Margarita Moreno
Una noche de septiembre en el firmamento, magnífica vistiendo plenilunio, Selene halaga
con derroche luminoso el sosegado vaivén del océano, poco a poco extiende sus fulgores,
encendida, bella, perfecta, espera conocer
antes que nadie, a la sirena que surgirá del mar en busca del amor.
De pronto, un canto
suave, acompasado y cadencioso se agrega al rumor del mar cautivando el
entorno, la luna se siente complacida y embelesada por la mágica voz, comienza a
tararear la exquisita tonada, a lo lejos vislumbra el sitio de donde surge la
balada, sobre un atolón divisa una nereida ―¡Qué mágico y armonioso acento! ―piensa para
sí, hace rato no escuchaba algo tan deleitoso —sin embargo, el aspecto de la
náyade la sustrae de la romanza, Selene comienza a brillar intensa y desafiante
y como la esfinge habituada a interrogar cuestiona con tono metálico:
―¿Quién eres tú?
―Soy Mari, Mari balbucea la ondina.
―¡Vaya! ¿Mari dos veces?
―Sí, sí señora,
es un honor que…
―Pues Mari Mari, ostentas una voz hermosa, magistral,
aunque… ahora que lo pienso, me parece haberte escuchado antes, otra noche en
mares lejanos, supongo que alguna corriente marina pudo traerte entre la espuma…
sin temor a equivocarme, vienes del Caribe,
¿de dónde más?
Mari Mari sabía de la gran influencia que la diva ejercía
en el mundo acuático, regía mareas, determinaba tormentas, la fuerza de las
lluvias que agitan los mares, le angustió pensar que podía disgustarla.
—¡Deja de temblar! Gritó Selene, simplemente eres discorde
con las demás sirenas de esta región, no puedes ignorarlo. —dijo al tiempo de
subir a velarse con las nubes.
Desde luego que Mari Mari había notado las
diferencias entre ella y las níveas sílfides de bellos y espigados cuerpos, hermosos
ojos claros, largas melenas tan doradas como el sol que tiñe las alboradas. En nada
igualaban su propia apariencia, ella era robusta, vigorosa de amplia y elevada cadera, senos fastuosos, labios
sensuales y carnosos, espléndidos rizos con el marrón vibrante de sus ojos, la
piel bronceada que delineaba sus curvas era tersa y radiante como las perlas, su
risa contenta y contagiosa iteraba como eco en el ambiente y su voz caudal
armonizado, a veces hondo, solemne y otras dulce, acompasado, estallaba al
ritmo de las olas, sin contar su tierno y dadivoso corazón. Y si bien era
cierto que no era igual a todas, entonces ¿cómo era posible? no recordar a
dónde pertenecía, ni el sitio dónde
estaba el mar Caribe.
Cavilando se sumergió en el agua helada dejándose llevar
por la corriente, más tarde descendió a lo profundo del océano intentando ordenar
sus ideas, buscando respuesta a sus inquietudes. Se desplazó horas por rutas
interoceánicas sintiendo como su cuerpo era llevado por aguas abisales que alteraban
súbitamente su temple corporal, el mar donde ahora se desplazaba parecía
pesarle mucho, el avanzar se volvió lento, ingrato, el cansancio la estaba aventajando,
finalmente decidió tomar un descanso y haciendo un gran esfuerzo saltó fuera
del mar sobre un islote, no sabía con certeza dónde estaba, despuntaba el día, un
calor asfixiante comenzó a castigarla, se
“derretía” el ardiente Helios sulfuraba
su cabeza, cientos de gotitas saladas resbalaban por sus sienes, cuello y hombros
escurriendo en ofensivo aluvión entre sus pechos. Intentó cantar para animarse
un poco, pero el sopor la hizo extraviar la armonía, impaciente invocó a Eolo y
una brisa fresca sopló indulgente.
Poco a poco su ánimo se fue aliviando y en breve se
quedó recostada sobre un filón ascendente del arrecife, no supo cuántas veces
cambió de pose o gesto, ni el número de sonrisas que colgó en su rostro sin
encontrar más receptor que las inquietas gaviotas, tampoco evitar los tantos
suspiros y bostezos que injuriaron el glamour que ensayaba proyectar y mucho
menos se enteró en qué instante, sus almendrados ojos castaños cedieron a un
letargo profundo que la llevó al reino de Morfeo donde arribó rendida.
Al llegar, el rey la miró con incuria y delegó en su
joven edecán la elección del prontuario de sueños para Mari. En segundos las visiones
fueron llegando a su quietud, ahora ella se veía en la albufera donde jugaba de
niña, cuando en su mundo submarino, nada sabía de vida fuera del mar, ahora
flotaba entre rocas vivas y sí que estaban vivas, era un arrecife coralino de
tentáculos urticantes, ahí rondaban peces ángeles, mariposa, payasos y anémonas,
reconoció a los borriquetes y al mero papa, un pez confiado y arrogante, bajo
el techo carmesí consintiendo que los pececillos “limpiadores” entraran y
salieran de su boca abierta para limpiar las impurezas, un pez loro de cabeza
jorobada de gran apetito, tragaba cardúmenes de peces, con sus fuertes dientes
triturando trozos de coral y rocas, capaz de fragmentar toneladas del pétreo
granate, cambiando así los diseños de farallones en los santuarios tropicales. Admiró
a los delfines acróbatas escaliando el silencio con ecos estereofónicos, incitando cortejos de apareo, no solo entre
parejas, también entre tres o más donosos enamorados ―bueno, murmuró sin
escandalizarse; estos seres del espacio, extraterrestres o extra marítimos, me gustan.
La melodía que emitían los retozones delfines en su juego amoroso era de tantas
variaciones para estos encuentros de baile sofisticado, cortejos breves y
móviles, acciones relámpago lanzando su destino reproductivo al mágico instante.
Contempló el arrecife que la protegía y observó cautelosa a una Jibia desovando
en la parte baja de las rocas, Mari sabía que era peligroso mirar a los ojos a estas
camaleónicas cazadoras expertas en hipnosis, hasta ella misma podría ser
alimento de esta Jibia, así que sonriendo graciosa evitó correr el riesgo.
Llamó su atención un cangrejo afanado en ocultarse
bajo cachos de alga y esponja, era bastante feo, suficiente razón para cubrirse
―pensó divertida manoteando suave bajo el agua hasta tocar unas piedras que
resultaron ser peces rocas agazapados en espera de alimento, complacida con el
paisaje submarino le provocó nadar un poco alardeando agilidad, garbo y soltura
en ese universo diáfano, ella giró serpenteando, danzó mejor que nunca, reinando
en ese cosmos mágico de sensualidad, sin disimulos, regocijada y satisfecha con
su danza de a poco se detuvo y retomó su paseo hacia el norte, tras un banco de
planten se topó con tiburones punta blanca que dormían con los ojos abiertos, sigilosa,
se acercó a ellos a corta distancia fantaseando que quizá despertarían seducidos con su imagen. Más adelante
se animó con un cardumen de sardinas que una a una rozaban su cuerpo contra una
enorme roca caliza, de continuo pasaban en fila rigurosa, deleitada los siguió
y frotó la parte escamosa de su cuerpo contra la escarpada gozando de grato alivio. Se alegró al darse cuenta de que esa
curiosa actividad había dejado brillo, tersura y un vibrante color en su larga cola.
Soñó mantarayas ondeando sus cuerpos en calmo
exilio, mudándose a un barco hundido, donde se rumoraba que quien osara entrar,
sería poseído por las almas de los humanos que ahí se ahogaron heredando las congojas
de los muertos. El ensueño se mantuvo días enteros, el bisoño asistente de
Morfeo se olvidó del tiempo, pasó por alto el protocolo de sueños para criaturas
marinas, acervo de mares, océanos, lagos
y lagunas, apenas y eligió temas sin
censura ni reserva y los botó al reloj de arena que se fue vaciando al reposo
de Mari, filtrando la fragmentación en su mente, haciéndola divagar. Ella flotaba
latamente entre peces tornasol de delicadas aletas, paseando juntos al interior
de una gruta submarina, que bañada por un sutil espectro de luz azul revelaba la
superficie del mar que amoroso y discreto acariciaba el margen de una desnuda
caleta. Del sitio surgieron voces que alertaron a la inquieta nereida, ― ¡Humanos,
son hombres!, pensó para sí, al tiempo
que comenzaba a cantar con suave cadencia.
―¿Escuchas eso Orfeo? Alguien canta divinamente ―dijo
uno de los hombres en la cala.
―Sí Jasón, lo escucho, es un embrujo delicioso, más
debemos protegernos ―repuso alcanzado su lira labrada en carapacho de carey, en
breve la pulsó con esmero y entonó a contrapeso un antiguo poema de amor.
Las voces del sueño, se casaron en dúo sublime
barítono-soprano, ella se enamoró perdidamente de la voz y hechura de Orfeo y
él se quedó prendado de la radiante y voluptuosa sirena, se le acercó sin
recelo y en brazos la sacó del agua, se reflejó en el ámbar de sus ojos y acarició
las curvadas trenzas que ella enlazó mientras cantaba para seducirlo, se ciñeron
en un largo abrazo y unieron sus labios, trocitos de caramelo se diluían en su
boca en cada beso, Mari estaba arrobada, ya no soñaba, alucinaba con el amor, desvariaba
de pasión, comenzaba a dispersarse por el universo y en breve pasaría de la
quimera a la espiral sin fin del delirio, que no es lo mismo que la muerte y
mucho menos que la vida, se fragmentaba, diseminándose en pequeñas partículas cristalinas
por todo los espacios posibles…
¡Por todos los dioses! Exclamó Morfeo al regresar, notando
el aroma que brotaba del reloj vacío de arena, ¿qué pasa aquí? ¡Se esparce el aroma
del umbral de la locura! ¡Por Neptuno! Si llega a saberse que transgredo otros
reinos, será mi fin y los sueños desaparecerán. Indagó prontamente, pero ya era
tarde, el sueño del mundo de tierra (prohibido para océanos) ya estaba en la
voluntad de la joven, aterrado giró prontamente el cronómetro para cambiar el curso
de los sueños.
Mari comenzó a despertar, regresando cada vez de un sueño diferente, no
pudo saber en qué momento recuperó totalmente la conciencia. Cuando al fin
abrió los ojos no logró levantarse, la noche generosa le dio una bienvenida próvida
de estrellas, estaban todas sin faltar una sola, cintilando en comunión,
obsequiándole el diluvio de esplendores más sublime de su vida.
Los espejismos que ella percibió quedaron grabados
sin remedio en su alma, esto la hacía sentir extraña, nunca antes había
guardado algún recuerdo de sus sueños y no sabía por qué de repente se le
ocurrían tantas cosas o parecía recordar sensaciones y seres ajenos que vivían en
grandes extensiones de arena…
Los días que siguieron, Mari pasaba largas horas contemplando
el horizonte posada en los arrecifes, musitando arias con primor, acompañada
solo por la gaviota que la observaba con curiosidad.
—¡Un humano! Él existe no lo soñé, ahora lo recuerdo, gritó de pronto
emocionada.
—No te engañes amiga mía, es una quimera, una hermosa
fantasía. —Repuso la gaviota, cuenta una leyenda que cuando la luna llena besa
el mar, una sirena emerge para encontrar a un ser humano, canta para enamorarlo
y unir sus vidas para siempre, más si antes del amanecer ella no ha recibido un
beso de amor, el mar la vuelve al océano
tornando espuma su memoria.
—¡Pero, qué dices gaviota! ¡Él me besó antes del
alba, lo sé, lo siento! —protestó la
sirena.
—¡No puedes recordarlo! dijo la gaviota, —has flotado
largamente sobre las olas desde el Caribe hasta la Antártida, sin comprender
siquiera como llegaste, tus recuerdos son de espuma.
—Pues ahora lo recuerdo todo, es cierto que vengo de
otros piélagos y por algún capricho del destino he llegado hasta aquí, pero mi
amor existe, es un hombre, su nombre es Orfeo, cantó para unir su voz a mi balada, me
estrechó entre sus brazos, besó mis labios al anochecer, no fue un sueño ahora
lo sé, él está muy cerca y voy a encontrarlo —y diciendo esto último, se hundió
de nuevo en el océano.
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