Patricio Durán
Yo era guía de
montaña. Desde niño sentí atracción por los grandes nevados que veía a lo
lejos. La ventana de mi dormitorio permitía ver la magnífica silueta del
Chimborazo, la montaña más alta del Ecuador, con una altitud de seis mil
doscientos sesenta y cuatro metros. Todas las mañanas, excepto cuando estaba
nublado, podía ver en lontananza al coloso de los Andes en todo su esplendor.
«Algún día tengo que llegar a la cima del Chimborazo», solía pensar. Quería
huir del bullicio y contaminación de la ciudad de Ambato. Las montañas
representan lugares excepcionales, sagrados, escuelas de la vida que nos
enseñan a meditar, a descubrirnos como seres vivos y mirar con ojos nuevos todo
cuanto nos rodea.
En enero del año
dos mil uno vino un grupo de cuatro mujeres a practicar montañismo en el Parque
Nacional Cotopaxi, que es el segundo más visitado luego de las islas Galápagos.
Su edad frisaba entre veinticinco y treintaicinco años, todas profesionales,
trabajadoras de grandes empresas. Mónica Cardona sobresalía por su estatura y
belleza, era modelo de pasarela. Vivía en Buenos Aires. Llegó al Ecuador a
reunirse con sus hermanas Sofía, Ana María y Carolina, originarias de la ciudad
de Manizales, la perla colombiana de la rumba y el café. Fue un grupo muy
gracioso y lleno de glamur. La primera reunión, para las explicaciones del
ascenso, la hicimos en el bar del hotel Cuello de Luna, cercano al volcán
Cotopaxi. En este encuentro ya estaban bastante entonadas. Hice lo que pude y
les expliqué que al día siguiente disfrutaríamos de un bello paisaje, lejos del
mundanal ruido. El pronóstico del tiempo era favorable en la mañana. Al medio
día se preveían lluvias y tormentas eléctricas, por lo que debíamos tomar
precauciones, y sobre todo respetar a la impredecible montaña.
Mónica Cardona tenía
un tipo de personalidad audaz, sentía pasión por los viajes. Estaba siempre en
movimiento, explorando, por eso un buen día decidió dejar su natal Manizales y
viajar a Buenos Aires en busca de nuevos horizontes en el arte del modelaje, que
era su pasión. Era independiente, evitaba el trabajo de ocho horas en relación
de dependencia, prefería ganarse la vida por su cuenta. No le preocupaba
encontrar trabajo y vivía bien según su talento, capacidad e ingenio. Era
generosa. Este viaje lo había pagado ella con sus ahorros. Sus hermanas no gastaron
un centavo. Creía que el dinero era para disfrutar y en algún lugar encontraría
algo más. En su niñez y adolescencia fue inquieta y traviesa. Era valiente,
intrépida y resistente. No permitía que nadie se interponga en sus planes, y si
algo o alguien le gustaba lo conseguía, aunque sea quitándole el novio a su
propia hermana. Sabía defenderse perfectamente de cualquiera que pretendiera
aprovecharse de ella. Vivía sin remordimientos, gozando del presente. No se
sentía culpable del pasado ni angustiada por el futuro.
La vida era para
experimentarla ya. Mónica se aventuraba a los lugares donde sus hermanas no se
atrevían. No le afligían las mismas preocupaciones ni miedos que al resto de
mortales. Vivía al límite, desafiaba fronteras, se entregaba para bien o para
mal a un juego apasionante. «El que no arriesga no gana», era su lema, por eso
murió en su ley. Mónica tenía un código propio de valores. No se dejaba influir
por sus hermanas ni por las normas de la sociedad. Desafiaba el peligro
realizando deportes extremos como el buceo y el andinismo. El sexo era muy
importante en su vida y disfrutaba de numerosas y variadas experiencias con
distintas parejas.
Al día siguiente
fue un desastre. Estaban con un tremendo «guayabo». Carolina no durmió en su
habitación al no encontrar su llave y lo hizo en el vestíbulo del hotel. Pensé
en suspender el ascenso, hubiese sido lo mejor, pero se negaron. Vinieron a
dominar la montaña y lo iban a conseguir. Perdimos un precioso tiempo mientras se
alistaban. Les advertí que no había atajos a la cumbre y debíamos subir paso a
paso.
—Si alguna de
ustedes se enferma bajamos todos. Si una ya no puede continuar regresamos.
Necesito saber el mínimo malestar que sientan. Las órdenes se cumplen sin
cuestionar. ¿Entendieron?
—¡Sí, señor! —respondieron
al unísono cuadrándose como militares.
Sofía reclamó a
Mónica por seducir a su enamorado e irse con él a vivir en Argentina. Las cosas
se estaban saliendo de control, intervine antes de que se compliquen.
Afortunadamente primó la cordura, se disculparon y continuaron con los
preparativos.
Empezamos nuestro
ascenso al majestuoso Cotopaxi de cinco mil ochocientos noventa y siete metros
de altitud. El reloj marcaba las seis de la mañana. Como no era un ascenso
profesional a la cumbre no me preocupé mucho por la hora. Las chicas habían
venido a divertirse. Subimos acordonados. Les comenté que era una medida de seguridad.
No quería pasar otra vez por la amarga experiencia que sufrí en el pasado,
cuando casi pierdo la vida al rodar al abismo. Evité mencionar este incidente
para no asustarlas.
El día estaba despejado,
se podía ver con claridad la Avenida de los Volcanes, una joya natural que se
extiende aproximadamente por trecientos cincuenta kilómetros. En esta región los volcanes están alineados en
sentido norte a sur sobre el altiplano ecuatoriano, algunos activos como el
Cotopaxi y el Tungurahua y otros apagados como el Chimborazo. Estos gigantes de
los Andes tienen una característica común: las nieves perpetuas de sus cimas
los convierten en nevados, aunque con el calentamiento global estas nieves
perpetuas han empezado a derretirse como un helado de chocolate. Divisamos
hacia el norte el Cayambe, luego el Pichincha, Atacazo, Pasochoa, Rumiñahui,
los Ilinizas; más al sur se divisaba al imponente Chimborazo y el Tungurahua.
El olor a azufre
nos recordó que el volcán estaba vivo y nos invitaba a recorrer su ruta amablemente.
No había razones para presagiar una tragedia, se veían unos densos nubarrones
que se movían con rapidez; en ese momento no los consideré una amenaza, pero
que luego llenarían de luto el día. Un grupo de montañistas que descendía
apurado nos advirtió que se avecinaba una tormenta y debíamos regresar de
inmediato al refugio que se encontraba unos doscientos metros más abajo. El cielo
se oscureció de pronto. La tormenta eléctrica nos sorprendió, nos aprisionó sin
compasión. Los relámpagos llegaron como un arañazo en las tinieblas creando un
breve mediodía que se tragó la oscuridad por un instante, mostrándonos el
peligro que nos acechaba. Empezaron a soplar vientos huracanados, acompañados
de una fuerte lluvia, nieve y granizo. Nos vimos rodeados por una espectral
danza macabra de rayos y truenos. Parecía que los demonios habían salido del
cráter del volcán.
Un relámpago nos
deslumbró, el trueno ensordecedor y el rayo que calentó instantáneamente el
gélido aire mató a Mónica Cardona en el acto. Ella se había separado del grupo
y llevó la peor parte. Ana María y Carolina sufrieron algunas quemaduras. Los
oídos nos zumbaban. Sofía sufrió perforación de los tímpanos. Todos fuimos
afectados de ceguera temporal; las piernas las teníamos entumecidas,
paralizadas y poco a poco fueron tomando un inquietante color azulado. Un
hormigueo nos recorrió todo el cuerpo. Teníamos diversos traumatismos, heridas
musculares, lesiones en los ojos y quemaduras. Los efectos explosivos del rayo
causaron la expansión del aire provocando que la ropa de Mónica se desprenda
dejándola como Dios la trajo al mundo. Llevaba un medallón grande colgado del
cuello con una cadena de plata que se fundió completamente en su pecho. Parte
de su cabello estaba volatilizado por la fulguración.
Dos horas más
tarde, cuando llegó la ambulancia con los paramédicos, acompañé a Mónica a la
morgue del hospital de Latacunga. Miré de soslayo al médico forense que
realizaba la necropsia para determinar las causas de su muerte lo que era obvio:
la mató un rayo que descargó un pulso electromagnético masivo en una fracción
de milisegundos. La corriente eléctrica, que pasó a través de su cuerpo
generando oleadas de calor, quemó y destruyó órganos y tejidos produciéndole
sangrado interno y un paro cardíaco. Muchas personas creen erróneamente que
alguien golpeado por un rayo queda electrificado, y al tocarlo podrían ser
electrocutadas. El cuerpo humano no almacena electricidad, por eso es seguro
tocar a una persona herida por un rayo, muchas veces necesario, ya que
probablemente requiere primeros auxilios.
Mónica vino
acompañada de Jean-Philippe Durand, un francés que conoció en un crucero por las
islas Galápagos. Él practicaba buceo nocturno para observar diversas especies
marinas que no son vistas en el día; a ella le gustaba el riesgo y formaron la
pareja perfecta. Por cuestiones de trabajo, Jean-Philippe retornó a la
Argentina. «El pibe tiene que laburar», dijo Mónica en lunfardo.
Cuando me
encontraba dándoles los consejos de seguridad para el ascenso a las cuatro
hermanas Cardona, empecé a sentir la mirada penetrante de Mónica; por un
momento perdí la concentración. Me sobrepuse al acoso y terminé la charla. Más
tarde ella entró a mi habitación sin llamar, estaba un tanto mareada.
—Che, ¿funciona o
no funciona? —me dijo con voz meliflua mirando mi entrepierna.
—¿Qué cosa?
—respondí desconcertado.
—Tu pito, ¿qué
otra cosa puede ser?
No supe qué
responder. Ensayé un tímido «no sé…» cuando sentí su aliento dulzón en mi
rostro. Me besó apasionadamente, con furia. Sentí su lengua fina y pastosa en
mi garganta. Acaricié sus pechos erectos y agudos de animal en celo que
temblaban en mis manos ansiosas. Tenía una figura mesomorfa, de modelo de
pasarela, atlética, en forma de reloj de arena, que subía y bajaba sobre mi
erección. Sentí el estremecimiento de su cuerpo al llegar al clímax. Se levantó
inmediatamente y apenas alcancé a distinguir la huida atemorizada de una
extraordinaria desnudez femenina.
¡Qué desperdicio,
Dios! Su cuerpo olía a quemado. Sus nalgas ebúrneas, esféricas, estaban
tiznadas. Su pubis, de suave vello castaño, pendía puntiagudo del monte de
Venus, que estaba parcialmente chamuscado; su maravillosa desnudez destrozada
primero por el rayo y luego por el forense que abrió su cuerpo como si
destazara un cerdo.
No siempre los ángeles son hermosos a veces asustan, y el cuerpo de Mónica me asustaba, pero también me causó cierto alborotamiento en la parte baja del vientre.
Muy interesante, es la triste realidad de quienes desafían a la naturaleza y más aún a la ley de Dios
ResponderEliminarExcelente narrativa que nos hace volar con la imaginación del autor a hechos que bien pueden ser muy reales me parece fantástico. Gracias y felicitaciones Patricio Durán Garcés. Desde Ambato un fuerte abrazo.
ResponderEliminarMe dejo en vilo. Quizas demasiado frio. Seguramente una descripcion oportuna de un dia en la vida de alguien. Inesperado. Pero asi es la vida. No tiene contingentes. Sin embargo para una madre de familia que se limita a cuidar a sus hijos una tragedia absoluta. Pero no me gusta el enfoque. Una modelo se esta evidenciando, una mujer desordenada, que i clusive no tienen moral ni con su propia hermana. Se acuesta con el que le aparecio. Dentro del pudor quizas no merecia vivir. No tiene nada bueno que ofrecer al.mundo. Muy estereotipado.
ResponderEliminarEs una narración bastante descriptiva. Podrías “redondearlo” más para que al final llegue al lector y lo impacte como un canto de lava que rodara desde la cumbre. Esa es la esencia del cuento. Un abrazo
ResponderEliminarTodas las historias sobre la nieve me han apasionado y he subido a varias cumbres de nuestra geografía. Me gustó la presencia de un rayo asesino que escoge a una belleza colombiana para terminar su vida sin valores elementales.
ResponderEliminarExcelente forma de narrar Patricio, atrapas al lector
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