lunes, 31 de agosto de 2015

Triángulos naranjas

Camilo Gil Ostria


Luz, eso era lo único que faltaba en el cuarto.

Uriel estaba agarrándose las piernas contra su pecho en una cama. Deseando un poco de claridad, una pizca de aire: sentía que se asfixiaba, pensaba que iba a morir, y bueno, ¿en su situación quién no lo haría?

Miedo, Uriel temía la muerte, ¿quién sabe qué hay al otro lado?

Nadie, y eso lo atemorizaba. Él era un joven filósofo, deseaba saber y saberlo todo, no dejar que nada se le escape, ver con sus grandes ojos y sus gafas –que ahora quién sabe dónde están– la inmensidad del mundo, sin perderse detalle alguno. También, le gustaba leer, incluso tocaba el piano, todo antes de que esto pasara.

Sus secuestradores se lo llevaron el veinticinco de marzo, saliendo del colegio. Le pusieron, de una forma cruel, una tela negra que cubría hasta más de la mitad de los brazos, evitando que pueda mover casi toda la parte superior, y así, defenderse.

Aunque eso les salió por suerte, en realidad, solo querían evitar que pueda ver algo, y aquello también fue bien, pues de mucho gritar y del poco aire que tenía, Uriel se desmayó y no pudo ver nada. Apareció en ese cuarto oscuro, con todas las ventanas clausuradas.

En el suelo había criaturillas moviéndose, él imaginaba que podían ser ratas, o –Dios no lo quiera– arañas de gran tamaño. Para colmo era aracnofóbico, por eso es que estaba en su cama, sin atreverse a mirar el piso.

Escuchó una voz, era la de una mujer. La puerta se abrió y ella le gritó que salga del cuarto. Él respondió que tenía miedo a las ratas, irritada preguntó “¿¡Cuáles ratas!?” –confirmando así la sospecha de Uriel– luego, éste gruñó que temía lo que fuera que caminase por el suelo.

La mujer se rió, luego le dijo a alguien –no a Uriel, por lo que estaba con alguien más–: “¡Que maricón!, son simples tarántulas, ni siquiera pican.”

Uriel escuchó y explicó que no tenía recelo a todo, sino que solo temía a los arácnidos, también dijo que ya no era un niño, que tenía quince años, pero ella no prestó atención a esto último. La secuestradora entró al cuarto dando un portazo y sacó al secuestrado jalándolo por su polera, todas las ventanas se encontraban selladas, por lo que no podía hacerse una idea del lugar en el que estaba.

El clima era cálido y un leve olor dulzón –como a café, muy diferente al de una ciudad– se esparcía en el aire, no estaban en La Paz y eso era seguro. Se escuchaba el constante sonido de los grillos; estaban en el campo. La casa, con su interior hecho completamente de madera y con decoración rústica solo confirmaba lo mismo. Uriel moría acalorado, su ropa paceña no estaba preparada para tales condiciones.

La mujer era joven, tenía unos veinticinco años, quizá veintiséis pero no más. Tenía el pelo negro ondulado y, éste, le caía hasta la media espalda. Su piel morena era intensa, al igual que su mirada, que parecía golpear a Uriel cada vez que la posaba en él. Se notaba que ella era fuerte, incluso su forma de andar lo demostraba.

La secuestradora estaba con otro chico, él tendría sus dieciocho años, más o menos. Ella andaba con unos pantalones cortos, hechos de jean y una polera de un tono rosa desteñido. Sus piernas eran largas, sus pies pequeños y calzaban unas sandalias del mismo tono de la polera. El joven en cambio no era tan complicado, vestía zapatos deportivos y pantalones cortos. No tenía ninguna clase de polera y exhibía unos músculos que Uriel jamás había visto en sus compañeros de curso.

La  bolsa de tela negra volvió; pero esta vez él no se desmayó.  No salieron de la casa, pero él sintió que caminaban por un pasillo, iban a la derecha, luego pasaban por alguna clase de sala donde había más gente y finalmente por una cocina, cuyo piso de cerámica era delatador:

Triángulos naranjas, así estaba principalmente compuesta la cerámica, eran como naves espaciales, que luchaban por el bien o por el mal interminablemente, como en una película de George Lucas. Él miró eso apenas, separando un poco la bolsa del cuerpo con sus brazos. Dejando así un mínimo espacio para poder ver –y respirar–. La mujer indicó que se sentará, él lo hizo y cayó al piso, ella gritó que todavía no debía hacerlo, sino cuando sintiera la silla detrás suyo. Pero de hecho ese incidente fue afortunado, pues indicó a los secuestradores que Uriel estaba desatento y no podía ver nada.

Éste anotaba cada detalle en su cabeza –aunque en verdad no eran muchos–. El chico lo ayudó a pararse, la mujer puso la silla y él se sentó. Lo único que sabía del cuarto donde estaba actualmente es que su piso era de madera, al igual que la mayoría de los cuartos, excepto la cocina.

Alguien ató sus brazos, la bolsa fue retirada.

Él sabía que había alguien a sus espaldas, quizá dos personas, al frente suyo estaba ella. Separada por una mesa de típico cuarto de interrogatorio, con un cuchillo entre manos. Sus ojos estaban posados en los del chico. Las chicas solían decir que los ojos verde-azulados de Uriel eran verdaderamente hermosos, talvez por eso su mirada se suavizó un poco. Un fuerte olor a mandarina fue lo que más llamó la atención de Uriel.

Ella jugaba con el cuchillo mientras lo miraba y eso lo ponía nervioso.

Hizo eso por alrededor de un minuto, luego de pronto se detuvo y por encima de la mesa se abalanzó para agarrar a Uriel por el cuello de su polera en “V”. Él no se asustó, solo la siguió mirando a los ojos. Ella sonrió; miró hasta los pies de éste, luego volvió a los ojos y le dijo:

–Eres lindo… pero eso no te salvará.

Él siguió mirándola, como extrañado, con una fría calma que incluso la incomodó. Le pareció que la lámpara, sobre sus cabezas, se mecía lentamente.

–Tu valentía te hará esto un poco más soportable –lo soltó y se sentó al otro lado de la mesa–. Dime, y no me mientas, ¿cuánto pagarán tus padres por rescatarte?

–Como me secuestran cada semana y siempre se pide lo mismo –empezó con sarcasmo, luego hizo una pausa y con tono frío añadió–: yo diría que nada…

La secuestradora hizo una seña hacia alguien detrás de Uriel, un golpe le llegó directamente en la cabeza. Un dolor atronador hizo que todo le diera vueltas por algunos segundos, luego volvió a recomponerse, miró a la mujer, ahora su mirada era más dura.

–El niño había sido más resistente de lo qué pensé… –los guardias a su espalda rieron, él reprimió las muchas ganas que tenía de gritarle que no era un niño, cuando terminaron las risas, siguió hablando–. Ahora no me vengas con estupideces, sé que sabes cuánto ganan mensualmente tus padres, yo también lo sé. Pero para evitar traumas, quiero que tú me digas cuánto pagarían por ti. Sino entraremos al mundo de las ofertas y contraofertas y posiblemente no salgas de aquí por un buen tiempo…

–Medio millón de dólares… –dijo él en tono seco, pero mentía.

Otra seña, otro golpe. Y con éste él empezó a ver triángulos anaranjados como los de la cocina, cuando se recompuso ella habló:

–Tus padres acaban de vender una empresa (de las muchas que tienen) por trescientos millones de dólares, ¡no me jodas conque te quieren tan poco como para solo dar menos de un pinche millón! –hizo una pausa, se calmó un poco y continúo–: Dame una cifra mayor a quinientos millones de dólares y obviamente tus padres deberán confirmar una forma segura para salir del país, sino sufrirás otro golpe que no estoy segura si podrás soportar.

Él sabía lo de la empresa, sabía más de las finanzas de sus padres que ellos mismos, pues quien en verdad hacía que todo siga adelante era su hermano mayor, y él le enseñaba lo que necesitaba saber, con la esperanza de poder manejar el imperio, algún día, juntos.

–Golpéame, solo tú saldrás perdiendo si me matas.

El golpe llegó, él cayó desmayado nuevamente, amaneció en el mismo cuarto oscuro de antes, en esta ocasión no tenía la polera puesta, eso lo perturbaba un poco, pero también lo agradecía, el calor era insoportable.

Las arañas seguían corriendo por el piso, entonces recordó a su secuestradora, hermosa, pero de mente un tanto extraña, le había parecido bastante insensible, ambiciosa y, si molestaba un poco, estaba seguro de que conseguiría que lo cambien de cuarto. Ya no soportaba las tarántulas.

–¡Ey! ¡Secuestradores! ¡Sáquenme de aquí! –gritó, y gritó por unas cuantas horas, hasta que la mujer entró al cuarto y preguntó en un rugido:

–¿¡Qué mierda quieres, mocoso!?

–Primero deberás dejar de llamarme niño o mocoso, soy un hombre. –Ella ahogó una risa, luego vio que eran exigencias serias, o lo más serias que podrían haber sido viniendo del joven.

Una pausa.

–Y segundo, quiero que me cambien de cuarto, odio las arañas y esto no es saludable para mí.

–Ok, hombre… –dijo con tono despectivo, enfatizando en la palabra “hombre”–. No te voy a cambiar de cuarto aunque pueda sacar mil millones de dólares, que es la cantidad que pedí a tus padres, pero dejaré de llamarte niño o mocoso.

–¡No! ¡Me sacarás ahora de este cuarto!

–¿Me estás dando una orden? –ella estalló en risas, una vez calmada dijo–: Acabas de perder tu derecho a no ser llamado niño, eres un mocoso con agallas y solo por eso no te mato… Y también porque en este momento vales mil millones de dólares.

Ella cerró la puerta y se marchó. Al parecer Uriel no había pensado bien su estrategia, pero poco podía hacer desde una situación como esa, por ahora su objetivo sería que sus dos peticiones fuesen cumplidas y para lograr eso, era necesario conseguir el agrado de su secuestradora.

Esa mujer no estaba loca –o por lo menos era la más racional ahí– como los otros dos guardias, ellos eran violentos y estúpidos, uno más fuerte que el otro. Sabían que no debían matarlo, costaba tanto dinero como el que nunca verían en toda su vida.

Una vez intentó negociar con uno de esos brutos, no le respondió nada, solo se quedó en la puerta, sin saber que decir, luego la cerró y no volvió a abrirla más que para darle su primera comida del día siguiente.

Sus desayunos consistieron en frutas: naranjas, mandarinas, plátanos… Sus almuerzos eran más fruta, su té era té con fruta y su cena era fruta. Por suerte venían de todas las variedades, para la desgracia de Uriel, a él nunca le habían gustado, sin embargo comió, pues no le quedaba otra opción y el hambre era más fuerte que las papilas gustativas. A veces –para alegría del secuestrado– le daban pollo frito, aunque eran en extremo raras esas ocasiones, seguramente algún cumpleaños, o una fecha festiva, aunque él nunca se enteraba de qué.

Unos días después de hacer su primera petición volvió a intentarlo:

–¡Guardia! ¡Guardia! –gritó y el escolta abrió la puerta, desde ahí, con voz ronca y malhumor, respondió:

–¿Qué?

–Llama a la mujer, quiero hablar con ella.

–No.

–¡Llámala!

–No. –Sus respuestas fueron negativas, pero Uriel insistió e insistió tanto que la trajeron finalmente.

Ella entró al cuarto, pisando una que otra araña, la puerta se cerró tras de ella.
–¿Por qué me mandaste a llamar?

Ella intentaba simular enojo, pero tanto Uriel como ella sabían que en verdad no le molestaba visitar al muchacho.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Uriel de forma directa. Al principio ella se quedó congelada, pero él, como era de esperarse, insistió–. ¡Vamos!, tú sabes todo de mí: nombre, familia, horarios de clases, hobbies… Yo no sé nada de ti, dime algo.

–Mi nombre es Laura. –Su tono fue frío, pero diferente. Tenía un toque tímido, íntimo, dulce y extraño, imposible de describir.

–Mucho gusto Laura –dijo con el tono caballeroso que usaba con las chicas en su escuela– ¿no quieres sentarte? –hizo campo en su cama y ella aceptó–. ¿Cómo van las negociaciones, Laura? –en esta ocasión Uriel le dio un toque de dulzura a sus palabras, especialmente al nombre: Laura.

–Tu padre es tan testarudo como tú… –una pausa, él sabía que eso no era verdad, seguramente era su hermano el que estaba detrás de las negociaciones. Lo miró y con una sonrisa agregó–: eso me gusta.

–Gracias, ¿eso significa que no va a haber una solución rápida? –la tristeza atenazó con salir a flote en Uriel, él la mantuvo al margen.

–No, por lo visto te quedarás aquí mucho más…

–Bueno, hay que verle el lado positivo, pasaré más tiempo contigo.

–Solo si sigues gritando tanto, espero que te canses pronto.

–¿Por qué? ¿Acaso no te gusta visitarme?

Un largo silencio inundó la habitación. El secuestrado pudo sentir como una araña escalaba por la pared de su derecha, se hizo a un lado y terminó acercándose un poco más a la secuestradora, y pudo verla con mayor detalle. Su piel morena era en realidad hermosa.

–Me pone en riesgo. –Fueron sus únicas palabras.

Se marchó, dejando a Uriel con gusto a poco. Mas, pensando que había hecho un gran avance. Al día siguiente continuaría, claro si sobrevivía a ese horrible cuarto una noche más.

Lo hizo, y en la mañana volvió a gritar, el guardia volvió a decir no, luego aceptó y Laura volvió a entrar.

–Me siento solo. –Empezó diciendo– me gustaría que me visites más a menudo…

–Puedes hablar con tus guardias, yo no estoy aquí para eso. –Su tono fue más frío de lo normal, Uriel se preguntó si la estaba perdiendo, pero luego recordó que ella pensaba que hablar con él la ponía en riesgo, debía calmarla un poco.

–¿Y para qué estás aquí?

Un silencio, esta vez fue bastante corto.

–Para negociar con tus padres.

–¿Eso significa que vas a la urbe y hablas con ellos todos los días, o al menos dos veces a la semana?

–No voy a la ciudad, eso lo hacen otros, la mayor parte de la negociación se hace por teléfono, no puedo desperdiciar cuatro horas solo en ir y volver.

–Sí, así hay menos probabilidades de ser atrapados, ¿no? –Uriel anotó que estaba a dos horas de La Paz.

–Exacto… Talvez podrías ser un gran criminal.

–Jamás tan grande como tú, no creo que te atrapen, y si lo hacen ¿qué pruebas tendrían en contra tuya?

–¿Además de ti? Un montón.

Silencio.

–Yo jamás te delataría.

–Eso dices, pero seamos realistas, soy tu secuestradora.

–Me gusta que tú seas mi secuestradora.

Otra vez silencio, éste fue ensordecedor para Uriel, quien se acercó un poco a Laura, ella sintió eso y se marchó.

Al día siguiente no la llamó, mas ella vino.

–Levántate, flojo. –Era temprano en la mañana, él se despertó y echado en su cama se preguntó qué sucedía. Vio la silueta de Laura, con voluminosas y hermosas caderas, resaltada por la luz del pasillo–. Te cambiamos de cuarto ahora mismo.

Entonces él se levantó como un rayo, fue jalado por uno de los guardias y le pusieron la bolsa negra, lo hicieron caminar escasos metros por el pasillo y entró en un nuevo cuarto, quitaron la bolsa negra y pudo ver que la única ventana estaba clausurada –“¡qué sorpresa!”, pensó Uriel– pero había un foco en el techo que colgaba de un largo cable blanco, éste daba luz todo el día, en la noche era apagado.

Lo mejor es que ni en el suelo ni en el techo había arañas.

Entonces la mujer entró tras el chico, los guardias salieron y cerraron la puerta.

–Gracias –dijo él.

–Yo no tuve nada que ver con la decisión, fue algo superior. –Ella mentía y no era buena haciéndolo.

–No mientas, no hay nadie superior a ti en cuestión a mi secuestro. Gracias –volvió a repetir, ella sonrió (aunque sabía que tenía un montón de personas por encima, cada una jalando sus propios hilos) y esta vez él pudo ver su bello gesto–. Me gusta tu sonrisa…

Silencio, se notó como ella primero asimilaba el cumplido, se ponía un poco roja y sonreía nuevamente, luego su expresión cambió de un segundo al otro, se puso tensa y se marchó.

Al día siguiente él tampoco la llamó y ella, como a media tarde apareció.

–Tu padre aceptó pagar ochocientos cincuenta millones. –Su voz reflejaba tristeza– te irás pronto, ya sabe dónde dejar el dinero y dónde recogerte. Mis asistentes te llevarán, yo me voy hoy y te dejo solo.

–Aunque suene raro… te voy a extrañar.

–Y yo a ti. –Esta vez Laura se acercó a Uriel un poco. Luego él correspondió acercándose más.

–He llegado a quererte –mencionó en un susurro Uriel.

–Y yo a ti. –Repitió como una idiota, hipnotizada ante lo que estaba a punto de suceder. Sus rostros empezaron a acercarse lentamente, Laura cerró los ojos. Uriel era muy curioso, solo dejó de ver en los últimos instantes.

Entonces se besaron. Fue corto, pero dulce.

La policía interrumpió en ese mismo instante, tiraron gas pimienta a un cuarto de distancia de donde se encontraban los amantes. Ellos habían detectado ese escondite por medio de un vecino, que se extrañó por las ventanas clausuradas que aparecieron de un día al otro y llamó a la policía, avisando, además, como metían a un niño tapado por una bolsa negra. El vecino pudo describir casi con precisión el tamaño de Uriel, recordando como la bolsa le quedaba grande. Las fechas coincidieron y la policía no creyó necesarias más pruebas para tomar el lugar.

–¡Todos al suelo! –gritaban, su desorden se escuchaba lejano para Uriel– ¡suelten las armas!

–Carajo… –dijo Laura separándose rápidamente de Uriel, luego sacó una pistola de debajo de su polera y apuntó a la puerta que todavía no había sido rota.

Uriel instintivamente se agachó, un policía de fuerzas especiales, totalmente cubierto de artefactos antibalas dio una patada a la puerta, lanzándola hacia adelante. Entonces vio a la mujer armada; pero ella lo vio antes y disparó… El policía empezó a disparar segundos después. Ambos cayeron al suelo.

Al poco entró otro policía, sacó a Uriel, con una expresión de estupidez en el rostro, del cuarto. Algo en su mente le decía que todo había acabado; pero otra parte, en su corazón, le decía que recién estaba empezando.

El veinticinco de marzo, tres años después, Uriel despertó en su cama, cubierto por una ligera capa de sudor, había soñado con algo perturbador:


Triángulos naranjas.

jueves, 27 de agosto de 2015

Mari, Mari

Margarita Moreno


Una noche de septiembre en el firmamento,  magnífica vistiendo plenilunio, Selene halaga con derroche luminoso el sosegado vaivén del océano, poco a poco extiende sus fulgores, encendida, bella,  perfecta, espera conocer antes que nadie, a la sirena que surgirá del mar en busca del amor.

De pronto, un canto suave, acompasado y cadencioso se agrega al rumor del mar cautivando el entorno, la luna se siente complacida y embelesada por la mágica voz, comienza a tararear la exquisita tonada, a lo lejos vislumbra el sitio de donde surge la balada, sobre un atolón divisa una nereida  ―¡Qué mágico y armonioso acento! ―piensa para sí, hace rato no escuchaba algo tan deleitoso —sin embargo, el aspecto de la náyade la sustrae de la romanza, Selene comienza a brillar intensa y desafiante y como la esfinge habituada a interrogar cuestiona con tono metálico:

¿Quién eres tú? 

―Soy Mari, Mari balbucea la ondina.

―¡Vaya! ¿Mari dos veces?

―Sí, sí señora,  es un honor que…

Pues Mari Mari, ostentas una voz hermosa, magistral, aunque… ahora que lo pienso, me parece haberte escuchado antes, otra noche en mares lejanos, supongo que alguna corriente marina pudo traerte entre la espuma… sin temor a equivocarme, vienes del Caribe,  ¿de dónde más?

Mari Mari sabía de la gran influencia que la diva ejercía en el mundo acuático, regía mareas, determinaba tormentas, la fuerza de las lluvias que agitan los mares, le angustió pensar que podía disgustarla.

—¡Deja de temblar! Gritó Selene, simplemente eres discorde con las demás sirenas de esta región, no puedes ignorarlo. —dijo al tiempo de subir a velarse con las nubes.

Desde luego que Mari Mari había notado las diferencias entre ella y las níveas sílfides de bellos y espigados cuerpos, hermosos ojos claros, largas melenas tan doradas como el sol que tiñe las alboradas. En nada igualaban su propia apariencia, ella era robusta, vigorosa de  amplia y elevada cadera, senos fastuosos, labios sensuales y carnosos, espléndidos rizos con el marrón vibrante de sus ojos, la piel bronceada que delineaba sus curvas era tersa y radiante como las perlas, su risa contenta y contagiosa iteraba como eco en el ambiente y su voz caudal armonizado, a veces hondo, solemne y otras dulce, acompasado, estallaba al ritmo de las olas, sin contar su tierno y dadivoso corazón. Y si bien era cierto que no era igual a todas, entonces ¿cómo era posible? no recordar a dónde pertenecía,  ni el sitio dónde estaba el  mar Caribe.

Cavilando se sumergió en el agua helada dejándose llevar por la corriente, más tarde descendió a lo profundo del océano intentando ordenar sus ideas, buscando respuesta a sus inquietudes. Se desplazó horas por rutas interoceánicas sintiendo como su cuerpo era llevado por aguas abisales que alteraban súbitamente su temple corporal, el mar donde ahora se desplazaba parecía pesarle mucho, el avanzar se volvió lento, ingrato, el cansancio la estaba aventajando, finalmente decidió tomar un descanso y haciendo un gran esfuerzo saltó fuera del mar sobre un islote, no sabía con certeza dónde estaba, despuntaba el día, un calor asfixiante comenzó a castigarla,  se  “derretía” el ardiente Helios sulfuraba su cabeza, cientos de gotitas saladas resbalaban por sus sienes, cuello y hombros escurriendo en ofensivo aluvión entre sus pechos. Intentó cantar para animarse un poco, pero el sopor la hizo extraviar la armonía, impaciente invocó a Eolo y una brisa fresca sopló indulgente.

Poco a poco su ánimo se fue aliviando y en breve se quedó recostada sobre un filón ascendente del arrecife, no supo cuántas veces cambió de pose o gesto, ni el número de sonrisas que colgó en su rostro sin encontrar más receptor que las inquietas gaviotas, tampoco evitar los tantos suspiros y bostezos que injuriaron el glamour que ensayaba proyectar y mucho menos se enteró en qué instante, sus almendrados ojos castaños cedieron a un letargo profundo que la llevó al reino de Morfeo donde arribó rendida.  

Al llegar, el rey la miró con incuria y delegó en su joven edecán la elección del prontuario de sueños para Mari. En segundos las visiones fueron llegando a su quietud, ahora ella se veía en la albufera donde jugaba de niña, cuando en su mundo submarino, nada sabía de vida fuera del mar, ahora flotaba entre rocas vivas y sí que estaban vivas, era un arrecife coralino de tentáculos urticantes, ahí rondaban peces ángeles, mariposa, payasos y anémonas, reconoció a los borriquetes y al mero papa, un pez confiado y arrogante, bajo el techo carmesí consintiendo que los pececillos “limpiadores” entraran y salieran de su boca abierta para limpiar las impurezas, un pez loro de cabeza jorobada de gran apetito, tragaba cardúmenes de peces, con sus fuertes dientes triturando trozos de coral y rocas, capaz de fragmentar toneladas del pétreo granate, cambiando así los diseños de farallones en los santuarios tropicales. Admiró a los delfines acróbatas escaliando el silencio con ecos estereofónicos,  incitando cortejos de apareo, no solo entre parejas, también entre tres o más donosos enamorados ―bueno, murmuró sin escandalizarse; estos seres del espacio, extraterrestres o extra marítimos, me gustan. La melodía que emitían los retozones delfines en su juego amoroso era de tantas variaciones para estos encuentros de baile sofisticado, cortejos breves y móviles, acciones relámpago lanzando su destino reproductivo al mágico instante. Contempló el arrecife que la protegía y observó cautelosa a una Jibia desovando en la parte baja de las rocas, Mari sabía que era peligroso mirar a los ojos a estas camaleónicas cazadoras expertas en hipnosis, hasta ella misma podría ser alimento de esta Jibia, así que sonriendo graciosa evitó  correr el riesgo.

Llamó su atención un cangrejo afanado en ocultarse bajo cachos de alga y esponja, era bastante feo, suficiente razón para cubrirse ―pensó divertida manoteando suave bajo el agua hasta tocar unas piedras que resultaron ser peces rocas agazapados en espera de alimento, complacida con el paisaje submarino le provocó nadar un poco alardeando agilidad, garbo y soltura en ese universo diáfano, ella giró serpenteando, danzó mejor que nunca, reinando en ese cosmos mágico de sensualidad, sin disimulos, regocijada y satisfecha con su danza de a poco se detuvo y retomó su paseo hacia el norte, tras un banco de planten se topó con tiburones punta blanca que dormían con los ojos abiertos, sigilosa, se acercó a ellos a corta distancia fantaseando que quizá  despertarían seducidos con su imagen. Más adelante se animó con un cardumen de sardinas que una a una rozaban su cuerpo contra una enorme roca caliza, de continuo pasaban en fila rigurosa, deleitada los siguió y frotó la parte escamosa de su cuerpo contra la escarpada gozando de grato  alivio. Se alegró al darse cuenta de que esa curiosa actividad había dejado brillo, tersura y un vibrante color en su larga cola.

Soñó mantarayas ondeando sus cuerpos en calmo exilio, mudándose a un barco hundido, donde se rumoraba que quien osara entrar, sería poseído por las almas de los humanos que ahí se ahogaron heredando las congojas de los muertos. El ensueño se mantuvo días enteros, el bisoño asistente de Morfeo se olvidó del tiempo, pasó por alto el protocolo de sueños para criaturas marinas, acervo  de mares, océanos, lagos y lagunas,  apenas y eligió temas sin censura ni reserva y los botó al reloj de arena que se fue vaciando al reposo de Mari, filtrando la fragmentación en su mente, haciéndola divagar. Ella flotaba latamente entre peces tornasol de delicadas aletas, paseando juntos al interior de una gruta submarina, que bañada por un sutil espectro de luz azul revelaba la superficie del mar que amoroso y discreto acariciaba el margen de una desnuda caleta. Del sitio surgieron voces que alertaron a la inquieta nereida, ― ¡Humanos, son hombres!, pensó para sí,  al tiempo que comenzaba a cantar con suave cadencia.

―¿Escuchas eso Orfeo? Alguien canta divinamente ―dijo uno de los hombres en la cala.

―Sí Jasón, lo escucho, es un embrujo delicioso, más debemos protegernos ―repuso alcanzado su lira labrada en carapacho de carey, en breve la pulsó con esmero y entonó a contrapeso un antiguo poema de amor.

Las voces del sueño, se casaron en dúo sublime barítono-soprano, ella se enamoró perdidamente de la voz y hechura de Orfeo y él se quedó prendado de la radiante y voluptuosa sirena, se le acercó sin recelo y en brazos la sacó del agua, se reflejó en el ámbar de sus ojos y acarició las curvadas trenzas que ella enlazó mientras cantaba para seducirlo, se ciñeron en un largo abrazo y unieron sus labios, trocitos de caramelo se diluían en su boca en cada beso, Mari estaba arrobada, ya no soñaba, alucinaba con el amor, desvariaba de pasión, comenzaba a dispersarse por el universo y en breve pasaría de la quimera a la espiral sin fin del delirio, que no es lo mismo que la muerte y mucho menos que la vida, se fragmentaba, diseminándose en pequeñas partículas cristalinas por todo los espacios posibles… 

¡Por todos los dioses! Exclamó Morfeo al regresar, notando el aroma que brotaba del reloj vacío de arena, ¿qué pasa aquí? ¡Se esparce el aroma del umbral de la locura! ¡Por Neptuno! Si llega a saberse que transgredo otros reinos, será mi fin y los sueños desaparecerán. Indagó prontamente, pero ya era tarde, el sueño del mundo de tierra (prohibido para océanos) ya estaba en la voluntad de la joven, aterrado giró prontamente el cronómetro para cambiar el curso de los sueños.

Mari comenzó a despertar,  regresando cada vez de un sueño diferente, no pudo saber en qué momento recuperó totalmente la conciencia. Cuando al fin abrió los ojos no logró levantarse, la noche generosa le dio una bienvenida próvida de estrellas, estaban todas sin faltar una sola, cintilando en comunión, obsequiándole el diluvio de esplendores más sublime de su vida.

Los espejismos que ella percibió quedaron grabados sin remedio en su alma, esto la hacía sentir extraña, nunca antes había guardado algún recuerdo de sus sueños y no sabía por qué de repente se le ocurrían tantas cosas o parecía recordar sensaciones y seres ajenos que vivían en grandes extensiones de arena…

Los días que siguieron, Mari pasaba largas horas contemplando el horizonte posada en los arrecifes, musitando arias con primor, acompañada solo por la gaviota que la observaba con curiosidad.

—¡Un humano! Él existe no lo soñé,  ahora lo recuerdo, gritó de pronto emocionada.

—No te engañes amiga mía, es una quimera, una hermosa fantasía. —Repuso la gaviota, cuenta una leyenda que cuando la luna llena besa el mar, una sirena emerge para encontrar a un ser humano, canta para enamorarlo y unir sus vidas para siempre, más si antes del amanecer ella no ha recibido un beso de amor,  el mar la vuelve al océano tornando espuma su memoria.

—¡Pero, qué dices gaviota! ¡Él me besó antes del alba, lo sé, lo siento!  —protestó la sirena.

—¡No puedes recordarlo! dijo la gaviota, —has flotado largamente sobre las olas desde el Caribe hasta la Antártida, sin comprender siquiera como llegaste, tus recuerdos son de espuma.

—Pues ahora lo recuerdo todo, es cierto que vengo de otros piélagos y por algún capricho del destino he llegado hasta aquí, pero mi amor existe, es un hombre, su nombre es Orfeo,  cantó para unir su voz a mi balada, me estrechó entre sus brazos, besó mis labios al anochecer, no fue un sueño ahora lo sé, él está muy cerca y voy a encontrarlo —y diciendo esto último, se hundió de nuevo en el océano. 

miércoles, 26 de agosto de 2015

En la muerte

Bernardo Alonso


En los últimos instantes de mi vida estaba esperando a cruzar la avenida Central. El semáforo de peatones marcaba rojo mientras la avenida era transitada intensamente por taxis, autobuses, autos, bicicletas y algunos camiones de carga. Más de tres o cuatro minutos oliendo el penetrante smog de esos automotores y codeándome con toda esa gente que siempre de a pie se transportaban.

Mi chofer me dejó a unas cuadras del Palacio Nacional por el caótico tránsito de media tarde. Estaba por entrevistarme con el presidente de la república para asesorarlo con motivo del tratado de libre comercio con potencias asiáticas.

Me sofocaba el olor de la gente a mi alrededor. Acababa de dejar de llover en un húmedo verano y me dio la impresión de que estar hacinados con esta humedad en el metro o autobús producirían este desagradable hedor a humanidad.

Pasaban los segundos, los autos por la avenida y yo con mi traje Zegna azul marino, corbata Ferragamo de seda rosa con vivos azul claro y mis zapatos italianos color camello impecablemente boleados como siempre. Me sentía en un lugar ajeno a mi hábitat como lo era mi oficina de lujo o dentro de mi Mercedes Benz blindado. Diario me transportaba a varias reuniones de negocios por la ciudad sin respirarla o estar parado en la acera escuchando de forma directa los motores y ruidos urbanos. Afortunadamente me encontraba aislado de todas estas sensaciones, caí en la cuenta que era un placer circular enjaulado y separado de los demás.

A cada momento la gente iba aumentando en número y yo al frente de la manada de peatones deseosos de cruzar la calle. De una breve ojeada vi a mis dos costados un par de personas distintas entre sí. A mi derecha un señor, al parecer velador o guardia de algún edificio por su uniforme y gorra, vestía con pantalón azul marino bastante arrugado, y la camisola blanca percudida con insignias de alguna empresa de seguridad. Sujetaba con la axila el ejemplar del periódico del día y en la mano izquierda una bolsa roja con comida. Me daba la impresión que tendría más de sesenta y cinco años por su bigote canoso y cabellera plateada. Era una persona apacible, no volteaba a ver a los demás y el molesto ruido de los motores no le afectaba, parecía conocer a la perfección la exactitud del tiempo del semáforo.

De mi lado izquierdo una joven de no más de veinticinco años completamente apurada por cruzar se asomaba a ver a los autos como sí con su mirada pudiera detenerlos para cruzar la calle. En dos ocasiones volteó a ver su reloj. El brillante arete en su nariz me llamó la atención. La miré mientras ella volteaba al lado opuesto aunque me sorprendió analizándola pero retiré mi mirada para no provocarla pudiendo percatarme de su apariencia, con botas militares, jeans negros entallados, blusa escotada de un gris desgastado, cabellos teñidos de rosa brillante, labios azabaches y el olor de un perfume corriente y penetrante.

Por fin el semáforo pintó verde para los peatones deteniéndose el tránsito en la avenida, ninguno de los dos personajes avanzó hasta detenerse el auto más pegado a la acera, era parte de su instinto de peatón regular al que me apegué como inexperto en el tema de calle. Al dar el primer paso fuera de la banqueta el calor de los motores y radiadores hacía más sofocante el ambiente a nuestro caminar. Nunca perdimos la formación desde el arranque hasta llegar al otro lado, y antes de subir la banqueta pude ver en el piso una rejilla negra como las de la zona del centro de la ciudad que resguardan las viejas instalaciones eléctricas de no más de tres metros de largo por tres metros de ancho.

Acabamos de cruzar y como soldados en una marcha subimos la banqueta pisando la rejilla que abriéndose al son de una trampa de oso nos tragó a los tres, cayendo un par de metros en la fosa encharcada con cables retorcidos. Todo fue muy rápido, me sentí quemado y a la vez por todo mi cuerpo recorrió un destello infinito que me hizo ver un umbral iluminado donde perdí toda sensación física, no había ruido, ni dolor, ni nada, sólo la luz elevada a la que llegué entregando mi cuerpo en su interior.

Olvidé la escena anterior y desde el tercer piso del edificio frente al cruce abrí los ojos viendo como la gente gritaba y se asomaba a la fosa, corría gente desde todas direcciones en una histeria colectiva. Enfoqué más y me vi en una escena de desdoblamiento con mi traje azul abierto mostrando mi pecho con la mirada al cielo, el agua sucia mojando mis hermosos ropajes, inerte, inmóvil y muerto.

—Somos nosotros —resonó una ronca voz a mi derecha. Era el guardia mirando por la misma ventana, parecía tranquilo.

—Estamos completamente muertos ¿no lo crees? —a mi izquierda la joven dijo con sarcasmo.

Comencé a alterarme por verme muerto en un inundado registro eléctrico con los ojos abiertos mirándome y los dueños de los otros cuerpos muertos a mi lado hablándome como si me conocieran de siempre.

—Tranquilo galán no te alteres sólo estás muerto —sonrió la joven burlonamente.

No podía asimilar esa idea de tener mi exitosa vida truncada por andar caminando como un común y corriente por la calle electrocutado en un hoyo oscuro e inundado.

Yo era Alberto San Román de la Cabada de la acaudalada e influyente familia San Román y siempre tuve desde pequeño la obligación de mantener en alto el nombre y fama familiar, estudiando en los mejores lugares con todo a mi disposición hice de mis deberes familiares una religión. Llegué a la cúpula del país al llevar a la presidencia al que en un principio como político de poca monta fui puliendo, inflando y creando como un distinguido hombre de Estado. En verdad era mi títere y yo era quien al final decidía todo acto de poder tras bambalinas. Si había de proponerse una ley, tratado o acuerdo, todo pasaba por mi escritorio.

A mis sesenta años me volví el patriarca de la familia al desbancar a mi vicioso hermano mayor que entre dispendios y escándalos perdió el favor del padre de ambos. Al ser de la nobleza republicana contraje matrimonio con Eva de Casis Roda, hermosa mujer educada a la usanza familiar, éramos aparentemente la pareja perfecta con las mismas ambiciones y objetivos. Nacieron de ese matrimonio dos hijos: Alberto y Clara, ahora ya adultos en sus veintes.

—¡Anda ya acéptalo por Dios! —me regañó el amable y apacible guardia tomándome del hombro al verme a los ojos— te aferras mucho a la vida material, debemos hacernos a la idea, somos almas en pena y estamos en otro lado, tu cuerpo no es más que carne comenzando a descomponerse.

—¡No es posible, esto es un mal sueño! —yo estaba ansioso mientras me embargaba la histeria.

—Y para colmo tenemos que andar con este llorón, ¿por cuánto tiempo? —cínicamente la joven se dirigió al guardia con un gesto de regaño.

—Y, ¿por qué con ustedes? Váyanse de aquí, déjenme sólo —exigí.

—No se puede, estamos juntos en esto, morimos juntos y así estaremos un buen tiempo supongo, desde que esto sucedió así hemos rondado nuestros funerales, ¿no recuerdas? —me cuestionó el guardia encogiendo los hombros.

—¿Con ustedes? Yo no los conozco, los vi en el semáforo de reojo y ahora allá abajo están sus cuerpos con el mío, ¿cómo es posible? ¿qué broma es esta? — dije en mi desesperación con la prepotencia que me caracterizaba.

—Quizás nuestros humildes y casi vacíos funerales te parecerán insignificantes mamón de mierda, pero tuvimos gente que sinceramente nos lloraba, mi madre y su esposa, ahora ve el tuyo, parece una fiesta, es una vergüenza toda esta gente —indignada y con firmeza arremetió la joven.

Era espectador de la película de la vida sin mí, una verdadera película de terror, comenzaba desde mi muerte, en otra dimensión, donde no hay tiempo ni espacio. La autopsia fue un desagradable espectáculo, me abrieron como pollo, me destriparon, me descerebraron y me cosieron como a un costal, a esto sólo lo definía la palabra pesadilla.

El velorio me pareció patético, mientras el hipócrita obispo hablaba de mí como sí hubiera sido un santo o un buen padre de familia o tan siquiera un buen esposo o amigo. El sermón era de lo más artificial, sin sentido alguno. Estaban ahí Eva mi esposa, mis hijos, el presidente de la república, mis enemigos y los que decían ser mis amigos. Sólo desde esa perspectiva podía ver sin ser adulado personalmente a mis cercanos, pero solo les interesaba mi cercanía y no mi amistad. 

—Pues hablan de ti como un gran hombre—no dejaba de tener la actitud burlona la joven— ¡Oh! que solemnidad, todas estas personas vienen de todo el país arremolinándose para ser parte de tu adiós —la cizaña de la joven era pura verdad—   pero mira nada más a ese de allá el de al lado del Presidente ¿quién es? ¿Por qué tan confidente? ¿No eras tú el hombre más cercano?

—Es mi hermano —yo estaba furioso— seguro ya le está vendiendo favores y tratando de tomar mi lugar. 

Veía cómo la gente se comportaba y era un trago de realidad, muchos acudieron para estar en los reflectores, varios medios de comunicación cubrieron el evento. Las afueras de la funeraria estaban plagadas de guardaespaldas y autos de lujo. Las pláticas de los asistentes eran banales sin importarles el motivo por el que estaban ahí. Hacer relaciones y estar presentes no por mí sino por la concurrencia. Se contaban chistes y aunque el ambiente era discreto de vez en cuando una carcajada se podía oír. 

Mi familia no aparentaba el duelo, Eva perfectamente arreglada, maquillada y perfumada, sin una sola lágrima ni siquiera los ojos enrojecidos evidenciaban su sentir por mi muerte. Estaba en mi propio velorio sin ser percibido. Mis hijos no se despegaban de sus celulares y parecería su atención más fija en Facebook y nunca en su tristeza. A caso mi hermana Esperanza quien era más o menos sentimental para darle el adecuado ambiente al evento se soltó a llorar aullando y para seguirle el juego algunas mujeres la consolaron fingidamente.

—¡Carajo Eva te dije que me enterraran en la cripta de la familia San Román con mis padres y abuelos! ¡Coño! ¿No me escuchó? —era puro odio— ¿no me escuchas carajo? ¿Por qué me creman? —me sentía traicionado y engañado. 

Eva salió de la capilla con la urna dorada, su rostro mostraba contrición, lo podía ver pero aun así depositó las cenizas en un nicho de la iglesia de Nuestra señora de Covadonga.

—¡En ese espacio no puedo estar toda la eternidad, no es posible! —lo dije yo a pesar de estar en otra dimensión y sentí llorar.

—Tienes que entender, tu cuerpo físico ya no te pertenece, no te debes de aferrar a tu vida —tratando de mantener la calma dijo el guardia.

—¡Lo dices porque no tenías mi vida viejo jodido! ¡y tú maldita niña envidiosa, los dos son unos fracasados, yo soy un triunfador! ¡soy el que mueve la cuna! —interrumpí a el guardia manoteando y gritando sin mesura.

—¿Eres? Eras, empieza a hablar con propiedad, ya no estás más en tu vida, tu cuerpo es no más de un par de kilos de cenizas —ahora me interrumpió con sarcasmo la joven poniéndole un alto a mi encolerizado exabrupto.

—Cenizas que nadie volverá a visitar —después de un largo silencio por primera vez sentí que me olvidaban y empezaba a morir.

A todo momento tuve el control de la vida, en la familia se comía cuando yo decía, se viajaba a donde yo decía, en la navidad se comía el pavo como yo quería. Y no solo ahí sucedía, mi oficina era un reloj suizo que funcionaba a mi ritmo, llegaba en la mañana y mi café preferido traído desde una cafetería a más de siete kilómetros estaba a la temperatura exacta, las páginas de negocios y finanzas de los principales periódicos simétricamente colocadas en el escritorio. Los jueves se encontraba listo el peluquero para delinearme el bigote y perfeccionar mi impecable cabello. Todo giraba en torno a mí con disciplina y claro dominio de la situación. Hoy eso no era así, me cremaron en lugar de enterrarme, la autopsia me destrozó la envidiable figura, el presidente me olvidaba y sustituía, mis hijos eran indiferentes ante mi muerte. Lo contrario al control era lo acontecido, yo ya no estaba más ahí, dejé de mandar, de decir, de opinar, de imponer, de hacer y de decidir. Era la pérdida total del poder.

El olvido me llevó al arrepentimiento, dando en la cuenta que dejar de ser recordado era la muerte misma. Sólo podía mantenerme en vida por la memoria de los demás. Pero después del velorio sentí la energía venida del recuerdo desvaneciéndose, no poco a poco sino con intensidad. El arrepentimiento se basaba en no echar las raíces a fondo en la vida, ni siquiera en mis hijos a los que veía poco y no estuve en los momentos importantes. Y qué decir de Eva con quién me unía sí bien un fuerte lazo, este era de conveniencia de ambas familias, pero eran muy sabidas nuestras diferencias y que hace muchos años no compartíamos la cama ni la mesa salvo en eventos de gala donde gobernaba la apariencia.

Ahí fue cuando me di cuenta de haber perdido el sentido de trascendencia, ni siquiera hice un testamento donde ordenara mi mundo cuando dejara de estar, no existía un último deseo. La aflicción y remordimiento residió en una fantasía gramatical, en un pretérito pluscuamperfecto expresando la acción que pudo haber sucedido. El maldito hubiera como destino deseado que me llevaba al reproche. Por más poder en la vida nada cambiaría el pasado, nadie lo ha logrado y nunca se ha podido, ni podrá por ser parte de la condición humana quedando indeleblemente escrito en el libro de la vida.

—Venga amigo mío lo pasado ya pasó, así es la vida debemos de dejar atrás los errores, más cuando ya no los podemos cambiar —con sorprendente sabiduría intervenía el guardia como un verdadero amigo— esos fallos son la vida misma, sin ellos todo sería una línea recta, con ellos se delinean las curvas, subidas y bajadas de nuestra existencia. Sí yo hubiera aprendido que en la vida había que perdonar no estaría muerto con ustedes sino amando a mi querida Miranda, la única hija que rechacé y que alejé de mí. 

—Seguro te recordarán más personas que nosotros —la joven señaló con menos acidez que de costumbre— a ti seguro te harán una calle, un aula o misas cada año, esquelas en los periódicos ¿yo qué sé?

Nos alejamos de los sucesos futuros para dirigirnos a nuestro destino existencial, los tres juntos como uno solo. Al final y después de una larga navegación en el océano de la nada vi que no era resignación mi sentimiento sino más bien un alivio o lo contrario a una pesadumbre. Comenzamos a dejar de sentir, de hablar y nos desvanecimos. Se relegaba mi olvido alejándome del mundo, era paz, sí, eso era.

La sorpresa

Dennis Armas


1

Era un viernes por la noche y Luis Calderón se encontraba a bordo de un taxi en dirección al departamento Miraflorino de su amigo Matías Sandoval.
Luis se hallaba de buen ánimo, no sólo por ser viernes, sino porque era la primera vez en dos semanas que vería a su amigo. Sobre su regazo descansaba su mochila de cuero, y en su interior había una botella de buen whisky. Luis iba preparado para pasar una agradabilísima velada con su amigo Matías: charlarían, beberían y verían videos pornográficos por Internet; y ahora tendrían mayor libertad, pues la esposa de Matías estaba de viaje por el norte del país y no llegaría hasta el próximo fin de semana.
El taxi dobló por la bohemia avenida Berlín, condujo entre animados bares y discotecas hasta pasar delante de altas edificaciones de departamentos. En la puerta de uno de estos modernos edificios se bajó Luis. Caminó muy contento hasta la entrada, tocó el timbre del 802 y esperó. Esperó largo rato hasta que decidió tocar de nuevo, mas apenas lo hizo una voz lenta y apagada contestó por el intercomunicador:
—¿Quién es?
Era la voz de su amigo Matías, pero su tono somnoliento y algo mortificado le bajó el ánimo enseguida.
—Matías, soy yo, Luis.
—Ah, pasa —dijo la voz secamente al mismo tiempo que el cerrojo eléctrico de la puerta se abría.
Luis entró al vestíbulo iluminado por pequeños focos amarillos y se detuvo a esperar el ascensor que lo llevaría al octavo piso. Una de las cosas que le gustaba del departamento de su amigo era la vista que tenía: se apreciaba gran parte del distrito de Miraflores, con sus calles llenas de actividad y vida nocturna; con sus edificios, parques y brillantes centros comerciales a lo lejos, todo esto desde una ventana junto a la cual había una mesa. En esa mesa le encantaba sentarse a Luis, para beber y conversar con su amigo teniendo a un lado ese paisaje urbano. Y eso mismo pretendía hacer esta noche, pero el tono de voz que escuchó por el intercomunicador lo preocupaba un poco. ¿Estaría enfermo Matías?
Entró en el ascensor y presionó el número 8. Las puertas metálicas se cerraron y empezó a subir. Eran las 9:06 de la noche. Luis no dejaba de pensar en el whisky Ballatine’s que tenía dentro de su mochila de cuero negro. Ya casi era capaz de saborearlo. No podía esperar para sentarse en la mesa de su amigo y sentir el aroma del licor llenando su vaso.
El ascensor hizo un ¡ding! y abrió sus puertas en el piso número siete. De pronto Luis tuvo frente a sí a cuatro viejas, biblias y rosarios en mano, además de velos cubriéndoles las canosas cabezas. Casi tuvo que ahogar un grito porque las cuatro momias se lo quedaron mirando con los ojos bien abiertos y los ceños fruncidos. Luis sabía quiénes eran esas mujeres: el grupo de oración de Doña Inés, que tenía su departamento en el séptimo piso.
—¿Estás bajando, jovencito? —le preguntó una de las ancianas a Luis.
—N…no —titubeó— estoy yendo al octavo piso.
Las otras viejas lo escrutaron con miradas reprobatorias. Luis conocía bien a las mujeres de esa clase: después de una vida de sexualidad reprimida se amparaban en la religión, y se reunían en el departamento de Doña Inés para rezar el rosario, tomar el té y juzgar a los demás. Veían inmoralidad por doquier, todo les parecía pecado, se consideraban sabedoras de la verdad absoluta y todos merecían castigo, menos ellas, claro está.
—Ah, ya —dijo secamente la anciana mirando al suelo con una mueca de disgusto.
Luis presionó otra vez el botón 8 del panel y las puertas del ascensor se volvieron a cerrar haciendo que el hombre sintiera alivio. Cuando el elevador se abrió nuevamente estaba en el piso correcto. De inmediato Luis salió al rellano y se dirigió a la puerta del departamento de su amigo. Tocó el timbre y esperó balanceándose sobre los talones.
Al poco rato el cerrojo hizo un sonido y la puerta se abrió lentamente a medias, como empujada por el viento, pero eso fue todo, nadie salió a recibir a Luis, la puerta permanecía semi abierta e inmóvil. Luis la empujó tímidamente y dio unos pasos dentro del departamento. Se sorprendió al encontrar todo a oscuras y con un extraño olor desagradable en el ambiente.
—¿Matías? —preguntó cerrando la puerta detrás de él, mas nadie le contestó.
Dio unos pasos más hacia el interior.
—¿Matías? ¿Estás aquí? —volvió a preguntar.
—Shhh… Aquí estoy —contestó un susurro unos metros más adelante en la penumbra.
Luis cruzó la sala despacio y se detuvo frente al pasadizo que conduce a las habitaciones. Ahí, en medio del pasillo, estaba Matías, sentado en un pequeño banco al costado del gran ventanal por el que se veía la cocina del departamento de enfrente, que se encontraba en el mismo edificio. Matías miraba furtivamente por la ventana, como temiendo que lo vieran. A su alrededor había botellas de plástico con un líquido que, a la luz de la penumbra, se veía amarillento.
—¡Matías! —le dijo Luis— ¿Pero qué demonios haces aquí sentado en medio de la oscuridad?
Matías levantó la mirada hacia Luis y este pudo ver que su amigo estaba en un estado lamentable. Sus ojos tenían enormes ojeras; estaba sucio y despeinado, como si no se hubiese bañado, y su barba se hallaba algo crecida.
—¡Matías! ¡¿Qué te pasa?!
—¡Shhh! Baja la voz.
—¿Pero qué sucede? ¿Estás enfermo?
—No. Sí. No lo sé. Necesito un trago, compadre. ¿Has traído algo?
—Sí, espera un rato. ¿Puedo prender la luz?
—NO.
—Bueno.
Luis colocó su mochila en el suelo cuidando de no botar las botellas con líquido amarillento y fue a la cocina. Unos segundos después reapareció con dos vasos. Sacó la botella de whisky y le sirvió un trago a su amigo. Este se lo bebió al instante, antes de que Luis acabase de servirse el suyo.
—¡Ahhh! —dijo Matías— Esto me ayudará con mi vigilia. Sírveme otro.
—¿Vigilia? ¿Qué vigilia? —preguntó Luis volviéndole a llenar el vaso— ¿Y qué son todas estas botellas?
—Es mi orina —respondió Matías dando un sorbo de whisky.
Luis sintió que el estómago se le revolvía.
—¿Cómo que tu orina? ¿Qué te pasa hombre? ¿Qué sucede aquí?
Matías dio otro sorbo.
—¡Ay, compadre! Hace dos días que no duermo por estar aquí sentado.
—¡¿Qué?! —replicó Luis asombrado— ¿No has ido a trabajar en dos días?
—Sí, claro que he ido a trabajar, pero no he podido concentrarme por la falta de sueño. Me paso toda la noche aquí, frente a esta ventana, observando la cocina de mi vecina.
—¿La cocina de tu vecina?
—Sí. Lo que sucede es que…
De pronto un resplandor amarillo se filtró por el ventanal. Matías se sobresaltó y la mirada de enfermo que puso asustó a su amigo. La luz de la cocina del departamento de enfrente  se acababa de prender.
Matías saltó de su banco y cayó de rodillas al piso botando algunas de las botellas de orina que felizmente estaban bien tapadas. Asomó únicamente los ojos por el marco de la ventana y le ordenó a su amigo que hiciera lo mismo. Ambos hombres permanecieron ocultos, con sólo  los ojos asomándose por la buhardilla. En esos instantes vieron a una hermosa mujer entrar a la cocina del departamento de enfrente. Era la señora Elvira, la vecina de Matías, de unos treinta y dos años de edad,  alta, esbelta, de cabellos rubios y senos grandes. Linda de cara. Estaba usando una blusa blanca semi transparente y pantalones jeans extremadamente ajustados que le marcaban las nalgas redondas, casi esféricas, que tenía.
—¡Mierda, esta vestida! —dijo Matías. Luis lo miró de reojo.
La bella mujer llevaba un plato sucio. Lo lavó en el fregadero y lo colocó en el escurridor. Se secó las manos con una toalla de papel. Se quedó revisándose las uñas por unos segundos y luego salió de la cocina apagando la luz.
Matías seguía petrificado en su postura, mirando apenas por encima de la buhardilla. Después de un rato se levantó pesadamente y se volvió a sentar en su banquito.
—Mierda, estaba vestida —volvió a decir.
—¿Y qué querías? ¿Que estuviera desnuda?
Matías dibujó una amplia sonrisa en su rostro y le lanzó a Luis una mirada ojerosa.
—Sí, eso esperaba —contestó.
—Un momento —replicó Luis incorporándose— ¿Me puedes explicar qué diablos está pasando aquí?
—Jálate una silla para que te cuente, pero no te pongas tan cerca de la ventana, y sírveme otro trago de ese whisky que has traído.
Luis estaba intrigado, trajo una silla y se sentó frente a Matías en la penumbra.
—Bueno —dijo llenando hasta la mitad el vaso de su amigo— cuéntame qué sucede.
Matías dio un largo sorbo de whisky, miró furtivamente por la ventana y empezó:
—Tú sabes que la señora Elvira me trae loco desde que se mudó a este edificio.
—Sí, sí lo sé, me lo has repetido innumerables veces —replicó Luis sirviéndose un trago.
—Pues bien, hace unos días yo estaba en la cama, eran como las dos de la madrugada y no podía dormir, por más que trataba no podía dormir, así es que me levanté y me fui caminando en la oscuridad hasta la cocina para traer un vaso con agua y tomarme una pastilla. Pero cuando pasé por esta ventana, justo por aquí mismo —y señaló frenéticamente el suelo— vi que la luz de la cocina de la señora Elvira se prendió, así es que rápidamente me oculté a un lado de la ventana y asomé los ojos…
Matías volvió a poner cara de loco y apretó la mano de su amigo.
—¡Dios! ¡No sabes lo que vi!
—Ya me lo estoy imaginando, pero dime.
—Vi a la señora Elvira entrar a su cocina, ¡totalmente desnuda! ¡No llevaba nada puesto! ¡Estaba tal como se mete a la ducha!
—¿En serio?
—¡Ufff! —resopló Matías— ¡Casi me da un infarto! No lo podía creer. Por un momento pensé que quizá estaba soñando, pero no, estaba bien despierto, ¡mirando a la mujer que me trae loco caminando por su cocina completamente desnuda, calata, como Dios la trajo al mundo!
—Qué raro… por qué habrá estado sin ropa a esas horas.
—Yo creo que así duerme —dijo Matías sonriendo con los ojos cerrados, como reviviendo la escena en su mente.
—Bueno, es posible que duerma así —replicó Luis— ¿y qué pasó después?
Matías se quedó mirando a su amigo con una expresión rara.
—No sé cómo lo haces Luis, de verdad, no sé cómo mierda lo haces.
—¿Hacer qué?
—Eso…, estar tranquilo. Te estoy contando algo que me hizo masturbarme toda la noche, pero tú lo tomas como lo más normal.
—Bueno Matías, ¿qué quieres que te diga? Tú y yo ya pasamos de los treinta, ya no estamos en edad como para que una mujer desnuda nos deje lelos.
—¡Y qué importa si pasamos de los treinta! —replicó Matías golpeándose la rodilla con el puño— Tú acabas de ver a la señora Elvira, has visto su figura, sus curvas, su piel blanca, su cara bonita… ¡Imagínatela desnuda!
—Bien, bien, pero luego qué pasó, qué hizo la señora Elvira en su cocina.
—Nada, abrió la refrigeradora, sacó una botella de agua y se fue apagando la luz.
—¿Eso fue todo? —preguntó Luis levantando los hombros y manos.
—Eso fue todo. Pero Luis, tienes que entender algo: es cierto que la escena duró tan sólo unos segundos, pero esos escasos segundos se me han quedado grabados para siempre —aseveró Matías golpeándose las sienes con las puntas de los dedos— y ahora no me puedo quitar esa imagen de la cabeza. Necesito verla de nuevo, necesito volver a ver esas nalgas, esos senos… esa entrepierna depilada… —exclamó cerrando los ojos y pasándose la lengua por los labios.
—¿Y has estado dos noches en vela sentado aquí esperando verla entrar desnuda a la cocina otra vez?
—Bueno, con esta serían tres noches.
—¿Qué? ¿Has estado casi toda la semana atornillado aquí?
—No voy ni siquiera al baño, orino en esas botellas que ves en el suelo.
Luis hizo un gesto de asco.
—Claro que —continuó Matías— he tenido que ausentarme para ir a trabajar. Pero la señora Elvira también trabaja, y nuestros horarios son muy parecidos, regresamos casi al mismo tiempo: a las 6:00 de la tarde. Nos saludamos y cada quién se mete a su departamento. Es por eso que apenas llego del trabajo me siento aquí, frente a esta ventana, a vigilar su cocina. Por desgracia es la única parte de su departamento a la que tengo vista.
Luis bajó la cabeza e hizo un gesto de negación.
—¿Crees que estoy enfermo, no? —le preguntó Matías— Pero si tan sólo la hubieras visto…
—¡Matías!
—¿Qué?
—¿No te das cuenta? ¡Tienes una obsesión con una mujer casada que vive en el mismo edificio que tú!
—¿Crees que sea una obsesión?
—¡Pero carajo! —exclamó Luis poniéndose de pie— Mírate nomás qué aspecto tienes. No te bañas. No comes. No te afeitas… ¿y así te vas a trabajar?
—Bueno… ahora que lo mencionas… en la oficina me han preguntado si tengo algún problema.
—¡Y por supuesto que lo tienes! Estás hecho una desgracia. Te has vuelto esclavo de esta maldita ventana. ¿Y acaso has olvidado que tu esposa llega la próxima semana? ¿Qué vas a hacer cuando ella esté aquí?
—¡Es que no puedo quitármela de la cabeza! ¡Entiende!
—Esto es grave, amigo, esto es grave. Y además, ¿tú cómo sabes que ella va a volver a entrar desnuda en su cocina?
—No lo sé, ese es el problema.
—Lo que viste hace unos días puede haber sido cosa de una sola vez. Quizá jamás se repita.
Matías negó con la cabeza y dio otro vistazo furtivo por la ventana. Luis continuó:
—Tal vez la señora Elvira se acababa de bañar y le dio sed, y como estamos en pleno verano, pues no se puso nada encima y fue por agua.
—¿Bañándose? ¿A las dos de la madrugada? —replicó Matías con una expresión de incredulidad.
—Bueno, bueno, tal vez estaba teniendo sexo con su esposo y le dio sed…
—¿Teniendo sexo? ¿A las dos de la madrugada?
—Quién sabe, tal vez no podían dormir.
—No, compadre, estoy seguro que ella duerme encuerada, eso quiere decir que en cualquier momento de la noche puede aparecer tal como Dios la trajo al mundo.
De pronto la luz de la cocina del departamento de enfrente se volvió a encender. Matías se lanzó de nuevo de rodillas al piso y asomó los ojos por encima del marco de la ventana. Luis se retiró dos pasos hacia atrás y asomó un ojo. Pero esta vez no fue la señora Elvira la que entró en la cocina, sino el señor Rodolfo, su marido, que se notaba que acababa de llegar de trabajar pues aun vestía saco y corbata; tendría unos cuarenta y tres años, alto, de complexión robusta y cara adusta.
—Es el señor Rodolfo, su esposo —susurró Matías.
—¿Te conoce? —preguntó Luis también susurrando.
—Más o menos… nos saludamos cuando nos cruzamos, nada más, tú sabes, una relación de vecinos, eso es todo.
El señor Rodolfo sacó una cerveza chica del refrigerador, la destapó, y al momento de echar la cabeza hacia atrás para beberla sus ojos apuntaron hacia donde estaban Luis y Matías.
—¡Mierda! ¡Escóndete! ¡Escóndete! —le ordenó Matías a Luis mientras él mismo se agachaba lo más que podía.
Luego de unos momentos se escuchó el portazo del microondas. Matías se arriesgó y levantó la cabeza para dar un fugaz vistazo. En ese medio segundo pudo ver al señor parado delante del horno microondas mirando como un cojudo a su comida rotar mientras se calentaba.
—¡Uff! —suspiró Matías volviéndose a agachar— ¡Qué bueno, no nos vio! ¡Diablos, necesito un periscopio!
Después de un rato se volvió a escuchar el portazo del microondas, luego las luces de la cocina se apagaron. Los dos amigos esperaron unos segundos antes de lanzar otro vistazo para cerciorarse de que ya no había nadie. Matías se volvió a sentar en su banco y Luis en la silla.
—Sírveme otro trago —pidió Matías con voz cansada. Luis le sirvió.
—Oye Matías, esto no puede continuar así, esto tiene que acabar. Esta obsesión te está matando, ¿ves?, por poco te pillan.
—No, no, no. Con las luces apagadas es difícil que me vean.
—Oye, prométeme que esta noche vas a terminar con esto, te vas a dar un baño y luego a dormir.
—A veces me quedo dormido aquí sentado por breves periodos de tiempo.
—¡Matías! Estoy hablando en serio.
—Es que no puedo. No sabes las fantasías que tengo con la señora Elvira. En ocasiones me imagino que ella me invita a su depa antes de que llegue su marido y nos ponemos a coger en la sala, o yo la invito aquí y hacemos lo mismo. Yo siempre he fantaseado con ella, tú lo sabes, pero después de haberla visto desnuda ya no puedo evitar pensar en eso todo el día.
Luis se tomó su trago de golpe.
—Bien Matías, hagamos una cosa, vamos a escribirle una carta a la señora Elvira…
—¿Una carta? —se sobresaltó.
—…en la carta le diremos, con mucho tino, que lo mejor es que cierre las cortinas de la ventana de su cocina, o que se ponga un camisón. Ponemos la carta en un sobre y tú lo metes por debajo de su puerta.
Matías se quedó mirando a Luis con la boca abierta.
—¡¿Estás loco compadre?! ¡¿Mandarle una carta diciéndole que cierre las cortinas?! ¡¿Estás loco?!
—De esa manera ya no tendrías ninguna oportunidad de verla desnuda otra vez y estarías en paz.
—Entiendo tu idea, pero es muy arriesgado.
Luis lo meditó un poco y luego dijo:
—Mmm… tienes razón, pensándolo bien no es un buen plan. Si le mandas esa carta ella sabrá que tú la viste y se avergonzará.
—Ese no es el problema —exclamó Matías con un gesto de indignación— a mí no me importa si ella se avergüenza.
—¿No?
—Claro que no, lo que temo es que su marido encuentre la carta. Yo no sé cómo reaccionaría él conmigo.
—¡Pero tú no tienes la culpa de nada!
Matías negó con la cabeza frenéticamente.
—Bueno —dijo Luis— hagamos esto. Tú dices que Elvira llega del trabajo antes que su marido, ¿no es así?
—Sí, ella llega a su departamento a las 6:00 de la tarde y su esposo como a las 9:00 de la noche.
—Entonces, te aconsejo el lunes llegar tarde a la oficina, te quedas aquí en tu departamento, esperas a que  Elvira y el señor Rodolfo se hayan ido a trabajar, cuando eso suceda tú deslizas el sobre por debajo de su puerta. Como Elvira es la primera en regresar, será ella quien encuentre la carta. La leerá y si es inteligente la destruirá enseguida y su marido no se enterará nunca de nada. ¿Qué te parece?
Matías se quedó pensativo. Luis continuó:
—Es la única manera de que te liberes de esta obsesión. Si Elvira cierra sus cortinas o se pone una bata, ya no tendrá sentido que sigas esclavizado en esta ventana, ya no tendrá sentido tu vigilia, ¡serás libre!
Matías miraba al piso mientras se sobaba el mentón. Estaba considerando la idea. Se sentía cansado, bastante cansado, estar sentado ahí no le brindaba ningún placer. Luis tenía razón: se había convertido en esclavo de la ventana. También era cierto que su esposa regresaría de su viaje la siguiente semana. Pero, por otro lado, una parte de él deseaba ansiosamente volver a ver a Elvira desnuda caminando por su cocina. ¡Qué suerte tiene el señor Rodolfo de poder penetrarla todas las noches!
—¿Lo harás? —le preguntó Luis mirándolo a los ojos.
Matías asintió hoscamente.
—Está bien, está bien, lo haré. Pero estoy muy cansado para escribir una carta, ¿podrías hacerlo tú?
Luis dudo por unos segundos.
—Vamos hombre —repuso Matías— tú diste la idea, ahora ayúdame con esto. Prende la computadora que está en mi habitación, escribe la carta, imprímela y me la traes. Yo seguiré aquí sentado por si acaso.
Luis aceptó. Se paró de la silla y fue a la habitación, se sentó frente a la computadora y empezó a escribir. Mientras tanto su amigo seguía en el pasillo en su banco, dando furtivas miradas por la ventana mientras sorbía el whisky de su vaso.
Después de un rato reapareció Luis con una hoja de papel en la mano.
—Léemela, por favor —le dijo Matías— No. Mejor dámela, yo la leeré —tomó el papel y este rezaba:
Estimada señora Elvira:
                                      Espero que esto no la incomode.
Sé que estamos en pleno verano y las noches son calurosas, y también es cierto que uno tiene derecho a andar por su casa tan cómodamente como le plazca, pero señora Elvira, le aconsejo amigablemente que por las noches, si tiene usted necesidad de entrar en su cocina, tenga a bien cerrar de antemano las cortinas o en todo caso usar un camisón. No es que me ofenda el cuerpo femenino, claro que no, tómelo como el consejo de un amigo.
Gracias

—Está muy bien —dijo Matías secamente—. Es educada, elegante… Está muy bien. Déjala encima del escritorio.
—Entonces —dijo Luis—, confío en que el lunes le dejarás esta carta debajo de su puerta.
—Sí, lo haré.
—Prométemelo —exigió Luis.
—Te lo prometo, hombre, pierde cuidado. Es cierto que se va a avergonzar, pero como te dije, a mí eso no me importa.
—Bueno.
—Pero por ahora sígueme acompañando en mi vigilia un rato más, a lo mejor gano algo esta noche —dijo Matías poniendo su cara de enfermo una vez más.

A la mañana siguiente, sábado, Matías despertó solo tendido en el suelo en medio de sus botellas de orina. Se había quedado profundamente dormido poco después de que Luis se fuera y ahora se sentía con resaca. Era una imagen patética. Lo primero que hizo fue incorporarse y dar un vistazo por la ventana, pero no vio a nadie. Matías aprovechó el tiempo para deshacerse de las botellas y darse una muy necesitada ducha. Luego se echó en su cama y se volvió a quedar dormido, pero esta vez estaba limpio y había comido algo. En la noche continuó su infructuosa vigilia. El domingo se apartó de la ventana por la mañana y tarde y se la pasó viendo televisión; al fin y al cabo, si Elvira dormía desnuda, no tendría por qué estarlo de día; además el señor Rodolfo estaba en casa y bien despierto. Matías ordenó una pizza por delivery y se la devoró casi por completo. En la noche volvió a hacer guardia sentado en su banco a un lado de la ventana del pasillo.
Finalmente llegó el lunes. Matías había estado —como ya era su costumbre— toda la noche dormitando junto a la ventana, y ahora se moría de sueño. Miró el reloj: eran las 9:07 de la mañana. Hace más de una hora que el señor Rodolfo y Elvira se habían ido a trabajar, ya era hora de dejar la susodicha carta.
Salió silenciosamente de su departamento, camino unos cuantos pasos y se quedó parado en  medio del rellano con la carta en la mano. Frente a él estaba la puerta de Elvira, y a sus espaldas, las escaleras que daban al piso inmediatamente inferior, donde vivía doña Inés, ¡esa vieja cucufata y su grupo de oración!, lo único que hacían era chismosear y juzgar mal a todo el mundo; y pensar que justo arriba de su departamento está el de Elvira, esa bella mujer de cuerpo esbelto, nalgas redondas, ricas tetas y vagina depilada.
Matías sacudió ligeramente la cabeza, se aproximó a la puerta, se agachó, y tuvo un momento de indecisión. ¿Lo hago o no lo hago? Finalmente deslizó el sobre por debajo de la puerta.
Listo —pensó— ya no hay vuelta atrás. Que pase lo que tenga que pasar.

2

Esa misma noche Matías daba vueltas por la sala de su departamento. El hombre era un manojo de nervios. Muchas preguntas se galopaban en su mente: ¿Habría Elvira encontrado la carta? ¿Qué habrá sentido al leerla? ¿Creerá que soy un mirón pervertido? ¿Se la ha mostrado a su marido? Y de ser así, ¿qué pensará el señor Rodolfo? ¿Se enojará? ¿Vendrá a tocarme la puerta furioso? ¿Pero por qué Elvira le mostraría la carta? ¿Estaré originando una pelea entre ellos? ¿Habrá tenido Luis el suficiente tino al redactarla?
De tanto en tanto Matías se acercaba a la ventana y se asomaba por ella lo más discretamente posible. La luz de la cocina del departamento de enfrente estaba encendida, pero no había nadie en ella. Luego de mirar por unos segundos se regresaba a su sala para seguir caminando en círculos. Ya eran las 10:37 de la noche, Matías sabía que los esposos estaban en casa, así es que cada vez que se asomaba por la ventana temía encontrarse con el rostro furibundo del señor Rodolfo mirándolo directamente como diciendo ¿Tú qué tienes que estar mirando a mi mujer?
Se sirvió un trago para tranquilizarse. Se sentía arrepentido de haber entregado la carta. Maldito Luis y sus ideas. Finalmente dieron las 11:00 de la noche y Matías fue a sentarse en su banquillo de siempre. Sólo tenía que inclinarse un poco hacia adelante para mirar furtivamente la cocina de su vecina. Se mantuvo en la sombras por cerca de media hora. De pronto las luces de enfrente se apagaron y Matías observó que no habían corrido las cortinas. Inmediatamente se le ocurrió que, de alguna manera, la carta no había sido descubierta y que mañana sería el señor Rodolfo quien lo hiciese. Su miedo se incrementó ante esta idea. Se pasó la mano por la cabeza y empezó a pensar en la manera en que se disculparía con el marido por haber visto a su mujer desnuda. Pero luego recordó lo que Luis le había mencionado: que él, Matías, no tenía la culpa de nada. ¡Era cierto! Él no había hecho nada. Ni Elvira ni su marido sabían nada de sus vigilias. No tenía de qué preocuparse.
Matías se hallaba sumido en sus meditaciones cuando de repente la luz de la cocina de su vecina se volvió a encender. De inmediato se arrodilló, asomó el ojo derecho por la ventana y su corazón casi se detuvo. Elvira acababa de entrar a su cocina con su hermosa piel blanca y lisa totalmente expuesta. Caminaba con soltura e impudicia, como si andar desnuda por su casa fuera lo más natural del mundo para ella.  Matías se mordió el labio inferior hasta casi hacérselo sangrar. ¡En ese preciso momento estaba sucediendo lo que él tanto había esperado! Apenas lo podía creer. Ahí estaba su joven vecina exhibiendo todas sus carnes ante sus ojos dilatados.
Elvira abrió el refrigerador estando de espaldas a Matías, se agachó sin flexionar las piernas y buscó algo en la parte de abajo dejando a la vista su culo redondo en todo su esplendor. Los ojos de Matías casi se le salían de las órbitas; se empezó a apretar el pene con las piernas fuerte y rítmicamente.
De pronto la mujer se enderezo y rápidamente se dio la vuelta hacia la ventana saludando con la mano y una sonrisa.
Matías se cayó de espaldas y se cubrió la mano con una boca.
¡¿Qué diablos fue eso?! ¿Sabe que la estoy mirando? —pensó.
Se incorporó lentamente, y muerto de nervios volvió a asomar los ojos por el borde de la ventana. Pudo ver a Elvira mirándolo directamente sonriendo y saludándolo. Matías sentía que el corazón se le salía del pecho, una mezcla de excitación y vergüenza lo invadió por completo. Elvira se puso los puños en la cintura, separó las piernas y sin dejar de sonreír ladeó la cabeza de un lado a otro. Finalmente hizo una señal con ambas manos para indicarle a Matías que se pusiera de pié, él obedeció, y casi temblando se paró frente a la ventana dejándose ver. Ahora estaban frente a frente, ventana a ventana. Elvira se pasó las manos delante del cuerpo en un gesto demostrativo, como diciéndole: no me importa que me veas así. Matías sonrió como un idiota, cosa que a ella le produjo risa. Luego algo ocurrió que hizo que la mujer dijera:
 —Nada, nada, es que me acordé de algo gracioso.
A Matías lo invadió el miedo. Sin duda se trataba del señor Rodolfo que le preguntaba desde la habitación el motivo de su risa.
Elvira volvió a concentrase en Matías; puso los brazos encima de su cabeza y se dio una vuelta completa como modelando para él, luego apretó sus senos delicadamente para terminar pellizcándose los pezones; a continuación se chupó el dedo índice varias veces mirando a su espectador pícaramente; finalmente le hizo adiosito con los dedos de la mano y salió de la cocina apagando la luz.
Matías se quedó ahí parado, completamente lelo. ¿Realmente había ocurrido lo que acababa de ver? Permaneció de pie frente a la ventana por unos segundos, luego se sentó lentamente en su banquito con la boca semi abierta, se bajó la bragueta muy despacio, extrajo su miembro que ahora estaba duro como piedra y se empezó a masturbar. Se masturbó cuatro veces seguidas hasta quedar seco, recreando en su mente todo lo que había pasado y mezclándolo con sus fantasías, más intensas que nunca. Sólo podía pensar en una cosa: ella tiene que ser mía.
A la mañana siguiente Matías se despertó muy temprano. Inmediatamente recordó lo ocurrido la noche anterior. ¿Habrá sido un sueño? Por supuesto que no, no era ningún sueño, su vecina, Elvira, se había exhibido ante él apropósito. Había disfrutado mostrándole su cuerpo, ¡ese hermoso cuerpo desnudo!
Matías no pudo contenerse más y se dio otra masturbada antes de meterse al baño para alistarse e irse a trabajar.
Estando en la oficina usó su celular para mandar varios mensajes a su amigo Luis contándole todo lo ocurrido. Con cada mensaje le proporcionaba un detalle más. Luis básicamente recibía los mensajes sin responder, se sentía sorprendido, pues la carta había tenido un efecto totalmente opuesto al esperado, al final Luis solamente le devolvió una respuesta a Matías: Ten cuidado.
Terminando la tarde Matías salió de su trabajo apurado. Tenía prisa por llegar a su departamento y volverse a sentar en el banquito. Se hallaba más tranquilo, sentía que había una complicidad entre Elvira y él, a ella le gustaba exhibirse y a él le encantaba verla. Ahora que ella sabía que tenía un espectador lo más seguro es que repitiera el espectáculo más a menudo. ¡Posiblemente esta noche!
Abordó un taxi para llegar más rápido a su casa y mientras el chofer lidiaba con el tránsito, Matías se sumía en sus pensamientos sentado en la parte posterior del vehículo.
¿Y sería posible ser más que un espectador? —pensaba— ¿Sería posible llegar a cogérmela? Veamos… ella llega a su departamento a las 6:00 de la tarde… su marido a las 9:00 de la noche… Mmm… son tres horas que podríamos tener ella y yo… tres horas es más que suficiente… ¿Y en qué “depa” sería, en el mío o en el de ella?... ¡Pero un momento!  ¿Y si es una calienta-huevos nada más? ¿Si sólo le gusta excitar a los hombres y eso es todo? ¡No! ¡No debo pensar así! Yo le gusto, estoy seguro que le gusto.
Luego Matías recordó que su esposa llegaría el viernes por la tarde.
¡Puta madre! ¡Mi mujer llega este viernes! Se me había olvidado por completo. Veamos… hoy es martes, eso me deja… !Tres días como mucho para tratar de cogérmela! ¡Carajo! Si tan sólo hubiera una forma de retrasar la llegada de mi mujer…
Finalmente el taxi llegó a su destino. Matías le pagó al chofer, se bajó del carro y entró en su edificio. Eran las 6:05 de la tarde y a él se le ocurrió esperar a Elvira en el vestíbulo, junto al ascensor. Era probable que todavía no hubiese llegado, pero también cabía la posibilidad que ya se encontrase en su departamento y la espera de Matías fuera en vano. De todas formas él resolvió esperar unos minutos, haciendo como que mandaba mensajes de texto desde su celular.
Después de unos quince minutos la puerta de la entrada se abrió. Matías levantó la cabeza como un resorte, pero sólo se trataba de doña Inés llegando de la calle. Una desilusión. La anciana saludó cortésmente; llevaba unos paquetes; la reunión con su grupo de oración era al día siguiente y seguro que había ido a comprar bocaditos y demás cosas para sus amigas. Matías devolvió el saludo y la miró meterse en el ascensor.
Pasado un rato Matías se había cansado de esperar. Estaba a punto de llamar al ascensor cuando finalmente la puerta del vestíbulo se abrió y Elvira apareció en el umbral. Inmediatamente sus miradas se cruzaron y a Matías se le hizo un nudo en la garganta.
—Hola Matías —dijo la mujer con una sonrisa coqueta— ¿Me estabas esperando?
—¡Sí! ¡No! Bueno… —no tenía caso mentir, era obvio que había estado aguardando por ella— Bueno…, sí Elvira, ¿te puedo llamar Elvira?
—Por supuesto —respondió la mujer con soltura.
—Sí, te estaba esperando porque… sólo quería saludarte.
La mujer notó de inmediato el nerviosismo de Matías.
—Bueno —respondió ella— pues subamos.
Ambos se metieron al elevador y casi se llegan a tocar las manos al presionar el botón número 8.
Mientras el ascensor subía Matías le dijo sin mirarla a los ojos:
—Me gustó tu espectáculo de ayer.
Elvira sólo se limitó a sonreír asintiendo. Matías quería decir algo más, pero no sabía qué. Finalmente las puertas de ascensor se abrieron en el octavo piso y ambos salieron.
—Bueno —dijo Matías— te dejo, fue un placer.
—Matías —se apresuró a decir Elvira.
—¿Sí?
—Me dijiste que te gustó mi espectáculo.
Matías sonrió como un cojudo.
—Sí, me gustó.
—¿No te gustaría algo más? —preguntó Elvira con voz sensual.
Matías empezó a temblar.
—¿Algo más? ¿A qué te refieres?
—Tú sabes a qué me refiero —respondió ella deslizando sus dedos desde su pecho hasta su vientre.
Matías pasó saliva, pero su lujuria podía más que su temor. Se acercó a ella e intentó tomarla por la cintura para besarla, pero ella lo rechazó suavemente.
—En este momento no —dijo la mujer— mañana a esta misma hora te espero en mi departamento.
—¿Por qué ahorita no? —preguntó Matías impaciente.
—Yo sé lo que te digo, mañana a esta misma hora tocas mi puerta.
Matías no hizo más preguntas, sólo se limitó a contestar:
—Mañana te toco la puerta sin falta.

Al día siguiente Matías estaba en su oficina, pero no podía trabajar; no se podía quitar de la cabeza la oferta de Elvira. ¿Habrá estado hablando de sexo? —pensaba— Pero por supuesto que ha estado hablando de sexo, ¿qué otra cosa puede ser? La mujer es una zorra cachonda. Pero si nos encontramos a eso de las 6:30 de la tarde… tendremos unas dos horas y media antes que llegue su marido… uhm... tiempo más que suficiente para ponerle los cuernos. Pero, ¿qué pasa si se entera?... ¿vale la pena el riesgo?... Sí, sí lo vale.
Así se la pasó cavilando por horas sin poderse concentrar en el trabajo.
A la hora de salida salió disparado de la oficina hacia su casa. Esa mañana se había bañado, perfumando y acicalado más de lo usual, estaba listo para el encuentro, finalmente su fantasía se haría realidad.
Llegó a su departamento unos minutos después de las 6:00. Primero entró al baño, orinó, se peinó y puso una cajita de preservativos en su bolsillo. Inmediatamente salió al rellano y tocó la puerta del Elvira. Matías estaba totalmente agitado, había una sensación de irrealidad en toda esa situación, se sentía como si estuviera en un sueño. Volvió a tocar la puerta. Elvira se estaba demorando en abrir, existía la posibilidad que todavía no hubiese llegado, o peor aún, ¡que el señor Rodolfo le abriera la puerta! Sacudió la cabeza y volvió a tocar. Esta vez la puerta se abrió de par en par. A Matías se le agitó el corazón aún más al ver a Elvira. Estaba usando una lencería negra muy sensual y sobre ella traía una bata abierta aterciopelada muy brillante.
La mujer alzó un brazo por encima de su cabeza apoyándolo en la puerta y con el dedo índice de la otra mano le hizo un gesto de “ven acá”.
Matías se acercó y la besó en la boca. Fue un beso que empezó tímido y pronto se convirtió en apasionado. Matías sentía como su lengua luchaba contra la de ella y su pene sufrió una inmediata erección. Cerraron la puerta y ella lo llevó casi corriendo a la habitación, ahí se quitó apresuradamente la poca ropa que traía puesta y estando desnuda se volvió a acercar a él para besarlo. Matías recorrió su piel con las manos sin separar la boca de la de ella. Finalmente Elvira se tiró sobre la cama mientras Matías prácticamente se arrancaba la ropa. Ella se quedó mirando la puerta del ropero que no estaba totalmente cerrada. Cuando Matías se hubo quitado la última prenda se lanzó desnudo sobre ella y ambos se enredaron en un torbellino de caricias, manoseos y besos apasionados. Matías le besaba el cuello mientras le agarraba los senos y ella envolvía su pene con una de sus manos y lo jalaba frenéticamente haciéndole sentir dolor, pero a él no le importaba, seguía besándola y acariciándola hasta que ella abrió instintivamente las piernas, Matías ni se acordó de los condones que había llevado, con un solo movimiento de la pelvis la penetró haciéndola gemir sonoramente, y empezó en bamboleo, con él encima de ella moviéndose rítmicamente y gimiendo ambos sin ninguna discreción. Así estuvieron por algunos segundos; ella le apretaba la piel de la espalda y él aceleraba el movimiento de vaivén. Estaban a punto de llegar al orgasmo cuando de pronto la puerta del closet se abrió con violencia y de su interior salió el señor Rodolfo agitado y maldiciendo:
—¡Ay! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
Matías se paró de un brinco mientras el señor Rodolfo se movía dándose vueltas como tratándose de quitarse algo de la espalda y seguía maldiciendo mientras lo hacía.
—¡Qué pasa, qué pasa! —gritó Elvira.
—¡Te lo dije, mujer, te lo dije! —respondía su marido.
Matías, aterrorizado, únicamente atinó a salir corriendo de la habitación olvidando que se hallaba completamente desnudo.
—¡Matías, no! —gritó Elvira.
—¡Quítamela, quítamela de encima! —gritaba el señor Rodolfo.
—¡Que te quite qué cosa! —preguntó su esposa.
—¡Una araña! ¡Una araña! ¡Una araña grande!
—¿Una araña?
—¡Sí, estaba en el closet! ¡Te advertí que lo limpiaras bien! ¡Ahí está, ya cayó al suelo!
Efectivamente sobre el suelo caminaba una pequeña arañita negra.
—¡Písala! ¡Písala! —gritaba el señor mientras retrocedía.
—¡Estoy descalza! Písala tú.
El señor Rodolfo dio un par de pasos hacia adelante y aplastó a la araña como si fuera su peor enemigo.
—¡Mira lo que has hecho! —le increpó su esposa—. ¡Ya lo asustaste!
El señor miró a todos lados buscando a Matías.
—¿Dónde está el vecino?
—Lo asustaste. Se ha ido corriendo. Anda alcánzalo y explícale todo.
—Sí, sí, ya voy.
—Todo esto por una miserable arañita, no lo puedo creer —exclamó Elvira llevándose la mano a la frente.
—¡Tú sabes bien que soy aracnofóbico! —replicó su esposo.
—Aracnofóbico y voyerista, lo sé, pero ahora ve detrás de Matías y tráelo de vuelta antes que haga un escándalo en el edificio.
El señor Rodolfo fue corriendo de la habitación hacia la sala y halló la puerta abierta de par en par, salió apresurado al rellano y ahí encontró a Matías desesperado tratando de abrir la puerta de su departamento a trompicones mientras decía malas palabras.
—¡Matías, ven acá, ven acá! —le ordenó.
Matías volvió la mirada y vio al marido de Elvira acercándose con las manos extendidas. Lanzando un grito abandonó su vana tarea y salió disparado escaleras abajo. El señor Rodolfo fue tras él.
En el piso de abajo, doña Inés y su grupo de oración habían escuchado el barullo y la viejita, curiosa, caminó hacia su puerta y la abrió un poco para oír mejor, pero enseguida fue expulsada hacia atrás por un desnudo Matías que irrumpió corriendo en su departamento con el señor Rodolfo pisándole los talones.
—Disculpe —le dijo el señor Rodolfo a la vieja que yacía tirada en el suelo.
En el centro de la sala había un gran mueble con las horrorizadas amigas de doña Inés sentadas en él. Matías y el señor Rodolfo empezaron a correr alrededor de dicho sofá.
—¡Matías detente! ¡No te haré daño! —le gritaba el señor.
Finalmente el señor Rodolfo se detuvo en uno de los extremos del mueble y Matías hizo lo mismo en el otro.
—¡Matías cálmate! ¡No te haré daño!
Pero Matías seguía agitado y la punta de su pene se bamboleaba a centímetros de la cara de una de las estupefactas amigas de oración de la señora Inés.
—¡Matías, no te haré daño! —le repitió el señor Rodolfo— Elvira y yo somos swingers, ¡swingers!, hacemos intercambio de parejas…y a mí me gusta mirar.
Matías se calmó un poco.
—¿Le gusta mirar cómo se cogen a su mujer?
—Exacto, pero es más emocionante cuando lo hago a escondidas.
Matías se llevó las dos manos a la cara. 

3

Ese fin de semana regresó la esposa de Matías y la rutina diaria se restableció, pero a la mujer le llamó la atención que cada domingo su marido acompañara a doña Inés a misa. Matías la convenció de que lo suyo era un gesto de devoción y amabilidad, lo que nunca le dijo fue que aquellas idas a las misas dominicales era lo que la señora Inés había pedido a cambio de su silencio y complicidad.