me da un vuelco cada vez que lo escucho. La verdad no puedo más. Estoy segura de que esto acaba mal». 

Así que el hermano de mi padre se había unido al bando rojo. Seguramente era el único de la familia. Mi padre en México era un español raro, ya que era franquista recalcitrante, y en nuestro país, abundaban españoles refugiados de la guerra civil, contrarios a Franco. Esto provocó que conviviera poco con españoles, por lo que prefería amigos mexicanos, lo que provocó que amara y respetara este país, donde vivió hasta el fin de sus días. 

En otra carta mi abuela le pedía a su esposo que por favor hiciera algo para proteger a Hilario, y su propuesta me pareció exagerada: «Mételo a la cárcel, Isidro, por favor, necesitamos que esté seguro y la única manera es encerrándolo, quiere ir al frente madrileño, aunque eso implique morir por su causa». 

No encontré las cartas de respuesta de mi abuelo, por lo que ya intrigado me apersoné en la biblioteca del pueblo, solicitando los registros de esa época. Por suerte la biblioteca estaba abierta y se había modernizado, por lo que pude consultar todo tipo de documentos de forma electrónica, lo que me ayudó a develar los hechos consecuentes. 

En los registros del cuartel se asienta la entrada a la cárcel de Hilario, por los cargos de desórdenes en la vía pública y faltas a la decencia. Revisando a fondo los registros de esa época queda claro que, en el caso de los demás presos, el único delito era pertenecer a alguna de las facciones del bando rojo, ya sea comunistas o anarquistas y en su mayoría eran mineros, gremio que era el más conflictivo y violento. 

Otra fuente de información a la que acudí fue al pequeño periódico del pueblo, más bien un panfleto, que por esas fechas anunciaba la acostumbrada visita en el fin de semana del caudillo Francisco Franco, que era muy afecto a pescar salmones en el río Cares, y cuando lo hacía, se hospedaba en un gran caserón que pertenecía a otro indiano del pueblo. 

Cuando el caudillo viajaba, siempre lo acompañaba su guardia personal, comandada por un teniente Juan Carrancedo, famoso por su crueldad y efectividad en la protección de Franco. 

Ahondando en la búsqueda de noticias, de repente leí en ese diario algo que me conmocionó e hizo que me invadiera un escalofrío terrible: «Hemos tenido noticia de que el teniente Carrancedo, el día de ayer, antes de la llegada del caudillo, ha ordenado fusilar a todos los rojos que estaban en la cárcel del cuartel de la guardia civil, con el fin de no correr el riesgo de que algunas bandas afines que operan por la zona, quisieran rescatarlos y poner en peligro al generalísimo». 

La sangre escapó de mi cabeza e invadió mi cuerpo un silencio interno al cesar toda actividad mental. Dejé de sentir, oler, ver y durante un largo segundo, de respirar.  

Al volver a la vida la encargada de la biblioteca y algunos más estaban junto a mí sosteniéndome para no caer de la silla. 

Me dieron un trago de brandy que poco a poco me ayudó a tomar conciencia de dónde estaba. 

De vuelta en el chalé no pude contarle mi descubrimiento a Nadine, mi cerebro se negaba a digerir esa noticia. Mi prima Isabel, hija de Serafina, la hermana mayor de mi padre vivía en Madrid y dada la imposibilidad de viajar a verla o de que ella viniera por la maldita pandemia, la llamé por teléfono y acordamos tener una llamada en FaceTime al día siguiente. 

Tuve que ir a la biblioteca nuevamente pues en la casa no había internet y solicité me permitieran hacer la llamada en un pequeño despacho aislado de la sala principal. 

Después de saludarnos con gran cariño, le conté mi descubrimiento, haciéndola partícipe de mi sorpresa y enojo por no haber nunca conocido esa historia. 

«Ay Julio Antonio —me dijo Isabel— en toda familia hay secretos que se guardan por años y a veces para toda la vida, lo cierto es que en la nuestra, de ese tema nunca se habló y lo único que yo sé, ha sido porque lo he ido sacando con trabajos a mi madre, muy poco a poco y de forma inconexa y no como una historia». 

Y lo que sabía Isabel todavía me hiere: Que mi abuela se enteró del fusilamiento hasta el otro día y sólo le dijeron que Hilario, en todo momento, mencionó que él era rojo y no le importaba dar la vida por su causa. Que a mi abuelo no lo pudieron localizar, pues estaba en la Sierra y al enterarse al otro día, regreso inmediatamente al pueblo, donde fue recibido por el mismo generalísimo que acababa de llegar, y al enterarse de la tragedia, había mandado volver a Madrid de inmediato al general Carrancedo. Se comenta que le dijo cuánto lo sentía, pero que eso estaba sucediendo en muchas familias por toda España, envenenando al país. Le afirmó que, aunque no podría restaurarle el daño, lo ascendería como agradecimiento por su sacrificio a la causa. Que mi abuelo no le volvió a dirigir la palabra a mi abuela durante los meses que todavía vivió y se dice que en su sepelio no derramó ni una lágrima. Que recuerda al abuelo como un viejo alto y encorvado, triste, con los ojos azules… muertos. Que ella nunca ha hablado con nadie de esto además de su madre, ni ha escuchado a otros tocar el tema. 

Tendría yo seis años cuando le avisaron a mi padre que el abuelo había muerto.  Recuerdo a mi padre, en su cuarto, mirando por la ventana. En silencio… mucho tiempo. 

Secretos, dolor escondido, tragedias calladas, legados de familia por generaciones. 

Regresé al chalé, ahora habitado por muchos, muchos fantasmas.