Joe Monroy Oyola
Cada mañana, desde
hacía ocho meses atrás, muy temprano, se oía el estridente motor de un vehículo
transitando por la avenida Valley Ridge, en la ciudad de Lewisville. Parecía
querer despertar a todo el vecindario cercano al complejo de apartamentos Valley
Clouds. Iba dejando cual rastro una densa emanación de humo azulado y un
horrible hedor a refrigerante.
Desinfectando la
lavandería
Eusebio apagó las
luces de su auto azul, era un Ford Escape del año dos mil tres, y cerró la
puerta del vehículo. Se distingue una figura pequeña, esmirriada, sus dos manos
estaban detrás de la cintura, el vaho de su respiración debido al frío invierno
en Dallas parecía rodear su casaca negra. El carro se detuvo en uno de los
lugares señalizados del estacionamiento.
—¡Buenos días don Justo!
—Buenos días, Eusebio, buenos días, Violeta.
Ustedes siempre a la hora: seis de la mañana en punto —contestó el anciano
trabajador de mantenimiento, mirando el reloj en su delgada muñeca izquierda—.
Chico, allá en mi Cuba ya son las siete.
—Tratamos de ser
puntuales. ¿Está abierta la puerta de la oficina para desinfectar? —pregunta
Violeta.
—Sí, señora, por
favor adelante. Oiga Eusebio, le agradeceré que fumigue también el área de la
lavandería. El gerente dice que dos familias residentes de aquí han reportado
haber contraído el coronavirus.
Para los esposos Eusebio
y Violeta Fernández, la desinfección de inmuebles por el ataque del infame mal
ya resultaba rutinario. El protocolo de la vestimenta se iniciaba en las
afueras de cada local. Sin embargo, cuando algún fallecimiento por coronavirus
ocurría en una escuela, casa de reposo o algún orfanatorio, sí les resultaba
doloroso en extremo. Con el mameluco blanco desechable, anteojos de seguridad,
guantes plásticos y el respirador similar al que usan los pintores, se completaba
el atuendo de trabajo para afrontar estos menesteres.
Hace quince años
llegaron a Estados Unidos tras obtener la visa de turistas. Recién
comprometidos en matrimonio planearon un aparente viaje de luna de miel. La
consigna era poner pie en tierra y quedarse en busca del «sueño americano».
Dejaron atrás sus amadas familias, amistades, la hermosa ciudad de La Paz en
Bolivia.
Violeta fumigaba
las tres oficinas contiguas del ala izquierda. El área del gerente tenía un
calendario en tela inmenso con la foto de un campo lleno de las flores. Su
vista se quedó fija en el dibujo. ¡Mentiroso!, que venir por el sueño
americano, solo un par de años y tendríamos los documentos, además que traeríamos
a nuestros padres. A mí solo me quedaba mi madre, ya se me murió hace siete
años. Por eso se ha secado mi cariño. Es su culpa, tal vez nunca pueda arreglar
su situación migratoria. Todo por su borrachera. Nuestra hija angélica va muy
bien en la escuela. El proceso de inmigración de ella y el mío está avanzando.
Si lo deportan, ¡que se joda solito!
Eusebio entró al
área encomendada. Enchufó la máquina portátil para la fumigación. El piso era de
cuadros blancos y negros, además, tenía sobre él paños desechables y bolsas plásticas
vacías con marcas de detergentes. Había una hilera de seis máquinas lavadoras
de ropa y en la pared contraria la misma cantidad de secadoras, todas eran
blancas. Decidió empezar la desinfección sobre el lado derecho y seguiría con
las lavadoras. ¿Qué estará haciendo mi hermano Víctor? Ya es un hombre, lo dejé
de siete años. Cómo me lloraba porque él no entendía bien lo que ocurría. Pero veía
acongojada a toda nuestra parentela y a los amigos. Si a duras penas pudimos
enviarles ayuda económica, más parecían propinas. Pues también allá piensan que
los dólares están en los árboles listos para recogerlos.
Todo por ese
maldito arresto, solo me había tomado unas cuantas cervezas. Policías racistas,
seguro me empapelaron porque me vieron hispano. Dice mi abogado que en
cualquier momento podría salir mi orden de deportación; ni modo, mi mujer y
nuestra hija se tendrán que regresar conmigo.
La niebla
artificial empezaba a cubrir todo a su paso. Dirigió entonces la máquina hacia
la única ventana por la que se podía ver los estacionamientos. Se dio cuenta que
había humedecido un cartel que se hallaba pegado sobre una columna cercana a la
puerta. Apagó la fumigadora y se fue acercando al letrero que mostraba unas
fotos. Trató de secar el pequeño panfleto con la manga izquierda de su cobertor
blanco.
Las fotos
Era una cartulina
blanca donde se apreciaban nueve fotos. Se trataba de dos niños: Dustin Smith,
y Allen Johnson. Además, cinco niñas: Tiana Williams, Sandra Walters, Erika
Ventura, Briana Brown, Samajeria Miller. Algunas gotas aún caían del anuncio.
Las edades de todos, según la información anotada, fluctuaban entre cinco y
dieciséis años. Ellos desaparecieron en los alrededores de sus casas, de sus
escuelas. Alguno fue visto por última vez en el parque. Casi todos habían sido
declarados personas desaparecidas durante el año en curso. Solo Dustin Smith y
Sandra Walters fueron la excepción. Eran buscados desde hacía una década atrás.
De ambos se mostraba una foto adicional. Los peritos prepararon un retrato en
progresión, tal como podrían verse en la actualidad.
Es triste, tantos
niños perdidos en este país, tal vez para siempre. Y, ¿dónde estaban sus
padres? ¿Los seguirán buscando la policía? Aquí en América tanto depravado.
Bueno esto ocurre en todo el mundo. Seguro también en Bolivia. Recuerdo a
Manuelito Melgar, en ese entonces tendríamos unos nueve años y jugábamos en
plena plaza de armas mientras las madres conversaban, y luego las preguntas de
su mamá. Aún en mi memoria las corridas de la madre de Manuelito, iba para todos
lados y para ninguno. Nunca olvidaré sus gritos destemplados. Nuestras progenitoras
tomándonos de la mano y buscándolo también, luego asustadas nos fueron llevando
de regreso a casa. Si solo estábamos jugando a las escondidas y yo creí que se
había ocultado bien. Pobre, apareció muerto a la semana en un descampado.
Luego de reunirse
los esposos, se despiden del carismático don Justo. Guardaron sus equipos no
sin antes desinfectarse ellos mismos.
—¿Lista Violeta?
—pregunta Eusebio colocando al mismo tiempo la llave de ignición del auto—. A
la una, dos...
—¡Qué vergüenza!
Ya arranca.
Entonces el motor
combustionó con una explosión, a la vez emanaba una neblina contaminante
alrededor del auto que fue en retroceso y luego giró hacia la izquierda. El
trabajador cubano retiraba los dedos índices de sus orejas. Esta gente, ¿cómo
pueden trabajar así? Ni modo, hay quienes nunca van a progresar. Don Justo
cerró con llave la oficina principal para dirigirse luego al cuarto de
lavandería. Miró las máquinas, el piso húmedo, pero no distinguió foto alguna,
ningún rostro. Jamás se había percatado de la existencia de aquel anuncio para
encontrar a los niños desaparecidos. Se frotó los ojos con ambas manos «Ese
médico me dijo sobre esa “glutroma, glaucoda, o glaucoma”, que era
irreversible, ¡ja!, bien me aconsejó mi comadre por teléfono: solo échese dos
gotas de sábila en cada ojo al levantarse y al acostarse. Tonterías de los
doctores, solo por hacer gastar en medicinas a la gente. Ya creo que veo un poquito
mejor».
En la escuela
secundaria
Sonó el ruidoso
timbre a través de los parlantes indicando el receso de clases. En cada salón las
puertas abiertas permitían el brusco flujo de estudiantes entre los pasillos.
Rosario y Angélica se encontraron en la zona de los casilleros metálicos.
—Oye, ¿le
contestaste a ese chico de California? Está guapísimo —pregunta mientras jala
la manga de Angélica —, porque si no lo quieres para ti, nomás avísame.
—Ja, Ja,
graciosita tú, eh. Ya le contesté anoche. Tiene un rostro tan dulce.
—Pero, dime ¿qué
tal es su voz? —inquiere Rosario entrelazando los dedos de sus manos cual
ruego.
—Ay, es un mango,
y su voz es como la de Justin Bieber. Me mandó varias fotos en pantalón de
lycra, estaba en el gimnasio.
—Me muero por
verlas. Comparte con tu amiga, aunque sea las migajitas. Ja, ja, ja. Al menos
cuenta ¿cómo se llama?
—Su nombre es Enzo
Petronelli, dice que toda su familia es de ascendencia italiana.
—¡Ay, que envidia
Angélica!
Las dos adolescentes
caminaron hacia el comedor, los estudiantes llegaban en grupos. Después de
hacer cola con sus viandas, las camarillas se encontraban en las mesas de
siempre, solo algunos pocos chicos y chicas caminaban solos. Se sentaban en
alguna mesa apartada, tenían tal vez por compañía algún libro, quizá solo el
alimento que iban mezclando con displicencia. Uno de ellos era John Wu.
De vuelta en
clases, los alumnos del aula esperaban el llamado a John cuando chequeaban la
asistencia:
—Kevin Wagner.
—Presente.
—Lindsey Wilson.
—Presente.
—John Wu.
—Prese...
Entonces venía el
coro que remedaban el sonido onomatopéyico: guau, guau, guau...
John nunca reclamó
nada ante la risa general de las chicas y los muchachos del salón, tan solo los
miraba uno por uno, aún mientras parecían ladrar cual perros, burlándose de la
pronunciación de su apellido chino. Pero la mofa podía venir por ese lado, o
bien por la figura obesa de John. Su estatura era solo media, pero era un chico
con sobrepeso. Cuando él tomaba asiento todos
los estudiantes del salón saltaban de sus asientos al mismo tiempo. A veces
contando con el cómplice silencio de algún maestro, otras con una tibia llamada
de atención que era devorada por las sonoras carcajadas. Y si John Wu caminaba
a la pizarra, cada paso era acompañado en coro por el sonido: pum, pum, pum...
De China con amor
Era un gélido
invierno en la ciudad de Harbin, capital de la provincia de Heilongjiang.
Durante el invierno las temperaturas varían entre menos trece a menos
veinticuatro grados centígrados. Llamada también la ciudad del hielo. A pesar
de ello era una urbe que iba logrando un sostenido desarrollo económico. Pero
la situación para Jian Wu de veinticuatro años y su esposa Dishi Wu de veintiuno
era difícil. Jian había terminado sus estudios de literatura en la universidad
local. Sus poemas y ensayos se hacían populares, en ocasiones publicados en
panfletos dentro de la universidad. Nunca pudo conseguir por ello trabajo como
maestro en su especialidad, ninguna editorial china aceptó publicar sus obras,
ni siquiera intentó en los periódicos bajo el total control del gobierno. Ambos
esposos trabajaban en la misma fábrica cervecera de la ciudad.
Jian Wu y su
esposa Dishi solicitaron asilo político al gobierno de los Estados Unidos de
Norteamérica. Los meses pasaban largos sin recibir la respuesta confirmatoria.
Días antes ellos habían recibido la noticia en el hospital local. Dishi quien
ya tenía ya seis meses de embarazo, daría a luz un varón.
Un sábado,
mientras cocinaban juntos los esposos, se oyó detenerse un vehículo frente a la
puerta de su pequeña casa. Jian miró a través de la ventana, era el cartero.
Jian salió a recoger la correspondencia. La puerta de casa se abrió en forma
brusca:
—¡¡¡Estados Unidos
nos otorgó el asilo político!!! Dishi, a partir de ahora estamos
protegidos.
—¿Estás seguro
Jian?, por favor, revisa bien...
—Acá está la
fecha, desde el día diecisiete de marzo de este año dos mil cuatro.
—¡¡¡Por fin, por
fin, Jian!!!
Los esposos
festejaron con la ración de cerveza que les dio la compañía. Era el final del
invierno, la primavera casi llegando.
En menos de un mes
la familia Wu llegaba a Nueva York. Al poco tiempo nació el bebé que se
llamaría John Wu.
Karen Dylan,
¿ángel o demente?
Don Justo sale de
las oficinas donde trabaja y toma su teléfono:
—Aló, Eusebio, ¿me
oye?, hay mucho ruido aquí en el estacionamiento —dice, tapándose el oído
izquierdo.
—Aló, sí, sí,
buenas tardes don Justo. ¿Cómo le puedo servir?
—Mira chico, el
gerente quiere que vengan hoy urgente. Hay otro caso del virus ese.
—Claro, sí
podemos. La verdad no estamos lejos. Llegamos en una hora.
El trabajador de
mantenimiento regresó a la oficina para confirmar la venida de los fumigadores.
Eusebio le comentó a Violeta y apuraron el sándwich que comían sentados en el
auto. Él sonriendo hizo una corta cuenta regresiva y devino una explosión que
asustó a dos ardillas que saltaron sobre las ramas de aquel árbol bajo el cual
estaban los esposos, una señora que cruzaba la calle saltó en plena pista
emitiendo un alarido, la nube blanca cubría la penosa retirada del auto azul.
En el complejo de
apartamentos don Justo caminaba con una escoba y un recogedor de plástico color
rojo. Ya iba a tirar la basura recogida en los alrededores:
¡Vino otra vez!
Esa rubia está hermosa. Así estaba mi Lucrecia, bueno hasta hace unos treinta
años, ya ahora con sus setenta mejor ni acordarme. Hoy sí le hablo, bueno en
español, debe saber algo, igual yo me defiendo con mi inglés. El anciano cubano
usó todas las estrategias posibles para hacerse entender, a sus sesenta y ocho
años sentía tener una amplia experiencia para entablar una conversación, se le
acercó. Al cabo de un par de minutos, la dama que estaba pegando unos pequeños
carteles en los postes, lo quedó mirando a la vez que movía su cabeza en forma
oblicua para ambos lados, como hacen los perritos cuando oyen un sonido molesto
e irreconocible, ella encogió sus hombros sin pronunciar una palabra. Le dio la
espalda al anciano y miró por la ventana al interior de la lavandería.
La mujer observó
los anuncios que había colocado hacía unos días y continuó su camino. Ya cuando
iba a girar hacia la derecha en la esquina alcanzó a oír una detonación, se
agazapo tratando de protegerse, cuando volteó el rostro, observó en medio de
una humareda, un auto azul del que descendía una pareja de hispanos sosteniendo
unas máquinas portátiles.
Al entrar en su
casa, la dama rubia cerró su puerta, el viento provocó que se desprendieran
unos papeles en la pared frente a ella, la cual se hallaba entre la sala,
situada a la derecha, y el comedor de diario. Esta pared estaba entre la sala
que se estaba a la derecha, y para el lado opuesto, el comedor de diario que
junto con la cocina se ubicaban a la izquierda. Dejó rauda, sobre la mesa su
cartera y un bolsón de tela lleno de afiches. Al tomar un par de ellos vio el
encabezado: ¿Nos has visto?, debajo la foto de Emilie Ross. La fecha de su
nacimiento en mil novecientos ochenta y cuatro. Desaparecida desde noviembre
del año dos mil dos. El otro retrato y su posible evolución en el tiempo, de
George Coleman, desaparecido en el mismo año.
Traía en su mano
un par de sobres, los abrió: veamos qué me dicen del hospital... hum, señorita
Karen Dylan, bla, bla, bla..., lamentamos informarle que los resultados de la
biopsia confirmaron el diagnóstico anterior, da, da, da... comuníquese con el
hospital lo antes posible para el procedimiento quirúrgico ya antes sugerido...
Solo tengo
cuarenta y tres años, y me quieren extraer mi útero, las trompas. Pues, ni modo
lo que se deba hacer hay que afrontarlo. Ya les contestaré.
Karen pegó, en uno
de los pocos espacios disponibles sobre las paredes, las dos copias en papel de
las fotos que levantó. Se acercó a la contestadora y presionó el botón, la voz
grabada era de la secretaria del sheriff del condado de Denton, le recordaba sobre
una reunión pendiente para su confirmación. De pronto entró una llamada.
Provenía de una mujer nombrada Alicia Bejarano, le preguntó si era el teléfono
de la fundación: Ayúdame a Encontrarlos. Karen le contestó que sí, que ella era
la directora. Alicia Bejarano le pedía ayuda ante la desaparición de su hijo...
El hogar de los Wu
John arribó a
casa. Desde que abrió la puerta, el hedor proveniente de comida descompuesta, y
cervezas a medio consumir, parecía salir a recibirlo.
—¡Mamá! ¿Qué haces
en el piso? —dijo John, a la vez que la ayudaba a sentarse sobre el mueble
púrpura con manchas de grasa negras—. Estírate aquí en el sofá. Te traigo un
vaso con agua.
—No hijo, déjame,
por favor, vete a otro lugar hijo, soy un asco de madre —contestó Dishi,
mientras se cubría el sucio rostro con ambas manos.
—Ya han pasado
cuatro años desde que murió papá, tienes que sobreponerte. Te necesito madre.
El ronquido fue la
única respuesta que recibió John. Sacó dos sobres de palomitas de maíz, las
colocó en el horno microondas. Prendió la televisión y trajo junto a él un
refresco tamaño familiar. Lo destapó y empezó a tomar a pico de botella. La
campanita del horno provocó en él una inmensa sonrisa.
En su cuarto, John
removía la ruma de ropa sucia, se le había extraviado un cuaderno con la tarea
que debía desarrollar. Encontró la libreta de apuntes que buscaba; recordó
haberlo hallado en el suelo debajo de su pupitre el martes pasado después del
refrigerio. No lo había abierto desde entonces. Cuando lo hizo se quedó
paralizado. Alguien había dibujado una caricatura de un perro bulldog, tenía
los ojos achinados y la clásica representación de una burbuja simbolizando a alguien
que hablaba. En este caso contenía escrito el apellido Wu, Wu, Wu..., cual si
el animal estuviera ladrando.
Al día siguiente
en la escuela
La clase de
matemáticas transcurrió sin novedad, el pasado de lista era ya algo clásico en
cada curso, cada día. Luego del receso para el almuerzo, al regresar a su
casillero metálico, John Wu halló una caricatura pegada en la puerta del armario
representando el mismo bulldog comiendo en un inmenso plato sobre el piso, a su
lado otro garabato representando una perrita china, largas pestañas, moño rojo con
tres pelitos en la cabeza, abrazada a una botella que en la etiqueta decía whisky.
Desde lejos se escuchó un ruido seco de algún golpe sobre el metal. Él tomó sus
cosas y se fue de la escuela. Caminó en dirección a su casa.
La tarea en grupo
Rosario le
preguntaba a su amiga Angélica; entonces, es verdad que tu chico italiano ha
llegado con sus padres aquí a Dallas. Angélica le confirmaba que ya estaban
aquí, y por supuesto se iba a entrevistar con ellos. Por tanto, querida
Rosario, tú me vas a ayudar. Les diré a mis padres que voy a tu casa para hacer
un trabajo de historia; será hoy jueves como a las seis de la tarde. Estás
loca, si te tardas y nos descubren mamá me asesina. El plan estaba hecho para
que Angélica se pudiera reunir con Enzo Petronelli y su familia.
A las cinco y
media de la tarde Angélica se despide de su mamá:
—Mami, ya me voy a
la casa de Rosario.
—Por favor,
confirma el teléfono de su casa —dice la mamá, mientras abre la puerta para
dejar entrar a Eusebio, su esposo que traía unas bolsas de víveres del carro—.
Espera ayudemos a tu padre.
—Violeta, ¿adónde
se va nuestra hija?
—Cariño, ya te
había dicho que tienen una tarea grupal.
—Sí, papito. Me
voy que se me hace tarde.
—Mujer, ¿ya tienes
la dirección de la casa y el teléfono?
—Eusebio, ya tengo
todo, además como padres debemos tener confianza en nuestra hija.
—Chau, chau, nos
vemos al rato.
John Wu de regreso
a casa
La bienvenida fue
la misma de siempre, al abrir la puerta salieron unas moscas como si huyeran ya
hartas de tanto potaje. Su madre roncaba en el dormitorio, él se puso a freír
seis huevos. Los sirvió en un gran plato y agregó seis piezas de pan. Estoy
harto de esa escuela, de todas las burlas e insultos. Y mi madre, pobre mamá.
John caminó hacia el garaje de la casa. Removió una rajada puerta de madera de
un armario. Eran las armas de su padre a quien en ocasiones solía acompañar
cuando iba de cacería. Junto al arma estaba una caja con municiones. Tomó el rifle
sobre su hombro derecho y se puso un abrigo de tipo camuflaje, en el bolsillo
la caja con balas. Fue hacia el cuarto
de su madre, la quedó mirando por unos segundos y salió de la casa.
La cita de
Angélica
Angélica baja del
bus en el paradero cercano al centro comercial en la ciudad de Lewisville. Caray,
son las seis y diez, me dijo Enzo que llegaría a las seis en punto con sus
padres, en un auto Cadillac plomo frente a la puerta de la tienda Ross. Deben
de ser adinerados, dice que es hijo único. Oh, aquí viene el carro. La puerta
trasera se abrió, al mismo tiempo que la del copiloto, dos hombres la
levantaron en vilo metiéndola dentro del auto con lunas polarizadas.
Eusebio marca un
número y escucha el timbrado. El celular es sostenido con su mano izquierda, y
con su puño derecho golpea en forma repetida la mesa de madera; entonces le
contesta la voz de una dama.
—Aló, buenas
noches...
—Buenas noches,
¿hablo con la señora Enriqueta, la mamá de Rosario? —dice tirando con su
diestra su negro y lacio cabello—. Disculpe la llamada a esta hora, soy Eusebio
Fernández, el papá de Angélica, por favor, ¿me podría pasar con mi hijita? Ella
no me contesta.
—Señor Fernández,
buenas noches. ¿Su hija? No, no ha
venido hoy a mi casa. ¿Ha pasado algo, algún problema?
—¡¡¡Cómo que no
está allí en su casa!!! Hoy me pidió permiso para ir a preparar un trabajo de
historia con su hija Rosario. Son las diez y media de la noche y aún no ha
regresado a casa.
—Lo siento, pero
aquí estoy con mi hija, y como le dije hoy no ha venido Angélica. Déjeme que le
pregunte a mi hijita si sabe algo de ella.
Rosario le decía a
su mamá no saber nada, pero al no sostenerle la mirada doña Enriqueta entró en
duda, insistió y le alzó la voz, más y más. Tras tensos minutos doña Enriqueta
volvió a tomar el teléfono. Le informó al afligido padre lo que le confesó su
hija Rosario, de la cita con un tal Enzo Petronelli en el centro comercial. Entonces
Eusebio cortó la llamada.
Eusebio y Violeta
se gritaban entre ellos culpándose el uno al otro por el permiso otorgado, a la
vez que se cubrían con una casaca y salían presurosos hacia la estación de
policía. Sonó el estallido del arranque del carro, esta vez además del humo
blanco, una sombra muy oscura parecía cubrirlos. El ruido del motor es opacado
por los desgarradores alaridos que emanan desde el vientre de una madre, del
alma de un padre.
Wu, Wu, Wu...
Eran las ocho y
cincuenta y cinco de la mañana, del viernes veintitrés de enero del año dos mil
veintiuno. Sonó por los parlantes el timbre marcando el inicio de clases. Los
pupitres estaban ocupados, excepto uno. El maestro de matemáticas iba a tomar
lista, pero la secretaria del director se presentó en la puerta diciéndole que
se le requería urgente en la oficina. El profesor salió.
El reloj marcaba
las nueve con siete minutos de la mañana, el docente de matemáticas volvía al
salón y alcanza a ver al alumno John Wu entrando al salón con su mochila al
hombro. Al maestro se le cayeron unos papeles al piso, eso haría la gran
diferencia entre seguir viviendo o morir.
John entró al
salón, y mientras todos los alumnos repetían en coro el sonido onomatopéyico:
pum, pum, pum; John que estaba parado junto a la pizarra se quita el largo
abrigo, rastrilló el arma y empezó a disparar contra todos. El maestro se tiró
al piso, en todos los salones los estudiantes se refugiaron bajo sus pupitres,
sonó la alarma de evacuación...
Los oficiales de
policía llegaron en pocos minutos, la comisaría de Lewisville se hallaba a tres
cuadras del centro de estudios. Arribaron primero cuatro patrulleros juntos,
luego muchos más, también unidades de bomberos. Después de entrar las fuerzas
del orden se oyeron más disparos. Los cruces de la avenida Main fueron
bloqueados. Un helicóptero sobrevolaba la escuela, reporteros de una televisora
local se preparaban para transmitir.
Camillas con
heridos salían empujadas por enfermeros, custodiados con policías que habrían
paso. Por altoparlantes los oficiales pedían a las personas mantener la calma y
la distancia. Las desgarradoras escenas ya eran transmitidas por televisión. Se
hablaba de nueve estudiantes fallecidos hasta ese momento, cinco jóvenes
estaban en la unidad de cuidados intensivos, que el presunto atacante sería un
estudiante de nombre John Wu, quien fue abatido en el lugar.
Fundación: Ayúdame
a Encontrarlos
Karen Dylan vestía
su pijama color rosado, sin mangas y con pantalón corto. Revisaba su
correspondencia en el buzón de la casa. El radiante sol le daba sobre su rostro
mientras sostenía su taza de café. Cargaba algunos sobres con su mano
izquierda, dio un sorbo a su bebida, miró alrededor del barrio. La vecina del
frente caminaba con su perro de razas mezcladas, la saludaba con la mano, le
correspondió. Aspiró hondo y entró a su casa.
En su
refrigeradora tenía un calendario magnético, el lunes cinco del dos mil veintiuno estaba escrito con plumón rojo: ¡Hoy
operación! Bueno, hay que afrontarlo, igual ya estaba muy mayor para tener
hijos, peor aún si estoy sola. Frank fue el amor de mi vida. Desde nuestro
divorcio hace once años no hemos hablado más. Sé que volvió a casarse, ojalá esté
feliz, aunque..., no, no se lo merece. Se sentó en su mesa de cocina que estaba
llena de folders. Tomó uno que tenía escrito al frente: Encontrados con vida,
otro que en cambio mostraba escrito: Sin paradero, aún.
Tenía en sus manos
la fotografía de una chica, su nombre: Angélica Fernández. Karen temblaba con
el llanto, la colocó en el primer folio. Gracias a Dios te encontramos niña, tu
foto nos ayudó tanto. Esos malhechores te drogaban en aquel antro del vicio
para prostituirte. Eres fuerte, tú saldrás adelante. Cerró el folio, tomó un
pedazo de papel toalla que estaba sobre la mesa y limpió su nariz. Se dirigió
al baño pare preparase, tenía que ir al hospital.
Las fotos en el high school
Las fotos en
letreros colocados, alrededor de los jardines externos, en la escuela
secundaria rendían luctuoso homenaje a las doce víctimas mortales. Apenas dos
de los cinco estudiantes heridos de gravedad pudieron sobrevivir, uno de los
que perdieron la vida fue Rosario, la amiga de Angélica. Su foto era uno de...
esos rostros.
Alrededor de ellos
había globos alusivos al pedido de paz, también ramos de flores frescos, otros
ya secos caídos. Un hombre menudo caminaba portando unos panfletos, iba colocándolos
en las puertas, postes cercanos al complejo de apartamentos. Vio unos pequeños
carteles y pegó los papeles. Eran en promoción de los apartamentos para rentar.
Alguien le llamó la atención a don Justo, por pegar un volante publicitario
sobre la fotografía de una de las víctimas, pero él casi nada pudo ver, menos entender.
Se fue adosando la propaganda por doquier.
La familia
Fernández
Eusebio, Violeta y
Angélica miraban hacia la ventana del lado derecho del pasillo, las nubes parecían
irse sobre las ventanas. Una voz femenina pedía abrocharse los cinturones;
estamos llegando al aeropuerto de la ciudad de La Paz.
Al bajar del
avión, después del chequeo de inmigración, los familiares se abalanzaron sobre
la familia Fernández, se besaban, los abrazos resultaban confusos, nadie sabía con
quién se estrechaba. A Eusebio le vino a la memoria ese partido que horas antes
vio por televisión, de la Liga Premier, cuando un delantero de origen africano
metió un gol sobre el minuto final, entonces, miró a su esposa junto a su hija,
alrededor reconoció a su gente, la familia; lloró tras el beso en la mejilla de
su hermano Víctor. Escuchaba el marcado acento de sus paisanos. Los octogenarios
abuelos de Violeta se le acercaron, sus ropas tenían olor a chacra, al campo
serrano. Le agradecían el haber regresado, sus sonrisas desdentadas, pero
auténticas le hicieron contemplar con regocijo... esos rostros de América, de la
América suya.