lunes, 26 de julio de 2021

Mi enemigo secreto

Ricardo Sebastián Jurado Faggioni


Vanesa tiene catorce años, rubia de ojos azules, delgada y de estatura mediana. Vive con Antonella una señora cuarentona, robusta y alta. Pasan tiempo juntas; van de compras, ven series o películas en Netflix, le ayuda a resolver las tareas. El padre de ella se llevó a la hermana mayor debido a que empezó a ser violenta con la familia, hospitalizarla en un centro psiquiátrico no le parecía una gran idea porque la amaba, por este motivo se separó de su esposa Antonella, también esperaba proteger a la menor.

Para Vanesa enfrentar un nuevo colegio es un desafío, le ha costado relacionarse con los compañeros de clase, anda con un libro por los pasillos y escucha música en todo momento. Además, le gusta pasar desapercibida, sentarse en la última silla del aula.

Ella siente fascinación por los números. Una chica se le acerca para pedirle ayuda, posee dificultades en la materia.

—¿Cómo te llamas?

—Soy Vanesa.

—Tengo problemas con las matemáticas ¿me podrías enseñar?, sé que eres excelente en esto.

—Por supuesto.

—¡Nos vemos en el tiempo libre!

El timbre sonó, la sensación de libertad es única, Carolina es risueña, alegre y enérgica. Tiene ojos oscuros y pelo negro. Después de ese día se hicieron amigas. El ciclo de la secundaria estaba por llegar a su fin, cuando Vanesa cumpliera los diecisiete, una verdad se le revelaría.

Vanesa cumplió dicha edad, conoció a un chico que se llama David, él es mayor por un año, está en la banda de rock del colegio. Es atlético, tiene los ojos azules, siempre anda con una camiseta de la banda británica Iron Maiden. Tiene un mejor amigo que se llama Matías, él es rubio y de contextura gruesa.

Vanesa y David llevan saliendo dos meses, para que Matías no esté solo, le presentaron a Carolina. Una tarde los cuatros van a comer a un restaurante. Este era amplio y con paredes blancas. Vanesa nunca perdió la costumbre de sentarse al último, estar en ese lugar no iba a ser la excepción.

Con David empezó a perder la timidez, para obtener confianza contó sus miedos, anhelos, sueños a sus amigos en el restaurante.

David antes de irse a dormir empieza a escribir una canción para Vanesa. Sin embargo, recibe un mensaje de texto. La relación debe terminar, no me imagino un futuro contigo.

Al principio no podía creer lo que leía, vio la foto del perfil, era su novia. Al llamarla el teléfono suena apagado. Por un momento sintió ira, para calmarse, le pidió a Matías que vaya a la casa de él.

—¿Seguro qué Vanesa te terminó?

—Sí, no lo comprendo, hace un par de horas estábamos bien.

—Ustedes estaban perfectos.

—¿Qué hago?

—Conversa con ella mañana.

Esa misma noche, Carolina observa una carta en el escritorio. He sido tu amiga por lástima, espero que repruebes en matemáticas. A ella las lágrimas se le empezaron a salir, su madre que iba a entrar al dormitorio, verla triste le preocupó y decidió abrazarla.

Valentina sintió pena al separarse; su papá la iba a cuidar para que ella cumpla con un tratamiento especial. A veces para entretenerse usaba la red social Facebook. Investigó la vida de Vanesa, se dio cuenta que tenía amigos. Sintió celos, envidia y enojo. Decidió vengarse de Valentina por tener lo que deseaba. Fue cuando le escribió a David para terminarlo, posteriormente envió una carta a Carolina por medio de una empresa de mensajería.

Temprano en la mañana bajó a la cocina a desayunar, Antonella le preparó lo que más le gustaba: un sándwich de huevo y tocino. Estaba entusiasmada, iba a ver a sus mejores amigos. Sin embargo, al llegar al colegio fue como si le hubieran dado una puñalada en la espalda. Ni David, ni Carolina la fueron a buscar, no comprendía el motivo. Entonces observa que Matías está en el patio de comida.

—¿Por qué David y Carolina me evitan?

—Ayer después de la salida por un mensaje de texto le terminaste a David.

—No es cierto, ayer me fui a dormir y no cogí el teléfono.

—Muéstrame el chat con David.

Ella le enseñó la conversación que tuvieron hasta ir al restaurante, no comprendía lo que estaba pasando. Alguien te está haciendo daño, más tarde converso con mi mejor amigo. Tú salva tu relación con Carolina.

No sabía qué cosas le habrá dicho este desconocido a Carolina, pensó que fue algo hiriente para que no le hablase. Esta semana tocará rendir el examen de matemáticas, estaba preocupada, si no se esforzaba por obtener el mínimo reprobará, por ende no se graduarán juntas. No se le venía a la mente quién podría hacerle daño, era la hora de volver a clase, estuvo a lado de su amiga. Ni siquiera se movió para mirarla.

Al salir del aula Vanesa confrontó a Carolina.

—¿Qué te he hecho?

—Me enviaste una carta despectiva, diciendo que nuestra amistad se acabó.

—Realmente crees que haría algo tan cruel.

—No sé de lo que eres capaz, me he puesto a estudiar sola, no te necesito.

—Déjame ver el recado.

Ella se lo mostró, abrió el sobre, no estaba escrito con pluma, sino alguien lo había redactado en una computadora para que no identificaran la letra. La única forma de negar esto era enseñando el ordenador que estaba en casa. Ambas fueron después del colegio, al cuarto de Vanesa, una vez prendido el ordenador le mostró los archivos que tenía.

—Te he demostrado que soy inocente.

—No lo sé, pudiste haber eliminado las carpetas de la compu.

—No es así, se están haciendo pasar por mí, ayer alguien le envió un mensaje de texto a David, diciendo que ya no lo quería.

—¿Quién sería capaz de lastimarte?

—No tengo idea, pero dame una oportunidad para ser amigas nuevamente.

—Estaré contigo, juntas descubriremos quien te desea el mal.

—Gracias.

En la noche una imagen que le llegaría al celular, cambiaría su mundo. El cadáver del papá de Vanesa se encontraba acostado en el piso. La madre iba a desearle la bendición para irse a dormir; cuando observa la extraña expresión que tenía su hija, le hace preocupar. Ella no podía hablar, le entregó el móvil, también se quedó impactada por aquella fotografía. 

Antonella con las lágrimas, va a la caja fuerte que tenía en el dormitorio. Le entrega un documento que decía Valentina. Vanesa al terminar de leer, se da cuenta que la hermana mayor sufre de esquizofrenia.

—Tengo que contarte algo.

—Dime.

—Hace algunos días alguien le mandó un mensaje a mi novio diciendo que terminamos y le entregó una carta ofensiva a Carolina, existe la posibilidad de que sea Valentina.

—Después de esa imagen, sería capaz de todo.

—¿Por qué papá murió?

—Posiblemente fue duro con ella, pensaba en curarla y de pronto ella perdió el control.

Una noche antes del crimen, Valentina se encontraba conversando con algunas de las voces que tenía en la cabeza.

—Tienes que asesinar a tu papá

—¡Jamás haré algo semejante!

—Tienes que hacerlo, es por el bien de nosotros, él desea borrarnos para siempre.

—¡Cállate!

El grito se escuchó en toda la casa, el padre dejó de trabajar para irla a ver.

—¿Qué sucedió, las voces de nuevo?

—Si, pero esta vez son más fuertes.

—Recuerda tú tienes el control.

Al decir esas palabras, la mirada de Valentina cambió, empujó fuerte al papá hacia una pared, el golpe que se dio lo dejó sin vida. Cogió el celular, le envió la foto del crimen a Vanesa para luego escapar.

Ella llegó al anochecer, tocó el timbre y salió Antonella.

—¿Mamá puedo pasar?

—Sí puedes, pero ¿qué te pasó?

Ambas se fueron a la sala. Valentina le comentó que un sicario había entrado a casa, ella logró huir. La mayor se dirigió a la cocina, aprovechó para escribirle un mensaje de texto a Vanesa para que no venga. Al revisarlo supo que su madre se encontraba en peligro. Como estaba cerca del hogar de Carolina, decidió buscarla. Al llegar le detalló que era la hermana mayor quien se estaba haciendo pasar por ella. Carolina le comentó que desde los diez años, su padre la había entrenado en artes marciales, también tenía cierto conocimientos en armas, especialmente en ballesta y cuchillos de caza. Ambas fueron a rescatar a Antonella. Una vez en la casa de Valentina, se separarían, Carolina usaría una escalera que estaba en el patio para subirse al techo e ir al cuarto de Vanesa, luego se acercaría a la agresora para sorprenderla con un tiro preciso.

Vanesa tocó el timbre, Valentina aparece, la hace pasar. Cuando ve a su madre amarrada a una silla, esperaba con ansias la llegada de Carolina. Su amiga siguió la planificación al pie de la letra. Entró al cuarto de Vanesa sigilosamente, preparó la ballesta, se dirigió a la sala para apuntarle al pecho. Ella se desplomó, con el cuchillo liberó a Antonella. Los vecinos, por el escándalo, llamaron a la policía. Valentina logró sobrevivir, pero la encerraron en un centro psiquiátrico, del que después de un año se escapó. 

jueves, 15 de julio de 2021

El duende

Ixchel Juárez Montiel


Mabné no quería ser como el resto de los duendes: comunes y corrientes. Lo peor que los duendes les hacían a las personas eran bromas de mal gusto, y eso a Mabné lo llenaba de ira, pues detestaba a los humanos por sobre todas las cosas.

―Los duendes no somos perversos ―le había dicho en el pasado Vicpol, su padre―. Además, no podemos interferir de manera drástica en la vida de los humanos.

―¿Por qué no?

―Porque la maldad es exclusiva de los hombres.

―¿Por qué? ¿Por qué solo de ellos?

―Porque así lo dispuso el Creador en su momento.

―Nosotros nos parecemos tanto ―replicó Mabné, haciendo hincapié en lo similares que eran las fisonomías de los duendes y los hombres. Tenían rostros parecidos, extremidades y cuerpos casi idénticos. La única diferencia importante era la estatura.

―¡No! ¡No somos parecidos! ¡No sabes de lo que son capaces!

Vicpol se alejó, dejando a Mabné en silencio, mas él podía sentir como la sangre hervía en su interior. Miraba a su padre y hermanos hacer tonterías como esconder llaves, salar la comida y tirar la tierra de las macetas, pero Mabné se negaba a hacer cosas tan insulsas. No quería jugarles bromas. Ansiaba lastimarlos. Su más grande anhelo era verlos sufrir. Además, él no sabía nada de ningún Creador. Jamás lo había visto ni escuchado y, por lo tanto, no tenía por qué obedecerlo. Pensó que si ese ser superior en realidad existía y era tan poderoso como decía su padre, detendría a Mabné llegado el momento.

Pasó noches y días enteros pensando en cómo llevar a cabo su plan. No dormía ni comía por estar sumergido en sus pensamientos. El resto de los duendes le hablaban sin conseguir que una palabra saliera de los labios de Mabné. Cada día que pasaba sentía que aborrecía a los humanos cada vez más y soñaba con acarrearles el peor de los males.

Un buen día supo qué hacer: se robaría un niño.

No sería tan difícil pues no siempre los humanos estaban al pendiente de sus crías. En varias ocasiones observó que los dejaban caminar por su cuenta en las calles o durmiendo solos en sus habitaciones y ese sería el momento en que Mabné aprovecharía para tomar a un pequeño y llevárselo consigo. Nadie podría adivinar la extrema crueldad que Mabné cometería con el infante elegido como su instrumento. Se frotaba las manos con ansiedad, imaginando todo el daño que podría hacer.

Al poco tiempo Mabné se alejó del resto de los duendes, incluidos su padre y hermanos. Lo que pensaba hacer requería de discreción y sabía que ellos eran capaces de revertir su plan. Ellos no sentían rencor por los hombres, simplemente se divertían observándolos mientras buscaban como locos alguna moneda o un zapato. Se reían a carcajadas cuando veían a los humanos furiosos, barriendo la tierra que los duendes habían sacado de las macetas o arrojando los panes carbonizados a la basura, pues los duendes habían aumentado la temperatura de los hornos. La cosa más molesta que llegaban a hacer era bailar en las noches sobre los techos para no dejarlos dormir, tocando panderos y golpeando el tejado con sus tacones ataviados de cascabeles plateados exasperando a los ocupantes. Se sentían de lo más divertidos cuando, fastidiados, los hombres tomaban una escalera a la mitad de la madrugada para revisar el techo y no encontraban nada.

Para Mabné eso era poca cosa. Un momento de frustración jamás se podría comparar a décadas de dolor. Si tan solo uno de esos hombres se hubiera caído del tejado y roto la espalda o la cabeza, pero no. Las bromas eran de lo más infantiles. Más que gracia, a Mabné lo llenaban de vergüenza. ¿Por qué los duendes estaban destinados a ser bufones? Nadie les temería ni los tomaría en serio nunca. Mas él estaba determinado a cambiar eso.

Así, el duende marchó de poblado en poblado buscando a ese niño perfecto que serviría a sus propósitos. Una noche llegó a un pueblo pintoresco donde las casas tienen tejados de adobe rojizo y la gente caminaba despreocupada por las calles. Podía respirar la tranquilidad en el aire mezclada con el olor a pan horneado y leña quemada. Nadie nunca esperaría nada malo en ese lugar, la gente no era suspicaz porque era uno de esos sitios «donde nunca pasa nada». Y era en ese pueblo donde el duende llevaría a cabo su cometido.

Mabné se ocultó afuera de una casa, escondido dentro de un viejo barril abandonado a un lado del pozo. En esa propiedad vivía una familia: el padre, la madre, una niña y un pequeño bebé. Al verlo, el duende supo que ese niño de cabello oscuro y ojos azules sería su presa. Esperó por semanas enteras estudiando, vigilando y haciendo planes hasta que, una cálida tarde de verano, la madre llevó a su hijo a tomar una siesta después de alimentarlo. Mabné aguardó paciente sentado en el pretil de la ventana, ocultándose para que la mujer no advirtiera su presencia.

Ella acostó al pequeño en la cuna; entreabrió la ventana para que el niño no se molestara por el bochorno de la habitación y pudiera dormir tranquilo; le dio un beso en la frente y le acarició el rostro al tiempo que el bebé comenzaba a sumergirse en el sueño.

―Descansa, mein Schatz ―susurró ella antes de salir de la habitación y cerrar la puerta.

En cuanto se quedó solo, Mabné entró por la ventana y miró al niño. Dormía profundamente y el duende tomó unos polvos que guardaba en su chaleco de terciopelo verde, para esparcirlos sobre el infante. Eso evitaría que el niño despertara y armara un alboroto. «Los humanos no deben de saber de nuestra existencia», le habían dicho otros duendes en numerosas ocasiones. «Son tan malos que si nos ven, nos cazarán, encerrarán y asesinarán», solía decir Vicpol. ¡Ah!, ese escenario le gustaba a Mabné. Los humanos siendo cazados, encerrados y asesinados. Ese niño sería el único ser humano en el mundo y en la historia de los hombres en tener contacto directo con un duende y viceversa. Nadie más que ellos dos lo sabrían, llevándose el secreto a la tumba.

Porque Mabné no pensaba hacerle daño alguno a ese niño. Al contrario. Matar a un niño no tendría ninguna gracia, ni siquiera imaginando el semblante lleno de dolor en sus padres. Mabné quería lastimar a los humanos, herirlos en serio. ¿Qué significaba la pérdida de un niño para la humanidad? Nada. Y eso no satisfaría a Mabné.

La mujer entró después de un par de horas para ver a su hijo y lanzó un grito de horror al encontrar la cuna vacía.

―¡No! ¡Mi hijo! ¡Se han llevado a mi pequeño! ¡Ayuda! ¡Ayúdenme, por favor! 

Mas para cuando eso pasó, el duende ya había escapado con el niño y se ocultó con él en una cueva lejana. En las horas y días siguientes, los pueblerinos organizaron grupos de búsqueda con la esperanza de encontrar al bebé que había desaparecido de su cuna misteriosamente, sin éxito.

El duende pudo haberse conformado con todo el caos que había causado, pero no. Seguía siendo insuficiente para la sed de destrucción que sentía. Quería verlos arder. Ansiaba crear una hecatombe que el mundo no podría olvidar. Le enseñaría a ese niño a odiar a los hombres tanto como Mabné lo hacía. Le envenenaría la mente y el alma para que fuera cruel e implacable con sus congéneres. Ese niño estaba destinado a cumplir todas las pesadillas humanas que el duende no podía cristalizar.

Largos años pasaron y, cuando el pequeño cumplió ocho, Mabné decidió regresarlo a su hogar. Así, con todo el encono acumulado en su ser, el duende lo acompañó para asegurarse de que llegara a casa sin contratiempos. Ese niño debía vivir, crecer y poner en práctica lo que Mabné le había enseñado y eso solo podía lograrlo si regresaba con su familia. Además, el duende tenía la certeza de que lo recibirían con los brazos abiertos. Los humanos eran tan sentimentales a veces.

Caminaron todo el día hasta que, casi al anochecer, el duende vio a lo lejos el letrero indicando que habían llegado a aquel pequeño pueblo austríaco de los tejados rojizos: Branau am Inn.

―¿Ves esa casa en el fondo? ―le dijo el duende.

―Sí.

―Esa es tu casa. Ahora, ve y no le digas a nadie dónde ni con quién has estado. Sabes que nadie te creerá y te encerrarán hasta que te mueras. Incluso puedes ocasionar tu propia muerte porque eso es lo que hacen los humanos con la gente loca. Así se tratan a los locos, ¿sabes?

―Y no solo a los locos ―respondió el niño con la mirada cargada de desprecio, mientras miraba fijamente la casa que el duende le había señalado.

―Ahora vete ―se despidió Mabné.

Klara terminaba de preparar el estofado para la cena. «Justo a tiempo», pensó cuando las papas empezaron a hervir y el reloj que colgaba en la pared dejó escapar un lindo pájaro de madera que entraba y salía de su escondite, al tiempo que entonaba un melodioso cu-cú. Su esposo, Alois, no tardaría en llegar del trabajo y le molestaba que la cena no estuviera servida en la mesa en cuanto entraba a la casa.

Estaba apurada colocando los cubiertos cuando creyó escuchar que alguien tocaba la puerta, pero eso era imposible. ¿Quién podía ser a esa hora? No es que fuera muy tarde, pero Branau am Inn estaba poblado por familias tradicionalistas que, por decoro, no se atreverían a irrumpir en la hora de la cena de sus vecinos.

La mujer regresó a la cocina y llevó la olla con el estofado a la mesa. Su hija Ángela comenzó a cortar el pan cuando Klara escuchó nuevamente que alguien llamaba a la puerta.

―Tal vez papá olvidó sus llaves, Mutti ―dijo Ángela antes de llevar el pan al comedor.

―Acaba de poner la mesa, voy a ver quién es.

Klara se limpió las manos con un trapo de cocina y fue hacia la puerta.

Estuvo a punto del desmayo en cuanto abrió. Habían pasado varios años, pero ella era su madre, lo reconocería en medio de una multitud de ser necesario. Sí, era él, su hijo perdido desde hacía años. Estaba ahí, frente a ella, con su cabello negro y ojos azules.

―¡Hola, mamá! ―dijo el pequeño sonriendo mientras le extendía los brazos para sujetarla por la cintura.

―¿Adolf?

La mujer no podía creerlo, aun así, abrazó a su hijo mientras lloraba de felicidad. La familia Hitler estaba completa de nuevo.

lunes, 12 de julio de 2021

Cuento de hadas

Miguel Ángel Salabarría Cervera


Dicen que las hadas existen, eso leí hace un sinnúmero de ayeres en clásicos cuentos infantiles, en donde estos seres mágicos arreglaban las situaciones para que favorecieran a las personas, mientras movían sus alas como colibríes. Sin embargo, al llegar a la juventud esta idea se fue diluyendo conforme avanzaba en mis estudios.

Recuerdo que por el barrio de san Juan de Dios vivía una familia con varias hijas, vestían con colorido y peinaban sus cabelleras haciéndose grandes trenzas; todas fueron teniendo novio para luego casarse primero la mayor y así, sucesivamente.

La menor de nombre Florencia, también tenía pretendiente, no muy bien visto por la familia de ella, porque era un joven del norte de la república a san Francisco, por lo tanto, lo veían con recelo por tener otra cultura caracterizada por ser violenta y afecta a resolver sus problemas mediante las armas, diferente a la forma pacífica de estos lugares.

Sin embargo, Arturo no se amilanó por el rechazo, continuó pretendiendo a Florencia, ella aceptaba al fuereño, como quien escucha una voz que le aconsejaba permitir el enamoramiento del joven; en tanto estudiaba para maestra, él realizaba estudios para graduarse de ingeniero agrónomo, con la esperanza de casarse cuando concluyeran sus formaciones académicas.

Transcurridos dos años Arturo y Florencia terminaron sus licenciaturas, él quiso que formalizaran su relación de noviazgo para que contrajeran matrimonio civil y religioso, pero recibió el rechazo a su petición por parte de los padres de ella, argumentándole que era la menor de las hijas y que aún no era tiempo.

Arturo aceptó la decisión que le dieron, sin embargo, no concebía que por ser la menor de las hijas no pudiera casarse, argumento fuera de toda razón, además era mayor de edad y con formación normalista concluida. Lo que más ruido le hacía era la expresión que le dijeron: «aún no era tiempo», se hacía una serie de interrogantes y todas las respuestas desembocaban a que debería esperar indefinidamente.

Florencia no se realizó profesionalmente, porque el sitio era lejano y repetían el mismo argumento que era la más pequeña de las hermanas; además a los lugares que enviaban a las personas que por vez primera ejercían su profesión magisterial, las remitían a los nuevos centros de población que se habían formado por las gentes venidas del norte del país a poblar tierras vírgenes. Esto último tampoco era bien visto por los padres de ella porque pensaban que reforzaría la relación entre ellos al tener contacto con la familia de Arturo.

Así fue deslizándose el tiempo, hasta que un día la madre, siempre alegre y arreglada —cualidades que Florencia heredó— enfermó, y esta se abocó a atenderla con esmero hasta que un día la señora falleció.

Pasados cuarenta días del deceso, una tarde llegó Arturo a visitar a Florencia, quien lo recibió con seriedad, este se sintió extrañado ante tal actitud y le preguntó.

—¿Te sucede algo?

Ella lo miró fijamente y después de unos segundos que Arturo sintió como una eternidad, le contestó.

—Quiero decirte algo importante sobre nuestra relación, te pido que por favor me escuches y me comprendas.

—Me sorprenden tus palabras, adelante… te escucho.

—Ahora que ha fallecido mi madre, he decidido cuidar a mi padre hasta el último día de su vida, pensaba casarme contigo a pesar de la oposición de mis padres cuando surgió la enfermedad de mi mamá, pero ahora la situación ha cambiado —con lágrimas en los ojos continuó—, me duele decirte esto porque sé que tu amor es sincero y tú sabes que eres el amor de mi vida, pero comprende mi situación, nadie quiere cuidar a mi papá y me siento obligada a hacerlo, porque yo no tengo familia.

El silencio que se hizo, permitía escuchar el aletear de una mosca.

—Esto que te expreso es cómo si escuchara una voz que me hablara al oído y me dijera que es lo mejor que hago, creo que es mi conciencia de hija menor —hizo una pausa y continuó—, sé que te causo un gran dolor, como yo también lo sufro, pero quiero que entiendas mi situación.

Él se quedó pasmado al escuchar las palabras de Florencia, pero al ver en su rostro la firmeza de lo expresado y que trataba de disimular las lágrimas, solo se atrevió a decirle:

—Acepto tu decisión y la respeto, porque veo tu gran corazón de hija; no tengo nada más que agregar, te prometo que nunca me casaré y te esperaré toda la vida, dio media vuelta y se marchó cuando la luna resplandecía en la fresca noche de diciembre.

La noticia de lo acontecido corrió como reguero de pólvora entre los vecinos al día siguiente, todos daban su opinión, unos apoyando a Florencia, otros rechazando su actitud con el argumento que debería, como sus hermanas, vivir su vida sin importarle su padre.

El tiempo fue transcurriendo. Yo me fui a estudiar fuera de la ciudad y regresé a mi barrio ya con familia; me sorprendió ver que Florencia seguía cuidando a su padre como lo hacía desde veinticinco años, aún conservaba su alegría y juventud que ya daba muestras de alejarse, pero mantenía la amabilidad y dicha que había heredado, cuando platicaba con la gente.

Se acercaba el mes de marzo y la festividad de san Juan de Dios que era patrono del barrio a la que se asistía por tradición desde la Colonia. Participar en las celebraciones religiosas y paganas caracterizaba a los habitantes, quienes el día ocho de este mes, vestían sus galas por ser la fecha más importante; vendían antojitos, se realizaba un festival y se coronaba a la reina de ese evento.

Causó más novedad y satisfacción entre los presentes esa noche ver a Florencia en compañía de Arturo rebozando de alegría disfrutando todo lo que ocurría, como en sus lejanos tiempos de juventud.

Él volvió a visitarla, lo cual causó extrañeza en el pueblo pues se sabía que no era bien visto por el padre de ella, el cual aún vivía, además el señor era atendido por su hija que se había consagrado de por vida a esta misión.

Todos veían con agrado la relación y esperaban que contrajeran matrimonio en fecha próxima, sin embargo, esto no sucedió porque el señor enfermó de gravedad y falleció dos meses después.

Pasados cuarenta días del deceso, Arturo y Florencia se casaron en el templo de san Juan de Dios santo patrono del barrio. Causó emoción el momento romántico cuando en brazos de su ahora esposo, ella entró en la casa que había vivido toda su vida.

Entre las vecinas comentaban que la boda de Arturo y Florencia era un cuento de hadas porque había perdurado su amor en el tiempo y ambos se habían esperado, sin embargo, se preguntaban cómo era que él había regresado después de tanto tiempo, estando aún con vida el padre de ella.

No faltó, como siempre sucede, una vecina que se acercara a felicitar a Florencia y con este pretexto le preguntara por qué regresó Arturo, pues hacía como veinticinco años que habían terminado su relación.

Para satisfacción del morbo de la vecina, Florencia le contó.

─Hace como un año, mi papá mandó a buscar a Arturo a través de mi cuñado, para hablarle, le dijo que no tenía inconveniente para que se casara conmigo, aunque él estuviera vivo, además éramos mayores y mi padre le expresó que sentía su fin ya cerca y no quería irse de este mundo, sin saber que el sacrificio que yo había realizado por él, tuviera una recompensa ─los ojos se le llenaron de lágrimas a Florencia y prosiguió─, me imagino que él pensó antes de tomar esta decisión de llamar a Arturo, se lo agradezco y Dios lo tenga en su reino acompañado de mi madre. 

─Sí, fue una decisión valiente y también la actitud de Arturo al aceptar acudir al llamado de tu papá y acatar la invitación que le hacía.

─Es verdad, al llegar una tarde Arturo a mi casa y me dijo que había ido a visitarme y reanudar nuestra relación que tenía veinticinco años de terminada, me quedé «shockeada», sin habla… ya repuesta de la sorpresa, le comenté que había terminado para cuidar a mi padre, viré a verlo porque estaba sentado en la sala y vi que me sonreía pícaramente y con aprobación ─hace una pausa y prosigue emocionada con su relato─, al día siguiente le pregunté por qué no se enojó cuando fue Arturo a visitarme  y además tenía expresión de satisfacción con su presencia; esta vez rio como no lo hacía desde que mi mamá vivía, fue cuando me contó que él había mandado por Arturo y platicado el motivo de su decisión, no supe si enojarme o abrazarlo de felicidad. Solo sé que me dio un gran regalo, pero como no existe felicidad completa, no vio terminada su última voluntad, porque fue a reunirse con mi madre.

─Florencia, todos hemos enloquecidos de felicidad, y decimos que vives un cuento de hadas, digno de ser escrito.

─Sí, a veces pienso que las hadas existen y me han hablado o arreglado mi vida, pero sea lo que fuere, vivo una realidad que pensé que nunca se daría.

Después de despedirse con afecto, cada una de ellas se encaminó a su casas, y la vida prosiguió por el barrio de San Juan de Dios.

Una mañana Arturo y Florencia salieron de viaje. Alegremente se despidieron de quienes vieron al dejar su casa, diciéndoles que iban a cumplir un sueño y que regresarían en unos dos meses.

Quieres los escucharon, pensaron que se irían al extranjero a hacer realidad algún sueño de juventud, a un lugar fantástico y significativo como París, como es el deseo de muchas parejas de conocerlo, tomarse la clásica y romántica foto en la Torre Eiffel y pasear en el rio Sena.

Pasado el tiempo que dijeron al partir, la casa de Arturo y Florencia era felicidad, los biberones de color azul y rosa se veían por doquier, los llantos de bebés se escuchaban con frecuencia y a veces al mismo tiempo, las visitas de familiares de ambos arribaban con obsequios dobles; ellos compartían su alegría y su sueño realizado de tener un par de gemelos.

Platicaba Florencia que sabiendo que ya tenían más de cuarenta años, las probabilidades de tener un embarazo de alto riesgo, por esto pensaron en adoptar un bebé, pero no lo tenían como una urgencia.

Una tarde recibieron una llamada de la hermana de Arturo que radicaba en la ciudad de México informándoles que unos gemelos con un mes de nacidos iban a ser entregados a un orfanatorio porque su madre de escasos recursos económicos no tenía para mantenerlos, y que si querían los podían acoger. Decidieron ir para adoptar a uno de ellos, sin embargo, al llegar ella sintió la voz de su conciencia que le decía que lo mejor era adoptar a los dos, porque era doloroso separarlos además eran niño y niña, teniendo así la pareja de hijos que desde novios pensaron pedir a la cigüeña.

Florencia se dedicó a criar a los niños porque no trabajaba, solo Arturo, a pesar de ello su situación económica era desahogada. Los niños fueron creciendo y al llegar a los doce años, una tarde salieron a dar un paseo por el malecón para ver la puesta de sol, después fueron a disfrutar nieves de sabores, a un restaurante, ahí Florencia les empezó a platicar con las palabras más amorosas que tenía de la historia de Arturo y de ella, hasta el día que se casaron, ya construido todo el contexto los dos les dijeron que hicieron un viaje a la ciudad de México para conocerlos y hacer todos los trámites legales para que fueran los hijos que siempre soñaron desde su época de novios y que ellos eran el sueño hecho realidad y regalo que la vida les había dado y que ellos eran sus hijos.

Cuenta Florencia que fue un momento muy difícil, pero necesario decirles la verdad a los gemelos porque de no hacerlo vivirían engañados y no faltaría una persona de malos sentimientos que les dijera su origen.

Ellos al escuchar las palabras de Arturo y Florencia reaccionaron como si fueran una sola persona lloraron y se arrojaron a sus brazos, diciéndoles que los querían mucho porque eran sus padres y lo demás no importaba.

Sus vidas se desarrollaban sin contratiempos, hasta que un día, Arturo sintió problemas en una rodilla que le fue impidiendo caminar con facilidad, era consecuencia de una accidente sufrido en su lejana juventud, esto se aunaba a su sobrepeso y gran estatura, tal situación le fue amargando el carácter con toda su familia; su situación física repercutió en su trabajo porque al ser ingeniero agrónomo de profesión, la Secretaría de Agricultura en donde laboraba, lo enviaba con frecuencia al campo a supervisar cultivos y a realizar juntas con campesinos. Él era un prendado de su trabajo y al padecer estos impedimentos, solo le quedaba un camino: jubilarse. Pudo hacerlo con anterioridad porque ya tenía la antigüedad para recibir este beneficio, pero no lo hizo porque se sentía en óptimas condiciones de salud. Sin embargo, no le quedó otro camino que optar por la única salida que le quedaba, doliéndole la forma de cómo pasaba al retiro laboral.

La situación se agravó en la familia, porque Arturo ya había quedado confinado en la casa, siendo sus únicas salidas a consultas médicas, por lo tanto, se amargó al extremo, regañando con y sin motivo a los hijos y teniendo frecuentes diferencias con Florencia.

Era frecuente ver a Arturo sentado en la sala de la casa todo el día, ya sea despierto o dormido, vegetando, después de haber tenido una vida activa, y con la ayuda de los dos hijos y Florencia era llevado a su recámara para que descansara. Así transcurría la vida en la familia que un día fue todo felicidad.

Los vecinos veían con tristeza lo que les ocurría y se lamentaban, quedándoles solo el recuerdo que Arturo y Florencia habían vivido una historia única y diferente desde su juventud y que ahora todo había cambiado.

Hoy Florencia está sola con su pareja de hijos gemelos, ambos tienen dieciocho años y están por iniciar sus estudios universitarios, su esposo hace un año que falleció y ella tiene ahora el rol de padre y madre.

Nadie supo cuando Florencia se quedó sola, por la desaparición de este mundo de Arturo, su discreción fue tal que nadie supo de su fallecimiento, ella solo comentó que él que había sido el amor de su vida, se le había adelantado en el viaje a la otra vida, en donde la espera, como siempre lo hizo desde que eran jóvenes.

Cuando expresaba estas palabras, las decía con una expresión de satisfacción como de quién ha sido feliz por haber vivido un cuento de hadas.

miércoles, 7 de julio de 2021

Carlos y las decisiones

José Camarlinghi Mendoza


El pronóstico del clima anunció cielos azules hasta el final de la tarde y que luego se desarrollaría una tormenta que duraría al menos dos días. Carlos tenía a un grupo de amigos cincuentones, Peter, Russell, Chris y Martín, a los que estaba instruyendo en las técnicas básicas alpinas. Ya llevaban tres días en el refugio Kelman al final del glaciar Tasman en los Alpes del Sur, Nueva Zelanda. Todos los días salían temprano para practicar los procedimientos que el deporte de alta montaña requiere. Ese día pondrían en práctica lo aprendido y harían su primera cumbre, el pico Aylmer. Cuando ya estaban en la afilada cresta de hielo y rocas que lleva a la cúspide empezaron a llegar nubes bajas del norte y el oeste. Mala señal; no era ni mediodía y la tormenta se estaba adelantando. Carlos decidió interrumpir la ascensión. Empezaron el descenso y justo cuando dejaron atrás el terreno vertiginoso de la arista, se vieron envueltos en una niebla tan espesa que se perdió el paisaje. La luz difusa y débil engañaba la vista y no se podía decir con certeza cómo era el terreno adelante. Por suerte estaban las huellas en la nieve, las que habían dejado en el ascenso.

Más abajo la neblina no estaba tan cerrada. Se disponían a atravesar las laderas del glaciar cuando Peter se detuvo y pidió un minuto de descanso. A Carlos le pareció extraño porque no habían hecho ningún gran esfuerzo. Se detuvieron manteniendo la cuerda tensa porque caminaban en territorio de grietas y sería muy peligroso juntarse en un solo punto. Podrían estar sobre un puente de nieve que colapsaría con el peso de todos. Peter se sacó la mochila, la puso en la nieve y en vez de sentarse en ella cayó de bruces. El guía apenas vio la silueta desplomarse no comprendió lo que estaba sucediendo. Muchas veces él había sentido el mareo que produce el fenómeno producido por white-out, cuando cielo y tierra son blancos y no se puede ver la diferencia entre ellos; entonces el oído medio y la vista no coinciden con la información que mandan al cerebro y se pierde el equilibrio momentáneamente. Sin embargo, Peter no reaccionaba. Seguía echado de cara en la nieve. Carlos lo llamó a tiempo que tiraba de la cuerda. Ninguna respuesta ni reacción. Entonces a pesar del peligro de las grietas corrió hasta él y le dio media vuelta. Estaba inconsciente. Todos se acercaron y uno de ellos comentó que ya había tenido un episodio cardiaco unos años atrás. Inmediatamente empezaron con la reanimación cardiopulmonar mientras Carlos se comunicaba por radio con el rescate.

El clima se deterioró y empezó a nevar. Por la radio les dijeron que la torre de control no les había autorizado despegar el helicóptero del socorro debido a la tormenta y la poca visibilidad. No tenía sentido mandar un equipo a pie porque les llevaría al menos dos días y la tormenta estaba ya encima. Tenían que improvisar el rescate ellos solos.

Pasaron incontables minutos de masaje cardiaco y respiración boca a boca. Peter no daba señales de reaccionar. No tenía pulso y el cuerpo empezaba a enfriarse. La tormenta se hizo más intensa con el viento y una copiosa nevada. Carlos tomó una decisión difícil; la de abandonar a Peter y salvar la vida de todos. Uno de los amigos protestó.

—Si no llegamos al refugio para el anochecer, vamos a morir todos —dijo con una calma sorprendiéndose a sí mismo.

Todos lo miraron desconcertados y alguno empezó a sollozar. Miraron a Peter, inerte en el suelo, que rápidamente empezaba a cubrirse de nieve. Uno a uno se acercó y abrazó el cuerpo ya helado. Dejaron un bastón clavado al lado del cuerpo para que los rescatistas lo encuentren. 

La nieve fresca había cubierto sus huellas. Estaban en medio de un glaciar gigantesco y la visibilidad era casi nula. El guía intentaba ubicarse, pero lo cierto es que avanzaba a tientas. No estaba seguro qué dirección tomar y decidió seguir su instinto, el mismo que le había salvado en ocasiones anteriores. Sin embargo, esta vez era diferente. El glaciar era demasiado grande y no tenía muchos relieves o elementos característicos. Era una inmensa superficie de pequeñas lomas.

La tormenta continuaba azotando con ráfagas de nieve que a momentos les hacía perder el equilibrio y en otros los cegaba totalmente. Una ceguera blanca que les desubicaba aún más. En un punto, Carlos decidió parar e intentar ubicarse. Buscó el GPS en la mochila y para su sorpresa no lo encontró. Sacó, entonces, el mapa, la brújula y miró el reloj/altímetro.

—¿Estamos perdidos? —preguntó uno de los clientes.

Carlos pensó rápidamente una respuesta. No podía admitir la realidad porque perdería el control del grupo. Tenía que mantener la calma y el liderazgo.

—Solo verifico que vamos en la dirección correcta —mintió.

Miró el mapa y lo alineó con la brújula. Ya estaban en las pendientes suaves cuando ocurrió el incidente de Peter. Eso le dio una pauta de aquella ubicación. El altímetro le brindó la única certeza. Sabía que la ruta de ascenso hacía un trazo que se dirigía al noroeste. Decidió entonces seguir la brújula en el sentido contrario. Según sus cálculos llegarían a la base de la ladera en cuya cresta estaba la cabaña. Miró las caras sombrías de sus clientes y no se animó a preguntar cómo estaban.

—Vamos bien… —dijo con la mayor seguridad que pudo y acotó—. Continuemos.

Giró y empezó a caminar siguiendo la dirección que le daba la brújula. A los pocos pasos se detuvo nuevamente. Tenía que haber comunicado del asunto a la oficina del Parque Nacional. Sacó la radio y les contó las malas noticias. Le dijeron que en el refugio los estaban esperando e improvisando un pequeño grupo para buscarlos. Carlos les contestó diciendo que sería una locura salir en el presente clima. Se pondrían más personas en riesgo. Miró a los hombres y recalcó que estaban bien y que pronto estarían a salvo.

Un par de horas más tarde se encontraron con una grieta enorme. Carlos se desconcertó en un principio, pero no dijo nada. Habían bajado demasiado. Estaban al borde de la cascada de hielo. Ese es el lugar donde el glaciar cambia abruptamente de pendiente y por el peso del hielo se abren grietas y se forman grandes torres heladas llamadas seracs. Lo bueno, pensó él, es que si caminaban paralelos a las grietas llegarían a la ladera que estaban buscando. Lo malo era que podría ser peligroso. Las fisuras que se abren en el hielo podrían llegar a cubrirse con consecutivas nevadas de manera de formar delicados puentes que ocultan los abismos helados. Podría darse el caso que todos estuvieran sobre un mismo puente de nieve y si no era lo suficientemente sólido se precipitarían a las profundidades del glaciar. Eso le aumentó el estrés, sin embargo, mantuvo la calma y se mostró sereno frente a los hombres que le seguían.

De pronto, sus temores se hicieron realidad: el piso se hundió bajo sus pies. No atinó a hacer nada. Sus músculos se contrajeron y antes que llegara a pensar nada se quedó colgando en el vacío. Agradeció que el segundo día de instrucción les había enseñado el proceso de rescate en grietas. Cada uno de ellos practicó las técnicas varias veces. Con el jalón de la caída el resto de la cordada trastabillaba y al llegar al suelo nevado clavaban las piquetas. Luego organizaban una polea para sacar al caído. El día entero practicaron hasta lograr frenar e instalar la polea de rescate. Esa misma noche, Carlos les dijo que había que practicar el armado del sistema porque era fácil de olvidarlo. Les contó que él nunca había caído en una grieta. Eso ocurría muy ocasionalmente, pero era un procedimiento en el que había que lograr automatizarse; que cuando ocurriera un incidente real, no tendrían tiempo de estar pensando. Parecía que al menos habían aprendido a frenar la caída. En ese instante sintió una especie de cariño hacia los hombres que estaban afuera. Sin embargo, estaba seguro que no lograrían instalar el sistema de poleas para sacarlo. Inmediatamente se puso a trabajar en su auto-rescate. Tenía todo el material para ascender por la cuerda colgado en su arnés. Sacó los dispositivos, los colocó en la cuerda y poco a poco empezó al ascenso. Cuando ya estaba por llegar al labio de la grieta sintió el primer tirón. Con el segundo ya pudo ver que sus alumnos habían logrado organizar el complejo sistema. Ya fuera de la grieta los felicitó efusivamente. No les dijo que la mayor parte del rescate lo había hecho él solo. Lo haría luego, cuando estén a salvo y bajo techo. Por el momento su intención era la de fortalecer su confianza.

—No recuerdo haber visto esta grieta cuando vinimos en la mañana. —dijo uno de ellos.

Carlos sopesó la delicada situación en la que tiene que dar información sin atemorizar a sus clientes. Dentro de sí reconocía que estaba medio perdido. Dudaba que pudiese encontrar el camino de retorno, pero no podía perder la imagen de líder profesional que sabe lo que hace. En su mente crecía lentamente una especie de angustia. Él era el único que tenía las capacidades para ponerlos a todos a salvo. Si perdía credibilidad todos intentarían tomar la iniciativa y la desorganización que eso produciría podría ocasionar la pérdida de sus vidas. Decidió entonces admitir que se habían desviado un poco, pero inmediatamente afirmó con certeza.

—No sé si ustedes han observado este glaciar desde el refugio. Si lo han hecho y se acuerdan, la mayoría de las grietas corren perpendiculares a la ladera del refugio. Si seguimos la misma línea llegaremos a nuestro destino.

—¡Es cierto! —dijo uno de ellos con cierta alegría.

Ese comentario animó a los otros que asintieron con una especie de alivio, sin embargo, una pequeña semilla de duda pasó por sus mentes y Carlos se dio perfecta cuenta del asunto.

La tormenta no amainaba. La temperatura continuaba bajando y se hacía mucho más intensa con el viento. Los hombres empezaron a luchar por sus vidas. Carlos, debido a los años de experiencia y trabajo era el que tenía más resistencia al sufrimiento y a los elementos. Los otros tres, que pasaban la mayor parte de su vida en una oficina y un hogar atemperados comenzaron a sufrir los efectos de la hipotermia. Se volvieron más lentos y descoordinados. Tuvo que ordenarles a gritos que no se detuvieran, y a pesar de aquello, se detenían cada cincuenta o sesenta metros.

El avance se ralentizó aún más. Decidió hacer una parada para hacerles beber y comer. Sacó todos los chocolates, las barras energéticas que tenía y lo poco de té caliente que le quedaba en el termo. Uno por uno les hizo comer y beber. Ya no usó el tono de seguridad para inspirarles confianza. Esta vez les dijo que estaban luchando por sus vidas. Que tenían que dar todo de ellos para continuar. Que él los llevaría hasta el refugio. Los dulces y el té parecieron hacer efecto. Se levantaron con mejor ánimo y empezaron nuevamente la caminata. Solo Carlos sabía que la situación en la que estaban era muy grave. Haciendo un gran esfuerzo abría huella en la nieve fresca y profunda al tiempo que jalaba la cuerda con la cual estaba atado a sus clientes. Avanzaba en control remoto, como autómata, no sabía a ciencia cierta a donde se estaba dirigiendo. Al menos el viento venía por detrás; no tenían que luchar en contra de él.

Miró el reloj. Estaban caminando casi seis horas desde que abandonaron a Peter. En un día normal habrían llegado al refugio en máximo dos y media. En otras dos llegaría la oscuridad. Pensó en su familia, su esposa, sus hijos. Se le anudó la garganta y por unos instantes se le aguaron los ojos. No podía dejarse dominar por pensamientos negativos, la salvación de todos dependía de que él se mantuviera sereno. El esfuerzo de abrir la huella en la nieve profunda lo sumió en un estado muy parecido a la meditación. Ya no sentía el cansancio. Concentrándose en su propia existencia tuvo la certeza que volvería a ver a sus seres queridos. En ese momento sintió un tirón en la cuerda. Quiso seguir avanzando, pero parecía que estaba atado a un peso muerto. Giró y entre los copos de nieve que traía el viento vio que el que le seguía, Martín, yacía de bruces en el suelo. No otro mas por favor, pensó Se acercó lo más rápido que pudo, le sacó la mochila y lo hizo girar. El hombre abrió los ojos.

—Carlitos… me estoy muriendo…

Un sobresalto de adrenalina le hizo olvidar sus pensamientos, llamó al resto y les dijo que tendrían que construir un refugio improvisado, era imposible continuar. Sacaron unas pequeñas palas y empezaron a cavar en la nieve fresca. El ejercicio los reavivó un poco y lograron hacer un hueco lo suficientemente grande y profundo como para entrar sentados. Carlos sacó una tela plástica que sirve como protección de emergencia, la aseguró con piquetas y nieve en el lado que daba el viento, y recorrió el resto sobre la cavidad donde ellos estaban. Se sentaron en sus mochilas y se acurrucaron para darse calor. Inmediatamente sintieron el alivio de estar fuera del viento. Carlos compartió los últimos pedazos de chocolate que le quedaban. Ya no tenía nada que beber.

El hombre que había colapsado estaba muy pálido. Se sentó a su lado, le abrió la chaqueta y sintió que estaba muy frío. Sacó una mantilla de rescate, esas que están hechas con aluminio refractante. Abrazó a Martín y cubrió a ambos con ella. El hombre lo miró y le dio una media sonrisa.

—Ya me siento mejor —dijo suavemente—, gracias.

A Carlos le tembló nuevamente la quijada y miró a otro lado sin saber qué responder. Sacó la radio y se volvió a comunicar. Les dijo que habían construido un resguardo y que esperarían a que pase la tormenta. La voz entrecortada del oficial de guarda parques les prometió que tan pronto mejore el tiempo, mandarían un helicóptero con el grupo de rescate. Todos se animaron al escuchar las noticias que les daban cierta tranquilidad. No estaban tan abandonados a su suerte.

El techo de tela colapsó por el peso de la nieve recién caída. Tuvieron que trabajar nuevamente para sacarla. En apenas cinco minutos volvieron a sentir la dentellada del frio. Una vez dentro de la protección, empezaron a temblar. Carlos les ordenó friccionarse rápidamente el uno al otro. El ejercicio activaría los músculos y les devolvería el calor. Así lo hicieron hasta que dejaron de tiritar.

—Tienen prohibido dormirse —dijo en tono autoritario—. El que se duerme, puede no despertar más.

Los hombres se miraron entre sí y reconocieron el miedo en sus miradas. El guía para cambiar el ánimo empezó a contar la anécdota de un cliente italiano que estaba muy distraído porque atravesaba un proceso de divorcio y que se embarcó en un vuelo a La Paz. En pleno aterrizaje y desde la ventanilla se sorprendió ver palmeras y playas en las cercanías. Al pasar por migración preguntó si estaba en Bolivia y el oficial, entre carcajadas, le respondió que no, que estaba en Baja California, México.

Cada uno de ellos contó una historia cómica que le había ocurrido. Entre las risas y las historias, parecía que los hombres se habían olvidado de su precaria situación. Incluso Martín se animó a contar varias historias. De rato en rato, Carlos se levantaba un poco y empujaba la nieve para que no se acumulara y colapsara el delgado techo. Sin darse cuenta los cubrió la noche. Se callaron y no quisieron hablar al respecto, pero todos pensaron que si venía el rescate sería al día siguiente. Tendrían que soportar la noche apretados en el estrecho resguardo. No dormirse sería ahora una complicación muy difícil. Carlos sacó su linterna y preguntó si alguien más había traído. Dos de ellos las tenían. Al principio del viaje les había recomendado llevar siempre el botiquín, la mantilla de emergencia y la linterna. El que la había dejado en la cabaña ni intentó justificarse; miró a todos disculpándose.

Prendieron una sola. Se turnaron para agarrarla y alumbrar al rostro de los demás. Se les acabaron las anécdotas y comenzaron con los chistes. Después de alrededor de una hora se apagó la primera linterna. En la obscuridad pudieron ver a través del techo de tela una leve luminiscencia.

—¡El refugio! —dijo con alegría.

Empujó la nieve acumulada y aumentó la mancha de luz sobre la tela. Sacó la cabeza y entre la neblina y las ráfagas de nieve pudo ver una mancha de luz en la distancia. Metió la cabeza debajo la tela, prendió su linterna, los miró uno por uno y les preguntó.

—¿Cómo se sienten? —sin esperar respuesta continuó—. Se ve la luz de la cabaña. Podemos llegar a ella.

Todos gritaron de alegría y se alistaron lo más rápido que pudieron. Apenas lograron encordarse y ponerse en camino.

—Sólo yo prenderé la linterna. Los demás tendrán que seguir la huella.

Los tres asintieron con la cabeza y se prepararon para seguir, a oscuras, la dirección en que les tirara la cuerda.

Cuando salieron de la pequeña cueva sintieron el látigo del viento. El frio había calado ya en sus músculos y no podían moverse muy rápido. La profundidad de la nieve, que llegaba por encima de la rodilla les hacía mover más lentamente. No se podía empujarla para hacer un canal. Era necesario sacar la pierna muy alto para dar un paso. Al descargar el peso sobre el pie, este se hundía profundamente. Había que poner todo el peso del cuerpo sobre esa pierna hasta que dejara de hundirse.  Una vez que estaba firme, se necesitaba un gran esfuerzo para sacar el pie que estaba atrás y hacer lo mismo. Carlos abría la huella lo más rápido que podía porque sabía que tenía que mantener una velocidad para que sus clientes no se congelaran. No era posible dadas las condiciones. Pronto llegó a ese estado en el que se movía como autómata. La mente en blanco, concentrado en el esfuerzo físico y con los sentidos adormecidos. No supo cuánto tiempo estuvo así, reducido su rango de visión al par de metros que iluminaba la linterna donde los copos se arremolinaban mientras el aire silbaba y hacía flamear la tela de su ropa. El haz de luz solamente le mostraba la superficie blanca donde tenía que hacer la próxima pisada. Cuando intentaba mirar más adelante el destello rebotaba en los miles de cristales de hielo que flotaban en el aire. De reojo podía observar la leve luminosidad a la cual se estaban dirigiendo. Estaban, todavía, con la buena dirección. No se percató del paso del tiempo hasta que el viento empezó a filtrarse por su ropa. Literalmente sentía cómo el aire atravesaba cada una de las capas, llegaba a su piel, rodeaba su cuerpo y se llevaba el calor.  En unos segundos de lucidez pensó que debería haber visto la hora para calcular el tiempo. Ahora era tarde, no tenía ni idea de cuanto habían avanzado. En ese momento se dio cuenta de algo mucho más importante; tenía que haber llamado por radio para que los guarda parques se comuniquen con el refugio y les digan que no apaguen las luces. Se detuvo miró atrás y apenas divisó las siluetas blancas que se movían como fantasmas. No pudo discernir si fue esa imagen o el viento que le dio de frente lo que le provocó escalofríos. Estaban separados cada uno por unos ocho metros de cuerda y esperó a reunirlos a todos. Lo que vio en los rostros de los hombres no le gustó. Estaban demacrados, sufriendo intensamente. El que había colapsado anteriormente quiso sentarse y desapareció en la nieve. Todos le ayudaron a pararse.

—¿Cuánto falta? —pregunto uno de ellos.

—Una hora —mintió Carlos sin pensar, luego sacó la radio e hizo el pedido.

—No se si lo logro —dijo el que acababan de levantar.

—¡Claro que si! ¡Ya falta poco!

El silencio de los hombres se hizo más intenso en el aullido de las ráfagas. Carlos no quiso mirarlos, se dio media vuelta y nuevamente empezó el trabajo.

Ahora no era solamente lidiar con la nieve profunda; tenía que jalar a Martín. Pasó otro tiempo inmensurable hasta que un nuevo tirón en la cuerda despertó al guía de su inercia. Miró atrás y solo pudo ver el busto del hombre sentado. Le jaló con la cuerda y no obtuvo respuesta. Con una mezcla de rabia e impotencia volvió en sus pasos hasta llegar a él. Ahí observó que el hombre tenía las manos peladas.

—¿Porqué no tienes guantes? —le gritó.

El hombre miró sus manos azules y sonrió levemente.

—No tengo frío —dijo casi alegre aumentando su sonrisa.

Carlos llamó al resto del grupo y les preguntó si tenían guantes extra. Alguien le pasó un par que eran muy livianos para las condiciones, pero eran mejor que nada. No quería que los otros vean las manos así que lo hizo de espaldas a ellos. Al ponérselos le pareció que los dedos eran ya pedazos de hielo. Martín seguía sonriendo como si no se diera cuenta de lo que pasaba.

Antes de reemprender la marcha miró hacia la luz. Su corazón dio un vuelco y casi pierde el control de si mismo. No parecía que estuviera más cerca. No podía entender cómo después de horas de marcha seguían en medio del glaciar. Cerró los ojos y por unos instantes pensó en que, tal vez, no había sido una buena idea salir del refugio improvisado. Con la emoción de ver la luz de la cabaña, emprendieron la marcha y abandonaron la tela. Ahora ya no tenían con qué protegerse. No tenían otra salida que seguir avanzando. Al menos la luz seguía ahí.

Respiró profundo y volvió al trabajo de abrirse camino en el polvo helado. Así avanzó seis o siete metros y nuevamente la cuerda lo detuvo. Miró atrás. Martín no se movía. Jaló la cuerda con fuerza gritándole que avanzara. Parecía que no entendía lo que tenía que hacer. Jaló con más fuerza hasta que finalmente dio el primer paso. Carlos entró de nuevo en el túnel donde solamente veía sus piernas rompiendo la superficie blanca rodeada de obscuridad y la pequeña luz en la lejanía. Sintió un pequeño tirón en la cuerda y con cierta rabia jaló hacia delante. Entonces pudo avanzar un poco más rápido. Con cierto alivio sintió que ya no necesitaba jalar con el cuerpo para que Martín le siguiera. Siguió adelante varios pasos con sorprendente facilidad. Estaba por alegrarse de la nueva condición, pero había algo no le parecía correcto. Volteó la cabeza hacia atrás y no vio a Martín. Volvió por su huella recogiendo la cuerda hasta el nudo donde había estado atado. Por detrás aparecieron Russell y Chris.

—¡Martín! —gritaron los tres.

Prendieron la segunda linterna e intentaron frenéticamente ver entre las brumas. En uno de los rayos de luz Russell creyó ver algo que se movía.

—¡Ahí está! ¡Martín!

Carlos apuntó su linterna al lugar y no vio nada. Chris tampoco.

—¡Les juro que ahí estaba! ¡Vamos a buscarlo!

El guía dio otra mirada hacia donde apuntaba, pero no vio nada. Le costó convencerlo que era inútil intentar buscarlo. Russell empezó a llorar, a maldecir y a culpar a Carlos. Intentó entonces sacarse la cuerda que los unía para ir a buscar a su amigo. Le tomó de la mano. 

—La única posibilidad que tenemos es llegar al refugio. Tenemos el tiempo contado. No vamos a aguantar mucho más. Si quieren salir con vida, tienen que seguirme.

Miró a los dos a la cara, les dio la espalda y continuó hacia la luz. Escuchó un sollozo y al poco tiempo la cuerda se puso tensa. Jaló un poco y la tensión no cedió. Pensó un momento. Había hecho todo lo que estaba en sus manos para salvar a sus clientes. Cada decisión que había tomado lo hizo en base a su experiencia y conocimiento. Si tenía otra oportunidad no cambiaría ni una sola. La gente bajo su responsabilidad se estaba muriendo. Dos de ellos ya estaban muertos. Pensó en las implicaciones y tomó la decisión que nunca imaginó tomaría:  soltó la cuerda que lo unía a Russell y Chris; intentaría salvarse él solo. Miró a los hombres que seguían intentando otear entre los torbellinos y las brumas, gritando de rato en rato el nombre de su compañero. Por última vez les llamó tirando de la cuerda. Ni siquiera le escucharon. Carlos se dio media vuelta y miró sus piernas enterradas. Bajó la cabeza hasta que el mentón tocó su pecho y empezó a llorar. No podía abandonarlos. Sabía que si daba el primer paso ya no se detendría pero que, si sobrevivía, se arrepentiría el resto de su vida. La luz de su linterna pestañeó. La idea de quedarse en la obscuridad le dio otra perspectiva. Tenía que salvarse. Habría luego tiempo de enfrentar consecuencias. Decidido a vivir levantó la vista en dirección de la cabaña y no pudo comprender lo que veía. Había varias luces. ¿Qué estaba pasando? ¿Estaba él también perdiendo la razón por la hipotermia? Las luces se movían. Contó cinco o seis. Al rato escuchó su nombre. Era la voz de un colega. Habían estado despiertos esperando en la cabaña. Cuando vieron la luz de la linterna de Carlos, se organizaron y salieron en su búsqueda. Traían bebidas calientes y comida energética.

—¿Y los otros? —le preguntó.

Carlos bajó la cabeza y la movió negativamente. Rodaban las lágrimas por sus mejillas. El colega lo abrazó y dirigió a los otros para que ayudaran a los sobrevivientes. Una hora más tarde entraron silenciosamente en el calor reconfortante. Otros montañistas que los estaban esperando los recibieron con vítores y alegría, pero al ver el estado en el que estaban y que faltaban dos, uno a uno los abrazaron silenciosamente.

martes, 6 de julio de 2021

Los cuatro fantásticos

Marcela Adriana Alfonso Duarte


Matías o «Mati» como lo llamaban todos, alistó unas cuantas prendas; una camiseta, una gorra y una cantimplora con agua.

―Aún no sé si quiero ir.

―Claro que quieres ―dijo su padre―. Te divertirás mucho con los otros chicos.

―A mamá no le va a gustar.

―¡Bah! A ella nada le gusta. Mereces algo de diversión ―dijo su padre con una sonrisa y acarició juguetón la pelusa recién aparecida sobre el labio superior de Matías.

La semana pasada quise inscribirme en un curso de canto que iniciará en el pueblo. Sentí alegría al enterarme y corrí a casa.

―¿Que quieres qué?

―Inscribirme a las clases de canto ―susurré bajando la mirada.

―Tú y tus bobadas ―contestó mi madre mirándome por encima de los lentes. Apartó la calculadora y el libro de contabilidad―. Estás destinado a ser un bueno para nada ni siquiera creces, mírate. Tu padre deberá servirte más comida a ver si engordas al menos un poco ―suspiró y volvió a los números. Papá miraba desde la cocina en silencio.

*

Hermes tarareaba revolviendo la ropa en el cajón, buscaba su bermuda favorita. El cabello liso y un poco largo al frente le estorbaba los ojos. Fue a la cocina, echó en una bolsa plástica algunas frutas, enlatados y dulces.

―¿A dónde irán? ―preguntó la madre desde la habitación.

Hermes entró y la vio tumbada en la cama en un cuarto oscuro aunque fuera de mañana. Abrió las cortinas y le dio un beso.

―Ma, te dejé el desayuno listo sobre la mesa. Iremos al bosque.

―Ah, bueno.

―Y no te preocupes, ¿eh? La señora Leila estará pendiente de ti. Te traerá de almuerzo su horrible sancocho aguado e insípido ―dijo Hermes haciendo gesto de asco.

―Haré un esfuerzo ―dijo su madre soltando una risita. Hermes también se rio. Trajo un vaso de agua y le puso en la mano una píldora diminuta. Ella agradeció, se escurrió en la cama y cerró los ojos. El chico suspiró y antes de que el nudo en la garganta se le escapara como regadera por los ojos salió de la casa.

Desde que mi padre se fue dando un portazo, mamá cambió. Ya no se maquilla ni va al salón de belleza ni invita a sus amigas a jugar dominó. Mi padre rara vez llama, eso sí, consigna cada mes lo pactado. Todas las semanas voy al mercado y hago las compras necesarias.

―Hola cariño, ¿y tu mamá? ―preguntó la vendedora de huevos―. Hace tiempo no viene por aquí.

―Está un poco mal de salud.

―¿Y eso?, ¿enferma de qué?, ¿ya fue al doctor?

―Huy doña, esta vez los huevos vienen bien cagados, ¿no?

La mujer torció la boca y me dio los vueltos de mala gana. Vieja chismosa.

*

Albert cogió el maletín. Guardó con celo un libro que tenía escondido bajo el colchón, un jean descolorido y se acomodó los lentes para salir. «Einstein», lo llamaban en el salón de clases, no alcanzaba los quince años y estaba a punto de terminar la secundaria.

―¿Llevas el cuadernillo de Física? ―preguntó su padre.

―Sí señor, claro.

―Eso, recuerda pegar una estudiada y hacer ejercicios.

―Sí, señor ―dijo Albert poniendo los ojos en blanco aprovechando que su padre no había despegado los suyos del periódico.

―Mira, el gobierno ofrece becas universitarias para los mejores bachilleres. Ven, lee.

―Papá, se me hace tarde. Los chicos me están esperando.

Se despidieron con un apretón de manos. Antes de cerrar la puerta el jovencito oyó a su padre: «No llegues muy tarde mañana. El lunes hay escuela».

Cuando aprendí a escribir, lo hice con la mano izquierda, pero mi padre se empeñó en volverme diestro. Siempre ha estado muy orgulloso de mis primeros puestos en cada año escolar.

―¿Por qué no sacaste cinco en esta evaluación? ―preguntó sacudiendo la hoja frente a mi cara.

―Estaba difícil.

―Entonces debes estudiar más. Tienes que ser el mejor siempre. Si no sacas la nota más alta quiere decir que no te estás esforzando lo suficiente. Mira a los hermanos de tu madre, ¿acaso quieres ser como ellos? Un bruto. Mamá no dijo nada, se fue para la habitación apuñalando el suelo con los tacones.

*

Iván tomó la navaja que su padre le regaló en la navidad pasada y la guardó en uno de los bolsillos del morral. Apeñuscó dos camisetas y un jean con talla de adulto. De un par de zancadas ya estaba en la cocina. Sirvió un vaso de refresco y lo bebió de un sorbo. Si su madre estuviera ahí quizás le alistaría algo para merendar en el bosque. Unos golpes y maldiciones lo devolvieron a la realidad. A hurtadillas sacó una cerveza y unos cuantos cigarrillos de su padre; los metió en su morral con cautela. El hombre estaba en el patio luchando con el motor de un carro viejo.

Soy casi igual de alto que mi padre, pero a él el trabajo pesado y las peleas en el bar del pueblo lo han vuelto corpulento y de gesto agrio.

―Camine a ver y me ayuda a doblar unos fierros ―dijo mi padre y pateó el travesaño de la cama haciéndome brincar―. ¡Muévase!

―Es fin de semana ―dije refregándome los ojos.

―¿Qué fue lo que dijo?

No vi venir el puño que me estrelló en el hombro. Me agarró por la pijama, me arrastró fuera e hizo un amago de golpearme en la cara.

*

Los cuatro muchachos con morral y bolsa de dormir en la espalda caminaron por la carretera hasta llegar al camino de tierra y piedra que los llevaría al fondo del bosque. Llegaron al borde cerca del mediodía. Allí estaba, una masa verde y misteriosa. Siguieron el sendero empujándose y bromeando. Los troncos gruesos levantaban sus ramas con follaje de diferentes tonos. Altos y frondosos. La luz del sol era escasa, solo algunos rayos se escurrían hasta el suelo como cintas translúcidas pasando a través del follaje. La temperatura perfecta.

―¿Vamos más allá de lo que fuimos la última vez? ―preguntó Iván y le dio una palmada en la cabeza a Matías.

―No es buena idea, es irresponsable ―dijo Albert y miró con desconfianza el camino cubierto de hojas secas.

―Vamos cerebrito, será divertido.

Hermes se mostró complacido dando saltos y Matías se encogió de hombros.

Comieron la merienda sin detener el paso. Debían llegar lo más lejos posible y hallar un buen sitio para armar el campamento. Era la primera vez que dormirían allí. Antes pasaban el día y al empezar a caer la tarde regresaban al pueblo.

Al atardecer el bosque se tornó ocre. Una neblina tenue se empezó a esparcir haciendo arabescos caprichosos y los envolvió por completo. La temperatura bajó. Se pusieron los suéteres y continuaron caminando.

―¿Oyen eso? ―preguntó Hermes. Con los ojos muy abiertos miró hacia todos lados despacio, como buscando algo entre los troncos de los árboles. Los chicos palidecieron y abrieron también los ojos.

―Son pájaros, tonto ―dijo Iván al tiempo que le pateaba el trasero.

Hermes rio y los demás lo sacudieron por el susto que les había dado. Cientos de aves trinaban buscando cobijo para la noche. La bruma jugueteaba siguiéndoles a cada paso. Tropezaron casi de frente con una cueva a los pies de una pequeña loma.

―Podemos dormir aquí esta noche ―aseguró Iván con sonrisa de tiburón.

―No, yo no voy a entrar ahí ―dijo Matías echándose hacia atrás.

―Vamos enano, no seas gallina.

―No, Mati tiene razón ―dijo Albert―. Es peligroso.

Iván miró a Hermes esperando su apoyo.

―Ah no, a mí ni me mires. Yo tampoco entro ahí. No quiero encontrarme con La bestia en la cueva de Lovecraft.

―Maricones. Escuché decir a mi padre que esta cueva tiene salida al otro lado de la loma. Será una aventura llegar allá. Sin meditarlo se metió por el hoyo.

―Iván, ¿estás seguro? ―preguntó Albert.

―Sí, los veré del otro lado, miedosos ―dijo desde adentro con algo de eco.

Los tres siguieron el camino para rodear la loma. La oscuridad se fue apropiando del bosque. Matías sacó la linterna para ayudarse un poco. Caminaron presurosos al lado de la base de la montaña sin saber si en realidad la estaban rodeando.

―Estúpido Iván. Una cueva no es un túnel en línea recta ―dijo Albert.

―Bueno, con suerte no volveremos a verlo ―bromeó Hermes.

De camino encontraron el río. Cristalino y travieso salpicaba con espuma las rocas de la orilla. Hermes tropezó con la raíz de un árbol y cayó por un modesto barranco al agua. Matías y Albert intentaron retenerlo. Fue imposible. Se lo llevó el río. El chico se hundía por instantes, chapoteaba y gritaba pidiendo ayuda. Los otros dos corrieron por la ribera intentando engancharlo con ramas, sin embargo, la noche incipiente y la vegetación salvaje les impidió seguir. Hermes se perdió en el agua. Ya no escuchaban sus gritos. Matías lloraba y Albert buscaba en su cabeza alguna ecuación o fórmula para hallar a sus amigos.

―Fue un error ―dijo Matías entre sollozos.

―Cálmate, encontraré una solución.

Albert dirigió la luz hacia la copa de los árboles, era difícil verlas por la densidad y lo apretado del follaje.

―Voy a subir a este árbol, quizás si llego hasta la copa pueda ver el curso del río y con suerte descubriré si Hermes pudo salir del agua.

―No me dejes aquí solo ―lloriqueó Matías.

―Subo y bajo enseguida. Mantente tranquilo.

Albert se puso la linterna en la boca y empezó a trepar con dificultad por el tronco grueso de una ceiba. Se apoyó en las grietas hasta llegar a las ramas que parecían brazos extendidos. Después de unos cuantos metros Matías ya no lo vio. Las tupidas hojas y ramas se habían cerrado tras el paso de su amigo. El árbol parecía un ser con voluntad, enfurecido por la invasión. El viento también atacó con latigazos gélidos. Ni siquiera el haz de luz de la linterna de Albert se percibía. La frondosidad de la gigantesca ceiba parecía un ser maligno enfurecido, le negó visibilidad alguna.

―¿Albert? ―llamó Matías― ¡Albert!

Gritó varias veces llamándole, pero el viento nocturno del bosque bramaba más fuerte que él.

*

Iván estaba sofocado, sendas gotas de sudor le cubrían la frente y la espalda. Iba con el torso desnudo. La luz era lánguida, la apagó unos segundos. La negrura era tajante, mejor encendió la linterna de nuevo. No iba de frente sino hacia abajo y el camino cada vez se hacía más difícil. Tal como veía su vida. Oscura y estrecha.

«¿Qué será de la vida de mi madre? No la odio, en realidad fue valiente al escapar». Él había nacido de forma prematura por culpa de una patada que había recibido ella en el vientre. Si no hubiera huido ahora quizás estaría muerta. De pequeño escuchaba pelear y gritar a sus padres. Su mamá lloraba aguantando los puñetazos y las cachetadas. Él corría a esconderse dentro del armario y por el quicio de la puerta podía verla intentando defenderse, pero, el monstruo mucho más fuerte, grande y malvado siempre ganaba. Ella salió un día al mercado, le dio un beso y lo abrazó con fuerza; le dijo que lo amaba y pronto volvería por él. Nunca lo hizo.

―¡Su mamá es una puta! ―gritaba mi padre.

Respiró profundo el aire de la cueva, aire viciado, no le llenaba los pulmones. Se pasó la mano por la cara para secar el sudor. Escuchó algo en medio de la negrura, alumbró. Nada. Recordó la mención que hizo Hermes del cuento de Lovecraft, se le pusieron los pelos de punta. Sacó la navaja y la empuñó. Si era un animal, lo mataría. No lo cogería desprevenido. Pensó en regresar. No, ya no recordaba por cuál camino había llegado. Estaba en una tumba.

*

Hermes trató de mantener la cabeza fuera del agua, sabía nadar, pero el líquido helado era como millones de agujas atravesando la piel. Ya no sentía nada. Brazos y piernas estaban entumecidos. Apenas si flotaba dejándose arrastrar por el río que rugía a su alrededor y ya no era cristalino, sino del color de la brea. Un hilo de sangre le escurría por la cara desde la frente ¿Si él moría qué pasaría con su madre? Él y solo él veía por ella. No podía dejarla sola, estaba indefensa. Lloró y las lágrimas se juntaron con la sangre y el río.

―Se llama «depresión» ―dijo el psiquiatra.

―¿Y eso la puede volver loca?

―No, las personas con depresión se comportan como tu mamá. Simplemente les deja de importar todo.

Mi tía Efigenia, hermana de mi padre, dijo que mamá hacía eso para que él volviera.

―Tu mamá es una mierda ―dijo enojada―. Que lo deje ser feliz, el pobrecito no pudo serlo con ella. Y eso es culpa solo de tu madre.

Yo no entendía qué pasaba y poco a poco me fui haciendo cargo de ella, de la casa, de la comida y de las finanzas. La señora Leila, amiga de mamá cuando estaba sana, me enseñó a cocinar y a darle las medicinas. Cuando hago reír a mamá se siente mejor o por lo menos eso parece. Le hago chistes o le cuento historias graciosas y ella se ríe con ganas. Eso para mí es un alivio porque logro sacarla de la quietud, del sueño o del llanto que llega cualquier día sin aviso.

*

Albert siguió subiendo de rama en rama, debía subir lo que más pudiera para ver el río. Escaló y escaló. No sabía que aquellos árboles fueran tan altos, empezó a sentir miedo. Al mirar hacia abajo no veía nada, no sabía qué tan alto estaba. Las ramas se movían con el viento queriendo arrojarlo lejos, deshacerse de él parecía su deseo.

―¡Mati, Mati!

La única respuesta fue el ulular de un búho entre los aullidos del viento. Intentó bajar, la rama se quebró haciendo un ruido de chillido que lo obligó a subir más. Se sujetó fuerte de las ramas que se mecían. Mirar hacia abajo le produjo vértigo, no veía el suelo. Sintió ganas de vomitar. ¿La ceiba le susurraba o se reía? Le faltaba el aire y lo embargó un sopor que lo obligó a quedarse quieto, petrificado. Subir era sencillo, bajar, irrealizable. Su padre se sentiría muy decepcionado de él. «¿Qué pensaría de mí si muero en estas condiciones? Por Dios, ¡subido en un árbol!, es ridículo. Un chico que se suponía listo es devorado por una ceiba gigante». Si eso sucedía no podría ganar la beca con la que había soñado siempre su padre. No sería el hombre importante ni respetado en el medio científico. Se espabiló un poco y se acomodó entre una grieta del tronco y como pudo sacó de la mochila el preciado libro. Distraer la mente en otra cosa le ayudaría. Vincent Van Gogh, el arte incomprendido. El viento agitaba a voluntad las hojas del libro. Alumbró con la linterna y obligó a detenerse en una lámina, el Campus en Cordeville.

Maravillosa paleta de colores, la luz plasmada en ese campo con tanta maestría, la belleza de los trazos y las formas. No, ni pensarlo. Papá me mataría o por lo menos dejaría de hablarme de por vida si le saliera con el cuento de mi sueño de artista. El viento le arrebató la linterna y se alejó entre susurros.  Sonrió aletargado, estaba demasiado cansado.

*

Matías alumbró con la lámpara en todas direcciones y las sombras proyectadas lo asustaron más. Se acurrucó al lado del árbol. Miró la hora en el reloj. Las 11:30 de la noche. ¿A qué hora había pasado tanto tiempo? Solo hacía estorbo ni siquiera podía ayudar a sus amigos. Por lo menos Albert y Hermes lo habían intentado, en cambio él estaba reventado de miedo. Moriría ahí, quizás engullido por un animal. Sus amigos tendrían muertes más llamativas. Los maestros decían que le faltaba iniciativa y tenían razón, igual que su madre.

―Bravo hijo, lo hiciste muy bien ―dijo papá cuando en primaria recité tres renglones en un acto escolar.

―¿Bien? ―dijo mamá―, si no se le entendió nada. Tartamudeó todo el tiempo y habló tan bajo. Gracias a Dios poca gente lo notó.

―No importa, la próxima vez será mucho mejor y la siguiente también. Solo debes arriesgarte.

No quise volver a hablar delante de nadie. Ya no tartamudeo, pero no tengo nada loco o disparatado que decir como Iván, nada gracioso como Hermes y nada interesante como Albert.

Matías se levantó, temblando de miedo decidió seguir solo el camino y rodear la montaña. Si se acababan las pilas de su linterna ahí sentado, estaría frito. Empezó a caminar fijándose bien en donde pisaba. Le tenía pánico a las serpientes y a los bichos. La mole negra de piedra y arbustos se convirtió en una loma cubierta de césped fino y rastrojo. Enfocó hacia la pared de montaña, calculó que estaría en el lado opuesto de la entrada por donde se metió Iván. Se detuvo y se acercó hasta casi tocarla con la nariz. El viento lo había dejado en paz pero la noche no dejaba ver nada más allá de unos cuantos centímetros. Alumbró despacio y fijándose bien. Entonces, lo vio. Un orificio entre dos rocas. Iluminó y con un ojo miró dentro. De allí salía un vapor caliente, era un espacio vacío y al parecer amplio.

―¡Iván! ―gritó y el eco retumbó dentro de la cueva― ¡Iván! ―volvió a gritar. El eco se repetía tantas veces, imposible oír algo más. Empezó a cantar. Al hacerlo, el eco se hizo más suave y su voz se esparció por cada agujero de gusano de la cueva.

Iván empuñaba la navaja con una mano y con la otra la linterna. Buscaba en la oscuridad al animal o al monstruo. Estaba desorientado, con la visión borrosa, ya no tenía agua. La última gota se la había tomado una hora atrás. Escuchó un murmullo lejano, levantó más alto la navaja, lo que quisiera atacarlo se llevaría por lo menos un buen tajo. Un susurro, un canto, una voz celestial.

―Es una voz humana ―se dijo―. ¡Hola! ―gritó con el vigor que le quedaba.

El eco de su propia voz le tronó en los oídos. Guardó silencio y ahí seguía esa voz cantando. No lo estaba imaginando. Echó a andar siguiendo la melodía.

Matías vio un afilado haz de luz que salía del agujero, pegó el ojo. El resplandor de un bombillo lo dejó encandilado. Apartó la cara y al mirar hacia la oscuridad miles de lucecitas de colores aparecieron ante él.

―¿Hola? ―dijo una voz desde adentro de la montaña.

―¡Iván!

―¡Mati! ―Iván hundió la hoja de la navaja alrededor del agujero. Arrancó piedras y tierra. Pronto le cupo la mano. Se tocaron temblando. Entre los dos abrieron un hueco mediano por donde Iván pudo salir, primero la cabeza, luego el tronco y por último las piernas.

Enterado Iván de todo lo sucedido y después de tomar varios tragos de agua fueron en busca de los otros. Matías había dejado visibles rastros por el camino que los llevarían hasta el árbol en donde estaba Albert.

―Vaya, Mati. Eres un maldito cantante genio.

Después de un buen rato se encontraban en el pie del árbol rugoso y agrietado por donde había subido su otro amigo. Entre los dos gritaron. No hubo respuesta.

―Voy a subir ―dijo Iván.

―No, por favor ―Lloró Matías.

Ivan lo abrazó. La cara de Matías apenas le llegaba al pecho.

―Tranquilo, voy a volver. Por favor canta, tu voz me da tranquilidad y esperanza.

Las piernas largas de Iván lo ayudaron a subir rápido. Pronto perdió de vista a Matías. No obstante, seguía escuchando su hermosa voz filtrada entre el tupido follaje. Pasó de una rama a otra, a la derecha, a la izquierda y más arriba; hasta llegar a Albert. Dormitaba recostado en el tronco y tiritaba de frío. Temió que si lo asustaba podía caer al vacío. Con suavidad le retiró el libro. En la contraportada había un papel doblado, era un bosquejo de ellos cuatro abrazados caminando por el bosque. Su amigo tenía los lentes escurridos en la punta de la nariz. Con cuidado le quitó los lentes. Albert abrió los ojos y de no ser porque Iván lo tenía bien sujeto se hubiera caído.

―Hola, Einstein ―dijo Iván abrazándolo y le devolvió los lentes.

―Pensé que iba a morir.

―Menos mal que no porque jamás me habría enterado de que eres un puto Miguel Ángel ―Albert sonrió. Juntos lograron bajar y tocar suelo.

Los tres siguieron el cauce del río. Empezaba a amanecer. La bruma tomó un color azulado que se reflejaba en las hojas de los árboles. En un claro encontraron a Hermes cerca a la orilla bocabajo sobre las piedras.

―¿Está muerto? ―preguntó Matías a punto de echarse a llorar de nuevo.

Los chicos, resignados guardaron silencio.

―No estoy muerto, estaba de parranda ―susurró Hermes con los ojos entreabiertos.

Corrieron hasta él, lo voltearon y lo abrazaron. Matías lloró.

―Bueno, ya estuvo bien de lágrimas, maricones. Hagamos una fogata para calentar un poco al payaso este.

Albert y Matías recogieron ramas. Iván usó el encendedor de sus cigarrillos. Consiguió un fuego robusto, suficiente para calentar a todos.

El sol en lo alto y la bruma se desvaneció como fantasma que huye de la luz. Los cuatro se tomaron de las manos y juraron que ese fin de semana sería su secreto. Sonrieron cómplices y se abrazaron sellando el pacto. Sin problema hallaron el camino de regreso. Antes del anochecer llegaron al pueblo. Era un domingo caluroso de calles vacías y cigarras. En la iglesia las beatas cantaban al unísono y desde las casas venía el rumor de voces, trastos y televisores.