miércoles, 23 de abril de 2014

Uñas de acero

Marco Absalón Haro Sánchez


Las estaciones del metro en Madrid suelen cerrar pasada la media noche y yo anduve esos momentos entre las escaleras mecánicas yendo y viniendo sin saber adónde me dirigía. Un par de veces perdí el equilibrio y mordí pavimento, el peso de mi cuerpo hizo que me arrastrara varios decímetros hacia abajo. En los pocos segundos que estuve a su merced, me clavaron sus uñas en la piel y se hizo jirones en un santiamén. Casi fui engullido completamente por aquel monstruo metálico que me acosaba sin piedad; pero por suerte había dejado de funcionar. Minutos antes, los últimos peatones abandonaban las instalaciones con severa prontitud caminando a pasos agigantados. Mientras los vigilantes ponían fuera de servicio escaleras, ascensores y puertas de acceso.

A media tarde me valí de este gran invento de la ciencia metalúrgica para llegar en el menor tiempo posible a la superficie del afamado Lago, cuando el calor sofocaba a los seres vivientes de este lado del planeta. Mi indumentaria se asemejaba a la de los demás compatriotas que pisaban esos lares: bermudas, polos y camisas de manga corta, chanclas o zapatillas y gafas de sol. Era parte de mi valija un bolsito verde militar que llevaba terciado al hombro y unas ganas locas de escuchar música cantada de nuestra Suramérica, la misma que varios artistas escondidos interpretaban acompañándose con guitarras o pistas con su debida amplificación. Así como de atizar ciertos momentos románticos con las consabidas cervezas distribuidas por lo bajo, ya que se prohibía el botellón y los piquetes de policías rondaban alertas para hacer cumplir la orden de las autoridades municipales. Más tardé en acercarme donde los artistas afinaban los instrumentos que en entablar diálogo con un compatriota conocido, quien me había localizado hacía un par de minutos.

–¿Eres por acaso mi amigo, Marcelino? –interrogó mirando directamente a mis ojos ocultos detrás de unas oscuras gafas.

–Qué fue pues, Camilo –solté sin más, mientras nos estrechábamos las diestras.

–Qué más pues, jefecito –dejó caer al tiempo que dibujaba una sonrisa cómplice en su rostro enjuto y gomoso.

Los dos rondábamos la mediana edad. Él era un tanto más bajito y yo de estatura corriente; pero daba la impresión de ser un tipo recio e invencible, como un buey dispuesto para el arduo trabajo de las eras. 

–¿Ya no ve? –asentí correspondiendo su estado anímico– Esperando a ver si aparece algún pana.

En ese momento se acercó una vendedora de refrescos que de manera encubierta nos ofreció cerveza.

–Cervezas frías, colas, cigarrillos –musitó la mujer.

–¿Tomamos una para el calor, jefecito? –soltó Camilo dejando casi al descubierto su marcada musculatura pectoral.

–Sí, sería bueno –asentí con viveza.

Dirigí la mirada hacia la entrada de aquel enorme descampado llamado Lago, mientras Camilo adquiría la litrona y la camuflaba en una bolsa de papel. En camino venía Óscar, mi compañero de piso y amigo de los dos.

–Ahí viene el duro –proferí mostrándole con la mirada.

–Ya era hora que aparezca, jefecito –corroboró Camilo, mientras echaba un chorro espumante en cada vaso. 

Cuando pasó la vendedora pidió uno nuevo, éramos tres.

–Buenas –dejó caer el recién llegado.

Él era más alto, más joven y parecía llevar más peso que nosotros. Un bien marcado bigote de lápiz combinaba perfectamente con su peinado moreno. No en vano tenía a su disposición un aparato de levantar pesas en su propia casa, con una docena de discos de hierro de distinto peso y tamaño; así mismo, un par de barras con sus respectivos posa cuerpos formaban parte del equipo. Dos horas al día dedicaba a la cultura de su fortaleza física.

–¿Qué más pues, jefecito? –volvió Camilo.

–Ahí, luchando –repuso un tanto molesto–. A veces bien, a veces mal. Ahora mismo me han mandado al paro. Estoy sin camello.

–Joder, jefecito –soltó Camilo–. Qué mala pata. Todo esto se está derrumbando como un enorme castillo de naipes.

–Sí pues –asintió Óscar, mientras paladeaba el sabor acre de la bebida–. ¿Quién iba a imaginar que esto iba a acabar así? 

–¿Y tú, qué? –indagué a Camilo.

–Nada –dejó caer, mediante un gesto chusco–. Yo aún sigo trabajando en la obra. Espero que todavía no nos manden al paro.

En ese tiempo empezaron las regularizaciones y ya se notaba que venía encima la bola de nieve de la crisis del ladrillo, con el consecuente desempleo de muchos trabajadores en todas las áreas. Ventajosamente yo estaba empleado de conserje, aunque por sustitución, en el edificio donde vivía Óscar junto a Rosaura, su mujer y su hijo. Era una chica agradable que estaría alrededor de la cuarentena y no era ni alta ni baja y tenía la apariencia de un fideo, ya que era delgada, de tez blanca y peinado moreno. Estaba empleada en una peluquería del centro de Madrid.

Años atrás se conocieron con Óscar en una fiesta de paisanos del Ecuador. Se comprometieron y empezaron a vivir juntos. No tardaron en procrear un bebé a quien llamaron Óscar David, el cual entraba a los cuatro añitos cuando fui parte del inmueble. Era un chiquillo muy espabilado y le encantaba que tocara la guitarra y le hiciera cantar a él. Lo hacía de muy buena gana en mis ratos libres, ya que tenía mi trabajo en el mismo edificio.

–Sirvámonos –volvió Camilo–. Salud.

–Salud –dijimos a una y percibimos la frescura de la bebida que nos cayó de perlas en aquellas horas de calor.

–¿Recién saliste del piso? –interrogué a Óscar.

–Sí. Acabo de venir de allí –repuso con viveza–. Primero te busqué sin hallarte y me dije: Él ya se vino al Lago, me voy detrás y rápidamente me aseé y me puse en camino.

–Yo creí que tú ya te viniste, por eso me vine deprisa –proferí alegremente mientras empiné un nuevo bocado de cerveza.

–Estaba haciendo siesta –me aseguró.

–Ah pues, entonces –solté–. Igual yo ignoraba si estabas o no. Pero por acaso me vine nomás; aunque cuando salí estaban tu mujer y su hermana en la cocina. Ellas sí supieron que me vine aquí.

Carmen solía visitar a menudo a su gemela Rosaura y familia en su vivienda, la cual era parte de un modesto edificio que ya tendría cuando menos cuatro décadas de existencia, cuya altura no pasaba de las siete plantas. Aunque la conservación interna era bastante bien llevada no dejaba de contrastar con la fachada exterior que le daba la apariencia de vetusto. La puerta de calle, la entrada principal y el ascensor constituían su carta de presentación: estaban siempre saltando de limpios. El escritorio de la entrada era ocupado por este relator cuando ya terminaba con la limpieza general del inmueble. Entonces quedaba a disposición de los vecinos para echarles una mano en lo que hacía falta y, en sus intervalos, cocía las ideas con pluma y un cuaderno de notas.

En pocos minutos se formó un corrillo alrededor de los artistas que cantaban canciones de nuestra tierra y nosotros formábamos el grueso de aquella improvisada afición que aplaudía sus interpretaciones, mientras consumía cerveza a granel. La copa rota fue uno de los magistrales temas de Fermín: cantante de unas cuatro decenas y pico de años, alto de estatura y complexión atlética, de pelo rizo y de origen colombiano, quien imitaba a Alci Acosta y Olimpo Cárdenas; asimismo, Ricardo que rondaría las cuatro decenas, de mediana estatura, de pelo lacio y moreno, pero de piel blanca y de origen peruano: imitaba a la perfección a los grandes de la rockola como Lucho Barrios, Daniel Santos o Cecilio Alva. Luego llovió un repertorio de J J con el tema Rondando tu esquina a la cabeza y siguió Tú y yo, rematando con Nuestro juramento: interpretado por Alfredo, gran imitador del Ruiseñor de América, casualmente oriundo de Guayaquil de sus amores. De estatura corriente que combinaba perfectamente con su complexión gruesa y tez morena, tanto como su peinado rizo y echado hacia atrás. Ser de mediana edad le acercaba más al ídolo a quien interpretaba, cuando estuvo en los últimos años de vida. 

De cuando en cuando me acercaba al grupo de artistas, les palmeaba el hombro para darles enhorabuenas y les convidaba un vaso de cerveza.

Mientras transcurrió el tiempo, se agrandó el ruedo general tanto como el nuestro; pues a esa hora, que no serían menos de las nueve de la noche, ya no éramos solo tres los que departíamos con tanto frenesí, sino decenas de coterráneos, quienes bebíamos animada o descuidadamente, si se quiere; pero no paramos hasta que todo aquel jaleo se acabó. La verdad, no recuerdo cómo finalizó. Es más, nunca supe por qué me colé al resto de bohemios que rodeaban la salida del Lago, cerca de la boca del metro y no fui a casa junto a Óscar. Tampoco pude mantener el equilibrio y rodé por los suelos, haciéndome magulladuras en el rostro, las rodillas y los codos. Era un zombi ambulante cuando intenté coger el metro para volver. Ignoraba que dentro de pocos minutos quedaría fuera de servicio. Sin embargo, me aventuré a coger uno, pero me dormí en sus asientos y me pasé de parada. Intenté retornar para dirigirme en dirección contraria pero fue tarde, estaba todo cerrado. Fue entonces cuando deambulé de aquí para allá, subiendo y bajando las escaleras metálicas, cayéndome y arrastrándome en busca de la salida. Era como el Quijote sobre Rocinante, con su adarga y su lanza en ristre, acometiendo valerosamente contra los gigantes enemigos: los molinos de viento. Hasta que por fin, unos fortachones guardias de seguridad, dieron conmigo y me ayudaron a salir de aquella cárcel de metal. Entonces pude coger un taxi. Fue sin duda una experiencia terrorífica la que acababa de pasar dentro de las instalaciones del metro de Madrid, cuando volví a beber después de haberme abstenido durante algunos años. En todo caso, un verano que jamás olvidaré mientras siga existiendo en este mundo y no dejo de dar gracias a la Providencia por permitirme contar esta historia. 

martes, 8 de abril de 2014

Luna y Lena

Juana Ortiz Mondragón


Temerosa era aquella pequeña niña bellamente ataviada con su vestido celeste y con un moño que le combinaba. Se escondía de las sombras que se reflejaban en las paredes de su habitación, sombras provenientes de los árboles frutales del jardín, en los que solía jugar en las mañanas de verano. La pequeña niña tenía un nombre corto pero significativo, como aquella vigía de la noche: se llamaba Luna. Su cabello era largo, dorado y ondulado como las olas; sus ojos de un verde esmeralda  y  su piel blanca como la nevada. Tenía seis años y sus días transcurrían en una maravillosa escuela en la ciudad y una cómoda casa  a las afueras de esta, casa que sus padres habían remodelado sin olvidar ningún detalle: estancias amplias con ventanales que permitían la entrada de la luz, chimeneas para el invierno, afelpadas  alfombras, mullidos muebles y amplios  jardines.

Luna era tan tierna y dulce como su madre, pero en ocasiones su carácter era tan fuerte que preferían dejarla sola hasta que se calmara un poco. De día era tranquila, creativa, su imaginación no tenía límites… pero las noches le robaban la tranquilidad. Escuchaba ruidos, los pisos de madera crujían, el viento soplaba fuerte por las ventanas y ella sudaba frío. Sentía una voz  que la llamaba desde el jardín: ven, ven… ¡quiero jugar contigo! Luna se levantaba asustada y corría en busca de sus padres, llamados Antonio y María. Antonio era sicólogo y la forma de enfrentar lo que Luna vivía cada noche antes de dormir era decirle:

- Todo es producto de tu imaginación, aquí no hay nadie diferente a nosotros. Además, ¿quién querrá jugar contigo a esta hora?

María en cambio era una madre protectora y sensible. Se ponía en el lugar de su hija y pensaba que quizás para Luna era difícil enfrentar las noches y aquella voz que la invitaba  a jugar. A escondidas de Antonio hablaba con Luna, le daba muchos consejos y buscaba a hurtadillas la respuesta a lo que Luna vivía.

Al amanecer Luna se levantó sobresaltada, pudo observar que alguien había pasado toda la noche al pie de su cama y que aún estaba allí… no tenía forma, pero dejaba unas extrañas muescas en el colchón, respiraba profundamente y un olor desagradable impregnaba la habitación. Luna se quedó quieta como para evitar molestar a la presencia. Respiraba con lentitud  y su piel estaba tan blanca como las sábanas de su cama. La presencia fue tomando la forma humana de una pequeña niña, pelirroja de ojos claros, tan pálida y triste. La presencia lloraba a cántaros y sangraba. Luna no sabía qué hacer, temía acercarse a ella, consolarla, gritar a sus padres para que la socorrieran o correr. Pero no, se quedó quieta y lentamente se fue acercando a la niña y comenzó a hablarle, a preguntarle qué le pasaba. La pequeña pelirroja se llamaba Lena. Luna le preguntó que dónde vivía y la sorprendió la respuesta:

- Yo vivo aquí -contestó Lena- ésta es mi habitación.

El sol comenzó a entrar por las ventanas y los padres de Luna se levantaron aprisa; el reloj daba las ocho. Lena sintió la presencia de los adultos y despareció. Al abrir la puerta de la habitación observaron a Luna descansando plácidamente.

Al levantarse, Luna parecía estar contenta y tranquila, a pesar de aquella visita que recibió en la madrugada. Se vistió con calma, desayunó, y sus padres la llevaron a la escuela. Al salir de casa, observó que Lena estaba asomada en la ventana de su  habitación. Se sonrieron desde la lejanía. El día transcurrió con normalidad. Al volver a casa, Luna encontró de nuevo a Lena sobre su cama. Otra vez lloraba y su vestido estaba manchado de sangre. La habitación se veía desordenada, los juguetes estaban fuera de su sitio.  Al parecer Lena había estado jugando mientras Luna estaba en el colegio y  lo había revuelto todo. Los padres de Luna entraron al escucharla gritar, no pudieron entender qué había pasado. Luna les contó que alguien vivía allí, que la había visitado varias veces, que lloraba mucho y que sangraba. Antonio y  María la escucharon e intentaron comprenderla. La ayudaron a recoger el desorden y Luna les contó qué pasaba con Lena. Lena era una niña de seis años, que vivía allí hacía algún tiempo, era la única hija de una familia pudiente que fue asesinada un verano. Lena fue la última en morir,  por eso todavía estaba penando. Luna les contó que Lena estaba buscando un juguete, que eso no la dejaba descansar.

En la noche Lena volvió a visitarla, ya no lloraba pero la sangre aún le salía de la frente. Esta vez estuvieron más tranquilas, conversaron y Lena le contó dónde estaba la muñeca, que la necesitaba para poder ir a encontrarse con sus padres. Luna se levantó a buscarla en silencio para no despertar a nadie; fueron juntas al desván y buscaron de arriba abajo. En el rincón más recóndito brillaba una bella muñeca de trapo, de cabellos rojos como Lena. Lena sonrió y dejó de sangrar. Bajaron juntas a la habitación y se acostaron un rato hasta que Luna se quedó dormida.


Al amanecer, Luna se despertó al sentir la brisa fría. Lena estaba dándole un beso de despedida en la frente. Sonreía,  abrazando su muñeca. Luna estaba tranquila, nunca más volvió a sentir nada extraño. Solo la luz brillaba para ella y su familia.

jueves, 3 de abril de 2014

Sé libre

Nelly Jácome Villalva


El despertar aún duele, se escapa el inútil intento de seguir durmiendo como si nada ha pasado, toda tentativa resulta en vano, pero en fin, la vida continúa y tengo que salir, salir jajaja, salir, ¿de dónde si no estoy encerrada?, no estoy encadenada, bueno al menos físicamente, porque veamos, puedo levantarme de la cama, caminar, bañarme, comer y salir cuando me dé la gana, entonces, ¿qué estoy esperando? ¡Solo hazlo, hazlo ya! Deja las indecisiones. Lo sé lo sé, tengo que no pensar tanto, solo actuar.

Abro las cortinas y no es alentador el clima, ¿el clima exterior o interior?  La sonrisa vuelve a aparecer pero cada vez más amarga, más bien parece un lamento.

Aquella noche fue espectacular, no me había divertido hace mucho tiempo, y haciendo algo tan sencillo como pasear contigo por el centro histórico. Tú, con en esa mirada arrebatadora, pantalón vaquero y camisa a rayas lucías más alto, tomados de la mano recorrimos esas calles estrechas que aún vibran con indignación cuando algún gobierno equivoca su gestión, mirar una y otra vez las iglesias coloniales, esa mezcla entre lo español y lo indígena que seduce, los enchapados en oro, los espectaculares y sobrecogedores cuadros de la escuela quiteña, sus claroscuros, su temática religiosa seguida muy de cerca por lo diabólico y su espantoso escenario avivado por los colores rojo, amarillo y negro. 

Terminamos la jornada en La Ronda, en medio de aromas de antaño, pristiños con miel, tamales, y otras delicias junto a las gigantes empanadas de viento, el infaltable canelazo y unos cuantos pasos de baile para acabar animados la noche.

La despedida fue un beso que me hizo flotar hasta la esquina de mis recuerdos, mi boca se llenó de sabores, sentir el paso de otra saliva me desinfectó de ideas obsoletas, ya nada me importaba, esa lengua se movía al ritmo de la mía, subíamos, bajábamos como en un carrusel, no pares decía desde mi interior, no pares hasta que pierda el sentido.  Hay que tener cuidado con lo que se pide, porque se puede irremediablemente cumplir.


Ya es demasiado tarde, así que mejor me acabo de levantar, voy a comer algo, y así de pronto tengo ganas y salgo por lo menos para caminar, tan solo caminar, nada más por ahora.

Nos citamos a la semana siguiente y ese lapso sin verlo agitó mis labios, quería vibrar junto a tu lengua rosada y húmeda, sumergirme entre tus grandes dientes blancos, tomar tu aliento, fundirlo al mío, mientras sus lacios cabellos castaños se enredaban en mis falanges. Sin pensarlo, tu piel ya me cubría, confundidos con las sábanas saboreamos nuestra esencia, mis ojos cual cámara fotográfica pretendían captar cada suspiro, alarido, nada nos resultaba inapropiado y entonces cuando pensaba que no podía más, tu cuerpo empezó a moverse incontenible, pero ese movimiento era extraño, no respondiste a mis caricias, ibas solo en tus agitaciones, pero tus ojos, tus ojos no eran aquellos de mirada seductora, habían perdido el color, estaban casi blancos,  no me di cuenta de nada, asumí que querías seguir como yo, y así lo hice, pero no te sentía, no estabas en mí, no decías mi nombre, tu sangre ya no fluía y entendí que la vida no es eterna, que ya no eras de este mundo.


Estas calles continúan ahí, todo sigue igual, colores, aromas, la gente que va y viene, soy yo quien cambió, me siento extranjera en mi cuerpo, floto en otra longitud esperando tu retorno, ¡basta Lina!, deja de lado los recuerdos, tú estás aquí, la muerte es real y tienes que enfrentarla. 

Él ya está en otra dimensión, es más allá de todo lo real, no puedes aferrarte a ese espíritu, déjalo ser –let it be! let it be!- y libérate.

Delia

Elena Villafuerte



Su nombre no era Delia. Después de sesenta y tantos años, sin embargo, difícilmente hubiera volteado si alguien la hubiera llamado por el que le dieron sus padres: Adela.

Recordaba haber visto a Máximo Cano de Velasco con su primera esposa, su tocaya Adela, en alguna visita que hicieran al padre de Delia, primo del padre de Máximo. En aquél entonces ella era una joven de dieciséis años, y él un hombre casado con dos hijos; después de una brevísima presentación, sus padres la habían mandado a otra habitación con los niños y la nana.  Lo que la impresionó más de aquella visita fue la sonrisa de Adela, cuyo rostro se iluminaba cada vez que sus ojos se posaban en su marido. Ese día había pensado que ella querría vivir un amor como aquél.

Así que cuando Delia comenzó a recibir las cartas de Máximo tras la muerte de su esposa, se imaginó a sí misma como la mujer que lo sacaría de la tristeza en que lo había sumido su viudez. En su cuento de hadas, ella llegaría a ser su amiga, su consuelo, la madre de sus cuatro hijos huérfanos, la amante compañera de su vida. El necesitaba una esposa y ella, a sus veintidós años, un marido; y aunque su madre procuró disuadirla mencionándole que le esperaba una vida difícil, en un lugar alejado de la civilización, con un viudo con hijos propios, Delia pensó que un hombre que había logrado inspirar tanta devoción en su esposa debía ser un excelente partido. Estaba segura de poder arrancar del corazón de Máximo la desesperación que se leía en sus cartas, y sin reemplazar a la muerta, hacer crecer de nuevo la ternura y el amor en esa casa vacía que se le describía.

Cuando él comenzó a llamarla Delia, ella pensó inmediatamente que era de cariño. Por supuesto, si la hija menor de Máximo se llamaba Adela y la conocían por Lita, podía pensarse que Delia era una especie de apelativo cariñoso. Para cuando se dio cuenta de que él jamás la llamaba Adela, ni siquiera en los momentos de furia, ya habían nacido dos de sus cinco hijos, y Delia se había enamorado profundamente de su esposo.

Ella tenía razón; Máximo era un excelente partido. Hombre trabajador y dedicado, un tanto frío y distante… pero eso era comprensible, con tantas responsabilidades, y había que tener en cuenta que el hombre no es por naturaleza afectuoso. Depende de la mujer el crear un ambiente de amor, de tranquilidad y paz para cuando su esposo llega al hogar. La casa donde vivían era la misma en la que viviera Máximo con Adela, de madera color de rosa con techo rojo, bajo los árboles del campo de petróleos. Delia se esforzaba en impedir la invasión de la selva, abrillantando pisos, combatiendo humedades, desalentando cualquier cantidad de bichos. Cocinaba para su esposo y los niños, complicados platillos de la Huasteca que había aprendido a preparar por amor a Máximo: mole de olla, chayotes rellenos, enchiladas potosinas, machuco de plátano…Además cuidaba de sus cinco hijos y cuando se lo permitía el tiempo, de los de Máximo.

Y vaya que era una tarea más que complicada, porque la hija mayor, Sagrario, nunca había logrado entender que tras la muerte de su madre, su padre se hubiera vuelto a casar. Volcó su rencor en todo y contra todos. Se hizo cargo de Lita, ocho años menor, a quien educaba con la chancla en la mano de hierro. Delia jamás quiso meterse, porque Sagrario tenía un carácter que rayaba en locura. Aún se acordaba de la tarde en la que, después de nacido su primer hijo con Máximo, habían llegado a la casa varias cajas pesadísimas, cubiertas de papel y caracteres extraños, con la leyenda FRÁGIL escrita por todas partes.

Tazas, platos llanos, tazones, sopera, ensaladera; las cajas estaban llenas al tope de una vajilla de porcelana completa. Adela debía haberla encargado a China años antes, tal vez cuando aún vivía en San Luis, donde hubiera podido ser apreciada. Pero aquí… Suspirando, Delia se disponía a arreglarla donde mejor se viera cuando se percató de que, desde la puerta del comedor, Sagrario la observaba con ojos llenos de odio.

-¿Qué hace usted con eso?- Delia, inclinada sobre una de las cajas abiertas, se incorporó con una tetera en la mano. Roja con filos de oro, la tetera era una obra de arte que semejaba un dragón de cola enroscada, la cual servía de asidera.

- Acaba de llegar esta vajilla y la estoy sacando para ponerla en la vitrina – respondió extrañada.

Sagrario cruzó el comedor con paso rápido y le arrebató la tetera de las manos.

- Esta vajilla – le informó con voz helada – era de mi madre. No es suya. Mi madre la mandó pedir. Así que déjela en paz.

- Pero, Sagrario, – intentó razonar Delia – tu madre la pidió, pero, ¿acaso quieres que se quede en estas cajas? Ella hubiera querido…

No alcanzó a terminar la frase. La tetera se estrelló contra la pared, y mientras Delia, boquiabierta, se cubría el rostro con los brazos, Sagrario, furiosa, fue aventándole todos y cada uno de los platos y tazas, mientras gritaba:

- ¡Ella hubiera preferido que se rompiera a verla a usted usándola! ¡Así que a ver! ¡Aquí está este plato, y éste, y éste! ¡Y aquí la sopera, para que le sirva usted sopa a ver a quién! Si cree que aquí no pasa nada y que usted va a llegar a ser la señora de esta casa, ¡está muy equivocada! Ni es ni será mi madre, ni la de mis hermanos, ni va a ponerle un dedo encima a una sola de las cosas de mi mamá. ¿Ya lo entendió? ¿Ya? ¿Ya?

Para cuando terminó el huracán y Sagrario salió corriendo del comedor, llorando a gritos, toda la vajilla estaba hecha pedazos en el suelo. Delia barrió los restos, le achacó los arañazos recibidos a un encuentro con los gatos y nunca le habló a Máximo del episodio; cuando años después él se enteró del fin de la vajilla, simplemente se encogió de hombros.

-Ustedes las mujeres y sus asuntos. ¿Tanto por unos platos?

Llevaban veinte años de matrimonio cuando Delia, por casualidad, encontró un papel en el cajón del escritorio de Máximo, mientras buscaba unos cerillos para encender el horno. Al abrirlo descubrió un mensaje arrugado, en el que se percibían algunas manchas como de lágrimas.

Veintiún años sin ti. Te amo siempre. Tu esposo.

Delia se quedó fría. Parecía un cablegrama no enviado, ya que incluso tenía fecha: veintiuno de junio, aniversario de la muerte de Adela. Sin decir nada volvió a doblarlo y a dejarlo en su sitio.

Al año siguiente, el veintiuno de junio a las diez de la mañana, Máximo visitó la oficina de telégrafos y despachó un telegrama a Tampico. Y lo mismo al año siguiente, y al siguiente. Máximo enviaba religiosamente, en el aniversario luctuoso de Adela, una comunicación a casa de una de sus cuñadas, para que fueran a enterrarlo a la tumba. Delia lo sabía, pero tampoco dijo nada. ¿Para qué?

Con los años quiso el destino que Máximo tuviera la oportunidad de regresar a San Luis, y por las tardes daba largos paseos por las calles del centro de la ciudad, con su perro y su sombrero, recordando su juventud. Los hijos crecieron, se casaron, se fueron, y poco a poco la casa fue llenándose con las risas y gritos de varios nietos. Delia contemplaba a su marido rodeado de niños, un poco incómodo. ¡Siempre había sido tan formal, tan seco! A ella le daba pena verlo, aquél hombre que conociera tan orgulloso y erguido, que procuraba ocultar el temblor del mal de Parkinson en sus manos.

Treinta y ocho años después de la muerte de Adela, Máximo se reunió con ella. Delia respetó su deseo de ser enterrado con su primera esposa; abrieron la tumba, y en la misma caja sepultaron el cuerpo.

Durante los años que siguieron, disfrutó del papel de abuela, pasando largas temporadas en casa de uno u otro de sus hijos, desperdigados por todo el país. Sin embargo siempre tuvo cuidado de estar en Tampico en el aniversario de la muerte de Máximo. Ese día, muy temprano, pasaba al mercado de flores, caminaba hasta el cementerio, y dedicaba toda la mañana a limpiar y arreglar la tumba. Cuando todo estaba perfecto, dejaba un enorme ramo de rosas rojas junto a la lápida y se despedía con una sonrisa, hasta el año siguiente.


Su único pago, la promesa de que al morir ella, sería sepultada junto a su esposo. Después de todo era muy cierto: polvo eres y en polvo te convertirás. Delia hasta se divertía pensando que Nuestro Señor Jesucristo, cuando llegara la resurrección de los muertos y el Juicio Final, iba a pasar un rato bastante entretenido separando a Adela de Máximo, y a Máximo de Delia…