Rosita Herrera
Lulú se veía
diminuta mirada a unos diez metros de distancia desde el balcón donde se
encontraba la boletería del tren subterráneo hasta el andén donde se disponía a
tomarlo para ir al terminal de buses que viajaban continuamente al aeropuerto.
La ciudad estaba sumida en un caos, el miedo arrasaba y se precipitaba por
todos los rincones, parecía el fin del mundo, la gente transitaba con
mascarillas, era un crimen tocarse, si llegabas a exhalar un poco de aire
frente a cualquier sujeto, este caía en una paranoia que lo dispondría a
increparte con una feroz mirada. Había un monstruo en la ciudad, en el país, en
el mundo de una inconmensurable capacidad reproductiva, pero lo más terrible
era su invisibilidad que lo convertía en inexpugnable, por lo menos durante un
tiempo. La prensa paralela, aquella que trata de cumplir con la ética de un
comunicador, señalaba que había una conspiración política, en torno a este
nuevo virus, para eliminar a los sectores más vulnerables de la población, los
ancianos y enfermos, y promover una vacuna onerosa para aquellos que se dejaran
contaminar por el miedo. Sea esto cierto o no, el caso es que la gente actuaba
más como consecuencia del terror y la desesperación que de la misma pandemia.
Lulú no sabía si podría tomar su vuelo al sur
de Chile, ante el menor síntoma de enfermedad no la dejarían abordar, pero ¡Santo
cielo! siempre le venían esos accesos de tos cuando se encontraba en espacios
cerrados, estaba segura de que no era ningún virus quien la provocaba, sino el
cigarrillo que la acompañaba hace unos cuantos años ya. Tenía una gran
imaginación, su madre llegó a pensar seriamente que sufría de alucinaciones,
muchos en la familia habían tenido ese trastorno, probablemente ella también,
pero nunca fue diagnosticada, lo que sí, les hacía pasar grandes apuros al
inventar tragedias y alterar su entorno para que de un momento a otro señalara
no entender nada de lo que estaba ocurriendo o decir que ella recién se daba
por enterada. En una oportunidad, a la edad de siete años, le dijo a su mamá
que todas las noches venía a visitarla su abuela y que le dejaba muchas
golosinas para compartir con una niña de su misma edad que lloraba buscando a
su madre, pero que se calmaba en cuanto aparecía el hombre del violín que las
deleitaba con sus danzas húngaras. La madre estuvo un año sin poder dormir y
por más que la espiaba en las sombras para ver algún rastro de aquellos seres
en la casa, no consiguió más que varios resfríos y una que otra caída por las
escaleras que estaban construidas en madera y que se mantenían libre de pulgas
y otros insectos gracias a un buen encerado semanal.
Su hijo de veintiséis
años había salido de casa cuando esta crisis aún no se declaraba, delgado como
estaba desde que se había vuelto vegetariano, su figura y presencia se
asemejaban a un Cristo peregrino, además, por su constante insistencia de
conciliación con el mundo y despojo del ego que venía sintiendo desde hacía
tiempo.
Salió una tarde de
su casa despidiéndose de Lulú, su madre, sin más equipaje que una mochila,
tomaría un avión al sur de Chile. Por la belleza del nombre, Lulú recordaba su
destino final: Puerto Cisnes, hacia allá se dirigían sus pasos.
El gobierno
amenazaba con cerrar las fronteras de cada región y así evitar el tránsito del
temido virus, oportuna o no la decisión, el punto es que ya se encontraba en
todas partes debido a que no se había tomado ninguna disposición de peso. Pablo
aún no daba señales de vida y el corazón de Lulú ya no podía soportar tanta
incertidumbre. Con cada día que pasaba se iban acortando más las esperanzas de
volver a verlo, las medidas que perseguían el control y confinamiento de la
población eran estipuladas hora tras hora, la próxima era la suspensión de
vuelos dentro del país paralizando drásticamente la reincorporación de personas
que se encontraban lejos de sus hogares y cuyos pasajes excedían el tiempo de
cierre de fronteras.
Llegó al aeropuerto,
la gente se precipitaba de pantalla en pantalla, viendo como se retrasaban sus
vuelos y otros se cancelaban, más que un terminal de aviones parecía un
purgatorio de almas en pena aterrorizadas por un devenir mezquino e incierto.
El corazón de Lulú
cada minuto se acongojaba más y más. Su vuelo era a las diecinueve horas y
había llegado tres horas antes, buscó un rincón del aeropuerto cercano a las
mesas donde se gestionaban los check-in de cada pasajero y se sentó en
el suelo, como acostumbraba de niña cuando algo le atemorizaba, revisaba su
teléfono para ver si había algún mensaje de su hijo y nada, los cientos de recados
que ella le enviaba con desesperación dejaron de ser entregados desde hacía dos
días.
Qué feliz y pleno
se veía en la fotografía de su perfil, con un profuso paisaje verde y sureño
que hacía de fondo, de ser un niño violento e inseguro, se había convertido en
un hombre bondadoso y lleno de luz. Esto a su madre le atemorizaba ya que
estaba cumpliendo muy rápido su misión en la vida y no duraría mucho tiempo más
en la tierra.
Recordó aquel
sueño que tuvo hace muchos años en el que se encontraba en una pequeña casa junto
a su hijo y en una habitación de aquella se escuchaban las risas siniestras y
burlonas de su madre y otras personas que no podía identificar, pero que la
secundaban en su desdén hacia ellos, las emociones que emergían la
transportaban a un pasado de dolor y
agobio constante, sin querer estar ahí habían escapado juntos en un maravilloso
vuelo en que, sin la ayuda de alfombras mágicas o escobas voladoras, sobrevolaron
océanos y montañas tan puras en su textura y color que proporcionaban una
cascada de abundancia y paz que sobrecogía sus espíritus. Era todo tan
perfecto, tanta armonía y compenetración en el momento presente, como si el
universo dispusiera a sus órdenes toda la exuberancia de la creación, era un
suspiro de paraíso que contrastaba con la ingrata realidad que sin mayor
esfuerzo habían dejado secuestrada en aquella cabaña. Ese momento cómplice no
lo entendía entonces, hasta ahora.
«Último aviso a
los señores pasajeros del vuelo cuatrocientos veinticuatro con destino a
Coyhaique, por favor abordar la puerta número once…»
Lulú de un sopetón
volvió a la tierra, agarró su pequeña mochila y sin pensarlo dos veces se
dirigió hacia el vuelo que la llevaría a encontrar a su hijo.
Estaba claro, no
era un viaje de placer, ni siquiera tenía la certeza de que Pablo estuviera
allá, pero algo le susurraba al oído de que por ahí encontraría la respuesta.
No dejaba de
recordar, quizá con cierto idealismo como suele ocurrir en momentos de pérdida,
el camino espiritual que poco a poco fue manifestando Pablo y que había
comenzado luego de un par de años de haber ingresado a la universidad. La
música, las lecturas, el yoga habían sido un puente entre él y Lulú, ambos en
la indagación de respuestas a sus grandes interrogantes, solo que él había
despertado mucho antes y su consciencia se había abierto al mundo a una edad en
que ella todavía luchaba con las sombras hasta que se encontró a sí misma y sin
darse cuenta comenzó a esparcir sus semillas en fértil terreno y ahora veía la
búsqueda de su superación reflejado en él.
Al cabo de dos
horas arribaba a Coyhaique, un lugar maravilloso que siempre invitaba a la
contemplación y a la renovación de energías, pero que ahora se veía triste y
desolado. Al igual que en Santiago, circulaban unos pequeños vehículos que, por
medio de megáfonos, inducían a la reclusión domiciliaria. Todos parecían estar
consternados y reaccionaban como ovejas a tal sistema de ordenamiento. Daba la
sensación de que ya no sentían ni miedo, ni rabia, ni angustia ni nada, solo se
desplazaban desde el lugar de donde estaban hacia sus guaridas. Un cordón
sanitario rodeaba la ciudad, situación que se repetía en todas las regiones de
Chile.
De la gente del
sur se dice que son personas buenas y cariñosas, pero odian a los santiaguinos,
por lo que fue cuidadosa y buscó la mejor alternativa para pasar aquella noche
y decidir qué hacer al siguiente día. Recordó que Pablo le había comentado de
un lugar donde pernoctó los primeros días en esa esa región. El hombre que
administraba aquel hostal era un anciano bonachón, estaba segura de que
recordaría a Pablo con cariño, pues su hijo era un ser difícil de olvidar y no
lo pensaba por ser su madre, en muchas ocasiones las personas se referían a él
destacando su humildad, carisma y amabilidad.
Así, no lo pensó dos
veces y se dirigió a aquella hostería. Al llegar, efectivamente, fue atendida
con mucha amabilidad, ya cercano al anochecer, don José la hizo sentir como en
casa y le ofreció un chocolate bien caliente y una grata conversación antes de
irse a dormir.
―Pablo… sí…
efectivamente estuvo aquí hace poco más de tres semanas, me dijo que acamparía
en … ¡Ah! Ya recuerdo, el Lago Atravesado, sí, ahí pondría su carpa antes de
irse a Puerto Cisnes, su destino final antes de volver a su hogar. Había
recorrido gran parte de la región. Se veía muy agotado y delgado, así que le di
una buena cazuela como atención de la casa.
―¡Gracias!, don
José. Debe haber sido así cómo usted lo cuenta. Pablo es muy tímido y aunque se
estuviera muriendo por un plato de comida, no lo diría jamás. ―Inclinando su
tazón para tomar lo que le quedaba de chocolate.
―Sí, tiene usted
razón y yo lo intuí, me recordó a mí de joven, por lo que no hizo falta que me
pidiera nada.
―Cuando él estuvo
aquí, ¿se había declarado el estado de emergencia? ―al decirlo sus ojos se
abrieron de una forma que desfiguraba su cara, pues anochecía y las sombras
inundaban el lugar.
―Sólo se
escuchaban rumores de lo que acontecía en Santiago, pero todavía no se
impregnaba la gente de pánico como lo está ahora. ―Parándose de su lugar y
mirando a través de la ventana que daba hacia la calle―. Su hijo nunca estuvo a
salvo aquí, si es a eso a lo que se refiere, la pandemia se propagaba
silenciosamente desde hacía un par de meses, por lo menos.
―¿Usted cree que
llueva? ―preguntó angustiada.
―Pues… déjeme
decirle que comenzó a llover, una fuerte tormenta se avecina y parece que no se
irá muy pronto, suelen acompañarnos por lo menos una semana.
―Sí, lo sé. Viví
en el sur mucho tiempo y sé de lo que me habla. Cuando niña me iba a jugar con
el viento luego de una tormenta, gritábamos corriendo en sentido contrario a él
y trepábamos los árboles quienes agitaban sus ramas como queriendo correr
también.
―¿Qué le hace
pensar que su hijo esté en Puerto Cisnes? ―Se aleja de la ventana y acercándose
al fuego de su salamandra, la escucha con atención.
―Pura intuición y
algunos cabos sueltos que voy atando al recordar sus últimas conversaciones.
―Creo que no queda
nadie allá, la mayoría abandonó el puerto después de que llegó una delegación
de deportistas desde Italia y contagiaron a la mitad del pueblo.
Al día siguiente
partió muy temprano y esperó el único bus que podría llevarla hasta ese lugar,
de pronto vio una camioneta que se estaciona frente a ella:
―¿Va para el
puerto? ―le grita asomándose por la ventanilla.
―Sí, para allá
voy.
―¡Súbase! No están
pasando buses.
El hombre se veía
relativamente joven, de unos cuarenta años, y algo en él le inspiraba
confianza.
―Y… ¿a qué va para
allá?, si se puede saber no más.
―Voy en busca de
mi hijo. Hace tiempo que no tengo noticias suyas y en la última conversación que
tuve con él me dijo que vendría acá.
―Hmmm… yo trabajo
en el hospital, mejor dicho… trabajaba, desalojaron a todo los pacientes y el
personal a cargo. Necesito ir a buscar unos registros de personas fallecidas,
información que guardé en una de las computadoras, precisan hacer un catastro a
nivel nacional. ¿Cómo se llama su hijo? ―al decirlo le tembló la voz, pues
imaginó el desenlace fatal del muchacho, pero sintió el imperativo de ayudarla
en la faena.
―Pablo, Pablo Caballero,
señor.
―Lo recordaré, no
es un nombre común. Preguntaré a mis colegas, quizá haya ido a algún centro de
urgencia.
―Muchas gracias,
yo estaré aquí un par de días.
―¡Cuídese! De
verdad, este es un pueblo fantasma. Dicen que desde hace algunos días el mar
está embravecido, como si le molestara la gente que aún ronda por el lugar.
Arribaron al
pueblo y Lulú comenzó a caminar sin rumbo fijo, llegó a una plaza y se sentó en
el primer banco que vio. Recorrió con su mirada las calles principales que la
rodeaban, había parado de llover y una tibia brisa rodeaba el lugar, de pronto
sintió el peso de una mano que tocaba su hombro.
―¡Pablo! Estás
aquí, no me equivoqué. ―Se abalanza a sus brazos y lo retiene como una niña que
ha encontrado a su padre en una fría y oscura noche de soledad.
―Te estaba
esperando, ¡cómo has tardado! Espero a un amigo que nos llevará a casa. Él
sabrá el camino que debemos tomar para no demorar o impedir el flujo del
destino.
―¡Ah, qué bueno,
hijo! Estoy cansada y un aventón nos vendrá bien.
―Yo seguiré andando,
madre. Recuerda que los viajes son mi inspiración en la vida y este en especial
es el más importante de todos.
―Pablo, ¡qué
dices! El mundo entero está viviendo una catástrofe, no podrás seguir viajando.
Además, transité miles de kilómetros para volver contigo a nuestra casa, no
para dejarte acá.
―Pronto estaré en
casa, mami. Será maravilloso, como siempre lo ha sido.
―La muerte está rondando
y no quiero que te suceda nada.
―¿Recuerdas cuando
hablábamos de la muerte como un premio para aquellos seres que ya habían
cumplido su misión?
―¡Claro que me
acuerdo! Me trataste de insensible…
―Era un niño, pero
ahora lo entiendo. Es un privilegio poder salir de este cuerpo y dirigirnos a
casa. La vida no termina aquí, esto es solo un eslabón en nuestra evolución.
Somos tan pequeños, mami, tan insignificantes y poco evolucionados que debemos
vivir muchas veces para poder entender las lecciones de nuestro creador. No
sabemos lo que es el verdadero amor, vivimos engañados por el ego, en un mundo basado
en absurdos con el único fin de controlar para tener seguridad de que no vamos
a sufrir por nada ni por nadie, cuando lo único que hacemos es generar mayor
dolor y alimentarnos de él para así sentirnos poderosos y satisfechos. ―Buscando
su mirada, la abraza y besa en la frente―. Te quiero mami…
Al momento de
terminar de oír sus palabras, vislumbra una camioneta que se acerca a baja
velocidad y ve descender al mismo hombre que la trajo hasta el puerto.
―Mira, Pablo, es
la persona que me condujo hasta acá… ―Busca a su hijo, pero no lo encuentra―
¿Pablo? ¿Dónde estás, hijo?
―Qué bueno que la
encuentro, ya se dio cuenta de que no hay nadie en el pueblo, ¿verdad?
―Pablo estaba
aquí, conmigo, debe haber ido a la carretera para verificar si venía su amigo.
―Pablo… falleció
hace dos días, está en el listado que vine a recoger, luego me dirigí a comprobar
el hecho y sí, su documentación lo acredita. De todos modos, la llevaré para
reconocer su cuerpo…
Lulú estalló en
llanto, sintió que sus entrañas se retorcían y su garganta se estrechaba impidiéndole
respirar. La lluvia que había dejado de sentir se manifestó con mucha más
fuerza y…
―¡Señora!, ¿me
está usted escuchando?
No, Lulú no lo
escuchaba, siguió el rastro de luz dejado por el aura de Pablo, se dirigió
hacia la carretera, la tormenta golpeaba con furia, en verdad nunca había
amainado,
Una brillante luz
iluminó su grácil rostro y diminuta figura, los pitazos de un enorme camión
nunca la despertaron y su cuerpo, destrozado por el impacto, quedó tendido en
el cemento.
es muy triste lo que aconteció con Pablo y Lulú creo que se ven realidades similares en estos tiempos de ahora . de crisis 🎻
ResponderEliminarImpactante relato, por el contexto que no ha cambiado, el virus sigue haciendo de la muerte un suceso más cotidiano de lo que acostumbrábamos, y por la descripción patagónica y su clima, te hace sentir ahí.
ResponderEliminar