viernes, 25 de noviembre de 2022

Sirenita

Graciela Martel

 

A los tres años me la pasaba jalando la manga de mi mamá para convencerla de que deseaba aprender a nadar como mi hermano y después de unas semanas de insistencia logré que me inscribieran en la escuela de natación.

Al ser la más pequeña del grupo, mi mamá entró conmigo a la alberca y muy atenta seguía las indicaciones del instructor acerca de los ejercicios que tenía yo que realizar.

Con el paso del tiempo aprendí a nadar tan bien, que ya no fue necesario que mi mamá me acompañara dentro de la alberca. ¡Por fin pude estar en el segundo carril! Ahí estábamos quienes podíamos flotar y desplazarnos sin ayuda de otra persona.  

Siempre me había gustado nadar, realizaba con entusiasmo todo lo que nos indicaba el instructor. Mi maestro era muy amable y al cabo de unas semanas me llamó Sirenita.

—¡Ya llegaste, Sirenita! —me decía al entrar a la clase.

—Sí maestro ─le contestaba sonrojada.

Me encantaba ir a mis clases de natación debido a que el maestro siempre me hacía sonreír con sus amables palabras.  

—¿Por qué el maestro me dice Sirenita? —pregunté un día a mi madre al salir de clase.

—Pues, es una manera de decirte que nadas muy bien y que pareces una bella sirenita.

—¡Vaya! ¡Qué bonito! —contesté con una sonrisa de satisfacción.  

 

Así pasaron algunos años durante los cuales me sentía muy orgullosa de ser una sirena en el agua. Hasta que entré a la escuela primaria. La maestra de grupo nos leyó un libro acerca del origen de las sirenas. Mientras iba contando la historia me imaginaba que era yo a quien describía.

«Consideraban que eran genios marinos…» ─Leía la maestra.

Mi concepción se basaba en que los genios tienen cabezas enormes y yo no era así.

«Su cuerpo era mitad mujer y mitad pez…» ─Continuaba diciendo.

Mientras yo me imaginaba con pies de niña, pero con cabeza de pez.

¡Algo no me gustaba!

«Cantaban hermoso, para enloquecer a todo aquel que las escuchaba…»

¿Enloquecer? Yo no cantaba hermoso; lo sabía porque mi hermano me callaba a veces, lo hacía por molestarme porque no le gustaba la canción que entonaba.

«Se cree haber visto a tres sirenas; una tocaba la lira, otra cantaba y la otra tocaba la flauta…»

Pues no, yo no sabía tocar la lira y mucho menos la flauta.

«Decían que su música atraía a los marinos a quienes se aturdían y perdían el control del barco, estrellándose en los arrecifes…»

Entre más leía la maestra menos me parecía ser una sirena.

Recordé que un día tocaba una flauta de barro muy fuerte para que todos me escucharan bien; de repente, papá frenó porque íbamos a chocar. ¿Acaso lo aturdí con mi sonido de sirena?

Esta historia no me terminaba de gustar.

«La diosa del amor llamada Afrodita les quitó su belleza»

¿Quién era esa señora que me quitaría mi hermosura? Me preguntaba asustada mientras la maestra no paraba de leer. Perderla, ¡esa era una tontería!

«Las sirenas devoraban a los navegantes…»

Lo dicho, esta historia era horrible. ¡Yo no era caníbal! Definitivamente el maestro no me conocía. Si así de horrorosas eran las sirenas, yo no quería ser una de ellas.

Esa tarde mamá me llevó a mis clases de natación. Desde que salí de la escuela, ella me notó molesta.

—Hija, ¿te pasa algo? —preguntó mi madre.

—¡No quiero nadar más! —contesté tras un pequeño silencio—, y mucho menos con el maestro Mario.

—¿Por qué dices eso? —preguntó mi mamá muy sorprendida.

—La maestra nos habló de las sirenas en clase. ¡Yo no soy una sirena y el maestro Mario piensa que sí! Ni soy un genio marino ni mitad pez, no enloquezco a las personas con mi canto, no toco la lira ni la flauta y tampoco quiero me quiten mi belleza por amor. ¡A mí los niños me caen muy mal! Y lo peor de todo. ¡No soy caníbal! ¡Jamás he devorado a nadie!

Mamá soltó una sonora carcajada y me abrazó mientras la veía desconcertada. ¿Acaso no entendía lo que le acababa de decir?

—¡Mi vida! Quizá la maestra no terminó de leer ese mito. Son varias las historias que se cuentan de ellas. La lectura te hizo sentir que no es agradable lo que se dice de las sirenas, sin embargo, existen otros aspectos que podemos valorar.

—Pero mamá, ¡Yo no tengo cabeza de pez! —se lo dije apartándome de sus brazos.

—No, hija. Se cuenta que las sirenas tenían cola de pez. Hasta el momento nunca he escuchado que se mencione otra cosa.

—Entonces… ¿no existen las sirenas con cabeza de pez? —pregunté para cerciorarme que era correcto lo que entendía.

—No —lo expresó muy seria y continuó diciendo­—. A parte de esos aspectos que te causaron enfado; podemos decir que las admiraban justo por su infinita belleza, que eran excelentes nadadoras y al mismo tiempo, tan delicadas que podían deslizarse sobre la espuma del mar —tomó mi rostro con sus manos para girar mi cara y poder verme de frente—. El maestro Mario te dice Sirenita porque eres una niña fuerte, valiente, hermosa y capaz de nadar igual que una sirena. —lo sustentó, mirándome a los ojos.

La respuesta de mamá me tranquilizó. La suavidad de sus palabras me hizo comprender que yo era ese tipo de sirena y que el profesor Mario así me veía. Esa tarde, radiante de felicidad ¡nadé y nadé como nunca!

Ahora sabía que yo era la sirena más bella del lugar.

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