Rosario Sánchez Infantas
Deslumbrado, iluso y maravillado; es decir enamorado es como Raúl se casó. Era un hombre atractivo según los cánones de belleza occidentales: alto, de contextura vigorosa, rostro armonioso, tez clara, ojos castaños y el cabello dócil con algunas ondas. Siendo natural de una ciudad costeña su apariencia y hablar ligero llamaban la atención en el centro metalúrgico andino: un lugar frío, inhóspito, de oxígeno escaso y con el humo de sus chimeneas atormentando los bronquios de los pobladores.
A mediados del siglo XX el Perú se recuperaba de la severa crisis económica y política que se originó tras perder la guerra del Pacífico con Chile, su país vecino. Los centros mineros o metalúrgicos de capitales extranjeros fueron una opción laboral para miles de pobladores de todo el país. El complejo metalúrgico de la ciudad de La Oroya, inició sus actividades en 1921. Su crecimiento continuo ocasionó la formación de una ciudad con múltiples comercios y servicios para atender las necesidades de esa población. Los profesionales y técnicos provenían de otros países o ciudades más desarrolladas, mientras que la mayoría de la población estaba compuesta por personas con escasa educación y nula calificación laboral, provenientes de distintas regiones del Perú.
Ese era el caso de Raúl, huérfano de padre que llegó buscando trabajo en el hospital exclusivo para los obreros de la empresa metalúrgica norteamericana. Olga, una joven agraciada, de tez y cabellos morenos, tenía mayor instrucción y experiencia laboral que Raúl, provenía de una familia de cuatro hermanos de un valle cercano. La necesidad de ayudar a sus ancianos padres hizo que saliera de su pueblo en busca de trabajo en una época en la que pocas mujeres trabajaban fuera de casa. Eran muchas las ocasiones y espacios para que socializara el gran contingente de personal joven de la ciudad: los bailes, fiestas tradicionales, cinemas, iglesias, encuentros deportivos. Es así que Raúl y Olga se conocieron y enamoraron en las actividades sociales del hospital en el que empezaban a trabajar. El inesperado embarazo los obligó a apresurar la boda, sobre todo porque Raúl sabía del carácter belicoso de los hermanos mayores de Olga. Ella a su vez buscaba cuidar las convenciones sociales y sus creencias religiosas.
Como que las hormonas y los neurotransmisores hacen su trabajo, al principio la pareja disfrutó mucho su condición de recién casados. Sin embargo, la genética de la especie determina que, asegurada la sobrevivencia del hijo, vuelva a su nivel basal la bioquímica del deslumbramiento. Se sumaron a ello las dificultades que planteó la convivencia en personas que recién empezaban a conocerse y tenían diferentes maneras de enfocar la vida y su relación. Ambos ganaban sueldos magros; sin embargo, Raúl carente de asertividad no podía negarse a hacer pequeños regalos a su madre y hermanos cuando se lo pedían. Era la única forma de expresarles afecto. Cuando él era adolescente murió su padre y desde entonces debió ayudar a proveer a la familia. Ahora su madre y hermanos tenían asegurada la subsistencia y le pedían dinero para cosas superfluas.
A Raúl lo afectó muchísimo la muerte de su progenitora tras una breve y costosa enfermedad que debió pagar la joven pareja pues los otros hijos argumentaron no tener dinero. Amor, gratitud, sentimientos de culpa, compensación, desplazamiento, obsesión, o sabe Dios qué nombre le pondrían los psicólogos, al deseo intenso que tuvo el reciente huérfano, de encargar una lápida de mármol que reemplazara a la ordinaria inscripción que el albañil hizo sobre el cemento fresco en el nicho de su madre el día del entierro. Como ante todas las decisiones importantes lo consultó con su esposa, pues a instancias de esta tenían un presupuesto conjunto.
Cada
persona trae, de su historia previa, su propia representación del mundo y sus
prioridades personales, la esposa creía que ya habían gastado lo suficiente en la
enfermedad y sepelio de su suegra y de quien, según sus cálculos, no habían
recibido algo que justificara nuevos gastos.
–¡Este
mes voy a poner la lápida de mi madre! –dijo Raúl, levantando la voz y en un
tono que quería trasmitir convicción.
A
la esposa el mensaje, y sobre todo la forma en la que fue dicho, le sonaron como
una amenaza a su racionalidad, que estaba convencida era la racionalidad. También sintió amenazado el control de la familia,
que ella se había asignado como una compensación al fiasco que le significó el
matrimonio. Tenía la expectativa de una relación con manifestaciones románticas
y que su esposo dedicaría su vida a hacerla feliz, solo a ella. También Olga
valoraba mucho tener el control de su entorno y lo defendía de cualquier
amenaza incluso con violencia. Había crecido escuchando a su padre y hermanos que
los Gómez eran “bien machos”, siempre que se pudiera había que ejercer el
poder, el control. En ocasiones reconocía que de no ser por su embarazo quizás no
se hubiera casado. Le parecieron intolerables las demandas de dinero de sus
familiares políticos. Se llenaba de amargura cuando pensaba que su bebé murió
en el parto complicado que tuvo y ahora debía cargar con un matrimonio que le
exigía luchar contra lo que amenazaba la felicidad de su familia.
–¡Me
opongo rotundamente! –dijo la esposa, con tal convicción y con una expresión
corporal que parecía un gallo de pelea erizado y listo para hincar las navajas.
–¡Te
he dicho que este mes voy a poner la lápida de mi madre! –gritó Raúl con el
ceño fruncido y el cuerpo preparado para el ataque.
Dicha
firmeza fue, para su pequeña mujer, una nítida alarma de que él, en adelante, podía
hacer lo que quisiera. Eso no lo podía soportar, y melodramática, se presentó
como una víctima, mujer sacrificada y trabajadora cuyo marido ponía en riesgo
el futuro familiar y dilapidaba el fruto de su esfuerzo.
–¡Carajo! Me ha costado ganarla y puedo hacer
con mi plata lo que me da la gana. ¡Aunque no quieras este mes voy a poner la
lápida de mi madre!
–¡¿Quién
te has creído que eres, pedazo de mierda, para que vengas a hablarme con tus groserías?!
Con que eres muy valiente, ¿no? Si pones la lápida mañana mismo dejo de
trabajar. Ya verás cómo pagas las deudas, el colegio de los chicos y me
mantienes –lo dijo con tanta ira, que se la sintió vibrar en el ambiente.
Raúl
insistió una y otra vez. Su estrategia subcortical, consistía en gritar cada
vez más alto, decir palabrotas, y repetir su propósito de encargar la lápida.
Sin embargo, la querellante pertinaz esposa había notado un ligero temblor en
la voz de su marido ante su amenaza de dejar de trabajar. Entonces supo que era
cuestión de paciencia. Una hora más tarde, Raúl la mandaba a paseo y se iba de
casa dando un portazo.
Una
semana no se hablaron y dormían en habitaciones separadas. Para Raúl esa
actitud significaba ser consecuente con su propósito. Sin embargo, cuando pensó
en ir a contratar la lápida, se dio con la cruda realidad. Su esposa era la que
manejaba el presupuesto, y él tenía apenas para el pasaje y un refresco. Se
prometió que el próximo mes tomaría de su sueldo lo necesario antes de dárselo
íntegro a su esposa.
Las
necesidades de la vida doméstica fueron restableciendo la comunicación y hacia
el final del mes la diplomacia era lo que caracterizaba sus interacciones. Como
muchas, la pareja no toleraba la soledad, necesitaba ayuda para lograr sus
metas, tenían algunos intereses comunes, la costumbre y la atracción que
persistía entre ellos hizo que siguieran juntos y que llegaran cuatro hijos. Raúl
estaba seguro de su fuerza física; cuando era necesario la empleaba con otro
hombre si le faltaba el respeto o agredía; pero no estaba preparado para
enfrentar la violenta obstinación de Olga. Su deseo de ofrecer un nicho hermoso
y el temor a la ira de la pequeña mujer hacía que el ciclo se repitiera, con
idénticos resultados, mes a mes. Ella se anticipaba y compraba a crédito cosas
para él y los chicos, o destinaba dinero para el mantenimiento del automóvil
familiar. No importaban el volumen, las groserías, ni amenazas de Raúl. Ya no
quedaba dinero a la hora que él reclamaba mandar a hacer la losa de mármol.
Cada
uno de los hijos de la pareja desde que tuvo memoria habría de recordar que los
fines de mes, al recibir el pago y priorizar los gastos, el padre exigía
ornamentar el sepulcro de su madre, que Olga llamaba injusto e irresponsable
destinar el dinero que con mucho esfuerzo ganaba teniendo que abandonar a sus
hijos para ello y que no iba a claudicar de su responsabilidad de garantizar la
seguridad de su familia.
Ella
clasificaba y etiquetaba a sus parientes políticos como malos a partir de
alguna característica y negaba las evidencias de lo contrario. Así prohibió que
se contactaran con Raúl y sus hijos, al punto que él debía hacerlo en secreto.
Tanta era la violencia en las discusiones que Olga fue ganando el control,
aunque Raúl, más por costumbre que por convicción, seguía con su letanía. Haber
sido aconsejado por un amigo, en el sentido de hacer sentir su poder de jefe
del hogar, lo hizo estar más predispuesto a la violencia aquel abril. Al ver
los mismos frustrantes resultados le lanzó una cachetada, que dio lugar a que
ella lo denunciara en la comisaría y que lo detuvieran algunas horas en las que
ponderó lo que sería dejar de vivir en familia, enfrentar a los hermanos de
Olga y acabar con la imagen de familia ideal que tenían, de ellos, las personas
que los conocían. Sin ser del todo consciente declinó esa tarde ser quien
controlara las decisiones y el presupuesto familiar, ya encontraría una forma
de vengarse por ello. El siguiente fin de mes, luego de recibir el sueldo,
fingió un malestar físico y no trató nunca más el asunto de la lápida.
Y la vida continuó con sus altas y bajas. Los hijos de la
pareja se veían perturbados ante hechos tan contradictorios: la madre guardaba con
especial cuidado las cartas de amor que se escribían cuando novios, las peleas
que tenían producían chispas de la tensión y, sin embargo, Olga no le quiso dar
el divorcio cuando él, treinta años después, pensó en rehacer su vida.
Argumentaba que una buena cristiana no acepta el divorcio; además que se sentía
bien con la imagen de pareja feliz que proyectaban en su entorno.
*******
¡Realmente es hermosa, hijo mío! ¡Te lo
agradezco tanto! Es increíble cómo pasa el tiempo; esa es otra razón que le
añade belleza a esa lápida. Cerca de diez años, a
doce meses por año, y unas diez peticiones en cada discusión… son… más de
mil veces que la he pedido sin conseguirla. Sé que tendrás el tino de no contárselo a tu mamá. Ya me
amargó la vida; si se lo dices, le da un infarto y se viene por aquí, a
amargarme la muerte.
En
su privilegiada condición le llegaban a Raúl impresiones de algunos hechos que
ocurrían en el modo de existencia que había dejado.
El
hijo mayor rompió en pedazos la boleta de la marmolería, los lanzó al viento y
pensó: ¡Ojalá mi esposa no se entere!
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