Marcela Adriana Alfonso Duarte
Matías o «Mati» como lo llamaban todos, alistó unas cuantas
prendas; una camiseta, una gorra y una cantimplora con agua.
―Aún no sé si quiero ir.
―Claro que quieres ―dijo su padre―. Te divertirás mucho con
los otros chicos.
―A mamá no le va a gustar.
―¡Bah! A ella nada le gusta. Mereces algo de diversión ―dijo
su padre con una sonrisa y acarició juguetón la pelusa recién aparecida sobre
el labio superior de Matías.
La semana pasada quise inscribirme en un curso de canto que
iniciará en el pueblo. Sentí alegría al enterarme y corrí a casa.
―¿Que quieres qué?
―Inscribirme a las clases de canto ―susurré bajando la
mirada.
―Tú y tus bobadas ―contestó mi madre mirándome por encima de
los lentes. Apartó la calculadora y el libro de contabilidad―. Estás destinado
a ser un bueno para nada ni siquiera creces, mírate. Tu padre deberá servirte
más comida a ver si engordas al menos un poco ―suspiró y volvió a los números.
Papá miraba desde la cocina en silencio.
*
Hermes tarareaba revolviendo la ropa en el cajón, buscaba su
bermuda favorita. El cabello liso y un poco largo al frente le estorbaba los
ojos. Fue a la cocina, echó en una bolsa plástica algunas frutas, enlatados y
dulces.
―¿A dónde irán? ―preguntó la madre desde la habitación.
Hermes entró y la vio tumbada en la cama en un cuarto oscuro
aunque fuera de mañana. Abrió las cortinas y le dio un beso.
―Ma, te dejé el desayuno listo sobre la mesa. Iremos al
bosque.
―Ah, bueno.
―Y no te preocupes, ¿eh? La señora Leila estará pendiente de
ti. Te traerá de almuerzo su horrible sancocho aguado e insípido ―dijo Hermes
haciendo gesto de asco.
―Haré un esfuerzo ―dijo su madre soltando una risita. Hermes
también se rio. Trajo un vaso de agua y le puso en la mano una píldora
diminuta. Ella agradeció, se escurrió en la cama y cerró los ojos. El chico
suspiró y antes de que el nudo en la garganta se le escapara como regadera por
los ojos salió de la casa.
Desde que mi padre se fue dando un portazo, mamá cambió. Ya
no se maquilla ni va al salón de belleza ni invita a sus amigas a jugar dominó.
Mi padre rara vez llama, eso sí, consigna cada mes lo pactado. Todas las
semanas voy al mercado y hago las compras necesarias.
―Hola cariño, ¿y tu mamá? ―preguntó la vendedora de huevos―.
Hace tiempo no viene por aquí.
―Está un poco mal de salud.
―¿Y eso?, ¿enferma de qué?, ¿ya fue al doctor?
―Huy doña, esta vez los huevos vienen bien cagados, ¿no?
La mujer torció la boca y me dio los vueltos de mala gana.
Vieja chismosa.
*
Albert cogió el maletín. Guardó con celo un libro que tenía
escondido bajo el colchón, un jean descolorido y se acomodó los lentes para
salir. «Einstein», lo llamaban en el salón de clases, no alcanzaba los quince
años y estaba a punto de terminar la secundaria.
―¿Llevas el cuadernillo de Física? ―preguntó su padre.
―Sí señor, claro.
―Eso, recuerda pegar una estudiada y hacer ejercicios.
―Sí, señor ―dijo Albert poniendo los ojos en blanco
aprovechando que su padre no había despegado los suyos del periódico.
―Mira, el gobierno ofrece becas universitarias para los
mejores bachilleres. Ven, lee.
―Papá, se me hace tarde. Los chicos me están esperando.
Se despidieron con un apretón de manos. Antes de cerrar la
puerta el jovencito oyó a su padre: «No llegues muy tarde mañana. El lunes hay
escuela».
Cuando aprendí a escribir, lo hice con la mano izquierda,
pero mi padre se empeñó en volverme diestro. Siempre ha estado muy orgulloso de
mis primeros puestos en cada año escolar.
―¿Por qué no sacaste cinco en esta evaluación? ―preguntó
sacudiendo la hoja frente a mi cara.
―Estaba difícil.
―Entonces debes estudiar más. Tienes que ser el mejor
siempre. Si no sacas la nota más alta quiere decir que no te estás esforzando
lo suficiente. Mira a los hermanos de tu madre, ¿acaso quieres ser como ellos?
Un bruto. Mamá no dijo nada, se fue para la habitación apuñalando el suelo con
los tacones.
*
Iván tomó la navaja que su padre le regaló en la navidad
pasada y la guardó en uno de los bolsillos del morral. Apeñuscó dos camisetas y
un jean con talla de adulto. De un par de zancadas ya estaba en la cocina.
Sirvió un vaso de refresco y lo bebió de un sorbo. Si su madre estuviera ahí
quizás le alistaría algo para merendar en el bosque. Unos golpes y maldiciones
lo devolvieron a la realidad. A hurtadillas sacó una cerveza y unos cuantos
cigarrillos de su padre; los metió en su morral con cautela. El hombre estaba
en el patio luchando con el motor de un carro viejo.
Soy casi igual de alto que mi padre, pero a él el trabajo pesado
y las peleas en el bar del pueblo lo han vuelto corpulento y de gesto agrio.
―Camine a ver y me ayuda a doblar unos fierros ―dijo mi
padre y pateó el travesaño de la cama haciéndome brincar―. ¡Muévase!
―Es fin de semana ―dije refregándome los ojos.
―¿Qué fue lo que dijo?
No vi venir el puño que me estrelló en el hombro. Me agarró
por la pijama, me arrastró fuera e hizo un amago de golpearme en la cara.
*
Los cuatro muchachos con morral y bolsa de dormir en la
espalda caminaron por la carretera hasta llegar al camino de tierra y piedra
que los llevaría al fondo del bosque. Llegaron al borde cerca del mediodía.
Allí estaba, una masa verde y misteriosa. Siguieron el sendero empujándose y
bromeando. Los troncos gruesos levantaban sus ramas con follaje de diferentes
tonos. Altos y frondosos. La luz del sol era escasa, solo algunos rayos se
escurrían hasta el suelo como cintas translúcidas pasando a través del follaje.
La temperatura perfecta.
―¿Vamos más allá de lo que fuimos la última vez? ―preguntó
Iván y le dio una palmada en la cabeza a Matías.
―No es buena idea, es irresponsable ―dijo Albert y miró con
desconfianza el camino cubierto de hojas secas.
―Vamos cerebrito, será divertido.
Hermes se mostró complacido dando saltos y Matías se encogió
de hombros.
Comieron la merienda sin detener el paso. Debían llegar lo
más lejos posible y hallar un buen sitio para armar el campamento. Era la
primera vez que dormirían allí. Antes pasaban el día y al empezar a caer la
tarde regresaban al pueblo.
Al atardecer el bosque se tornó ocre. Una neblina tenue se
empezó a esparcir haciendo arabescos caprichosos y los envolvió por completo.
La temperatura bajó. Se pusieron los suéteres y continuaron caminando.
―¿Oyen eso? ―preguntó Hermes. Con los ojos muy abiertos miró
hacia todos lados despacio, como buscando algo entre los troncos de los
árboles. Los chicos palidecieron y abrieron también los ojos.
―Son pájaros, tonto ―dijo Iván al tiempo que le pateaba el
trasero.
Hermes rio y los demás lo sacudieron por el susto que les
había dado. Cientos de aves trinaban buscando cobijo para la noche. La bruma
jugueteaba siguiéndoles a cada paso. Tropezaron casi de frente con una cueva a
los pies de una pequeña loma.
―Podemos dormir aquí esta noche ―aseguró Iván con sonrisa de
tiburón.
―No, yo no voy a entrar ahí ―dijo Matías echándose hacia
atrás.
―Vamos enano, no seas gallina.
―No, Mati tiene razón ―dijo Albert―. Es peligroso.
Iván miró a Hermes esperando su apoyo.
―Ah no, a mí ni me mires. Yo tampoco entro ahí. No quiero
encontrarme con La bestia en la cueva de
Lovecraft.
―Maricones. Escuché decir a mi padre que esta cueva tiene
salida al otro lado de la loma. Será una aventura llegar allá. Sin meditarlo se
metió por el hoyo.
―Iván, ¿estás seguro? ―preguntó Albert.
―Sí, los veré del otro lado, miedosos ―dijo desde adentro
con algo de eco.
Los tres siguieron el camino para rodear la loma. La
oscuridad se fue apropiando del bosque. Matías sacó la linterna para ayudarse
un poco. Caminaron presurosos al lado de la base de la montaña sin saber si en
realidad la estaban rodeando.
―Estúpido Iván. Una cueva no es un túnel en línea recta
―dijo Albert.
―Bueno, con suerte no volveremos a verlo ―bromeó Hermes.
De camino encontraron el río. Cristalino y travieso
salpicaba con espuma las rocas de la orilla. Hermes tropezó con la raíz de un
árbol y cayó por un modesto barranco al agua. Matías y Albert intentaron
retenerlo. Fue imposible. Se lo llevó el río. El chico se hundía por instantes,
chapoteaba y gritaba pidiendo ayuda. Los otros dos corrieron por la ribera
intentando engancharlo con ramas, sin embargo, la noche incipiente y la
vegetación salvaje les impidió seguir. Hermes se perdió en el agua. Ya no
escuchaban sus gritos. Matías lloraba y Albert buscaba en su cabeza alguna
ecuación o fórmula para hallar a sus amigos.
―Fue un error ―dijo Matías entre sollozos.
―Cálmate, encontraré una solución.
Albert dirigió la luz hacia la copa de los árboles, era
difícil verlas por la densidad y lo apretado del follaje.
―Voy a subir a este árbol, quizás si llego hasta la copa
pueda ver el curso del río y con suerte descubriré si Hermes pudo salir del
agua.
―No me dejes aquí solo ―lloriqueó Matías.
―Subo y bajo enseguida. Mantente tranquilo.
Albert se puso la linterna en la boca y empezó a trepar con
dificultad por el tronco grueso de una ceiba. Se apoyó en las grietas hasta
llegar a las ramas que parecían brazos extendidos. Después de unos cuantos
metros Matías ya no lo vio. Las tupidas hojas y ramas se habían cerrado tras el
paso de su amigo. El árbol parecía un ser con voluntad, enfurecido por la
invasión. El viento también atacó con latigazos gélidos. Ni siquiera el haz de
luz de la linterna de Albert se percibía. La frondosidad de la gigantesca ceiba
parecía un ser maligno enfurecido, le negó visibilidad alguna.
―¿Albert? ―llamó Matías― ¡Albert!
Gritó varias veces llamándole, pero el viento nocturno del
bosque bramaba más fuerte que él.
*
Iván estaba sofocado, sendas gotas de sudor le cubrían la
frente y la espalda. Iba con el torso desnudo. La luz era lánguida, la apagó
unos segundos. La negrura era tajante, mejor encendió la linterna de nuevo. No
iba de frente sino hacia abajo y el camino cada vez se hacía más difícil. Tal
como veía su vida. Oscura y estrecha.
«¿Qué será de la vida de mi madre? No la odio, en realidad
fue valiente al escapar». Él había nacido de forma prematura por culpa de una
patada que había recibido ella en el vientre. Si no hubiera huido ahora quizás
estaría muerta. De pequeño escuchaba pelear y gritar a sus padres. Su mamá
lloraba aguantando los puñetazos y las cachetadas. Él corría a esconderse
dentro del armario y por el quicio de la puerta podía verla intentando defenderse,
pero, el monstruo mucho más fuerte, grande y malvado siempre ganaba. Ella salió
un día al mercado, le dio un beso y lo abrazó con fuerza; le dijo que lo amaba
y pronto volvería por él. Nunca lo hizo.
―¡Su mamá es una puta! ―gritaba mi padre.
Respiró profundo el aire de la cueva, aire viciado, no le
llenaba los pulmones. Se pasó la mano por la cara para secar el sudor. Escuchó
algo en medio de la negrura, alumbró. Nada. Recordó la mención que hizo Hermes
del cuento de Lovecraft, se le pusieron los pelos de punta. Sacó la navaja y la
empuñó. Si era un animal, lo mataría. No lo cogería desprevenido. Pensó en
regresar. No, ya no recordaba por cuál camino había llegado. Estaba en una
tumba.
*
Hermes trató de mantener la cabeza fuera del agua, sabía nadar,
pero el líquido helado era como millones de agujas atravesando la piel. Ya no
sentía nada. Brazos y piernas estaban entumecidos. Apenas si flotaba dejándose
arrastrar por el río que rugía a su alrededor y ya no era cristalino, sino del
color de la brea. Un hilo de sangre le escurría por la cara desde la frente ¿Si
él moría qué pasaría con su madre? Él y solo él veía por ella. No podía dejarla
sola, estaba indefensa. Lloró y las lágrimas se juntaron con la sangre y el
río.
―Se llama «depresión» ―dijo el psiquiatra.
―¿Y eso la puede volver loca?
―No, las personas con depresión se comportan como tu mamá.
Simplemente les deja de importar todo.
Mi tía Efigenia, hermana de mi padre, dijo que mamá hacía
eso para que él volviera.
―Tu mamá es una mierda ―dijo enojada―. Que lo deje ser
feliz, el pobrecito no pudo serlo con ella. Y eso es culpa solo de tu madre.
Yo no entendía qué pasaba y poco a poco me fui haciendo
cargo de ella, de la casa, de la comida y de las finanzas. La señora Leila,
amiga de mamá cuando estaba sana, me enseñó a cocinar y a darle las medicinas.
Cuando hago reír a mamá se siente mejor o por lo menos eso parece. Le hago
chistes o le cuento historias graciosas y ella se ríe con ganas. Eso para mí es
un alivio porque logro sacarla de la quietud, del sueño o del llanto que llega
cualquier día sin aviso.
*
Albert siguió subiendo de rama en rama, debía subir lo que
más pudiera para ver el río. Escaló y escaló. No sabía que aquellos árboles
fueran tan altos, empezó a sentir miedo. Al mirar hacia abajo no veía nada, no
sabía qué tan alto estaba. Las ramas se movían con el viento queriendo
arrojarlo lejos, deshacerse de él parecía su deseo.
―¡Mati, Mati!
La única respuesta fue el ulular de un búho entre los
aullidos del viento. Intentó bajar, la rama se quebró haciendo un ruido de
chillido que lo obligó a subir más. Se sujetó fuerte de las ramas que se
mecían. Mirar hacia abajo le produjo vértigo, no veía el suelo. Sintió ganas de
vomitar. ¿La ceiba le susurraba o se reía? Le faltaba el aire y lo embargó un
sopor que lo obligó a quedarse quieto, petrificado. Subir era sencillo, bajar,
irrealizable. Su padre se sentiría muy decepcionado de él. «¿Qué pensaría de mí
si muero en estas condiciones? Por Dios, ¡subido en un árbol!, es ridículo. Un
chico que se suponía listo es devorado por una ceiba gigante». Si eso sucedía
no podría ganar la beca con la que había soñado siempre su padre. No sería el
hombre importante ni respetado en el medio científico. Se espabiló un poco y se
acomodó entre una grieta del tronco y como pudo sacó de la mochila el preciado
libro. Distraer la mente en otra cosa le ayudaría. Vincent Van Gogh, el arte
incomprendido. El viento agitaba a voluntad las hojas del libro. Alumbró con la linterna y obligó a
detenerse en una lámina, el Campus en
Cordeville.
Maravillosa paleta de colores, la luz plasmada en ese campo
con tanta maestría, la belleza de los trazos y las formas. No, ni pensarlo.
Papá me mataría o por lo menos dejaría de hablarme de por vida si le saliera
con el cuento de mi sueño de artista. El viento le arrebató la linterna y se
alejó entre susurros. Sonrió aletargado,
estaba demasiado cansado.
*
Matías alumbró con la lámpara en todas direcciones y las
sombras proyectadas lo asustaron más. Se acurrucó al lado del árbol. Miró la
hora en el reloj. Las 11:30 de la noche. ¿A qué hora había pasado tanto tiempo?
Solo hacía estorbo ni siquiera podía ayudar a sus amigos. Por lo menos Albert y
Hermes lo habían intentado, en cambio él estaba reventado de miedo. Moriría
ahí, quizás engullido por un animal. Sus amigos tendrían muertes más
llamativas. Los maestros decían que le faltaba iniciativa y tenían razón, igual
que su madre.
―Bravo hijo, lo hiciste muy bien ―dijo papá cuando en
primaria recité tres renglones en un acto escolar.
―¿Bien? ―dijo mamá―, si no se le entendió nada. Tartamudeó
todo el tiempo y habló tan bajo. Gracias a Dios poca gente lo notó.
―No importa, la próxima vez será mucho mejor y la siguiente
también. Solo debes arriesgarte.
No quise volver a hablar delante de nadie. Ya no tartamudeo,
pero no tengo nada loco o disparatado que decir como Iván, nada gracioso como
Hermes y nada interesante como Albert.
Matías se levantó, temblando de miedo decidió seguir solo el
camino y rodear la montaña. Si se acababan las pilas de su linterna ahí
sentado, estaría frito. Empezó a caminar fijándose bien en donde pisaba. Le
tenía pánico a las serpientes y a los bichos. La mole negra de piedra y
arbustos se convirtió en una loma cubierta de césped fino y rastrojo. Enfocó
hacia la pared de montaña, calculó que estaría en el lado opuesto de la entrada
por donde se metió Iván. Se detuvo y se acercó hasta casi tocarla con la nariz.
El viento lo había dejado en paz pero la noche no dejaba ver nada más allá de
unos cuantos centímetros. Alumbró despacio y fijándose bien. Entonces, lo vio.
Un orificio entre dos rocas. Iluminó y con un ojo miró dentro. De allí salía un
vapor caliente, era un espacio vacío y al parecer amplio.
―¡Iván! ―gritó y el eco retumbó dentro de la cueva― ¡Iván!
―volvió a gritar. El eco se repetía tantas veces, imposible oír algo más.
Empezó a cantar. Al hacerlo, el eco se hizo más suave y su voz se esparció por
cada agujero de gusano de la cueva.
Iván empuñaba la navaja con una mano y con la otra la
linterna. Buscaba en la oscuridad al animal o al monstruo. Estaba desorientado,
con la visión borrosa, ya no tenía agua. La última gota se la había tomado una
hora atrás. Escuchó un murmullo lejano, levantó más alto la navaja, lo que
quisiera atacarlo se llevaría por lo menos un buen tajo. Un susurro, un canto,
una voz celestial.
―Es una voz humana ―se dijo―. ¡Hola! ―gritó con el vigor que
le quedaba.
El eco de su propia voz le tronó en los oídos. Guardó silencio
y ahí seguía esa voz cantando. No lo estaba imaginando. Echó a andar siguiendo
la melodía.
Matías vio un afilado haz de luz que salía del agujero, pegó
el ojo. El resplandor de un bombillo lo dejó encandilado. Apartó la cara y al
mirar hacia la oscuridad miles de lucecitas de colores aparecieron ante él.
―¿Hola? ―dijo una voz desde adentro de la montaña.
―¡Iván!
―¡Mati! ―Iván hundió la hoja de la navaja alrededor del
agujero. Arrancó piedras y tierra. Pronto le cupo la mano. Se tocaron
temblando. Entre los dos abrieron un hueco mediano por donde Iván pudo salir,
primero la cabeza, luego el tronco y por último las piernas.
Enterado Iván de todo lo sucedido y después de tomar varios
tragos de agua fueron en busca de los otros. Matías había dejado visibles
rastros por el camino que los llevarían hasta el árbol en donde estaba Albert.
―Vaya, Mati. Eres un maldito cantante genio.
Después de un buen rato se encontraban en el pie del árbol
rugoso y agrietado por donde había subido su otro amigo. Entre los dos
gritaron. No hubo respuesta.
―Voy a subir ―dijo Iván.
―No, por favor ―Lloró Matías.
Ivan lo abrazó. La cara de Matías apenas le llegaba al
pecho.
―Tranquilo, voy a volver. Por favor canta, tu voz me da
tranquilidad y esperanza.
Las piernas largas de Iván lo ayudaron a subir rápido.
Pronto perdió de vista a Matías. No obstante, seguía escuchando su hermosa voz
filtrada entre el tupido follaje. Pasó de una rama a otra, a la derecha, a la
izquierda y más arriba; hasta llegar a Albert. Dormitaba recostado en el tronco
y tiritaba de frío. Temió que si lo asustaba podía caer al vacío. Con suavidad
le retiró el libro. En la contraportada había un papel doblado, era un bosquejo
de ellos cuatro abrazados caminando por el bosque. Su amigo tenía los lentes escurridos
en la punta de la nariz. Con cuidado le quitó los lentes. Albert abrió los ojos
y de no ser porque Iván lo tenía bien sujeto se hubiera caído.
―Hola, Einstein ―dijo Iván abrazándolo y le devolvió los
lentes.
―Pensé que iba a morir.
―Menos mal que no porque jamás me habría enterado de que
eres un puto Miguel Ángel ―Albert sonrió. Juntos lograron bajar y tocar suelo.
Los tres siguieron el cauce del río. Empezaba a amanecer. La
bruma tomó un color azulado que se reflejaba en las hojas de los árboles. En un
claro encontraron a Hermes cerca a la orilla bocabajo sobre las piedras.
―¿Está muerto? ―preguntó Matías a punto de echarse a llorar
de nuevo.
Los chicos, resignados guardaron silencio.
―No estoy muerto, estaba de parranda ―susurró Hermes con los
ojos entreabiertos.
Corrieron hasta él, lo voltearon y lo abrazaron. Matías
lloró.
―Bueno, ya estuvo bien de lágrimas, maricones. Hagamos una
fogata para calentar un poco al payaso este.
Albert y Matías recogieron ramas. Iván usó el encendedor de
sus cigarrillos. Consiguió un fuego robusto, suficiente para calentar a todos.
El sol en lo alto y la bruma se desvaneció como fantasma que
huye de la luz. Los cuatro se tomaron de las manos y juraron que ese fin de
semana sería su secreto. Sonrieron cómplices y se abrazaron sellando el pacto.
Sin problema hallaron el camino de regreso. Antes del anochecer llegaron al
pueblo. Era un domingo caluroso de calles vacías y cigarras. En la iglesia las beatas
cantaban al unísono y desde las casas venía el rumor de voces, trastos y
televisores.