miércoles, 28 de agosto de 2019

Seguros

María Elena Delgado Portalanza


«Ahora sí, ya me decidí, tengo muchas noches de desvelo pensando en que si lo hago, no lo hago… me asaltan los cuestionamientos éticos. ¿Por qué tendré que reparar en todo ello? —me digo a mí mismo—. Es por esos principios que me han inculcado desde niño. Pero mis padres, ¿quiénes son?: ¡dos seres mediocres!... Enseguida me arrepiento por desvalorizarlos así, porque los quiero. Bueno volviendo al tema… Y si me descubren, ¡¿qué podría pasar?!, pero ¡caramba ya me decidí! No le daré más vueltas a este asunto, pues el cerco se está cerrando».

Mientras se encontraba Juan José con estas cavilaciones, su esposa Rita lo mira tiernamente y sus finos dedos pasan por sus cabellos mientras le susurra, ¿qué te pasa amor? Hace días que te veo preocupado, él la tranquiliza y le dice que es solo cansancio y pequeños problemas de trabajo, nada de mayor importancia.

Al día siguiente muy temprano Juan José se levanta decidido y dispuesto a hacer los contactos pertinentes, ya no duda más, revisa la agenda en su celular. El aroma del café recién colado le reconforta y lo despabila. Su hija Daniela, de nueve años, que es la mayor, le conversa acerca de actividades de su colegio que apenas escucha, los otros dos niños, de dos y tres años también desayunan, Rita se encuentra dando el pecho al más pequeño de cuatro meses y le comenta que el día de ayer se encontró con unas viejas amigas del colegio y se quedaron admiradas por la cantidad de hijos que ella tiene.

 —Fijate —le dice Rita—, es verdad que somos una familia numerosa, para el común de la gente, sobre todo en la actualidad, pero eso no les da derecho a estar comentando y a acribillarme a preguntas, ¡metidas!, ¡imprudentes! Nadie nos regala nada, solo a nosotros nos incumbe.

—Así es amor —le contesta su amado esposo mientras revisa su reloj y se incorpora para salir.

Conducía por la autopista para ir a dejar a los niños al colegio y conversaba con Rita de temas cotidianos, ella le comenta que necesita ir a la cita con el pediatra, que le toca la vacuna al otro niño, que las lecciones de alemán de Daniela, que las clases de ballet para las niñas… mientras él intentaba estar sereno.

Luego de dejarlos, se dirige a la oficina y rememora la tremenda oposición que le había hecho la madre de Rita, ahora su suegra, cuando ellos eran novios.

María Gracia, la madre de Rita quería para su hija un chico «bien» es decir con apellidos de la alta burguesía guayaquileña, que le pueda proporcionar el estilo de vida al que estaba acostumbrada su hija.

«Yo, siendo un chico provinciano de clase media, que con esfuerzo de mis padres me pude educar en universidades privadas, tener una vida holgada y asistir a lugares medios altos donde pude conocer a Rita; no calificaba como candidato idóneo. La verdad es que era todo un mujeriego, conocer y enamorarme de ella, me transformó la vida. Ya son diez años y sigo amando a mi mujer como el primer día y ahora adoro a mis hijos, ellos son la razón de mi existencia. Estoy pasando dificultades financieras, pero no por eso dejaré mi estilo de vida. Cualquier sacrificio que haga por mi familia, lo haré para darles lo que se merecen».

Con estas reflexiones Juan José entra a su oficina, toma la precaución de ocupar un nuevo chip para el celular y empieza a llamar a aquel amigo del «bajo mundo» que conoció hace años en su pueblo natal para encargarle el «trabajito ilegal».

—Hola gavilán, ¿cómo estás? —le dice—. Te llamo por el asunto del que te hablé la semana pasada.  Es un vehículo grande, el modelo, año y demás detalles te envío en mensaje de texto. Quiero que lo desaparezcas para poder cobrar el seguro. El vehículo en mención es parte de los bienes de la empresa familiar y están asegurados por un monto significativo, sí… por supuesto, mayor que el de su costo actual. ¡No me llames, no quiero correr riesgos! Espera noticias mías. Cuando el trabajo esté concluido y pueda cobrar, te cancelaré lo acordado. De acuerdo. 

Cierra y parece estar escuchando a su madre: «¡Hijo, no es correcto!, yo no te eduqué para eso, ¡Dios mío como se te ocurre…!».

Pero ya está hecho. Sacude su cabeza para alejar los pensamientos de culpabilidad. Ahora solo toca esperar. Fue un tiempo angustioso hasta que supo que todo salió bien.

La tensión aflojó un poco y ahora Juan José se disponía a cobrar el seguro, cuando se topa con la noticia de que no se había legalizado el traspaso del vehículo siniestrado, el mismo que pertenecía al tío de Rita, y por ser familia se confió en que ya estaba realizado el registro de la compraventa, por lo que legalmente tendría que cobrar el seguro el dueño del vehículo, que obviamente no era él.

En su elegante oficina sentado en su sillón giratorio, cerró la llamada de la compañía de seguros que le comunicaba la infausta noticia. Observó el horizonte a través de la ventana donde se divisaban los imponentes edificios de la zona bancaria y comercial de la ciudad. Su mirada refleja angustia y frustración. Las relaciones con los tíos de Rita no eran las mejores ahora, además ellos, al igual que su suegra, siempre lo creyeron un cazafortunas. Le dice a su secretaria que no quiere ser molestado y luego hunde la cabeza entre sus brazos muy abatido.

«¡No puede ser! ¡No contaba con eso! ¡Cómo no averigüé! Y ahora: ¡Estoy peor que antes, sin vehículo, endeudado con los del trabajo sucio! Y a lo mejor con sospechas de parte de la familia de Rita de que el robo del vehículo fue una farsa… ¡¡¿Qué voy a hacer?! ¡Esta era mi salida! ¡Dios mío, es acaso un castigo divino por hacer cosas incorrectas!».

Horas más tarde el ulular de una sirena rompía la calma de la tarde; la secretaria encontró a su jefe caído en el suelo, muy pálido y respiraba con dificultad, ella llamó al novecientos once y rápidamente se lo llevaron en la ambulancia los paramédicos. 

lunes, 26 de agosto de 2019

El inocente culpable

Camila Vera


La luna es lo único que veo ahora desde este parque, solo su brillo, la tranquilidad que recibo al sentir la brisa cuando mi mayor preocupación es que las nubes no cubran su belleza. Las estrellas, millares de millares de estrellas sobre mi cabeza, traté de contarlas, pero me resultó imposible. La vida, nada más simple que poder respirar y sentirse libre, completo y feliz; jamás había apreciado tanto estar vivo en este mundo que se cae a pedazos, pero que hoy, en esta noche de julio, se siente como la gloria, más que eso, diría que es el cielo, es lo que soñé y que ahora puedo tocar. Los sueños, es en el lugar que he estado residiendo en los últimos quince años, el espacio seguro en el que caminaba por las calles, donde podía sonreír, aquel momento que era yo y no el recluso de la celda cuatrocientos veintidós. El recluso, el animal, la bestia, la escoria, el demonio, el humano, el hombre, el hermano mayor, el nieto, el hijo, el niño, el inocente sentenciado como culpable.

«El pequeño B» es como me han llamado aquellos que me conocieron en mi peor momento, «422» me decían los uniformados con permiso para poner el orden, «mi vida» es lo que pronuncia mi madre cuando me ve, «abominación» señalan los noticieros, «nada» es lo que pienso yo al verme al espejo. Hoy al menos no creo encasillar en ninguno de los que he nombrado, en este momento soy uno con la luna, mi fiel y testaruda amiga, quien ha escondido mis secretos y me ha susurrado en el oído que no es momento para bajar la guardia.

Cuando llegué al lugar donde mi vida sería pausada por un largo tiempo la luna fue lo último que pude ver, había una ventana en el juzgado, con grandes barrotes de metal, pero a pesar de eso me percaté de su belleza mientras el juez dictaba sentencia, respiré y pensé que quizás no estaba tan solo, no escuché gran parte de lo que la gente habló, mi madre gritó desesperada y los guardias se lanzaron sobre mí, yo veía la luna, siempre recordé verla.

La vida es tan efímera como la arena entre los dedos, se escapa, encuentra como ser libre y no te espera. Quería estudiar algo referente a la medicina porque me apasioné de esta profesión viendo a mi madre trabajar como enfermera, pasé mucho tiempo con ella ayudando a los pacientes que sufrían distintas enfermedades; a mi madre le gustaba decir que merecían que los traten con una sonrisa, que era la mejor forma de sobrellevar los problemas. Discúlpame, madre, en demasiadas ocasiones perdí más que la sonrisa, se fueron mis ganas de seguir, quería parar mi sufrimiento y creía que acabaría si mi corazón dejaba de latir.

Estuve solo dentro de pequeñas paredes frías y llenas de lamentos, podía escuchar de fondo a un hombre cantar cada noche cuando las luces se apagaban y el miedo me invadía, él compartía con los demás un repertorio de canciones que hacían más llevadera la oscuridad cuando la luna no podía cubrirme con sus rayos, nunca supe quién era el hombre de la melodiosa voz, me enteré de fue encontrado muerto en su celda un día.

Después conocí al Varón cuando me trasladaron a una prisión de adultos al llegar a la mayoría de edad, él fue quien me enseñó sobre todo lo que me estaba perdiendo, tenía revistas, unos libros y algo que había perdido yo, esperanza. El Varón asesinó a un hombre porque no tenía otra opción, o eso es lo que me contó, quiero creerle, pero su primera lección fue: «Aprende a dudar hasta de tu mano izquierda», así que a estas alturas ya no sé qué tanto es real. El Varón me decía «hijo», porque en mí imaginaba al niño que en la libertad se encontraba viviendo la niñez que no pudo tener, le llamábamos «la libertad» a todo aquello que esté fuera de los barrotes, para mí la libertad era la luna, para él era su hijo.

Ahora siento el pasto sobre mis manos, me recuerda la última vez que estuve en una cancha de fútbol, justo unos minutos antes de ser arrestado, había ganado el partido junto a unos chicos grandes que me invitaron porque necesitaban un jugador más, no los conocía hasta ese momento, debí quedarme en casa ese día como mi madre dijo, pero yo decidí que ir al parque era mejor idea. El equipo que perdió se negó a aceptar el resultado, desencadenando una disputa de la cual no tenía escapatoria, era el más joven, el blanco fácil, el que corría más lento, el que fue atrapado, condenado y manchado de por vida. Los golpes, la confusión, los gritos, la pelea, los policías, la mentira, la sangre, la culpa, la piel, el miedo, la necesidad de un culpable, la muerte de uno de ellos, un accidente, un simple partido de fútbol.

Cierro los ojos y trato de dejar atrás mi condena, pero me convirtieron en lo que necesitaban, en culpable. No creo poder perdonarlos ni a ellos ni a mí, ni poder rogarle disculpas a mi madre por tener que perder el empleo que amaba porque era mal visto tener como empleada a la progenitora de un criminal, haciendo que mi hermana no pueda ir a un colegio decente al no tener suficientes recursos; dejando de lado todo lo que anheló mi joven madre, sus sueños, el dinero y sus lágrimas que retumbaban en mi cabeza cada día. Pasaron años y sé que muchos más de estos vendrán a abrazar mi cuerpo, mis cicatrices, mis penas y yo seguiré siendo un alma que perdió algo que no se puede recuperar, tiempo.

Hoy tengo un reloj y veo al segundero correr a prisa, intento seguirlo para no perderme su recorrido, pero fallo y regreso al suelo, con la gran diferencia de que para mí estar tirado en el frío concreto ya no es un castigo, me tumbo y veo hacia arriba, me sorprendo con todo lo que mis ojos pueden observar, lo que mi nariz puede oler, mis oídos escuchar, mis manos sentir; me maravillo con la idea de que el tiempo no regresará a mí, pero que cuento con mucho más para poder reconstruirme, ya sea en nombre del hombre que cantaba y me hacía tener menos miedo, por el Varón que nunca conocerá a su hijo, por mi madre y sus esfuerzos, o simplemente por mí, que estoy vivo, libre y completo.

Quisiera decir que todo está bien ahora, que la luna ya no me susurra cosas en la noche, que mi cabeza no tiene miedo a despertar y ver los barrotes, quisiera decir que logré mis metas y me siento motivado a ir por más, me gustaría darles un buen final, quizás una familia o una ruta correcta para el futuro, pero estaría mintiendo, hoy solo hay esto, la luna, las estrellas, la vida y un inocente que también es culpable.

viernes, 23 de agosto de 2019

Cada vez más menos

Antonio Sardina Cecine


Hoy se cumple un año del accidente, un tonto resbalón al ir a comprar hielos a la gasolinera: rotura de tibia y peroné. Llevo cinco operaciones.

En realidad fueron dos accidentes, porque a las dos semanas de la primera operación se me ocurrió comprar una andadera con ruedas, al ir al baño perdí el control y me caí, lo que causó que la placa que me habían puesto se desprendiera llevandose un pedazo de hueso. De ahí vinieron injertos, clavos y aparatos. El día de hoy todavía estoy moviéndome con escúter y andadera.

Lo más difícil no es que me haya roto el hueso de la pierna, es la fractura en mi relación con Nadine, no es en sí una rotura, es una fisura, una marca tal vez, o tal vez no… no sé.

No hablamos mucho y aunque ella parece estar bien, se siente que no. Es un distanciamiento milimétrico y gradual pero constante: se preocupa, me cuida, me ayuda, está conmigo, pero cada vez menos… cada vez más menos.

Y yo pienso que tal vez es normal, nos casamos hace dos años, después de cinco años de relación formal como pareja, de hecho ya llevábamos viviendo juntos un año. No fue fácil decidirnos, ya que ella venía con la experiencia de dos matrimonios previos; el primero a los dieciocho años, donde estuvo tan ocupada criando a tres hijos que cuando se miró a sí misma y se dio cuenta que en realidad no amaba a su marido, decidió divorciarse, aunque eso implicara hacerse cargo ella sola de la familia. El segundo matrimonio fue una relación muy buena que acabó al casarse y terminó también en divorcio.

Yo por mi parte la conocí cuando renacía como otra persona, después de destrozar un matrimonio a causa de mi alcoholismo y habiendo pasado por el infierno de un divorcio arduo y una recuperación milagrosa gracias a AA, había salido al fin de ello con una relación maravillosa con mis dos hijos y una nueva historia a desarrollar.

Los dos teníamos miedo, pero la relación fluyó, y dado que descubrimos que nos hacemos bien el uno al otro nació un amor maduro, natural, que vivíamos muy a gusto, con ondas en lugar de picos.

Hicimos dos grandes viajes, uno a Europa, donde formalizamos el compromiso y otro a Asia, que consideramos nuestra luna de miel.

Y de repente el accidente, como si Dios dijera: «estate quieto» y a partir de ahí un año de convivencia extraña, como en sordina.

Cariño hay mucho, sin duda, amor de mi parte sí, pero la verdad es que creo que he ido minando el suyo con mis actitudes. Me cuesta mucho dejarme cuidar, pedir lo que necesito, aceptar que solo no puedo, trato de hacer las cosas sin ayuda, me baño, me visto, intento ser independiente, pero ese «Pásame esto» y verle la cara de «¿Otra vez?» me encabrona, me destruye.

Dormimos juntos y la siento cada vez más alejada, trato de tocarla, pero su misma frialdad (o la mía) me aleja, me cohíbe, me enoja… no, me entristece. Y las muy pocas veces que hemos hecho el amor pienso que ella ve a un inválido… o así lo siento.

Pero ella parece estar bien, no lo hablamos, pero sale de la casa cada vez que puede y cuando tiene que estar aquí platicamos y convivimos de una forma aparentemente normal, los temas del día, de siempre, pero cada vez convivimos menos… cada vez más menos.

Cuando salimos al cine y a algunos restaurantes donde pueda entrar con mi escúter, parece que volvemos a ser nosotros. Somos más nosotros en compañía de amigos, jugando canasta en casa.  Siempre trato de estar alegre y optimista.

Todo mundo alaba mi actitud y su fortaleza, pero solos es diferente, buena cara y sonrisas. Yo trabajo en casa, eso está bien, medito según las técnicas de yoga y veo televisión, muchísima televisión en realidad; Y pienso, pienso mucho, a veces pienso mal… y rezo, sí, también rezo.

Y Nadine parece estar bien, pero cada vez menos… cada vez más menos.

martes, 13 de agosto de 2019

Epifanía


Rosita Herrera


El avión, venido de Nueva York, llegaba con treinta minutos de retraso, para ese entonces, ya eran las veinte horas cuando había aterrizado y Dennis se encontraba en la aduana con solo un bolso de mano. Con algo de impaciencia, se disponía a embarcar en lo primero que le llevara al centro de Santiago. Era alto, de cabello castaño y fino. Siempre lo había usado de un largo que le permitiera jugar acomodándoselo de derecha a izquierda con un leve movimiento de cabeza. Su contextura delgada lo hacía lucir grácil y joven, de manera que sus cuarenta años nadie los adivinaba. Al salir del aeropuerto, un viento helado se coló por entre sus piernas, haciéndolo sentir irritado y vulnerable, pues no soportaba las bajas temperaturas en ninguna parte del mundo. Completamente arrebozado en su chaqueta de franela marrón de corte inglés, se detuvo frente al paradero de taxis, esperando los ofrecimientos de rutina. Mientras, sacó un cigarrillo y lo prendió con maestría, se había vuelto, en los últimos años, un fumador empedernido.
―¿Hacia dónde, caballero? ―le pregunta el chofer asomándose por la ventanilla.
―A la Alameda, lléveme a un hotel de precio módico y donde se pueda dormir tranquilo, por favor.
―¡Claro! Súbase, jefe. Conozco uno en Vicuña Mackenna, con las tres «B».
―¡Ah! «Bueno, Bonito y Barato», ¿no es así? ―dice, esbozando una sonrisa, al mismo tiempo  que se sube en el asiento trasero del coche.
Al salir del aeropuerto y enfrentarse a la carretera, un sueño pesado lo inundó. El chofer había puesto la calefacción y su cuerpo comenzaba a relajarse. Esta cálida sensación se vio interrumpida por un sobresalto al aparecer de repente, en su adormecimiento, la imagen de aquel hombre que rondaba la Unidad de Cuidados Intensivos aquella noche de tormenta en el hospital. Él atendía en ese piso a los enfermos de cáncer y uno de sus pacientes murió repentinamente debido a una negligencia inexplicable. Él había hecho los chequeos de rutina, revisado las dosis de medicamentos intravenosos, la presión, el oxígeno, todo, no obstante, Jamie, un joven de veinticinco años, que tenía muchas probabilidades de restablecerse,  murió por una sobredosis de morfina… pero… ¿quién diablos era él? Mientras elucubraba en sus recuerdos, el taxista buscaba un lugar donde estacionarse y dejar a su pasajero.
―Le dejo mi tarjeta, señor, cualquier cosa me llama no más. ―Le da la mano y sigue su camino.
Dennis entró al hotel sumido en un sopor que no lo abandonaba, registró su llegada y una mucama lo llevó a su cuarto. El hotel, efectivamente, era acogedor y amplio. Al llegar a su habitación, en un cuarto piso, se encontró con una mullida cama y una ventana que daba a una calle de añosos árboles que testimoniaban un otoño ya empoderado de la ciudad.
No podía encontrar la paz que había venido a buscar a este país tan lejano de Nueva York, lugar que había elegido para desarrollarse como médico. El juramento hipocrático era una voz en off que rondaba su cabeza.
Sentado en la cama, recorría una y otra vez la rutina nocturna practicada con su paciente aquella noche. El rostro de ese joven era como un puñal en su corazón. Tan lozano y lleno de sueños, le había preguntado tantas veces en sus turnos si podría llegar al menos a los cuarenta años, solo eso quería para poder realizarse, programaría cada día de su vida para cumplirlo. Él le había prometido que sí y luego… ya no estaba más. Había dejado un libro a medio terminar, y justamente de aquel habían estado hablando la precedente mañana.
―¿Qué lee, Jamie? ―le preguntaba mientras auscultaba sus pulmones.
―A Calderón de La Barca, doc, La vida es sueño. Cada vez me compenetro más con los monólogos de Segismundo. Estamos en esta vida asumiendo el rol que se nos asigna, pero en cualquier minuto despertamos y se nos acaba la tragedia o comedia que hemos estado representando. Usted  juega a ser mi doctor y yo lo sigo, fingiendo ser su paciente, el problema radica en que no es voluntad nuestra poder manejar la duración de actos y escenas, por lo tanto, podemos estar demasiado tiempo soñando algo que no nos gusta o que nos llena de satisfacción. En fin, La vida es sueño y los sueños, sueños son. No lo olvide, doc.
―¡Por supuesto que no, Jamie! ¡Cómo olvidarlo! Es importante ver la vida de ese modo. Hubiera querido hacerlo desde pequeño, no obstante, viví siempre sumido en una realidad hostil y lapidaria en donde se me imponía el deber unido a un proyecto de vida y de persona  que debía realizar ―al decir esto, su mirada se entristeció y no habló más del tema.
Tirado todavía en la cama del hotel, sin siquiera haberse quitado los zapatos ni su chaqueta, comenzó a llorar con su rostro mirando hacia el techo. Era demasiado el peso que llevaba en su corazón y no sabía cómo aminorarlo. Su forma estructurada de ser no admitía errores en su vida ni en su profesión y este hecho no tenía explicación… a menos que… aquel hombre que rondaba la habitación hubiera entrado sin que nadie se percatara y alterado la dosis de morfina que se le había administrado.
Hasta donde él sabía, las investigaciones de rigor no habían arrojado ningún incidente fuera de lugar ni tampoco a un intruso cerca de la cama de Jamie… pero y entonces, ¿qué hacía ese hombre ahí? Escondía su mirada cada vez que Dennis lo escudriñaba. Era una persona que pasaba fácilmente desapercibida debido a que su estatura no superaba el metro setenta y cinco y su contextura era más bien delgada. Desde el ventanal que separaba el pasillo de la sala de enfermos, se veía una persona equilibrada con un estado ansioso circunstancial, se notaba que no había dormido bien en días y que estaba con una angustia que lo ahogaba.
«No sé por qué extraña razón hay personas capaces de escanear a otras y en menos de cinco minutos dar un diagnóstico de sus pesares, una caracterización de sus comportamientos y del porqué de estos e involucrarlos en alguna situación de contingencia post análisis de su psiquis y de su conducta y lo más gracioso, de toda esta gran osadía de tremenda soberbia y ego, es que ni siquiera corroboran sino que lo dan por un hecho y yo era uno de esos desagradables individuos», se dijo a sí mismo en forma airada.
Quedose dormido absorto en sus pensamientos y despertó aquel domingo de julio sobre la cama totalmente entumecido, debido a que no utilizó cobertor alguno.
Tomó una ducha y se apresuró a salir en busca de un café y una buena paila de huevos. Desde un segundo piso de un local ubicado a cuadras de su hotel, miraba el espacioso y tranquilo paisaje que presentaba plaza Italia rodeada de avenidas que habitualmente estaban atestadas de gente y, al fondo, la línea del metro del gran Santiago que cruza los barrios más pudientes y que luego traspasa el otro mundo, el de los más desposeídos, que a ciertas horas de la mañana, muy temprano por cierto, se trasladan para aliviar la carga de aquellos privilegiados, los que pagan por sus servicios de niñeras, jardineros, cocineros y así, finalmente, se mezclan en una simbiosis que establece la política social de patrones y empleados en este país llamado Chile.
El olor a café con leche y a huevos recién cocinados, le hizo olvidar por un rato su pesar, luego de unos minutos su celular le anunciaba la llegada de un mensaje. Su compañero de turno de aquella noche y a quien le manifestó su desconfianza por el sujeto que rondaba la sala, le acababa de enviar un artículo de prensa del New York Times, donde se analizaban las posibles causas de la muerte de Jamie, además incluía fotografías del entierro de aquel joven en donde aparecía el individuo sospechoso bastante alejado de la familia, casi apartado, cubierto por un abrigo negro y unos lentes de sol demasiado grandes para el contorno de su cara. De pronto, suena su teléfono:
―¡Dennis!, ¿recibiste el mensaje? Te lo envié apenas lo vi. El artículo hace referencia a la muerte de tu paciente quien era nada más ni nada menos que el primogénito del Presidente de la Corte de Apelaciones de Nueva York. Nunca se hizo mención de aquel en los medios de comunicación, al parecer lo mantenía muy en secreto y sospecho que la razón era su homosexualidad, ya que el sujeto que rondaba y que aparece en la foto apartado de todos era su pareja. Jamie tenía una relación con él, pero su familia no lo aceptaba, por eso la conducta tan ávida del hombre. Él lo que hacía era buscar cualquier oportunidad para poder verlo, aunque ambos trataban de ocultarlo, sin embargo, esa noche, no sé, él estaba como demasiado ansioso y era como si no le importara que lo descubrieran. De todas formas, al haber sido su compañero, no tendría razones para matarlo.
―Quién sabe, Rodrigo, quién sabe. Por lo pronto, tienes razón, le quita peso a mi teoría.
―Mira, cualquier novedad yo te aviso. Descansa y encuentra alguna salida a tus preocupaciones. Aquella noche te vi muy cansado y algo lejano, supuse que se debería a tu ruptura con Karina. No te quito más tiempo. Un abrazo y me avisas cuando tomes el avión de regreso.
―Sí, vale, claro que sí. Gracias por tu preocupación y también por el analgésico que me diste esa noche. La cabeza se me partía.
―¿Qué analgésico? Me pediste una benzodiazepina, te la di con hartas recomendaciones, ¿recuerdas? ―En ese momento la comunicación se cortó y Dennis se puso pálido y comenzó a temblar.
Caminó en dirección al cerro San Cristóbal, aquel lugar era uno de sus favoritos en su juventud. Lo subía semanalmente, recorría sus senderos cada vez que necesitaba pensar y poner en orden sus emociones, hasta que emigró del país buscando mayores expectativas laborales. A los meses de irse, su madre decidió volver al sur, donde había nacido y crecido, ya no necesitaba estar en la capital, Dennis ya había concluido sus estudios en la más prestigiosa universidad.
Había muchísima gente en el cerro: ciclistas, atletas, caminantes, así que se escabulló por los atajos, que ya bien conocía, para llegar a la cumbre y desde allí contemplar al gran Santiago y su inmenso panorama cubierto de una enorme nube de smog. Al ir avistando los árboles y haciendo equilibrio para no tropezar con las piedras y desniveles del camino, una gran cantidad de imágenes comenzaron a surgir haciéndole revivir cada momento de esa oscura noche:
«Había estado en el departamento de Karina aquella tarde. Tuvimos una discusión y le habíamos dado término a nuestra relación de cuatro años y cinco meses. Me sentía devastado, pero ya no podía seguir mintiéndome. El cariño se había acabado, por lo menos de mi parte, solo nos quedaba el apego, ese maldito sentimiento que confundimos con el amor. Sentía tanto dolor en mi corazón que antes de salir para el hospital a realizar mi turno que comenzaba a las veinte horas, tomé un vaso de vodka para restablecer mi ánimo… ¡Claro! Si no, no hubiera tenido el valor de cruzar esa puerta por la cual nunca más volvería a entrar. No había comido absolutamente nada y me sentía desvanecer. Al llegar a mi turno, hablé con Rodrigo y le conté lo ocurrido pidiéndole algo que no especifiqué y él entendió que necesitaba un calmante, hablé con Jamie e hice su revisión de rutina, ya el fármaco estaba haciendo lo suyo mezclado con el alcohol y luego… decaí, perdí la consciencia en un dulce sueño y al despertar creí que había dejado a mi paciente desprovisto de sus medicamentos, volví a administrarle otra dosis de morfina, él no me dijo nada, puesto que ya dormía. ¡Mi Dios! ¡Yo lo maté!», como un loco gritaba y se estremecía con cada alarido que daba.
«¿Será que esta es la parte del sueño que ahora me toca representar? ¿La de un asesino? ¿La de un médico negligente y estúpido?... 'la muerte, ¡desdicha fuerte!' ¡Ay, mi Dios!  no quiero vivir este sueño, ¡por favor! ¡Despiértame, te lo imploro!», acto seguido, se arrodilla y tapándose la cara con las manos se hunde en el llanto.
A sus cuarenta años había perdido el control de su vida y eso le costaría su carrera, pero esto no le importaba, Jamie le importaba, el haber matado a un inocente le hacía despreciarse a sí mismo por verse convertido en un incompetente médico igual a los que aborrecía por ejercer su profesión alejados de todo altruismo y arriesgan la vida de sus pacientes por intereses personales.
Caminó de vuelta a su hotel, cabizbajo, sin saber qué vía tomar para saldar su deuda. «Los héroes no huyen», le repetía su mente. «El estar privado de libertad, será la única forma de perdonarme y quién sabe, puede que mañana despierte sin muros ni cadenas sino rodeado de bellos parajes, habiendo sido todo una ilusión». De cualquier forma, volvió a su habitación, había venido a Chile a buscar una respuesta y la había obtenido. Recordó que de niño le gustaba salvar a las pequeñas aves que rompían su vuelo por haber herido sus alas y él las recogía y las llevaba a su hogar donde les daba los primeros auxilios necesarios para sacarlas de la urgencia. En una oportunidad, no pudo salvar a una pequeña avecilla que tenía días de nacer y al parecer se había caído de su nido. Estuvo toda la noche cuidándola y proporcionándole alimento en diminutas formas, al otro día al llegar del colegio, se encontró con ella muerta. Esto lo descontroló, el sentir que la vida de alguien dependía de él le confería una gran responsabilidad que no le permitía dejar situaciones al azar y comenzó desde esos momentos a otorgarle un tremendo valor a la vida y a los seres desvalidos. Recordaba a su paciente y nuevamente su corazón se llenaba de pena y sus lágrimas comenzaban a aflorar.
La vida le estaba dando una enorme oportunidad de mostrarse tal cual era. Un ser vulnerable que no tenía nada de perfecto. Su mundo se desmoronaba y él no haría nada por salvarlo, todo lo contrario, por primera vez en su vida se permitiría vivir un sueño donde debería cumplir el rol asignado en la obra,  hasta que un ente superior determinara el fin del acto y le permitiera cambiar su escenario. El haber conocido a Jamie cobraba sentido ahora, lo había liberado de la pesada carga de ser él. Hacía mucho tiempo que no toleraba estar consigo mismo, su forma de ser disciplinada que no dejaba espacio a imprevisto alguno, le angustiaba, no era libre, estaba preso de aquellas obsesiones de perfección que aquel día desaparecieron para cambiar el curso de su vida.

jueves, 8 de agosto de 2019

La botella

María Marta Ruiz Díaz




Siempre fuimos una pareja viajera, de andar por distintos y exóticos lugares del mundo. Él era un joven apuesto, divertido, lleno de energía. Su piel blanca, brillaba en medio de un pelo renegrido y lacio. Sus ojos verdes completaban una fisonomía hermosa. Le gustaba ir a correr, hacer gimnasia, sus músculos sobresalían voluptuosos bajo su vestimenta. Yo, una mujer menuda, de pelo castaño, piel cobriza, no muy alta; razón por la cual él me llamaba «Peti» en vez de Melisa, el nombre que desde siempre habían soñado mis padres para mí. Tanto Carlos como yo, nos habíamos sentido atraídos desde el primer día. Compartíamos por sobre todo el amor por la naturaleza y en cuanto pudimos valernos por nosotros mismos, no había viaje que esquiváramos hacer y disfrutar juntos.

Con el tiempo, él tomó una costumbre algo insólita. Escribía un mensaje en un papel, lo ponía en una botella tapada con corcho y lo tiraba a las aguas de donde estuviésemos, mares, ríos, lagos, todos le venían bien. Decía que quería dejar su mensaje a quien tuviera que recibirlo y que alguna vez alguien lo encontraría.

Se tomaba el trabajo de juntar botellas de vidrio vacías de una bebida alcohólica que le regalaban en el bar de la esquina. Las limpiaba con esmero. Conseguía aparte los corchos, los cortaba y les daba una forma original hasta lograr que taparan herméticamente, para evitar la entrada de agua. También compraba un papel especial, que le garantizaba que no se degradaría y pinturas específicas color verde oscuro o rojo intenso, con las que escribía los mensajes valido de un pincel de pluma fina. Todo un trabajo de artesano. Los textos que escribía no eran extensos, pero siempre eran producto de su imaginación. Los finalizaba con la fecha del día, su nombre y apellido y el lugar desde donde tiraba la botella. Para Carlos ya no era un juego, se había convertido casi en una obsesión, soñaba con que alguien se comunicara con él agradeciéndole el mensaje, que siempre deseaba cosas buenas, instaba a ser mejor, a no decaer o algo parecido.

Durante más de veinte años recorrimos varios continentes, conociendo un sinfín de culturas, de religiones y personas. Mis hijos y yo, ya estábamos cansados del tema, pero no podíamos evitar que en cada viaje cargara todos los materiales en un bolso de cuero marrón que tenía para ellos, y lo llevara con él toda vez que salíamos. No puedo imaginar la cantidad de botellas que andarán por ahí flotando o arrastradas por la corriente, anhelando ser encontradas. 

Carol acababa de dar sus clases matinales y frente al calor reinante decidió ir a darse un baño de mar. Ella vive en Sídney, la ciudad más grande y con mayor población de Australia. La rodean varios parques nacionales que contienen bahías y ríos, y en sus orillas hay casi cien playas, cuyo mar genera una temperatura agradable durante todo el año. Ella eligió Bondi Beach, para disfrutar de los surfistas y de los delfines que cada tanto se unen a ellos compartiendo piruetas increíbles.

Se tiró muy cerca de la orilla. Sobre el agua de tonalidad turquesa se reflejaban distintas figuras que las nubes danzaban con el viento en medio de un cielo azul iluminado por el sol del mediodía. Su cuerpo, solo tapado por un pequeño bikini, dejaba ver un color de piel dorado y resplandeciente. Su pelo lacio, dorado y muy largo, le llegaba más allá de la cintura y lucía disperso y revoloteado entre la arena dándole un toque de hermosura que difícilmente quien pasara por allí no se detuviera a observarlo.

De pronto alzó su mirada porque un objeto brillante llamó su atención. Se levantó y fue a paso lento a ver de qué se trataba. Era una botella vieja, enterrada a medias en la arena blanca y mojada por el agua del mar que iba y venía golpeándose por efecto de las olas. Al tocarla y verla más de cerca notó que no era de un vidrio común, sino de uno esmerilado color marrón claro, y lo que llamó su atención fue que su pico estaba tapado por un corcho pintado de rojo y colocado tan a presión que le fue imposible quitarlo. El reflejo del sol sobre el vidrio le impedía ver si tenía alguna etiqueta o algo que la identificara. Intentó sacarla, pero estaba agarrada muy firme a la arena, como negándose a ser rescatada. Se arrodilló y comenzó a cavar alrededor de ella con sus manos. Por fin la resistencia cedió y al tironear más fuerte, la arena mojada saltó para todos lados como cenizas de un volcán. La botella emergió quedando agarrada muy fuerte de su cuello por el puño derecho de Carol. Por su leve peso supo que estaba vacía. Comenzó a limpiarla, el paso de los años había corrompido su transparencia, por lo que le costó bastante hacerlo. Al finalizar descubrió, gratamente sorprendida, que a través del vidrio se distinguía un rollito de papel atado con alguna cinta o algo parecido. Miró a su alrededor y notó que nadie la observaba. Sonrió para sus adentros y feliz con su descubrimiento decidió llevarla a su casa para intentar abrirla. 

Una vez allí, supo que no sería tarea fácil. Pensó en romperla, pero luego decidió preservarla. Carol estaba muy entretenida y ansiosa de saber si el papel traería escrito un mensaje. Le divertía mucho la idea de que así fuera, esa botella había roto su monotonía diaria habitual. Lo único que se le ocurrió fue comenzar intentado hundir el corcho, así que se puso a presionar y presionar con las palmas de ambas manos cruzadas. Lo intentó varias veces sin éxito, hasta que al final logró sumergirlo en la botella. Cuando la volteó, comenzó a zarandearla con el pico hacia abajo, hasta que apareció la punta del rollito de papel. Tratando de mantenerla inmóvil en su mano izquierda, comenzó a tirar de este con su otra mano, hasta que salió por completo. Le sorprendió notar que estaba seco, sujetado por una cinta roja de no más de tres milímetros de ancho, que terminaba en un moñito. Dio un paso atrás, no podía creer lo que estaba viendo, era el sueño de cualquiera, su corazón latía alocado, necesitó sentarse. Tiró de la punta del hilo muy suavemente y este cedió, desprendiéndose del papel, que fue cayendo sobre la mesa como disfrutando de haber sido encontrado y liberado de su encierro. Ella terminó de extenderlo, con miedo a que se rompiera, lo colocó sobre un tapete suave y lo sujetó de sus puntas con unos ceniceros que encontró por ahí para poder leer lo que estaba escrito. Parecían trazos hechos con pincel en color verde opaco, la letra no era muy clara. Acercó la lámpara y descubrió que había un mensaje, pero en un idioma que ella no comprendía, supuso que era español por algunas palabras que le resultaban conocidas de los turistas que venían a pasear a su ciudad. Decidió recurrir a uno de ellos, que vivía enfrente de su departamento. Sin pensarlo salió y le tocó el timbre.

La atendió un hombre bien parecido, tan alto que para mirarla tuvo que bajar la cabeza hasta que su pera le tocó el pecho. 

—¿Sí? —dijo el vecino en tono amigable.

—Disculpe, soy su vecina de al lado, ¿habla usted inglés? —le preguntó ella en su idioma rogando para sus adentros que le entendiera.

—Sí, me defiendo. ¿Cómo está? ¿Necesita algo? —le respondió en un inglés perfecto.

—¡Qué bueno! ¿Podría traducirme esta carta? —le pidió sin poder disimular su alegría al escuchar su excelente pronunciación.

—¡Ah!, ja, ja, sí, por supuesto, a ver… —le dijo él mientras estiraba su mano para que le entregara el papel.

Ella le pasó la carta y el hombre, al recibirla, no pudo impedir que una pequeña sonrisa de complicidad se dibujara en sus labios. Carol sintió que no le era grato compartir su secreto con ese extraño, pero cuando él comenzó a leer supo que ya era tarde para arrepentimientos. Escuchó conmovida y con gran atención mientras él le iba traduciendo el mensaje en un tono pausado y claro: «Esta botella la tiré al agua desde un bote mientras pescaba en el mar de la hermosa playa de Bira en Indonesia, el día 8 de abril del año 1966. Si alguien la encuentra le ruego me contacte para informarme lugar y fecha del hallazgo». Él leyó hasta ahí y luego prosiguieron dialogando en inglés. 

—Fíjese que aquí hay una dirección —le dijo mostrándole la carta—, cuesta leer el número porque se cruzaron algunos trazos, pero sí se identifican las letras: «Avenida Entre Ríos, barrio Monserrat». Perdone que le pregunte, no quiero parecer indiscreto, pero ¿dónde la encontró? 

—Aquí, en la playa, de casualidad —explicó ella—, ¿dice algún nombre?

—Sí, la firma Carlos Ramón Costas, de ¡Argentina!, ¡tan lejos!, no dice nada más… —le respondió.

Carol le contó cómo había rescatado la carta de la botella y le agradeció su buen gesto. Él la escuchaba mientras pensaba en que sería una historia muy interesante para recordar como inicio de una nueva relación, ya que en ese momento supo que lo de ellos no terminaría ahí. La despidió con un beso en la mejilla y ella se sonrojó mostrándole su mejor sonrisa. Dio la vuelta y comenzó a correr hacia su casa directo a la computadora y lo primero que hizo fue buscar en Google el nombre del firmante de la carta. En ese preciso momento se dio cuenta de que no le había preguntado el suyo a su vecino y le causó mucha gracia y pena a la vez. Su mente iba y venía, entre Costas y él. «¡Qué día extraño!», se dijo sorprendida.

Internet no le devolvió ningún Carlos Ramón Costas, entonces afinó la búsqueda a las guías telefónicas en línea, tratando de encontrar familias apellidadas Costas de Argentina, en el Barrio Monserrat y en la calle Entre Ríos. Salieron nueve, no estaba fácil encontrarlo, pero tampoco imposible. Se sentía feliz. Tan feliz que se sacó una selfi con la carta entre sus manos y el texto hacia la cámara, mostrando su mejor sonrisa.  Luego entró a Facebook y publicó su hallazgo. No pasó mucho tiempo para que comenzara a recibir muchos «Me gusta» y comentarios al respecto. Hasta que le llegó una respuesta en inglés a su publicación por mensaje privado: «¡Hola! Por si te ayuda, yo tuve una compañera de colegio, Clara, que vivía frente a mi casa en la avenida Entre Ríos del barrio Monserrat. Su abuelo se llamaba Carlos Costas, no sé si también tenía el nombre de Ramón. Pero ellos se mudaron de ahí hace unos cinco años y ya no los volví a ver». 

Carol quedó desilusionada, pero no iba a perder las esperanzas. Se tiró de espaldas sobre la cama y sin darse cuenta, se durmió.

Pasaron muchos días, hasta que una tarde en que estaba trabajando frente a su computadora, notó que se habían vuelto a juntar varios comentarios sobre su publicación en la red social. Casi quedó paralizada cuando entre ellos leyó utilizando el traductor de Google: «Yo creo saber quién es ese Carlos Ramón. He escuchado varias veces anécdotas sobre sus cartas en botellas. Te comparto como amiga a su nieta @Clara».

No le daban los dedos para localizar a esa chica con la premura que la ansiedad le provocaba, ya que el nombre coincidía con el dato que había recibido antes de parte de la compañera de escuela. Ayudada otra vez por el traductor le escribió un mensaje privado preguntándole si por casualidad su abuelo sería el autor de la carta que se veía en la selfi que le adjuntaba.

Ayer recibí una solicitud de amistad en Facebook de una mujer llamada Carol. Busqué en su información personal y vi que vivía en Australia. Me intrigaba saber por qué me contactaba desde tan lejos, así que la acepté. Me mandó una foto de una botella vieja apoyada sobre una mesa y una carta sostenida en sus manos. ¡Me emocioné tanto! ¿Sería una de las cartas que me había contado la abuela Melisa que el abuelo Carlos escribía y tiraba al mar? 

Inmediatamente le respondí:

—¡Hola, Carol! Soy Clara, creo saber de esa carta, ¡sí!, la debe de haber escrito mi abuelo Carlos. ¡Hace ya tantos años! ¡Es increíble que la hayas encontrado!

—¡Qué alegría! ¡Es tan emocionante! ¿Ustedes siguen viviendo en Argentina?

—Sí, toda mi familia, pero el abuelo Carlos falleció hace seis años… Hacía un buen tiempo que él ya no vivía con mi abuela, era un hombre muy especial, y eso de las botellas se le había convertido en una obsesión.

—¡Qué pena tan grande! ¡Cómo me hubiera gustado conocerlo! ¿Tendrías alguna foto de él?

Cuando mi nieta Clara me contó el descubrimiento, una fuerte nostalgia recorrió mi ser, al final él había logrado su objetivo, al menos una de sus botellas había sido encontrada, y había recorrido un largo trecho ¡de Indonesia al sur de Australia! «Capaz que sigan apareciendo más en el futuro», pensé. Miré su foto sobre mi mesa de luz, que nunca pude quitar de allí a pesar de nuestras diferencias, y entré a reír a carcajadas imaginándome sus saltos de alegría, si hubiera estado vivo, al enterarse de este acontecimiento.

A decir verdad, me llamó la atención el cariño que esta muchachita Carol había tomado por él. Imagino que encontrar ese mensaje en una botella en el mar le debe de haber resultado muy movilizador e intrigante. Y ya que había tenido la suerte de encontrarnos, no tenía ningún problema de pasarle una foto de él, así que se la di a Clara para que se la enviara, junto con nuestra nueva dirección y teléfono. 

Pasó un buen tiempo hasta que un día recibí su llamado y con mucha alegría se presentó y me dijo: —¡Viajaré a su país!

—¿En serio? —respondí asombrada.

—¡Sí! Quiero conocerla, necesito que me cuente de su vida, de sus viajes, de por qué comenzó Carlos a tirar esas botellas. ¡Por algo llegó una a mis manos! Soy escritora. ¡Debemos armar una historia! Creo que a él le hubiera encantado.
Sin darme cuenta, me fui derrumbando en mi sillón. Mis mejillas comenzaron a taparse de lágrimas. En ese instante miles de imágenes vinieron a mi mente. Lo recordé escribiendo las cartas, metiéndolas en las botellas, tapándolas con corchos pintados de distintos colores, todo con tanta ilusión. Y ahora que se había completado el ciclo, él ya no está…

—¡Sería una gran alegría! ¡Te vendrías a mi casa! —le dije emocionada.

Carol salió de su departamento y fue derecho a tocar la puerta de su vecino. Mientras tomaban un rico y espumante café le contó su intención de ir a conocer a Melisa y su deseo de escribir esta historia.

Pasaron unos meses. Carol me acaba de llamar, está llegando a casa. Me asomo a la ventana y veo bajar del taxi a una pareja, él muy alto, ella de contextura muy chiquita, se abrazan, se besan y se dirigen a mi puerta tomados de la mano. Parece que esta historia recién comienza.