viernes, 29 de mayo de 2020

2090

Diego Velásquez González



Una suave música despierta a Jamal. Es un sonido envolvente que cubre el espacio y a medida que el tiempo transcurre va en aumento. El cuarto de su habitación se encuentra pintado de color blanco en el que predomina un estilo minimalista. Por un momento se resiste a abrir los ojos y se deja permear por las sensaciones auditivas, olfativas y táctiles de la cama y el entorno. Después de algún tiempo, gira la cabeza a la derecha y proyecta su mirada a través del ventanal que ha ido cambiando de acuerdo a la luminosidad interna y externa, hacía lo que será otro día plomizo y gris, reflejo de las paradójicas y rigurosas condiciones del clima que caracterizan la vida en EcoVillage, una ciudad pensada ecológicamente sobre los restos de una parcialmente desaparecida en el mar Caribe como consecuencia del deshielo de los polos terrestres.
Recuerda su sueño con una mujer. Mira a su lado y Alexis ya se ha levantado. Debe estar en el gimnasio. El sonido de la música aumenta hasta hacerse estridente lo que obliga a Jamal a sentarse de manera definitiva y pulsar el botón ubicado al lado de la cama para apagar el equipo. Al tocar el piso, siente el frio en sus pies y se estremece. Se estira de nuevo en la cama. Se siente cansando. Finalmente, después de cierta modorra, toca otro botón del tablero y se abre una ventana tridimensional, 6:28 a.m., 22 de marzo de 2090 y algunos titulares de las noticias del día. Un nuevo viaje a Encélado, la luna de Saturno, la alerta roja de contaminación radiactiva en el norte del planeta y el presagio de una tarde de lluvia acida en la región.
Mientras camina hacía la cocina, un suave aire frio lo hace estornudar y regresa a su habitación a ponerse su camiseta preferida. «Qué sueño tan extraño. Creo reconocerla, pero no sé quién es» —piensa para sí. Considera por un momento que debe decirle a Alexis, su pareja o más bien su compañero desde hace cuatro años porque nunca formalizaron nada, pero cree que a lo mejor no le dirá nada, como nada dice desde hace tiempo. La noche anterior, Jamal se había quedado hasta tarde terminando el informe de la investigación del proyecto en el que trabaja con el propósito de recuperar el sistema agrícola en una de las naciones en el continente al sur y que empieza a recuperarse de la crisis que se desató a mediados del siglo como consecuencia del colapso ambiental y  que en sus inicios nadie prestó atención, al menos en los niveles donde se podían tomar las decisiones políticas y económicas adecuadas que demandaban hasta que final se llegó al límite en el que parecería que no había marcha atrás.  
Mira en la despensa. Encuentra insectos congelados y almidón de cedro. «Tal vez pueda preparar una torta, aunque no sé qué más le puedo poner a esto puesto que ya no hay mercado» —habla para sí mismo en voz baja mientras continúa abriendo los tarros y cajones de la cocina. Encuentra algo de especias, sal y pimienta negra. En ese momento el elevador se abre y entra Alexis sudoroso. Viene del Centro de entrenamiento donde asiste asiduamente mientras no tiene competencias atléticas alrededor del mundo. Jamal lo observa mientras se desnuda. Piensa que sigue siendo un hombre atractivo. Su cuerpo es delgado, trigueño, refleja unos rasgos definidos y duros producto de entrenamientos extenuantes y la dieta que le exigen para mantenerlo activo como deportista. Alexis pregunta si encargaran lo necesario para la despensa o irán juntos. Jamal solo afirma:
―Cómo quieras —Expresa simplemente. No quiere hablar.
No acaba de entender sus actitudes provocadoras de conflictos y que luego quiera continuar la vida como si nada hubiese ocurrido, sin disculparse o hacer algo para restaurar la armonía. Y procede a vestirse para terminar el informe de su trabajo y que debe enviar a primera hora. Tiene por delante un día bastante ajetreado y muchas cosas por hacer.
Olvida el tema de la torta, devuelve todo a su sitio y se sirve de la caja del jugo de probióticos. Al ver a Jamal casi indiferente, Alexis cede y señala:
―Pasaré por el supermercado y enviaré los víveres, ya no tenemos nada. Eso que desayunas no es saludable.
Jamal no presta atención, va a su escritorio, se sienta y pronto está absorto en la pantalla del computador. Alexis procede a activar la barredora. La máquina gira sobre ella misma y se va desplazando por el apartamento sin chocar con los escasos muebles. Entra al baño, se da un breve duchazo y sale a cumplir su promesa. En el camino piensa en lo insensible que puede ser y que Jamal tiene el derecho de sentirse molesto, cansado y aburrido de la monotonía desesperante en la que ha ido cayendo la relación. Toma un articulado de Metrolínea. Hoy no siente interés en usar el auto personal. Desde allí, a medida que el aparato se traslada por las calles, puede observar una ciudad que reverbera de actividad comercial. Nuevos y modernos edificios reemplazan las ruinas de la gran guerra. En otros lugares de la ciudad todavía se pueden apreciar los restos abandonados de otras tantas estructuras enfrentando el impacto de los elementos de un clima cada vez más riguroso y que los mantiene enfermos.
Va hacía el mercado al otro lado de la ciudad. Espera que no lo detengan. Quiere darse la oportunidad de mirar todas las cosas, la gente y la vida de manera más tranquila, aunque sabe que ese gusto tendrá un costo adicional. Una de las condiciones que se estableció para garantizar un abastecimiento a los hogares era comprar cerca al sitio de origen y la norma ordenaba una tasa extra para quien fuera más lejos. Al llegar, una hermosa mujer en la puerta lo saluda. Por un momento se siente confuso con esos robots humanoides que se implementaron hace cerca de veinte años y que con cada nueva versión parecen más humanos mientras que a su vez estos van perdiendo su carácter dejando de ser lo que deben ser para ser maquinas insensibles. Programa el carrito del mercado aportando los datos necesarios y mientras deja que haga su tarea, va a la cafetería. Observa el menú y escribe en el teclado 1230, correspondiente a una taza de café caliente. Lo toma y se sienta en una mesa junto la ventana. Puede ver desde allí un pequeño jardín. Allí hay un roble morado que, aunque sembrado hace algunos meses, lo supo por la noticia del inicio de un programa de arborización urbano del cual hubo diversos informes en los canales y sistemas informativos, parece que no ha avanzado mucho. Contempla un nuevo brote pequeño, de un color verde intenso con algunas vetas moradas saliendo del tronco en una lucha incesante por sobrevivir. Siente que quizás todos, humanos y demás seres vivos solo podemos hacer eso mismo, sobrevivir. Quizás su relación con Jamal está enfrentada al mismo dilema con la esperanza que surja un nuevo brote que revitalice la vida. No hay muchas personas en aquel lugar y solo se percibe la influencia omnisciente de la IA (Inteligencia Artificial) en la vida social, cultural y económica. La misma que había servido de instrumento para la guerra, ahora permitía ir construyendo un mundo nuevo en medio de la tensión permanente entre la esperanza y la desesperanza.
Al terminar su recorrido, la máquina vuelve, entrega los productos de la compra al robot humanoide y ve empacar las cosas y como las despachan en un vehículo de transporte de alimentos a la dirección que ya aparece registrada en el SDRC (Sistema Digital de Registro Ciudadano). Mientras está allí, recuerda cuando se conoció con su pareja. Eran muy jóvenes. Jamal tenía unos veintiún años y Alexis veinticuatro. Aquel día caminaba en la universidad hasta que vio en uno de los prados a Jamal. Un muchacho de raza negra, buen cuerpo y sonrisa encantadora. Lo miró y sonrío. El sintió que aquella mirada era cautivante y se sonrojó. Jamal toma la iniciativa y saluda,
―¿Eres Cael, el deportista?
Un poco turbado, sin salir de su sensación de verse en evidencia a pesar que eso de las preferencias sexuales es algo que ya no importa a nadie, responde:
―Sí, lo soy. Alexis Cael, mucho gusto.
―Hola, Jamal Sakho, pronto seré Ingeniero Ambiental.
Alexis sintió que algo nuevo fluía en él. Todo brillaba de nuevo y tuvo la certeza de que al lado de este hombre su vida tendría un nuevo sentido. Pronto hicieron un acuerdo y adquirieron una vivienda para los dos en los suburbios, uno de los sectores más exclusivos y a la vez costosos de la ciudad. Más que amantes, se consideraron amigos de viaje por la vida, de ese viaje que siempre es incierto pero que en compañía se hace más tranquilo. No obstante, hoy se pregunta, ¿Qué ha pasado entre los dos? ¿Por qué no logran encontrar la armonía adecuada? ¿Quizás es que tratan de resolver sus desavenencias de la misma manera como lo habían venido haciendo desde que empezaron las peleas? Recuerda cuando se escuchó a sí mismo decirle «Te amo». Aquellas palabras fueron casi un murmullo, dichas con miedo a lo que otros pensarán y se da cuenta que hace mucho no las escucha de la boca de Jamal.
Al abandonar el mercado se activa la alarma climática. En esos momentos es restringida la circulación de personas y se hace necesario usar mascara para respirar si es estrictamente necesario estar en la calle. «Pensé que me iba a dar algo de tiempo, pero bueno esto es así», piensa.  Cruza la calle buscando donde meterse porque el transporte público se bloquea en aquellos momentos. Encuentra un salón de café abierto. Al disponerse a entrar, puede ver una chica en la otra acera que mira hacia él con curiosidad. La chica sonríe y se acerca. Se presentan. Es Kayra. Tiene la misma edad de Jamal. Pasan gran parte del día en aquel lugar casi de manera inadvertida. Conversan, se cuentan sus secretos y esperanzas mientras ella toma uno, dos, tres cafés y él solo agua. Entre ambos va emergiendo el deseo de intimidad y sin esperarlo mucho cuando las alertas pasan, van en busca de otro lugar. Alexis no sabe cuánto tiempo ha pasado. Despierta en una cama al lado de aquella mujer. Jamal lo llamaba en sueños. Se siente de nuevo molesto. Todo parecía ser solo un sucedáneo a lo que debería ser su centro de atención porque sabe que si opta por una vida independiente está sería caótica por el costo que demandaría en tiempo, recursos y sobre todo los elevados impuestos a los que están sometidos los hogares unipersonales. Despierta a la mujer. Afuera la vida parece retomar su normalidad si es que se le pueda llamar así. Poco supo de la vida de Kayra, pero quedaron de volver a hablar. Intercambian sus contactos digitales y cada uno marcha por su lado.
Al llegar al apartamento, Jamal pregunta:  
—¿Dónde has estado? —y lo invita a sentarse.
—Por ahí, quería respirar. —Expresa de manera tajante y agrega—: Después de hacer las compras me entraron ganas de caminar y tuve problemas para volver, todo se volvió un caos.
—¿No viste la noticia que hoy había lluvia acida? Pero no es de esto que quiero decirte algo. Tengo una hermana y hoy me ha contactado. No he salido de mi asombro. Está en la ciudad desde ayer. Quiere verme. Nos separamos cuando éramos niños. Vendrá al apartamento en la noche. Esta mañana cuando desperté, creo que soñaba con ella, pero no sé si es como la imagine. No tengo idea de sus rasgos, ni que hace, ni que ha pasado con su vida. Parece que vive con alguien en la lejana Guajira Colombiana.
Alexis está en silencio. Su mente no para de pensar en el parecido de Kayra y Jamal. Son sus mismos ojos, facciones e incluso huelen parecido y no me había percatado de ello se cuestiona internamente. Ahora lo entiende, son de la misma familia. Y es ella quien pronto llegará allí y se verán de nuevo, ¿qué hago? Se pregunta.
―¿Qué te pasa? Debes estar feliz por mí —afirma Jamal ante el silencio de Alexis―, estas muy callado.
―Claro que estoy feliz por ti, es solo que no sé qué pensar. ¿Cómo es que no has sabido de ella? Recuerda que estamos escaneados biométricamente desde hace años. Podías haberla buscado en los sistemas digitales.
―Creía que había muerto. Desde niño nos separaron. Apenas recuerdo cosas vividas entre los dos. Después se me dijo que solo era una de las hijas de las empleadas de la casa y las cosas entonces quedaron allí.
El resto de la tarde Alexis no deja de sentirse inquieto por la situación. «¿Qué es esto?» se pregunta una y otra vez. Después de las siete de la tarde, el portero informa que la visita está presente. Ambos vestidos de la mejor manera van a la puerta. Ya no había asomo del disgusto que los separaba en la mañana. Se habían reconciliado de la manera como se estaban acostumbrando.  Suena el timbre, allí esta ella, Kayra observa Alexis desde cierta distancia de Jamal. Ella lo observa al hombre con quien estuvo en el día mientras abraza a su hermano. Se separan y hay un inquietante silencio. De pronto, ella dice:
—Hola.
—Él es Alexis, mi pareja. Sigue por favor.
Se sientan a conversar. Alexis escucha, pero poco a poco se va integrando a la dificultosa conversación entre hermanos. Los observa y comprende que aquello que lo enamoró de Alexis sigue presente en su versión femenina. Se siente turbado puesto que creía tener las cosas lo suficientemente claras acerca de sus intereses y deseos. Pero ahora sabe que el amor puede tener diversas expresiones que para él antes eran incomprensibles. Los días pasan y algo novedoso para los tres surge sin ninguna expectativa, sin forzarlo, como resultado del gozo de estar juntos, de compartir sueños, historias y experiencias hasta llegar al goce mismo de sus cuerpos.
Pronto Kayra va a vivir con ellos. Han pasado cuatro meses. En apariencia todo fue muy rápido, pero no es así. Los parámetros de la vida de Jamal y Alexis cambian con los días. Vuelven a ser dulces, amables, cariñosos. Aprenden a ceder, a versen como son y a aceptar sus diferencias. Una mujer introduce un nuevo elemento en una relación de estos dos hombres lo que se refleja en el orden y distribución de los espacios. Se organiza un nuevo cuarto. Allí duerme Kayra algunos días de la semana. Incluso Jamal, que inicialmente se cuestionaba el vínculo de sangre con Kayra, pronto deja de pensar en ello y se centra en vivir en el presente, en lo que son en aquel momento, disfrutando de lo nuevo. Las cosas están bien, la vida poco a poco va poniendo todo en su lugar.

lunes, 18 de mayo de 2020

El putañero valiente

Víctor Purizaca


Maynor siempre se había considerado un pendejo, un sabelotodo. Caminaba por el jirón Quilca hasta llegar a la avenidaTacna con las manos en los bolsillos. Se paró en el borde de la esquina gris con rosa. Yuri Montanchez lo sostenía del brazo para que no tratara de irse rumbo a las Nazarenas. Haysen Percovich y Dieguito Muñoz iban dos pasos atrás.

Maynor López, Haysen Percovich y Diego Muñoz habían tenido una clase magistral de Loyola de Historia del Perú, en el cuarto de secundaria C del colegio Champagnat de Miraflores, timbre impertinente, qué audacia de Iñaki, tirarse un pedo en plena clase, el profe se iba a poner azul, Alfieri Azpur abrió la puerta, ya estábamos afuera, en el pasadizo el chino Miyashiro arrancaba un pan con pollo a un lorna, apenas y pudo oler la mayonesa, se lo embutió por completo.

—Así que Maynor cumple años el domingo, ¿ah? —mencionó Haysen.

—Quince años de pajero, ¿ah? —sentenció Alfieri mientras se acomodaba el cabello.

Éramos una rueda de seis dedicados y abnegados alumnos maristas en pleno patio brillante por la garúa acogedora que Lima brinda en junio.

—Puta, no sean pendejos, yo me he cachado a la empleada de mi tía Marita, es bien rica…

Maynor se sonrojaba ante los tonos subidos de los más palomillas.

—Calla huevas, tú nunca has cachado, lo máximo que has hecho es meterle la mano al culo a la huevona esa que cocina en tu casa y encima es muda. Pobre chola, carajo— terminó con una carcajada el chino Miyashiro.
—Vamos a Los Pinos, huevóooonnn, ahí hay unas… —añade Diego Muñoz.

—Conozco un lugar bueno, especial para ti brother, único, huevón —le indiqué a Maynor.

—¿Dónde lo vas a llevar? —interrogó Alfieri.

—Que sea un buen sitio huevón, puta, vaya a ser que los vayan a violar—. Añadía Haysen mientras se rascaba la nariz con la mano izquierda.

—¿Qué hablas? —se inmiscuía Maynor.

—Tranquilo huevas, mañana debutas sí o sí. Tengo un pata, amigo de primo, estudió en el José Granda, la grandísima unidad escolar de San Martín de Porres, conoce los huecos, los sitios y…—de reojo miré e hice una pausa— Tiene dieciocho años y está que se prepara para la universidad.

Apareció caminando por el patio el hermano Rafael, esforzándose por acomodar unas cincuenta hojas mimeografiadas y de paso sus gafas:

—Eh muchachos, no se olviden que el sábado hay reunión en Pastoral a las nueve de la mañana.

Con un ademán y los más educados con una sonrisa siguieron al hermano hasta que estuvo suficientemente lejos de nuestra conversación.

—Mañana, antes que toque la campana, todos traen diez soles y hacemos un pozo. Al hombre hay que invitarle unas cervezas, yo me encargo de contactarle y llevarle al sitio en cuestión. — señalé el orden de los acontecimientos a suceder.

Maynor estaba callado, siempre conocía de todo, pero no pronunciaba palabra alguna.

—O sea que, ¿tú lo vas a llevar como si fueras su papá? —vociferó el chino Miyashiro.

—Puede ir otro también…

—Puta, que vaya Haysen. Diego, tanta cosa o ¿eres su marido? Además, hacemos la chancha y ¿si al final se desaniman? —más inquisidor que nunca Miyashiro.

—Si tanto dudas, mejor tú chino— Acotó Muñoz.

—Tanta huevada, por mi barrio me tiro una zamba bien rica, ya ustedes ven.

Maynor no quiso discutir y aceptó mi propuesta. El cabello castaño lacio bailó con una brisa vibrante como acentuando la impavidez de López ante el devenir de los acontecimientos.

Apuro y sentencio: diez lucas por mitra, de las propinas estos palomillas aportarían, en mi casa después del almuerzo llamé a mi primo Olaf, Yuri Montanchez, estudioso y putañero, claro que te acompaña, a tu amigo, a quien sea, floro monse, lo llamo ahorita y te confirmo siete en punto. Olaf era el contacto. No habría que esperar mucho, Maynor, mi amigo, la hace de todos modos, prueba a su primera hembra sí o sí.

Timbra el teléfono quince para las siete.

—Flaco, mira Yuri los espera a las cuatro de la tarde en punto en la entrada de la academia San Fernando en la avenida Alfonso Ugarte —Hizo una pausa esperando alguna pregunta mía—. Me dijo que vayan con plata y que hagan un esfuerzo de cambiar esas caras de niños cojudos, ja,ja,ja,ja,ja.

—Calla huevas, ya hemos ido a sitios para mayores…

—Ja,ja,ja,ja,ja, tranquilo, flaco.

Olaf acuerda el encuentro mientras comienza a garuar de nuevo.

Esa noche dormí plácidamente, con la seguridad que, gracias a mí, mi amigo probaría una mujer. Bien.

La mañana pasó hora por hora, matemática con el Gato Gálvez, inglés con Huevo y así uno y otro, campana final, ya olía las carnes del restaurant La Tranquera y mi barriga tronaba como si fuera una estampida por salir. Me coloqué en la puerta.

—Alfieri, Chino, las diez lucas, no se hagan— exigí la cuota acordada.

Uno a uno fueron dejándome el billete, Haysen se aproximó y señaló a Diego Muñoz que estaba como a cinco pasos cerca de la escalera que llevaba a cuarto D.

—Ese huevón y yo los acompañamos, Maynor tiene que sentir respaldo mi brother —dijo Diego.

—Como quieran, ya hablé con Maynor, cuatro en punto en el local de la academia San Fernando en la avenida Alfonso Ugarte, vayan arreglados, pero no exageren, no van a un quinceañero —Acoté sin desparpajo.

—Hablé con Varguitas, Zambrano, Vergani y Dongo y me han dado quince soles cada uno, dicen que lo lleven a un buen lugar, no se vaya a venir antes de tiempo el cabeza de choza. —Terminó Percovich.

Cabeza de choza le decían por el cabello lacio que caía sobre su frente y daban la apariencia de esas cosas silvestres de la selva.

—Y la miss Edda pasó por Pastoral más temprano y preguntó cuál era el asunto y ni bien escuchó Maynor me soltó veinte lucas, ja, una torta pensó. —Contuve la risa pues el hermano Alberto cruzó el pasadizo rumbo a la dirección del colegio.

—Cuatro en punto, flaco, de todos modos. —Partieron a sus casas para prepararse.

A media cuadra podía ver a Maynor con una camisa a cuadros, el peinado con flequillo, el cabello lacio y sedoso sobre la frente. Haysen y su pelo zambo, Dieguito la raya al costado perfectamente realizada. Unas camisas a cuadros rojos y negros. Miraba a todos lados tratando de escudriñar por donde vendríamos Yuri y yo.

Toqué el hombro de Maynor y dio un saltito sobrecogedor. Salían muchachas apresuradas de la academia San Fernando, y un regordete escupió en la vereda. 

—Habla Haysen, Diego. —Indiqué con un golpe en el brazo izquierdo al par de acompañantes.

—¿Qué tal flaco? ¿y tu amigo? —Diego interrogó.

—Ya debe estar por salir. ¿El pozo, quién lo tiene?  —Miré a los muchachos mientras me acomodaba el cinturón.

Haysen estiró su mano señalando el bolsillo de Diego.

—No te preocupes flaco, lo que ahora resta es que tu amigo venga ya para acá el hombre pruebe a la hembrita que él quiera donde vayamos. Diego y yo vamos a ver el sitio es bueno.

Un muchacho alto, delgado de veinte años aproximadamente surgió de un tumulto de chiquillos bulliciosos que salían de la academia preuniversitaria San Fernando. En la esquina un vendedor de churros rellenos de manjar blanco salpicados con azúcar ofrecía vocingleramente su producto empalagador. Se aproximó al flaco.

—Yuri, brother, ¿qué tal? —Acompañé con la mirada y estiré mi mano hacia él.

Estrechamos la mano, nos inundaba el humo negro de los buses viejos de la avenida Alfonso Ugarte. Uno a uno presenté a mis amigos del colegio, Yuri los saludaba apretando fuertemente sus manos y sonriendo.

—Ya estarán inquietos por ver a las hembras —resaltó Yuri.

—Yo sí he venido un par de veces con mis tíos, pero al show de striptease en Colmena cerca de la avenida Wilson. —Precisó Haysen acomodándose el cabello con ambas manos.

—La de las hembras que bailan como culebras y la que se mete un cua cua por la vagina, siempre hay un muchacho avezado que le acomoda el chocolate hasta que le ajuste bien en la papa. Jajajaja, yo conozco todos los huecos por acá, mi viejo es PIP (de la gloriosa policía de investigaciones del Perú) y desde los dieciséis he olido todos los antros y recutecus, muchachos. Mi viejito me ha llevado a conocer, siempre dice que el hombre debe tener libro y calle sino acaba como huevón engañado por cualquier hembrita recorrida.

Le expliqué que el caballero en cuestión, el debutante, era Maynor y queríamos un lugar bueno, limpio y donde no hicieran problemas a menores de edad. Habíamos fumado unos cigarrillos Marlboro rojos para parecer mayores. Resalté lo del pozo monetario por el cumpleaños. Yuri sonrió. Por supuesto que teníamos dinero extra, no queríamos ir a ningún cuchitril, anhelamos una puta limpia, guapa, hasta donde alcance y económica.

 —Ayayayay, ya sé lo que están buscando y ya me imaginaba. Acá en Rufino Torrico hay un lugar caleta. El vigilante es amigo y excompañero de mi viejo del trabajo. Pero no pongan cara de huevones, déjenme hablar a mí y síganme.

—Lo importante es que mi amigo esté tranquilo —Acotó Diego.

—No se preocupen por mí, yo sabré…

Compare´ es un sitio que puedes explayarte y sobretodo estar tranquilo porque si no lo estás el payaso no funciona. ¿Entiendes? —explicó Yuri— el muñeco nacalapirinaca.

—¡No se te va a parar! Tienes una cara de asustado, chiquillo. —Señala Yuri buscando reacción en Maynor.
De su bolsillo Diego sacó un sobre manila con el pozo e hizo un ademán para entregármelos; con un movimiento brusco de mi mano izquierda le indiqué que no.

—Muchachos me temo que no voy a estar con ustedes en esta extraordinaria circunstancia.

De verdad quería acompañarlos, pero a pesar de sus caras no podía dejar sola a mi mamá. 

Maynor entrecerró los ojos y Haysen hizo un ademán con la boca, cerrando los labios y sacando la lengua por la comisura izquierda.

—Mi viejita trabaja a unas cuadras en el hospital Loayza, saben que es enfermera y me ha pedido hoy temprano que la acompañe a la iglesia de Las Nazarenas. Unas compras cristianas y no le puedo decir que no.

—Bueno por mí no hay problema, total Maynor es el que debe estrenar el pipilin. Me voy con estos niños con cara de asustados… ja,ja,ja,ja… mentira, todo bien.

Reía Yuri, Maynor se puso con el ceño fruncido, Diego y Haysen ni modo. El flaco era el que se había echado para atrás.

Los dejé en el cruce peatonal de la avenida Alfonso Ugarte, apuré el paso al encuentro de mi madre ya estaba contra el tiempo. Avancé media cuadra y pude ver a lo lejos cómo Yuri y mis tres amigos iban por el jirón Zepita. Maynor se desvanecía entre los edificios sucios y viejos de aquellas calles.

Sobre el hombro de Maynor reposaba la mano derecha de Yuri.

—Tienes que estar tranquilo cholito, suave con la hembra, despacio, no te abalances de buenas a primeras, ya vas a ver el lugar, hembras ricas, discreción, no mucha bulla. Aunque debes acostumbrarte. Si no se te para, ahí está el problema. A cachetear el muñeco. Y los condones, de todas maneras.

—A mí, a mí no me pasa eso brother. —Sonrió Maynor y trató de caminar sacando el pecho.

Maynor engrosaba la voz y caminaba seguro de sí mismo. Cruzaron el antiguo cine Tauro rumbo al jirón Quilca, todo era un estercolero y olía a pichi y porquería. Haysen y Diego se reían atrás acordándose de las bravuconadas y travesuras en el colegio.

La avenida Wilson hervía en gente, las combis y los buses atosigaban la vista, los vendedores de yuquitas fritas deambulaban junto a los llenadores que gritaban impidiendo llevar una conversación. Cruzaron la calle corriendo mientras los choferes pendencieros subían gente y se reían de los policías de tránsito.

Ya en la otra parte de la avenida cortaba al pequeño parque el discreto jirón Rufino Torrico y Yuri indicaba con su mirada donde era el lugar.

A media cuadra nos detuvimos, Maynor se puso más serio que de costumbre, Haysen y Diego miraron la entrada metálica, apenas se sentía la música. Un gordo con el pelo bien cortado y una raya al costado derecho, cabello entrecano. Alto encorbatado y con una impecable camisa blanca. Yuri hizo una seña.

—Chucho, mis amigos y yo queremos entrar un rato. ¿Está la mami?

Estiró un billete de veinte soles y el encorbatado empujó la puerta. Los cuatro palomillas ingresaron al puticlub. Maynor boquiabierto, Haysen acomodándose el cabello y Dieguito con las manos en el bolsillo.

En la mesa se acomodaron. Trataron de disimular, el olor a vagina mezclado con odorizador a magnolias y jazmines. Incienso y cigarro. Todo eso. Maynor trato de no sucumbir por el olor y abandonar el recinto.

Con la mano derecha Yuri avisa al mesero que reposaba en la barra.

Choche, choche.

Aplaude una, dos veces.

—Un par de chilindrinas. Bien heladas.

Las rubias heladitas llegaron con cuatro vasos. Un vaso nomás Maynor, no sea que el payaso no funcione. . Haysen coge su vaso y sopla la espuma. Qué rica es la chela. Diego acaba con su vaso de cerveza. Sobre el pequeño escenario una mujer delgada con senos redondos y cintura mordisqueada deleita bailando. Dos hombres rechonchos aplauden sobre una mesa próxima a ellos. Termina el número y una señora gorda perfumada hasta los senos llega a la mesa de Yuri, frota sus senos sobre Maynor y este se sonroja inadvertidamente bajo los focos rojos. Yuri le habla al oído a la vieja, esta hace un ademán a la flaca de senos redondos y se aproxima coquetamente, besa en la boca a Diego, estruja los huevos de Haysen y escucha diligentemente las palabras en su oído de la vieja. Hace un ademán con su boca y coge la plata de manos de Yuri, muerde la oreja de Maynor. Lo coge del brazo y contorneándose sobre el muchacho lo lleva al segundo piso. La mami, la vieja abandona la mesa y atiende a un grupo de viejos con trajes sudorosos y desgastados color marfil que acaban de entrar.

Jajajaja, risas, Haysen recuerda su debut por la avenida Arenales y Yuri toca y toca a las cholas que pasan con bandejas de copitas multicolores de pisco cada vez que puede.

Maynor baja acomodándose el cinturón, ¿cómo te fue? Mudo. Haysen soltó una broma y nada. Diego, toma un poco de chela. Nada de nada. Yuri, vamos a comer algo. Nada. Dos rondas más y sus madres se enojan. Ya en el ómnibus continuó en silencio y se apoyó en la ventana. Huele a humedad: comenzó a garuar de nuevo. Por un instante cerró los ojos, se acarició el cabello y deseo con denuedo que el viaje terminara.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Papel higiénico


Yadira Sandoval Rodríguez

¡Se terminó el papel higiénico! No encuentro por ningún lado, fui a Wal-Mart, Soriana, Cosco, Benavides, hasta a las tienditas del barrio y nada. La ciudad se ha quedado sin papel, es asombroso e inquietante, ¿qué vamos a hacer sin él? Estoy molesta, pude obtener un paquete, pero una señora se me vino encima y me lo quitó de las manos, en su rostro había desesperación y pánico, no quise defenderme porque me dio miedo, se me hizo absurdo reñir por un rollo de papel, ni que fuera el siglo XV, es decir, no es exclusivo de unos cuantos, lo voy a conseguir con mis familiares y amigos, tanto barbarismo no lo tolero, la educación está de por medio.  
Salgo enojada, me dirijo hacia el estacionamiento, escucho pelear a las personas, otros mirando sus celulares, en sus rostros traen tapabocas, pero no dejan de sudar, estos se ven mojados y sucios, ¿para qué sirven?, los médicos mencionaron que aunque los trajéramos no íbamos a impedir el contagio. Buena estrategia psicológica que están utilizando las tiendas: vender seguridad a costa del miedo. Con esta pandemia varios van a llenar sus bolsillos de lana. ¿Por qué no soy rica?
Manejo rumbo a casa de mi comadre, toco su puerta, no me abre, pero me grita desde dentro:
—Comadre no le puedo abrir, porque nos vamos a contagiar, es mejor que regrese dentro de dos semanas o nos comunicamos por teléfono.
—Está bien, debemos pensar en los niños. Comadre, de casualidad no tendrá un paquete de papel higiénico que me venda, no alcancé en la tienda.
—¡¿Qué comadre?!
—Que te digo que no encontré papel, se terminó, la gente enloqueció y compró de más.
—Estás loca, cómo no pudiste encontrar papel, ¿qué no viste las noticias?, en todas partes está el virus, esa cosa es mundial.
—Lo sé, pero tuve un compromiso laboral, con decirte que no me dieron días libre por cuarentena. Así que tendré que ir a trabajar.
—No puedo, comadre, conoces cómo es Héctor, si se entera que faltan rollos se me va a armar. Él piensa en mis suegros. Los dos están mayores y, pues este virus ataca a los viejitos.  
—No pasa nada, comadre, lo comprendo, tendré que irme, la veo en unas semanas.
—Claro, comadre, por acá la esperamos con una tacita de café. Dispense la situación, pero usted ya sabe.
—No se preocupe, reciba un abrazo y beso. Cuídense, me saluda al compadre.
La comadre siempre tan exagerada, pero bueno, así es ella. Tendré que ir con mi tío Leonardo. Manejo por las calles principales, todo se ve solitario, sin un alma en pena, la imagen de la ciudad pareciera sacada de la serie The Walking Dead, todos nos convertiremos en zombies, o, ¿ya lo somos? Llego a su casa, me estaciono, bajo y toco la puerta:
—Tío, soy Margarita, su sobrina, la más hermosa.
—Hola, hija, ¿qué la trae por acá?
—Vengo a visitarlo, tío, ¿me puede abrir la puerta?
—Mmmmm… hija mejor regrese otro día, parece que tengo tos.
—¿Tos? ¿No tendrá temperatura, tío? ¿Ya fue al hospital?
—Sí, hija, me dijeron que tengo el virus, por lo tanto, debo guardar reposo.
—¿Por qué no avisaron?
—Ya sabes cómo es tu tía, no quiere asustarte.
—Hablando del rey de Roma y mire quién se asoma, tío, aquí va llegando mi tía. Y con varios paquetes de papel higiénico, ¿qué le dio diarrea, tío?
—Ay, sobrina. Es para la cuarentena.
—Oiga, tío, no habrá la manera de que me venda un paquete, la verdad no conseguí por ningún lado.
—Sobrina, ya le dije que estoy enfermo, que tengo el virus.
—Pero no tiene diarrea, tío, eso es de aislarse y si se complica tendrá que ir al hospital.
—¿Por qué al hospital?
—Porqué sus pulmones estarán infectados y no va a poder respirar, lo cual provocará su muerte.
—¿Y qué estás haciendo aquí, sobrina?, se puede infectar, mejor retírese a su casa.
La tía me guiña el ojo y me susurra:
—Conoces a tu tío, no te puedo vender papel porque ya le dije cuantos paquetes compré, lo siento, bella.
—Gracias, tía.
Me despedí de mi tía, subo al carro, busco a otros compadres, pero todos están en la misma situación: nadie quiere abrirme la puerta de sus casas y venderme papel higiénico. Empiezo a carcajearme por la situación, en eso recuerdo a Felipe mi amigo de la secundaria y recurro a él. Al llegar a su casa, veo una fila enorme de personas, me estaciono, pregunto qué ocurre, me dice que el aguaje de caguamas se cambió por venta de papel. No lo podía creer, me pregunté, cómo era posible eso: sustituir las cervezas por papel, en una sociedad que demanda grandes cantidades de esta, a parte es un bichito que se deshace con agua y jabón, ¡increíble!, el miedo no anda en burro. Busco a mi amigo entre todas las personas, hasta que lo encuentro y le digo:
—Véndeme papel, me estoy cagando, wey.
—Hola, Margarita, qué onda, qué te trae por acá.
—¿Qué no escuchaste, wey? Me estoy cagando y necesito papel.
—Si gustas puedes pasar al baño del aguaje.
—La última vez que entré vomité, está asqueroso. Necesito, papel, préstame el de tu casa.
—Mmmm… no se puede, está mi vieja y se va a enojar.
—¡¿Qué?! ¿Desde cuándo tienes pareja?
—Hace dos semanas.
—¿Y no me dijiste nada?
—Margarita, si gustas, te vendo papel.
—¿Cuánto cuesta?
—Doscientos pesos el rollo.
—¡Estás, loco! Vete mucho a la chingada, Felipe.
Mi estómago no lo aguanto, deseo un rollo de papel higiénico, lo deseo con toda el alma, tenerlo en mis manos, tocarlo, olerlo, acariciarlo. En eso veo a una señora con varios paquetes, me acerco a ella, le pido que se apiade de mí.
—Señora, mucho gusto, mi nombre es Margarita y deseo comprarle un paquete de papel higiénico.
—Señorita no puedo, estos paquetes van directo al hospital.
—Señora, yo estoy enferma y necesito un paquete.
—Está bien, señorita, le regalo un rollo.  
—Gracias, señora, usted es un ángel.
Tomé el rollo de papel, subí al carro, me dirigí a casa, cerré de un portazo la puerta, corrí hasta el baño, abrí desesperada el paquete y este cayó a la taza del sanitario.

martes, 12 de mayo de 2020

Estado de emergencia

Rosita Herrera



Lulú se veía diminuta mirada a unos diez metros de distancia desde el balcón donde se encontraba la boletería del tren subterráneo hasta el andén donde se disponía a tomarlo para ir al terminal de buses que viajaban continuamente al aeropuerto. La ciudad estaba sumida en un caos, el miedo arrasaba y se precipitaba por todos los rincones, parecía el fin del mundo, la gente transitaba con mascarillas, era un crimen tocarse, si llegabas a exhalar un poco de aire frente a cualquier sujeto, este caía en una paranoia que lo dispondría a increparte con una feroz mirada. Había un monstruo en la ciudad, en el país, en el mundo de una inconmensurable capacidad reproductiva, pero lo más terrible era su invisibilidad que lo convertía en inexpugnable, por lo menos durante un tiempo. La prensa paralela, aquella que trata de cumplir con la ética de un comunicador, señalaba que había una conspiración política, en torno a este nuevo virus, para eliminar a los sectores más vulnerables de la población, los ancianos y enfermos, y promover una vacuna onerosa para aquellos que se dejaran contaminar por el miedo. Sea esto cierto o no, el caso es que la gente actuaba más como consecuencia del terror y la desesperación que de la misma pandemia.
Lulú no sabía si podría tomar su vuelo al sur de Chile, ante el menor síntoma de enfermedad no la dejarían abordar, pero ¡Santo cielo! siempre le venían esos accesos de tos cuando se encontraba en espacios cerrados, estaba segura de que no era ningún virus quien la provocaba, sino el cigarrillo que la acompañaba hace unos cuantos años ya. Tenía una gran imaginación, su madre llegó a pensar seriamente que sufría de alucinaciones, muchos en la familia habían tenido ese trastorno, probablemente ella también, pero nunca fue diagnosticada, lo que sí, les hacía pasar grandes apuros al inventar tragedias y alterar su entorno para que de un momento a otro señalara no entender nada de lo que estaba ocurriendo o decir que ella recién se daba por enterada. En una oportunidad, a la edad de siete años, le dijo a su mamá que todas las noches venía a visitarla su abuela y que le dejaba muchas golosinas para compartir con una niña de su misma edad que lloraba buscando a su madre, pero que se calmaba en cuanto aparecía el hombre del violín que las deleitaba con sus danzas húngaras. La madre estuvo un año sin poder dormir y por más que la espiaba en las sombras para ver algún rastro de aquellos seres en la casa, no consiguió más que varios resfríos y una que otra caída por las escaleras que estaban construidas en madera y que se mantenían libre de pulgas y otros insectos gracias a un buen encerado semanal.
Su hijo de veintiséis años había salido de casa cuando esta crisis aún no se declaraba, delgado como estaba desde que se había vuelto vegetariano, su figura y presencia se asemejaban a un Cristo peregrino, además, por su constante insistencia de conciliación con el mundo y despojo del ego que venía sintiendo desde hacía tiempo.
Salió una tarde de su casa despidiéndose de Lulú, su madre, sin más equipaje que una mochila, tomaría un avión al sur de Chile. Por la belleza del nombre, Lulú recordaba su destino final: Puerto Cisnes, hacia allá se dirigían sus pasos.
El gobierno amenazaba con cerrar las fronteras de cada región y así evitar el tránsito del temido virus, oportuna o no la decisión, el punto es que ya se encontraba en todas partes debido a que no se había tomado ninguna disposición de peso. Pablo aún no daba señales de vida y el corazón de Lulú ya no podía soportar tanta incertidumbre. Con cada día que pasaba se iban acortando más las esperanzas de volver a verlo, las medidas que perseguían el control y confinamiento de la población eran estipuladas hora tras hora, la próxima era la suspensión de vuelos dentro del país paralizando drásticamente la reincorporación de personas que se encontraban lejos de sus hogares y cuyos pasajes excedían el tiempo de cierre de fronteras.
Llegó al aeropuerto, la gente se precipitaba de pantalla en pantalla, viendo como se retrasaban sus vuelos y otros se cancelaban, más que un terminal de aviones parecía un purgatorio de almas en pena aterrorizadas por un devenir mezquino e incierto.
El corazón de Lulú cada minuto se acongojaba más y más. Su vuelo era a las diecinueve horas y había llegado tres horas antes, buscó un rincón del aeropuerto cercano a las mesas donde se gestionaban los check-in de cada pasajero y se sentó en el suelo, como acostumbraba de niña cuando algo le atemorizaba, revisaba su teléfono para ver si había algún mensaje de su hijo y nada, los cientos de recados que ella le enviaba con desesperación dejaron de ser entregados desde hacía dos días.
Qué feliz y pleno se veía en la fotografía de su perfil, con un profuso paisaje verde y sureño que hacía de fondo, de ser un niño violento e inseguro, se había convertido en un hombre bondadoso y lleno de luz. Esto a su madre le atemorizaba ya que estaba cumpliendo muy rápido su misión en la vida y no duraría mucho tiempo más en la tierra.
Recordó aquel sueño que tuvo hace muchos años en el que se encontraba en una pequeña casa junto a su hijo y en una habitación de aquella se escuchaban las risas siniestras y burlonas de su madre y otras personas que no podía identificar, pero que la secundaban en su desdén hacia ellos, las emociones que emergían la transportaban a  un pasado de dolor y agobio constante, sin querer estar ahí habían escapado juntos en un maravilloso vuelo en que, sin la ayuda de alfombras mágicas o escobas voladoras, sobrevolaron océanos y montañas tan puras en su textura y color que proporcionaban una cascada de abundancia y paz que sobrecogía sus espíritus. Era todo tan perfecto, tanta armonía y compenetración en el momento presente, como si el universo dispusiera a sus órdenes toda la exuberancia de la creación, era un suspiro de paraíso que contrastaba con la ingrata realidad que sin mayor esfuerzo habían dejado secuestrada en aquella cabaña. Ese momento cómplice no lo entendía entonces, hasta ahora.
«Último aviso a los señores pasajeros del vuelo cuatrocientos veinticuatro con destino a Coyhaique, por favor abordar la puerta número once…»
Lulú de un sopetón volvió a la tierra, agarró su pequeña mochila y sin pensarlo dos veces se dirigió hacia el vuelo que la llevaría a encontrar a su hijo.
Estaba claro, no era un viaje de placer, ni siquiera tenía la certeza de que Pablo estuviera allá, pero algo le susurraba al oído de que por ahí encontraría la respuesta.
No dejaba de recordar, quizá con cierto idealismo como suele ocurrir en momentos de pérdida, el camino espiritual que poco a poco fue manifestando Pablo y que había comenzado luego de un par de años de haber ingresado a la universidad. La música, las lecturas, el yoga habían sido un puente entre él y Lulú, ambos en la indagación de respuestas a sus grandes interrogantes, solo que él había despertado mucho antes y su consciencia se había abierto al mundo a una edad en que ella todavía luchaba con las sombras hasta que se encontró a sí misma y sin darse cuenta comenzó a esparcir sus semillas en fértil terreno y ahora veía la búsqueda de su superación reflejado en él.
Al cabo de dos horas arribaba a Coyhaique, un lugar maravilloso que siempre invitaba a la contemplación y a la renovación de energías, pero que ahora se veía triste y desolado. Al igual que en Santiago, circulaban unos pequeños vehículos que, por medio de megáfonos, inducían a la reclusión domiciliaria. Todos parecían estar consternados y reaccionaban como ovejas a tal sistema de ordenamiento. Daba la sensación de que ya no sentían ni miedo, ni rabia, ni angustia ni nada, solo se desplazaban desde el lugar de donde estaban hacia sus guaridas. Un cordón sanitario rodeaba la ciudad, situación que se repetía en todas las regiones de Chile.
De la gente del sur se dice que son personas buenas y cariñosas, pero odian a los santiaguinos, por lo que fue cuidadosa y buscó la mejor alternativa para pasar aquella noche y decidir qué hacer al siguiente día. Recordó que Pablo le había comentado de un lugar donde pernoctó los primeros días en esa esa región. El hombre que administraba aquel hostal era un anciano bonachón, estaba segura de que recordaría a Pablo con cariño, pues su hijo era un ser difícil de olvidar y no lo pensaba por ser su madre, en muchas ocasiones las personas se referían a él destacando su humildad, carisma y amabilidad.
Así, no lo pensó dos veces y se dirigió a aquella hostería. Al llegar, efectivamente, fue atendida con mucha amabilidad, ya cercano al anochecer, don José la hizo sentir como en casa y le ofreció un chocolate bien caliente y una grata conversación antes de irse a dormir.
―Pablo… sí… efectivamente estuvo aquí hace poco más de tres semanas, me dijo que acamparía en … ¡Ah! Ya recuerdo, el Lago Atravesado, sí, ahí pondría su carpa antes de irse a Puerto Cisnes, su destino final antes de volver a su hogar. Había recorrido gran parte de la región. Se veía muy agotado y delgado, así que le di una buena cazuela como atención de la casa.
―¡Gracias!, don José. Debe haber sido así cómo usted lo cuenta. Pablo es muy tímido y aunque se estuviera muriendo por un plato de comida, no lo diría jamás. ―Inclinando su tazón para tomar lo que le quedaba de chocolate.
―Sí, tiene usted razón y yo lo intuí, me recordó a mí de joven, por lo que no hizo falta que me pidiera nada.
―Cuando él estuvo aquí, ¿se había declarado el estado de emergencia? ―al decirlo sus ojos se abrieron de una forma que desfiguraba su cara, pues anochecía y las sombras inundaban el lugar.
―Sólo se escuchaban rumores de lo que acontecía en Santiago, pero todavía no se impregnaba la gente de pánico como lo está ahora. ―Parándose de su lugar y mirando a través de la ventana que daba hacia la calle―. Su hijo nunca estuvo a salvo aquí, si es a eso a lo que se refiere, la pandemia se propagaba silenciosamente desde hacía un par de meses, por lo menos.
―¿Usted cree que llueva? ―preguntó angustiada.
―Pues… déjeme decirle que comenzó a llover, una fuerte tormenta se avecina y parece que no se irá muy pronto, suelen acompañarnos por lo menos una semana.
―Sí, lo sé. Viví en el sur mucho tiempo y sé de lo que me habla. Cuando niña me iba a jugar con el viento luego de una tormenta, gritábamos corriendo en sentido contrario a él y trepábamos los árboles quienes agitaban sus ramas como queriendo correr también.
―¿Qué le hace pensar que su hijo esté en Puerto Cisnes? ―Se aleja de la ventana y acercándose al fuego de su salamandra, la escucha con atención.
―Pura intuición y algunos cabos sueltos que voy atando al recordar sus últimas conversaciones.
―Creo que no queda nadie allá, la mayoría abandonó el puerto después de que llegó una delegación de deportistas desde Italia y contagiaron a la mitad del pueblo.
Al día siguiente partió muy temprano y esperó el único bus que podría llevarla hasta ese lugar, de pronto vio una camioneta que se estaciona frente a ella:
―¿Va para el puerto? ―le grita asomándose por la ventanilla.
―Sí, para allá voy.
―¡Súbase! No están pasando buses.
El hombre se veía relativamente joven, de unos cuarenta años, y algo en él le inspiraba confianza.
―Y… ¿a qué va para allá?, si se puede saber no más.
―Voy en busca de mi hijo. Hace tiempo que no tengo noticias suyas y en la última conversación que tuve con él me dijo que vendría acá.
―Hmmm… yo trabajo en el hospital, mejor dicho… trabajaba, desalojaron a todo los pacientes y el personal a cargo. Necesito ir a buscar unos registros de personas fallecidas, información que guardé en una de las computadoras, precisan hacer un catastro a nivel nacional. ¿Cómo se llama su hijo? ―al decirlo le tembló la voz, pues imaginó el desenlace fatal del muchacho, pero sintió el imperativo de ayudarla en la faena.
―Pablo, Pablo Caballero, señor.
―Lo recordaré, no es un nombre común. Preguntaré a mis colegas, quizá haya ido a algún centro de urgencia.
―Muchas gracias, yo estaré aquí un par de días.
―¡Cuídese! De verdad, este es un pueblo fantasma. Dicen que desde hace algunos días el mar está embravecido, como si le molestara la gente que aún ronda por el lugar.
Arribaron al pueblo y Lulú comenzó a caminar sin rumbo fijo, llegó a una plaza y se sentó en el primer banco que vio. Recorrió con su mirada las calles principales que la rodeaban, había parado de llover y una tibia brisa rodeaba el lugar, de pronto sintió el peso de una mano que tocaba su hombro.
―¡Pablo! Estás aquí, no me equivoqué. ―Se abalanza a sus brazos y lo retiene como una niña que ha encontrado a su padre en una fría y oscura noche de soledad.
―Te estaba esperando, ¡cómo has tardado! Espero a un amigo que nos llevará a casa. Él sabrá el camino que debemos tomar para no demorar o impedir el flujo del destino.
―¡Ah, qué bueno, hijo! Estoy cansada y un aventón nos vendrá bien.
―Yo seguiré andando, madre. Recuerda que los viajes son mi inspiración en la vida y este en especial es el más importante de todos.
―Pablo, ¡qué dices! El mundo entero está viviendo una catástrofe, no podrás seguir viajando. Además, transité miles de kilómetros para volver contigo a nuestra casa, no para dejarte acá.
―Pronto estaré en casa, mami. Será maravilloso, como siempre lo ha sido.
―La muerte está rondando y no quiero que te suceda nada.
―¿Recuerdas cuando hablábamos de la muerte como un premio para aquellos seres que ya habían cumplido su misión?
―¡Claro que me acuerdo! Me trataste de insensible…
―Era un niño, pero ahora lo entiendo. Es un privilegio poder salir de este cuerpo y dirigirnos a casa. La vida no termina aquí, esto es solo un eslabón en nuestra evolución. Somos tan pequeños, mami, tan insignificantes y poco evolucionados que debemos vivir muchas veces para poder entender las lecciones de nuestro creador. No sabemos lo que es el verdadero amor, vivimos engañados por el ego, en un mundo basado en absurdos con el único fin de controlar para tener seguridad de que no vamos a sufrir por nada ni por nadie, cuando lo único que hacemos es generar mayor dolor y alimentarnos de él para así sentirnos poderosos y satisfechos. ―Buscando su mirada, la abraza y besa en la frente―. Te quiero mami…
Al momento de terminar de oír sus palabras, vislumbra una camioneta que se acerca a baja velocidad y ve descender al mismo hombre que la trajo hasta el puerto.
―Mira, Pablo, es la persona que me condujo hasta acá… ―Busca a su hijo, pero no lo encuentra― ¿Pablo? ¿Dónde estás, hijo?
―Qué bueno que la encuentro, ya se dio cuenta de que no hay nadie en el pueblo, ¿verdad?
―Pablo estaba aquí, conmigo, debe haber ido a la carretera para verificar si venía su amigo.
―Pablo… falleció hace dos días, está en el listado que vine a recoger, luego me dirigí a comprobar el hecho y sí, su documentación lo acredita. De todos modos, la llevaré para reconocer su cuerpo…
Lulú estalló en llanto, sintió que sus entrañas se retorcían y su garganta se estrechaba impidiéndole respirar. La lluvia que había dejado de sentir se manifestó con mucha más fuerza y…
―¡Señora!, ¿me está usted escuchando?
No, Lulú no lo escuchaba, siguió el rastro de luz dejado por el aura de Pablo, se dirigió hacia la carretera, la tormenta golpeaba con furia, en verdad nunca había amainado,
Una brillante luz iluminó su grácil rostro y diminuta figura, los pitazos de un enorme camión nunca la despertaron y su cuerpo, destrozado por el impacto, quedó tendido en el cemento.