jueves, 8 de agosto de 2019

La botella

María Marta Ruiz Díaz




Siempre fuimos una pareja viajera, de andar por distintos y exóticos lugares del mundo. Él era un joven apuesto, divertido, lleno de energía. Su piel blanca, brillaba en medio de un pelo renegrido y lacio. Sus ojos verdes completaban una fisonomía hermosa. Le gustaba ir a correr, hacer gimnasia, sus músculos sobresalían voluptuosos bajo su vestimenta. Yo, una mujer menuda, de pelo castaño, piel cobriza, no muy alta; razón por la cual él me llamaba «Peti» en vez de Melisa, el nombre que desde siempre habían soñado mis padres para mí. Tanto Carlos como yo, nos habíamos sentido atraídos desde el primer día. Compartíamos por sobre todo el amor por la naturaleza y en cuanto pudimos valernos por nosotros mismos, no había viaje que esquiváramos hacer y disfrutar juntos.

Con el tiempo, él tomó una costumbre algo insólita. Escribía un mensaje en un papel, lo ponía en una botella tapada con corcho y lo tiraba a las aguas de donde estuviésemos, mares, ríos, lagos, todos le venían bien. Decía que quería dejar su mensaje a quien tuviera que recibirlo y que alguna vez alguien lo encontraría.

Se tomaba el trabajo de juntar botellas de vidrio vacías de una bebida alcohólica que le regalaban en el bar de la esquina. Las limpiaba con esmero. Conseguía aparte los corchos, los cortaba y les daba una forma original hasta lograr que taparan herméticamente, para evitar la entrada de agua. También compraba un papel especial, que le garantizaba que no se degradaría y pinturas específicas color verde oscuro o rojo intenso, con las que escribía los mensajes valido de un pincel de pluma fina. Todo un trabajo de artesano. Los textos que escribía no eran extensos, pero siempre eran producto de su imaginación. Los finalizaba con la fecha del día, su nombre y apellido y el lugar desde donde tiraba la botella. Para Carlos ya no era un juego, se había convertido casi en una obsesión, soñaba con que alguien se comunicara con él agradeciéndole el mensaje, que siempre deseaba cosas buenas, instaba a ser mejor, a no decaer o algo parecido.

Durante más de veinte años recorrimos varios continentes, conociendo un sinfín de culturas, de religiones y personas. Mis hijos y yo, ya estábamos cansados del tema, pero no podíamos evitar que en cada viaje cargara todos los materiales en un bolso de cuero marrón que tenía para ellos, y lo llevara con él toda vez que salíamos. No puedo imaginar la cantidad de botellas que andarán por ahí flotando o arrastradas por la corriente, anhelando ser encontradas. 

Carol acababa de dar sus clases matinales y frente al calor reinante decidió ir a darse un baño de mar. Ella vive en Sídney, la ciudad más grande y con mayor población de Australia. La rodean varios parques nacionales que contienen bahías y ríos, y en sus orillas hay casi cien playas, cuyo mar genera una temperatura agradable durante todo el año. Ella eligió Bondi Beach, para disfrutar de los surfistas y de los delfines que cada tanto se unen a ellos compartiendo piruetas increíbles.

Se tiró muy cerca de la orilla. Sobre el agua de tonalidad turquesa se reflejaban distintas figuras que las nubes danzaban con el viento en medio de un cielo azul iluminado por el sol del mediodía. Su cuerpo, solo tapado por un pequeño bikini, dejaba ver un color de piel dorado y resplandeciente. Su pelo lacio, dorado y muy largo, le llegaba más allá de la cintura y lucía disperso y revoloteado entre la arena dándole un toque de hermosura que difícilmente quien pasara por allí no se detuviera a observarlo.

De pronto alzó su mirada porque un objeto brillante llamó su atención. Se levantó y fue a paso lento a ver de qué se trataba. Era una botella vieja, enterrada a medias en la arena blanca y mojada por el agua del mar que iba y venía golpeándose por efecto de las olas. Al tocarla y verla más de cerca notó que no era de un vidrio común, sino de uno esmerilado color marrón claro, y lo que llamó su atención fue que su pico estaba tapado por un corcho pintado de rojo y colocado tan a presión que le fue imposible quitarlo. El reflejo del sol sobre el vidrio le impedía ver si tenía alguna etiqueta o algo que la identificara. Intentó sacarla, pero estaba agarrada muy firme a la arena, como negándose a ser rescatada. Se arrodilló y comenzó a cavar alrededor de ella con sus manos. Por fin la resistencia cedió y al tironear más fuerte, la arena mojada saltó para todos lados como cenizas de un volcán. La botella emergió quedando agarrada muy fuerte de su cuello por el puño derecho de Carol. Por su leve peso supo que estaba vacía. Comenzó a limpiarla, el paso de los años había corrompido su transparencia, por lo que le costó bastante hacerlo. Al finalizar descubrió, gratamente sorprendida, que a través del vidrio se distinguía un rollito de papel atado con alguna cinta o algo parecido. Miró a su alrededor y notó que nadie la observaba. Sonrió para sus adentros y feliz con su descubrimiento decidió llevarla a su casa para intentar abrirla. 

Una vez allí, supo que no sería tarea fácil. Pensó en romperla, pero luego decidió preservarla. Carol estaba muy entretenida y ansiosa de saber si el papel traería escrito un mensaje. Le divertía mucho la idea de que así fuera, esa botella había roto su monotonía diaria habitual. Lo único que se le ocurrió fue comenzar intentado hundir el corcho, así que se puso a presionar y presionar con las palmas de ambas manos cruzadas. Lo intentó varias veces sin éxito, hasta que al final logró sumergirlo en la botella. Cuando la volteó, comenzó a zarandearla con el pico hacia abajo, hasta que apareció la punta del rollito de papel. Tratando de mantenerla inmóvil en su mano izquierda, comenzó a tirar de este con su otra mano, hasta que salió por completo. Le sorprendió notar que estaba seco, sujetado por una cinta roja de no más de tres milímetros de ancho, que terminaba en un moñito. Dio un paso atrás, no podía creer lo que estaba viendo, era el sueño de cualquiera, su corazón latía alocado, necesitó sentarse. Tiró de la punta del hilo muy suavemente y este cedió, desprendiéndose del papel, que fue cayendo sobre la mesa como disfrutando de haber sido encontrado y liberado de su encierro. Ella terminó de extenderlo, con miedo a que se rompiera, lo colocó sobre un tapete suave y lo sujetó de sus puntas con unos ceniceros que encontró por ahí para poder leer lo que estaba escrito. Parecían trazos hechos con pincel en color verde opaco, la letra no era muy clara. Acercó la lámpara y descubrió que había un mensaje, pero en un idioma que ella no comprendía, supuso que era español por algunas palabras que le resultaban conocidas de los turistas que venían a pasear a su ciudad. Decidió recurrir a uno de ellos, que vivía enfrente de su departamento. Sin pensarlo salió y le tocó el timbre.

La atendió un hombre bien parecido, tan alto que para mirarla tuvo que bajar la cabeza hasta que su pera le tocó el pecho. 

—¿Sí? —dijo el vecino en tono amigable.

—Disculpe, soy su vecina de al lado, ¿habla usted inglés? —le preguntó ella en su idioma rogando para sus adentros que le entendiera.

—Sí, me defiendo. ¿Cómo está? ¿Necesita algo? —le respondió en un inglés perfecto.

—¡Qué bueno! ¿Podría traducirme esta carta? —le pidió sin poder disimular su alegría al escuchar su excelente pronunciación.

—¡Ah!, ja, ja, sí, por supuesto, a ver… —le dijo él mientras estiraba su mano para que le entregara el papel.

Ella le pasó la carta y el hombre, al recibirla, no pudo impedir que una pequeña sonrisa de complicidad se dibujara en sus labios. Carol sintió que no le era grato compartir su secreto con ese extraño, pero cuando él comenzó a leer supo que ya era tarde para arrepentimientos. Escuchó conmovida y con gran atención mientras él le iba traduciendo el mensaje en un tono pausado y claro: «Esta botella la tiré al agua desde un bote mientras pescaba en el mar de la hermosa playa de Bira en Indonesia, el día 8 de abril del año 1966. Si alguien la encuentra le ruego me contacte para informarme lugar y fecha del hallazgo». Él leyó hasta ahí y luego prosiguieron dialogando en inglés. 

—Fíjese que aquí hay una dirección —le dijo mostrándole la carta—, cuesta leer el número porque se cruzaron algunos trazos, pero sí se identifican las letras: «Avenida Entre Ríos, barrio Monserrat». Perdone que le pregunte, no quiero parecer indiscreto, pero ¿dónde la encontró? 

—Aquí, en la playa, de casualidad —explicó ella—, ¿dice algún nombre?

—Sí, la firma Carlos Ramón Costas, de ¡Argentina!, ¡tan lejos!, no dice nada más… —le respondió.

Carol le contó cómo había rescatado la carta de la botella y le agradeció su buen gesto. Él la escuchaba mientras pensaba en que sería una historia muy interesante para recordar como inicio de una nueva relación, ya que en ese momento supo que lo de ellos no terminaría ahí. La despidió con un beso en la mejilla y ella se sonrojó mostrándole su mejor sonrisa. Dio la vuelta y comenzó a correr hacia su casa directo a la computadora y lo primero que hizo fue buscar en Google el nombre del firmante de la carta. En ese preciso momento se dio cuenta de que no le había preguntado el suyo a su vecino y le causó mucha gracia y pena a la vez. Su mente iba y venía, entre Costas y él. «¡Qué día extraño!», se dijo sorprendida.

Internet no le devolvió ningún Carlos Ramón Costas, entonces afinó la búsqueda a las guías telefónicas en línea, tratando de encontrar familias apellidadas Costas de Argentina, en el Barrio Monserrat y en la calle Entre Ríos. Salieron nueve, no estaba fácil encontrarlo, pero tampoco imposible. Se sentía feliz. Tan feliz que se sacó una selfi con la carta entre sus manos y el texto hacia la cámara, mostrando su mejor sonrisa.  Luego entró a Facebook y publicó su hallazgo. No pasó mucho tiempo para que comenzara a recibir muchos «Me gusta» y comentarios al respecto. Hasta que le llegó una respuesta en inglés a su publicación por mensaje privado: «¡Hola! Por si te ayuda, yo tuve una compañera de colegio, Clara, que vivía frente a mi casa en la avenida Entre Ríos del barrio Monserrat. Su abuelo se llamaba Carlos Costas, no sé si también tenía el nombre de Ramón. Pero ellos se mudaron de ahí hace unos cinco años y ya no los volví a ver». 

Carol quedó desilusionada, pero no iba a perder las esperanzas. Se tiró de espaldas sobre la cama y sin darse cuenta, se durmió.

Pasaron muchos días, hasta que una tarde en que estaba trabajando frente a su computadora, notó que se habían vuelto a juntar varios comentarios sobre su publicación en la red social. Casi quedó paralizada cuando entre ellos leyó utilizando el traductor de Google: «Yo creo saber quién es ese Carlos Ramón. He escuchado varias veces anécdotas sobre sus cartas en botellas. Te comparto como amiga a su nieta @Clara».

No le daban los dedos para localizar a esa chica con la premura que la ansiedad le provocaba, ya que el nombre coincidía con el dato que había recibido antes de parte de la compañera de escuela. Ayudada otra vez por el traductor le escribió un mensaje privado preguntándole si por casualidad su abuelo sería el autor de la carta que se veía en la selfi que le adjuntaba.

Ayer recibí una solicitud de amistad en Facebook de una mujer llamada Carol. Busqué en su información personal y vi que vivía en Australia. Me intrigaba saber por qué me contactaba desde tan lejos, así que la acepté. Me mandó una foto de una botella vieja apoyada sobre una mesa y una carta sostenida en sus manos. ¡Me emocioné tanto! ¿Sería una de las cartas que me había contado la abuela Melisa que el abuelo Carlos escribía y tiraba al mar? 

Inmediatamente le respondí:

—¡Hola, Carol! Soy Clara, creo saber de esa carta, ¡sí!, la debe de haber escrito mi abuelo Carlos. ¡Hace ya tantos años! ¡Es increíble que la hayas encontrado!

—¡Qué alegría! ¡Es tan emocionante! ¿Ustedes siguen viviendo en Argentina?

—Sí, toda mi familia, pero el abuelo Carlos falleció hace seis años… Hacía un buen tiempo que él ya no vivía con mi abuela, era un hombre muy especial, y eso de las botellas se le había convertido en una obsesión.

—¡Qué pena tan grande! ¡Cómo me hubiera gustado conocerlo! ¿Tendrías alguna foto de él?

Cuando mi nieta Clara me contó el descubrimiento, una fuerte nostalgia recorrió mi ser, al final él había logrado su objetivo, al menos una de sus botellas había sido encontrada, y había recorrido un largo trecho ¡de Indonesia al sur de Australia! «Capaz que sigan apareciendo más en el futuro», pensé. Miré su foto sobre mi mesa de luz, que nunca pude quitar de allí a pesar de nuestras diferencias, y entré a reír a carcajadas imaginándome sus saltos de alegría, si hubiera estado vivo, al enterarse de este acontecimiento.

A decir verdad, me llamó la atención el cariño que esta muchachita Carol había tomado por él. Imagino que encontrar ese mensaje en una botella en el mar le debe de haber resultado muy movilizador e intrigante. Y ya que había tenido la suerte de encontrarnos, no tenía ningún problema de pasarle una foto de él, así que se la di a Clara para que se la enviara, junto con nuestra nueva dirección y teléfono. 

Pasó un buen tiempo hasta que un día recibí su llamado y con mucha alegría se presentó y me dijo: —¡Viajaré a su país!

—¿En serio? —respondí asombrada.

—¡Sí! Quiero conocerla, necesito que me cuente de su vida, de sus viajes, de por qué comenzó Carlos a tirar esas botellas. ¡Por algo llegó una a mis manos! Soy escritora. ¡Debemos armar una historia! Creo que a él le hubiera encantado.
Sin darme cuenta, me fui derrumbando en mi sillón. Mis mejillas comenzaron a taparse de lágrimas. En ese instante miles de imágenes vinieron a mi mente. Lo recordé escribiendo las cartas, metiéndolas en las botellas, tapándolas con corchos pintados de distintos colores, todo con tanta ilusión. Y ahora que se había completado el ciclo, él ya no está…

—¡Sería una gran alegría! ¡Te vendrías a mi casa! —le dije emocionada.

Carol salió de su departamento y fue derecho a tocar la puerta de su vecino. Mientras tomaban un rico y espumante café le contó su intención de ir a conocer a Melisa y su deseo de escribir esta historia.

Pasaron unos meses. Carol me acaba de llamar, está llegando a casa. Me asomo a la ventana y veo bajar del taxi a una pareja, él muy alto, ella de contextura muy chiquita, se abrazan, se besan y se dirigen a mi puerta tomados de la mano. Parece que esta historia recién comienza.

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