Roberto Murcia
Corre el
año 1987. Carlos Cuevas, el administrador del hotel Imperial, uno de los más
exclusivos de la Ciudad de México —que cuenta entre sus clientes a presidentes
de otros países, estrellas de cine y millonarios de paso por la metrópoli—, revisa
la información de huéspedes. Al verificar los datos del sistema descubre que la
señora Alice Crowley, de nacionalidad estadounidense, se ha hospedado durante cuatro
días en el piso catorce, unidad 1409, y no ha pagado por su estadía de los
últimos dos. Con extrañeza confirma que cuando ingresó no mostró identificación
alguna: ni pasaporte, ni tarjeta de crédito. Lo que lo lleva a preguntarse cómo
logró que le asignaran la suite, pues esto viola las reglas operativas.
En los registros puede leerse: Alice Crowley, fecha de nacimiento, 9 de abril
de 1963, su dirección en California, Estados Unidos de América, su número telefónico
y el nombre de su cónyuge David Crowley.
Llama
por teléfono a la habitación y no obtiene respuesta. Al preguntar a las mucamas
y empleados de turno, estos afirman que solo la han visto un par de oportunidades
y en ningún momento han tenido contacto con su esposo. Además, hoy no se hizo
la limpieza, pues hay un rótulo que dice Don’t disturb en el picaporte
de la puerta. Al no saber nada acerca de los huéspedes, el administrador decide
subir para comprobar si se encuentran en la recámara. Después de tocar el
timbre, nadie responde, por lo que intenta abrir con la llave maestra y
verifica que la puerta está cerrada con doble seguro desde el interior. Luego informa
de la situación al jefe de seguridad, ya que esta dependencia es la única
autorizada para forzar una cerradura asegurada. Ellos utilizan la llave de
emergencia para eventualidades excepcionales como esta. Al entrar observan que todo
permanece en orden, no obstante, puede percibirse un olor extraño. Sobre la
cama yace una mujer con un agujero de bala en la frente sosteniendo una pistola
en la mano derecha. Viste de negro (traje sastre, medias y zapatos de tacón
alto), salvo por una camisa blanca. De inmediato dan parte a la policía.
Los
forenses realizan el levantamiento del cuerpo y la evidencia correspondiente. Con
posterioridad se manifestó que no hay nada que indique que otra persona haya
ocupado la estancia, ni se la vio acompañada, por lo que presumen que estuvo
sola durante su estadía. Había restos de comida en un plato, lo que hace
suponer que comió antes de morir. Se observó una mancha de líquido en la
alfombra como si se hubiera derramado por accidente, si bien la copa vacía reposa
encima de la mesa junto con los alimentos remanentes. No hay indicios de lucha.
La occisa se encontraba recostada en el lecho en decúbito dorsal (viendo hacia
el techo) con las pantorrillas y pies fuera de la cama apoyados en el suelo. Sostenía
una pistola nueve milímetros en la mano derecha con su dedo pulgar en el
gatillo. Presentaba un agujero de entrada en la frente sin abertura de salida.
El disparo se realizó a corta distancia, presumiblemente en contacto con su
piel.
Al
examinar sus pertenencias no se halló tarjeta de crédito, licencia de manejo,
pasaporte, billetera, llaves u otras que permitieran identificarla, lo que es
muy extraño, pues son elementos que cualquiera que viaja llevaría consigo. Tampoco
se encontró cepillo de dientes, cosméticos u otros enseres personales. Además,
todas las etiquetas de su ropa habían sido removidas. Se efectuó un examen
toxicológico en busca de alcohol, sin embargo, el resultado fue negativo. El número
de serie del arma había sido borrado, por lo que no se pudo corroborar su
procedencia. Se tomaron huellas digitales de la escena, las cuales, en su
totalidad, eran de ella, pero que no coincidían con ninguna entrada de la base
de datos.
La
muerte se situó alrededor de las diez de la mañana del jueves. Al revisar los
movimientos de su tarjeta de acceso se ve que ingresó el martes once de agosto a
las veintiún horas. Permaneció fuera desde las doce hasta las veinte del
miércoles —lo que deja una ventana de ocho horas en que estuvo ausente— y fue hallada
sin vida el viernes a las quince. No se vio entrar a nadie a su habitación durante
su estadía. Se desconoce motivo de su visita al país y los lugares que visitó.
No se encontraba inscrita en los archivos de ingresos de vuelos internacionales
de las compañías aéreas.
Con
posterioridad, la embajada americana confirmó que el nombre bajo el que se
registró no existe entre los ciudadanos de esa nación que han pasado por las
aduanas terrestres hacia México. Hay algunas homónimas que viven en territorio
norteamericano que no coinciden con su filiación, ni están desaparecidas. No
hay correspondencia con las huellas consignadas en la base de datos de la
INTERPOL. Aunque la dirección que suministró es real, los residentes de ese
domicilio niegan conocerla y el número telefónico es falso. Tampoco aparece en listados
de personas perdidas. Se descartó la participación de alguno de los trabajadores
del hotel, pues todos tenían coartadas. Luego de investigar las pistas y
conjeturas pertinentes, estas no conducen a información adicional. Los
oficiales consideran que la puerta sellada con doble llave desde adentro indica
que no deseaba que la importunaran y no había nadie más en la alcoba al momento
del disparo, ya que no era probable que alguien escapara por la ventana que carece
de puntos de apoyo que le facilitaran la huida.
Concluyeron
que la indocumentada utilizó las horas anteriores en los preparativos para su
muerte, la cual es considerada un suicidio. Ellos explican que, por razones
desconocidas, decidió terminar con su vida y borrar cualquier rastro de su pasado.
¿Por qué haría algo así? Eso es un
misterio que los detectives no pueden explicar. El dictamen de la investigación
es que la señora Crowley, o como se llamara, resolvió ir a morir a la ciudad de
México e hizo un intento exitoso por eliminar todos los indicios que
permitieran identificarla. Después de un tiempo de espera prudencial por si
aparecía algún conocido o pariente de la difunta, el caso es cerrado y sus
restos mortales son enterrados en una tumba sin nombre en un cementerio local.
Años
después, un miembro de la policía, Mauricio García, fue contactado por un
empleado de la representación diplomática de los Estados Unidos de América. La
embajada le informó que las autoridades de esa institución recapitularon el
evento y deseaban determinar si era posible identificar a la occisa, la cual se
creía era su connacional. García concluyó que la mejor manera de averiguar
quién era la mujer era exhumar el cadáver y extraer el ADN para compararlo con
los resultados de referencia disponibles. En la época en que ocurrió el suceso
esas pruebas no eran de uso común, pero en ese momento sí. Luego de obtener los
permisos correspondientes para llevar a cabo el examen, se dirigió al panteón junto
con miembros de la división de antropología forense.
Era
una mañana fría de diciembre. El viento del norte soplaba fuerte sobre la
ciudad y sacudía los árboles como si fueran de trapo. Al salir del auto pudo
apreciar el cielo de color gris debido a la polución. Al llegar recorrieron el
sitio hasta encontrar la sepultura sin nombre. Sobre el terreno, una depresión
de varios centímetros indicaba que el cieno se había reacomodado con el paso de
los años. La excavadora perforó el suelo y dejó al descubierto un ataúd. Los
expertos abrieron el cofre con cuidado. Para su sorpresa, dentro del mismo no hallaron
restos humanos, sino un promontorio de tierra.
Al
encontrarse con un enigma que no podía resolver usando los recursos de
investigación a su alcance, García decidió recurrir al profesor Antón Greco,
especialista en psicología forense, como lo había hecho en otros casos de alto
perfil sin solución. Después de llamarlo por teléfono y concertar una cita, lo
encontró en su oficina a las catorce horas. Estaba fumando un habano cuando lo
recibió. El aroma del humo esparcido en la estancia tenía notas dulces de
hierba seca y caramelo.
—Buen
día mi estimado oficial García. Veo que tiene otro suceso interesante que
mostrarme —dijo mientras le señalaba el asiento enfrente de él.
—Así es doctor. Se trata de la desaparición de
un cadáver del cementerio que pertenecía una dama cuyo nombre real desconocemos
y que murió en circunstancias muy extrañas.
—Me
imagino que quieren averiguar lo que pasó con el cuerpo y su identidad,
¿cierto?
—Correcto.
La razón que nos llevó a desenterrar la tumba fue la de extraer ADN para
intentar identificarla. Esto a petición de la embajada americana que solicito
nuestra colaboración. Pero nos encontramos con la situación inusitada de que
cualquier resto mortal había desaparecido. Solo hallamos un ataúd con un poco
de tierra adentro.
—Me
parece un incidente con matices extraordinarios —expresó el doctor Greco.
—Permítame
darle los pormenores del suceso. Así podrá darme su opinión.
—Por
supuesto oficial. Tiene toda mi atención.
A
continuación, le relató los hallazgos de la forma más detallada que pudo y le
mostró toda la documentación pertinente.
—Como
comprenderá con la exposición de los hechos que le relaté y la información recabada,
estamos desconcertados porque lo que sabemos no conduce a ningún lado. Si la
mujer se suicidó, ¿Por qué desaparecieron sus restos? ¿Quién tendría interés en
raptar el cadáver de una extranjera que se quitó la vida? —Después de un
instante de silencio, le preguntó:
—Y
bien profesor, ¿qué opinión le merecen los detalles del caso?
El
doctor no respondió la pregunta de manera inmediata. Se levantó y se acercó a
la ventana de la habitación, desde la que podía apreciarse un hermoso jardín.
Luego de permanecer en silencio por espacio de unos minutos se volvió y le manifestó:
—Antes
de dar mi opinión me gustaría meditar sobre el asunto. Deme algunas horas. Nos
veremos a las dieciséis en la estación de policía, ¿le parece? —dijo mientras
miraba su reloj de pulsera.
—Claro,
con gusto. Lo espero por la tarde.
Al
salir el teniente pudo escuchar la música clásica proveniente de la oficina,
que el doctor escuchaba cuando quería concentrarse.
Por
la tarde el oficial García se encontraba en su oficina. A través del cristal
podía observar lo que ocurría en la estación. Enfrente pasaron dos agentes que
custodiaban a un hombre esposado. Miró su reloj: eran las dieciséis horas en
punto. En ese instante apareció el profesor Greco, quien sin preámbulos le
dijo:
—Estimado
inspector, creo que debemos realizar una visita al Hotel Imperial para hablar
con el administrador.
—Bueno…
le di toda la información que nos proporcionaron. ¿De verdad lo considera
necesario?
—Absolutamente
necesario.
—¿Le
parece que sería de utilidad contactar a la embajada de los Estados Unidos, por
si ellos saben algo más?
—De
momento no. Lo más probable es que ni siquiera fuera norteamericana y su nombre
real, casi con absoluta certeza, no es Alice Crowley. Se lo explicaré después.
Mientras
se dirigían a su destino en la patrulla, el oficial García podía percibir el
esmog que opacaba el ambiente, provocaba ardor en sus ojos y los hacía lagrimear.
Nunca logra uno de acostumbrarse por completo a esta niebla contaminante,
pensó.
Al
llegar al hotel se le indicó al señor Domínguez —el administrador— que el
doctor Greco estaba cooperando con la policía, por lo que debía colaborar con
él proporcionando los datos que este le solicitara. El doctor manifestó:
—Buenos
días. Me gustaría verificar el nombre del empleado que estaba en la recepción
el día en que se registró la occisa y de ser posible, hablar con él.
—Bien,
lo tenemos registrado, solo que ya les dimos a los investigadores toda la
información pertinente y no sirvió para esclarecer la muerte. El hecho ocurrió
hace varios años. En fin, si desean corroborar quién estuvo asignado,
acompáñenme —respondió un tanto contrariado.
Después
de revisar el registro de actividades, respondió:
—Orlando
Sifuentes estaba de turno a la hora en que ingresó la señora Crowley.
—¿Trabaja
todavía con ustedes? —preguntó el doctor Greco.
—No,
ya no. Puedo darles los datos que tenemos de él.
Mientras
salían del hotel, el doctor Greco se dirigió al oficial:
—Debe
estar pensando acerca de la razón de interrogar de nuevo al empleado. Es tiempo
para darle algunas explicaciones.
—Así
es. Me muero de curiosidad por saber a qué conclusión ha llegado.
—En
primer lugar, me gustaría aclararle que no se trató de un suicidio sino de un
asesinato.
—¿Por
qué está tan seguro?
—Fue
colocada en la postura en la que la hallaron sosteniendo la pistola para
aparentar que se había quitado la vida. No se identificó evidencia de pólvora
en las extremidades superiores porque ella no la disparó. De acuerdo con el
informe, tomó el arma —que era de considerable tamaño— con una sola mano y en
una forma bastante incómoda, según indican las huellas recabadas. Suponiendo
que quisiera suicidarse, estaría en un estado emocional alterado y la habría
tomado con ambas manos. La posición en que suponen hizo fuego hubiera provocado
que, una vez hecho el disparo, la pistola saltara, por lo que no se encontraría
descansando en su diestra, como apareció. No solo eso, además fue efectuado con
premeditación, alevosía y ventaja.
—Entiendo,
pero ¿por qué con premeditación, alevosía y ventaja? ¿No pudo ser un homicidio
pasional? Por ejemplo, si su esposo la asesinó por celos u otra causa similar.
—Fue
planeado y ejecutado con cuidado y anticipación para despistar a los entes de
investigación, así lo señala el hecho de que no se obtuviera indicio alguno de
la identidad de la dama, incluyendo la eliminación de las etiquetas de la ropa
y desaparición de objetos personales, tarjetas de crédito y pasaporte. Hubo
ventaja porque al momento de ser asesinada, la víctima estaba drogada, lo que
permitió que se cometiera el homicidio sin que ella se resistiera. Lástima que
no se ordenó un examen toxicológico completo, de haberlo realizado, podría haberse
encontrado la droga utilizada para sedarla. El líquido sobre la alfombra indica
que se le cayó la copa que contenía la bebida con el somnífero. Presumiblemente,
al sentir el efecto del mismo la dejo caer, el asesino debió levantarla y la
colocó sobre la mesa. No se trató de un crimen pasional, pues si ese fuera el
caso, abría señales de resistencia y lucha, lo que no existe, y no hubieran
usado un hipnótico para asegurarse de que ella no se opusiera.
—Entonces,
¿quién cree que disparó?
—Es
muy probable que fuera su presunto esposo, David Crowley.
—¿Por
qué dice su «presunto» esposo?
—Casi
con seguridad era alguien enviado a asesinarla, aunque ella no lo sabía y
confiaba en él. Llegaron juntos y se hospedaron bajo un nombre falso, lo que
indica complicidad y deseo de permanecer anónimos. Ella no dejó datos reales ni
número de tarjeta de crédito por la misma razón, no deseaba ser identificada. El
hombre mantuvo un bajo perfil y debió utilizar una excusa para ausentarse, por
lo que no permaneció con ella en la habitación para hacerla parecer una suicida
solitaria. La única forma de que confiara en el perpetrador sería que
trabajaran en equipo. Es muy plausible que ambos fueran asesinos, sin embargo,
no sicarios ordinarios. El tipo de trabajo que permitiría circunstancias tan
excepcionales es el efectuado en una agencia de inteligencia internacional.
—¿Qué
le hace pensar eso? ¿Cómo llegó a esa conclusión?
—Para
ellos sería posible realizar el asesinato y salir de la suite dejando la
puerta sellada por dentro —esto es parte de su modus operandi, así como
la eliminación de documentos personales y etiquetas de la ropa—. Asimismo, borraron el número de serie del
arma de manera efectiva, un proceso complejo que muy pocos delincuentes
dominan, dadas las técnicas periciales de recuperación; y que sería impensable
en un particular que solo desee quitarse la vida.
—Bueno,
en eso tiene razón. El serial es difícil de borrar sin que se pueda detectar
con los recursos disponibles, incluso para agencias especializadas ¿Cuál sería
el motivo del homicidio?
—Todo
parece indicar que una agencia de inteligencia decidió deshacerse de una de sus
agentes, la enviaron a México pretextando que debía efectuar un trabajo, la
asesinaron y dejaron su cuerpo abandonado, con la seguridad de que no serían
descubiertos ni sería factible identificarla. Ya que actuaban de incógnito, con
toda certeza cambiaron sus nombres para no ser reconocidos y se inscribieron
con identidades falsas, aparentando ser esposos. Quizás haya vivido o visitado
los Estados Unidos, pues el lugar de residencia consignado en su registro incluía
datos precisos como la calle o el apartamento. Aunque no se puede descartar que
los obtuviera por otros medios.
—Comprendo…
eso tiene sentido ¿Por qué hizo investigar al empleado del hotel?
—Obviamente,
contaron con ayuda de parte de un miembro del personal, de otra forma hubiera
sido imposible que no se registrara su número de pasaporte ni el de su tarjeta
de crédito. Así que un punto clave para resolver el caso es descubrir quién era
el trabajador involucrado. Este debería ser el que la registró el día en que
arribó, pues va en contra de las normas de este o cualquier otro hotel el que
no lo hiciera.
—¿Cómo
piensa que desapareció el cuerpo? No puedo imaginar una razón para hacerlo.
—Si
hicieron desaparecer sus restos mortales fue porque era importante para ellos.
Un cadáver no tiene ningún valor en sí mismo, así que debía contener algo que querían
recobrar. Podría ser una joya o droga —ambos no coinciden con la naturaleza del
incidente, asumiendo que fueran espías—, por lo que es más probable que se
relacionara con información de mucho interés. Por ejemplo, pudo colocarla en su
vagina o su ano, si estaba registrada en un dispositivo pequeño, de manera que
le permitiera portarla sin despertar sospechas y tener acceso a ella en
cualquier momento.
»Un
artefacto muy utilizado en esa época para obtener copias de los documentos eran
las cámaras fotográficas diminutas, que podían camuflarse en objetos de uso
común y descartarse si era necesario, cuyos rollos de negativos tenían el ancho
de una moneda y alrededor de siete milímetros de espesor. En su cavidad interna
pudo alojar uno o varios de esos rollos colocados en un preservativo o una cápsula
rectal (estas últimas fueron diseñadas con ese propósito). Incluso se han
utilizado prótesis dentales para ocultar microfilmes.
»En
ese tiempo no contábamos con los medios de comunicación electrónica actuales.
La transmisión de datos se hacía por medio de buzones muertos —lugares escogidos
de antemano como ladrillos o piedras huecos, hasta una rata muerta solía servir
a tal fin— en los que se depositaba lo que deseaba enviarse, que luego era
recogido por el contacto. Con seguridad era vigilada y no logró realizar la
entrega. Al parecer obvia la causa de la muerte y dado el alto número de
muertes por investigar, no se efectuó una autopsia completa, ni se indagó más
allá de lo razonable.
—De
ser así, ¿quién la exhumó? ¿Por qué no sacaron la información antes?
—Lo
más probable es que la agencia de inteligencia enemiga estuviera enterada de
que la víctima portaba en su humanidad el dispositivo que iba a entregarles y
quisiera obtenerla, ya que, no logro enviárselas cuando aún vivía. Mientras que
la organización para la que trabajaba oficialmente, lo ignoraba. De haberlo
sabido la habrían sacado después de matarla. Esa hipótesis se deberá comprobar
en el futuro.
Pasaron
varios días en los que se buscó al empleado hasta que se localizó en Monterey,
al norte de México. Cuando se le interrogó en la estación de policía, el
individuo parecía próximo al llanto, sus manos temblaban y tartamudeaba al
hablar. En un inicio negó que hubiera algo anormal en el registro de la
víctima, sin embargo, al presionarlo e informarle que podría estar involucrado
en un asesinato, confesó. La señora Crowley se presentó a la recepción acompañada
por un hombre. Ambos le ofrecieron una generosa propina por registrar la
habitación a nombre de ella a cambio de no consignar tarjeta de crédito ni
número de pasaporte, ya que según dijo, lo había extraviado junto a sus demás documentos
personales al salir del aeropuerto. Además, pagaron por toda la estadía en
efectivo (dos noches). Ella afirmó que pronto obtendría su documentación por
medio de la embajada de su país y los presentaría, así nadie saldría afectado.
Al
consultarle sobre la apariencia del sujeto que la acompañaba, dijo que era
caucásico, de alrededor de un metro ochenta centímetros de altura, complexión
media, de unos treinta años, cabello rubio oscuro y ojos azules. Parecía
extranjero. No volvió a ver al individuo y la dama se excusó por la tardanza en
presentar sus documentos. Para entonces no podía alertar a sus superiores sin
admitir su error y decidió callar. Luego de ocurrido el hecho recibió llamadas
en las que lo amenazaron de muerte si decía algo sobre el acompañante. Sintió
temor, por lo que calló y omitió la verdad en sus declaraciones a la policía. Así
se comprobó que no llegó sola como asumieron los investigadores.
Se
mostró un retrato hablado de la víctima en los medios de comunicación por si
alguien la reconocía. Siguieron varias pistas falsas hasta que fueron
contactados por una ciudadana alemana llamada María Kohler que afirmaba que vio
el dibujo en un diario de su país y se parecía a su hija fallecida en esas
fechas. Ella informó que su única hija, Eudora Kohler, trabajó para el servicio
secreto alemán durante el régimen soviético. Las fotografías de la occisa se
parecían a la descripción en poder de los investigadores. En la época en que se
dieron los hechos, María recibió una visita de un funcionario, dándole sus
condolencias de parte del estado, este afirmó que su hija había muerto en
cumplimiento de su deber y era considerada una heroína. También se le indicó
que no debía hablar con nadie sobre su pariente o el trabajo que realizaba, de
lo contrario habría repercusiones negativas para ella.
A
partir de esa fecha se le ofreció una generosa ayuda económica por el resto de
su vida, pero al caer el gobierno comunista en 1990, le fue retirada, por lo
que vive ahora en un hogar para ancianos. Interrogada con posterioridad, dio detalles
precisos sobre la desaparecida, como una cicatriz en la pierna y un lunar en la
cara. Se comparó una fotografía que poseía la señora Kohler en la que se
observaba un tatuaje que la difunta tenía en el vientre, con las obtenidas post
mortem y ambas coincidían, por lo que se concluyó que se trataba de la
misma persona.
La
Staatssicherheitsdienst, SSD (Servido de seguridad del Estado, en
alemán) comúnmente denominada STASI, de la República Democrática Alemana,
era una subsidiaria de la KGB rusa durante el período comunista y tenía fama de
ser tan sanguinaria como su hermana mayor. Aparte de vigilar a sus conciudadanos,
realizaba operaciones de espionaje en otros países a través de su división: Hauptverwaltung
Aufklärung (Directorio Principal de Reconocimiento). Después de la caída
del muro de Berlín, pocos de sus oficiales fueron encausados y los condenados recibieron
penas benevolentes. La reunificación nacional y la necesidad de sanar las
heridas fueron las principales razones esgrimidas.
Miembros
de la STASI destruyeron gran parte de los documentos sobre las actividades de
la agencia y si bien, con posterioridad, se abrieron los expedientes personales
existentes de ciudadanos alemanes para aquellos que quisieran inspeccionarlos, los
de eventos que involucraran la seguridad nacional como el de la ciudadana
Eudora Kohler no se dieron a conocer o se eliminaron. Un informante manifestó
que la STASI sospechaba que Eudora era una traidora que había hecho
contacto con el servicio de inteligencia británico y poseía acceso a documentación
sensible sobre las operaciones de la STASI, la cual podría entregar al enemigo.
Se presume que este sería el móvil de su asesinato. Hasta el presente se
desconoce la naturaleza específica de la información y el paradero de su cuerpo.
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