Elena Villafuerte
Su nombre no era Delia.
Después de sesenta y tantos años, sin embargo, difícilmente hubiera volteado si
alguien la hubiera llamado por el que le dieron sus padres: Adela.
Recordaba haber visto a
Máximo Cano de Velasco con su primera esposa, su tocaya Adela, en alguna visita
que hicieran al padre de Delia, primo del padre de Máximo. En aquél entonces
ella era una joven de dieciséis años, y él un hombre casado con dos hijos;
después de una brevísima presentación, sus padres la habían mandado a otra habitación
con los niños y la nana. Lo que la
impresionó más de aquella visita fue la sonrisa de Adela, cuyo rostro se
iluminaba cada vez que sus ojos se posaban en su marido. Ese día había pensado
que ella querría vivir un amor como aquél.
Así que cuando Delia
comenzó a recibir las cartas de Máximo tras la muerte de su esposa, se imaginó
a sí misma como la mujer que lo sacaría de la tristeza en que lo había sumido
su viudez. En su cuento de hadas, ella llegaría a ser su amiga, su consuelo, la
madre de sus cuatro hijos huérfanos, la amante compañera de su vida. El
necesitaba una esposa y ella, a sus veintidós años, un marido; y aunque su madre
procuró disuadirla mencionándole que le esperaba una vida difícil, en un lugar
alejado de la civilización, con un viudo con hijos propios, Delia pensó que un
hombre que había logrado inspirar tanta devoción en su esposa debía ser un
excelente partido. Estaba segura de poder arrancar del corazón de Máximo la
desesperación que se leía en sus cartas, y sin reemplazar a la muerta, hacer
crecer de nuevo la ternura y el amor en esa casa vacía que se le describía.
Cuando él comenzó a
llamarla Delia, ella pensó inmediatamente que era de cariño. Por supuesto, si
la hija menor de Máximo se llamaba Adela y la conocían por Lita, podía pensarse
que Delia era una especie de apelativo cariñoso. Para cuando se dio cuenta de
que él jamás la llamaba Adela, ni siquiera en los momentos de furia, ya habían
nacido dos de sus cinco hijos, y Delia se había enamorado profundamente de su
esposo.
Ella tenía razón;
Máximo era un excelente partido. Hombre trabajador y dedicado, un tanto frío y
distante… pero eso era comprensible, con tantas responsabilidades, y había que
tener en cuenta que el hombre no es por naturaleza afectuoso. Depende de la
mujer el crear un ambiente de amor, de tranquilidad y paz para cuando su esposo
llega al hogar. La casa donde vivían era la misma en la que viviera Máximo con
Adela, de madera color de rosa con techo rojo, bajo los árboles del campo de
petróleos. Delia se esforzaba en impedir la invasión de la selva, abrillantando
pisos, combatiendo humedades, desalentando cualquier cantidad de bichos.
Cocinaba para su esposo y los niños, complicados platillos de la Huasteca que
había aprendido a preparar por amor a Máximo: mole de olla, chayotes rellenos,
enchiladas potosinas, machuco de plátano…Además cuidaba de sus cinco hijos y cuando
se lo permitía el tiempo, de los de Máximo.
Y vaya que era una
tarea más que complicada, porque la hija mayor, Sagrario, nunca había logrado
entender que tras la muerte de su madre, su padre se hubiera vuelto a casar. Volcó
su rencor en todo y contra todos. Se hizo cargo de Lita, ocho años menor, a
quien educaba con la chancla en la mano de hierro. Delia jamás quiso meterse,
porque Sagrario tenía un carácter que rayaba en locura. Aún se acordaba de la
tarde en la que, después de nacido su primer hijo con Máximo, habían llegado a
la casa varias cajas pesadísimas, cubiertas de papel y caracteres extraños, con
la leyenda FRÁGIL escrita por todas partes.
Tazas, platos llanos,
tazones, sopera, ensaladera; las cajas estaban llenas al tope de una vajilla de
porcelana completa. Adela debía haberla encargado a China años antes, tal vez
cuando aún vivía en San Luis, donde hubiera podido ser apreciada. Pero aquí…
Suspirando, Delia se disponía a arreglarla donde mejor se viera cuando se
percató de que, desde la puerta del comedor, Sagrario la observaba con ojos
llenos de odio.
-¿Qué hace usted con
eso?- Delia, inclinada sobre una de las cajas abiertas, se incorporó con una
tetera en la mano. Roja con filos de oro, la tetera era una obra de arte que
semejaba un dragón de cola enroscada, la cual servía de asidera.
- Acaba de llegar esta
vajilla y la estoy sacando para ponerla en la vitrina – respondió extrañada.
Sagrario cruzó el
comedor con paso rápido y le arrebató la tetera de las manos.
- Esta vajilla – le
informó con voz helada – era de mi madre. No es suya. Mi madre la mandó pedir.
Así que déjela en paz.
- Pero, Sagrario, –
intentó razonar Delia – tu madre la pidió, pero, ¿acaso quieres que se quede en
estas cajas? Ella hubiera querido…
No alcanzó a terminar
la frase. La tetera se estrelló contra la pared, y mientras Delia,
boquiabierta, se cubría el rostro con los brazos, Sagrario, furiosa, fue
aventándole todos y cada uno de los platos y tazas, mientras gritaba:
- ¡Ella hubiera
preferido que se rompiera a verla a usted usándola! ¡Así que a ver! ¡Aquí está
este plato, y éste, y éste! ¡Y aquí la sopera, para que le sirva usted sopa a
ver a quién! Si cree que aquí no pasa nada y que usted va a llegar a ser la
señora de esta casa, ¡está muy equivocada! Ni es ni será mi madre, ni la de mis
hermanos, ni va a ponerle un dedo encima a una sola de las cosas de mi mamá. ¿Ya lo entendió? ¿Ya? ¿Ya?
Para cuando terminó el
huracán y Sagrario salió corriendo del comedor, llorando a gritos, toda la
vajilla estaba hecha pedazos en el suelo. Delia barrió los restos, le achacó
los arañazos recibidos a un encuentro con los gatos y nunca le habló a Máximo
del episodio; cuando años después él se enteró del fin de la vajilla,
simplemente se encogió de hombros.
-Ustedes las mujeres y
sus asuntos. ¿Tanto por unos platos?
Llevaban veinte años de
matrimonio cuando Delia, por casualidad, encontró un papel en el cajón del
escritorio de Máximo, mientras buscaba unos cerillos para encender el horno. Al
abrirlo descubrió un mensaje arrugado, en el que se percibían algunas manchas
como de lágrimas.
Veintiún
años sin ti. Te amo siempre. Tu esposo.
Delia se quedó fría. Parecía
un cablegrama no enviado, ya que incluso tenía fecha: veintiuno de junio,
aniversario de la muerte de Adela. Sin decir nada volvió a doblarlo y a dejarlo
en su sitio.
Al año siguiente, el veintiuno
de junio a las diez de la mañana, Máximo visitó la oficina de telégrafos y
despachó un telegrama a Tampico. Y lo mismo al año siguiente, y al siguiente.
Máximo enviaba religiosamente, en el aniversario luctuoso de Adela, una
comunicación a casa de una de sus cuñadas, para que fueran a enterrarlo a la
tumba. Delia lo sabía, pero tampoco dijo nada. ¿Para qué?
Con los años quiso el
destino que Máximo tuviera la oportunidad de regresar a San Luis, y por las
tardes daba largos paseos por las calles del centro de la ciudad, con su perro
y su sombrero, recordando su juventud. Los hijos crecieron, se casaron, se
fueron, y poco a poco la casa fue llenándose con las risas y gritos de varios
nietos. Delia contemplaba a su marido rodeado de niños, un poco incómodo.
¡Siempre había sido tan formal, tan seco! A ella le daba pena verlo, aquél
hombre que conociera tan orgulloso y erguido, que procuraba ocultar el temblor
del mal de Parkinson en sus manos.
Treinta y ocho años
después de la muerte de Adela, Máximo se reunió con ella. Delia respetó su
deseo de ser enterrado con su primera esposa; abrieron la tumba, y en la misma
caja sepultaron el cuerpo.
Durante los años que
siguieron, disfrutó del papel de abuela, pasando largas temporadas en casa de
uno u otro de sus hijos, desperdigados por todo el país. Sin embargo siempre
tuvo cuidado de estar en Tampico en el aniversario de la muerte de Máximo. Ese
día, muy temprano, pasaba al mercado de flores, caminaba hasta el cementerio, y
dedicaba toda la mañana a limpiar y arreglar la tumba. Cuando todo estaba
perfecto, dejaba un enorme ramo de rosas rojas junto a la lápida y se despedía
con una sonrisa, hasta el año siguiente.
Su único pago, la
promesa de que al morir ella, sería sepultada junto a su esposo. Después de
todo era muy cierto: polvo eres y en polvo te convertirás. Delia hasta se
divertía pensando que Nuestro Señor Jesucristo, cuando llegara la resurrección
de los muertos y el Juicio Final, iba a pasar un rato bastante entretenido
separando a Adela de Máximo, y a Máximo de Delia…
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