viernes, 18 de noviembre de 2022

El Cuerpo

Roberto Murcia


Corre el año 1987. Carlos Cuevas, el administrador del hotel Imperial, uno de los más exclusivos de la Ciudad de México —que cuenta entre sus clientes a presidentes de otros países, estrellas de cine y millonarios de paso por la metrópoli—, revisa la información de huéspedes. Al verificar los datos del sistema descubre que la señora Alice Crowley, de nacionalidad estadounidense, se ha hospedado durante cuatro días en el piso catorce, unidad 1409, y no ha pagado por su estadía de los últimos dos. Con extrañeza confirma que cuando ingresó no mostró identificación alguna: ni pasaporte, ni tarjeta de crédito. Lo que lo lleva a preguntarse cómo logró que le asignaran la suite, pues esto viola las reglas operativas. En los registros puede leerse: Alice Crowley, fecha de nacimiento, 9 de abril de 1963, su dirección en California, Estados Unidos de América, su número telefónico y el nombre de su cónyuge David Crowley.

Llama por teléfono a la habitación y no obtiene respuesta. Al preguntar a las mucamas y empleados de turno, estos afirman que solo la han visto un par de oportunidades y en ningún momento han tenido contacto con su esposo. Además, hoy no se hizo la limpieza, pues hay un rótulo que dice Don’t disturb en el picaporte de la puerta. Al no saber nada acerca de los huéspedes, el administrador decide subir para comprobar si se encuentran en la recámara. Después de tocar el timbre, nadie responde, por lo que intenta abrir con la llave maestra y verifica que la puerta está cerrada con doble seguro desde el interior. Luego informa de la situación al jefe de seguridad, ya que esta dependencia es la única autorizada para forzar una cerradura asegurada. Ellos utilizan la llave de emergencia para eventualidades excepcionales como esta. Al entrar observan que todo permanece en orden, no obstante, puede percibirse un olor extraño. Sobre la cama yace una mujer con un agujero de bala en la frente sosteniendo una pistola en la mano derecha. Viste de negro (traje sastre, medias y zapatos de tacón alto), salvo por una camisa blanca. De inmediato dan parte a la policía.

Los forenses realizan el levantamiento del cuerpo y la evidencia correspondiente. Con posterioridad se manifestó que no hay nada que indique que otra persona haya ocupado la estancia, ni se la vio acompañada, por lo que presumen que estuvo sola durante su estadía. Había restos de comida en un plato, lo que hace suponer que comió antes de morir. Se observó una mancha de líquido en la alfombra como si se hubiera derramado por accidente, si bien la copa vacía reposa encima de la mesa junto con los alimentos remanentes. No hay indicios de lucha. La occisa se encontraba recostada en el lecho en decúbito dorsal (viendo hacia el techo) con las pantorrillas y pies fuera de la cama apoyados en el suelo. Sostenía una pistola nueve milímetros en la mano derecha con su dedo pulgar en el gatillo. Presentaba un agujero de entrada en la frente sin abertura de salida. El disparo se realizó a corta distancia, presumiblemente en contacto con su piel.

Al examinar sus pertenencias no se halló tarjeta de crédito, licencia de manejo, pasaporte, billetera, llaves u otras que permitieran identificarla, lo que es muy extraño, pues son elementos que cualquiera que viaja llevaría consigo. Tampoco se encontró cepillo de dientes, cosméticos u otros enseres personales. Además, todas las etiquetas de su ropa habían sido removidas. Se efectuó un examen toxicológico en busca de alcohol, sin embargo, el resultado fue negativo. El número de serie del arma había sido borrado, por lo que no se pudo corroborar su procedencia. Se tomaron huellas digitales de la escena, las cuales, en su totalidad, eran de ella, pero que no coincidían con ninguna entrada de la base de datos.  

La muerte se situó alrededor de las diez de la mañana del jueves. Al revisar los movimientos de su tarjeta de acceso se ve que ingresó el martes once de agosto a las veintiún horas. Permaneció fuera desde las doce hasta las veinte del miércoles —lo que deja una ventana de ocho horas en que estuvo ausente— y fue hallada sin vida el viernes a las quince. No se vio entrar a nadie a su habitación durante su estadía. Se desconoce motivo de su visita al país y los lugares que visitó. No se encontraba inscrita en los archivos de ingresos de vuelos internacionales de las compañías aéreas.

Con posterioridad, la embajada americana confirmó que el nombre bajo el que se registró no existe entre los ciudadanos de esa nación que han pasado por las aduanas terrestres hacia México. Hay algunas homónimas que viven en territorio norteamericano que no coinciden con su filiación, ni están desaparecidas. No hay correspondencia con las huellas consignadas en la base de datos de la INTERPOL. Aunque la dirección que suministró es real, los residentes de ese domicilio niegan conocerla y el número telefónico es falso. Tampoco aparece en listados de personas perdidas. Se descartó la participación de alguno de los trabajadores del hotel, pues todos tenían coartadas. Luego de investigar las pistas y conjeturas pertinentes, estas no conducen a información adicional. Los oficiales consideran que la puerta sellada con doble llave desde adentro indica que no deseaba que la importunaran y no había nadie más en la alcoba al momento del disparo, ya que no era probable que alguien escapara por la ventana que carece de puntos de apoyo que le facilitaran la huida.

Concluyeron que la indocumentada utilizó las horas anteriores en los preparativos para su muerte, la cual es considerada un suicidio. Ellos explican que, por razones desconocidas, decidió terminar con su vida y borrar cualquier rastro de su pasado.  ¿Por qué haría algo así? Eso es un misterio que los detectives no pueden explicar. El dictamen de la investigación es que la señora Crowley, o como se llamara, resolvió ir a morir a la ciudad de México e hizo un intento exitoso por eliminar todos los indicios que permitieran identificarla. Después de un tiempo de espera prudencial por si aparecía algún conocido o pariente de la difunta, el caso es cerrado y sus restos mortales son enterrados en una tumba sin nombre en un cementerio local.

Años después, un miembro de la policía, Mauricio García, fue contactado por un empleado de la representación diplomática de los Estados Unidos de América. La embajada le informó que las autoridades de esa institución recapitularon el evento y deseaban determinar si era posible identificar a la occisa, la cual se creía era su connacional. García concluyó que la mejor manera de averiguar quién era la mujer era exhumar el cadáver y extraer el ADN para compararlo con los resultados de referencia disponibles. En la época en que ocurrió el suceso esas pruebas no eran de uso común, pero en ese momento sí. Luego de obtener los permisos correspondientes para llevar a cabo el examen, se dirigió al panteón junto con miembros de la división de antropología forense.

Era una mañana fría de diciembre. El viento del norte soplaba fuerte sobre la ciudad y sacudía los árboles como si fueran de trapo. Al salir del auto pudo apreciar el cielo de color gris debido a la polución. Al llegar recorrieron el sitio hasta encontrar la sepultura sin nombre. Sobre el terreno, una depresión de varios centímetros indicaba que el cieno se había reacomodado con el paso de los años. La excavadora perforó el suelo y dejó al descubierto un ataúd. Los expertos abrieron el cofre con cuidado. Para su sorpresa, dentro del mismo no hallaron restos humanos, sino un promontorio de tierra.

Al encontrarse con un enigma que no podía resolver usando los recursos de investigación a su alcance, García decidió recurrir al profesor Antón Greco, especialista en psicología forense, como lo había hecho en otros casos de alto perfil sin solución. Después de llamarlo por teléfono y concertar una cita, lo encontró en su oficina a las catorce horas. Estaba fumando un habano cuando lo recibió. El aroma del humo esparcido en la estancia tenía notas dulces de hierba seca y caramelo.

—Buen día mi estimado oficial García. Veo que tiene otro suceso interesante que mostrarme —dijo mientras le señalaba el asiento enfrente de él.

 —Así es doctor. Se trata de la desaparición de un cadáver del cementerio que pertenecía una dama cuyo nombre real desconocemos y que murió en circunstancias muy extrañas.

—Me imagino que quieren averiguar lo que pasó con el cuerpo y su identidad, ¿cierto?

—Correcto. La razón que nos llevó a desenterrar la tumba fue la de extraer ADN para intentar identificarla. Esto a petición de la embajada americana que solicito nuestra colaboración. Pero nos encontramos con la situación inusitada de que cualquier resto mortal había desaparecido. Solo hallamos un ataúd con un poco de tierra adentro.

—Me parece un incidente con matices extraordinarios —expresó el doctor Greco.

—Permítame darle los pormenores del suceso. Así podrá darme su opinión.

—Por supuesto oficial. Tiene toda mi atención.

A continuación, le relató los hallazgos de la forma más detallada que pudo y le mostró toda la documentación pertinente.

—Como comprenderá con la exposición de los hechos que le relaté y la información recabada, estamos desconcertados porque lo que sabemos no conduce a ningún lado. Si la mujer se suicidó, ¿Por qué desaparecieron sus restos? ¿Quién tendría interés en raptar el cadáver de una extranjera que se quitó la vida? —Después de un instante de silencio, le preguntó:

—Y bien profesor, ¿qué opinión le merecen los detalles del caso?

El doctor no respondió la pregunta de manera inmediata. Se levantó y se acercó a la ventana de la habitación, desde la que podía apreciarse un hermoso jardín. Luego de permanecer en silencio por espacio de unos minutos se volvió y le manifestó:

—Antes de dar mi opinión me gustaría meditar sobre el asunto. Deme algunas horas. Nos veremos a las dieciséis en la estación de policía, ¿le parece? —dijo mientras miraba su reloj de pulsera.

—Claro, con gusto. Lo espero por la tarde.

Al salir el teniente pudo escuchar la música clásica proveniente de la oficina, que el doctor escuchaba cuando quería concentrarse.

Por la tarde el oficial García se encontraba en su oficina. A través del cristal podía observar lo que ocurría en la estación. Enfrente pasaron dos agentes que custodiaban a un hombre esposado. Miró su reloj: eran las dieciséis horas en punto. En ese instante apareció el profesor Greco, quien sin preámbulos le dijo:

—Estimado inspector, creo que debemos realizar una visita al Hotel Imperial para hablar con el administrador.

—Bueno… le di toda la información que nos proporcionaron. ¿De verdad lo considera necesario?

—Absolutamente necesario.

—¿Le parece que sería de utilidad contactar a la embajada de los Estados Unidos, por si ellos saben algo más?

—De momento no. Lo más probable es que ni siquiera fuera norteamericana y su nombre real, casi con absoluta certeza, no es Alice Crowley. Se lo explicaré después.

Mientras se dirigían a su destino en la patrulla, el oficial García podía percibir el esmog que opacaba el ambiente, provocaba ardor en sus ojos y los hacía lagrimear. Nunca logra uno de acostumbrarse por completo a esta niebla contaminante, pensó.

Al llegar al hotel se le indicó al señor Domínguez —el administrador— que el doctor Greco estaba cooperando con la policía, por lo que debía colaborar con él proporcionando los datos que este le solicitara. El doctor manifestó:

—Buenos días. Me gustaría verificar el nombre del empleado que estaba en la recepción el día en que se registró la occisa y de ser posible, hablar con él.

—Bien, lo tenemos registrado, solo que ya les dimos a los investigadores toda la información pertinente y no sirvió para esclarecer la muerte. El hecho ocurrió hace varios años. En fin, si desean corroborar quién estuvo asignado, acompáñenme —respondió un tanto contrariado.

Después de revisar el registro de actividades, respondió:

—Orlando Sifuentes estaba de turno a la hora en que ingresó la señora Crowley.

—¿Trabaja todavía con ustedes? —preguntó el doctor Greco.

—No, ya no. Puedo darles los datos que tenemos de él.

Mientras salían del hotel, el doctor Greco se dirigió al oficial:

—Debe estar pensando acerca de la razón de interrogar de nuevo al empleado. Es tiempo para darle algunas explicaciones.

—Así es. Me muero de curiosidad por saber a qué conclusión ha llegado.

—En primer lugar, me gustaría aclararle que no se trató de un suicidio sino de un asesinato.

—¿Por qué está tan seguro?

—Fue colocada en la postura en la que la hallaron sosteniendo la pistola para aparentar que se había quitado la vida. No se identificó evidencia de pólvora en las extremidades superiores porque ella no la disparó. De acuerdo con el informe, tomó el arma —que era de considerable tamaño— con una sola mano y en una forma bastante incómoda, según indican las huellas recabadas. Suponiendo que quisiera suicidarse, estaría en un estado emocional alterado y la habría tomado con ambas manos. La posición en que suponen hizo fuego hubiera provocado que, una vez hecho el disparo, la pistola saltara, por lo que no se encontraría descansando en su diestra, como apareció. No solo eso, además fue efectuado con premeditación, alevosía y ventaja.

—Entiendo, pero ¿por qué con premeditación, alevosía y ventaja? ¿No pudo ser un homicidio pasional? Por ejemplo, si su esposo la asesinó por celos u otra causa similar.

—Fue planeado y ejecutado con cuidado y anticipación para despistar a los entes de investigación, así lo señala el hecho de que no se obtuviera indicio alguno de la identidad de la dama, incluyendo la eliminación de las etiquetas de la ropa y desaparición de objetos personales, tarjetas de crédito y pasaporte. Hubo ventaja porque al momento de ser asesinada, la víctima estaba drogada, lo que permitió que se cometiera el homicidio sin que ella se resistiera. Lástima que no se ordenó un examen toxicológico completo, de haberlo realizado, podría haberse encontrado la droga utilizada para sedarla. El líquido sobre la alfombra indica que se le cayó la copa que contenía la bebida con el somnífero. Presumiblemente, al sentir el efecto del mismo la dejo caer, el asesino debió levantarla y la colocó sobre la mesa. No se trató de un crimen pasional, pues si ese fuera el caso, abría señales de resistencia y lucha, lo que no existe, y no hubieran usado un hipnótico para asegurarse de que ella no se opusiera.

—Entonces, ¿quién cree que disparó?

—Es muy probable que fuera su presunto esposo, David Crowley.  

—¿Por qué dice su «presunto» esposo?

—Casi con seguridad era alguien enviado a asesinarla, aunque ella no lo sabía y confiaba en él. Llegaron juntos y se hospedaron bajo un nombre falso, lo que indica complicidad y deseo de permanecer anónimos. Ella no dejó datos reales ni número de tarjeta de crédito por la misma razón, no deseaba ser identificada. El hombre mantuvo un bajo perfil y debió utilizar una excusa para ausentarse, por lo que no permaneció con ella en la habitación para hacerla parecer una suicida solitaria. La única forma de que confiara en el perpetrador sería que trabajaran en equipo. Es muy plausible que ambos fueran asesinos, sin embargo, no sicarios ordinarios. El tipo de trabajo que permitiría circunstancias tan excepcionales es el efectuado en una agencia de inteligencia internacional.

—¿Qué le hace pensar eso? ¿Cómo llegó a esa conclusión?

—Para ellos sería posible realizar el asesinato y salir de la suite dejando la puerta sellada por dentro —esto es parte de su modus operandi, así como la eliminación de documentos personales y etiquetas de la ropa—.  Asimismo, borraron el número de serie del arma de manera efectiva, un proceso complejo que muy pocos delincuentes dominan, dadas las técnicas periciales de recuperación; y que sería impensable en un particular que solo desee quitarse la vida.

—Bueno, en eso tiene razón. El serial es difícil de borrar sin que se pueda detectar con los recursos disponibles, incluso para agencias especializadas ¿Cuál sería el motivo del homicidio?

—Todo parece indicar que una agencia de inteligencia decidió deshacerse de una de sus agentes, la enviaron a México pretextando que debía efectuar un trabajo, la asesinaron y dejaron su cuerpo abandonado, con la seguridad de que no serían descubiertos ni sería factible identificarla. Ya que actuaban de incógnito, con toda certeza cambiaron sus nombres para no ser reconocidos y se inscribieron con identidades falsas, aparentando ser esposos. Quizás haya vivido o visitado los Estados Unidos, pues el lugar de residencia consignado en su registro incluía datos precisos como la calle o el apartamento. Aunque no se puede descartar que los obtuviera por otros medios.

—Comprendo… eso tiene sentido ¿Por qué hizo investigar al empleado del hotel?

—Obviamente, contaron con ayuda de parte de un miembro del personal, de otra forma hubiera sido imposible que no se registrara su número de pasaporte ni el de su tarjeta de crédito. Así que un punto clave para resolver el caso es descubrir quién era el trabajador involucrado. Este debería ser el que la registró el día en que arribó, pues va en contra de las normas de este o cualquier otro hotel el que no lo hiciera.

—¿Cómo piensa que desapareció el cuerpo? No puedo imaginar una razón para hacerlo.

—Si hicieron desaparecer sus restos mortales fue porque era importante para ellos. Un cadáver no tiene ningún valor en sí mismo, así que debía contener algo que querían recobrar. Podría ser una joya o droga —ambos no coinciden con la naturaleza del incidente, asumiendo que fueran espías—, por lo que es más probable que se relacionara con información de mucho interés. Por ejemplo, pudo colocarla en su vagina o su ano, si estaba registrada en un dispositivo pequeño, de manera que le permitiera portarla sin despertar sospechas y tener acceso a ella en cualquier momento.

»Un artefacto muy utilizado en esa época para obtener copias de los documentos eran las cámaras fotográficas diminutas, que podían camuflarse en objetos de uso común y descartarse si era necesario, cuyos rollos de negativos tenían el ancho de una moneda y alrededor de siete milímetros de espesor. En su cavidad interna pudo alojar uno o varios de esos rollos colocados en un preservativo o una cápsula rectal (estas últimas fueron diseñadas con ese propósito). Incluso se han utilizado prótesis dentales para ocultar microfilmes.

»En ese tiempo no contábamos con los medios de comunicación electrónica actuales. La transmisión de datos se hacía por medio de buzones muertos —lugares escogidos de antemano como ladrillos o piedras huecos, hasta una rata muerta solía servir a tal fin— en los que se depositaba lo que deseaba enviarse, que luego era recogido por el contacto. Con seguridad era vigilada y no logró realizar la entrega. Al parecer obvia la causa de la muerte y dado el alto número de muertes por investigar, no se efectuó una autopsia completa, ni se indagó más allá de lo razonable.

—De ser así, ¿quién la exhumó? ¿Por qué no sacaron la información antes?

—Lo más probable es que la agencia de inteligencia enemiga estuviera enterada de que la víctima portaba en su humanidad el dispositivo que iba a entregarles y quisiera obtenerla, ya que, no logro enviárselas cuando aún vivía. Mientras que la organización para la que trabajaba oficialmente, lo ignoraba. De haberlo sabido la habrían sacado después de matarla. Esa hipótesis se deberá comprobar en el futuro.

Pasaron varios días en los que se buscó al empleado hasta que se localizó en Monterey, al norte de México. Cuando se le interrogó en la estación de policía, el individuo parecía próximo al llanto, sus manos temblaban y tartamudeaba al hablar. En un inicio negó que hubiera algo anormal en el registro de la víctima, sin embargo, al presionarlo e informarle que podría estar involucrado en un asesinato, confesó. La señora Crowley se presentó a la recepción acompañada por un hombre. Ambos le ofrecieron una generosa propina por registrar la habitación a nombre de ella a cambio de no consignar tarjeta de crédito ni número de pasaporte, ya que según dijo, lo había extraviado junto a sus demás documentos personales al salir del aeropuerto. Además, pagaron por toda la estadía en efectivo (dos noches). Ella afirmó que pronto obtendría su documentación por medio de la embajada de su país y los presentaría, así nadie saldría afectado.

Al consultarle sobre la apariencia del sujeto que la acompañaba, dijo que era caucásico, de alrededor de un metro ochenta centímetros de altura, complexión media, de unos treinta años, cabello rubio oscuro y ojos azules. Parecía extranjero. No volvió a ver al individuo y la dama se excusó por la tardanza en presentar sus documentos. Para entonces no podía alertar a sus superiores sin admitir su error y decidió callar. Luego de ocurrido el hecho recibió llamadas en las que lo amenazaron de muerte si decía algo sobre el acompañante. Sintió temor, por lo que calló y omitió la verdad en sus declaraciones a la policía. Así se comprobó que no llegó sola como asumieron los investigadores.

Se mostró un retrato hablado de la víctima en los medios de comunicación por si alguien la reconocía. Siguieron varias pistas falsas hasta que fueron contactados por una ciudadana alemana llamada María Kohler que afirmaba que vio el dibujo en un diario de su país y se parecía a su hija fallecida en esas fechas. Ella informó que su única hija, Eudora Kohler, trabajó para el servicio secreto alemán durante el régimen soviético. Las fotografías de la occisa se parecían a la descripción en poder de los investigadores. En la época en que se dieron los hechos, María recibió una visita de un funcionario, dándole sus condolencias de parte del estado, este afirmó que su hija había muerto en cumplimiento de su deber y era considerada una heroína. También se le indicó que no debía hablar con nadie sobre su pariente o el trabajo que realizaba, de lo contrario habría repercusiones negativas para ella.

A partir de esa fecha se le ofreció una generosa ayuda económica por el resto de su vida, pero al caer el gobierno comunista en 1990, le fue retirada, por lo que vive ahora en un hogar para ancianos. Interrogada con posterioridad, dio detalles precisos sobre la desaparecida, como una cicatriz en la pierna y un lunar en la cara. Se comparó una fotografía que poseía la señora Kohler en la que se observaba un tatuaje que la difunta tenía en el vientre, con las obtenidas post mortem y ambas coincidían, por lo que se concluyó que se trataba de la misma persona.

La Staatssicherheitsdienst, SSD (Servido de seguridad del Estado, en alemán) comúnmente denominada STASI, de la República Democrática Alemana, era una subsidiaria de la KGB rusa durante el período comunista y tenía fama de ser tan sanguinaria como su hermana mayor.  Aparte de vigilar a sus conciudadanos, realizaba operaciones de espionaje en otros países a través de su división: Hauptverwaltung Aufklärung (Directorio Principal de Reconocimiento). Después de la caída del muro de Berlín, pocos de sus oficiales fueron encausados y los condenados recibieron penas benevolentes. La reunificación nacional y la necesidad de sanar las heridas fueron las principales razones esgrimidas.

Miembros de la STASI destruyeron gran parte de los documentos sobre las actividades de la agencia y si bien, con posterioridad, se abrieron los expedientes personales existentes de ciudadanos alemanes para aquellos que quisieran inspeccionarlos, los de eventos que involucraran la seguridad nacional como el de la ciudadana Eudora Kohler no se dieron a conocer o se eliminaron. Un informante manifestó que la STASI sospechaba que Eudora era una traidora que había hecho contacto con el servicio de inteligencia británico y poseía acceso a documentación sensible sobre las operaciones de la STASI, la cual podría entregar al enemigo. Se presume que este sería el móvil de su asesinato. Hasta el presente se desconoce la naturaleza específica de la información y el paradero de su cuerpo.


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