martes, 12 de mayo de 2020

Estado de emergencia

Rosita Herrera



Lulú se veía diminuta mirada a unos diez metros de distancia desde el balcón donde se encontraba la boletería del tren subterráneo hasta el andén donde se disponía a tomarlo para ir al terminal de buses que viajaban continuamente al aeropuerto. La ciudad estaba sumida en un caos, el miedo arrasaba y se precipitaba por todos los rincones, parecía el fin del mundo, la gente transitaba con mascarillas, era un crimen tocarse, si llegabas a exhalar un poco de aire frente a cualquier sujeto, este caía en una paranoia que lo dispondría a increparte con una feroz mirada. Había un monstruo en la ciudad, en el país, en el mundo de una inconmensurable capacidad reproductiva, pero lo más terrible era su invisibilidad que lo convertía en inexpugnable, por lo menos durante un tiempo. La prensa paralela, aquella que trata de cumplir con la ética de un comunicador, señalaba que había una conspiración política, en torno a este nuevo virus, para eliminar a los sectores más vulnerables de la población, los ancianos y enfermos, y promover una vacuna onerosa para aquellos que se dejaran contaminar por el miedo. Sea esto cierto o no, el caso es que la gente actuaba más como consecuencia del terror y la desesperación que de la misma pandemia.
Lulú no sabía si podría tomar su vuelo al sur de Chile, ante el menor síntoma de enfermedad no la dejarían abordar, pero ¡Santo cielo! siempre le venían esos accesos de tos cuando se encontraba en espacios cerrados, estaba segura de que no era ningún virus quien la provocaba, sino el cigarrillo que la acompañaba hace unos cuantos años ya. Tenía una gran imaginación, su madre llegó a pensar seriamente que sufría de alucinaciones, muchos en la familia habían tenido ese trastorno, probablemente ella también, pero nunca fue diagnosticada, lo que sí, les hacía pasar grandes apuros al inventar tragedias y alterar su entorno para que de un momento a otro señalara no entender nada de lo que estaba ocurriendo o decir que ella recién se daba por enterada. En una oportunidad, a la edad de siete años, le dijo a su mamá que todas las noches venía a visitarla su abuela y que le dejaba muchas golosinas para compartir con una niña de su misma edad que lloraba buscando a su madre, pero que se calmaba en cuanto aparecía el hombre del violín que las deleitaba con sus danzas húngaras. La madre estuvo un año sin poder dormir y por más que la espiaba en las sombras para ver algún rastro de aquellos seres en la casa, no consiguió más que varios resfríos y una que otra caída por las escaleras que estaban construidas en madera y que se mantenían libre de pulgas y otros insectos gracias a un buen encerado semanal.
Su hijo de veintiséis años había salido de casa cuando esta crisis aún no se declaraba, delgado como estaba desde que se había vuelto vegetariano, su figura y presencia se asemejaban a un Cristo peregrino, además, por su constante insistencia de conciliación con el mundo y despojo del ego que venía sintiendo desde hacía tiempo.
Salió una tarde de su casa despidiéndose de Lulú, su madre, sin más equipaje que una mochila, tomaría un avión al sur de Chile. Por la belleza del nombre, Lulú recordaba su destino final: Puerto Cisnes, hacia allá se dirigían sus pasos.
El gobierno amenazaba con cerrar las fronteras de cada región y así evitar el tránsito del temido virus, oportuna o no la decisión, el punto es que ya se encontraba en todas partes debido a que no se había tomado ninguna disposición de peso. Pablo aún no daba señales de vida y el corazón de Lulú ya no podía soportar tanta incertidumbre. Con cada día que pasaba se iban acortando más las esperanzas de volver a verlo, las medidas que perseguían el control y confinamiento de la población eran estipuladas hora tras hora, la próxima era la suspensión de vuelos dentro del país paralizando drásticamente la reincorporación de personas que se encontraban lejos de sus hogares y cuyos pasajes excedían el tiempo de cierre de fronteras.
Llegó al aeropuerto, la gente se precipitaba de pantalla en pantalla, viendo como se retrasaban sus vuelos y otros se cancelaban, más que un terminal de aviones parecía un purgatorio de almas en pena aterrorizadas por un devenir mezquino e incierto.
El corazón de Lulú cada minuto se acongojaba más y más. Su vuelo era a las diecinueve horas y había llegado tres horas antes, buscó un rincón del aeropuerto cercano a las mesas donde se gestionaban los check-in de cada pasajero y se sentó en el suelo, como acostumbraba de niña cuando algo le atemorizaba, revisaba su teléfono para ver si había algún mensaje de su hijo y nada, los cientos de recados que ella le enviaba con desesperación dejaron de ser entregados desde hacía dos días.
Qué feliz y pleno se veía en la fotografía de su perfil, con un profuso paisaje verde y sureño que hacía de fondo, de ser un niño violento e inseguro, se había convertido en un hombre bondadoso y lleno de luz. Esto a su madre le atemorizaba ya que estaba cumpliendo muy rápido su misión en la vida y no duraría mucho tiempo más en la tierra.
Recordó aquel sueño que tuvo hace muchos años en el que se encontraba en una pequeña casa junto a su hijo y en una habitación de aquella se escuchaban las risas siniestras y burlonas de su madre y otras personas que no podía identificar, pero que la secundaban en su desdén hacia ellos, las emociones que emergían la transportaban a  un pasado de dolor y agobio constante, sin querer estar ahí habían escapado juntos en un maravilloso vuelo en que, sin la ayuda de alfombras mágicas o escobas voladoras, sobrevolaron océanos y montañas tan puras en su textura y color que proporcionaban una cascada de abundancia y paz que sobrecogía sus espíritus. Era todo tan perfecto, tanta armonía y compenetración en el momento presente, como si el universo dispusiera a sus órdenes toda la exuberancia de la creación, era un suspiro de paraíso que contrastaba con la ingrata realidad que sin mayor esfuerzo habían dejado secuestrada en aquella cabaña. Ese momento cómplice no lo entendía entonces, hasta ahora.
«Último aviso a los señores pasajeros del vuelo cuatrocientos veinticuatro con destino a Coyhaique, por favor abordar la puerta número once…»
Lulú de un sopetón volvió a la tierra, agarró su pequeña mochila y sin pensarlo dos veces se dirigió hacia el vuelo que la llevaría a encontrar a su hijo.
Estaba claro, no era un viaje de placer, ni siquiera tenía la certeza de que Pablo estuviera allá, pero algo le susurraba al oído de que por ahí encontraría la respuesta.
No dejaba de recordar, quizá con cierto idealismo como suele ocurrir en momentos de pérdida, el camino espiritual que poco a poco fue manifestando Pablo y que había comenzado luego de un par de años de haber ingresado a la universidad. La música, las lecturas, el yoga habían sido un puente entre él y Lulú, ambos en la indagación de respuestas a sus grandes interrogantes, solo que él había despertado mucho antes y su consciencia se había abierto al mundo a una edad en que ella todavía luchaba con las sombras hasta que se encontró a sí misma y sin darse cuenta comenzó a esparcir sus semillas en fértil terreno y ahora veía la búsqueda de su superación reflejado en él.
Al cabo de dos horas arribaba a Coyhaique, un lugar maravilloso que siempre invitaba a la contemplación y a la renovación de energías, pero que ahora se veía triste y desolado. Al igual que en Santiago, circulaban unos pequeños vehículos que, por medio de megáfonos, inducían a la reclusión domiciliaria. Todos parecían estar consternados y reaccionaban como ovejas a tal sistema de ordenamiento. Daba la sensación de que ya no sentían ni miedo, ni rabia, ni angustia ni nada, solo se desplazaban desde el lugar de donde estaban hacia sus guaridas. Un cordón sanitario rodeaba la ciudad, situación que se repetía en todas las regiones de Chile.
De la gente del sur se dice que son personas buenas y cariñosas, pero odian a los santiaguinos, por lo que fue cuidadosa y buscó la mejor alternativa para pasar aquella noche y decidir qué hacer al siguiente día. Recordó que Pablo le había comentado de un lugar donde pernoctó los primeros días en esa esa región. El hombre que administraba aquel hostal era un anciano bonachón, estaba segura de que recordaría a Pablo con cariño, pues su hijo era un ser difícil de olvidar y no lo pensaba por ser su madre, en muchas ocasiones las personas se referían a él destacando su humildad, carisma y amabilidad.
Así, no lo pensó dos veces y se dirigió a aquella hostería. Al llegar, efectivamente, fue atendida con mucha amabilidad, ya cercano al anochecer, don José la hizo sentir como en casa y le ofreció un chocolate bien caliente y una grata conversación antes de irse a dormir.
―Pablo… sí… efectivamente estuvo aquí hace poco más de tres semanas, me dijo que acamparía en … ¡Ah! Ya recuerdo, el Lago Atravesado, sí, ahí pondría su carpa antes de irse a Puerto Cisnes, su destino final antes de volver a su hogar. Había recorrido gran parte de la región. Se veía muy agotado y delgado, así que le di una buena cazuela como atención de la casa.
―¡Gracias!, don José. Debe haber sido así cómo usted lo cuenta. Pablo es muy tímido y aunque se estuviera muriendo por un plato de comida, no lo diría jamás. ―Inclinando su tazón para tomar lo que le quedaba de chocolate.
―Sí, tiene usted razón y yo lo intuí, me recordó a mí de joven, por lo que no hizo falta que me pidiera nada.
―Cuando él estuvo aquí, ¿se había declarado el estado de emergencia? ―al decirlo sus ojos se abrieron de una forma que desfiguraba su cara, pues anochecía y las sombras inundaban el lugar.
―Sólo se escuchaban rumores de lo que acontecía en Santiago, pero todavía no se impregnaba la gente de pánico como lo está ahora. ―Parándose de su lugar y mirando a través de la ventana que daba hacia la calle―. Su hijo nunca estuvo a salvo aquí, si es a eso a lo que se refiere, la pandemia se propagaba silenciosamente desde hacía un par de meses, por lo menos.
―¿Usted cree que llueva? ―preguntó angustiada.
―Pues… déjeme decirle que comenzó a llover, una fuerte tormenta se avecina y parece que no se irá muy pronto, suelen acompañarnos por lo menos una semana.
―Sí, lo sé. Viví en el sur mucho tiempo y sé de lo que me habla. Cuando niña me iba a jugar con el viento luego de una tormenta, gritábamos corriendo en sentido contrario a él y trepábamos los árboles quienes agitaban sus ramas como queriendo correr también.
―¿Qué le hace pensar que su hijo esté en Puerto Cisnes? ―Se aleja de la ventana y acercándose al fuego de su salamandra, la escucha con atención.
―Pura intuición y algunos cabos sueltos que voy atando al recordar sus últimas conversaciones.
―Creo que no queda nadie allá, la mayoría abandonó el puerto después de que llegó una delegación de deportistas desde Italia y contagiaron a la mitad del pueblo.
Al día siguiente partió muy temprano y esperó el único bus que podría llevarla hasta ese lugar, de pronto vio una camioneta que se estaciona frente a ella:
―¿Va para el puerto? ―le grita asomándose por la ventanilla.
―Sí, para allá voy.
―¡Súbase! No están pasando buses.
El hombre se veía relativamente joven, de unos cuarenta años, y algo en él le inspiraba confianza.
―Y… ¿a qué va para allá?, si se puede saber no más.
―Voy en busca de mi hijo. Hace tiempo que no tengo noticias suyas y en la última conversación que tuve con él me dijo que vendría acá.
―Hmmm… yo trabajo en el hospital, mejor dicho… trabajaba, desalojaron a todo los pacientes y el personal a cargo. Necesito ir a buscar unos registros de personas fallecidas, información que guardé en una de las computadoras, precisan hacer un catastro a nivel nacional. ¿Cómo se llama su hijo? ―al decirlo le tembló la voz, pues imaginó el desenlace fatal del muchacho, pero sintió el imperativo de ayudarla en la faena.
―Pablo, Pablo Caballero, señor.
―Lo recordaré, no es un nombre común. Preguntaré a mis colegas, quizá haya ido a algún centro de urgencia.
―Muchas gracias, yo estaré aquí un par de días.
―¡Cuídese! De verdad, este es un pueblo fantasma. Dicen que desde hace algunos días el mar está embravecido, como si le molestara la gente que aún ronda por el lugar.
Arribaron al pueblo y Lulú comenzó a caminar sin rumbo fijo, llegó a una plaza y se sentó en el primer banco que vio. Recorrió con su mirada las calles principales que la rodeaban, había parado de llover y una tibia brisa rodeaba el lugar, de pronto sintió el peso de una mano que tocaba su hombro.
―¡Pablo! Estás aquí, no me equivoqué. ―Se abalanza a sus brazos y lo retiene como una niña que ha encontrado a su padre en una fría y oscura noche de soledad.
―Te estaba esperando, ¡cómo has tardado! Espero a un amigo que nos llevará a casa. Él sabrá el camino que debemos tomar para no demorar o impedir el flujo del destino.
―¡Ah, qué bueno, hijo! Estoy cansada y un aventón nos vendrá bien.
―Yo seguiré andando, madre. Recuerda que los viajes son mi inspiración en la vida y este en especial es el más importante de todos.
―Pablo, ¡qué dices! El mundo entero está viviendo una catástrofe, no podrás seguir viajando. Además, transité miles de kilómetros para volver contigo a nuestra casa, no para dejarte acá.
―Pronto estaré en casa, mami. Será maravilloso, como siempre lo ha sido.
―La muerte está rondando y no quiero que te suceda nada.
―¿Recuerdas cuando hablábamos de la muerte como un premio para aquellos seres que ya habían cumplido su misión?
―¡Claro que me acuerdo! Me trataste de insensible…
―Era un niño, pero ahora lo entiendo. Es un privilegio poder salir de este cuerpo y dirigirnos a casa. La vida no termina aquí, esto es solo un eslabón en nuestra evolución. Somos tan pequeños, mami, tan insignificantes y poco evolucionados que debemos vivir muchas veces para poder entender las lecciones de nuestro creador. No sabemos lo que es el verdadero amor, vivimos engañados por el ego, en un mundo basado en absurdos con el único fin de controlar para tener seguridad de que no vamos a sufrir por nada ni por nadie, cuando lo único que hacemos es generar mayor dolor y alimentarnos de él para así sentirnos poderosos y satisfechos. ―Buscando su mirada, la abraza y besa en la frente―. Te quiero mami…
Al momento de terminar de oír sus palabras, vislumbra una camioneta que se acerca a baja velocidad y ve descender al mismo hombre que la trajo hasta el puerto.
―Mira, Pablo, es la persona que me condujo hasta acá… ―Busca a su hijo, pero no lo encuentra― ¿Pablo? ¿Dónde estás, hijo?
―Qué bueno que la encuentro, ya se dio cuenta de que no hay nadie en el pueblo, ¿verdad?
―Pablo estaba aquí, conmigo, debe haber ido a la carretera para verificar si venía su amigo.
―Pablo… falleció hace dos días, está en el listado que vine a recoger, luego me dirigí a comprobar el hecho y sí, su documentación lo acredita. De todos modos, la llevaré para reconocer su cuerpo…
Lulú estalló en llanto, sintió que sus entrañas se retorcían y su garganta se estrechaba impidiéndole respirar. La lluvia que había dejado de sentir se manifestó con mucha más fuerza y…
―¡Señora!, ¿me está usted escuchando?
No, Lulú no lo escuchaba, siguió el rastro de luz dejado por el aura de Pablo, se dirigió hacia la carretera, la tormenta golpeaba con furia, en verdad nunca había amainado,
Una brillante luz iluminó su grácil rostro y diminuta figura, los pitazos de un enorme camión nunca la despertaron y su cuerpo, destrozado por el impacto, quedó tendido en el cemento.

2 comentarios:

  1. es muy triste lo que aconteció con Pablo y Lulú creo que se ven realidades similares en estos tiempos de ahora . de crisis 🎻

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  2. Impactante relato, por el contexto que no ha cambiado, el virus sigue haciendo de la muerte un suceso más cotidiano de lo que acostumbrábamos, y por la descripción patagónica y su clima, te hace sentir ahí.

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