Graciela Martel
A los tres años me
la pasaba jalando la manga de mi mamá para convencerla de que deseaba aprender
a nadar como mi hermano y después de unas semanas de insistencia logré que me
inscribieran en la escuela de natación.
Al ser la más
pequeña del grupo, mi mamá entró conmigo a la alberca y muy atenta seguía las
indicaciones del instructor acerca de los ejercicios que tenía yo que realizar.
Con el paso del tiempo
aprendí a nadar tan bien, que ya no fue necesario que mi mamá me acompañara
dentro de la alberca. ¡Por fin pude estar en el segundo carril! Ahí estábamos
quienes podíamos flotar y desplazarnos sin ayuda de otra persona.
Siempre me había
gustado nadar, realizaba con entusiasmo todo lo que nos indicaba el instructor.
Mi maestro era muy amable y al cabo de unas semanas me llamó Sirenita.
—¡Ya llegaste,
Sirenita! —me decía al entrar a la clase.
—Sí maestro ─le
contestaba sonrojada.
Me encantaba ir a
mis clases de natación debido a que el maestro siempre me hacía sonreír con sus
amables palabras.
—¿Por qué el
maestro me dice Sirenita? —pregunté un día a mi madre al salir de clase.
—Pues, es una
manera de decirte que nadas muy bien y que pareces una bella sirenita.
—¡Vaya! ¡Qué
bonito! —contesté con una sonrisa de satisfacción.
Así pasaron algunos
años durante los cuales me sentía muy orgullosa de ser una sirena en el agua.
Hasta que entré a la escuela primaria. La maestra de grupo nos leyó un libro
acerca del origen de las sirenas. Mientras iba contando la historia me imaginaba
que era yo a quien describía.
«Consideraban que eran
genios marinos…» ─Leía la maestra.
Mi concepción se
basaba en que los genios tienen cabezas enormes y yo no era así.
«Su cuerpo era
mitad mujer y mitad pez…» ─Continuaba diciendo.
Mientras yo me
imaginaba con pies de niña, pero con cabeza de pez.
¡Algo no me
gustaba!
«Cantaban hermoso,
para enloquecer a todo aquel que las escuchaba…»
¿Enloquecer? Yo no
cantaba hermoso; lo sabía porque mi hermano me callaba a veces, lo hacía por
molestarme porque no le gustaba la canción que entonaba.
«Se cree haber
visto a tres sirenas; una tocaba la lira, otra cantaba y la otra tocaba la
flauta…»
Pues no, yo no sabía
tocar la lira y mucho menos la flauta.
«Decían que su
música atraía a los marinos a quienes se aturdían y perdían el control del barco,
estrellándose en los arrecifes…»
Entre más leía la
maestra menos me parecía ser una sirena.
Recordé que un día
tocaba una flauta de barro muy fuerte para que todos me escucharan bien; de
repente, papá frenó porque íbamos a chocar. ¿Acaso lo aturdí con mi sonido de
sirena?
Esta historia no
me terminaba de gustar.
«La diosa del amor
llamada Afrodita les quitó su belleza»
¿Quién era esa señora
que me quitaría mi hermosura? Me preguntaba asustada mientras la maestra no
paraba de leer. Perderla, ¡esa era una tontería!
«Las sirenas
devoraban a los navegantes…»
Lo dicho, esta
historia era horrible. ¡Yo no era caníbal! Definitivamente el maestro no me
conocía. Si así de horrorosas eran las sirenas, yo no quería ser una de ellas.
Esa tarde mamá me
llevó a mis clases de natación. Desde que salí de la escuela, ella me notó
molesta.
—Hija, ¿te pasa
algo? —preguntó mi madre.
—¡No quiero nadar
más! —contesté tras un pequeño silencio—, y mucho menos con el maestro Mario.
—¿Por qué dices
eso? —preguntó mi mamá muy sorprendida.
—La maestra nos
habló de las sirenas en clase. ¡Yo no soy una sirena y el maestro Mario piensa
que sí! Ni soy un genio marino ni mitad pez, no enloquezco a las personas con
mi canto, no toco la lira ni la flauta y tampoco quiero me quiten mi belleza
por amor. ¡A mí los niños me caen muy mal! Y lo peor de todo. ¡No soy caníbal! ¡Jamás
he devorado a nadie!
Mamá soltó una sonora
carcajada y me abrazó mientras la veía desconcertada. ¿Acaso no entendía lo que
le acababa de decir?
—¡Mi vida! Quizá
la maestra no terminó de leer ese mito. Son varias las historias que se cuentan
de ellas. La lectura te hizo sentir que no es agradable lo que se dice de las
sirenas, sin embargo, existen otros aspectos que podemos valorar.
—Pero mamá, ¡Yo no
tengo cabeza de pez! —se lo dije apartándome de sus brazos.
—No, hija. Se
cuenta que las sirenas tenían cola de pez. Hasta el momento nunca he escuchado
que se mencione otra cosa.
—Entonces… ¿no
existen las sirenas con cabeza de pez? —pregunté para cerciorarme que era
correcto lo que entendía.
—No —lo expresó
muy seria y continuó diciendo—. A parte de esos aspectos que te causaron enfado;
podemos decir que las admiraban justo por su infinita belleza, que eran
excelentes nadadoras y al mismo tiempo, tan delicadas que podían deslizarse
sobre la espuma del mar —tomó mi rostro con sus manos para girar mi cara y
poder verme de frente—. El maestro Mario te dice Sirenita porque eres una niña
fuerte, valiente, hermosa y capaz de nadar igual que una sirena. —lo sustentó,
mirándome a los ojos.
La respuesta de
mamá me tranquilizó. La suavidad de sus palabras me hizo comprender que yo era
ese tipo de sirena y que el profesor Mario así me veía. Esa tarde, radiante de
felicidad ¡nadé y nadé como nunca!
Ahora sabía que yo
era la sirena más bella del lugar.
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