martes, 27 de diciembre de 2022

El ruido que provocaba mi madre

Manuel Quezada


Cada visita era un día de mal humor. Trataba de encontrar una leve justificación que me diera el ánimo o impulso para verla de nuevo, desde reconocer el esfuerzo que hizo en cuidarme a partir de mi infancia o la obligación cristiana de optar por los desfavorecidos. Llegué cerca de las once y treinta de la mañana del día dos de noviembre de dos mil veintidós, día de los finados. La calle principal del pueblo, construida de pequeñas piedras de río y colocadas pacientemente una a la par de otra, hacía pensar en una alfombra de tortugas muertas. La casa había sido transformada de bahareque a una vivienda de construcción de caña y concreto; ya no eran mis abuelos los reyes del lugar, sino mi prima, heredera y custodia de ese pequeño mundo físico de las últimas tres generaciones que recuerdo. Ella cuidaba a mi madre después de reconocer mi impaciencia producto de largas jornadas de trabajo y no superar recuerdos de cíclicas reprimendas. Estaba en el último cuarto, cerca del patio y del ancestral árbol de tamarindo que trepaba de niño. Esa área del ahora cuarto fue por años la cocina de la abuela.

Al ver a mi madre, su aspecto denotaba desolación. Estaba en su cama acostada en posición fetal, brazos recogidos y rodillas colocadas a la altura del abdomen. Al acercarme y tocarla tenía fiebre y fue perceptible un temblor a lo largo de su cuerpo.

—No ha comido, vomita todo —me dijo mi prima, quien estaba muy atenta.

Bajo la línea inferior de las pestañas se formaban dos bolsas negras. Sus dos pómulos eran más prominentes de sus años mozos. Estaba dormida y cuando logró abrir los ojos al reconocer mi voz declamó un poema que había guardado en su memoria por años. Luego pronunciaba el nombre de su padre «José Héctor, José Héctor», que había fallecido a finales de los años setenta.

Por un momento me dije que estaba en trance, pero su cuerpo endeble, vulnerable y recurrentes infecciones estomacales y urinarias que la doblegaban cada vez con mayor facilidad, le provocaban delirios. Cumpliría noventa años en un mes. Por primera vez me conmovió verla, después de dejar la casa hace treinta y cinco años debido a una insoportable convivencia familiar que se había tornado violenta e irrespetuosa. Salir de esa casa fue un alivio.

Se despertó de nuevo, comenzó a recitar un poema y luego se durmió. No tenía fuerzas para mantenerse activa como la mujer fuerte que conocía. Comenzamos a buscar enfermeras para tomar pulso de los signos vitales y médicos para hacer exámenes y chequeos en mayor profundidad, pero en el día de los muertos, día de asueto nacional, era difícil encontrarlos. Volvió a recitar el poema por partes, pero luego, me tomé mi tiempo para poder escribirlo poco a poco en un papel:

—En San Sebastián, estaba de centinela, sin temor y sin cautela en la víspera de San Juan, cuando caminé poco trecho, un toro como un gigante más grande que un elefante que venía hacia mi derecha, yo que en peligro me vi, me metí por un reducto y por ese mismo conducto el toro detrás de mí, «jojoi»…

Se durmió. Un mal olor invadió la habitación y procedía del cuerpo de ella, comprobando que había defecado. Había que limpiarla de inmediato, pero me dominó un rechazo a hacerlo, sentía asco. Mi prima me pidió que saliera del cuarto porque ella lo haría sola. Pensé en la impotencia y vergüenza de limpiarla, habiéndolo hecho ella, mi madre, de forma natural y cariñosa cuando yo era bebé. Los pequeños generan pasajes de encanto a sus padres, pero los padres ya ancianos, se perciben como una carga emocional para los mismos hijos ahora adultos.

Por años mantuve impaciencia y rechazo a mi madre, por su carácter fuerte, imponente, y nulo cariño hacia mis actuaciones, siendo los recuerdos más claros los de mi adolescencia hasta mis veintiún años, edad en la que decidí dejar la casa en busca de paz. En un año escolar mis rendimientos se vinieron al suelo, y en cada prueba académica mis calificaciones eran las más bajas del curso, con altas probabilidades de repetir el grado. Todas las papeletas con las malas notas de los profesores decidí esconderlas por debajo del colchón de mi cama. Así durante un año, hasta que mi madre hizo limpieza en mi habitación y al levantar la cama vio como una lluvia de hojas blancas cayó al suelo. Fue un infierno. Me tomó con violencia del brazo derecho y me llevó de inmediato a la escuela, con dirección a la oficina del director quien se encontraba en el lugar y nos atendió.

—Mire las notas de este mi hijo dijo ella, y puso sobre el escritorio todas las papeletas recibidas de ese año escolar.

El director levantó la cabeza que tenía hundida sobre documentos que revisaba, suspendió su actividad y apoyó su mentón en la mano izquierda dibujando una larga sonrisa en dirección a mi madre.

—Señora, buenos días, déjeme decirle que hoy todos los alumnos pasan de grado a pesar de esas notas que me deja encima de mi escritorio. Es la nueva disposición del Ministerio de Educación.

—¡Qué barbaridad! Cómo cambian las cosas —respondió mi madre.

Ella se quedó en frío por unos segundos, luego jaló mi brazo derecho y salimos de la oficina, mientras el director mantenía su larga sonrisa y nos veía alejarnos poco a poco.

Ese día de los muertos, después de buscar ayuda, logramos ubicar una novel enfermera para que tomara los signos vitales de mi madre y nos dijo que no era conveniente llevarla hospital porque sus palpitaciones del corazón eran bajas y podría tener un evento cardiovascular en el camino, si dejaba la casa bajo esas condiciones. Accedimos. Se logró colocarle suero intravenoso y ella se durmió.

Mi madre era de origen campesino con una mente que daba testimonio de agilidad y precisión. En cierta ocasión, hicimos un viaje hacia la capital, y al regreso tomamos un autobús. Este venía a toda velocidad, para ganarle a otro, y llegar primero a cada parada de buses, permitiéndole recoger a más pasajeros. Indicamos al motorista que nos bajaríamos en la siguiente parada, pero en el calor de la disputa con otro conductor, no se detuvo y siguió hasta la siguiente parada. Mi madre reclamó enérgicamente y el motorista le gritó:

—¡Cómprese un taxi, vieja!

—¡Si todos lo hacemos, te morís de hambre, pendejo! —respondió. 

Dos horas después de recibir el suero de forma intravenosa comenzó a mostrar mejores signos vitales. La pulsación aumentó y el color negro que invadía sus bolsas debajo de sus ojos cambió a una tonalidad más clara. Tratamos de sentarla en la cama y fue imposible, no tenía suficientes fuerzas. La recostamos y comenzó a declamar el poema de San Sebastián y el centinela. Volvió a dormirse.

El recuerdo también es un ruido desagradable. Repasé algunos eventos que me provocaban rechazo y no perdonaba. En cierta ocasión, ella y mi padre me golpearon fuertemente porque un hermano de mi madre me vio y me regalo dos colones. Nunca me habían regalado esa suma de dinero, y al cantar la buena noticia dentro de mi casa, ellos escucharon lo sucedido y comenzó un castigo físico por recibir ese dinero. No sabía la razón de aquella vapuleada. Con el tiempo lo supe: mis padres habían tenido un problema financiero con el tío y no se hablaban, y eso era suficiente razón para el castigo recibido, por haber recibido ese dinero.

—Primo, hay que perdonar —me dijo mi prima—. Hay que pedirle a Dios el don de verla diferente, es un ser vulnerable, una niña, y debes verla con otros ojos.

Estoy cansado de esforzarme por perdonar y no lograrlo. La impaciencia, incomprensión o poca tolerancia se van construyendo poco a poco sin darme cuenta. En mi trabajo aprendí a hacer todo rápido y bien para ser valorado y remunerado. Eficiencia, hay que ser eficientes, me decían en la oficina. Esa velocidad exigida en el trabajo me afecta en el manejo de emociones con mi madre.  Debo cambiar. Quisiera que un cirujano entrara a mi cerebro y operara, modificara, o retirara las partes necesarias, como células, tejidos, glándulas, para verla diferente como me pide mi prima. Paciencia, me dice. Queremos ser destacados en las empresas, pero indiferentes en las familias, pensé.

Volví a la casa y manejé mi carro por casi tres horas debido al tráfico en carretera provocado por los cementerios que estaban a la orilla de la vía pública. Día de los muertos, un día más para hacer presentes a los que ya no están, en mi caso, para darme la oportunidad de estar cerca de mi madre con todo el ruido de esos recuerdos.

Veinticuatro horas después le habían diagnosticado infección moderada en vías urinarias y amebas en el estómago. Un electrocardiograma comprobó arritmia. Comenzamos un tratamiento para cada condición identificada. Los médicos me habían dicho en reiteradas ocasiones que infecciones en los adultos mayores puede ocasionar pasajes de delirio. Ahora hablo todos los días a mi prima para saber cómo está la salud de mi madre. Tres días después del día de los muertos, mi prima me mando este audio por guasap:

«En San Sebastián, estaba de centinela, sin temor y sin cautela en la víspera de San Juan, cuando caminé poco trecho, un toro como un gigante más grande que un elefante que venía hacia mi derecha, yo que en peligro me vi, me metí por un reducto y por ese mismo conducto el toro detrás de mí, «jojoi» …». Era la voz de mi madre. Lo había declamado de corrido sin ningún tipo de ayuda. Lo escuché varias veces.

Luego me envió una foto de ella, sentada en la cama, y me dijo que lo hizo por sus propios medios, indicándome que ya comía mejor.

—Prima, muchas gracias —le dije.

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Durmiente

Cecilia Escobar


Aquella mañana de sol brillante cuando Aurora despertó de su largo sueño, se encontró en una habitación llena de telarañas, olor a gato y polvo acumulado.

Se dio cuenta de inmediato que no podía moverse con facilidad, debido a sus entumecidas extremidades y al hecho de estar casi incrustada en el colchón de paja y lana de su ahora incómoda cama.

Giró la cabeza hacia ambos lados, inspeccionando en silencio la alcoba de grandes ventanas por donde entraba con desvergüenza la luz del mediodía. 

A un costado de la amplia recámara roncaban ruidosamente las hadas gordas y perezosas, que como cada noche se habían emborrachado y jugado al póker. 

Las ancianas benevolentes olvidaron con los años su tarea protectora y se limitaron a holgazanear en el palacio o revolotear por las ciudades recogiendo gatos callejeros o descubriendo nuevos vicios.

En vano esperaron por alguien que con muchos besos, rompiera el encantamiento que pesaba sobre Aurora. Nunca nadie lo intentó, la heredera tuvo siempre mala fama. Con el tiempo la historia se hizo conocida en los reinos más lejanos. 

La decadencia estaba presente en los descoloridos tapices de la pieza, que en su tiempo fueron de valor incalculable. Las hermosas cortinas habían sido desgarradas por los gatos y pendían casi de hilos, otros pedazos yacían en el suelo de alfombras raídas junto a pequeños trozos desprendidos del paramento superior del cuarto, que habían cedido por la filtración del agua de la lluvia, haciéndole perder calidez y confort a la estancia. 

Por esos detalles, la princesa dedujo que había transcurrido mucho tiempo desde que le rogara al hada del bosque, concederle el deseo de dormir profundo hasta que tuviese la mayoría de edad. Aquella visión del lugar no se acercaba ni por asomo a los recuerdos de la infante, causando en ella un sentimiento de melancolía y nostalgia. 

«Algo debió salir mal en el hechizo» pensó Aurora, recordando sus ansias de libertad y lo mucho que la enervaban sus padres. 

«Nunca me casaré ni tendré hijos. Prefiero el abrazo frío de la muerte a la eterna condena de un matrimonio infeliz» —le había dicho alguna vez a su madre. 

Se incorporó muy despacio percibiendo en sus labios aún la humedad de unos besos, sensación que le devolvió su deseo por la vida cotidiana. 

«¿Y si la ninfa Calamidad se equivocó de maleficio?» murmuró pensativa. «Era conocida por ser muy torpe» —agregó con desagrado desperezándose. 

Al poco rato, oyó la voz y enseguida los pasos de alguien subiendo por la escalera de madera que llevaba hasta ella y que ahora crujía con cada movimiento del misterioso visitante. Aurora sintió curiosidad por conocer a su atrevido basoréxico y se quedó observando con atención el último escalón mientras acomodaba su largo cabello alborotado. 

Grande fue su desconcierto al descubrir que su príncipe, era en realidad una princesa andrógina con ojos de cielo y acento francés. Esta avanzaba sonriente hacia ella ofreciéndole una taza con una bebida oscura, caliente y de olor extraordinario. 

«Café» —dijo la chica con picardía. «Una bebida sobrevalorada pero que te hará sentir más viva». 

En la otra mano sujetaba un extraño aparato casi pegado a la oreja, por el cual parecía comunicarse con alguien. 

«Ha despertado con mis besos» ­Exclamó con júbilo. «Se ve hermosa y lozana. Quiero casarme con ella. Por favor traer parte de mis pertenencias al palacio» —Con estas palabras zanjó la conversación, replegó su teléfono y miró fijamente a la perpleja joven que bebía a sorbitos sentada al borde de la cama. 

Turbada por aquel encuentro y la decisión de la muchacha que la tomaba por sorpresa, Aurora huyó despavorida tropezando y cayendo por la escalera con tanta furia, que al final lo único que quedó de ella fue un montículo de huesos secos hechos casi ceniza.

martes, 13 de diciembre de 2022

¿Han visto mis lentes?

Érika L. Ramírez Levín


La mujer, con los ojos desorbitados, llevó el cuchillo hacia su cuello y se desplomó. El hombre brincó de su silla, rodeó la isla de la cocina y se perdió de vista al agacharse para levantarla, pero solo logró apoyarse sobre las rodillas y acomodarla en sus muslos. Sus hijos lo siguieron asustados y, al verlos, liberaron un grito ahogado. 

—¡¿Qué esperas Daniel?! ¡Pide una ambulancia! —vociferó el padre cubierto con el fluido rojizo y viscoso que emanaba de su esposa—. Aguanta, ya viene la ayuda —se dirigió hacia la mujer agónica que, boqueando, luchaba por respirar.

La hija se arrojó junto a ellos e hincada lloraba y repetía sin cesar: «Mamita, perdóname, no quería gritarte así de feo», poseída por un intenso remordimiento. En un acto impulsivo estiró el brazo para remover el cuchillo ensangrentado de la mano de su madre, pero el esposo la despertó de su sopor con un bramido:

—¡No! ¡No lo toques! ¿Quieres que te inculpen?

Fue como si el tiempo se hubiera detenido y nadie supiera qué hacer o cómo reaccionar. El mundo tedioso y rutinario que conocían, ese que la mujer moribunda balanceaba sola, se derrumbaba frente a ellos. 

«¡Cuánto misterio!», pensaba divertida Cecilia una hora antes. En uno más de sus intentos por suavizar su existencia, imaginaba que estaba en una de esas películas de suspenso donde el protagonista aparecía a través de la niebla densa, solo que ella entraba al pequeño cuarto de baño inundado por el vapor y calor pegajoso del ambiente. Su visión se empañó y su temperatura se incrementó en un santiamén.

—Gordo, ¿has visto mis lentes? —preguntó distraída a su esposo—. No los encuentro.  

Camuflado con la bruma cálida y espesa, un hombre robusto de cabello negro pasaba la hoja de afeitar por su gran mejilla derecha retirando con sumo cuidado la espuma blanca que le cubría la mitad de la cara. Cecilia removió las cosas de encima del lavabo, buscó en el armario junto a la regadera y en los estantes sobre el excusado. «¿Dónde los dejé… dónde?», cavilaba mientras salía de ahí y regresaba a la habitación aún oscura.

Abrió y cerró los cajones de la cómoda, de las mesitas de noche, del clóset. Nada. ¡Qué exasperación! Estaba segura de haberlos visto hace poco… ¡¿en dónde?! El saco negro de su esposo se encontraba tirado al borde de la cama; sacudió irritada la cabeza. «¡Ay este señor! Llega tardísimo y avienta todo», dijo agachándose molesta: «¿¡Es tan difícil ponerlo en la ropa sucia?!». Al levantarlo, una ligera brisa le golpeó el olfato cuando percibió un aroma delicado, distinto, mezclado con la loción que Tiburcio acostumbraba usar para el trabajo. «¿A qué… huele?». Acercó la solapa a su cara para aspirar con fuerza. «¿Será una nueva versión de la marca?». 

Dio un gran brinco cuando la puerta del baño se abrió y su marido salió con el torso velludo al descubierto y una toalla rodeándolo de cintura para abajo detenida por el voluminoso vientre que colgaba bajo el pecho.

—Oye, tu saco huele raro —comenzó a decir con voz suave.

—Está sucio —la frenó de modo cortante—. Mándalo a la tintorería con lo demás —ordenó Tiburcio sin inmutarse. 

—Tampoco me tienes que hablar así —espetó la esposa entre dientes.

Sin embargo, el aroma se le quedó impregnado en la memoria como una pieza de rompecabezas por colocar. Seguía aferrada al atuendo forzándose a recordar si distinguía esa esencia de algún otro lado cuando vio el reloj.

«¡Qué tarde es!», chilló desconcertada y, en un repentino impulso cargado de adrenalina, aventó hecha bola la prenda al cesto del clóset. «Si a él no le importa su ropa, a mí menos». Alejó de sí misma la sutil culpa que experimentó y salió apresurada del dormitorio.

«¿Dónde habré dejado mis lentes?». En un acto reflejo volteó a verse las manos vacías: esa impresión de estar buscando algo que acababa de ver o que podría traer encima, la torturaba. Las pantuflas impacientes se arrastraron por el piso hasta llegar a la habitación de su hijo. Un ligero olor a humo provenía de la base de la puerta. Intentó abrirla, pero estaba cerrada por dentro. Tocó suave con los nudillos y acercó la boca a la madera como si hubiera un micrófono integrado.

—Daniel... ¿está todo bien? Ábreme por favor —musitó. No hubo contestación.

—¿Hijo? ¿Estás quemando algo? —Se talló la nariz para alejar el tufo—. Vas a llegar tarde —continuó con tono dócil, pero algo llamó su atención y pegó el oído a la puerta—. ¿Hay… alguien ahí contigo?

Un par de risas seguidas de varios «shhh» rompieron el silencio forzado en el interior.

—¡Quiero dormir! —al fin gritó el chico.

—No te vayas a lastimar, el fuego es peligroso —dijo preocupada.

—Neto madre, ¡déjame en paz! —gritó sin un ápice de consideración hacia la mujer al otro lado del umbral.

—Ya, ya, ¡qué genio! Ah, oye, ¿has visto mis lentes? —concluyó despegándose despacio.

Esperó unos segundos sin obtener respuesta. Consternada, continuó su camino por el pasillo apretando, sin notarlo, los puños. Una súbita sensación de vacío se apoderó de la calma a la que intentaba aferrarse. Algo se le estaba escapando, pero ¿qué? Esta maldita idea la seguía molestando.  Levantó y movió los adornos que vestían los muebles; recorrió hacia adelante los marcos con fotografías en las repisas. Incluso prendió la luz para asegurarse de no perder detalle, mas no tuvo éxito. No obstante, mientras buscaba, se quedó con la vista perdida y una enorme sonrisa la pilló al ver los retratos de dos bebés riendo a carcajadas manchados de pies a cabeza con su primera papilla. Sus dedos dejaron de presionar sus palmas. «¿En qué momento pasó tanto tiempo?», rumiaba alejándose por un instante de su realidad.

Notó que, en la superficie junto al segundo portarretratos, sobresalía una mancha redonda de una tonalidad más tenue que el resto del brillo de la mesa. «¿No tenía yo ahí un adorno de plata?», se distrajo queriendo reconstruir en su mente lo que estaba antes dispuesto en esa zona. En el afán por encontrar sus anteojos, ella misma desordenó las cosas y concluyó que quizá, sin darse cuenta, había movido el adorno a otra mesa. «Tengo que decirle a María que limpie mejor el polvo», cerró y apretó los ojos en un ademán de memorizar lo que acababa de decir. «Van varios adornos que muevo y no sé dónde los dejo, ¡como mis lentes! ¡Qué estúpida!», se increpó golpeándose las sienes con los puños nuevamente apretados. 

Siguió avanzando hasta la cuarta recámara al final del pasillo, junto al otro baño de la casa.

—¿Hija? ¿Ya te despertaste? —preguntó una vez que giró el picaporte, mas igual que con el anterior, se topó con que estaba asegurado por dentro. Del otro lado brotaban sollozos y su angustia se agudizó—. ¿Estás bien Camila?

—¡Lárgate, no te incumbe! —respondió la joven con un alarido doloroso.

—¿Cómo no me va a incumbir si soy tu mamá? —gimió Cecilia con el corazón oprimido—. ¿Por qué lloras?

—¿¡Qué parte de «lárgate» no entiendes!?—se desgañitó al soltar un berrido lastimoso.

—Cami, ¿de pura casualidad sabes dónde dejé mis lentes? —un rugido agudo la interrumpió—. ¡Dios! ¡¿Qué les pasa hoy a todos?!

En vista de sus fracasos matutinos, prosiguió su camino hacia la cocina desviando la mirada a cada paso que daba, buscando. Su pecho se agitaba al ritmo de su frustración. «¿Por qué me gritan así?». Puso a trabajar la cafetera, partió unas naranjas y llenó tres vasos con su jugo. Prendió la estufa y acomodó la sartén más grande en la lumbre a la vez que vertía un poco de aceite en su interior. Abrió el refrigerador y sacó los huevos y el jamón, sin perder la oportunidad de revisar las alacenas, los cajones o las superficies de los muebles por si sus gafas aparecían. 

Apenas el chisporroteo del jamón al tocar la paila caliente rasgó el sosiego del entorno, el aroma inusual que percibió en el cuarto de su hijo volvió a su mente. «Olía como a… ¿una planta quemándose?»; de inmediato se trasladó a su juventud, cuando Tiburcio y ella retozaban en un campo alejado del pueblo, besándose y acariciándose sobre el pasto otoñal y crujiente de hojas secas bajo sus cuerpos semidesnudos. Jadeando de satisfacción, él encendió un cigarro y varias cenizas alcanzaron algunas hojas que comenzaron a arder. Se le erizó la piel tan solo de rememorarlo. Meneó la cabeza para rechazar esa visión. Su inquietud retornó con sus hijos. ¿Y esa voz? Él no tiene tele dentro, ¿estaría escuchando la radio? ¿Y por qué lloraba Camila? ¡Ay no! ¿Reprobaría alguna materia? Voy a preguntarle si quiere que la ayude a estudiar, se propuso. ¿Qué tanto habrían podido evolucionar las matemáticas o el análisis semántico de las oraciones? 

Luego recordó la fragancia del saco de su esposo, tan inusual, aunque de algún modo, conocida. De forma abrupta la imagen de una cena a la que lo acompañó varios años atrás la sorprendió. Iba colgada de su brazo, orgullosa y elegante. Saludaron al jefe de la empresa, a sus compañeros de oficina, a… la… secretaria… su perfume… Como si la hubieran soltado sobre un precipicio, se quedó sin aire y su interior se tambaleó con una intensidad que la asustó.

—¡Imbécil! —gritó Camila al tiempo que Daniel la empujaba hacia el interior de la cocina. El estrépito de la puerta al azotarse disolvió de tajo los pensamientos de Cecilia.

Los tres integrantes, de mala gana y sin mirarse entre ellos, se acomodaron en el desayunador. Cecilia, temblorosa, distribuyó los vasos con los jugos, le sirvió una taza de café a su esposo y repartió los platos frente a cada uno. Nadie levantó la vista ni se oyó algún agradecimiento a pesar de quedarse parada frente a ellos un momento. 

En automático, con paso firme, regresó a la barra y agarró un cuchillo. Comenzó a cortar la fruta absorta en su mundo agonizante y ávido de respuestas, golpeando la tabla de picar con tanto vigor que parecía querer desmenuzar todos los pensamientos que se batían en su mente. La sandía y el melón se convirtieron en un puré jugoso< mientras en su cabeza los retazos acumulados se repetían una y otra vez sin tregua: el saco, el humo, el llanto, el aroma… los lentes. Su respiración se aceleraba al compás de su creciente turbación. Sentía que la respuesta era obvia, como si la tuviera en la punta de la lengua y le quemara las entrañas escupirla sin lograrlo.

Luego de unos minutos, preguntó con tono seco y algo brusco:

—¿Han visto mis lentes?

Empapados de incredulidad, de impaciencia, de una rabia que se había acumulado por años de secretos y mentiras, levantaron la cara y al unísono gritaron:

—¡¡¡Frente a tus ojos!!!

lunes, 28 de noviembre de 2022

Las niñas de Acapulco

Antonio Sardina Cecine


¡Cómo se me ocurre venir por aquí y a esta hora caray! Normalmente el boulevard de las Naciones es complicado, pero ahora es un estacionamiento. Qué habrá pasado… voy a preguntarle a ese limpiavidrios:

—¡¿Qué pasó chavo?!

—Otra niña perdida patrón, de catorce años la pobrecita, están deteniendo el tráfico para obligar a que la policía haga algo, ya ve que solo así investigan, pero tenga calma, dejan pasar de a poquito. 

Ni hablar, ya descubrieron que haciendo manifestaciones y causando el caos es la única manera que les hagan caso. Mientras, que se jodan todos los demás. Ni modo, a tomarlo con calma que el camino todavía es largo, tengo que pasar la carretera escénica y cruzar todo el Acapulco viejo.

Debí haber elegido el camino de la Riviera Diamante, rumbo a la laguna de Tres Palos y el fraccionamiento Tres Vidas, donde virtualmente termina el nuevo Acapulco. Es más bonito y no hubiera afectado mis planes. Podría haber dado la vuelta en el nuevo estadio de tenis, por el boulevard Diamante, pasar por el Pierre Marqués, el hotel Princess, continuar por el campo de golf del Vidanta, recorrer el boulevard con el marco de los nuevos edificios; torres lujosas ocupadas por los más ricos del país. Desarrollos que siguen construyéndose en este nuevo Acapulco, que no tiene nada que ver con el viejo y que cada vez se parece más a Miami.

En ese Acapulco se siente estar en una burbuja limpia y clara, protegidos contra el mundo obscuro y amenazante de este México, totalmente invadido por la delincuencia: droga, secuestros, asesinatos, extorsiones, y la pobreza, creciendo día a día; este México donde la gobernadora del estado es la hija de un senador acusado de violación, lo que le impidió participar en las elecciones. Pero lo peor, es que el pueblo ¡votó por ella! Así, ni como ayudarlos. 

¡Ah, el viejo Acapulco! aquel que inventó el presidente Miguel Alemán, allá por la década de los años cuarenta y que se desarrolló y floreció en los cincuenta y sesenta, con las playas de ese entonces: Caleta, Hornos; atracciones como la quebrada, con sus clavadistas arriesgando la vida para entretener al turismo, sobre todo estadounidense. Un turismo atraído por el fabuloso clima, con trescientos cincuenta días de sol garantizados, playas de arena suave y habitantes serviciales, con la alegría costeña de ese tiempo, que hizo que el mismísimo Johnny Weismuller, ni más ni menos que el fabuloso Tarzán llegara a vivir aquí, logrando que se hiciera famoso este puerto en todo el mundo.

Un México pujante que empezaba a formar parte del mundo industrializado de la posguerra, cambiando el estilo afrancesado del tiempo de don Porfirio, al mal gusto estadounidense.

El presidente Alemán y su camarilla decidieron hacer sus casas en Pichilingue, un fraccionamiento desarrollado en la bahía de Puerto Marqués, para lo que construyeron, además de la avenida costera, la carretera escénica, que comunicaba la bahía de Santa Lucía con esta. También se construyó un aeropuerto internacional y la carretera a la ciudad de México, incluyendo a este puerto en el ojo nacional y mundial. 

Después, México organizó las olimpiadas del sesenta y ocho y el mundo dirigía su mirada hacia este país, por ese evento y por la matanza de estudiantes que el presidente en esos años, Díaz Ordaz, y el siguiente, Luis Echeverría, habían orquestado para acabar con las protestas y presentarse al mundo como un país moderno.

Para refrendar esa imagen, se invitó al depuesto sah de Irán a vivir en Acapulco, donde el depuesto líder se construyó una mansión opulenta y espectacular en el fraccionamiento Las Brisas, eso disparó la imagen de Acapulco como un lugar paradisiaco y divertido.

En la década de los setentas, tiempo tanto de hippies como de psicodelia, Acapulco era el lugar preferido por potentados americanos y europeos, así como artistas de talla internacional, que construyeron casas fabulosas en las Brisas: un fraccionamiento y hotel exclusivo para millonarios. Lo anterior dio paso también a que se desarrollaran hoteles, así como nuevas colonias en la avenida costera, con restaurantes de primer orden, bares y discotecas, brindando diversión de gran calidad a una voraz vida nocturna, que conjuntaba a lo mejor de la sociedad mexicana con esos integrantes del jet set. 

Esta época sí me tocó vivirla, yo empecé a ir a Acapulco cuando tenía catorce años, aprovechando que mi tío manejaba un motel tipo gringo, que construyó en la nueva zona de la costera, a solo unos metros del mar.

Recuerdo esas épocas felices y despreocupadas del principio de mi adolescencia como de las mejores de mi vida. Conforme yo crecía lo hacía también ese Acapulco cosmopolita y despreocupado; se abrían discotecas icónicas y elitistas como el Armando’s Le Club, UBQ y otras, donde solo podían entrar clientes evidentemente ricos y bien vestidos, de acuerdo a los estándares de la época, poniendo de moda a los cadeneros: empleados con una autoridad circunstancial que les daba el poder de dejar entrar a quien ellos conocían o percibían como “gente bien”, lo que hacía que la sociedad mexicana buscara ser vista en esos lugares, como un símbolo de pertenencia y estatus.

El tráfico avanza a vuelta de rueda, ya estoy a la altura de las Brisas; es increíble el deterioro que se nota en el antes lujoso hotel ahora en esta tercera década del siglo veintiuno. Aunque la mayoría de las casas del fraccionamiento siguen siendo lujosas y muchas de ellas renovadas, se respira un aire pasado de moda, de otra época que ya se ha ido, dejando una pátina de decadencia y un aroma a cosa vieja.

Entro a la costera y paso por el lugar que marcó la mejor época de Acapulco, sin duda el mejor lugar de diversión que ha existido en este país, comparable solo al Studio 54 de Nueva york o el Pachá de Madrid: El gran y único Baby’O. Ahí vivieron grandes fiestas muchas de las celebridades de esa época: Bono, Mick Jagger, Rod Stewart y desde luego, el lugar favorito de Luis Miguel, el cantante mexicano que escogió Acapulco como principal residencia en ese tiempo.

Recuerdo esa época maravillosa, entre mis veinte y treinta años, bueno, en realidad hasta los cuarenta, como una sucesión de continuas fiestas y excesos. Había alcanzado una posición económica razonablemente próspera, pero, sobre todo, había tenido la suerte de relacionarme con un círculo de amigos deliciosamente decadentes y libertinos, que me introdujeron a placeres y substancias a las que solamente unos pocos podían acceder.

Fiestas exclusivas y delirantes que duraban a veces varios días, con visitas recurrentes al Baby’O y a casas palaciegas, donde se consumían e intercambiaban drogas y parejas, sin reparo de edades, colores y sabores. Así fue como me fui aficionando, ¿u obsesionando? con placeres cada vez más sofisticados y admitámoslo, depravados. Y ahora en mis sesenta y tantos, me resulta cada vez más elusiva la satisfacción, ensayando prácticas más abyectas, torcidas y obscuras. Ni modo, a la vejez, viruelas.

Al fin llegue al núcleo de la manifestación por el reclamo de la niña, en La Diana Cazadora, monumento que divide el Acapulco turístico del centro administrativo. Suerte que dejan pasar en un carril, ya llevo más de dos horas en el tráfico. 

En cuanto paso el nudo, enfilo directamente al rumbo de Pie de la Cuesta, en lo más alejado de Acapulco.

Ya es de noche, decido dar vuelta en una calle desierta y sin asfaltar. Me dirijo hasta el final, donde percibo una cuneta adecuada. Me detengo y abro la cajuela, el olor que emana es casi tan fétido como el de la calle. Cargo con dificultad la colchoneta enrollada, guardando un bulto no tan grande ni tan pesado. La desenvuelvo en dirección a la cuneta y cae desmadejado el cuerpo pequeño, frágil, brutalmente lacerado y triste de la niña… otra niña.

Volteo en todas direcciones para comprobar que no me ha visto nadie y vuelvo a subir al coche. Regreso por donde llegué y tomo nuevamente dirección al Acapulco Diamante, limpio y resplandeciente, nuevo; estoy cansado: «creo que es tiempo de regresar a Ciudad Juárez».

viernes, 25 de noviembre de 2022

Sirenita

Graciela Martel

 

A los tres años me la pasaba jalando la manga de mi mamá para convencerla de que deseaba aprender a nadar como mi hermano y después de unas semanas de insistencia logré que me inscribieran en la escuela de natación.

Al ser la más pequeña del grupo, mi mamá entró conmigo a la alberca y muy atenta seguía las indicaciones del instructor acerca de los ejercicios que tenía yo que realizar.

Con el paso del tiempo aprendí a nadar tan bien, que ya no fue necesario que mi mamá me acompañara dentro de la alberca. ¡Por fin pude estar en el segundo carril! Ahí estábamos quienes podíamos flotar y desplazarnos sin ayuda de otra persona.  

Siempre me había gustado nadar, realizaba con entusiasmo todo lo que nos indicaba el instructor. Mi maestro era muy amable y al cabo de unas semanas me llamó Sirenita.

—¡Ya llegaste, Sirenita! —me decía al entrar a la clase.

—Sí maestro ─le contestaba sonrojada.

Me encantaba ir a mis clases de natación debido a que el maestro siempre me hacía sonreír con sus amables palabras.  

—¿Por qué el maestro me dice Sirenita? —pregunté un día a mi madre al salir de clase.

—Pues, es una manera de decirte que nadas muy bien y que pareces una bella sirenita.

—¡Vaya! ¡Qué bonito! —contesté con una sonrisa de satisfacción.  

 

Así pasaron algunos años durante los cuales me sentía muy orgullosa de ser una sirena en el agua. Hasta que entré a la escuela primaria. La maestra de grupo nos leyó un libro acerca del origen de las sirenas. Mientras iba contando la historia me imaginaba que era yo a quien describía.

«Consideraban que eran genios marinos…» ─Leía la maestra.

Mi concepción se basaba en que los genios tienen cabezas enormes y yo no era así.

«Su cuerpo era mitad mujer y mitad pez…» ─Continuaba diciendo.

Mientras yo me imaginaba con pies de niña, pero con cabeza de pez.

¡Algo no me gustaba!

«Cantaban hermoso, para enloquecer a todo aquel que las escuchaba…»

¿Enloquecer? Yo no cantaba hermoso; lo sabía porque mi hermano me callaba a veces, lo hacía por molestarme porque no le gustaba la canción que entonaba.

«Se cree haber visto a tres sirenas; una tocaba la lira, otra cantaba y la otra tocaba la flauta…»

Pues no, yo no sabía tocar la lira y mucho menos la flauta.

«Decían que su música atraía a los marinos a quienes se aturdían y perdían el control del barco, estrellándose en los arrecifes…»

Entre más leía la maestra menos me parecía ser una sirena.

Recordé que un día tocaba una flauta de barro muy fuerte para que todos me escucharan bien; de repente, papá frenó porque íbamos a chocar. ¿Acaso lo aturdí con mi sonido de sirena?

Esta historia no me terminaba de gustar.

«La diosa del amor llamada Afrodita les quitó su belleza»

¿Quién era esa señora que me quitaría mi hermosura? Me preguntaba asustada mientras la maestra no paraba de leer. Perderla, ¡esa era una tontería!

«Las sirenas devoraban a los navegantes…»

Lo dicho, esta historia era horrible. ¡Yo no era caníbal! Definitivamente el maestro no me conocía. Si así de horrorosas eran las sirenas, yo no quería ser una de ellas.

Esa tarde mamá me llevó a mis clases de natación. Desde que salí de la escuela, ella me notó molesta.

—Hija, ¿te pasa algo? —preguntó mi madre.

—¡No quiero nadar más! —contesté tras un pequeño silencio—, y mucho menos con el maestro Mario.

—¿Por qué dices eso? —preguntó mi mamá muy sorprendida.

—La maestra nos habló de las sirenas en clase. ¡Yo no soy una sirena y el maestro Mario piensa que sí! Ni soy un genio marino ni mitad pez, no enloquezco a las personas con mi canto, no toco la lira ni la flauta y tampoco quiero me quiten mi belleza por amor. ¡A mí los niños me caen muy mal! Y lo peor de todo. ¡No soy caníbal! ¡Jamás he devorado a nadie!

Mamá soltó una sonora carcajada y me abrazó mientras la veía desconcertada. ¿Acaso no entendía lo que le acababa de decir?

—¡Mi vida! Quizá la maestra no terminó de leer ese mito. Son varias las historias que se cuentan de ellas. La lectura te hizo sentir que no es agradable lo que se dice de las sirenas, sin embargo, existen otros aspectos que podemos valorar.

—Pero mamá, ¡Yo no tengo cabeza de pez! —se lo dije apartándome de sus brazos.

—No, hija. Se cuenta que las sirenas tenían cola de pez. Hasta el momento nunca he escuchado que se mencione otra cosa.

—Entonces… ¿no existen las sirenas con cabeza de pez? —pregunté para cerciorarme que era correcto lo que entendía.

—No —lo expresó muy seria y continuó diciendo­—. A parte de esos aspectos que te causaron enfado; podemos decir que las admiraban justo por su infinita belleza, que eran excelentes nadadoras y al mismo tiempo, tan delicadas que podían deslizarse sobre la espuma del mar —tomó mi rostro con sus manos para girar mi cara y poder verme de frente—. El maestro Mario te dice Sirenita porque eres una niña fuerte, valiente, hermosa y capaz de nadar igual que una sirena. —lo sustentó, mirándome a los ojos.

La respuesta de mamá me tranquilizó. La suavidad de sus palabras me hizo comprender que yo era ese tipo de sirena y que el profesor Mario así me veía. Esa tarde, radiante de felicidad ¡nadé y nadé como nunca!

Ahora sabía que yo era la sirena más bella del lugar.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Esos rostros

Joe Monroy Oyola


Cada mañana, desde hacía ocho meses atrás, muy temprano, se oía el estridente motor de un vehículo transitando por la avenida Valley Ridge, en la ciudad de Lewisville. Parecía querer despertar a todo el vecindario cercano al complejo de apartamentos Valley Clouds. Iba dejando cual rastro una densa emanación de humo azulado y un horrible hedor a refrigerante.

Desinfectando la lavandería

Eusebio apagó las luces de su auto azul, era un Ford Escape del año dos mil tres, y cerró la puerta del vehículo. Se distingue una figura pequeña, esmirriada, sus dos manos estaban detrás de la cintura, el vaho de su respiración debido al frío invierno en Dallas parecía rodear su casaca negra. El carro se detuvo en uno de los lugares señalizados del estacionamiento. 

—¡Buenos días don Justo!

—Buenos días, Eusebio, buenos días, Violeta. Ustedes siempre a la hora: seis de la mañana en punto —contestó el anciano trabajador de mantenimiento, mirando el reloj en su delgada muñeca izquierda—. Chico, allá en mi Cuba ya son las siete.

—Tratamos de ser puntuales. ¿Está abierta la puerta de la oficina para desinfectar? —pregunta Violeta.

—Sí, señora, por favor adelante. Oiga Eusebio, le agradeceré que fumigue también el área de la lavandería. El gerente dice que dos familias residentes de aquí han reportado haber contraído el coronavirus.

Para los esposos Eusebio y Violeta Fernández, la desinfección de inmuebles por el ataque del infame mal ya resultaba rutinario. El protocolo de la vestimenta se iniciaba en las afueras de cada local. Sin embargo, cuando algún fallecimiento por coronavirus ocurría en una escuela, casa de reposo o algún orfanatorio, sí les resultaba doloroso en extremo. Con el mameluco blanco desechable, anteojos de seguridad, guantes plásticos y el respirador similar al que usan los pintores, se completaba el atuendo de trabajo para afrontar estos menesteres.

Hace quince años llegaron a Estados Unidos tras obtener la visa de turistas. Recién comprometidos en matrimonio planearon un aparente viaje de luna de miel. La consigna era poner pie en tierra y quedarse en busca del «sueño americano». Dejaron atrás sus amadas familias, amistades, la hermosa ciudad de La Paz en Bolivia.

Violeta fumigaba las tres oficinas contiguas del ala izquierda. El área del gerente tenía un calendario en tela inmenso con la foto de un campo lleno de las flores. Su vista se quedó fija en el dibujo. ¡Mentiroso!, que venir por el sueño americano, solo un par de años y tendríamos los documentos, además que traeríamos a nuestros padres. A mí solo me quedaba mi madre, ya se me murió hace siete años. Por eso se ha secado mi cariño. Es su culpa, tal vez nunca pueda arreglar su situación migratoria. Todo por su borrachera. Nuestra hija angélica va muy bien en la escuela. El proceso de inmigración de ella y el mío está avanzando. Si lo deportan, ¡que se joda solito!

Eusebio entró al área encomendada. Enchufó la máquina portátil para la fumigación. El piso era de cuadros blancos y negros, además, tenía sobre él paños desechables y bolsas plásticas vacías con marcas de detergentes. Había una hilera de seis máquinas lavadoras de ropa y en la pared contraria la misma cantidad de secadoras, todas eran blancas. Decidió empezar la desinfección sobre el lado derecho y seguiría con las lavadoras. ¿Qué estará haciendo mi hermano Víctor? Ya es un hombre, lo dejé de siete años. Cómo me lloraba porque él no entendía bien lo que ocurría. Pero veía acongojada a toda nuestra parentela y a los amigos. Si a duras penas pudimos enviarles ayuda económica, más parecían propinas. Pues también allá piensan que los dólares están en los árboles listos para recogerlos.

Todo por ese maldito arresto, solo me había tomado unas cuantas cervezas. Policías racistas, seguro me empapelaron porque me vieron hispano. Dice mi abogado que en cualquier momento podría salir mi orden de deportación; ni modo, mi mujer y nuestra hija se tendrán que regresar conmigo.

La niebla artificial empezaba a cubrir todo a su paso. Dirigió entonces la máquina hacia la única ventana por la que se podía ver los estacionamientos. Se dio cuenta que había humedecido un cartel que se hallaba pegado sobre una columna cercana a la puerta. Apagó la fumigadora y se fue acercando al letrero que mostraba unas fotos. Trató de secar el pequeño panfleto con la manga izquierda de su cobertor blanco.

Las fotos

Era una cartulina blanca donde se apreciaban nueve fotos. Se trataba de dos niños: Dustin Smith, y Allen Johnson. Además, cinco niñas: Tiana Williams, Sandra Walters, Erika Ventura, Briana Brown, Samajeria Miller. Algunas gotas aún caían del anuncio. Las edades de todos, según la información anotada, fluctuaban entre cinco y dieciséis años. Ellos desaparecieron en los alrededores de sus casas, de sus escuelas. Alguno fue visto por última vez en el parque. Casi todos habían sido declarados personas desaparecidas durante el año en curso. Solo Dustin Smith y Sandra Walters fueron la excepción. Eran buscados desde hacía una década atrás. De ambos se mostraba una foto adicional. Los peritos prepararon un retrato en progresión, tal como podrían verse en la actualidad.

Es triste, tantos niños perdidos en este país, tal vez para siempre. Y, ¿dónde estaban sus padres? ¿Los seguirán buscando la policía? Aquí en América tanto depravado. Bueno esto ocurre en todo el mundo. Seguro también en Bolivia. Recuerdo a Manuelito Melgar, en ese entonces tendríamos unos nueve años y jugábamos en plena plaza de armas mientras las madres conversaban, y luego las preguntas de su mamá. Aún en mi memoria las corridas de la madre de Manuelito, iba para todos lados y para ninguno. Nunca olvidaré sus gritos destemplados. Nuestras progenitoras tomándonos de la mano y buscándolo también, luego asustadas nos fueron llevando de regreso a casa. Si solo estábamos jugando a las escondidas y yo creí que se había ocultado bien. Pobre, apareció muerto a la semana en un descampado.

Luego de reunirse los esposos, se despiden del carismático don Justo. Guardaron sus equipos no sin antes desinfectarse ellos mismos.

—¿Lista Violeta? —pregunta Eusebio colocando al mismo tiempo la llave de ignición del auto—. A la una, dos...

—¡Qué vergüenza! Ya arranca.

Entonces el motor combustionó con una explosión, a la vez emanaba una neblina contaminante alrededor del auto que fue en retroceso y luego giró hacia la izquierda. El trabajador cubano retiraba los dedos índices de sus orejas. Esta gente, ¿cómo pueden trabajar así? Ni modo, hay quienes nunca van a progresar. Don Justo cerró con llave la oficina principal para dirigirse luego al cuarto de lavandería. Miró las máquinas, el piso húmedo, pero no distinguió foto alguna, ningún rostro. Jamás se había percatado de la existencia de aquel anuncio para encontrar a los niños desaparecidos. Se frotó los ojos con ambas manos «Ese médico me dijo sobre esa “glutroma, glaucoda, o glaucoma”, que era irreversible, ¡ja!, bien me aconsejó mi comadre por teléfono: solo échese dos gotas de sábila en cada ojo al levantarse y al acostarse. Tonterías de los doctores, solo por hacer gastar en medicinas a la gente. Ya creo que veo un poquito mejor».

En la escuela secundaria

Sonó el ruidoso timbre a través de los parlantes indicando el receso de clases. En cada salón las puertas abiertas permitían el brusco flujo de estudiantes entre los pasillos. Rosario y Angélica se encontraron en la zona de los casilleros metálicos.

—Oye, ¿le contestaste a ese chico de California? Está guapísimo —pregunta mientras jala la manga de Angélica —, porque si no lo quieres para ti, nomás avísame.

—Ja, Ja, graciosita tú, eh. Ya le contesté anoche. Tiene un rostro tan dulce.

—Pero, dime ¿qué tal es su voz? —inquiere Rosario entrelazando los dedos de sus manos cual ruego.

—Ay, es un mango, y su voz es como la de Justin Bieber. Me mandó varias fotos en pantalón de lycra, estaba en el gimnasio.

—Me muero por verlas. Comparte con tu amiga, aunque sea las migajitas. Ja, ja, ja. Al menos cuenta ¿cómo se llama?

—Su nombre es Enzo Petronelli, dice que toda su familia es de ascendencia italiana.

—¡Ay, que envidia Angélica!

Las dos adolescentes caminaron hacia el comedor, los estudiantes llegaban en grupos. Después de hacer cola con sus viandas, las camarillas se encontraban en las mesas de siempre, solo algunos pocos chicos y chicas caminaban solos. Se sentaban en alguna mesa apartada, tenían tal vez por compañía algún libro, quizá solo el alimento que iban mezclando con displicencia. Uno de ellos era John Wu.  

De vuelta en clases, los alumnos del aula esperaban el llamado a John cuando chequeaban la asistencia:

—Kevin Wagner.

—Presente.

—Lindsey Wilson.

—Presente.

—John Wu.

—Prese...

Entonces venía el coro que remedaban el sonido onomatopéyico: guau, guau, guau...

John nunca reclamó nada ante la risa general de las chicas y los muchachos del salón, tan solo los miraba uno por uno, aún mientras parecían ladrar cual perros, burlándose de la pronunciación de su apellido chino. Pero la mofa podía venir por ese lado, o bien por la figura obesa de John. Su estatura era solo media, pero era un chico con sobrepeso.  Cuando él tomaba asiento todos los estudiantes del salón saltaban de sus asientos al mismo tiempo. A veces contando con el cómplice silencio de algún maestro, otras con una tibia llamada de atención que era devorada por las sonoras carcajadas. Y si John Wu caminaba a la pizarra, cada paso era acompañado en coro por el sonido: pum, pum, pum...

De China con amor

Era un gélido invierno en la ciudad de Harbin, capital de la provincia de Heilongjiang. Durante el invierno las temperaturas varían entre menos trece a menos veinticuatro grados centígrados. Llamada también la ciudad del hielo. A pesar de ello era una urbe que iba logrando un sostenido desarrollo económico. Pero la situación para Jian Wu de veinticuatro años y su esposa Dishi Wu de veintiuno era difícil. Jian había terminado sus estudios de literatura en la universidad local. Sus poemas y ensayos se hacían populares, en ocasiones publicados en panfletos dentro de la universidad. Nunca pudo conseguir por ello trabajo como maestro en su especialidad, ninguna editorial china aceptó publicar sus obras, ni siquiera intentó en los periódicos bajo el total control del gobierno. Ambos esposos trabajaban en la misma fábrica cervecera de la ciudad.

Jian Wu y su esposa Dishi solicitaron asilo político al gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. Los meses pasaban largos sin recibir la respuesta confirmatoria. Días antes ellos habían recibido la noticia en el hospital local. Dishi quien ya tenía ya seis meses de embarazo, daría a luz un varón.

Un sábado, mientras cocinaban juntos los esposos, se oyó detenerse un vehículo frente a la puerta de su pequeña casa. Jian miró a través de la ventana, era el cartero. Jian salió a recoger la correspondencia. La puerta de casa se abrió en forma brusca:

—¡¡¡Estados Unidos nos otorgó el asilo político!!! Dishi, a partir de ahora estamos protegidos. 

—¿Estás seguro Jian?, por favor, revisa bien...

—Acá está la fecha, desde el día diecisiete de marzo de este año dos mil cuatro. 

—¡¡¡Por fin, por fin, Jian!!!

Los esposos festejaron con la ración de cerveza que les dio la compañía. Era el final del invierno, la primavera casi llegando.

En menos de un mes la familia Wu llegaba a Nueva York. Al poco tiempo nació el bebé que se llamaría John Wu.

Karen Dylan, ¿ángel o demente?

Don Justo sale de las oficinas donde trabaja y toma su teléfono:

—Aló, Eusebio, ¿me oye?, hay mucho ruido aquí en el estacionamiento —dice, tapándose el oído izquierdo.

—Aló, sí, sí, buenas tardes don Justo. ¿Cómo le puedo servir?

—Mira chico, el gerente quiere que vengan hoy urgente. Hay otro caso del virus ese.

—Claro, sí podemos. La verdad no estamos lejos. Llegamos en una hora.

El trabajador de mantenimiento regresó a la oficina para confirmar la venida de los fumigadores. Eusebio le comentó a Violeta y apuraron el sándwich que comían sentados en el auto. Él sonriendo hizo una corta cuenta regresiva y devino una explosión que asustó a dos ardillas que saltaron sobre las ramas de aquel árbol bajo el cual estaban los esposos, una señora que cruzaba la calle saltó en plena pista emitiendo un alarido, la nube blanca cubría la penosa retirada del auto azul.

En el complejo de apartamentos don Justo caminaba con una escoba y un recogedor de plástico color rojo. Ya iba a tirar la basura recogida en los alrededores:

¡Vino otra vez! Esa rubia está hermosa. Así estaba mi Lucrecia, bueno hasta hace unos treinta años, ya ahora con sus setenta mejor ni acordarme. Hoy sí le hablo, bueno en español, debe saber algo, igual yo me defiendo con mi inglés. El anciano cubano usó todas las estrategias posibles para hacerse entender, a sus sesenta y ocho años sentía tener una amplia experiencia para entablar una conversación, se le acercó. Al cabo de un par de minutos, la dama que estaba pegando unos pequeños carteles en los postes, lo quedó mirando a la vez que movía su cabeza en forma oblicua para ambos lados, como hacen los perritos cuando oyen un sonido molesto e irreconocible, ella encogió sus hombros sin pronunciar una palabra. Le dio la espalda al anciano y miró por la ventana al interior de la lavandería.

La mujer observó los anuncios que había colocado hacía unos días y continuó su camino. Ya cuando iba a girar hacia la derecha en la esquina alcanzó a oír una detonación, se agazapo tratando de protegerse, cuando volteó el rostro, observó en medio de una humareda, un auto azul del que descendía una pareja de hispanos sosteniendo unas máquinas portátiles.

Al entrar en su casa, la dama rubia cerró su puerta, el viento provocó que se desprendieran unos papeles en la pared frente a ella, la cual se hallaba entre la sala, situada a la derecha, y el comedor de diario. Esta pared estaba entre la sala que se estaba a la derecha, y para el lado opuesto, el comedor de diario que junto con la cocina se ubicaban a la izquierda. Dejó rauda, sobre la mesa su cartera y un bolsón de tela lleno de afiches. Al tomar un par de ellos vio el encabezado: ¿Nos has visto?, debajo la foto de Emilie Ross. La fecha de su nacimiento en mil novecientos ochenta y cuatro. Desaparecida desde noviembre del año dos mil dos. El otro retrato y su posible evolución en el tiempo, de George Coleman, desaparecido en el mismo año.

Traía en su mano un par de sobres, los abrió: veamos qué me dicen del hospital... hum, señorita Karen Dylan, bla, bla, bla..., lamentamos informarle que los resultados de la biopsia confirmaron el diagnóstico anterior, da, da, da... comuníquese con el hospital lo antes posible para el procedimiento quirúrgico ya antes sugerido...

Solo tengo cuarenta y tres años, y me quieren extraer mi útero, las trompas. Pues, ni modo lo que se deba hacer hay que afrontarlo. Ya les contestaré.

Karen pegó, en uno de los pocos espacios disponibles sobre las paredes, las dos copias en papel de las fotos que levantó. Se acercó a la contestadora y presionó el botón, la voz grabada era de la secretaria del sheriff del condado de Denton, le recordaba sobre una reunión pendiente para su confirmación. De pronto entró una llamada. Provenía de una mujer nombrada Alicia Bejarano, le preguntó si era el teléfono de la fundación: Ayúdame a Encontrarlos. Karen le contestó que sí, que ella era la directora. Alicia Bejarano le pedía ayuda ante la desaparición de su hijo...

El hogar de los Wu

John arribó a casa. Desde que abrió la puerta, el hedor proveniente de comida descompuesta, y cervezas a medio consumir, parecía salir a recibirlo.

—¡Mamá! ¿Qué haces en el piso? —dijo John, a la vez que la ayudaba a sentarse sobre el mueble púrpura con manchas de grasa negras—. Estírate aquí en el sofá. Te traigo un vaso con agua.

—No hijo, déjame, por favor, vete a otro lugar hijo, soy un asco de madre —contestó Dishi, mientras se cubría el sucio rostro con ambas manos.

—Ya han pasado cuatro años desde que murió papá, tienes que sobreponerte. Te necesito madre.

El ronquido fue la única respuesta que recibió John. Sacó dos sobres de palomitas de maíz, las colocó en el horno microondas. Prendió la televisión y trajo junto a él un refresco tamaño familiar. Lo destapó y empezó a tomar a pico de botella. La campanita del horno provocó en él una inmensa sonrisa.

En su cuarto, John removía la ruma de ropa sucia, se le había extraviado un cuaderno con la tarea que debía desarrollar. Encontró la libreta de apuntes que buscaba; recordó haberlo hallado en el suelo debajo de su pupitre el martes pasado después del refrigerio. No lo había abierto desde entonces. Cuando lo hizo se quedó paralizado. Alguien había dibujado una caricatura de un perro bulldog, tenía los ojos achinados y la clásica representación de una burbuja simbolizando a alguien que hablaba. En este caso contenía escrito el apellido Wu, Wu, Wu..., cual si el animal estuviera ladrando.

Al día siguiente en la escuela

La clase de matemáticas transcurrió sin novedad, el pasado de lista era ya algo clásico en cada curso, cada día. Luego del receso para el almuerzo, al regresar a su casillero metálico, John Wu halló una caricatura pegada en la puerta del armario representando el mismo bulldog comiendo en un inmenso plato sobre el piso, a su lado otro garabato representando una perrita china, largas pestañas, moño rojo con tres pelitos en la cabeza, abrazada a una botella que en la etiqueta decía whisky. Desde lejos se escuchó un ruido seco de algún golpe sobre el metal. Él tomó sus cosas y se fue de la escuela. Caminó en dirección a su casa.

La tarea en grupo

Rosario le preguntaba a su amiga Angélica; entonces, es verdad que tu chico italiano ha llegado con sus padres aquí a Dallas. Angélica le confirmaba que ya estaban aquí, y por supuesto se iba a entrevistar con ellos. Por tanto, querida Rosario, tú me vas a ayudar. Les diré a mis padres que voy a tu casa para hacer un trabajo de historia; será hoy jueves como a las seis de la tarde. Estás loca, si te tardas y nos descubren mamá me asesina. El plan estaba hecho para que Angélica se pudiera reunir con Enzo Petronelli y su familia.

A las cinco y media de la tarde Angélica se despide de su mamá:

—Mami, ya me voy a la casa de Rosario.

—Por favor, confirma el teléfono de su casa —dice la mamá, mientras abre la puerta para dejar entrar a Eusebio, su esposo que traía unas bolsas de víveres del carro—. Espera ayudemos a tu padre.

—Violeta, ¿adónde se va nuestra hija?

—Cariño, ya te había dicho que tienen una tarea grupal.

—Sí, papito. Me voy que se me hace tarde.

—Mujer, ¿ya tienes la dirección de la casa y el teléfono?

—Eusebio, ya tengo todo, además como padres debemos tener confianza en nuestra hija.

—Chau, chau, nos vemos al rato.

John Wu de regreso a casa

La bienvenida fue la misma de siempre, al abrir la puerta salieron unas moscas como si huyeran ya hartas de tanto potaje. Su madre roncaba en el dormitorio, él se puso a freír seis huevos. Los sirvió en un gran plato y agregó seis piezas de pan. Estoy harto de esa escuela, de todas las burlas e insultos. Y mi madre, pobre mamá. John caminó hacia el garaje de la casa. Removió una rajada puerta de madera de un armario. Eran las armas de su padre a quien en ocasiones solía acompañar cuando iba de cacería. Junto al arma estaba una caja con municiones. Tomó el rifle sobre su hombro derecho y se puso un abrigo de tipo camuflaje, en el bolsillo la caja con balas.  Fue hacia el cuarto de su madre, la quedó mirando por unos segundos y salió de la casa.

La cita de Angélica

Angélica baja del bus en el paradero cercano al centro comercial en la ciudad de Lewisville. Caray, son las seis y diez, me dijo Enzo que llegaría a las seis en punto con sus padres, en un auto Cadillac plomo frente a la puerta de la tienda Ross. Deben de ser adinerados, dice que es hijo único. Oh, aquí viene el carro. La puerta trasera se abrió, al mismo tiempo que la del copiloto, dos hombres la levantaron en vilo metiéndola dentro del auto con lunas polarizadas.

Eusebio marca un número y escucha el timbrado. El celular es sostenido con su mano izquierda, y con su puño derecho golpea en forma repetida la mesa de madera; entonces le contesta la voz de una dama.

—Aló, buenas noches...

—Buenas noches, ¿hablo con la señora Enriqueta, la mamá de Rosario? —dice tirando con su diestra su negro y lacio cabello—. Disculpe la llamada a esta hora, soy Eusebio Fernández, el papá de Angélica, por favor, ¿me podría pasar con mi hijita? Ella no me contesta.

—Señor Fernández, buenas noches.  ¿Su hija? No, no ha venido hoy a mi casa. ¿Ha pasado algo, algún problema?

—¡¡¡Cómo que no está allí en su casa!!! Hoy me pidió permiso para ir a preparar un trabajo de historia con su hija Rosario. Son las diez y media de la noche y aún no ha regresado a casa.

—Lo siento, pero aquí estoy con mi hija, y como le dije hoy no ha venido Angélica. Déjeme que le pregunte a mi hijita si sabe algo de ella.

Rosario le decía a su mamá no saber nada, pero al no sostenerle la mirada doña Enriqueta entró en duda, insistió y le alzó la voz, más y más. Tras tensos minutos doña Enriqueta volvió a tomar el teléfono. Le informó al afligido padre lo que le confesó su hija Rosario, de la cita con un tal Enzo Petronelli en el centro comercial. Entonces Eusebio cortó la llamada.

Eusebio y Violeta se gritaban entre ellos culpándose el uno al otro por el permiso otorgado, a la vez que se cubrían con una casaca y salían presurosos hacia la estación de policía. Sonó el estallido del arranque del carro, esta vez además del humo blanco, una sombra muy oscura parecía cubrirlos. El ruido del motor es opacado por los desgarradores alaridos que emanan desde el vientre de una madre, del alma de un padre.

Wu, Wu, Wu...

Eran las ocho y cincuenta y cinco de la mañana, del viernes veintitrés de enero del año dos mil veintiuno. Sonó por los parlantes el timbre marcando el inicio de clases. Los pupitres estaban ocupados, excepto uno. El maestro de matemáticas iba a tomar lista, pero la secretaria del director se presentó en la puerta diciéndole que se le requería urgente en la oficina. El profesor salió.

El reloj marcaba las nueve con siete minutos de la mañana, el docente de matemáticas volvía al salón y alcanza a ver al alumno John Wu entrando al salón con su mochila al hombro. Al maestro se le cayeron unos papeles al piso, eso haría la gran diferencia entre seguir viviendo o morir.

John entró al salón, y mientras todos los alumnos repetían en coro el sonido onomatopéyico: pum, pum, pum; John que estaba parado junto a la pizarra se quita el largo abrigo, rastrilló el arma y empezó a disparar contra todos. El maestro se tiró al piso, en todos los salones los estudiantes se refugiaron bajo sus pupitres, sonó la alarma de evacuación...

Los oficiales de policía llegaron en pocos minutos, la comisaría de Lewisville se hallaba a tres cuadras del centro de estudios. Arribaron primero cuatro patrulleros juntos, luego muchos más, también unidades de bomberos. Después de entrar las fuerzas del orden se oyeron más disparos. Los cruces de la avenida Main fueron bloqueados. Un helicóptero sobrevolaba la escuela, reporteros de una televisora local se preparaban para transmitir.

Camillas con heridos salían empujadas por enfermeros, custodiados con policías que habrían paso. Por altoparlantes los oficiales pedían a las personas mantener la calma y la distancia. Las desgarradoras escenas ya eran transmitidas por televisión. Se hablaba de nueve estudiantes fallecidos hasta ese momento, cinco jóvenes estaban en la unidad de cuidados intensivos, que el presunto atacante sería un estudiante de nombre John Wu, quien fue abatido en el lugar.

Fundación: Ayúdame a Encontrarlos

Karen Dylan vestía su pijama color rosado, sin mangas y con pantalón corto. Revisaba su correspondencia en el buzón de la casa. El radiante sol le daba sobre su rostro mientras sostenía su taza de café. Cargaba algunos sobres con su mano izquierda, dio un sorbo a su bebida, miró alrededor del barrio. La vecina del frente caminaba con su perro de razas mezcladas, la saludaba con la mano, le correspondió. Aspiró hondo y entró a su casa.

En su refrigeradora tenía un calendario magnético, el lunes cinco del dos mil veintiuno estaba escrito con plumón rojo: ¡Hoy operación! Bueno, hay que afrontarlo, igual ya estaba muy mayor para tener hijos, peor aún si estoy sola. Frank fue el amor de mi vida. Desde nuestro divorcio hace once años no hemos hablado más. Sé que volvió a casarse, ojalá esté feliz, aunque..., no, no se lo merece. Se sentó en su mesa de cocina que estaba llena de folders. Tomó uno que tenía escrito al frente: Encontrados con vida, otro que en cambio mostraba escrito: Sin paradero, aún.

Tenía en sus manos la fotografía de una chica, su nombre: Angélica Fernández. Karen temblaba con el llanto, la colocó en el primer folio. Gracias a Dios te encontramos niña, tu foto nos ayudó tanto. Esos malhechores te drogaban en aquel antro del vicio para prostituirte. Eres fuerte, tú saldrás adelante. Cerró el folio, tomó un pedazo de papel toalla que estaba sobre la mesa y limpió su nariz. Se dirigió al baño pare preparase, tenía que ir al hospital.

Las fotos en el high school

Las fotos en letreros colocados, alrededor de los jardines externos, en la escuela secundaria rendían luctuoso homenaje a las doce víctimas mortales. Apenas dos de los cinco estudiantes heridos de gravedad pudieron sobrevivir, uno de los que perdieron la vida fue Rosario, la amiga de Angélica. Su foto era uno de... esos rostros.

Alrededor de ellos había globos alusivos al pedido de paz, también ramos de flores frescos, otros ya secos caídos. Un hombre menudo caminaba portando unos panfletos, iba colocándolos en las puertas, postes cercanos al complejo de apartamentos. Vio unos pequeños carteles y pegó los papeles. Eran en promoción de los apartamentos para rentar. Alguien le llamó la atención a don Justo, por pegar un volante publicitario sobre la fotografía de una de las víctimas, pero él casi nada pudo ver, menos entender. Se fue adosando la propaganda por doquier.

La familia Fernández

Eusebio, Violeta y Angélica miraban hacia la ventana del lado derecho del pasillo, las nubes parecían irse sobre las ventanas. Una voz femenina pedía abrocharse los cinturones; estamos llegando al aeropuerto de la ciudad de La Paz.

Al bajar del avión, después del chequeo de inmigración, los familiares se abalanzaron sobre la familia Fernández, se besaban, los abrazos resultaban confusos, nadie sabía con quién se estrechaba. A Eusebio le vino a la memoria ese partido que horas antes vio por televisión, de la Liga Premier, cuando un delantero de origen africano metió un gol sobre el minuto final, entonces, miró a su esposa junto a su hija, alrededor reconoció a su gente, la familia; lloró tras el beso en la mejilla de su hermano Víctor. Escuchaba el marcado acento de sus paisanos. Los octogenarios abuelos de Violeta se le acercaron, sus ropas tenían olor a chacra, al campo serrano. Le agradecían el haber regresado, sus sonrisas desdentadas, pero auténticas le hicieron contemplar con regocijo... esos rostros de América, de la América suya.